Ya habían lanzado la piedra y ahora tenían que esperar unos días para que el juzgado decidiera qué iba a ordenar con la denuncia de la fiscalía. Inmediatamente después de presentarla, el fiscal Narváez se había encargado de hablar con el Juez para contarle sobre el tema y la importancia del caso, uno de los primeros recibidos en el turno que siempre era una avalancha de asuntos. Necesitaba confidencialidad porque si la información se filtraba las medidas que estaba pidiendo carecerían de efecto.
Mirta lo llamaba por teléfono cada dos días con el nombre de señora de Leiman para que Agustín ni nadie de la fiscalía se enteraran de la conexión. Se había fracturado un tobillo en un mal movimiento y esa tontería la obligaría a llevar un yeso por un mes y permanecer inmóvil durante la primera semana. Quizás ésa fuera la razón de su impaciencia.
Cuando llamó, Ernesto se estaba preparando para salir.
—¿Cómo estás? ¿Cómo está tu pie?
—Bastante bien, casi no me duele. ¿Qué pasó con la denuncia?
Por un instante, Ernesto la imaginó en la cama en su cuarto. ¿Cómo sería su habitación? ¿Viviría con alguien? ¿Carlos la visitaría? ¿Tendría quién la atendiera y le diera de comer ahora que estaba inmovilizada?
—No puedo hablar por este teléfono. —Pero yo necesito… me muero por…
—¿Nos encontramos en la pizzería? —le preguntó sabiendo la respuesta.
—No puedo moverme, Ernesto.
—Si querés te voy a ver… estaba saliendo.
Hubo un silencio y después dijo:
—Está bien, pero no te asustes por el lugar. Es en la calle Medrano 418.
—Bien, ¿piso, departamento? —tomando una rápida nota en un papel suelto.
—No. Medrano 418, es una casa.
Eso era en Almagro, a cuatro cuadras de Rivadavia. Hacia allí partió Ernesto, divertido e intrigado.
Oscar llegó a las seis y veinte de la mañana al Galeão y una vez que pasó por la Aduana y Migraciones se dirigió al stand de remises que utilizaba habitualmente y se hizo llevar hasta su casa en Ipanema.
Era demasiado temprano para llamar a nadie y se tiró en la amplia cama de su dormitorio. ¿Qué haría? Tenía varias opciones: quedarse a trabajar el viernes, irse a Angra o llamar a Silvia y hacer un programa de tres días en algún lugar.
Comprobó que no había opciones. Imaginarse esos días con ella en alguna playa no tenía rival. ¿Podría? Se quedó dormido por tres horas hasta que su próstata agrandada le exigió ir al baño. Eran casi las diez y le pidió a la mucama que le sirviera un desayuno con frutas, tostadas y café. Después del primer sorbo, marcó de memoria el número de un celular.
—Silvia, mi amor. Ya estoy de vuelta en Río.
—¡Qué suerte! Te extrañé —le dijo tratando de sobreponer la voz al ruido del tráfico.
—Yo también.
Hablaron un rato sobre el viaje, del tiempo espléndido en Río que se mantendría y las ganas de volver a verse.
—Tengo estos días libres, podríamos hacer algo —le ofreció ansioso.
Un largo silencio en el teléfono y sabía que seguían conectados por el fondo del sonido de las bocinas y los automóviles.
—Silvia… —atinó a decir luego de unos momentos.
—Sí, mi amor. Estoy pensando si puedo. ¿Me podés llamar en quince minutos? O te llamo yo. ¿Dónde estás?
—No, yo te llamo —dijo antes de cortar y mirando la hora en el reloj de la mesa.
El café estaba exquisito y más al contraponerse con el dulzor de los gajos de naranja. Sus pensamientos volaron a Silvia en el medio de la calle viendo cómo hacía para huir con él esos días.
¿Seguiría trabajando? Los cuadernos anillados de fotos como el que tenía en el escritorio estaban distribuidos por toda la ciudad. Si alguna se retiraba o se mudaba, simplemente no estaría disponible y no figuraría en el nuevo cuaderno que cada tanto actualizaban y mandaban por correo sin remitente a los clientes. Sólo tenía que llamar al número de siempre y pedir por ella para ver qué le respondían. Mejor dejaría pasar un tiempo, ahora no estaba para comprobar esas verdades.
Era el momento de disfrutar del desayuno, de su inesperado éxito en la compañía y ver con quién y dónde pasaba el fin de semana. Si con Silvia o se iba a Angra donde tenía una esposa disponible y adúltera, con dos hijas.
Los recuerdos del fin de semana pasado aún lo conmovían. ¿Seguiría acostándose con aquel muchacho? No se sentía furioso ni demasiado molesto, sólo esperaba que tuviera la precaución de usar preservativos. Le espantaban las enfermedades.
Habían pasado más de quince minutos. Marcó oprimiendo el botón de «redial». Sólo dos timbrazos y su voz:
—¿Hola?
—Mi amor, soy yo.
—Sí, todo está bien. Puedo hasta el sábado a las seis de la tarde. ¿Dónde nos vemos?
—Donde vos digas ¿en la puerta de Quadrifoglio?
—De acuerdo, ¿a qué hora?
—A las doce y media. ¿A dónde vamos?
—¿Te gustaría Teresópolis? Conozco un pequeño hotel que…
—Me encanta.
Sábado seis de la tarde… ¿Tendría un trabajo a la noche? El domingo había algo o alguien que la indisponía, quizá la familia o un hijo. El pacto era no preguntar pero la ignorancia lo descolocaba. Miró otra vez el reloj y calculó que tenía como dos horas antes del encuentro.
Se dedicó a desarmar el equipaje y a preparar el que necesitaría en esos tres días. Llamó al hotel en el que paró en una convención de visitadores médicos e hizo las reservaciones. Se duchó despacio, se afeitó y se vistió, alegre, para sus cortas vacaciones. Estaba silbando una vieja canción.
Llamó a la oficina y la secretaria le dio las novedades. Le dejó breves instrucciones entre las que se encontraban las reservas para los matrimonios Geppe y Salinas, cuando confirmaran sus viajes, que pasaran a recogerlos en el aeropuerto y que les armaran un programa si venían con las mujeres.
—El lunes estaré por la oficina —le dijo a modo de escueta respuesta.
Pensó si debía llamarla a Suzely y decidió que no. Debía mentirle y no podría evitar que lo llamara a Río o Nueva York, según lo que le dijera. De esta forma, si ella se preocupaba por él o quería hablarle, se inquietaría al no saber dónde estaba. La situación le gustó y, si tenía ganas el sábado por la noche, después de dejarla a Silvia, le podría dar otra sorpresa. Preparó un bolso extra por si decidía viajar directamente a Angra y se despidió de la gente de la casa.
Silbando la misma canción, bajó la breve escalera hasta el Mercedes reluciente que lo esperaba en marcha.
Mientras conducía por las atestadas calles de Río, en el enloquecido tráfico, sintió que era una falta de responsabilidad no utilizar esos días para planificar sus pasos futuros con la gente de la oficina y de la Argentina.
Le habían dado total poder para hacer los anuncios, la publicidad que fuera necesaria otorgándole el mérito del descubrimiento en la sucursal de Buenos Aires de Labora torios Alcmaeon. ¡Qué paradoja! Eso le daría un carácter más internacional a la empresa y que los éxitos no necesariamente deben ser norteamericanos y, además, distraería la atención en los fracasos iniciales en los Estados Unidos, Europa y África.
En Nueva York le daban gran importancia a la forma en que iban a presentar el descubrimiento, los datos que debían reservarse hasta que el producto saliera a la venta y cómo evitarían el espionaje de los otros laboratorios hasta el registro de las patentes mundiales.
En las reuniones, habían acordado que debían ser sutiles en el anuncio, necesitaban deslizar rumores del descubrimiento al mundo científico y querían que fuera el investigador principal el que lo revelara después de los trascendidos. Era necesario darle un sabor local porque Alcmaeon investiga en todo el mundo. Esta vez, le tocó a Buenos Aires. Recién entonces se produciría la gran noticia, que ellos confirmarían, y las revistas científicas independientes se encargarían de la propaganda en forma gratuita. Seguro que se llenarían con notas de cardiólogos prestigiosos que no querrían dejar la oportunidad de subirse a la cresta de la ola.
Mientras tanto se completarían las investigaciones y el departamento de marketing se dedicaría a preparar las campañas publicitarias, los envases, los prospectos y a coordinar la propaganda científica.
Leyro Serra era el encargado de dar la patada inicial a semejante negocio pero eso tendría su recompensa en sueldos, beneficios y bonos. Su valor en el mercado laboral aumentaría en forma vertiginosa. El profesor Marcelo Salinas, impensada e inmerecidamente, saltaría a la fama mundial y él se posicionaría mucho mejor.
En cuanto regresara de su merecido paseo con Silvia, debería planificar con cuidado sus movimientos futuros para aprovechar el inesperado éxito que le había caído en las manos. Estas cosas no se dan dos veces en la vida.
Pero todo iba a quedar en suspenso hasta el sábado después de las seis de la tarde. A diez minutos de allí, lo estaba esperando Silvia para festejar juntos.
