Capítulo 8

Cuando Oscar entró en su casa, advirtió que algo extraño sucedía. No escuchó el rumor habitual de las niñas o sus niñeras protestando, la música en los altoparlantes del living o los movimientos habituales. Todo era silencio y quietud, como si el departamento hubiera estado vacío en los días de vacaciones.

Comenzó a recorrer los ambientes y nadie aparecía, más silencio que las noches en que llevaba a Silvia escondida en el auto. Ni en el living ni el comedor había nadie; tampoco en los dormitorios. Volvió a bajar alarmado y fue hasta la cocina. Allí estaban dos de las mucamas.

—Señor —dijo una de ellas en un portugués cerrado—. ¡Qué desgracia, señor!

—¿Qué pasa? ¡¿Qué pasa?!

—¡Es Flor…!

—¡¿Qué pasa con Flor?!

—Un accidente, señor. Se cayó por la escalera.

—¿Y qué pasó?

—Se la llevaron muy mal para el hospital.

—¿Qué hospital?

Mientras corría por la ciudad sin respetar semáforos ni peatones, sentía una angustia que le oprimía el pecho. Su preocupación por la separación de Suzely ya carecía de importancia.

¡Su querida Flor!

De las indagatorias de Geppe y el subadministrador Villamil no pudieron sacar nada en claro. Quedaba en el aire la presunción de que todos eran del mismo grupo y se cubrían entre sí. Unos hacían investigaciones clínicas y los otros no controlaban. Ahora estaban tratando de protegerse para que no se descubrieran las falencias. En realidad no había ninguna prueba contundente más allá de unas declaraciones de algunos enfermos y sus testigos de que habían firmado después de comenzado o terminado el tratamiento. Las firmas eran auténticas, y habían estado de acuerdo con el tratamiento asignado.

Geppe afirmó rotundamente que el pedido de autorización fue presentado en forma oportuna pero que el expediente desapareció de sus oficinas en la época de la huelga. Nada sabía de los consentimientos de los pacientes, porque ésa era una obligación del investigador jefe que era verificada por el monitor. El laboratorio recalcaba la necesidad de que los médicos tratantes informaran a sus pacientes con claridad y exactitud. La Oficina de Medicamentos, al controlar, lo verificaba. Pero a partir de allí era incumbencia del equipo que llevaba adelante la investigación.

Alcmaeon no tenía ningún contacto con los enfermos y toda la aplicación y evaluación clínica dependía de los médicos que hacían los informes, los que eran remitidos a San Diego para su carga en la computadora.

Villamil ratificó la historia y se mostró ofendido por la investigación judicial y la forma en que allanaron sus oficinas. No sabía cómo era posible que un expediente no estuviera registrado en el libro de mesa de entradas pero lo consideró un simple error administrativo o una omisión menor. Era una simple falla que podría dar lugar a un sumario y a una leve sanción a la jefa del área, si se comprobaba que eso era así.

Todos eran detalles que no alcanzaban para configurar nada, salvo una sospecha más o menos fundada en coincidencias pero sospechas y coincidencias no alcanzaban para procesar y menos para condenar a nadie.

Podían llamar a más parientes de los muertos o a los enfermos pero Ernesto estaba harto de ver gente sufriente en su despacho a la que no se animaba a preguntarle a fondo para no mortificarla más. Ellos tenían suficiente con sus desgracias, para minarles la confianza que habían depositado en sus médicos o las esperanzas, casi siempre frustradas, de curarse o, al menos, vivir un tiempo más con el mal que los aquejaba.

Sólo quedaba el doctor Marcelo Salinas, el omnipotente y ahora famoso doctor Salinas que, según decían los diarios, estaba en una conferencia de nivel mundial en Toronto, dando una charla sobre su hallazgo, al que trataba de disfrazar como producto de la investigación. En realidad, ya nadie se preguntaba cómo había llegado a descubrir semejante bendición para la humanidad, sólo querían escuchar a su mentor hablar sobre sus bondades y saber cuándo estaría disponible para el público.

Premeditadamente le mandó la citación al hospital con un policía de uniforme que le proporcionó Rimoldi. Debía preguntar en todos lados dónde quedaba la oficina del doctor Salinas para que los médicos y enfermeras se enteraran que la policía lo estaba buscando para algo. Podía estar dando conferencias en Toronto o en cualquier otro lado pero Narváez quería que supiera que en Buenos Aires tenía problemas. Lo quería preocupar, que supiera que en su propio reducto se sospechaba de él, porque necesitaba inquietarlo y hacerlo sentir inseguro para el momento de su declaración.

Con él no tendría la piedad ni los límites que le imponían las caras sufrientes de los enfermos y de los hijos o los esposos de los muertos.

Cuando la enorme humanidad de Salinas bajó del podio con un estuche de cuero con un plato grabado de reconocimiento en la mano y con los oídos llenos de los aplausos que lo halagaban, sintió el placer de la gloria. Ahora comprendía los sentimientos de aquellos que, por aparecer en la televisión o jugar bien al fútbol, eran victoriados y premiados.

Era imposible sustraerse a la sensualidad de esos aplausos, al halago de todo el mundo, a ser calificado como benefactor de la humanidad como lo hizo el presentador en ese hotel cinco estrellas. Era una exageración, ¡pero era tan lindo escucharlo!

