Capítulo 7

En el aeropuerto de Ezeiza los esperaba un automóvil que los llevó directamente al norte de la ciudad. Dejaron primero a la señora de Geppe y las valijas en la amplia casa de San Isidro. Tanto el chofer como su esposo agradecieron el repentino silencio del que gozaron en el automóvil.

El encuentro con el doctor Salinas se había convenido en el departamento de Davell, en Palermo. No había ninguna razón para que no se pudieran encontrar públicamente, pero ambos estaban asustados y preferían evitar inconvenientes. Si los veían en el Laboratorio o en el hospital, que habían sido allanados, podía armarse un pequeño escándalo.

Geppe llegó a la hora convenida y un amable portero le otorgó paso en cuanto dijo su nombre. Luego subió hasta el quinto piso.

—¿Cómo le va, Davell? —saludó al entrar—. ¿No llegó?

—No, todavía no. ¿Usted prefiere que me quede o…?

—En realidad tenemos que conversar algunas cosas confidenciales, y si no le molesta…

—Por supuesto que no. Le enseño dónde está el café.

—Después voy a la oficina y me gustaría hablar con usted. Hay importantes novedades con el ALS-1506/AR.

—La policía también parece tener interés en lo mismo —dijo Davell, con un tono que no se supo si era irónico o apesadumbrado. Sonó el timbre de la puerta y entró el enorme doctor Salinas, que saludó con amabilidad a Geppe y se puso serio cuando vio a Davell en la sala. El dueño de casa dijo que debía irse y salió rápido.

—¡En qué lindo lío nos ha metido, Geppe!

—¿Yo?

—¿Quién si no?

—Bueno, creo que todos tenemos la culpa de esto, pero no es el momento de discutirlo. Traigo importantes novedades del Brasil, doctor.

—Lo escucho… —dijo el médico mientras se sentaba pesadamente en el sillón, haciendo resoplar a los almohadones.

—¿Quiere café? —El médico negó con la cabeza. Geppe abrió el portafolio y sacó una de las carpetas—. Parece que el ALS-1506/AR no sirve para el cáncer —dijo, mirando al médico, que no se inmutó—, pero se ha comprobado que, administrado en dosis bajas —dosis como las que nosotros utilizamos en Buenos Aires—, es un fantástico eliminador de lípidos en la sangre.

La cara del médico siguió impasible. La papada le cubría el nudo de la corbata, que siempre parecía quedarle corta.

—Tan importante es la acción del ALS-1506/AR, que prácticamente van a desaparecer los casos de hipercolesterolemia en la población y parece que hasta disuelve las placas, dejando las arterias limpias y recuperando su elasticidad. ¿Qué me dice?

El silencio ganó la sala. El doctor Salinas trataba de asimilar lo que estaba escuchando. Parecía mentira. En el ensayo de un medicamento contra el cáncer se descubría la dosis de la droga apta para evitar un grave mal que afectaba a casi toda la población adulta… y a él como a nadie.

—No puedo creer lo que me dice, Geppe. ¿Es cierto o es una presunción?

—No, doctor. Está comprobado, son conclusiones de la computadora de San Diego en el universo de los pacientes de Perú y la Argentina. Por supuesto que hay que ampliar el espectro y hacer las pruebas de doble ciego con una base estadística mucho mayor, pero los científicos de los Estados Unidos no tienen dudas. Estamos ante algo sensacional.

—¡Qué bárbaro! —se entusiasmó el médico, pensando en los 324 mg de colesterol de su último análisis.

Geppe le mostró todos los gráficos y estadísticas que contenía la carpeta. Estuvieron un buen rato comentando las conclusiones y aceptó tomar un café que el gerente preparó apretando un botón de la máquina. En una bandeja plateada había tazas, azúcar y unas galletas de dudosa apariencia.

—Doctor, ahora viene lo bueno para usted. El Laboratorio quiere darle la primicia del anuncio al mundo científico.

—¡Oh, muchas gracias! Es muy importante.

—Me han dado una serie de pautas para comenzar a despertar el interés de la gente subiendo los decibeles a medida que avancen las últimas experiencias que están preparando, pero quieren empezar ya.

—Me parece perfecto.

—Además, vamos a contrarrestar esta acción de desprestigio que estamos enfrentando con los allanamientos. He parado la edición de nuestra revista porque pensamos que sería el mejor lugar para comenzar a hablar sobre el producto. ¿Está de acuerdo?

—Claro. Voy a estudiar esta documentación y trataré de preparar una nota.

—No hay tiempo, doctor. La revista tiene que estar en la calle cuanto antes para que nadie se nos adelante y para tomar la ofensiva contra esa gente que quiere perjudicarnos.

—Bueno, voy a tratar de apurarme.

—La gente de los Estados Unidos y de Brasil ha preparado la nota para que usted pueda corregirla. Será publicada de inmediato en inglés y castellano. Ya están mandando las nuevas tapas de la revista con el anuncio, y quizás esta tarde y mañana podríamos hacerle una sesión de fotos en el consultorio y el hospital.

—Claro —aceptó Salinas, vanidoso.

Julia apagó su luz y se dio vuelta para dormir sin despedirse de Ernesto como acostumbraban. La noche había comenzado y terminado mal. El fiscal, tratando de remediar la situación, había llegado temprano a la casa y preparado una comida especial.

Ella se enterneció ante semejante muestra de humildad y la forma esquiva que tenía de pedir disculpas, pero sabía que todo eso no alcanzaba para resolver el conflicto que se había desatado con esa locura, aun cuando ella misma la hubiera provocado. Ernesto, por alguna razón que no comprendía, siguió adelante en secreto, dejándola de lado, sin consultarle ni avisarle.

No era necesario que él compartiera sus decisiones de trabajo, pero sí que le fuera leal. No era posible que ella, la médica del hospital, a la que se le había muerto una paciente, la que había invadido el Departamento de Oncología violando secretos médicos, se enterara el día anterior que iban a allanar, de la manera más brutal, un área de enfermos delicados.

A él, su marido, le pareció normal, propio de su trabajo, pese a haber acordado con Mirta, Agustín y ella que se olvidarían de todo. Cuando discutieron el tema, le parecía estar hablando con un extraño, con alguien a quien recién conocía y no con su esposo. Absurdo. Menos mal que nunca había usado el apellido de casada en su trabajo porque, si no, habría quedado humillada y cuestionada por los otros médicos, a los que nunca podría convencer de que no era una espía y una entregadora de los abogados.

Porque ésos eran los términos en que habían quedado planteadas las cosas. Muchos médicos, en su misión de curar gente, no concebían que en el ejercicio de su profesión pudieran ser controlados ni cuestionados si no era por otros médicos. Los abogados, los fiscales o los jueces (también abogados) no estaban en condiciones de entender la actividad médica, comprender sus códigos ni los riesgos que se debían asumir en cada decisión o diagnóstico. Menos se podía cuestionar la actividad científica, que era el más alto peldaño de la profesión y que sólo reconocían el éxito o el fracaso como dictamen.

La cena había transcurrido en un clima tenso. Las frases caían en el vacío seguidas de un silencio que intentaban romper, pero las palabras sonaban inoportunas y fuera de lugar. Tan incómodos estaban que se apuraron para terminar de cenar sin comer el postre y se fueron al dormitorio para encender el televisor, que disipó los silencios y los distrajo.

Cuando apagaron la luz del velador y ella se enrolló sobre sí misma, porque en esa posición fetal se sentía más protegida, sintió el cuerpo desnudo de Ernesto que se apoyaba contra el suyo. Esa situación le resultaba irresistible.

—Mi amor… lo siento mucho. No quise…

No le contestó pero tampoco se movió, aunque lo sentía adherirse y deslizar los labios por su cuello. Nada podía hacer sin provocar un conflicto grave. Levantarse e irse a dormir al sillón del living, correrse en la cama sin espacio o decirle que quería dormir sonarían como declaraciones de guerra.

—Mi amor, lo lamento…

Julia trataba de resistirse, pero sabía que no lo lograría por mucho tiempo. Lo quería intensamente, pero su furia mantenía su intensidad, aunque no sabía si era contra Ernesto o contra ella misma.

—Estoy muy cansada, mañana hablamos —se escuchó decir, y no sonó tan mal.

Ese sábado amaneció nublado y con frío. En la coqueta casa del Barrio Parque, las luces se habían encendido a las seis y media cuando el doctor Salinas, enfundado en su bata carmesí, se levantó dificultosamente de la cama. Su mujer, como siempre, dormía a su lado sin escucharlo ni molestarse por sus movimientos. La envidiaba. Él no podía dormir una noche completa porque el insomnio lo atacaba en el medio de la oscuridad y sin motivo aparente. De todas formas, no menos de dos o tres veces se despertaba para orinar, por lo que los espacios de sueño nunca eran mayores a las tres horas. Ella podía dormir ocho horas seguidas en la misma posición sin que nada ni nadie la perturbara.

Los largos años de hospital, con los turnos que empezaban a las ocho de la mañana, lo habían acostumbrado a levantar se a las seis o a las seis y media para tomarse tranquilo unos mates antes de empezar el día. Su rutina de sueño no distinguía los días feriados y no podía soportar quedarse en la cama sabiendo que no se volvería a dormir.

Ese sábado no era una excepción aunque no trabajara. No leería el diario, sino que terminaría de corregir el artículo preparado para ser publicado en la revista del Laboratorio, que le habían enviado la noche anterior. En realidad, estaba perfectamente escrito, y fundamentado con solidez en estadísticas y con una proyección que a él mismo le asombraba. No pudo adivinar si lo había hecho un médico o un publicista. Quizás alguien que hacía las dos cosas.