En las oficinas de Laboratorios Alcmaeon de Río, Marcia, la secretaria de Leyro Serra, recibía la confirmación de Geppe de su viaje para el sábado. El doctor Salinas llegaría el miércoles aunque ninguno de los dos se imaginaba lo que les esperaba.
Estaban convencidos de haber cumplido con lo que el gerente regional les había exigido. Ahora tenían casi todas las conformidades de los pacientes vivos y la autorización fabricada de la Oficina de Medicamentos, basada en la corrupción, pero que cubría la carencia inicial en forma inobjetable.
También ambos estaban felices por un viajecito gratis a Río con el mejor hotel y las comidas pagas. Laboratorios Alcmaeon cuidaba a su gente… ¡había que reconocerlo! Para Geppe, además, volver en esta forma tenía algo de reivindicatorio.
Después de luchar con el tráfico de la tarde, finalmente llegó al 400 de la calle Medrano. Dejó su pequeño automóvil estacionado en la cuadra siguiente donde encontró un espacio y se tuvo que volver para encontrar el número exacto.
Era una calle de mucho tránsito, con edificios de no más de ocho pisos y casas antiguas que no habían sido modificadas en las últimas dos décadas. Algunas habían sido pintadas y presentaban un aspecto más decoroso pero el humo de los vehículos se encargaría de deteriorarlo en poco tiempo. Un clásico barrio de Buenos Aires que, en las calles laterales, caía en el silencio y la quietud.
Llegó hasta el 418, una puerta alta de madera trabajada, de principios de siglo. Pulsó el timbre y esperó. Pasaron un par de minutos y volvió a oprimirlo y al rato apareció una mujer de alguna edad pero no anciana.
—Vengo a ver a la señorita Mirta.
—¿Quién es usted?
—Ernesto —contestó sin animarse a dar el apellido.
—Pase.
Detrás de la puerta había un zaguán con la pintura descascarada que, a través de otra puerta, daba a un patio grande bordeado, en uno de sus costados, por una galería. El lugar estaba lleno de macetas enormes con plantas y hasta algún árbol de los que exhalaban aromas diversos. Parecía mentira que veinte metros atrás, hubiera una ruidosa y contaminada avenida mientras aquí reinaba el silencio y el olor al verde.
La mujer, arrastrando unas zapatillas achancletadas, caminó hacia el fondo atravesando el patio hasta una puerta con vidrios recortados en la parte superior. Golpeó.
—Mirta. Aquí está el doctor Narváez —anunció.
—¡Que pase!
La habitación era enorme, cuadrada, con techos altos y pintada con un color crema pálido. La primera impresión le agradó. Una cantidad de bibliotecas de madera barata alineadas contra la pared tenían sus estantes repletos de libros. En un costado, los estantes se cortaban dejando lugar a un mueble donde se instalaba una computadora que, a Ernesto, le pareció importante y poderosa. El mobiliario era escaso; una mesa ovalada rodeada de sillas viejas en el centro de la estancia y, al lado de la puerta por la que había entrado, una mesa con una cocina pequeña, sin horno. Luego, siempre contra la pared, una pileta sobre la cual colgaba una alacena con puertas corredizas y un secaplatos lleno de vajilla lavada.
En uno de los rincones, había una cama doble en la que estaba recostada Mirta con una pierna enyesada levantada por dos almohadones. ¿Allí estaría con Carlos, cuando la visitaba?
—Pasá, Ernesto, disculpé el desorden pero no me puedo mover.
—Está muy bien —aceptó arrastrando una de las sillas para sentarse cerca.
Hacía calor en la habitación. Ernesto no veía ninguna ventana ni ventilación, salvo la banderola abierta sobre la única puerta de la habitación. Mirta estaba vestida con un liviano camisón, y tapada con una sábana celeste.
En cuanto se sentó, notó un cambio. Una leve sombra oscurecía sus párpados y una línea negra delineaba los ojos celestes que los recordó llorosos en la pizzería. Su cabellera roja y abundante lucía peinada. Por primera vez veía sus brazos descubiertos y le parecieron bien torneados. El escote del camisón era amplio y dejaba ver parte de su pecho. ¡Tenía tetas! Buenas tetas.
Ernesto comenzó a contarle las peripecias de la denuncia que se presentó en el juzgado, los tiempos que se tomaban y cómo pensaban ejecutar las medidas en cuanto salieran las órdenes de allanamiento, aunque le costara mirarla sin distraerse en el escote.
Estuvieron cerca de una hora hablando y cambiando ideas. Ella ofreció café que Ernesto preparó en la única hornalla de la primitiva cocinita y obtuvo azúcar de un aparador antiguo cuya mesada estaba atestada de libros. Le gustaba el lugar con sus cuadros mal alineados y estampas o estatuitas en las bibliotecas delante de los libros. No había fotografías.
—Discúlpame Ernesto, pero necesito ir al baño… no doy más —dijo Mirta, sonriendo avergonzada.
—Está bien. ¿Querés que salga? —se ofreció Ernesto, pensando dónde estaría el baño. No estaba a la vista ni había puerta que lo anunciara.
—No, la que tengo que salir soy yo.
Se incorporó en la cama y estiró el brazo para alcanzar la muleta que estaba apoyada en la pared. Ernesto, presto, se levantó. Le acercó la muleta y la tomó del brazo para ayudarla a incorporarse. El escote del camisón se amplió al agacharse y dejó ver dos senos perfectos algo pequeños, rematados con pezones erguidos de un tenue rosado.
Ernesto se quedó impactado. Jamás habría imaginado que abajo de esos trapos holgados hubiera semejante belleza. El olor de su cuerpo, que mezclaba desodorante y mucho de mujer, lo perturbó aún más.
Cuando se fue hacia la puerta saltando en una pierna ayudada por la muleta, la luz de afuera se translució a través de la tela del camisón y definió una silueta con una cintura fina y redondeces inimaginables.
El fiscal, perturbado y confundido, no podía dejar de caminar por la habitación esperando el regreso para confirmar su enajenada visión.
Ahora comenzó a respetar al tal Carlos y buscó alguna foto de él, pero no la encontró a la vista.
Eran como las ocho y la ciudad estaba iluminada a pleno en un sábado por la noche, cuando Oscar Leyro Serra emprendió la marcha hacia Angra. Un par de horas antes, había dejado a Silvia y su bolso en una parada de taxis en algún lugar de Río. Anotó la patente del automóvil para volver a preguntarle al chofer a dónde la había llevado.
Mientras conducía su Mercedes por la carretera con el rostro levemente iluminado por las luces verdes del tablero, iba cambiando de espíritu cuando sus pensamientos oscilaban entre los fantásticos momentos pasados en Teresópolis y los misterios que ella le ocultaba.
No podía decir que estaba celoso de su vida de prostituta, ni siquiera del mundo extraño que se insinuaba detrás de Silvia. Lo que realmente le molestaba era esa negativa a revelar cualquier cosa que correspondiera a su vida privada. Ni siquiera sabía dónde vivía, ni su apellido real. Sólo un número de teléfono celular los unía y bastaba con que renunciara a la línea para no saber nada más de ella. Lo exasperaba porque los momentos juntos eran una perfecta delicia de sexo y delicadeza que merecían una compensación de afecto y confidencias.
Casi doscientos kilómetros más adelante lo esperaba su mujer. Su esposa: voluptuosa, engañada y engañante. A la que todavía deseaba pese a la pasión que le provocaba Silvia y la certeza de ser reemplazado por un jovencito atlético y, seguramente, un portento sexual. Sentía un desafío en demostrarle con quién gozaba más.
No negaba que se estaba enredando sentimentalmente y supo que la única forma de volver a vivir con tranquilidad y plenitud era sacarse de encima las ataduras. Las internas y las externas. Admitir que Silvia era una puta, una puta muy fina pero puta al fin y Suzely, una mujer sensual que necesitaba de algunos estímulos. Si él aceptaba ambas cosas, podía extraer de las dos lo mejor que tenían.
Estuvo fantaseando en el camino sobre qué estaría haciendo en un sábado por la noche en que todo Angra explotaba en bailes, música y alcohol. No le había avisado de su viaje y ella ni siquiera sabía si estaba en el país. Quería sorprenderla en algún disparate pero, insólitamente, la encontró sola en la casa mirando una vieja película por la televisión, como si supiera de su llegada.
Las niñas dormían y esa noche estuvo magnífica.
Geppe llegó a las once y media de la mañana por Varig al Galeão acompañado por su parlanchina y agradable mujer, apenas más joven que él. Era una magnífica esposa y compañera pero toda una complicación cada vez que la exponía en sus relaciones de trabajo. Hablaba demasiado y, a veces, podía parecer algo elemental, hasta grosera.
Un hombre, vestido de riguroso traje negro, camisa blanca y corbata también negra, los esperaba con un cartel en la mano para identificarlos. Se hizo cargo del carro con las valijas y le pidió que lo acompañaran por el interminable hall del aeropuerto.
Geppe se sentía halagado con el recibimiento después de ser prácticamente expulsado de la reunión anterior por el mismo gerente regional que ahora lo recibía con toda pompa. Algo de razón tenía para ponerse furioso al saber que no se habían cumplido con las normas básicas para hacer viable una investigación clínica pero lo más sorprendente era el cambio de actitud.
