Capítulo 5

En Nueva York, el frío iba cediendo. Ya no se producían esas tormentas terribles que paralizaban la ciudad. La luz del sol, además de calentar un poco más, iba ganando espacio en el tiempo, haciendo las tardes más largas. De todas formas, miles de toneladas de combustible se seguían gastando en calefaccionar esas moles.

En el rascacielos de Laboratorios Alcmaeon comenzaba una reunión importante, con una veintena de personas de varias áreas. En un pequeño anfiteatro estaba hablando uno de los jefes de informática. La sala estaba en penumbras.

—Las computadoras han arrojado resultados asombrosos cuando se baja la dosis de ALS-1506/AR. Afortunadamente, los programas están preparados para captar todas las modificaciones que se producen en los pacientes durante los estudios, no sólo respecto del objetivo determinado sino sobre otros elementos marginales que puedan recoger los investigadores.

Hizo una seña al operador de la cabina y le pidió:

—Por favor, el cuadro uno.

La pantalla detrás de la tarima donde se encontraba el orador se iluminó con un cuadro de barras, que representaban porcentajes.

—Cuando llegaron los resultados de Ohio, de Polonia, Rumania, Nigeria y Grecia, se prendió una luz de alarma por los múltiples eventos adversos que se estaban produciendo en los pacientes. El porcentaje de un 28,9% de mortandad implicaba la posibilidad de una toxicidad no prevista y además había síntomas preocupantes como disfunciones cerebrales, erupciones generalizadas y hasta problemas cardíacos.

Una tos cargada resonó en el salón y se percibieron movimientos en los asientos de los asistentes.

—La dosis prevista de 5 mg diarios de ALS-1506/AR parecía la adecuada según los resultados obtenidos. El grado de toxicidad en ratones recién se obtenía superando los 30 mg diarios, y por eso decidimos emprender la fase III con un margen de seguridad y con dosis de 5 mg.

—¿Y por qué no se ensayó en la fase II con esa dosis antes de pasar a la fase III? —preguntó alguien desde la primera fila.

—No es mi área, señor.

—¿Quién me puede responder a esta pregunta? —volvió a decir la misma voz de la primera fila.

Las luces del salón se elevaron en intensidad. Alguien, sentado en la tercera fila del otro lado del pasillo, dijo:

—Porque no teníamos tiempo. Los plazos fijados para las distintas fases no daban para ampliar la fase II con una dosis menor. Estimamos que reduciendo de 30 a 5 mg estábamos más que cubiertos.

—Pero no fue así —dijo un hombre canoso y de físico corpulento sentado en la primera fila.

—No, señor. Los efectos adversos en los primeros grupos de Ohio y Europa fueron importantes. Se ratificó en los grupos de África.

El eufemismo de efectos adversos se utilizaba mucho en esos ambientes, pero todos sabían lo que significaba. Personas que morían o quedaban con secuelas irreversibles por la experiencia.

—¿Y por qué no volvieron a los animales para ajustar la dosis?

—Lo hicimos, señor, y los resultados fueron positivos. La toxicidad bajó a niveles normales: ninguna droga es inocua, señor.

—¡Ya lo sé! —estalló el hombre—. Hace treinta años que estoy en la industria farmacéutica. La pregunta es por qué no tomaron mayores prevenciones.

—Lo hicimos, señor. Volvimos a los cobayos y comprobamos. De todas maneras, bajamos la dosis de 30 a 5 mg para los primeros grupos, a 3 mg para el África y de 2 a 0,5 mg para América latina.

—Sin embargo, estas reducciones no parecieron suficientes y por eso tuvimos que decidir suspender las experiencias con el ALS-1506/AR para fines de año.

—Efectivamente, señor.

—¡Pase aquí adelante, doctor! Porque, si no, van a tener que experimentar con algo para la torcedura de mi cuello.

—Ya lo tenemos y es de venta libre —dijo una voz, provocando unas sonrisas que distendieron el ambiente.

—Para octubre y noviembre del año pasado, tuvimos varias reuniones y al final decidimos suspender todo, perdiendo un montón de millones y exponiéndonos al desprestigio y a la voracidad de los abogados.

—Así es, señor. Era lo prudente y así lo concordamos el grupo de investigadores de la gerencia de investigación clínica —contestó el médico que había bajado desde la tercera fila a instancias del ejecutivo al que se le doblaba el cuello.

—Y se volvieron a equivocar.