Los comensales habían pagado ochenta dólares para cenar con él y esos fondos se destinarían a obras de caridad, lo que sumaba para su popularidad y lo hacía más cercano a la gente que recibiría los beneficios de su investigación. No sólo había descubierto un remedio que evitaría la muerte de muchos de los que estaban allí comiendo grasas sin límites, sino que también viajaba y se sacrificaba dando conferencias con fines benéficos para la ayuda a los hospitales públicos y la niñez desprotegida.

Fue hasta su mesa donde ocupaba el lugar de honor entre un senador y el presidente de la Academia de Medicina y brindó con ellos. En realidad, brindaba por él mismo por esa bendita suerte de que las computadoras no descartaran nada de lo que se les informaba, ni los resultados de los análisis de sangre de unos desgraciados que morirían en poco tiempo porque las drogas que les habían administrado no tenían el menor efecto sobre el cáncer.

Era recurrente el pensamiento de que si la experiencia la hubieran hecho cincuenta años antes, habría pasado inadvertida porque aunque se controlara la sangre de los enfermos, la exactitud de los resultados era relativa y solamente alguien con una intuición especial podría descubrir la influencia del medicamento sobre los lípidos. En aquel entonces los síntomas y los resultados de cualquier cosa se anotaban en tarjetas con la letra ininteligible del médico y con sus códigos indescifrables. De esa forma, habría sido un verdadero milagro que alguien relacionara que un remedio probado contra el cáncer pudiera servir para otra cosa.

A nadie se le ocurriría darle mérito a una computadora que sacaba estadísticas y conclusiones matemáticas. Tampoco a la casualidad, porque nadie, ninguna sociedad, se priva de tener sus propios héroes, los exitosos a quienes aplaudir. Salinas sonrió al pensar que toda esa gente que lo palmeaba debería aplaudir y llevar en andas a una computadora. La podrían presentar en el mismo escenario, pero seguro que no podría pronunciar un discurso ni sonreír y no podría agradecer el homenaje.

El maître se le acercó por detrás y le dijo suavemente:

—Doctor, llamaron dos veces de la Argentina mientras usted estaba hablando y pidieron que se comunicara urgente con esta persona.

Salinas abrió el papel doblado y vio escrito con gruesos trazos: Doctor Ramírez y un número de teléfono con el código de Buenos Aires.

—Muchas gracias —atinó a decir mientras trataba de imaginar de qué se trataría. Si fuera un problema de familia, su mujer o alguno de sus hijos lo llamaría. Si hubiera problemas en el hospital, lo haría alguno de los médicos, pero no Ramírez. ¡Seguro que era ese infeliz del fiscal con alguna de las suyas!

—Necesitaría hacer una llamada a Buenos Aires, es urgente —le dijo al presidente de la Asociación Médica.

—Cómo no, doctor —dijo el otro levantándose y atrayendo la mirada de muchos de los comensales que pensaron que comenzaría una nueva tanda de discursos interrumpiendo la cena de ochenta dólares.

Fueron hasta el lobby del hotel y el presidente lo dejó en una cabina acolchada que absorbía todos los ruidos.

—¿Ramírez?

—¿Cómo le va, doctor? Estaba esperando su llamado.

—¿Qué es lo que pasa?

—El fiscal Narváez consiguió que el juez lo llame a prestar declaración indagatoria.

—¿Qué es eso?

—Es una declaración que le toman a alguien que sospechan que ha cometido un delito.

—¡¿Un delito?!

—Bueno… las declaraciones son testimoniales o indagatorias y usted siendo el jefe del departamento donde se hacían las investigaciones, no puede ser llamado como testigo sino como imputado… seguramente quieren que aclare algunas cosas.

—¿Y para cuándo es?

—Para pasado mañana a las nueve.

—Pasado mañana tengo una conferencia en Lima.

—Ya lo sé, doctor. Los diarios de acá están llenos de noticias suyas.

—¿Y entonces cómo fijaron la audiencia para ese día?

—Quizá para molestarlo, doctor. Mañana voy a pedir que posterguen la audiencia y una eximición de prisión.

—¿Eximición de prisión? Estamos todos locos, Ramírez. ¿Prisión para mí?

—Son términos jurídicos y de esta forma nos aseguramos que usted no quede pegado después de declarar.

—¿Pero hay alguna posibilidad de que eso suceda?

—Todo es posible, doctor. Usted tiene mucha notoriedad ahora. Eso juega a favor y en contra. Su prestigio lo protege pero siempre están los que quieren ser reconocidos por su rectitud, por aplicar la ley pareja y se la agarran con los famosos.

—Está bien, Ramírez. Haga lo que tenga que hacer. Yo me voy a mover a otro nivel, sin interferir con usted, por supuesto.

—Yo no tengo inconveniente. Todo ayuda.

—¿Le parece que vuelva a Buenos Aires, después de la conferencia?

—No, doctor, mejor no. Prefiero asegurarme con la eximición de prisión para que usted no pase un mal momento.

—Está bien —aceptó, sintiendo que algo se le daba vuelta en el estómago.

El inefable doctor Marcelo Salinas, el homenajeado de esa noche, no pudo comer cuando volvió a su mesa. La sonrisa permanente se había convertido en una máscara, pero no iba a dejar que se notara su angustia.

Cuando Leyro Serra llegó al hospital, las noticias eran peores de lo que había imaginado. Flor estaba sumida en un coma tres con un posible daño cerebral traumático. La pudo ver unos instantes con la cabeza deformada por el golpe mientras la llevaban por el pasillo para hacerle una tomografía computada.