Ahora, una vez solucionados los problemas, todo parecería haberse transformado, hasta con un chofer que los iba a buscar al aeropuerto y lo revalorizaba frente a su mujer. Tenían el fin de semana antes de la primera reunión para pasear por Río, usar sus playas y hacer algunas excursiones cortas. El doctor Salinas llegaría recién el miércoles porque ese martes tenía una importante reunión en Asociación de Oncología Clínica, donde era miembro titular.
La visión del escote del camisón de Mirta y su silueta delineada al trasluz lo habían trastornado. Era como si hubiera descubierto lo imposible pero que, sin embargo, existía. Esas visiones no dejaban lugar a dudas y el misterio de Mirta Stein se agigantaba en su mente.
Su soledad, su indefensión ahora que estaba inmovilizada, lo conmovían y lo mantenían pendiente de ella. Sin embargo, era una locura, casi una impudicia tener semejantes pensamientos eróticos con un personaje al que no había valorizado salvo como una experta en computación.
Estuvo tentado de comentar el hecho con su ayudante y amigo Agustín Urtubey pero sin ninguna razón lo mantuvo oculto, como si no quisiera compartir su secreto ni despertar codicias. Agustín era soltero y la conocía antes que él, aunque se hubieran peleado duramente y distanciado en las discusiones sobre las investigaciones clínicas.
El pensamiento y la visión de Mirta fue perdiendo fuerza a medida que avanzaba la semana. El viernes, agotado por el trabajo forzado para dejar libre de compromisos la siguiente semana, se dedicó a acomodar las carpetas con un orden obsesivo, puso los bolígrafos y lápices desparramados en el escritorio en el jarro con la insignia de su club favorito y se sentó a revisar la agenda para dejar todo listo y poder descansar hasta el lunes.
Cuando llegó a su departamento, Julia había preparado una cena especial. La mesa era una estampa donde cada detalle estaba cuidado en una combinación de colores y elementos. Esa noche le había tocado al verde con algunos deslumbrantes toques de rojo. Todo el ambiente estaba inundado del aroma de una comida que se le antojó que sería cerdo con alguna salsa muy elaborada.
—Mi amor… —la saludó mientras dejaba el impermeable, que había acarreado inútilmente todo el día, sobre el sofá.
Se besaron durante un rato jugando con sus lenguas y gozando de sus sabores. Esa noche era especial para ellos: la del sábado estaba condicionada a la toma de la guardia de Julia a las ocho de la mañana pero el viernes era algo así como la liberación de los compromisos de la semana, de las obligaciones y los problemas que quedaban al nivel del suelo y ellos estaban en el piso dieciocho. Nada podía contaminarla, salvo ellos mismos.
Comieron con música que, esta vez, había elegido Julia. La comida estaba en el exacto punto y charlaron de muchas cosas tratando de que los problemas y el trabajo no interfirieran.
De postre había una mousse de limón con lenguas de chocolate que no podía dejar de comerse porque se deshacía en la boca dejando el paladar y las papilas de la lengua inundadas de sabor. El resplandor de un relámpago y el estrépito de un rayo anunciaron la llegada de la tormenta, que había amenazado con su presencia durante todo el día.
La lluvia comenzó a golpear contra los ventanales de la terraza dando al ambiente, a la música y al champagne recién servido, una intimidad especial y deseada.
—Amor, no sé si es el momento, pero tengo que contarte algo…
Otro relámpago los sobresaltó y se prepararon para recibir el estrépito que llegó, invariable, unos momentos después.
—Es el tema de las experiencias en tu hospital…
En un par de minutos, todo pareció cambiar y la perfección de una noche de viernes preparada y ambicionada se transformó en incómoda y hostil. Julia sintió una inesperada traición de su marido por el secreto con que había trabajado en un asunto que habían comenzado juntos y que comprometía a gente de su hospital.
El ambiente perdió su lozanía, la música molestaba y las palabras hirientes comenzaron a circular entre ambos hasta que seguros de que el clima se había perdido, decidieron acostarse.
Esa noche, las gloriosas cópulas que los dejaban exhaustos de placer en medio de gritos animales se convirtieron en un formal orgasmo que Ernesto sólo pudo lograr pensando en Mirta. Ni la lluvia que golpeaba consiguió la intimidad deteriorada.
En el bar del hotel, que a la mañana se transformaba en el salón del desayuno, Geppe y su rolliza mujer consumían la mayoría de las cosas que ofrecían las largas mesas que bordeaban las paredes.
Por los ventanales del segundo piso divisaban la playa, más allá de la avenida transitada por veloces vehículos, y el mar azul con su eterno destilar de olas encrespadas al llegar a la arena.
Sabían que estaban comiendo más de lo habitual pero los huevos revueltos, los pancitos calientes, las frutas y los yogures no tenían competencia contra el par de tostadas de pan de centeno que calentaban cada mañana en Buenos Aires. Esto era Río, Río y gratis; debían gozarlo.
Habían pasado un fin de semana fantástico en las playas, haciendo paseos, subiendo por el bondinho al Pan de Azúcar y haciendo compras beneficiados con la diferencia de cambio. Eso había pasado y ahora había que trabajar.
Geppe era el único del salón que estaba vestido con saco y corbata en un riguroso tono oscuro de ejecutivo. No cometería el error de distinguirse en el formal ambiente del laboratorio donde los hombres estaban signados por determinados estereotipos que hacían a su comodidad.
El maître le trajo el teléfono inalámbrico.
—Señor Geppe, hay una llamada para usted.
Era Marcia, la secretaria de Leyro Serra.
—Buen día, señor —dijo en un portugués que trataba de que sonara a español pero con escaso éxito—. El señor Leyro Serra tiene una serie de inconvenientes que le impedirán reunirse con usted en el día de hoy.
—¡Oh! Cuánto lo lamento —dijo Geppe, feliz por la noticia.
—Me pidió que le dijera si usted quisiera venir a visitarnos mañana a las nueve y media.
—Claro. Allí estaré.
—Muchas gracias por su colaboración, señor, y espero que tenga usted un muy buen día.
En Buenos Aires, el lunes todavía seguía lluvioso y las calles encharcadas producían un sonido especial al ser recorridas por los neumáticos de los automóviles. Ernesto se había levantado muy temprano y preparado el desayuno para los dos tratando de sacarse el mal sabor del viernes a la noche, que el paréntesis del sábado de guardia había diluido un poco.
Esa mañana debía organizar todo para que a primera hora del martes se largaran los operativos ordenados por el Juez ante su denuncia. En todos los casos irían acompañados por policías y personal de la Fiscalía, salvo en la pretenciosa sede de Laboratorios Alcmaeon en la que el comisario Rimoldi se haría presente con el personal que creyera necesario.
—Entonces, ¿cuándo vas al hospital?
—Mañana a las once.
—¿Van a llegar con sirenas y todo eso?
—No, mi amor. Vamos a entrar por la puerta, como cualquiera.
—No te olvides de preguntar dónde está Oncología porque se supone que no conocés el hospital.
—Por supuesto —contestó advirtiendo que no lo había pensado.
Al día siguiente, mientras desayunaba pensando en la entrevista con Leyro Serra, varios llamados urgentes de su oficina interrumpieron las bocanadas de huevos revueltos, panes y frutas. Subió rápidamente a su habitación con una taza de café en la mano y marcó su número directo en la oficina de Buenos Aires. No lo atendió su secretaria sino una voz masculina.
—Soy el señor Geppe, el gerente general de esa empresa. ¿Quién es usted? ¿Dónde está mi secretaria?
—Soy el inspector Somoza. Estamos realizando un allanamiento y su secretaria está impedida de atender el teléfono.
—¿Usted está al mando del operativo?
—No, el comisario Rimoldi Fraga.
—¿Y dónde está ese comisario?
—Enseguida se lo llamo.
Esperó un par de minutos y una voz gruesa, algo despreciativa, dijo:
—Soy el comisario Rimoldi, jefe de la División Delitos Económicos de la Policía Federal. ¿Quién quiere hablar conmigo?
—Yo soy el gerente general del Laboratorio y un oficial me informa que están haciendo un allanamiento en la empresa.
—Así es, señor Geppe.
—¡Pero tiene que tener una orden de allanamiento!
—La tengo, señor y, si quiere puedo darle los datos del juez interviniente y de la causa donde se emitió la orden.
—Bien, comisario. Espero que esté actuando legalmente porque si no mis abogados lo van a hacer pedazos.
—No se preocupe, señor. Todo está correcto. A propósito, ¿dónde está usted?
—¿Y eso qué le importa?
—Me importa porque, a lo mejor, tenemos que hacerle algunas preguntas.
—Entonces, no le diré dónde estoy.
Cuando colgó con violencia el auricular, se quedó temblando en el borde de la cama. ¡La policía le quería hacer preguntas! En ese momento entró su mujer que había terminado su desayuno:
—¡Querido! ¿Pasa algo? —Lo miró y vio su palidez—: ¿Qué te pasa?
—Están allanando la compañía.
—¿Están qué…?
—Allanando, la policía. Sentate allí y callate, por favor. Necesito pensar.