—No exactamente o, en realidad, sí.

—Explíquese, por favor.

—Ahora se han descubierto resultados muy alentadores en las bajas dosis. En dosis mínimas de 0,5 mg, como las que se utilizaron en la Argentina.

—¿Pero no habíamos suspendido todas las experiencias?

—En realidad, no. En América latina habían demorado el comienzo… como siempre. Decidimos no suspender abruptamente las aplicaciones para no provocar una reacción de los enfermos y sus familiares que nos trajeran problemas.

—¿Y era posible que siguieran los efectos adversos?

—Claro, señor, pero tenga en cuenta que el ALS-1506/AK es una droga contra el sarcoma, un tipo de cáncer bastante letal, y muchos de ellos se morirían con o sin la droga.

—¡Pero, doctor! Ese razonamiento no parece demasiado adecuado para nosotros. Creo que tendré que hacer renacer el comité de ética o que se reúna con mayor frecuencia. Bueno, está bien. Siga y perdón por la interrupción.

—Bueno, como decía, con la dosis de 5 mg siguieron los problemas y después de todos los análisis se decidió suspender la experiencia, pero en América del Sur estaban en pleno desarrollo y se decidió seguir adelante hasta completar los ciclos.

»Aunque se había abandonado el proyecto, la rutina hizo que se siguieran cargando los datos que se enviaban desde Brasil y Chile con dosis de 2 mg, que terminaron primero, y también del Perú y de la Argentina, que eran los más atrasados y experimentaban con dosis de 0,5 mg. Un décimo de la dosificación que nos había dado problemas aquí, en Europa.

Todos los concurrentes en el salón estaban al tanto de la sucesión de los acontecimientos, pero uno de ellos no pudo dejar de pensar en lo terrible que parecía que el manejo de las dosis tóxicas o perjudiciales se hiciera con tal liviandad. Recordó sus tiempos de aviador en Vietnam, cuando se disponía un bombardeo de saturación en algunas áreas. Allá abajo había gente… y aquí también.

—Reconozco —dijo el gerente de investigaciones clínicas— que debimos demorar o suspender la fase III en sus comienzos, pero el apuro de la gente de marketing y las noticias de que otros dos laboratorios estaban ensayando sobre la base de principios reactivos similares, nos llevaron a apurarnos. Hemos aprendido la lección —concluyó humilde.

—¡Así me gusta! —dijo el hombrón de la primera fila—. Es indispensable aprender de los errores. Hacer la autocrítica en el error, como hacen los marxistas. De otra manera, se volverán a cometer. ¡Casi perdemos muchos millones de dólares! Ahora explíqueme, doctor, por qué no los vamos a perder.

—Como decía el ingeniero, las computadoras que habían dado tan malos resultados en estas experiencias a doble ciego con dosis de 5 mg, incluso complicando todas las variables analizadas, comenzaron a estabilizarse en 2 mg y a dar resultados fantásticos en las dosis de 0,5. Y no con respecto al sarcoma, sino… ¡con el colesterol, el LDH y los triglicéridos!

—Es decir, doctor, que los enfermos de sarcoma seguirán con su evolución y probablemente morirán porque el ALS-1506/AR no les sirve para nada.

—No hay que ser tan duros, señor.

—¿Pero es así o no?

—Sí, pero el descubrimiento de las facultades del ALS-1506/AR para los lípidos en sangre salvará millones de vidas en el mundo. Siempre el éxito llega a través de los fracasos… o de la casualidad.

El sábado por la noche, la casa de los Leyro Serra en Angra estaba repleta de gente. Habían venido de Río, de Parati y de todas las playas. Corría el champagne y cualquier otra bebida que se pidiera en el bar, atendido por un hombre de color totalmente afeitado y de una altura imponente.

Las mujeres lucían vestidos que parecían informales, pero que cualquiera que conociera un poco sabía que se trataba de modelos exclusivos de alta costura. Lo que en ningún caso era informal eran las joyas que relucían a la luz de las lámparas, o las antorchas que rodeaban la pileta.

A un par de centenares de metros, allá en la playa, alrededor de una fogata, había dos muchachos jóvenes, uno rubio y el otro mulato, hablando acerca de esas mujeres maduras que habían conseguido y con las cuales jugueteaban cuando los maridos estaban en Río. Si seguían así, juntarían lo suficiente para no tener que trabajar en el invierno.