Esas interminables noches a su lado tomándole la manito y rogando que se despertara lo hicieron sentir culpable, como si el accidente hubiera sido un castigo por su búsqueda de la felicidad perdida, por estar dispuesto a mandar al diablo su matrimonio dejándola en la crisis del divorcio de los padres. Se olvidó de todo, sólo estaba disponible para ella y su angustia. Pero, en algún momento, la llamó a Silvia para contarle lo que estaba pasando.

Se hacía escapadas a su oficina para solucionar los problemas urgentes y disponer medidas que no admitieran dilación. El resto lo manejaba por teléfono y filtrado por los niveles inferiores que se hacían cargo de la situación. Las noticias sobre la proyección mundial del ALS-1506/AR contrastaban con las que llegaban desde Buenos Aires donde se había citado en un juicio criminal al doctor Salinas por sus experiencias, precisamente, con el ALS-1506/AR. También estaba involucrado el gerente Aníbal Geppe y, en consecuencia, el Laboratorio.

Toda la regional, con las gerencias de los distintos países, estaba en plena preparación de la campaña publicitaria para las ventas de productos de libre comercialización en paralelo con las ventajas que le proporcionaba la difusión de las propiedades de la nueva droga que revolucionaba la farmacopea del mismo laboratorio.

Pero toda esta vorágine de noticias, de situaciones que se presentaban de improviso y que requerían un seguimiento inmediato, parecían estar muy lejos de su problema actual. Era evidente que no estaba preparado para este tipo de cosas. Podía aguantar crisis diversas y de hecho había pasado algunas importantes en los últimos tiempos, pero su hija al borde de la muerte lo anulaba para cualquier otra cosa, cualquiera fuera, incluso Silvia o el trabajo.

En esos momentos de angustia, sentado en una banca del aséptico pasillo del hospital que terminaba en la puerta del área de quirófanos y de cuidados intensivos, sentía que su vida se desmoronaba. No podía dejar de pensar que si hubiera llegado unos momentos antes a su casa las chicas habrían estado jugando con él. Pero él estaba en otra cosa, en una egoísta y encerrada situación amorosa. Confesándose con su amante.

En esas largas noches con la luz mortecina de una lámpara que no molestara a la enferma, se quedaba dormido con la cabeza apoyada en la cama de Flor y la relación con su mujer fue tomando una dimensión que no conocía. Allí estaba la madre, con la que habían tenido esas hijas, demostrando algo inalterable para ambos.

Lejos habían quedado sus aventuras de Angra y quizá las que tuviera también aquí, en Río. Hasta Silvia parecía lejana. Ya nada de eso importaba, ni engañar ni ser engañado. Eran, simplemente, una madre y un padre con sufrimientos profundos e iguales.

Cuando parecía que todo lo superaba, que no podría soportar tanta desolación y dolor esperando durante horas interminables el dictamen médico sobre si sobrevivía o no, sen tía la mano de su mujer deslizándose entre las suyas como una forma de empujar juntos o de suplicar unidos por esa hija que parecía necesitar un milagro de sobrevivencia.

Finalmente, días después, el milagro se hizo y les dieron la noticia de que Flor viviría. La emoción los embargó y se unieron en un abrazo lleno de lágrimas y felicidad ¡Flor vivirá! No sabían cómo, pero viviría. Ahora, era lo único que importaba.

No pasó demasiado hasta que llegó el otro golpe, casi tan devastador como el accidente. Las lesiones cerebrales le habían producido una hemiplejía de su costado derecho y necesitaría un severo plan de rehabilitación, sin que se pudiera pronosticar en qué medida lo lograría.

Todas las ideas de separación, de volver a encontrar la felicidad sacrificada en el altar matrimonial y el regreso a las emociones juveniles quedaron en el fondo de un tonel. Necesitaba tiempo para replantear su escala de valores. No era éste el momento para destruir y destruirse aún más con un divorcio porque sus dos hijas (la pequeña también) lo necesitaban diariamente, a cada momento. Ni él mismo podría soportar abrir otro frente a nivel familiar.

Ya decidiría qué hacer. Ahora sólo podía dejar pasar el tiempo y ocuparse de cada cosa que se le presentaba. Debía ir solucionando los problemas de a uno, a medida que el destino se lo exigiera.

Se estaba acercando el día de la declaración de Marcelo Salinas. Se le había escurrido de todas las formas procesales posibles, planteando una eximición de prisión como requisito previo para su declaración. Después había pedido dos suspensiones alegando y probando conferencias anunciadas en el exterior.

Quizá por consejo de sus abogados, cauto, no volvía al país manejando a sus pacientes, los problemas del servicio y demás situaciones por control remoto. Sabía que el tiempo debilitaba la causa.

Era un bicho, un bicho hábil que no se dejaría arrinconar. Como fiscal, Ernesto había forzado un poco las cosas y conseguido que se le ordenara prestar declaración indagatoria, pero Salinas consiguió demorarlo lo suficiente para llegar seguro de que, al menos en lo inmediato, no le iba a pasar nada porque estaba protegido por la exención en una detención y porque su fama se agrandaba por horas.

La exigencia del procedimiento de tener formalizada la acusación en el momento que el imputado fuera a declarar, estaba destinada a preservar los derechos de los ciudadanos que no podían ser sospechados sino por hechos concretos que tuvieran una pena prevista en el Código Penal. El fiscal se vio en un apuro porque las acciones que le reprochaba al médico podían violar normas éticas y constituir faltas administrativas de las regulaciones de la Oficina de Medicamentos que eran castigadas con una simple multa. Pero no alcanzaban para una acusación criminal.