Lo habían traducido y corrigió primero el texto en castellano porque le resultaba más sencillo. Cambió un par de palabras por otras que le parecieron más profesionales y después se dedicó al texto en inglés. No tenía dificultades para leer en inglés y en alemán, pero tenía problemas para hablar y mucho más para escribir. De todas maneras hizo la corrección adicionando un sticker amarillo, donde indicaba que era necesaria una revisión general del texto antes de imprimir.

Cuando terminó, se reclinó en el sólido sillón de madera que imitaba a un mueble español antiguo y dejó escapar sus gases acumulados con un suspiro de satisfacción. Siempre se preguntaba por qué la gente repudiaba la pedorrea, cuando era una función tan natural como un estornudo o una tos. ¿En las sociedades primitivas también habría sido así?

El rastrero pensamiento sólo le ocupó unos instantes en su mente y comenzó a fantasear sobre las consecuencias del artículo que pasarían a buscar en un par de horas para llevarlo directamente a la traductora y luego a los diagramadores. Le aseguraron que el martes, o a más tardar el miércoles, la revista estaría distribuyéndose y, a partir de allí, el fortuito descubrimiento sería compartido por el mundo científico. Era la prueba de fuego.

Sabía que tratarían de criticarlo, que aparecerían dos o tres artículos contradiciéndolo y acusándolo de fantasioso y de poco serio, porque no se habían concluido los estudios. Pero había revisado con cuidado las estadísticas y aunque la base de investigación fuera nada más que de sesenta individuos, no dejaba dudas en las proyecciones. Sólo había que comprobar con una base de tres o cuatro mil individuos, pero parecía una formalidad para completar la fase III.

La gente de publicidad y de marketing del laboratorio sabía lo que hacía, cómo debía mover las piezas a medida que el interés fuera creciendo, en qué forma debían despertar la curiosidad de los científicos y de los médicos. Así estaba redactado el artículo que acababa de corregir y que aún permanecía sobre su escritorio debajo del lápiz de correcciones. Casi no había asertos y estaba lleno de condicionantes con pocos detalles.

Ya habría tiempo de dar precisiones y quizá lo haría él mismo en conferencias en centros médicos o universidades que se encargarían de publicitar en sus revistas y producirían un efecto de oleada expectante. Le esperaban momentos importantes para su carrera, quizás hasta la fama.

Se levantó con dificultad para calentar más agua con la que cebaba el mate.

A algunas pocas cuadras de allí, Ernesto Narváez también se levantó temprano porque le costaba seguir durmiendo al lado de su mujer sintiendo que algo se interponía entre sus cuerpos.

Habitualmente, el sábado a la mañana, cuando se despertaban sin sobresaltos, en medio de ternezas y caricias, jugaban con sus cuerpos y dejaban que la tensión se hiciera insoportable. Entonces cualquiera de los dos se levantaba para calmarse y provocar la necesidad un rato después. Tácitamente habían pactado no usar el goce cada vez que se presentaba, sino diferirlo para hacer más imperiosos los requerimientos y disfrutarlo en toda su intensidad. No todas las veces lo lograban.

Pero esa mañana de sábado nada de eso sucedió. El malestar de la pelea de la noche anterior subsistía y sin saber si ella dormía o simulaba, Ernesto se levantó despacio a preparar café. No supo si tostar una o dos rebanadas de pan. ¿Le llevaría el desayuno a la cama, para acercarse a una reconciliación? Finalmente se decidió y puso dos rebanadas, colocó la bandeja sobre la mesada y acomodó las tazas, los dulces y quesos. Hizo jugo de naranjas mientras olía el café recién destilado.

La habitación estaba a oscuras y apenas se divisaba el bulto de Julia dormida, pero conocía el camino de memoria. Dejó la bandeja sobre la silla de la que colgaban sus pantalones y se acercó a la cama del lado de ella.

—Mi amor… preparé el desayuno.

—Estoy muy cansada… lo tomo después.

—Tengo que irme a la Fiscalía —casi amenazó.

—Bueno, nos vemos a la tarde —lo despidió ella, sin sacar la cabeza de debajo de las sábanas.

Ernesto, furioso y frustrado, no se preocupó si hacía ruido, desayunó rápido con doble ración de jugo de naranjas y tostadas, devolviendo el café de la otra taza a la jarra. Se encerró en el baño y diez minutos después se vestía con jean, una remera y zapatillas. Contrariamente a su costumbre, se llevó el auto para dejarlo en la playa del edificio del Poder Judicial.

Sentía que la furia bullía en su interior porque era absurdo que se peleara con Julia por un asunto de trabajo, mínimo para la relación de ellos. Pero parecía que el agravio que había significado hacerla a un lado en el caso que ella empezó con la muerte de Irma Bermúdez, su paciente, fuera de tal intensidad como si lo hubiera pescado en una infidelidad.

Cuando subía por el ascensor, trató de dejar el conflicto atrás. Tenía todo el día de trabajo por delante y había convocado a Agustín, al comisario Rimoldi y a una de sus empleadas para las doce. Calculaba que a esa hora tendría ordenadas las ideas para decidir cómo actuar en ese maldito asunto.

El pasillo ante el cual se alineaban las oficinas estaba oscuro y desolado. Encendió la hilera de lámparas y abrió la puerta de las oficinas que correspondían a la fiscalía. El silencio y el olor a papeles lo abrumó.

Con el expediente y las historias clínicas sobre el escritorio, trató de concentrarse y olvidarse del problema con su mujer, cuyo recuerdo le causaba una sensación de malestar casi físico.

Era evidente que si quería llevar adelante esa causa, debía reconstruir un rompecabezas que prolijamente la gente del Laboratorio, la del hospital y de la Oficina de Medicamentos se había encargado de desarmar tratando de no dejar huellas.

Tomó papel y lápiz y comenzó a escribir para concretar las ideas dispersas. Ernesto comprendió que tenía un gran trabajo antes de poder llegar a alguna conclusión válida. Sólo con los interrogatorios de los enfermos, médicos y enfermeras del hospital tendría como veinte o treinta personas. Sumados a la gente de la Oficina de Medicamentos y la del laboratorio, la cantidad se duplicaría. Si lograba liberar a su personal de las otras causas que tenía en la Fiscalía, algunas más urgentes e importantes que aquélla, tardaría un par de meses para interrogar a todos.

Decidió que haría un muestreo de interrogatorios por cada uno de los grupos que había delineado. Tres declaraciones de pacientes vivos, dos o tres de parientes de los fallecidos, las de quienes se habían apartado voluntariamente del tratamiento. Dos médicos, dos enfermeras y dos administrativos. Un par de la mesa de entradas de la Oficina de Medicamentos, el anciano que había hablado con Agustín y, quizá, la secretaria de Villamil. En el laboratorio debía llamar a aquellos que le indicara Rimoldi.

Si comenzaba a probar lo que buscaba, tomaría declaraciones indagatorias a Villamil, a Salinas y a un tal Geppe, el gerente de Laboratorios Alcmaeon. Eligió los nombres de los testigos que llamaría, dejándose llevar por el impulso de una fonética familiar, la cercanía del domicilio respecto del hospital o del tribunal, el sexo y hasta el azar. Estaba apuntando en la oscuridad, no tenía ninguna pauta racional para citar a unos y no a otros, pero no tenía otro remedio si quería empezar por algún lado: tirar a ciegas para ver si algún disparo daba en el blanco.

La campanilla del teléfono lo sobresaltó. Seguramente sería un número equivocado. No, era Julia: necesitaba el auto.

El matrimonio Salinas acostumbraba pasar los fines de semana en un country de la zona norte de Buenos Aires. Hacía muchos años que habían comprado un lote, luego habían edificado una casa y la habían ampliado hasta hacerla una de las más importantes y lujosas del lugar. Quedaba a unos cincuenta minutos de automóvil por la autopista. Con los años, habían formado círculos de amistades, lo que eximía al desgastado matrimonio de tener que convivir y hablarse.

La gran urgencia para la salida de la revista hizo que la sesión de fotos para adornar el artículo central se produjera ese mismo sábado en la casa del Barrio Parque, con todo el despliegue de pantallas, máquinas y luces. El domingo se reunirían con Geppe y Davell para definir la diagramación definitiva. A ninguno de los tres ni a la gente de Brasil se le escapaba que cuanto antes estuviera la revista en la calle, en la boca de los médicos y del periodismo, el paraguas de protección se abriría para evitar que el fiscal se les echara encima.

Salinas se felicitaba una y otra vez por haber cedido ante la exigencia del Laboratorio de cumplir con los requisitos restantes para la investigación. Conseguir casi todas las conformidades de los pacientes y hacer desaparecer el auto con las historias clínicas de los muertos y los rebeldes que nunca firmarían, había sido una buena idea. Se acordó que el lunes debía completar los trámites para cobrar el seguro. En el garaje tenía un nuevo auto flamante y reluciente que deseaba probar, pero ese fin de semana estaba completo.

Una vez que saliera la nota en la revista, estaría en condiciones de hacerles saber a sus pacientes de cáncer que el ALS—1506/AR les había eliminado los lípidos de la sangre y que sus arterias se estaban regenerando, devolviéndoles elasticidad y, por ende, la juventud.

Se detuvo unos momentos mirando por la ventana las hojas de los árboles húmedas por la lluvia, pensando para qué querían unas arterias limpias si el 84,11% de ellos, como lo establecían las estadísticas, moriría del sarcoma. Quizá si antes se les tapara una arteria, el infarto podía ser una bendición para morir rápido, sin tanto sufrimiento.