Unos momentos estuvo silencioso y después, bajo la mirada azorada de su mujer, abrió frenético su portafolio. Buscó una agenda y marcó.
—¿Doctor Silva?
—Sí, ¿quién habla?
—Geppe, doctor.
—¡Ah! Cómo está, señor. Lo oigo mal.
—Estoy en Río de Janeiro y me avisan que la policía está allanando mis oficinas.
—Me llamaron hace quince minutos. Estoy yendo hacia allá. Por favor, deme su número que lo llamaré en cuanto me entere de qué se trata.
Se lo dio y le recomendó:
—Llámeme enseguida, doctor. Me quedo en la habitación esperando su llamado. Por favor, no diga dónde estoy.
Volvió a buscar otro número.
—Necesito hablar con el señor Leyro Serra. Soy Alberto Geppe, el gerente de la Argentina.
Unos instantes después, se oyó su voz:
—¿Cómo está, señor Geppe? Bienvenido a Río. ¿Está bien su habitación?
—Perfectamente, señor. Pero me acabo de enterar que hay un problema grave en Buenos Aires.
—¿Qué problema?
—La policía está allanando nuestras oficinas.
—¿Por qué?
—No lo sé. Estoy esperando la llamada de nuestro abogado para que me informe.
—La cuestión de la autorización de Salud Pública y de las conformidades de los enfermos, ¿están definitivamente solucionadas?
—Si, señor —le contestó.
—Bien. Venga a mi oficina.
Unos suaves golpes en la puerta le hicieron levantar la vista.
—Adelante.
Una cara desconocida se asomó y preguntó:
—¿Usted es el jefe del servicio de Oncología?
—Sí, ¿y usted quién es? —contestó Salinas levantando la voz, creyendo que se trataba de un impertinente visitador médico nuevo que no sabía que él no los atendía.
—Soy el fiscal Narváez y tengo una orden de allanamiento en este Servicio —dijo entrando al despacho junto con un policía de uniforme.
Salinas alcanzó a ver, a través de la puerta abierta, que estaban desalojando la oficina administrativa que se ubicaba al otro lado del corredor. El fiscal se desplazó rápido por el salón y llegó hasta el escritorio donde el médico se había incorporado con una rara agilidad para su volumen.
—Por favor, córrase —le ordenó desplazándolo sin violencia hacia un costado.
—Pero…
—Puede sentarse en esa silla, doctor —le dijo señalándole la que enfrentaba el escritorio del otro lado— así podemos hablar mientras trabajo.
—Un momento, un momento. Esto es insólito, inconcebible. ¡Repítame quién es y qué hace aquí, en mi despacho!
—Soy el doctor Narváez, fiscal del crimen —le extendió una credencial—, y estoy aquí por orden del Señor Juez interviniente para allanar el servicio y secuestrar toda la documentación referente a las experiencias clínicas con una droga llamada ALS-1506/AR.
—¿Secuestrar? ¿Juez en lo Criminal? ¿Me puede explicar de qué mierda me está hablando?
—Hay una denuncia sobre experiencias en seres humanos con drogas no autorizadas y estamos investigando la verosimilitud de esa denuncia.
—¿De quién es la denuncia? —preguntó agresivo sin sentarse.
—Es anónima.
—¿Y ustedes por una denuncia anónima invaden un Departamento de Oncología de un hospital público donde se están atendiendo enfermos de cáncer y haciendo tratamientos de quimioterapia? ¡Están locos! —sentenció.
—Locos o no, tengo una orden judicial y la voy a cumplir, doctor…
—Doctor Salinas, Marcelo Salinas —completó desafiante y pareciendo estallar. Su cara era granate y comenzaba a azularse—. ¿Puedo usar el teléfono?
—¿A quién va a llamar?
—A mi abogado.
—Claro.
Ernesto se dedicó a revisar los cajones del escritorio del médico, sin encontrar nada que sirviera salvo un par de revistas pornográficas que depositó sobre la mesa, ostentosamente.
—Mi abogado quiere hablar con usted —le dijo el hombre.
—Soy el fiscal Narváez. ¿Con quién hablo?
—Con el doctor Ramírez, abogado del doctor Salinas. ¿Me podría informar qué está pasando?
—Estamos cumpliendo con una orden de allanamiento del Juez de Primera Instancia en lo Criminal y Correccional N° 7 en la causa 35 987.
—¿Y de qué se trata la causa, doctor?
—De una denuncia anónima que informa que en el hospital se estarían haciendo experiencias con seres humanos en que se utilizan drogas no aprobadas, sin el consentimiento de los pacientes y sin autorización de la Oficina de Medicamentos.
Salinas que escuchaba atentamente la conversación no pudo esconder una leve sonrisa. ¡Era eso! ¡Qué oportuno había estado Geppe con sus exigencias! ¿Sabría algo? Tomó nuevamente el tubo y habló unos instantes.
—Mi abogado viene para aquí. Me instruye que no diga ni haga nada hasta que él llegue pero si usted me dice qué necesita quizá lo pueda orientar e impedir un escándalo.
Ernesto no le contestó. Estaba absorto en dos gruesas carpetas anilladas que en el lomo ostentaban prolijos carteles:
AUTORIZACIÓN ADMINISTRACIÓN DE MEDICAMENTOS
Grupos II y III
La primera hoja de la segunda carpeta era un acta fechada una semana antes y trataba sobre una inspección del monitor médico asignado.
Agustín Urtubey, el fiscal adjunto, entró al edificio de la Oficina Nacional de Medicamentos al frente de un pequeño pelotón integrado por tres de sus empleadas, un oficial principal de la Policía Federal y un suboficial. Se encontraron con la guardia de un administrativo y un policía que se levantó de su silla en cuanto vio al oficial.
—Justicia de Instrucción, venimos a hacer un allanamiento —dijo el doctor Urtubey en cuanto llegaron.
—Voy a avisar —atinó a decir el empleado mientras estiraba su mano hacia el teléfono.
—No se le ocurra —lo intimó el fiscal—. Graciela, quédese aquí y no deje que estos hombres llamen ni hablen con nadie hasta que le avise —le ordenó a una de las empleadas—. Usted, ¡quédese con ella y protéjala! —volvió a ordenar al policía de baja graduación.
—Bien, doctor —dijo asumiendo una actitud de dueño de la situación aun frente a su colega que parecía tener mayor rango.
Los que quedaban avanzaron por el amplio pasillo hasta llegar a un mostrador que ostentaba un cartelito de «mesa de entradas». Levantó una parte del mostrador y entró decidido al salón. Los empleados uniformados con un guardapolvo estaban trabajando, tomando café o conversando y levantaron la vista sorprendidos por la irrupción.
—Está prohibido entrar aquí —dijo uno de ellos con una graciosa cabellera enrulada.
—Soy el doctor Urtubey y traigo una orden de allanamiento. Todos deben pararse y dirigirse al fondo del salón.
—¡Usted no me puede ordenar nada! —le gritó el mismo hombre avanzando amenazante hacia el fiscal.
—Le he dicho que se vaya al fondo del salón ¡obedezca!
—¡Yo no obedezco un carajo! —dijo, y se acercó más ahora con sus puños cerrados.
—Oficial, deténgalo.
El policía se interpuso en el camino y el hombre le dio un empujón que lo arrojó sobre un escritorio desparramando papeles y carpetas. El policía de un salto se recuperó y llegando hasta el empleado, que prácticamente estaba sobre Urtubey, lo tomó del cuello y con un movimiento rápido lo arrojó al suelo. Allí le colocó la rodilla sobre la garganta y extrajo las esposas que ciñó en las muñecas del individuo.
Los demás, que habían quedado suspendidos observando la escena, parecieron animarse en cuanto el hombre quedó esposado en el suelo. Cada uno tuvo una actitud distinta intimidado por el incidente. Uno se dedicó a guardar cosas en los cajones de su escritorio, la mayoría se fue hacia el fondo del salón, como les habían ordenado y una de las empleadas se echó a llorar desconsolada.
—¡He dicho que se vayan al fondo del salón! —gritó Urtubey y ahí sí todos se movilizaron compitiendo en ligereza—. Comiencen a revisar —les dijo a sus empleadas.
Las dos mujeres comenzaron la búsqueda de los libros de entrada. Unos grandes mamotretos de tapas duras y negras, según la descripción de Mirta, que generalmente estaban abiertos en una mesa cercana al mostrador para informar al público que requería información sobre la marcha de un expediente.
Mientras tanto, el fiscal y el oficial de la policía subieron las escaleras y fueron directamente a una oficina del segundo piso que no tenía ninguna identificación en la puerta. La abrieron sin golpear y se encontraron con una estancia grande con armarios metálicos oscuros apoyados en las paredes y varios escritorios o mesas deterioradas en el medio del lugar.
Sólo había un empleado viejo con un guardapolvo gris que parecía quedarle grande. Unos anteojos pequeños se montaban en una nariz enrojecida por el resfrío.
—Soy el doctor Urtubey, de la Fiscalía en lo Criminal y estoy actuando por orden del Juez en lo Criminal… —Cuando terminó con su presentación, los ojos del hombre parecían haberse agrandado pero seguía sentado sin moverse de su lugar. En el ambiente había un olor extraño, rancio y algo desagradable que Agustín no supo si atribuirlo a los papeles, al viejo o a la ventana cerrada.