Trató de ser objetivo y coherente en sus pensamientos, porque de ello dependía el éxito o el fracaso de esta causa que lo enloquecía y que le había traído problemas personales.

¿La muerte era consecuencia de la administración del ALS-1506/AR o de todas maneras, con o sin la inoculación de la nueva droga, se habrían muerto igual porque su enfermedad era terminal? ¿O la muerte se había producido por haberse prescindido del tratamiento habitual y protocolizado para sustituirlo por el experimental del ALS-1506/AR?

¿Cómo probarlo? Porque si conseguía acreditar que se había dejado de lado el tratamiento indicado para aplicar otro experimental, podía llegar a sostener que se habían producido lesiones y hasta homicidios en los pacientes por el accionar del doctor Salinas. Pero no se le escapaba que era demasiado duro utilizar figuras penales tan fuertes como el homicidio para una experiencia científica.

Había otro flanco. ¿Qué pasaba con los fondos que Salinas recibía del Laboratorio por las experiencias cotizadas a tanto por paciente? Rimoldi, con sus pericias contables, había probado que esos fondos eran depositados en una cuenta del exterior y por las declaraciones de los médicos se sabía que Salinas pagaba, en negro, los honorarios de los colaboradores que intervenían en la investigación. Parecía que la cifra era mínima pero algo les pagaba sin tener obligación y sin ningún tipo de recibo.

Podría haber una violación a la Ley Penal Tributaria y hasta una pequeña malversación porque, para la investigación, se utilizaba el personal, las instalaciones y algunos insumos que correspondían a un hospital público. También pensó en alguna figura que atentara contra la salud pública y no lo creyó viable aunque podría ser uno de los caminos para encausar el proceso cuando se debilitara.

Quizá, era táctico acusarlo de delitos menores, porque no tenía pruebas para otra cosa, no descartando otra acusación más grave para el futuro.

Mientras tanto, Salinas estaba en Río de Janeiro matando varios pájaros de un tiro. Por indicación de sus abogados, no llegaría a la Argentina hasta tanto saliera la resolución del Juez que hiciera lugar al pedido de eximición de prisión. Ya habían declarado Geppe y Villamil y ninguno de ellos había tenido problemas y la precaución que tomaba el abogado Ramírez parecía excesiva, pero no le quedaba otro remedio que obedecerle.

De Canadá viajó a México y a Perú. Fue atendido magníficamente por los representantes locales de Laboratorios Alcmaeon y en todas las conferencias que pronunciaba les concedió a los investigadores de su país parte del mérito en el descubrimiento. Nada se consigue en este ámbito si no es por una tarea en equipo. Se quedó varios días gozando de la gloria y viajó a Miami, donde concedió una entrevista a la revista New England Journal of Medicine, que arreglaron desde Nueva York, a través de la oficina de prensa del Laboratorio, para acelerar el impacto mundial con una nota editorial.

Era una revista de primer nivel científico y las notas de periodismo médico que publicaban tenían el valor de un documento. De todas maneras, se cuidó de puntualizar que se trataba de resultados preliminares que era necesario comprobar con series estadísticas. Utilizó frases condicionantes que lo hacían más cauto y científico.

Aprovechó para hacer compras y pasear tranquilamente con mucho tiempo disponible. De allí viajó a Río, donde se encontraría con su mujer. Los viajes en primera clase tenían la bondad de gozar de asientos amplios en los que podía dormir y comer sin límites. Recordaba otras épocas donde sus compañeros de fila en los asientos de clase turista hacían lo imposible para cambiarse evitando que su gordura lo aplastara contra el fuselaje. Algunos, imprudentes, protestaban en voz alta al comisario de a bordo reclamando por la incomodidad.

Tuvo una recepción propia de un importante científico y no sólo lo alojaron en una inmensa suite con vista a la bahía sino que el mismo director regional de Laboratorios Alcmaeon lo estaba esperando en el aeropuerto. Le entregó la lista de las actividades que tenía preparadas, que incluían una conferencia en la Facultad de Medicina y una visita a la Asociación Cardiológica Brasileña donde sería recibido por el consejo directivo en pleno y homenajeado con una cena.

El gerente de Laboratorios Alcmaeon parecía ser una persona agradable y se puso a su disposición, pero se excusó de cenar con él esa noche porque tenía un problema familiar importante.

—No se preocupe, señor. Estoy realmente cansado del viaje y esta tarde llegará mi señora. Prefiero una cena liviana y tranquila en el hotel para acostarme temprano. De todas maneras, se lo agradezco mucho.

—El agradecido soy yo, doctor. Le dejo un automóvil a su disposición en el garaje del hotel. Puede usarlo cuanto quiera y si necesita un chofer, no deje de llamar a mi secretaria, a cualquier hora. Estoy preparando otras reuniones pero no quiero abrumarlo ni tampoco retenerlo más de lo indispensable.

¡Se acabó el gordo Salinas! Ahora, era el profesor, el científico, el descubridor… pero nunca más el gordo.

Sin embargo, no dejaba de advertir que todas esas actividades, además de la propaganda, eran una forma elegante de retenerlo hasta que desde Buenos Aires llegara la noticia de que no había peligro para volver.

Precisamente, en Buenos Aires, los fiscales seguían con las audiencias programadas, un poco más descongestionados porque las sucesivas prórrogas de la indagatoria del doctor Salinas les habían otorgado más tiempo para seguir buscando huellas de su desprejuiciado accionar.