Él y su gente habían conseguido impensadamente que los problemas arteriales de sus pacientes cancerosos desaparecieran aunque murieran poco tiempo después desesperados de dolor. Salinas sonrió con tristeza ante la paradoja.

En la reunión con Agustín Urtubey y el comisario Emilio Rimoldi habían definido la forma de actuar, cuándo iban a tomar las declaraciones a los elegidos de las listas a los que se había agregado una testigo sospechosa que firmó, junto con los pacientes, varios formularios de consentimiento.

Rimoldi con su gente se encargaría de ubicar a los que tenían que declarar o a sus parientes en el caso de los muertos. A los demás se les harían citaciones directas que serían llevadas por policías de uniforme para impresionar. Las indagatorias a los presuntos responsables quedarían para el final.

Rimoldi y Urtubey se encargaron de marcar a quienes debían declarar en el laboratorio y en la Oficina de Medicamentos. A algunos los habían conocido en las diligencias y creían que eran claves o débiles que se quebrarían con el susto. En esos lugares donde había mucha gente, era imposible ocultar algo en forma total.

—Está bien, voy a planificar con el comisario cómo ubicamos a la gente y cómo podemos llamarla sin necesidad de una orden escrita. En especial a los pacientes y a los familiares de los muertos. A ellos no tienen forma de ponerlos sobre aviso, y al fin y al cabo se trata de las víctimas —dijo Agustín.

—Pero a los del Laboratorio y a los de la Oficina los tenemos que traer en tandas de un solo día, para que no preparen las declaraciones.

—Claro.

—Por lo pronto, podemos llamar a los enfermos para el próximo jueves. Allí comenzaremos a movemos.

Las pruebas de página y la tapa de la revista eran magníficas, en sobriedad e impacto. La portada tenía como fondo el corazón que se utilizaba en las revistas de cardiología y que impresionaba a los legos por sus venas y arterias resaltadas. También conformaba a los médicos como una familiar fotografía de un órgano que veían en los manuales, en las operaciones y en las autopsias.

Sobre ella, con el fondo negro y el corazón impactante en varios colores, resaltaban, en letras blancas y gruesas, el nombre de la revista y del Laboratorio. También en letras blancas, pero mucho más chicas y delgadas, un anuncio: «UN DESCUBRIMIENTO ARGENTINO», y una fotografía de tres por tres de una cara rechoncha. Abajo, en letras pequeñas: «Doctor Marcelo Salinas».

La revista tenía cerca de ochenta páginas, con papel más o menos bueno, artículos de diversos médicos y algunos con una definida propaganda de los productos de Laboratorios Alcmaeon. Como en toda revista, los había buenos, regulares e intrascendentes.

Las ocho páginas centrales estaban dedicadas al ALS—1506/AR. Era el artículo que había corregido Salinas el sábado a la mañana, ahora debidamente diagramado con algunas frases resaltadas y atractivos copetes. La traducción en inglés estaba en paralelo, y entre ambas versiones se ampliaban las fotos del frente del hospital, del doctor Salinas, elegante y trabajador, en mangas de camisa y con corbata, otra con guardapolvo y una excelente foto conferenciando desde un podio de un congreso en Mendoza, que él conservaba.

La abotagada cara de la portada se reproducía en el encabezamiento del artículo. Todo era sobrio, absolutamente sobrio y elegante, como exhibir una joya valiosa con la naturalidad de una imitación.

Esperaban gran repercusión, una vez que la noticia golpeara a partir de ese artículo que, si bien estaba incluido en la revista del Laboratorio, con una difusión limitada y supuestamente local, llegaba a los médicos y a los medios científicos. Lo importante era que los tiempos se habían cumplido y se había logrado poner en la calle en menos de una semana.

Geppe ordenó la impresión de quinientos ejemplares más para distribuirlos en el exterior. Necesitaba la mayor difusión posible.

Hacía una semana que la vida del matrimonio se había convertido en algo pesado de soportar. Los dos llegaban tarde sin nada que lo justificara. Comían cualquier cosa pero rápido y se acostaban tratando de que sus cuerpos no se rozaran en la cama.

Pero no siempre lo lograban. La costumbre que habían adquirido de abrazarse y acariciarse durante la noche no se cambiaba de un día para otro. Solía ocurrir que, a cualquier hora de la madrugada, uno de ellos se despertaba abrazado por el otro. Algunas veces lo aceptaba y le dejaba hacer lo que no se animaba a proponer. Otras, lo apartaba con la suficiente rudeza como para que se despertara y comprendiera que el conflicto continuaba.

La situación les molestaba a los dos por igual, porque no estaban acostumbrados a vivir en esa forma. Necesitaban un refugio que los ayudara a soportar sus trabajos difíciles y deteriorantes, ese piso dieciocho que constituía todo un símbolo de la intimidad prometida y deseada.

Ahora, después del problema, el departamento se había convertido en algo incómodo. Estaban todo el día pensando cómo se iba a solucionar el conflicto, sintiéndose aprisionados por la tristeza. Cuando llegaban a casa, cansados, no se atrevían a hablar ni a hacer los planteos necesarios.

Una de las tardes, Julia llegó cuando anochecía. Estaba decidida a discutirlo esa noche, pasara lo que pasara. Ernesto entró una hora y media después. Le dio un beso a Julia y se fue hacia el dormitorio a ducharse.

—Tenemos que hablar —dijo ella con severidad aunque notó que le temblaba la voz.

—Hablemos —aceptó, mientras se desabrochaba la camisa.

—Ernesto, estoy realmente mal porque no puedo concebir lo que ha pasado.

—En realidad, es poco lo que ha pasado. Descartamos seguir con un tema que nos había complicado, un tema que trajiste vos, pero surgieron nuevas cosas que hicieron que lo retomara.

—¡Y no me dijiste nada!

—No, porque no sabía hasta dónde iba a llegar y no quería complicarte de nuevo —mintió.

—Pero somos marido y mujer, Ernesto.

—Por supuesto, y por eso te quería proteger, evitando que te metieras otra vez en este asunto.

—No te entiendo. No soy una niñita a la que hay que proteger. Soy tu mujer, adulta y médica.

—Lo sé.

—Empezamos esto juntos y lo terminamos juntos, liberados. Y después vos lo recomenzás solo, sin decirme una palabra y, encima, me decís que era para protegerme.

—Estuve mal, debí haberte avisado, pero me pareció que era lo que tenía que hacer.

—Pero ¿vos te das cuenta de que llegué a violar secretos médicos, a complotarme con un delincuente, a comprometerme como nunca lo hubiera hecho por ninguna otra cosa? ¿Qué habría pasado si algo salía mal y nos pescaban con Federico, como ese domingo que me encontré con Salinas en su oficina?

—Tenés razón, Julia, ¿qué querés que te diga? Tenés razón pero yo también participé en todo esto para descubrir una verdad que te estaba haciendo bolsa. Soy un fiscal y organicé un grupo para violar domicilios, hurtar documentación y también formar una asociación ilícita.

—¡Eso es lo que más me preocupa! Sos un fiscal y cometés delitos, con un buen fin pero delitos al fin. Sos mi marido y me ocultas cosas, con un buen fin pero… es una deslealtad.

—No es cuestión de poner las cosas así, Julia…

—¿Y cómo querés que las ponga? ¿Que un día te descubra y me digas que sos infiel para hacer feliz a una pobre mujer?

Ernesto pensó en Mirta y decidió callarse. Era una discusión que jamás conduciría a nada positivo. Se terminó de desnudar y dejó que el chorro de agua tibia lo golpeara durante un buen rato.

La perspectiva de encontrarse con Silvia lo mantenía feliz y no podía concentrarse en la reunión que estaban celebrando en el piso diez del edificio de Laboratorios Alcmaeon.

—Creemos, señor Leyro Serra, que con una campaña agresiva referida a los productos solidificados en el mercado que tienen venta libre, aumentaremos extraordinariamente las estadísticas de ventas.

—Estoy de acuerdo. Quiero que me hagan una estrategia de publicidad que contemple todos los aspectos, no sólo el comercial ni el estrictamente médico. Necesitamos condicionar al público consumidor, que no tenga necesidad de recurrir al médico ni de pagar una consulta. Tiene que ir al supermercado o a un kiosko y curarse de los hongos del pie, el dolor de cabeza o las hemorroides. Lo mismo que compra preservativos para no embarazar ni contagiarse. ¿Cuál es la diferencia?

—Creo que ése es precisamente el punto, señor. Tenemos que…

—Consultemos a unos psicólogos y veamos otras campañas que han apuntado a figuras indubitables como la madre, el abuelo, un anciano, un niño o un amigo. Usemos la figura del médico para recomendar a todos y no individualmente… Armemos el diseño de publicidad que incorpore la imagen de que lo bueno, en medicina, tiene nuestro nombre.

—Trataremos de que… —volvió a intentar decir el gerente de marketing, pero Leyro Serra lo interrumpió.

—Muchas gracias, señores.

Cuando el salón quedó vacío, se demoró unos minutos para salir. Todo estaba encaminado: desde Buenos Aires le habían avisado que la revista estaría lista en un par de días y que el lío judicial parecía estar dominado. En toda su área sudamericana se estaba preparando la campaña masiva de productos de venta libre, tal como se exigía de la central. El fantástico descubrimiento del ALS-1506/AR para los problemas cardiovasculares serviría con su sinergia para potenciar estas ventas y cumplir con las metas fijadas.