—Tengo que avisar a mi superior —dijo el empleado con voz baja, como si estuviera despertando de algo.
—No puede avisar a nadie —dijo severo el fiscal—. Esto es un procedimiento judicial y usted debe colaborar sin necesidad de autorización de nadie.
—No, señor. Mi deber es informar y usted… —dijo levantándose de su silla ágil pese a sus años.
El oficial de policía le puso una mano sobre el hombro y lo obligó a sentarse de nuevo. El hombrecito parecía abatido, sin saber qué hacer.
—Quiero que me diga cuál es la mecánica de los trámites en esta oficina.
—Doctor, no estoy autorizado —clamó.
—No necesita autorización de nadie para informar a la justicia y menos en una cosa tan sencilla. ¿Cómo se trabaja en esta oficina?
Un silencio ganó el lugar y el hombre bajó la cabeza.
—¿Me va a contestar o no? —dijo Agustín autoritario. Silencio—. Entonces lo llevaremos detenido por resistencia a la autoridad.
—No, doctor, no —imploró.
—Entonces ¡conteste! ¿Cómo trabaja esta oficina?
—Aquí llegan los expedientes que presentan los laboratorios o los investigadores solicitando autorización para hacer investigaciones. A cada caso se le asigna un médico monitor que es el encargado de ese caso.
—¿Cuántos médicos hay trabajando?
—Ocho.
—¿Quién asigna al monitor?
—Es uno por cada expediente, según el orden de entrada. —¿Usted es el que recibe los expedientes y los entrega al médico que le corresponde?
—Sí.
—¿Quién tiene asignada la investigación de un producto ALS-1506/AR de Laboratorios Alcmaeon?
—El doctor Saraví.
—¿Le tocó en el turno?
—No. Era un caso especial de un expediente perdido en la huelga y se lo asignaron de la Subadministración.
El suculento desayuno que había ingerido Geppe le pesaba en el estómago y lo obligaba a eructar, lo que trataba de disimular. Esperaba a Leyro Serra que venía desde algún lado para reunirse con él.
—El señor Leyro Serra llegará en unos minutos ¿puedo ofrecerle algo?, ¿café?
—No, muchas gracias. Necesitaría hacer una llamada a Buenos Aires —dijo mirando el reloj y calculando que el doctor Silva ya estaría en la empresa y habría podido interiorizarse del problema.
—¿Quiere que lo comunique o prefiere marcar? —volvió a preguntar Marcia.
—Puedo marcar —dijo mientras se incorporaba del sillón para que lo condujera a la sala de reuniones donde había un aparato. Cuando estuvo solo, marcó el número de un celular.
—¿Doctor Silva? Soy Geppe.
—Espéreme un minuto que salgo de aquí.
Por el auricular se oían voces, algunas exaltadas y después algo de silencio hasta que oyó el bochinche del tráfico.
—¿Está usted ahí?
—Sí, doctor. ¿Qué pasa?
—Realmente no sé muy bien, pero aquí hay por lo menos una docena de policías con el jefe de Delitos Económicos, un comisario Rimoldi con fama de duro e incorruptible. Están dando vuelta todo.
—¿Pero qué buscan?
—Parece que algo referido a un medicamento del Laboratorio: el ALS-1506/AR.
—¡Ah, era eso!
—¿Qué es el ALS-1506/AR? —preguntó el abogado.
—Una droga oncológica para el sarcoma, que está en etapa de investigación con el doctor Salinas.
—¿Marcelo Salinas?
—Sí.
—Aquí están buscando todo sobre él. Los pagos que se le hicieron, las drogas que se le entregaron, hasta interrogan a los empleados para saber qué relaciones tiene con el Laboratorio.
—Está bien, doctor. Es un investigador jefe a cargo del Departamento Oncología del Hospital Central. Un hombre muy prestigioso, aunque me parece que los empleados no deberían ser interrogados, parece algo irregular.
—Hace un momento que he tenido un grave altercado con Rimoldi sobre eso y si es necesario voy a presentarme al Juez.
—Muy bien.
—Si necesitan saber algo, que citen a quien quieran como testigo o imputado pero en la fiscalía o el juzgado. No acá y menos la policía, ¿dónde está usted?
—En Río de Janeiro.
—Porque es probable que lo quieran interrogar, tal como viene la mano.
—¿Y usted cree que debo volver? ¿O es mejor que me quede aquí por algunos días? —preguntó temeroso en el mismo momento en que la puerta se abría y entraba Leyro Serra.
—Hábleme a las cuatro de la tarde hora de aquí y le digo cuál es la situación.
—Gracias, doctor.
Geppe se había quedado parado después de estrecharle la mano a su gerente mientras hablaba.
—Parece que tenemos un problema serio.
—¡Tengo la autoridad suficiente para llevarme lo que considere pertinente y útil para la investigación! —gritó el fiscal Narváez.
—¡Usted no se puede llevar documentación médica que es secreta entre el médico y su paciente! —le respondió Salinas, con la cara enrojecida por la furia gesticulando con sus cortos brazos.
—¡Por supuesto que puedo!
—¡Espere hasta que llegue mi abogado, al menos!
—No lo voy a esperar; si llega, llega —le contestó sin mirarlo, mientras apilaba las carpetas con las historias clínicas que había sacado de los cajones del archivo. Al fiscal le parecían pocas—. ¿Son todas las que hay? —le preguntó.
—No tengo por qué contestarle.
—Está bien. Entonces, salga de aquí y espere afuera.
—De aquí no me muevo. ¡Ésta es mi oficina! ¡Usted es un intruso!
—Doctor Salinas —dijo con voz baja pero amenazante, clavándole la mirada—. Yo soy un fiscal que está actuando con autorización de un Juez del Crimen y tengo una orden de allanamiento. No soy ningún intruso y si usted no sale inmediatamente, lo voy a hacer esposar y llevar detenido a la comisaría paseándolo por todo el hospital, ¿me entendió?
El médico estuvo por responder con violencia pero su imagen con las muñecas esposadas era terrible. Se quedó con la boca abierta y palideció. Dio media vuelta a su cuerpo enorme y se dirigió a la puerta.
—¡Esto no va a quedar así!
Ernesto sacó de su portafolios la lista de pacientes y comenzó a tildar los nombres de las historias clínicas. Fallaban dieciséis.
—Todo parece indicar que se trata de algo relacionado con el ALS-1506/AR.
—¿Usted me ratifica que todo está correcto, señor Geppe?
—Sí, señor. Hubo ciertas desprolijidades al principio pero, por su indicación, todo ha sido completado.
—¿Absolutamente seguro? ¿Todos los consentimientos y la autorización de Salud Pública?
—Sí, señor. Un grupo de historias clínicas fueron robadas junto con el automóvil del doctor Salinas y la autorización de la Oficina de Medicamentos que se había perdido durante la huelga está reconstruida y hasta tiene una inspección del médico monitor del programa.
Un destello pícaro en la mirada de Geppe no dejaba duda de que todo eso había sido amañado después de la discusión en la anterior entrevista. Leyro Serra notó de inmediato que habían armado coberturas para lo que no se había hecho y no quiso darse por enterado.
—Entonces ¿usted me garantiza que no vamos a tener ningún problema en esta avanzada de la policía?
—Yo lo garantizo, señor —dijo tratando de parecer seguro pero sin estarlo. No le quedaba otro remedio.
—Sepa, Geppe, que en esto va su puesto —advirtió.
—Sí, señor. Lo sé.
—Bien. Ahora cuénteme lo que sabe y veamos qué podemos hacer.
Julia Moret pasó un día horrible. La noticia del allanamiento en el hospital corrió de inmediato por todos los servicios y oficinas. En Oncología había policías y gente de un juzgado del crimen que estaban revisando todo y llevándose documentación. A cada rato una nueva versión reemplazaba a la antigua y la imaginación de cada uno le agregaba algo a los hechos que comenzaron a ser creídos en una dimensión exagerada y a veces burda.
Se hablaba de un desfalco importante y, como al pasar, algo se agregaba a la personalidad arbitraria del gordo Salinas y sus preferencias por las residentes jóvenes. Ahí comenzaban las historias amorosas de la gente del servicio, algunas ciertas y otras que eran absolutos inventos pero que eran tomados de inmediato como hechos irrebatibles, ciertos y comprobados.
Se dijo que era una comprobación de los bienes de Salinas que le hacía su mujer para divorciarse, que había denuncias de mala praxis, que una residente lo había denunciado por violación, que se robaban medicamentos e insumos del hospital y todo otro tipo de historias pero nadie conocía la realidad.
La única que la sabía era Julia Moret, la médica de Ginecología a la que nadie conectaba con el fiscal que algunos metros más allá confrontaba con Salinas. Su apellido de soltera era importante en el ambiente. Su padre, ya fallecido, había sido un respetable médico traumatólogo que adquirió fama con una nueva técnica de operación de rodilla que aún se usaba y que llegó a ser director del hospital durante cuatro años.