Los interrogatorios a los empleados administrativos del Servicio de Oncología y a otros dos médicos que llamaron no hicieron otra cosa que ratificar lo que habían declarado sus compañeros. De las horas de interrogatorio no se obtenía otra cosa que comprobar pequeñas irregularidades o costumbres de oficina inadecuadas que no hacían más que confirmar esa impresión de que todo estaba alterado por la irresponsabilidad, pero sin nada concreto ni definitorio en el aspecto delictual.

Lo mismo sucedió con la declaración de otro médico monitor, una empleada de la mesa de entradas elegida al azar (porque Mirta, que en efecto trabajaba allí, no quiso declarar). Para cubrir el tiempo sobrante, el Fiscal decidió seguir interrogando a los pacientes y cuatro de ellos confirmaron haber firmado las conformidades hacía poco tiempo. Pero expresaron que siempre habían estado conformes e informados de que se trataba de una droga experimental. Ahora estaban felices y premiados por el destino al ser atendidos por un médico famoso como el doctor Salinas, que incluso los había recibido personalmente.

Ellos eran parte del descubrimiento del que tanto se hablaba, aunque el cáncer los estuviera matando. Lo que importaba era la investigación y el prestigio del nuevo medicamento que a ellos no les serviría para nada, aunque no lo supieran o lo negaran.

Se concentraron en los pacientes que habían abandonado el tratamiento porque creían que con esos disconformes encontrarían algo. Sus historias clínicas figuraban entre las robadas juntamente con el automóvil de Salinas, por lo que no había prueba alguna de sus conformidades. Pero tenían sus datos y domicilios en las listas de la computadora. Ya Rimoldi había comprobado que uno de ellos había viajado a Tucumán para morir en su tierra sin que se supiera más de él. Dos habían muerto hacía un tiempo, otro estaba agonizante e imposibilitado de declarar. Sólo quedaba Victorio Rizzo.

—Dígale a la señorita sus datos personales, por favor —le indicó el fiscal adjunto, que estaba tomando la audiencia porque Narváez se había retrasado.

—Victorio Rizzo, documento nacional de identidad 5 098 456.

—¿Estado civil?

—Casado.

—¿Profesión?

—Comerciante.

—¿Domicilio?

—Calle Belgrano 889, Ezpeleta, Provincia de Buenos Aires.

—Señor Rizzo, ahora le voy a tomar juramento; debe decir la verdad y le hago saber que si usted incurre en falso testimonio cometerá un delito castigado en el Código Penal.

Terminadas las advertencias y prevenciones, Urtubey preguntó:

—¿Usted estaba en tratamiento con el doctor Salinas en el Hospital Central?

—Sí, un tratamiento contra el cáncer —dijo el hombre, endureciendo la mirada. El fiscal lo percibió y decidió profundizar. Aquel paciente no era como los demás. Era un hombre de unos sesenta años con el cabello totalmente blanco, de estatura mediana y de fuerte contextura. Nadie diría que estaba enfermo de cáncer.

—¿Cuánto tiempo estuvo tratándose?

—Unos dos meses y medio o tres.

—¿Terminó el tratamiento?

—No, no me dejaron.

—¿Cómo que no lo dejaron?

—Cuando me diagnosticaron cáncer a los huesos, me volví loco. Vi a veinte médicos y me aconsejaban tratamiento con químicos y rayos, pero ninguno me daba esperanzas. Por el contrario, sentía como si me estuvieran desahuciando.

El chasquido de las teclas de la computadora subsistía unos segundos después que el hombre terminaba de hablar.

—Continúe, por favor —dijo el fiscal ante el silencio del hombre.

—En esa recorrida de médicos, por consejo de una vecina, fui al Servicio de Oncología del Hospital Central. Después de ir dos veces y hacer una cola a las seis de la mañana para conseguir turno, me atendió un médico que, viendo los análisis, ratificó el diagnóstico y me propuso un tratamiento con una droga nueva que era muy efectiva.

—¿Le dijo que era experimental?

—No. Me informó que el tratamiento tradicional era terrible, con vómitos, dolores y debilidad que muchos enfermos no aguantaban. Que lo que me proponía casi no tenía efectos colaterales y que tenía la suerte de haberme enfermado después de que se hubiera descubierto.

—¿Y usted qué hizo?

—Acepté, por supuesto.

—¿Y?

—Y comencé el tratamiento; dos veces por semana iba al hospital. Siempre tenía que esperar pese a que tenía turno y una enfermera me hacía una aplicación endovenosa durante algo menos de una hora. Las primeras veces todo anduvo bien y yo me sentía mejor. Estaba feliz. Pero, al poco tiempo, todo cambió y parecía que me moría. A los quince minutos que me inyectaban comenzaban los mareos, después vomitaba y cuando terminaba no podía levantarme de la camilla. Tuvieron que llamar a mi señora para que me viniera a buscar y después ella me acompañaba siempre. Teníamos que tomarnos un remise de vuelta porque parecía que me hubiera atropellado un camión.

El fiscal no necesitaba hacer más preguntas. Era bastante habitual que cuando un testigo tomaba confianza, la declaración fuera espontánea y fluida.

—Pedí que me explicaran qué estaba pasando y el médico que me había atendido la primera vez me dijo que a veces las reacciones de los pacientes eran así, que no me preocupara, que todo iba bien.

—¿Pero el médico no lo atendía en todas las aplicaciones?

—No. Sólo lo vi tres veces.