Pero su situación familiar se estaba complicando. Suzely y sus hijas ya habían vuelto de sus largas vacaciones en Angra porque comenzaba el año escolar. Ya no tenía libres las noches completas ni podía seguir excitándose con esos revolcones en su cama matrimonial, llevando a Silvia escondida en el asiento de su automóvil. Ahora sólo quedaban los hoteles o el dormitorio en la empresa. Quizá debía pensar en alquilar un departamento amueblado para sus encuentros. Ya vería.

—Mi amor —dijo cuando, por fin, Suzely se puso al teléfono después de pasar por la mucama y una de las chicas que le reclamaba unas zapatillas que le había prometido regalar—. Tengo gente de Perú y voy a cenar con ellos —mintió.

—Está bien, querido. ¿Adónde vas a cenar? ¿A Quadrifoglio?

Cuando cortó, se sintió desarmado. Volvió a marcar, pero al número de un celular.

—Mi amor… esta noche no vamos a comer en Quadrifoglio. Mejor te paso a buscar por…

Las primeras audiencias de los testigos estaban previstas para el jueves. Ernesto calculaba que durarían una o dos horas cada una, pero esto nunca se sabía porque de una cosa se derivaba a la otra y era necesario explorar hasta el fondo.

Los dos primeros eran enfermos elegidos al azar entre los veinticinco sobrevivientes de los grupos. A los empleados de la fiscalía se les estrujó el alma cuando llegaron. Era gente que estaba en el umbral de la muerte. La flacura, el color de su piel, la mueca de dolor que no se les borraba de la cara, anunciaban que el final estaba próximo y, sin embargo, hablaban animosos con los hijos, que los ayudaban o los arrastraban en una silla de ruedas. Se sentían lejanos de un desenlace y uno de los muchachos comentaba que su padre estaba mejor.

Los fiscales que habían comenzado la mañana con ganas porque era el principio de su investigación, ahora se sentían culpables de hacer venir a esos hombres que alguna vez habían sido fuertes y felices a una audiencia donde procuraban saber qué se había hecho con ellos. Por su aspecto, el tratamiento no había resultado. ¿Pero ellos habían estado de acuerdo? Eso era lo que importaba.

Como de costumbre, las empleadas los habían citado a la misma hora por si alguno de ellos faltaba. Casi nadie se quejaba por esperar para declarar ante un fiscal del crimen, como tampoco lo hacían con las esperas de los médicos. Eran los privilegios indiscutibles del poder. Esas muchachas que se regodeaban con el poder delegado para las tareas mínimas como fijar el horario de las audiencias, lo utilizaban en forma despiadada, citando por lo menos a dos a la misma hora para no perder tiempo. El que necesitaba esperaba y, cuanto más necesitaba, menos se quejaba.

Todos estaban conmovidos por esas ruinas humanas. Las chicas se sentían culpables y los fiscales, incómodos por la situación. Querían liberarlos cuanto antes para que volvieran a sus lechos con los dolores, medicinas y pequeños avances y retrocesos que los tenían atrapados en su devenir.

—Agustín, vamos a atender uno a cada uno para que se puedan ir. Estas boludas…

—Está bien. ¿Qué te interesa saber?

—Si les explicaron qué iban a hacer en la investigación y cuándo firmaron la autorización.

—Está bien.

Los hicieron pasar y los atendieron separadamente en sus oficinas. Contra lo que indicaban los reglamentos, dejaron pasar a sus acompañantes. Ni Ernesto ni Agustín se sentían seguros a solas con ellos.

—Dígame, señor Álvarez —dijo el fiscal una vez que se aseguró que el primer paciente estaba bien instalado en uno de los silloncitos, con su hijo a su lado—, ¿cuándo comenzó a ir al hospital?

—Hace como un año y medio.

—¿Y qué le diagnosticaron?

—Sarcoma. Un cáncer de huesos.

El chasquido suave en el teclado del ordenador que manejaba una de las empleadas era el único sonido que se oía en la oficina.

—¿Qué tratamiento le aplicaron?

—Quimioterapia.

—¿Recuerda qué drogas utilizaron?

—No, doctor.

—¿Le hicieron bien?

—Al principio sí, pero después volvió el cáncer y los dolores eran terribles.

—¿Y qué otra cosa le hicieron?

—Casi no hay nada que hacer, cuando hay una recidiva.

—¿Recidiva?

—El cáncer es así. Cuando se lo ataca generalmente se repliega si no está demasiado avanzado. Deja a la gente en paz durante algún tiempo y después vuelve a la carga… y a los médicos se les termina la artillería.

Ernesto no sabía qué más preguntar, y sólo se le ocurrió decir:

—¿Y usted qué hacía cuando estaba sano?

—Estaba jubilado desde hacía tres años pero antes trabajaba en la Dirección de Deportes y Recreación de la Municipalidad… es que fui campeón.

—¿Campeón?

—Sí, campeón sudamericano de los medianos en 1961, hasta que en una de las peleas de desafío me rompieron la mandíbula y tuve que dejar de pelear. El gobierno me dio ese puesto y trabajé hasta que me jubilé.

Ernesto lo miró una vez más, preguntándose cómo era posible que un campeón de boxeo pudiera ser reducido a eso por una enfermedad. ¿No habría sido mejor, más piadoso, que lo atropellara un camión?

—Dígame, señor Álvarez, ¿le propusieron otro tratamiento después de la quimioterapia?

—Sí. Me llamaron a casa y me dijeron que estaban experimentando con una droga nueva que estaba dando muy buenos resultados en Europa, y me preguntaron si quería ser parte del experimento.

—¿Y usted aceptó?

—Claro, ¿qué otra posibilidad tenía?

—¿Pero usted sabía que se trataba de una experiencia con una droga que aún no estaba aprobada?

—Claro. Le digo que era lo único que me quedaba y además de esta forma podía ir al hospital. Me trataban en forma especial, con consideración, y me daban morfina para los dolores.

—¿Y usted firmó que estaba de acuerdo?

—No, en ese momento no. Un tiempo después el doctor Salinas, el jefe del servicio, me llamó y me dijo que necesitaba que firmara un consentimiento con el tratamiento, porque así se lo exigía la dirección del hospital.

—¿Y usted lo firmó?

—Claro, y mi hijo salió de testigo.

Ernesto había pensado en hacer declarar al hijo, pero ahora era innecesario. Entonces este paciente, al menos éste, no había sido engañado. Simplemente había firmado la autorización algún tiempo después, en el medio del tratamiento del que había sido informado como correspondía.

—Muchas gracias por venir, señor Álvarez.

El mensajero, con el casco de motociclista en la mano, le dejó a la empleada del Departamento de Oncología el paquete de revistas del Laboratorio. Enseguida estuvo sobre el escritorio del doctor Salinas, a quien estaba dirigido. Con una tijera cortó las tiras y las arrojó al basurero.

Tomó un ejemplar y fue directamente a las páginas centrales. Allí estaba el artículo tal como lo habían aprobado el domingo, con las fotos y las notas, en inglés y castellano. Se incluían cuatro fotografías suyas contando la de la tapa y la de comienzo del artículo.

En su cara regordeta asomó una sonrisa de satisfacción. Era el éxito que durante tanto tiempo había buscado y ahora estaba allí, impreso. Hasta dónde llegaría no lo podía saber anticipadamente, pero dependía de la acogida de los colegas, de la propaganda del Laboratorio y de la oposición que encontrara. La expectativa de la gente de marketing era llegar con la noticia a la prensa general, para que el descubrimiento tomara entidad mundial y no pudiera ser parado por los médicos envidiosos o los laboratorios superados.

—Elvira, haga una cita de todos los médicos para las doce y media… ¡Ah! Y otra para el resto del personal, para la una y cuarto —dijo por el intercomunicador.

Marcó cuatro números en el teléfono y esperó:

—Necesito hablar con el señor director… De parte del doctor Salinas, gracias.

Esperó unos instantes mientras hojeaba la revista para ver qué otras notas y novedades se publicaban en el mismo número.

—Doctor, ¿cómo le va? Quería mandarle una revista de los Laboratorios Alcmaeon que tiene una nota sobre el hospital y este departamento…

»Es sobre una investigación que estamos haciendo con un producto que se denomina ALS-1506/AR y que ha resultado muy útil para reducir los lípidos en sangre.

»Yo sé que usted también la recibe, pero como se trata de una nota sobre el hospital, pensé que le interesaría tenerla antes.

»Bueno, le mando un ejemplar. Gracias, doctor.

Volvió a marcar cuatro números.

—¿Cardiología?

—¡Ya está! —dijo triunfante Agustín, entrando en la oficina del fiscal—. Era lo que presumíamos. Nadie le informó nada a este pobre hombre. Le dijeron que le estaban haciendo el tratamiento y nada más. No firmó nada, y se acuerda que hace unas dos semanas lo llamó Salinas y le hizo firmar algo que no sabe bien qué es.

—¿Estás seguro?

—Absolutamente, aquí está la declaración firmada.

—A mí el otro me dijo todo lo contrario. Que lo informaron y que también le hicieron firmar el consentimiento después, pero que él estaba totalmente de acuerdo.

—O sea que coinciden en que la firma del consentimiento fue posterior o en el medio del tratamiento.

—Sí, pero es muy distinto que no le hayan dicho nada a que sabía todo y después cumplió con la formalidad de la firma.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Me parece que vamos a tener que tomar muchas declaraciones.

—Doctores, es una gran satisfacción para mí felicitarlos por sus tareas de investigación. En esta revista sale un artículo con mi firma donde reconozco sus esfuerzos para el progreso de la medicina.

Los médicos, unos veinte, reunidos en el amplio despacho del Jefe del Departamento Oncología, no entendían nada. ¿De qué estaba hablando el gordo Salinas?