—Está bien, doctor Ramírez —admitió Ernesto al abogado de Salinas—. Vamos a fotocopiar las historias clínicas para dejárselas a su cliente pero me voy a llevar los originales.
—Usted comprende que son necesarias para los tratamientos en curso.
—Claro, pero su cliente es un prepotente que se quiere llevar a todo el mundo por delante y eso no se lo voy a permitir a él ni a nadie.
—Es un gordo bueno y simpático —alegó amistoso el abogado Ramírez—. Lo que pasa es que si usted se le mete en el despacho, revisa sus documentos y le exhibe una orden de allanamiento, tiene que estallar.
—No tengo otra forma de hacerlo.
—Lo comprendo, doctor. ¿Qué delito le imputan a mi cliente?
—Hasta ahora ninguno. Estamos averiguando sobre unas investigaciones clínicas que se hacen en este servicio aparentemente sin el consentimiento de los enfermos ni autorización de las autoridades de control.
—No puede ser… —alegó el doctor Ramírez palideciendo—. El doctor Salinas es un respetado médico, profesor universitario y jefe de este servicio. ¿Cómo se va a meter en semejante lío? ¿Quién hace la denuncia?
—Es una denuncia anónima pero con un montón de documentación, parece seria y, a propósito, aquí faltan dieciséis historias clínicas —dijo el fiscal, apoyando su mano en la pila de arriba de la mesita.
—Algo me dijo de una documentación médica que desapareció cuando le robaron el auto. ¿Quiere que le pregunte? —se ofreció el abogado.
—Está bien, hágalo pasar.
El doctor Salinas tenía que ponerse de costado cuando una de las hojas de la puerta de su despacho estaba cerrada pero no por ello perdía su aire imponente ni tampoco dejaba de lado su postura de ofendido. Entró mirando fijo al fiscal sentado en uno de los sillones que enfrentaba a la mesita, pero aquél no se dejó intimidar. Sin pedir autorización, porque consideraba que estaba en su casa, se sentó en otro sillón y su abogado también lo hizo.
—Doctor Salinas —dijo el fiscal—. Aquí me están faltando dieciséis historias clínicas del total de treinta y ocho pacientes sometidos a la investigación con ALS-1506/AR en este servicio. ¿Dónde están?
—Me las robaron. Estaban en el auto cuando lo levantaron cerca del consultorio.
—¿Hizo la denuncia?
—Claro.
—¿De las historias clínicas desaparecidas también?
—Claro.
—Todo está en el expediente del Juzgado 11. Más tarde le puedo dar el número de causa —acotó el doctor Ramírez.
—¿Y para qué las llevaba en el auto, fuera del servicio? —le preguntó incisivo pero sin agresión.
—Porque estaba escribiendo un artículo científico sobre los pacientes fallecidos y aquellos que habían abandonado el tratamiento.
Narváez ordenó a una de sus empleadas que fotocopiara la totalidad de las historias clínicas que tenía ante sí y mientras se dedicaron a hacer el acta de la documentación incautada. El CPU de la computadora del doctor Salinas también fue secuestrado, pese a sus quejas.
Desde las once, Geppe estaba en la habitación de su hotel caminando como un león enjaulado tratando de calmarse. De vez en cuando se detenía frente a los ventanales mirando la playa y el sol en un día totalmente despejado. No podía dejar de contestar el saludo de su mujer que, con un absurdo bikini, tomaba sol dejando exhibidos sus rollos de grasa.
Estuvo tentado de irse a la playa hasta la hora de llamar al doctor Silva pero sabía que no podría aguantar el parloteo de su esposa sobre cualquier intrascendencia o que se vería obligado a contestar sus preguntas o a darle explicaciones sobre lo que estaba sucediendo. Le hubiera gustado poder compartir con alguien su angustia pero sabía que si le decía algo a ella, caería en la locura de contestar un centenar de preguntas, con explicaciones sobre cuestiones obvias y hasta soportar la crítica por lo que hizo y por lo que no hizo.
No, era preferible quedarse allí, tomando agua mineral y mirando a cada rato su reloj. Recibió de Buenos Aires una llamada del gerente de marketing en pánico por irrupción policial que se llevaron agendas y una computadora.
Unos quince minutos antes de las cuatro, hora de la Argentina, sonó el teléfono.
—Señor, soy Davell —dijo una voz suave.
—¡Ah! ¿cómo le va, Davell?
—Bien, señor, pero algo preocupado por lo que está sucediendo.
—Todos lo estamos, Davell.
—Me arrasaron la oficina, señor. Se llevaron todos los archivos de las importaciones de ALS-1506/AR, las entregas al hospital, las planillas que los investigadores mandaban acá. Dicen que me van a llamar a declarar.
—Bueno, tranquilícese, doctor. Ya veremos de qué se trata y lo que tiene que decir. Cualquier cosa, niéguese a declarar y llame al doctor Silva, que lo va a defender. Creo que todo es una pavada que pronto aclararemos.
—No tan pavada, señor. Me enteré que hicieron lo mismo en el hospital y en la Oficina de Medicamentos. Todo el problema es con el ALS-1506/AR. Parece que hay una denuncia.
Durante un largo rato se dedicó a calmarlo. Sabía que no era un hombre de carácter y temía que pudiera quebrarse si lo sometían a presión. Era poco lo que sabía pero de algo se había enterado y podía complicar las cosas. Era necesario tenerlo bajo control.
Miró una vez más su reloj pulsera y se asombró de la hora. Habían pasado diez minutos de la hora convenida para llamar a Buenos Aires. Marcó y habló largamente con el abogado, que lo anotició de todo lo que había podido averiguar. No agregó mucho más de lo que sabía y no podía imaginar cuáles podrían ser los próximos movimientos de la fiscalía o del juzgado.
Marcó el número de Leyro Serra y lo comunicaron de inmediato.
En la oficina de la fiscalía, estaban reunidos Narváez y Agustín Urtubey evaluando los respectivos allanamientos al hospital y a la sede de la Oficina de Medicamentos. Comenzó a contar Agustín:
—Conseguimos lo que queríamos. El libro, los antecedentes que tenía en la carpeta el doctor Saraví y sembrar cierto desconcierto que nos va a resultar útil en el momento en que empecemos con las declaraciones.
—Creo que tenemos que empezar con ese Villamil, así aprende a no ser grosero. No te imaginás el despelote que hizo cuando se enteró de que estábamos allanando. Revisó todo el edificio hasta que nos encontró en la oficina con el viejo y a los gritos me amenazó con hacerme echar de la Fiscalía. Lo tuve que parar feo y lo hice sacar con el oficial. Sirvió para que el viejito se pusiera más locuaz porque se dio cuenta del poder que tenemos y me parece que odia a ese prepotente. Cuando lo traigamos acá, creo que va a hablar mucho más.
—¿Pudiste encontrar el libro de la mesa de entradas?
—Te cuento que cuando terminamos con el viejo, bajamos y el sargento los mantenía a todos contra la pared del fondo. Estas dos taradas —dijo señalando la pared de atrás— habían dado vuelta todo y no lo habían encontrado. No nos quedaba demasiado tiempo porque la gente se estaba amontonando en la puerta del edificio.
—¿Lo encontraste vos?
—No, porque cuando me iba a poner a buscar, veo que una de las mujeres del fondo me hacía señas disimuladas. Adivina quién era. —Esperó unos instantes y largó—: Mirta, que no la había reconocido.
—¿Mirta? ¿Y qué hacía ahí?
—Me parece que es empleada porque estaba con un guardapolvo y…
—Pero está con una pata rota.
—Sí, está enyesada y se mueve con muletas.
—¿Y?
—La llamé y a los gritos le pedí el libro de entradas. Me contestó que no sabía dónde estaba pero como les daba la espalda a los demás empleados, me marcó con el dedo un enorme libro sin tapa debajo de una pila de papeles. Hice como si comenzara a buscar por ese lado y lo encontré.
—¿Y cómo las chicas no habían podido encontrarlo?
—No sé, me imagino que estaban nerviosas y buscaban un libro de ese tamaño con tapas negras y duras y éste no tenía tapas y estaba oculto debajo de una pila de carpetas.
—¡Qué bárbaro! Mirta trabajando ahí… ¡cómo nos macaneó! ¿Carlos existirá?
—Lo cierto es que si no fuera por ella posiblemente no hubiéramos descubierto el libro en ese despelote de papeles.
—¿Y hay alguna constancia de presentación de Laboratorios Alcmaeon?
—Creo que ninguna. Las chicas lo están revisando de nuevo pero parece que no hay ninguna constancia del pedido de autorización.
—¡Bravo, Mirta!
Leyro Serra y Geppe, frente a frente, en la mesa de la sala de reuniones con una taza de café cada uno, conversaban sobre los acontecimientos. El argentino le detalló todo lo que sabía y evaluaban las implicaciones del problema.
—Seguramente mañana los diarios darán la noticia y lo van a levantar todas las agencias del mundo. Hay pocas instituciones tan atacables como los laboratorios medicinales y la competencia los alentará.
—Esto es inevitable, señor.
—No sería así si ustedes hubieran hecho las cosas como correspondían.
—Tiene razón, pero ahora todo está remediado.
—Dígame concretamente qué fue lo que hicieron para cubrirlo.