El bullicio de las conversaciones superaba la música suave grabada que antecedía a la orquesta, la cual preparaba sus instrumentos en uno de los costados del parque, para tocar después de la cena.

Oscar conversaba animadamente en un grupo, mientras presionaba disimuladamente su brazo contra el de Carla, que le sonreía cómplice. Se acercó apresurada una de las mucamas con un teléfono inalámbrico en la mano.

—Lo llaman a usted, señor.

—¡Ya le dije que…!

—Es de Nueva York y dicen que es urgente.

Oscar tomó el auricular, pensando en la telefonista que hablaría en portugués, satisfecho porque los demás habían escuchado el diálogo que lo hacía importante y exitoso.

La voz de Mr. Fisoff, aquel que no lo había dejado volver en Navidad, sonó amistosa:

—Perdone la hora, Mr. Leyro Serra, pero ha surgido algo nuevo y acabamos de terminar una reunión en la que se han tomado decisiones importantes que debemos hablar con usted. Por eso, necesitamos que venga lo más pronto posible —ordenó en un tono amable.

—Está bien, señor, pero hoy es sábado y… —se quejó el director regional, hablando en inglés.

—Quizá el lunes a la mañana podríamos reunimos aquí —insistió.

—¿Es tan urgente?

—Sí.

—Está bien, el lunes nos vemos.

—¿A las diez?

Oscar calculó la hora de llegada del avión y dijo:

—Está bien, señor.

Leyro Serra cortó y bajó el auricular despacio, tratando de pensar en qué lo afectaba esa comunicación. Que Mr. Fisoff estuviera en su oficina en la noche de un sábado citándolo para primera hora del lunes indicaba que se trataba de un asunto muy importante y grave. Sintió un vacío en el estómago e involuntariamente pateó el suelo de césped.

—¿Qué pasa, querido? —preguntó Suzely yendo hacia él.

—Mañana tengo que viajar a Nueva York. ¡Malditos yanquis!

Ni la sonriente e invitante sonrisa de Carla desde otro grupo lo entusiasmó.

La fiesta había terminado al amanecer, con anécdotas de borrachos, alguien que se lanzó a la pileta vestido y algunos solitarios que se fueron juntos. Uno, incluso, abandonó su automóvil. Ya vendría a buscarlo.

El alcohol, la noche cálida y la inminencia de la partida acercaron a los esposos Leyro Serra. Ella estaba espléndida, deseable y dispuesta. Él, exultante en su casa llena de gente divirtiéndose, como si festejaran algo. Sus cuernos, tal vez…

Siempre había pensado que, si algún día ocurría, sería capaz de cualquier cosa. De insultar, pegar y hasta matar. Ahora que le había pasado, no sentía nada, casi le gustaba. Podía poseer a su mujer mejor que aquellos muchachos musculosos. Podía competir y eso siempre le gustaba. No sólo se necesitaba fuerza y juventud, sino también la técnica y la experiencia.

Suzely estaba como nunca, dulce, tierna y accesible. Esa noche, cuando decidieron irse a dormir pese a que algunas parejas aún circulaban por los jardines y la playa, pasaron momentos espléndidos, llenos de emociones y sensaciones, de juegos y leves inquietudes.

Oscar dejaba que su cuerpo y su mente se lanzaran al placer y al hedonismo. Mezclaba las imágenes de Silvia haciéndole el amor con la de Suzely hundiendo la mano bajo el slip del muchacho musculoso. Con todo ello, el director regional gozaba.

Después de un orgasmo buscado y trabajado, lleno de placeres intermedios y coronado por un grito primitivo, se quedo profundamente dormido unas tres horas. Cuando despertó, tuvo que ubicarse en el espacio y en el tiempo: estaba en su casa de Angra, y eran las nueve y media de la mañana.

Se levantó. Calzó unas pantuflas de cuero y fue al baño, donde desagotó su vejiga con un suspiro de satisfacción. Ce pilló más de lo habitual sus dientes y se mojó varias veces la cara con agua fría. Sin ducharse se enfundó en una esponjosa bata y salió del cuarto sin ruido.

En el trayecto, encontró a una de las mucamas que intentaba ordenar la casa y le pidió café. Tomó el auricular inalámbrico de su base, su agenda y salió a la terraza, donde el sol inundaba todo. Volvió a buscar sus anteojos oscuros y se recostó en una reposera al sol.