—El protocolo de investigación del ALS-1506/AR no dio los resultados esperados con respecto al sarcoma. Eso es evidente por el índice de mortandad y por la evolución de los pacientes sometidos al tratamiento, pero… —Hizo un silencio largo para crear expectativa—. Pero las computadoras arrojan resultados asombrosos en la caída de los índices de colesterol y triglicéridos en los análisis de sangre de todos los pacientes.

Un rumor ganó la sala y uno de los médicos preguntó:

—Pero, doctor, ¿qué era lo que estábamos investigando?

—La respuesta del sarcoma ante el ALS-1506/AR en bajas dosis.

—¿Entonces…?

—Un fracaso con dosis bajas, y también con las dosis altas que se usaron en los Estados Unidos, Europa Oriental y África. Pero las dosis bajas de ALS-1506/AR tienen un efecto fantástico sobre los lípidos en sangre y hasta producen un regeneramiento arterial.

—¡Qué bárbaro! —dijo alguien.

—¿Ustedes se dan cuenta de lo que esto significa? Estamos hablando de que se acabaron los infartos cardíacos y cerebrales, de que las arterias se están limpiando espontáneamente en los enfermos que ustedes tratan. Y que, algún día, van a limpiar también las nuestras.

—Es fantástico. Pero ¿está comprobado?

—Se están haciendo los estudios sobre la base de grupos importantes, pero los resultados con nuestros grupos II y III y los del Perú no dejan lugar a dudas. ¡Es el descubrimiento del siglo, doctores!

Nuevamente el murmullo se generalizó, porque a los médicos reunidos allí les costaba creer lo que oían. Se trataba de algo tan extraño, de una casualidad impensada por todos que, por eso mismo, resultaba difícil de digerir.

Salinas repartió las revistas y los médicos se le acercaban para pedirle otras precisiones. Muchos se quedaban en sus lugares leyendo el artículo y mirando las fotografías. Por lo menos, había una con el frente del hospital y una mención que hacía Salinas del Servicio de Oncología, donde era el jefe.

Varios notaron que los números que se manejaban eran insuficientes, de que se necesitaban estadísticas con grupos más numerosos y de distintas etnias, comprobaciones que los alejaran del error para poder creer que habían contribuido a semejante descubrimiento.

Pero Salinas, en este momento, no podía concebir el error.

El cuerpo pesado de Ernesto la aplastaba. Estaba casi encimado a ella, abrazándola con su brazo dormido. Lo corrió un poco, todo lo que pudo, y se quedó quieta en la cama. No llegaban sonidos de la calle y oía el sonido acompasado de la respiración de su esposo.

Como era su costumbre, dormía desnudo, y podía sentir el calor de su piel sobre la de ella. Ahora estaba despierta y sabía, por experiencia, que no volvería al sueño. Los pensamientos comenzaron a derivar hacia cosas mínimas, como la factura del gas que vencía el miércoles, la última paciente que había atendido en la tarde, que necesitaba más bien un psiquiatra.

Ernesto se reacomodó y se apretó más contra ella. Pudo sentir la erección nocturna contra su pierna y una oleada de deseo la invadió, acuciada por los varios días que no habían tenido ningún tipo de contacto físico.

Ya su furia inicial estaba siendo superada. El paso del tiempo curaba estas cosas y permitía verlas en su natural dimensión. En la discusión de las otras tardes, le había dicho todo lo que pensaba y él se había disculpado de todas formas, pero Julia seguía desilusionada.

Llevaban algo más de un año de casados y cinco desde que se habían conocido. Y recién ahora comenzaban a aparecer estas fisuras en la personalidad de su marido, que Julia nunca habría imaginado.

Ella lo admiraba por su integridad, por la forma de hacer respetar la ley, por vivir como pensaba. Pero los hechos recientes le habían mostrado lo contrario. No tuvo problemas en alistar a un delincuente para que lo ayudara a conseguir las historias clínicas. Era cierto que ella misma le había dicho que no existían formas legales de tenerla y que, de esta forma, quedaba trunca la posibilidad de confirmar las sospechas. Pero para conseguir lo que necesitaba, aunque fuera para fines nobles y decentes, no tuvo inconveniente en violar la ley e, incluso, permitir que su esposa lo hiciera.

Lo razonable en aquel momento habría sido enterrar el problema, así como estaba enterrada Irma Bermúdez.

Después, cuando acordaron que no había nada más que hacer, decidió cortarse solo y sin decirle nada continuó la investigación. Había hecho la denuncia y conseguido órdenes de allanamiento para el hospital, donde trabajaba… ¡su mujer! Si alguien llegaba a ligarlos, le iba a ser muy difícil explicar que ella nada sabía.

Pero allí estaba él, abrazado y haciéndole sentir el calor de su cuerpo y su inconsciente necesidad de poseerla. ¿Qué debía hacer? ¿Echarlo? Le había dicho todo lo que pensaba y, además, no había otra forma de reparar el daño. Era aceptarlo o dejar que el problema subsistiera hasta que se complicara y se constituyera en un mal autónomo.

Pero le quedaba en su alma esa cosa dolorosa y ofensiva de la falta de lealtad con ella y con sus principios. Estaba frustrada y era una desilusión, la primera importante. ¿Cuántas más le depararían los años por venir?

La realidad hay que aceptarla, se convenció, y ya veremos en los próximos años. Ahora es ahora, es la madrugada, él me abraza y yo lo deseo.

Se dio vuelta y lo besó. La reacción fue tan rápida que Julia dudó que él estuviera verdaderamente dormido.

—Dígame, doctor Saraví, ¿cuánto tiempo hace que trabaja en la Oficina Nacional de Medicamentos?

—Dieciséis años.

—¿Siempre en el Departamento de Control de Investigaciones Clínicas?

—Tuve distintos puestos dentro, hasta que se me encargó el control de algunas investigaciones, y allí me quedé a cargo de las que me asignan.

—¿Cómo se asignan los casos?

—Por orden de llegada de los pedidos de autorización, le toca uno a cada médico del Departamento y si alguien está enfermo o de licencia al que sigue en el mismo orden. Después, cuando se reintegra, se compensan en forma tal que todos tengamos igual número de expedientes.

—¿El pedido de autorización para la investigación clínica de un producto llamado ALS-1506/AR, de los Laboratorios Alcmaeon, siguió el mismo orden?

—En el primer caso, sí. En el segundo, no.

—Explíquese, por favor —le ordenó el fiscal.

—Los Laboratorios Alcmaeon pidieron una autorización para investigar ese producto en un grupo de enfermos de sarcoma hace alrededor de un año y, como todo estaba en orden, se lo autorizó y realicé el seguimiento del protocolo. Después habría efectuado otro pedido para experimentar con otros dos grupos pero con una dosificación menor, y ese expediente se perdió o fue destruido en la huelga del personal. Por eso, se ordenó la reconstrucción.

—¿Y en qué se alteró el orden?

—En el segundo caso se me asignó directamente porque había tenido a mi cargo la autorización anterior e incluso el seguimiento.

—¿Y en el segundo caso, también estaba todo en orden?

—Sí, claro. Se trata de un laboratorio importante y el doctor Salinas es un profesor titular en la Facultad y un hombre de gran rigor científico.

—Bien. —El fiscal se mantuvo callado frente a la mirada inquieta del médico. Estaba pensando la próxima pregunta.

—¿Cuando usted verifica la marcha de las investigaciones, constata que los pacientes hayan prestado su consentimiento para esas experiencias?

—Es uno de los requisitos.

—¿Y en el caso del ALS-1506/AR esos consentimientos estaban en orden?

—En el caso de la primera etapa no lo recuerdo con exactitud, pero me imagino que sí porque si no habría notado la falencia y consignado en el informe. Habría sido una grave irregularidad, capaz de paralizar la investigación.

»En estos últimos dos grupos recuerdo que el doctor Salinas me informó del robo de las historias clínicas de los pacientes fallecidos que habían sido sometidos a la investigación, y también que verifiqué las autorizaciones con respecto a los demás casos.

—¿Recibió alguna instrucción especial para realizar estas verificaciones?

—No, sólo en el segundo tramo de las investigaciones. Entonces me pidieron que monitoreara con urgencia en razón de que se trataba de un expediente extraviado y que los trabajos estaban avanzados. Algo razonable.

—Por cierto. ¿Y quién le pidió que apurara la visita al Servicio de Oncología?

—El subadministrador, el doctor Antonio Villamil.

—¿Hace mucho que investiga, doctor?

—Desde que entré al Servicio de Oncología del hospital siempre estamos investigando distintos productos.

—¿Por instrucciones del doctor Salinas?

—La investigación es parte del trabajo, como la docencia o los tratamientos. El doctor Salinas es el jefe del servicio y él coordina esas tareas. La investigación, en especial, exige coordinación y fluidos contactos con los laboratorios que encargan y patrocinan esas investigaciones.

—¿Le pagan por esos trabajos?

—Por lo general, hay una asignación por el seguimiento de los pacientes que pagan los laboratorios y que el doctor Salinas distribuye entre los médicos asociados, los residentes y las enfermeras. Es un sobre que recibimos agradecidos porque el sueldo del hospital es una miseria.

—¿Es importante esa asignación?

—Por lo general no, pero ayuda. En realidad, lo importante es estar en el equipo de investigadores por el currículum y porque, de vez en cuando, nos invitan a algún congreso en el exterior y nos mandan información actualizada.

—Doctor, ¿en todos los casos le informan al paciente que va a ser sometido a una experiencia de la que no se tienen resultados probados?