—¿Y quién lo revisaba, le tomaba la presión, le preguntaba qué le estaba pasando?

—Siempre la enfermera, que me hacía las mismas preguntas y llenaba unas planillas. Cada quince días me indicaba que tenía que hacer un análisis de sangre y orina y me daban una orden para un laboratorio. Me sacaron tres radiografías y una tomografía computada.

—¿Y por qué no terminó el tratamiento?

—Porque la última vez, casi enseguida que me comenzaron a pasar los remedios, me sentí mal. Vomité, sentí que el corazón se me salía del pecho y que me iba a desmayar. Llamé a la enfermera y le pedí que trajera a mi mujer que esperaba afuera y que llamara al médico. Me dejó unos quince o veinte minutos hasta que apareció el médico para retarme como a un chico.

La puerta se abrió y apareció el fiscal titular. Mal momento, pensó Urtubey. Se hicieron las presentaciones y dijo:

—Continúe, señor Rizzo. Me decía que el médico lo amonestó.

—Sí, pero mal. Se estaba aprovechando de mí y eso me saca, doctor. Lo puteé.

—¿Cómo?

—Sí, lo mande a la puta madre que lo parió, me saqué la aguja y me fui.

—¿Así nomás?

—Así nomás. Yo puedo estar enfermo, muy enfermo, pero no voy a permitir que nadie, por más médico que sea, me venga a maltratar.

Urtubey sonrió admirativo.

—¿Y no volvió más?

—No, me llamaron dos o tres veces, pero no les di bola.

Carola transcribía textual. Eran las instrucciones que tenía de los fiscales, cualquiera fuera el disparate que dijeran los interrogados. Decían que era la forma en que quedaba la mejor constancia de la espontaneidad.

—¿Alguna vez usted firmó algo, alguna conformidad con el tratamiento?

—Nunca.

—¿Está seguro?

—Sí, nunca firmé nada.

—Quizá no lo recuerda.

—No, doctor. Nunca firmé nada. Incluso, hace cosa de un mes, me llamó el propio doctor Salinas para que fuera a verlo, y me negué, pero él insistió porque estaba necesitando mi firma en una planilla a pedido de la dirección del hospital. Le dije que no pensaba ir y me ofreció mandármela a casa para que la firmase.

—¿Y qué hizo?

—Lo mandé a la mierda.

—¿Al doctor Salinas?

—Al propio doctor Salinas, ¡sí, señor! A ese gordo hijo de puta que ahora está todos los días en la televisión, al que hacen aparecer como a un Dios. ¡Si me preguntaran a mí!

—Eso es lo que estamos haciendo, señor Rizzo. ¿No se acuerda de nada más?

—No, fue una época terrible.

—Bueno, muchas gracias por haber venido, quizá necesitamos llamarlo de nuevo.

—Con mucho gusto, llámeme por teléfono, no me mande un policía ¿sabe? Los vecinos comentan…

—Está bien, lo tendré en cuenta —le aseguró Ernesto—. Y dígame, ¿cómo hace para estar tan bien pese a que tiene…?

—Cáncer. Es que parece que después de todo, no tengo cáncer. Que se trató de un error de diagnóstico.

—¿Cómo de un error? Usted me dijo que se hizo revisar por un montón de médicos y que todos le dijeron lo mismo.

—Sí, pero el error parece que estuvo en el laboratorio, cuando me hicieron la biopsia. Yo no tengo cáncer. Ahora está definitivamente comprobado.

—No es posible.

—Sí, doctor, aunque no lo crea. Me aguanté todas esas salvajadas, casi me suicido, me pasé un año pensando que me moría y mi familia sufriendo por nada, simplemente porque alguien se equivocó.

—¿Y qué va a hacer?

—Nada. Al principio pensé en matarlos pero después me conformé con estar vivo. Por eso no quiero saber más nada.

—Creo que tiene que ver a un buen abogado, para que se encargue de que le paguen lo que le hicieron.

Desde la llamada del doctor Ramírez diciéndole que lo habían convocado a declarar, Marcelo Salinas había comenzado a esbozar una estrategia paralela a la defensa legal. Hizo los contactos necesarios para protegerse y neutralizar la ofensiva contra él.

Si bien ese fiscal estaba investigando desde hacía algún tiempo, era evidente que todo se había activado a partir del momento en que habían comenzado a aparecer las noticias de su descubrimiento. Seguro que planificaba un escándalo con alguien que estaba siendo reconocido a nivel nacional e internacional para acoplarse a su fama y lograr descollar por su rectitud y probidad, como le había insinuado Ramírez.

Salinas era un médico con importantes contactos no sólo en la medicina sino en la sociedad, por haber atendido a varios miles de enfermos en su consultorio, donde priorizaba la relación personal porque su naturaleza sociable se lo exigía y porque era la forma en que entendía el ejercicio de la medicina, en especial en una rama terrible como la oncología. En el hospital dirigía y ahora casi no tenía relación con los enfermos; para eso estaban los médicos del servicio.

Conocía al actual ministro de Salud, había atendido al padre de quien hoy era el secretario de Justicia, a la hermana del presidente de la Cámara Penal, a algunos jueces y abogados. Lanzó las redes en agotadoras conversaciones de larga distancia, explicando lo injusto de la persecución de que era objeto en momentos en que debía viajar en forma constante para dar conferencias que prestigiaban a la medicina del país y que eran indispensables para que el producto descubierto fuera aplicado a los enfermos con riesgo cardiovascular.