Llamó a su agencia de viajes y nadie contestó ese domingo a la mañana. Por la operadora averiguó el teléfono de Varig e hizo una reserva en primera clase para el vuelo directo a Nueva York que salía a las 11:25 PM y llegaba a las 5:30 al Kennedy. Siempre lo buscaban en el aeropuerto cuando aterrizaba pero ese lunes tomaría un taxi, no quería preocuparse por nada más. Sólo llamó al hotel habitual para hacer una reservación porque necesitaría una ducha antes de ir a la reunión.

Marcó el número del celular que había obligado a tomar a Silvia.

—Mi querida, ¿no es temprano?

—No, mi amor, ¿no te ibas a Angra?

—Estoy en Angra.

—¡Qué dulce en llamarme! Me emociona.

—Desde el miércoles que no te puedo sacar de mi cabeza.

—Eso no es bueno… al menos por ahora.

—Pero me gusta tenerte siempre presente.

—Gracias.

—Nuestros momentos, nuestros movimientos, nuestros códigos.

El silencio ganó la línea y Oscar se vio obligado a decir:

—¿Cómo has pasado estos días?

—Bien, muy bien. Gracias.

¿Qué querría decir? ¿Seguiría trabajando con la agencia de acompañantes? El solo pensamiento lo ofendió, como no lo había ofendido ver a Suzely revolcándose con un muchachito. Estuvo por decir algo pero prefirió callar. No era el momento.

—Esta noche tengo que viajar a Nueva York. Dentro de un rato me voy a Río. ¿Podríamos almorzar juntos y pasar la tarde? Mi vuelo es a las once de la noche.

—No, no puedo.

—Silvia, estoy viajando no sé por cuánto tiempo —le hizo notar él, molesto por la negativa.

—Te comprendo, Oscar. Pero los domingos, no —dijo definitiva, sin derecho a cuestionamientos.

—Está bien —aceptó el director regional, asustado por el tono de sus palabras.

—Es mi vida, amor. Algún día vas a saber… tempo al tempo, como dicen los italianos.

—De acuerdo —dijo él, más relajado—. No sé cuánto voy a estar allá, me mandaron llamar urgente y no sé por qué. Te hablo cuando sepa si me tengo que quedar, quizá podrías venir unos días. ¿Tenés el pasaporte en regla?

—Por supuesto.

—¿Podrías viajar?

—Veremos —dijo, intrigante.

Cuando cortó la comunicación, Oscar se estiró en la reposera sintiendo el placer de los músculos distendiéndose. Pensó en irse nuevamente a la cama pero desistió. Tenía sueño pero quería gozar de ese momento, de esa soledad y de la frescura de la mañana.

Todo parecía estar en orden. Pero en realidad todo, sus amores, su trabajo y su vida estaban en el aire, muy complicados. Sin embargo, tenía esa rara sensación.

Toda parecía estar en orden. Aunque no supiera con qué se iba a encontrar en Nueva York.

—¿Geppe? Soy Leyro Serra. Estoy en Nueva York y hay novedades importantes.

—¿Buenas, señor?

—Sí. Me gustaría que nos encontremos en Río la semana que viene. Invítelo al profesor Salinas. Necesito conversar con ustedes.

—¿Qué día, señor?

—El que quiera a partir del martes. Arregle con el doctor Salinas y después me llama.

—Bueno, señor.

—Si quieren pueden venir con las señoras y aprovechar los días libres. Nosotros necesitamos sólo dos o tres días.

—Perfecto, señor. Muchas gracias.

El viernes a las cinco de la tarde, después de casi dos semanas de espera, Ernesto y su adjunto revisaban por última vez el escrito que el lunes, en cuanto se abriera el nuevo turno, iban a presentar al Juzgado de Instrucción.

¡Siempre le pasaba lo mismo! La lectura repetida de lo que ya había corregido varias veces le hacía pasar párrafos enteros sin mirarlos. Más de una vez había pagado caro esa costumbre, saltándose algún error ortográfico o algún párrafo fuera de contexto.

Formulaban la denuncia relatando los hechos, sin calificarlos a propósito para ampliar el espectro a «varias conductas ilícitas tipificadas como delitos en el Código Penal de la Nación». De esta forma quedaba abierta la acusación para que el desarrollo de los acontecimientos le permitiera focalizar en los delitos más graves, sin asumir responsabilidad de la imputación concreta y directa.