—Claro… por supuesto —dijo algo desorientado el médico, tratando de ver hacia dónde iba la pregunta.

—Pero ¿les hacen saber que solamente la mitad recibirá la droga?

—Claro.

—¿Y todos aceptan?

—La gran mayoría, doctor. No se olvide que se trata de pacientes con cáncer, en la mayoría de los casos los tratamientos tradicionales han fracasado. Cualquier cosa que les dé… la mínima esperanza es siempre mejor que nada. He sabido de casos donde se hacen aplicaciones absurdas o terribles sin ninguna base científica.

—¿Y qué resultados tuvieron con el ALS-1506/AR?

—¿Como respuesta al sarcoma?

—Sí.

—Bastante pobres, hemos tenido una proporción de mortalidad comparable con los tratamientos tradicionales.

—¿Provocada por el remedio?

—No, por supuesto que no. Ya le dije que casi todos son enfermos terminales de un tipo de cáncer altamente agresivo y letal. En todo caso, se puede decir que las drogas que les administramos no dieron el resultado esperado, pero no que esas drogas les provocaron la muerte.

—¿Y cuál era el resultado esperado?

—Una mayor y mejor sobrevida que, estadísticamente, no se ha dado. Pero ésta es, precisamente, la esencia de la investigación: a través de los fracasos, se logra el éxito.

—Lástima que los fracasos matan a la gente —acotó, parcial, el fiscal.

—Y salvan a muchos. Fíjese que esta experiencia con ALS-1506/AR aparentemente fracasó con los enfermos de sarcoma pero descubrió una droga maravillosa para los lípidos en sangre. Es probable que eso convierta a los infartos en un recuerdo en la historia de la medicina.

—¿Cómo es eso? —preguntó Narváez, asombrado.

—Parece que el ALS-1506/AR no es demasiado efectivo como terapia para el cáncer, pero en bajas dosis elimina la grasa de la sangre, liberando a las arterias de las placas que las obturan y las calcifican. Ahora comienzan los experimentos masivos para obtener resultados estadísticos válidos, pero todo indica que es algo fabuloso, un descubrimiento tan importante como la penicilina. Y lo hicimos nosotros. ¿No leyó la revista?

—¿Qué revista?

—La del Laboratorio Alcmaeon. Allí están las cifras, las estadísticas, las infinitas posibilidades de esta nueva generación de medicamentos.

El fiscal estaba asombrado y no sabía qué más preguntarle a ese médico parlanchín.

—Muchas gracias, doctor. Lea su declaración, modifique o agregue lo que quiera y fírmela. Si necesito que me amplíe su testimonio, lo volveré a llamar.

Después de darle la mano, salió de su despacho para el de Urtubey, que estaba estudiando otra causa que no admitía demora.

—¿Sabés de lo que me acabo de enterar?

Le contó mientras marcaba un número en el teléfono.

—¿Guillermo? Soy Ernesto, ¿cómo estás? Mirá, necesito que me consigas una revista que publica el Laboratorio Alcmaeon.

Esperó unos instantes y volvió a decir:

—Te la mando buscar. No… no tengo colesterol, todavía.

Salinas era el primer asombrado por la repercusión de la nota en la revista. No habían pasado tres días desde la distribución y los pedidos de entrevistas se sucedían. No sabía cómo, pero habían conseguido los teléfonos del hospital, del consultorio y hasta el de su celular. Uno de los periodistas llamó a su casa.

Había de todo. Desde revistas científicas de seriedad reconocida hasta semanarios sensacionalistas despreciables. Al primero que llamó, un médico brillante que había sido su alumno en la Facultad y que ahora dirigía el suplemento de salud de un diario de nivel nacional, le concedió la entrevista.

Después llegó el aluvión e instintivamente tomó distancia. Comprendió que no era él quien debía manejar los tiempos, ni elegir qué medios tendrían acceso, ni qué convenía decir. Llamó a Geppe y le contó. Su entusiasmo fue inocultable, y le pidió que no rechazara a nadie ni tampoco aceptara ninguna, por más importante que le pareciera. Alguien con experiencia en imagen debía manejar todo eso.

La vanidad de Salinas comenzaba a llenarse y su imaginación a volar indefinida a la fama. Trató de indagarse sobre lo que pretendía y hasta dónde estaba dispuesto a llegar. Sabía que, si todo seguía así, le iba a ser muy difícil después controlar la vorágine.

Además era indispensable fijarle esas pautas a la gente del Laboratorio que, aunque fueran los dueños del producto, no podrían someterlo a situaciones que no estaba dispuesto a soportar. De todas maneras, creía que todo eso merecía una adecuada compensación.

Se convenció de que debía dar una imagen de sobriedad, con una gran solvencia intelectual y moral. Aparecer como un paradigma de los médicos y de los médicos argentinos que tenían una capacidad no del todo reconocida en el mundo.

Tenía que alejar a la casualidad como la descubridora de las cualidades del ALS-1506/AR para el colesterol y los triglicéridos. Era la investigación seria y esforzada de su equipo, con su dirección, la que había llegado a las conclusiones. La computadora dio el alerta sobre los efectos beneficiosos de la droga en bajas dosis, pero no era otra cosa que un auxiliar mecánico sin capacidad de razonamiento ni inteligencia.

En el Manual de Procedimientos del Laboratorio siempre constaba la exigencia de realizar periódicos análisis de sangre a los pacientes como también la evolución clínica, radiografías y otros requisitos, pero ello no significaba que el Manual hubiera descubierto nada. En todo caso, era un simple elemento coadyuvante del hallazgo.

La casualidad no era un valor, y no era irrazonable hablar de coincidencias entre una terapia dirigida al cáncer y la válida que sería útil para otro flagelo de la humanidad con una mortandad similar o superior. Los alcances de la publicidad para su prestigio médico eran ilimitados. El reconocimiento de la medicina e incluso de la Historia dependían de cómo se moviera frente a los hechos que le habían explotado frente a las narices.

—¿Qué cargo ocupa usted?

—Soy la jefa de la División Mesa de Entradas de la Oficina Nacional de Medicamentos —contestó con aire de ofendida la mujer llena de arrugas.

—Dígame, señora, ¿todos los papeles, notas o expedientes que entran en la Oficina deben pasar por la mesa de entradas?

—Claro, salvo los que se entregan en mano a algún funcionario.

—Pero, concretamente, un pedido de autorización para realizar una investigación clínica en un hospital patrocinada por un laboratorio, ¿debe o no pasar por la mesa de entradas y tener un número de expediente?

—Por supuesto.

—¿Y si la recibe en mano algún funcionario?

—No es documentación que pueda ser entregada en mano a ningún funcionario, no sólo por ser voluminosa, sino porque es el caso clásico que debe tener un expediente con un número que siga los pasos que marca la reglamentación.

—Muy bien. ¿Qué hace su oficina cuando recibe un pedido de esta naturaleza? —preguntó Urtubey.

—Mi división —la mujer contestó marcando la palabra «división», que seguramente superaba a la de «oficina»— le otorga un número correlativo de expediente, le coloca una carátula y después me lo envían para que lo gire adonde corresponde.

—Es decir que no hay forma de que un pedido de autorización para una investigación clínica de un producto pueda existir o tramitarse sin un número.

—No, señor.

—¿Y dónde se anotan esos expedientes?

—En el libro de la mesa de entradas, como el que usted secuestró de mi División.

—Bien, entonces, ¿cómo me puede explicar que un expediente de pedido de autorización para investigar con una droga llamada ALS-1506/AR del Laboratorio Alcmaeon en el servicio del doctor Salinas, no se encuentre anotado en el libro que le secuestramos?

—Eso no es posible. En eso no puede haber error.

—Carola, traiga el libro para que la señora lo revise.

—Doctor Virasoro, ¿usted se encuentra a cargo de un grupo de pacientes que se están tratando con un producto llamado ALS-1506/AR?

—Sí, es parte de una investigación clínica que se realiza en el Departamento de Oncología del hospital donde trabajo.

—¿Hace mucho que usted presta servicios allí?

—Unos diez años.

—¿Recibe algún pago por esos trabajos?

—Alguna vez nos pagan algo.

—¿Firma algún recibo?

—No, es un sobre con dinero que dice «Investigación».

—¿Y quién dirige esa investigación?

—El doctor Marcelo Salinas, que es el jefe del servicio, y es también el investigador jefe.

—¿Y es quien efectúa los pagos por «Investigación»?

—Entiendo que sí.

—¿Usted informa a sus pacientes que van a ser sometidos a una investigación clínica?

—Por supuesto. Lo hago con toda dedicación y contesto todas sus preguntas. No les oculto nada y, si puedo, siempre lo hago en presencia de un pariente o un amigo que están menos condicionados que ellos para aceptar o rechazar el ofrecimiento. Es un tema muy delicado. Si aceptan, firman un consentimiento que les leo en voz alta al paciente y a la persona que va a salir de testigo de todo.

—¿Y los pacientes aceptan someterse a un experimento con resultados inciertos?

—Casi todos. Algunos piden unos días para pensar, pero finalmente están de acuerdo. A los pobres no les quedan demasiadas opciones y agradecen que los tengamos en cuenta. Se creen privilegiados.

—¿Y usted les dice que por exigencias del tratamiento, sólo la mitad recibirá la droga y la otra mitad, no?

—Claro.

—¿Y aun así aceptan?

—Doctor, no sé si me explico. Se trata de enfermos desesperados que viven con y para la enfermedad. Muchos están sufriendo física y moralmente porque han fracasado en los tratamientos estandarizados. Para ellos ya no quedan armas en la medicina de hoy, y entonces se aferran a cualquier posibilidad, aunque sea de un cincuenta por ciento, de que les llegue la droga, que ni siquiera se sabe si es efectiva.