—El doctor Salinas denunció el robo de su automóvil y de un portafolios que contenía las historias clínicas de los pacientes muertos y de dos que habían abandonado el tratamiento. Todos los demás prestaron por escrito el consentimiento. Por otra parte, presentamos en la oficina de control de medicamentos un pedido para provocar la búsqueda del expediente de autorización y, al no encontrarlo, nuestro amigo el subdirector Villamil ordenó su reconstrucción y nos hizo presentar los duplicados de la documentación. Ya hicieron un monitoreo en el hospital y encontraron todo en orden.
—¿No quedaron cabos sueltos?
—No lo creo, señor. He sido muy prolijo.
—Ojalá hubiera sido prolijo desde un principio.
Una mueca de reconocimiento se dibujó en la cara de Geppe y lo obligó a bajar la cabeza:
—Tiene razón —admitió.
—Bueno, ahora vamos a planear nuestra estrategia. Hubiera preferido contarle las novedades en otra situación pero parece que no va a ser posible.
Durante los siguientes quince minutos, Leyro Serra le refirió los descubrimientos sobre el ALS-1506/AR y las instrucciones de la central de que fuera la Argentina la que diera al mundo la primicia. ¡Éste era el momento! Tenían que largarse a publicitar el descubrimiento para compensar la publicidad adversa y atajar cualquier embestida contra el Laboratorio.
—¿Cuándo sale la revista del Laboratorio?
—Creo que la semana que viene.
—Pero ¿qué día?
—No lo sé, en realidad no tiene un día fijo. Cuando está lista, se comienza a distribuir.
—Averigüe cuándo estará terminada —le dijo, señalándole el teléfono.
Marcó de memoria y esperó unos instantes. Leyro Serra apretó la tecla del parlante y el otro hombre, sumiso, colgó el auricular. Una voz atendió.
—Carola, soy el señor Geppe. Dígame en qué punto está la revista.
—Creo que está todavía en la imprenta pero bastante avanzada —le contestó sorprendida por la llamada directa del gerente, a quien lo sabía en el exterior.
—¿Me puede averiguar en qué etapa están?
—Claro, señor. ¿Adónde le aviso?
—Yo la llamo en quince minutos pero necesito que me digan exactamente en qué nivel de impresión se encuentran trabajando.
—Perdón, señor, pero ¿qué importancia tiene nuestra revista en todo este lío?
—No se lo puedo decir, pero es importante, Carola. Créame.
—¿La revista del Laboratorio?
—Sí, Carola. Es una publicación científica con una importante difusión. Con los escándalos del allanamiento, no habrá periodista que no quiera tenerla. Es importante. La llamo en unos quince minutos y asegúrese de los tiempos, por favor.
—Y a vos, ¿cómo te fue? —preguntó Agustín después que se agotó el relato de su diligencia.
—Bastante bien, porque secuestré todas las historias clínicas y hasta la computadora de Salinas.
—¿Y qué tal es? ¿Es tan gordo como dicen?
—Sí, pero es un tipo hábil e inteligente. De él no vamos a sacar nada y todo lo que tenía estaba en perfecto orden.
—¿Estaban todos los consentimientos? —preguntó asombrado el adjunto.
—Todos y los dieciséis que faltan están denunciados como robados junto con su auto en una causa que tramita en el Juzgado 11.
—¿Robados?
—Creo que es un cuento, pero un cuento perfecto. Si se las robaron, se las robaron y nada podemos hacer nosotros. No hay duplicados. Casualmente son las historias clínicas de los muertos y de uno o dos que abandonaron el tratamiento.
—¿Y los demás?
—Impecables. En cada legajo está el consentimiento y todos los tratamientos que les hicieron. Los controles clínicos con las reacciones que tuvieron. Los análisis… todo.
—Pero cuando Julia y Mirta entraron en la oficina, no estaban.
—Ahora sí. No sé si los tenían en otro lado y ahora los agregaron o si las inventaron y las firmas son truchas, aunque no parece. Es lo que tenemos que averiguar cuando llamemos a las testimoniales.
—Pero, Ernesto, ¡son enfermos de cáncer! ¿Los vamos a llamar a declarar como si se tratara de…?
—No va a quedar otro remedio y tenemos que buscar a esos que abandonaron el tratamiento porque pueden ser el punto flojo que estamos buscando.
—Y Salinas, ¿qué dijo?
—Es todo un personaje. Un gordo inmenso que no puede admitir que alguien se le meta en su cueva. Está convencido que es un benefactor de la humanidad y que todo el mundo le debe algo. Pero es un hombre inteligente…
—Si no, no hubiera llegado a jefe del servicio ni a profesor titular en la facultad.
—No sólo eso. Cuando ya estábamos terminando y esperando que las chicas llegaran con las fotocopias, todo se ablandó y comenzó a recriminarme de cómo actuaba. Ya se le había pasado la agresividad y estaba calmo, razonable y hasta docente. Creo que me veía demasiado joven para hacerle lo que le estaba haciendo.
—Es natural.
—Me planteó la razón de nuestra actuación que molestaba a la investigación científica que quizá salvará mi vida o la de mis hijos. Volvimos a nuestras discusiones y a las que tuvimos con Mirta. El éxito como objetivo incluso a pesar de la ética.
—¿Y Ramírez? Fue compañero mío en la Facultad —señaló Agustín.
—Bien, tranquilo. Aunque me insistió que estábamos cometiendo un error con su cliente, que era un científico dedicado a su profesión y apreciado en el mundo.
—A lo mejor, tiene razón.
—No sé, pero ahora no podemos volvernos atrás.
—Es cierto pero mejor que no le digamos nada a la prensa. Calladitos hasta que podamos dar el golpe.
—De acuerdo. Espero que nos den tiempo.
—Carola. Soy el señor Geppe de nuevo. ¿Pudo averiguar?
—Sí, señor. Hablé con el encargado de la imprenta y como siempre están un poco atrasados. Casi terminaron de imprimir el cuerpo de la revista pero les falta la compaginación de las tapas, que es lo que más tarda.
—¿Y cuándo calculan que la tendrán lista?
—Me dijeron que estaban trabajando a doble turno y que también lo harían de noche. Así terminarían para el fin de semana y el lunes estarían en condiciones de entregar una primera tanda de trescientas.
—Carola, vuelva a llamarlos y dígales que sigan con la impresión pero que no compaginen ni impriman las tapas porque necesitamos incluir cuatro u ocho páginas de centro y hacer una tapa nueva. Pero que el resto lo tengan listo ¿de acuerdo?
—De acuerdo, señor.
—Gracias, Carola. Hágalo ahora.
Los dos hombres se miraron y sonrieron. Las cosas estaban saliendo como planeaban.
—Llámelo al doctor Salinas para que no venga y se pueda encontrar con usted en Buenos Aires mañana mismo.
Consultó la agenda y otra vez marcó todos los dígitos de una llamada internacional. Sin que se lo indicara su jefe, apretó la tecla del parlante: ocupado. Esperó unos instantes y pulsó el redial. Llamó.
—¿Doctor Salinas?
—Sí, ¿quién habla?
—Soy Geppe, doctor.
—¡Geppe! ¿dónde está? Aquí hay un quilombo bárbaro.
—Estoy en Río, doctor.
—Mañana viajaba yo… pero me parece que no voy a poder —su voz sonó apenada.
—Creo que no. Aquí está el señor Leyro Serra.
—¡Ah! ¿Cómo está, señor? Lamento que…
—No se preocupe, doctor. Hay cosas más importantes que un viaje. Seguro que lo podrá hacer más adelante con tranquilidad y tiempo.
—Claro.
—El señor Geppe va a viajar mañana a la mañana con novedades que le va a contar. Es muy importante un rápido anuncio sobre ALS-1506/AR.
—¿Un anuncio? —preguntó alarmado Salinas sin entender de qué le hablaban.
—Sí y se trata de algo muy importante para todos.
—Bueno, me podría…
—Mañana, doctor. Mañana el señor Geppe le va a explicar todos los detalles. Un gusto haberlo escuchado. Espero que nos veamos pronto por acá y lo felicito sinceramente.
¿Lo felicito sinceramente? ¿Estaban todos locos? Lo había allanado un juez del crimen, lo amenazaron con esposarlo, y lo felicitaban. ¿Ahora tenía que hacer un anuncio?
Realmente, no entendía nada.
Cuando llegó Rimoldi, se sentaron los tres para informarse y tratar de combinar los elementos que cada uno había conseguido. Debían armar el rompecabezas. Contabilizaron las pruebas y elementos que consiguieron en cada diligencia y los iban anotando en una pizarra de papel con marcador azul.
En pocos minutos, el papel de un metro veinte por ochenta parecía un cuadro psicodélico porque las medidas que pensaban implementar las escribían con un marcador rojo y las relaciones entre las distintas pruebas logradas y las nuevas pruebas a pedir las vinculaban con una flecha verde.
La conversación era rápida y aguda. Se trataba de tres hombres inteligentes y entrenados en estos casos complejos pero el comisario Rimoldi Fraga los asombraba a cada momento con una idea o una deducción impensada para ellos. Quizás era la experiencia que le otorgaba la edad porque les llevaba más de veinte años y se notaba en las arrugas, en su bigotito fuera de época y en el teñido del pelo canoso.