Agregaban algunas frases, como la siguiente: «No se le escapa a esta Fiscalía la importancia de la investigación científica y especialmente, la médica, pero es indispensable el respeto a la persona humana mediante una información completa, veraz y objetiva de lo que se va a hacer en su cuerpo, con qué intención y cuáles son los efectos indeseados que puede sufrir. Además es indispensable que todo el proceso lo controle un organismo independiente, para asegurar ese respeto, la gratuidad de los tratamientos y evitar el abuso de los científicos que muy pocas veces, afortunadamente, no se detienen en los límites de la ética para lograr sus fines».

Los fiscales estaban conscientes de lo difícil que sería para el juez y para todos entender su denuncia contra científicos que estaban trabajando en bien de la humanidad, tratando de encontrar una cura contra un tipo de cáncer raro pero casi siempre letal, que atrapaba a los pacientes en un pozo oscuro y tenebroso de dolor, mutilación y deterioro.

«Esta fiscalía sostiene que en el estado actual de la civilización y después de las aterradoras experiencias que se vivieron con las investigaciones practicadas por los médicos nazis juzgados en Nuremberg y los japoneses en la unidad 721 (y otras no tan difundidas), resulta indispensable priorizar la integridad moral y física de los pacientes al éxito de la investigación porque, de otra forma, dejaríamos al ser humano inerme ante la voluntad de las organizaciones y convertido en una cosa sobre la que se puede realizar cualquier experimento en aras de la ciencia.

»El éxito es el objetivo de cualquier investigación clínica y quizá de cualquier acción humana, pero no puede ser obtenido a cualquier costa. Los científicos no son dioses ni sus experimentados insectos: los dos son seres humanos respetables».

Esta frase le gustó a Ernesto. Resumía su pensamiento, aunque dudara de su aplicación real en el caso concreto.

—Tenemos que decidir cómo vamos a actuar —le dijo a su adjunto mientras lanzaba el escrito de unas veinte carillas sobre el escritorio.

—Si te parece bien, yo voy al hospital a secuestrar las historias clínicas de los archivos de Salinas, vos te vas a la sede central de la Oficina de Medicamentos para conseguir los libros de mesa de entrada y los expedientes de autorización.

—Nos queda el laboratorio —acotó pensativo Urtubey.

—Ya estuve hablando con el comisario Emilio Rimoldi de Delitos Económicos y me parece que es el hombre ideal para realizar la diligencia.

—No lo conozco.

—Es un tipo decente y con mucha experiencia. Necesitamos a alguien así porque no sabemos qué estamos buscando. Quizá la conexión entre todos.

—¿Qué le dijiste a Julia?

—Nada.

—¿Vos estás loco? ¿Vas a caer al hospital donde trabaja, en el que se metió en las oficinas de un jefe de servicio, sin decirle nada? Te va a matar —dijo su ayudante, meneando la cabeza.

—Tenés razón, esta noche voy a hablar con ella.

—¿Y Mirta?

—No creo que…

—Hay que decirle también.

—Dejá, yo me encargo.

En la penumbra de la cabina, saboreaba una última copa de champagne. La excelente cena había sido servida por tres auxiliares, aburridos porque sólo dos pasajeros ocupaban, en filas separadas, las poltronas de primera clase.

Las siete horas del vuelo directo de ida al norte siempre las aprovechaba para estudiar y prepararse para las reuniones. En el viaje de vuelta intentaba relajarse y evaluar los resultados. Esta vez, por suerte, habían bastado tres días para informarlo y darle las instrucciones de la nueva orientación para el ALS-1506/AR. Había euforia en la central y él había pasado de ser una incomodidad a un gerente regional exitoso porque en su área se habían descubierto las fantásticas propiedades de la droga.

La inquietud que le había producido la llamada urgente de un sábado a la noche para presentarse el lunes se había convertido en angustia al subir al avión con un pesado portafolio con documentos, gráficos y la computadora portátil para soportar cualquier pregunta que le hicieran. Los recuerdos del diciembre pasado y del fin de año en Nueva York aún estaban presentes en su mente y no quería repetirlos.

No sabía a qué se tenía que enfrentar ni cuál era el problema o si había estallado algo. Esa bendita costumbre de convocarlo sin informar los temas a tratar volvió a presentarse esta vez y por eso, en la tarde del domingo, fue hasta la oficina vacía y estuvo como tres horas revisando todo para recordar qué estaba pendiente y tratar de adivinar el porqué de la urgencia.