—¿Y lo fue?

El chasquido de las teclas de la computadora que manejaba Carola se dejaba oír sobre el interrogatorio. Era tan veloz que no necesitaba detenerlos mientras hablaban. Aquí paró, mientras el doctor Virasoro pensaba la respuesta porque sabía que entraba en un terreno complicado.

—No, doctor, no lo fue. Los índices de mortandad son importantes, quizá tanto como si no se hubiera hecho nada, y similares al tratamiento tradicional.

—Pero estamos enterados de que a raíz de esta experiencia parece que se ha encontrado un remedio excepcional para disolver la grasa en la sangre.

—Eso fue pura casualidad.

—Sin embargo, el doctor Salinas habla del esfuerzo y sacrificio del equipo que investigó y obtuvo semejante descubrimiento. ¿Usted opina lo mismo?

—Ya le dije, doctor. Es pura casualidad, es un hallazgo no buscado ni imaginado, aunque el resultado pueda ser extraordinario.

—¿Y es tan extraordinario como dicen?

—No lo sé. Parece que sí, pero el mérito es de una computadora que es la única que sabe quién recibió la droga y quién no. Me imagino que los resultados son computados en quienes la recibieron.

En Río aún estaba caluroso pese a que el verano dejaba lugar al otoño. Durante todo el día, Leyro Serra había estado trabajando en la oficina con el aire acondicionado a una temperatura estable y no había notado la humedad.

La campaña sobre las fantásticas propiedades del ALS—1506/AR en bajas dosis estaba tomando el cuerpo publicitario que necesitaba la Central. Desde el rumor que se había dejado correr, la nota de la revista en Buenos Aires, las declaraciones del «descubridor» y las noticias pautadas en diarios de gran circulación en distintos lugares del mundo comenzaban a formar una ola que avanzaba rápido y sin escollos hacia el éxito.

Eran muchas las cosas que debían articularse para llegar al objetivo en el momento en que los resultados en experiencias en grandes núcleos de población estuvieran listos para dalla gran noticia oficial, lograr la rápida aprobación de la PDA y de los organismos de control sanitario de los distintos países del mundo donde se vendería.

Nada debía ser improvisado, y la gente de marketing trabajaba con gran profesionalismo largando las noticias y llevando a pasear al doctor Marcelo Salinas, el héroe del momento, a los lugares que interesaba. Nadie, ni el propio Salinas, aseguraba que la droga tuviera virtudes. Eran indicios, probabilidades, nunca asertos.

El voluminoso médico era dócil a las indicaciones de sus asesores de imagen, iba a los lugares que debía concurrir, daba las conferencias que debía dictar, decía lo que debía decir. Su vanidad lo hacía vulnerable pero también proclive a cualquier necesidad publicitaria. Había que aprovecharlo.

Los pensamientos de Leyro Serra sobre el ALS-1506/AR y las ventas masivas de productos libres se desviaron a la nueva crisis que se avecinaba en su vida. Se concentró en su decisión de separarse de Suzely.

Sentía una sensación de angustia en vez de la euforia que, creía, iba a sentir. Había estado casado doce años y no podía decir que se hubieran llevado mal. Juntos habían construido una familia, dos hijas y un patrimonio importante. Ella lo había apoyado e impulsado para lograr escalar posiciones dentro de la compañía.

Pero el amor había desaparecido, diluido en el tiempo en forma imperceptible. Ya no sentían aquellas locas necesidades de estar juntos, de acariciarse o caminar por la playa en una noche de luna. Del desenfreno del sexo habían pasado a la rutina, hasta que aquella visión de ella con otro hombre lo había hecho volver a los primeros años, pero no alcanzaba. Ambos eran infieles y lo sabían, soportándolo y sin incomodarse demasiado.

La relación con Silvia se había intensificado hasta el paroxismo. Oscar contaba las horas que faltaban para encontrarla. Vivía un renacer en su vida, algo que no había creído posible. Tenía una foto de ella tomada en una de las escapadas y la guardaba en el cajón principal de su escritorio para mirarla a escondidas cuando sentía que la necesitaba. Era absurdo para su edad y las circunstancias.

Pese a esta locura que lo iba a impulsar a dejar todo lo que había construido en su vida, todavía continuaba la incógnita sobre Silvia, aunque algunas cosas habían comenzado a filtrarse en los largos momentos pasados juntos. No le importaba nada: si estaba casada, si tenía hijos, si mantenía padres o cualquier otra cosa. Sólo quería saberlo.

Temblando, llamó a la agencia simulando la voz, y comprobó que no estaba disponible como acompañante y en el último álbum que recibió tampoco aparecía. Parecía que era una etapa que quedaba atrás. ¿Sería por él?

Lo que no podía seguir soportando era esa vida clandestina, temiendo encontrarse con alguien que los descubriera, limitar lugares a los que quería llevarla para que conociese, para exhibirla y para gozar juntos como una pareja normal y no en sombras que salían y entraban de hoteles y restaurantes. Era un adúltero, pero no un prófugo.

Sólo era cuestión de tiempo. Su adulterio era, quizás, el motivo que Suzely estaba esperando para romper el matrimonio. Pero Leyro Serra creía que ninguno de los dos se merecía algo así, y mucho menos las hijas, que sufrirían un seguro conflicto.

Quería anticiparse a eso poniendo las cosas en claro, dividiendo bienes y arreglando el dinero que les daría para que vivieran. Civilizadamente, como correspondía, pero de todas maneras le resultaba difícil encarar el tema.

Lo importante era tener la decisión tomada. No quería seguir con esa doble vida de engaños y escondidas. Quería vivir plenamente esa nueva oportunidad que se le presentaba de sentirse vivo, de sentirse un hombre, un ser humano feliz de esperar que llegara la hora de encontrarse con Silvia.

Decidido, pulsó el botón del ascensor, que se encendió con una premonitoria luz roja.

Era una pobre mujer que retorcía entre sus manos un pañuelo con florcitas pequeñas de fuertes colores. No lloraba, pero su cara presagiaba que en cualquier momento caería en una crisis.

Ernesto revisaba unos papeles sin mirarla. Su declaración era importante porque era una especie de secretaria y sirvienta de Salinas en el hospital, aunque su lugar de trabajo estaba en la oficina administrativa del Departamento. También firmaba como testigo en ocho de los consentimientos de los pacientes, cinco de ellos del primer grupo, fechados meses atrás.

—Bueno, señora. Vamos a interrogarla sobre diversos hechos que usted conoce pero antes deberá prestar juramento de decir verdad. —El fiscal se paró solemne, puso una Biblia sobre el escritorio e inventó una fórmula que nunca le salía igual.

—Sí, juro —dijo ella con voz temblorosa y adelantando la mano derecha.

—Señora, le hago saber que las penas por falso testimonio en una causa penal son de prisión, inhabilitación especial para desempeñar cargos públicos y pérdida de todos los beneficios de los que gozare.

Ya no necesitaba nada más. La mujer estaba totalmente intimidada y dispuesta a contar todo lo que se le preguntara. Ernesto comenzó duro:

—¿El doctor Salinas le paga algo por las investigaciones médicas que se realizan en el Departamento?

—No —dijo ella, desconcertada—. Alguna vez me ayudó cuando se enteraba de que estaba en problemas de plata, pero no eran pagos, era una ayuda. El doctor es muy buena persona.

—¿Éstas son sus firmas? —le preguntó enseñándole las ocho hojas que había marcado en las historias clínicas. La mujer asentía con la cabeza cada vez que veía una.

—Dígame cuándo y cómo firmó.

—No sé cuándo, pero el doctor Salinas me llamaba y me decía dónde debía firmar y yo lo hacía. Creo que me llamó dos veces y firmé todo esto.

—¿Usted sabe lo que firmó?

—No.

—¿Nunca estuvo presente el paciente que firma a su lado?

—No, nunca.

—Pero ¿los conoce?

—Creo que sí. Vienen o venían a hacerse el tratamiento.

—Señora, ahora le voy a hacer una pregunta muy importante y le recuerdo que se encuentra bajo juramento y que si se comprueba la falsedad de lo que usted declare podrá ser sometida a un proceso criminal, ¿me entendió?

—Sí, doctor.

—¿Cuándo fue que usted firmó las hojas que recién le mostré?

—En realidad… no me acuerdo.

—Usted me dijo que el doctor Salinas la llamó dos veces para firmar, ¿cuándo fue eso?

—Y fueron con tres o cuatro días de diferencia. Seguro que en la misma semana porque yo tenía enferma a la nena con bronquitis y le pedía al doctor permiso para ir a cuidarla porque en mi casa se había quedado la maldita de mi suegra.

—¿Y cuándo fue eso, señora? —repreguntó Ernesto con voz gruesa.

—El mes pasado, a principios de mes y ahora me acuerdo porque la nena estaba enferma y mi marido, que cumplió años el cinco, quería hacer un asado y…

Ernesto volvió a mirar las fechas: los consentimientos estaban fechados siete meses antes, los cinco del primer tramo y cinco meses los tres del segundo tramo.

La conclusión era obvia. En el momento en que habían empezado con los tratamientos, no estaban firmadas las conformidades, las habían hecho después.

Era la prueba que necesitaba.

Un momento antes de salir de la oficina, lo llamó la señora Da Silva. Cuando la secretaria la anunció, se alarmó. Algo importante debía pasar para que lo llamara, porque nunca lo hacía.