Tuvo que evacuar varias consultas de quienes creían estar en ese estado o tenían un pariente enfermo, y todos se ofrecían para hacer algo. Aceptó los que le parecían más contundentes y ofrecían mejores contactos. Los volvería a llamar para ver qué habían logrado. Estaba seguro de que la cuenta de teléfono sería enorme, pero no era su problema ni creía que lo fuera para los Laboratorios Alcmaeon.

Geppe se estaba portando realmente bien, servicial y armando todo para que estuviera ocupado con entrevistas y conferencias a través de la gente de Río. También se encargaba de publicitar en los diarios argentinos y en la televisión, para mantenerlo alejado hasta tener seguridades.

El problema lo angustiaba y no lo dejaba gozar del meteórico camino a la fama que estaba transitando. Debía usar sus contactos para terminar cuanto antes con esa absurda persecución, sin descuidar la publicidad que le aconsejaba la gente del Laboratorio. Los medios hablaban en forma casi permanente de su descubrimiento y, en la Argentina, agregaban notas de orgullo nacional por tener investigadores que eran reconocidos a escala mundial. La inquietud de que las comunicaciones estuvieran interferidas fue resuelta en cuanto llegó a Río y le entregaron un celular para su uso particular e irrestricto donde estuviese.

Decidió que nada podía hacer para modificar las cosas. No debía hacerse mala sangre. Estaba en Río de Janeiro como una celebridad, alojado en el mejor hotel; en una suite propia de un monarca árabe, con todos los gastos pagos, esperando que le avisaran que podía volver sin peligro. Tenía que disfrutar de lo que se le daba, aunque le resultara difícil sustraerse.

Su enorme cuerpo, sólo cubierto con una malla de colores y un gorro absurdo caminando por la playa, era todo un espectáculo. Nadie podía imaginarse que se trataba de un famoso médico.

El juez que entendía en la causa comenzó a recibir llamadas de distintas personas que se acercaban para conocer la situación del encumbrado doctor Marcelo Salinas, un médico que honraba a la Argentina y que estaba siendo acusado injustamente.

Dependiendo de quien lo llamara, podía considerar que se trataba de una llamada amistosa con un interés legítimo de alguien que los conocía a ambos, o de una presión, casi siempre encubierta, para no seguir con un proceso que estaba afectando a una persona de reconocidos méritos por sus investigaciones en favor de la humanidad. Si ese expediente llegaba a trascender, se mellaría el prestigio personal de Salinas y de su descubrimiento, afectando a la comunidad médica y la confianza de los pacientes.

Esa mañana ya había recibido dos llamadas por el mismo motivo. Una de un amigo con el que jugaba al tenis los fines de semana y otra de una conocida de su mujer. Atendió ambas, y las dos personas intentaron persuadirlo de que Marcelo Salinas era una persona maravillosa y un esforzado médico que había descubierto las propiedades del ALS-1506/AR. Dedicaron varios minutos a ensalzarlo, basados en varios casos que ellos personalmente conocían.

Otra llamada sí lo alarmó. Era del presidente de la Cámara Penal. No era su superior jerárquico por un principio de la Constitución sobre la independencia de los jueces, pero era uno de los tres que integraban la Cámara y que revisaban sus sentencias, las aprobaban o las revocaban en los casos de apelación.

Ambos eran jueces de larga actuación en la justicia, aunque el camarista le llevaría unos ocho años de antigüedad. Los dos habían comenzado su carrera trabajando en los tribunales cuando eran estudiantes de derecho. No se trataba de un advenedizo impuesto por la política sino de un hombre de carrera.

—Cómo está, doctor —lo saludó el camarista.

—Muy bien, ¿y usted?

—También, luchando en esta situación del país, pero bien.

—Me alegro.

—Doctor, usted me conoce desde hace muchos años y sabe que trato de no dejarme influir nunca por nada ni por nadie. Además, nunca llamo a un juez para interesarme por algún caso, pero…

¡Otra vez el expediente de Salinas!, intuyó el juez antes de que el otro siguiera hablando.

—Usted dirá, doctor.

—Mi madre falleció de un cáncer más o menos fulminante. —Sí, otra vez Salinas, se dijo—. En esos difíciles momentos conocí a un médico excepcional no sólo como profesional sino como persona. Ahora es un hombre famoso porque ha descubierto una droga que parece que limpia las arterias y está muy preocupado por una citación a indagatoria que le ha hecho usted en la causa 35 987. Me ha llamado desde el exterior donde está dando unas conferencias para consultarme…

—Sí, conozco la causa, doctor.

—Por supuesto que le dije que no lo podía asesorar pero traté de tranquilizarlo y, sin que él lo sepa, lo estoy llamando para interiorizarme, porque creo que es lo menos que puedo hacer después de lo que él hizo por mi madre y por todos nosotros.

El juez recordaba la muerte de la madre del camarista, un solterón que vivía con ella y que faltaba a las audiencias porque ella tenía un patatús o debía internarla. Todos pensaron que cuando se quedara solo, se iba a casar. A menos que fuera homosexual, como se rumoreaba por ahí. Pero el hombre seguía soltero.

—Está bien, doctor. Lo entiendo y sé de su rectitud. Le cuento que efectivamente es una causa por defraudación y delitos contra la administración pública que impulsó el fiscal Narváez sobre la base de una investigación que hizo sobre la aplicación de un producto llamado ALS-1506/AR a enfermos de cáncer. Según las noticias de los periódicos, parece que no sirve para eso sino para el colesterol.