No pudo evitar que sus pensamientos volaran a Silvia, que estaría quizá cerca de allí. ¿Con quién? Los domingos no puedo, había dicho. Trató de apartarla de su mente y concentrarse en el trabajo hasta la hora de irse al aeropuerto. Sentía su soledad.

Después, en la noche de vuelo, se distendió y durmió por un rato hasta que lo despertaron para el exagerado desayuno que correspondía a su clase.

Cuando se reunió con Fisoff y otros ocho ejecutivos en el mismo salón de reuniones con el inmenso ventanal, estaba tenso y cauteloso. No sabía con qué se encontraría, y la sorpresa no pudo ser mayor cuando descubrió las sonrisas y felicitaciones. Estaba casi comprobado que el ALS-1506/AR había dado un extraordinario resultado en Perú y en la Argentina, pero no para mejorar la terapia del sarcoma sino que era un fantástico remedio para los lípidos que envenenaban la sangre y deterioraban las arterias.

Había millones de enfermos en el mundo que esperaban hacía años una mejora de los medicamentos que parecían detenidos en el tiempo. Salían a la venta algunos productos nuevos que mejoraban a uno anterior con un precio varias veces superior y un resultado magro, a veces nulo.

El tema no parecía demasiado importante para los labora torios, que ganaban fortunas vendiendo sus marcas que mejoraban en poco los daños arteriales. Una disciplinada dieta seguramente era mucho más eficaz. Ahora, a partir de la casualidad del descubrimiento de las propiedades de ALS-1506/AR, todo se renovaría y su patente produciría ganancias enormes.

Leyro Serra, sin proponérselo ni imaginarlo, era el responsable de semejante impacto, que justificaría los gastos en investigación por varios años. ¿Qué era lo que había hecho? Nada, seguir las indicaciones que le mandaban para la experimentación a través de su gerente de investigaciones. Hasta se había descuidado en cumplir con el manual de procedimientos de la compañía al no verificar los requisitos administrativos en el sector Argentina.

El ALS-1506/AR desde 8 a 2 mg no parecía servir de mucho en la cura del cáncer. Pero en la mínima dosis de medio miligramo que se había utilizado en Perú y en la Argentina alteraba en tal forma el metabolismo del paciente que prácticamente hacía desaparecer las grasas dañinas y ayudaba a eliminar las acumuladas liberando las arterias e impidiendo las embolias cardíacas y cerebrales.

La acción del medicamento era fantástica y revolucionaria, y alteraba todos los conceptos médicos conocidos. En cuanto se generalizara, la segunda causa de muerte del mundo pasaría a ser una anécdota de la medicina, como la viruela, la sífilis o la poliomielitis. Meros recuerdos que la generación siguiente no conocería y que sólo los ancianos y los historiadores de la medicina tendrían presente.

Después de estar al borde de la caída porque la investigación había fracasado y no haber controlado el cumplimiento de los requisitos para evitar responsabilidades, en Buenos Aires, sin saberlo y de pura casualidad, se había hecho el descubrimiento.

Pensó que si lo mismo hubiera sucedido veinte o treinta años antes, nada habría pasado, porque las computadoras no estaban desarrolladas y se habría utilizado un procedimiento primitivo o manual. De no existir estos fantásticos aparatos, nunca se habría podido comparar los resultados, evaluar las variables para establecer algo tan sutil como un elemento secundario de diagnóstico. Los resultados de los análisis de sangre, cargados en forma rutinaria por los operadores, habían hecho saltar la impensada e imprevista conclusión.

Si bien la base de experimentación era escasa, no existía duda sobre la bondad de la droga, esa pequeña dosis que eliminaba los problemas de toxicidad y producía el efecto maravilloso de eliminar los lípidos dejando, a través del tiempo, las arterias limpias y renovadas.

La necesidad mundial del producto era innegable y muchos en el Laboratorio estarían haciendo las cuentas de cuánto produciría su patente. Inmediatamente comenzaría una investigación clínica a doble ciego con enfermos cardíacos y cerebrales con una base mínima de dos mil pacientes. Se podía entrar directamente en la fase dos y, en forma conjunta, con la tres porque los problemas de toxicidad estaban resueltos y descartados.

En el exitoso viaje de regreso, cómodo en su asiento con la cabeza apoyada en la impoluta almohada, miraba las burbujas del champagne mientras pensaba cómo iba a utilizar al máximo este golpe de suerte.