—¿Silvia? ¡Qué sorpresa!

—¿Cómo estás?

—Bien.

—Quisiera verte en un rato, ¿podés?

—Me iba para casa, pero sí… ¿es urgente? —dijo Leyro Serra, pensando que si quería hacerle el planteo a Suzely, necesitaría bastante tiempo. No podía estar apurado ni hacerlo a las doce de la noche.

—Más o menos, pero es algo importante.

—Está bien, ¿dónde nos vemos?

Cuarenta minutos después, Leyro Serra entraba en una confitería del otro lado de la Lagoa, que cobijaba a quienes no querían ser vistos. El lugar era discreto, con luces tenues y mesas con velas en un enorme deck sobre el agua. En una de esas mesas, estaba sentada Silvia, más hermosa que nunca, con una blusa blanca con cuello abierto que dejaba ver un collar que él le había regalado.

—Tengo que decirte algo importante —expresó después de los saludos y que despidieran al mozo con el pedido.

—Te escucho.

—He dejado definitivamente mi trabajo. Por vos. He cortado todos los lazos que tenía y espero no tener problemas. No creo, porque quienes me conocen tienen más cosas que esconder que yo. Fue una decisión difícil pero creo que me merezco… nos merecemos al menos una oportunidad.

Oscar extendió la mano sobre la mesa y la apretó sin decir palabra pero mirándola fijo a los ojos. Ella prosiguió:

—Por eso, mi querido, a partir de ahora pasaré a ser otra persona: la real. Sé que tenés el pleno derecho de terminar aquí y ahora con todo, porque una cosa es tenerme por unos reales y otra… pero no te pido nada, no estoy en condiciones.

—Mi amor, te he dado suficientes muestras de que si algo me molestaba eran esos pagos. Te quiero, te lo dije mil veces y no como un compromiso después de un orgasmo. Te quiero en serio, me enamoré de vos. Sin razón, pero estoy enamorado y te lo digo aquí y no en una cama.

El mozo jamás estuvo tan inoportuno trayendo el pedido. Se tuvieron que callar pese a la necesidad de expresar inflamadas declaraciones mientras el hombre de inmaculado saco blanco se dedicaba a depositar las copas, las servilletas, los platos con los bocaditos, los cubiertos, el balde de hielo y varias cosas más. Lo despidieron y quedaron, otra vez, libres para hablar. Los dos temieron que se hubiera perdido el momento.

Oscar quiso continuar pero ella lo detuvo:

—Gracias, mi amor. Sabía que era así pero necesitaba que me lo repitieras. Ahora quiero y debo contarte los secretos que tantas veces me pediste.

—No es necesario…

—Sí, lo es. Es una historia complicada, casi melodramática, que nunca te conté porque era mi vida, mi vida íntima, que no estaba dispuesta a compartir con nadie y mucho menos con quien me conocía a través del álbum.

La imaginación de Oscar se disparó mientras ella hablaba. Pero se quedó silencioso esperando la revelación.

—Mi padre era un diplomático que obligó a la familia a vivir en distintas partes del mundo. Por eso sé tantos idiomas. Mi hermano y yo circulábamos por colegios bilingües, donde convivíamos con los hijos de otros diplomáticos formando una comunidad cerrada, sobre todo cuando los destinos eran el África u Oriente.

Era el planteo de una historia común que anunciaba una verdad difícil. Ansioso, Oscar tomó un trago de su copa.

—Mi padre fue ascendiendo en su carrera y los destinos fueron cada vez más importantes: Europa, Estados Unidos. Mientras, nosotros vivíamos como príncipes en las casas de las embajadas. Era un mundo ficticio donde los valores eran distintos a los de la gente común y fuimos creciendo viendo a nuestros padres pasar su tiempo entre recepciones y cócteles.

»Algo pasó entre ellos cuando papá fue designado embajador en México, porque nos quedamos en Río. Ya habíamos crecido y mi hermano entraba en la Universidad, y a mí me faltaban un par de años para hacerlo. Los vínculos eran frecuentes y normales, pero algo se había roto entre ellos, y eso de alguna forma nos afectaba.

»Comencé mi licenciatura en filosofía en la Universidad y como parecía sobrarme el tiempo, simultáneamente, cursaba ciencias políticas: un buen complemento.

Oscar comenzó a comprender a qué se debía el nivel intelectual que lo asombraba en especial a él, que había tenido un fugaz paso universitario en administración de empresas. Silvia continuó:

—Todo parecía normal. Tenía un novio adecuado que provenía de una familia aristocrática con el que, loca de amor, tuve mis primeras relaciones. En la universidad lograba notas altas y la vida me sonreía. Para entonces, era la hija del vicecanciller de la República, el más alto cargo en la carrera diplomática de Itamaraty, porque el canciller casi siempre es un político. Hasta que todo estalló.

Estaba oscureciendo y los rasgos de Silvia se iban embelleciendo aún más con el resplandor de la vela. Un destello de recuerdo de esas noches maravillosas se encendió en la cabeza del hombre, que la observaba cada vez más intrigado.

—Mi apellido es Nieto Reis.

Allí sí, todo pareció hacerse presente: el gran escándalo de hacía nueve o diez años antes.

—Una mañana, al llegar a mi clase de economía política, percibí algo raro. Se necesitaron pocas horas para que me enterara. Una revista sensacionalista publicaba fotografías a todo color del vicecanciller del Brasil en una orgía loca con todo tipo de perversiones.

»Se dijo que había sido una venganza de un grupo económico al que le había fallado un gran negocio por la actitud de mi padre, que era la necesidad de un editor para vender más la revista, que lo había impulsado un partido de oposición, pero lo cierto es que tuvo que renunciar. No podía ser vicecanciller de la quinta potencia del mundo un homosexual perverso, no sólo por razones de moralidad sino porque era demasiado vulnerable.

Los enormes ojos de Silvia se llenaron de lágrimas y Oscar le tomó la mano a través de la mesa.

—Está bien, mi amor. No sigas.

—No, quiero que sepas todo, cómo llegué hasta aquí. Mis padres no pudieron soportar lo sucedido. Él se suicidó tres días después de renunciar, dejando una carta que no convenció a nadie y mi madre, que imagino que sabía todo lo que sucedía desde que se había negado a ir a la embajada en México, comenzó a deteriorarse al grado que hoy está loca, internada en un hospicio.

»A mi hermano y a mí se nos derrumbó el mundo. Los amigos comenzaron a tomar distancia, delante de nosotros nadie hablaba de un tema que ocupaba la tapa de los diarios y daba lugar a sesiones de interpelación en el Congreso. Mi novio, por el que estaba loca de amor, finalmente me dejó. Trató de que no me doliera pero me destrozó. No me quedaba nadie.

»Con mi hermano descubrimos que la situación económica de mi padre era ruinosa y nunca supimos si era por decente o por las obligaciones que le creaba su perversión. A mi hermano, que tenía un puesto importante y prometedor en una multinacional, le ofrecieron un cargo en Inglaterra y lo obligaron a irse. No podían tener al hijo de Nieto Reis en el Brasil, nadie podía negociar con él.

»Pusimos la casa en venta porque no podíamos mantenerla y, por supuesto, terminamos vendiéndola en un precio absurdo porque nadie la quería. Hoy, que la gente no la relaciona con mi padre, debe valer tres veces el precio que recibimos.

—Pero, mi amor, debieron esperar a que se acallara el escándalo.

—Estábamos desesperados, Oscar. Nadie se nos acercaba, parecíamos leprosos con un padre muerto en la ignominia, una madre insana que me retenía a su lado y un hermano partiendo al exilio.

»Por supuesto, dejé la facultad porque el clima se me hacía irrespirable, y pensé irme del país, quizá con mi hermano, pero mi madre estaba en un estado tal que no la podíamos dejar. La internamos y me llené de culpa.

»Debí buscar trabajo y en todos el apellido era determinante para no ser aceptada. Conseguí que me emplearan en una clínica particular y usaba sólo el apellido Nieto, pero el dueño me acosaba permanentemente hasta que logró que me convirtiera en su amante. Para mantenerme en esa condición y que su esposa no se enterara me llenaba de regalos y hasta me daba dinero.

»Una vez, trajeron a una chica hermosa quebrada en un accidente automovilístico y en su larga internación me contó que trabajaba para una agencia de acompañantes y me presentó a la dueña una vez que la vino a visitar… y así comenzó mi profesión. Pautada, protegida y muy cara. La profesión más vieja del mundo, de la cual vivo bien sin mayor esfuerzo y donde nadie me pregunta el apellido. Eso es lo que querías saber, mi amor. Te pido que no me exijas detalles.

—No, por supuesto que no. Estoy conmovido. Imaginé que había algo oscuro y doloroso detrás de tu silencio pero nunca tanto. ¿Y qué vas a hacer ahora?

—Como decías, el escándalo se va olvidando y son pocos los que me identifican. En estos años he conseguido hacerme de unos ahorros que me dan un tiempo para vivir sin trabajar. Mi hermano ascendió en la compañía y estuvo de acuerdo en hacerse cargo de la internación de mamá y yo voy a tratar de volver a la facultad, buscarme otro empleo para reubicarme en el mundo.

—Quizá yo te pueda ayudar, mi amor. Vos te merecés eso y mucho más.

—Gracias, pero creo que me voy a arreglar sola.

—Te decía con la búsqueda de trabajo. Tengo contactos, puedo recomendarte.

—¡Ah, bueno! Yo entendí que…

—Estás demasiado susceptible. Contá conmigo y te diré que los dos vamos a recomenzar la vida. Me he decidido a pedirle el divorcio a Suzely.