Estos casos divertían al comisario y disfrutaba con la investigación. Era como la caza del zorro, no una tonta y elemental caza de perdices donde sólo había que tener buena puntería y disparar. Aquí había que jugar contra gente hábil, audaz y sin escrúpulos. Era inteligencia contra inteligencia, habilidad contra habilidad y la diferencia era que unos representaban la ley y los otros la violaban o, al menos, trataban de aprovecharse de ella.
—Lo cierto es que pese a todo este lío que armamos, no tenemos nada contundente ni definitivo —dijo el fiscal.
—Parece que es así —afirmó su ayudante.
—Hay una serie de indicios y relaciones complicadas pero con todo eso —dijo señalando descuidadamente la pizarra— no podemos acusar a nadie. Todos tienen su salida, sus excusas y son culpables de pequeñas cosas que no los van a llevar a la cárcel y que, para peor, no se pueden probar.
—Esperen un momento, chicos. No se me caigan ahora —dijo el comisario parándose de su asiento pese a la falta de espacio y estirando los brazos como si estuviera entumecido. Se acercó a la pizarra y comenzó a marcar las relaciones entre el Laboratorio, la Oficina de Medicamentos y el hospital aunque se daba cuenta de que estos vínculos podían ser perfectamente legítimos y no ser motivo de ningún reproche legal.
—¿Alguno podría hacer una acusación con esto? —insistió Ernesto.
—No, por supuesto que no, pero recién empezamos. ¡Vamos a ver cuando tomemos las testimoniales y las indagatorias! Alguno se va a quebrar, fíjese lo que pasó con el viejito. Sólo hay que apretar en el lugar que corresponde… el más molesto o el más sensible.
—De acuerdo. ¡Adelante! Y ahora tengo que encontrarme con mi mujer que está furiosa y no quiere saber nada de todo esto. ¿Qué le habrá pasado esta tarde en el hospital?
Esa noche las luces de la oficina del último piso del edificio de Laboratorios Alcmaeon estuvieron encendidas hasta muy tarde. En la sala de reuniones, con la mesa tapizada de papeles, carpetas y vasos plásticos, estaban reunidos Geppe con seis brasileños que se ocupaban de distintas áreas que se consideraban indispensables para el lanzamiento de un producto. Era como un protocolo armado que se aplicaba cada vez que algo se lanzaba al mercado.
Leyro Serra estuvo allí hasta completar la carpeta que Geppe se llevaría a Buenos Aires con todas las estadísticas y conclusiones que demostraban lo fantástico del producto descubierto para los hombres y mujeres de esta Tierra que sufrían de colesterol y sus arterias se tapaban por los lípidos que circulaban por la sangre. En realidad, eran la mayoría de los adultos que no estaban en estado salvaje.
Además de la pesada acumulación de papeles con gráficos, notas y estadísticas, un elegante sobre contenía un largo y fundamentado artículo preparado por algún investigador del Laboratorio y escrito en inglés, que podía servir de base a la nota que, en cuatro u ocho páginas ilustradas, ocuparía el centro de la revista que estaba esperando en la imprenta de Buenos Aires. Sólo había que traducirlo y todos esperaban que Salinas no tuviera objeciones, así lo publicaban en la versión bilingüe.
El diagrama de esas páginas, las fotos del doctor Salinas y los copetes quedaban a cargo de los diagramadores argentinos que habían demostrado su capacidad para esas cosas. El artículo era una nota perfecta para ser publicada y, quizá, Salinas le daría un par de toques propios pero rogaban que fuera poco lo que quisiera alterar en atención a la urgencia de sacar la revista a la calle.
El trabajo estaba hecho y bien hecho. Todos confiaban en que el investigador jefe no tuviera veleidades de reescribirlo y se conformara con algunas modificaciones. Era su puerta a la fama mundial y todo estaba preparado para el lanzamiento. Geppe pensó que sólo faltaban los fuegos artificiales que lo anunciaran. Ya llegarían.
Leyro Serra miraba con cierta insistencia su rólex hasta que dijo:
—Bueno, señores. Creo que estamos en claro sobre todo esto. Es un gran momento para la empresa y no debemos desaprovecharlo. Aquí hay prestigio y dinero y, por qué no, el paso a la Historia. Vamos a revolucionar la medicina con este descubrimiento. En ello está nuestro futuro.
—De acuerdo, señor —asintió Geppe asombrado y temeroso de lo que tenía entre manos. Los allanamientos y la persecución parecían alejados en el tiempo y el espacio por esta cosa fantástica que las computadoras habían descubierto que convertían la muerte en la solución de una pastilla. Todo consistía en un simple error en las dosis y en las computadoras inteligentes que conectaban variantes.
—Tengo una cena con el viceministro de Salud que no puedo suspender. Le ruego, señor Geppe, que se quede con nuestra gente que lo va a ayudar en todo lo que necesite para el lanzamiento del producto. Todo va a producirse en Buenos Aires y nosotros los vamos a apoyar plenamente. Les agradezco a todos la colaboración. La cena y cualquier otra cosa que necesiten se lo piden a mi secretaria.
—Gracias, señor —le dijo, sinceramente emocionado por la oportunidad que le estaba dando—. ¡Cuando se enterara Salinas…!
Leyro Serra puso en marcha el Mercedes en la penumbra del inmenso garaje medio vacío en los sótanos del edificio de Laboratorios Alcmaeon. Mientras dejaba calentar el motor, como era su costumbre, trató de recapitular la situación. El des cubrimiento había llegado en un momento providencial, cuando todo parecía que iba a estallar por la inconsciencia de la gente de Buenos Aires que se tomaba las cosas a la ligera.
¿Quién podría ahora oponerse al ALS-1506/AR o a Laboratorios Alcmaeon, con el descubrimiento más importante en décadas? Realmente, nadie. Sonrió dispuesto a no dejar que ninguna de esas cosas ni los pensamientos sobre el negocio le arruinaran la noche.
El motor emitía un sonido apagado cuando recibió la orden de llevar el pesado automóvil por la rampa hacia arriba. El chillido de las cubiertas en el pavimento del estacionamiento era el inevitable acompañamiento de la salida y la entrada a su trabajo como la conexión y la desconexión de sus obligaciones.
Era la tarea condicionante que le había impuesto al sonido agudo y trataba de obedecer porque creía que la disciplina en su mente era un requisito esencial para ocupar el puesto que tenía. A medida que avanzaba y los neumáticos chirriaban en cada curva de la rampa, su ceño se alisaba y los problemas o la fama quedaban atrás. Sabía que era más difícil apartarse del éxito que superar los fracasos. Y él había vivido las dos situaciones con escasos meses de diferencia.
Cuando salió casi despedido a la calle por la empinada pendiente de la rampa, todo debía quedar atrás porque a unos pocos minutos Silvia lo esperaba en Quadrifoglio. Por primera vez desde que se conocían, llegaría con algunos minutos de atraso. Se lo podía permitir.
Era una noche especial, estaba decidido a ordenar también esa loca y arriesgada relación. Decidido a exigir y a ofrecer aunque fuera algo más complicado que las drogas de Alcmaeon.
Estirado en su viejo y gastado sillón frente al escritorio, el comisario Rimoldi trataba de pensar en el asunto del fiscal Narváez en el que se había metido. Eran dos buenos chicos, trabajadores y honestos, pero con poca experiencia pese a que ellos creían lo contrario.
En realidad, se había confiado en lo que le habían informado sin detenerse demasiado en los detalles. Todo parecía estar listo para actuar, y excitaron su imaginación con el hecho de enfrentar a gente que realizaba un monstruoso experimento con seres humanos. Era un caso fantástico que ponía en juego toda su experiencia como policía.
Si cosas como ésas existían, había que cortarlas de raíz para que a nadie más se le ocurriera hacer algo parecido. Lo peor es que estaban apañados por las autoridades, que seguían el mandato de un laboratorio multinacional que probaba sus productos en países subdesarrollados. Detrás de todo eso había cifras inmensas de ganancias, de balances positivos, que aumentaban el valor de las acciones en la Bolsa de Nueva York. Unos pocos que llenaban sus exageradas cuentas con el sufrimiento de los enfermos.
De todas formas estaba metido en el lío y los periodistas daban vueltas alrededor oliendo a podrido. Debía tomar distancia y seguir investigando hasta ver a dónde llegaban las cosas. Su gente estaba analizando el material secuestrado en el laboratorio y habían descubierto que Salinas no cobraba aquí sino que sus honorarios los depositaban en una cuenta en los Estados Unidos. Algún inspector de Impositiva se sentiría feliz.
Hasta ahora no había nada que pudiera constituir un delito. Sólo se trataba de presunciones o, lo que era peor, simples preconceptos. Se sentía incómodo porque sabía que estaba del lado de los buenos, quizás equivocados, pero eran los buenos y bien intencionados. Aunque eso no alcanzaba para enlodar a médicos de primer nivel o a empresas importantes como los Laboratorios Alcmaeon.
Apagó la luz de su despacho, se levantó provocando el chillido del sillón y se acomodó la pistola en el sobaco.
Mañana sería otro día.