—Efectivamente. Estoy esperando que la aprueben para tomarla y ver si me salvo del infarto o de otro by pass.

—Hay una serie de presunciones graves y concordantes. Esto que voy a decirle es absolutamente confidencial, doctor, pero pocos hechos puedan tipificarse como delitos. En apariencia podría haber una evasión impositiva, con defraudación y falsificación ideológica en instrumentos privados, pero también se está investigando si los pacientes habían prestado su conformidad con las investigaciones y si lo habían autorizado para investigar. Lo demás parecen ser faltas administrativas que no nos corresponde juzgar a nosotros.

—Entonces, la indagatoria…

—Lo pidió el fiscal y como creo que no correspondía para tomarle una testimonial porque podía ser imputado, lo llamé a aclarar su situación.

—Entonces, ¿no hay posibilidades de que quede detenido?

—No, realmente no. Es más, y se lo puedo decir ahora porque ya firmé, le he concedido el beneficio de eximición de prisión.

—¡Ah! Bueno, me tranquiliza. Es una persona por la que siento un gran aprecio. Muchas gracias, doctor. Ha sido muy amable y a ver cuándo se viene a tomar un café a la Cámara.

—En cuanto ande por allí iré a verlo, doctor.

El juez colgó el teléfono.

El camarista, en tanto, tomó su saco para salir del Palacio de Tribunales hasta un locutorio público. No quería que quedara registrado que desde su línea oficial hacía un llamado a Río de Janeiro, y menos a un teléfono celular.

La pizzería de la avenida Corrientes era, otra vez, el lugar de encuentro de Ernesto con Mirta. Una vez más, pidieron una pizza grande de muzzarela, una cerveza y una Coca-Cola light.

—Las cosas no van nada bien —dijo el fiscal cuando el mozo se fue con el pedido.

—¿Cómo es posible, Ernesto? —preguntó ella con angustia.

—De todo lo que creíamos que teníamos cuando empezamos, no nos quedó casi nada cuando llegamos al momento de las pruebas. En tu oficina, por ejemplo, las cosas se nos escurrieron entre las manos. Llegamos tarde: el expediente, supuestamente destruido por los huelguistas, fue reconstruido y completado con las inspecciones del caso.

—Pero se ha podido probar que el pedido de autorización nunca fue presentado en la mesa de entradas.

—Lo que se ha probado es que no hay registro de la presentación del pedido para investigar, no que no se haya presentado. Seguramente, deben estar tramitando un sumario administrativo por eso y alguien recibirá un castigo por no haberlo anotado… un llamado de atención o un par de días de suspensión.

—Ernesto, ¡no puede ser! Ese expediente nunca se presentó y mientras tanto estuvieron inoculando ilegalmente.

—Te repito: no está registrada su entrada, se supone que se destruyó en la huelga, presentaron los duplicados y se reconstruyó. Era lo que se debía hacer. Además, hicieron las inspecciones y todo está bien porque los nuevos grupos reciben la misma droga que el grupo uno, con la ventaja de que la dosis (y también el riesgo) son menores.

—¿Y qué pasa con el consentimiento de los pacientes?

—De los que viven, nadie ha dejado de firmar, salvo uno. Hemos comprobado que algunos, yo creo que todos, lo han hecho después de comenzado el tratamiento, pero casi todos están de acuerdo en que los hayan tratado y saben que son drogas experimentales. Es paradójico, pero están orgullosos de ser los que ayudaron al descubrimiento de Salinas.

—¡Qué disparate! ¿No se dan cuenta de que se van a morir todos?

—Aunque nadie habla de que el ALS-1506/AR sea efectivo para el sarcoma, tienen la esperanza de que lo sea y, de hecho, hay un porcentaje que, más allá del factor psicológico, que es importante, va a sobrevivir.

»Lo que es casi seguro, por lo que dicen, es que no se van a morir de una embolia, un derrame cerebral ni un infarto, al menos el grupo que recibió la droga. De todas formas, gracias a Salinas, parece que ninguno va a tener la suerte de morirse de un infarto antes que el sarcoma los mate en medio de terribles dolores.

—¡Mi Dios! Parece una cosa de locos.

—Lo es, Mirta, lo es. Estoy seguro de que son una manga de sinvergüenzas o, al menos, de desaprensivos, pero no tenemos pruebas para castigarlos. Por lo menos, estoy seguro de que, después del susto, no lo van a hacer más.

—Mirá qué esperanza. Cuántas veces lo habrán hecho antes y cuántos, que no sea este Laboratorio y Salinas; lo harán en el futuro.

—No lo sé, y fíjate que todo es tan absurdo que el único que realmente puede atestiguar que no firmó ninguna autorización es un paciente que no estaba enfermo, que lo hicieron bolsa con los químicos. Su historia clínica está entre las que le robaron a Salinas. Un robo que suena más bien a una forma de encubrir los faltantes.

—Estoy destruida, Ernesto. Tanto hicimos, tanto arriesgamos para llegar a la conclusión de que nada ha servido. Al menos a los nazis que experimentaron con mi abuelo los condenaron y ocho murieron en la horca. A éstos, ni les van a llamar la atención y los van a aplaudir por el descubrimiento de un fenómeno farmacéutico.

—Parece que va a ser así, a menos que…

—¿A menos que…?

—Que aparezcan nuevas pruebas o que Salinas se pise en su declaración. He visto a más de uno quebrarse y terminar confesando.