Silvia entró en el salón como una aparición. Vestida con un vestido largo totalmente negro y un único adorno: un collar de perlas blancas. Ni aros, ni pulseras, ni anillos. El collar, el vestido y unos zapatos también negros de terciopelo envolvían ese cuerpo hermoso que no se revelaba en su plenitud cuando estaba cubierto.
La mesa estaba servida con el nivel habitual del restaurante Quadrifoglio, quizás el más caro de la ciudad. La vajilla, sobria y delicada, y las tres copas alineadas coronaban cada lugar. Los cubiertos pesados sobre el mantel y las servilletas de hilo impecable completaban el encuadre de una comida que no daría lugar a la menor crítica.
En el momento en que entraron en el salón, el discreto mozo asignado se les acercó con dos empañadas copas altas con burbujeante champagne francés. Encendió las velas ubicadas estratégicamente y se retiró esperando una señal para servir.
La cena estuvo exquisita y bien servida. A Leyro Serra, Silvia le resultaba cada vez más atractiva, porque además de su belleza rebosaba de alegría y era aguda e irónica en la charla, en que revelaba un nivel cultural que sólo se podía lograr en una buena universidad.
Hablaba de corrido inglés, alemán y castellano, jugando incluso con algunos modismos que Leyro Serra conocía de sus largas visitas a esos países. Usaba alternadas cualquiera de esas lenguas, y mechaba las frases con palabras en distintos idiomas.
Era un juego que le imponía a Oscar, que se esforzaba en seguirla en el sendero idiomático. El hombre trataba de averiguar datos acerca de su vida, pero nada lograba. Creía que iba acorralándola con sus preguntas, pero ella siempre encontraba una salida elegante o simpática que desviaba la conversación. Nada se filtraba, salvo su evidente cultura, que era un atractivo para su trabajo, así como la tersura de su piel o las sinuosidades de la cintura.
Lo único que los vinculaba era un número telefónico donde siempre atendía una amable mujer con voz cascada. Si ese teléfono no contestara o si ella se negara a verlo, la perdería para siempre. La perspectiva inquietó al director regional, que comprendió que lo mismo sucedía con él: sólo tenía que dejar de llamar para terminar con la relación, aunque Silvia conociera el lugar donde trabajaba y quizá su nombre completo y su cargo en la compañía.
La cena fue alegre y sensual. Cuando terminaron los postres, el mozo acercó una bandeja con la jarra con café caliente, pocillos y unos marrón glacé envueltos en papel dorado.
—Está bien, Joaquín, gracias por la atención —dijo Oscar mientras le entregaba algunos billetes doblados que el hombre introdujo rápido en su bolsillo.
—Muchas gracias, señor. Que tengan una buena noche.
—Gracias —dijeron al unísono.
Tomaron café, comieron un par de dulces, mientras prolongaban la charla ahora refiriéndose a los juegos y sensaciones de los encuentros pasados. Oscar sabía que encontraría el momento oportuno para realizar su fantasía. No importaba qué pensara ni qué sintiera haciéndolo. Era parte de su trabajo y la alta tarifa que cobraba la compensaban de lo que no le gustaba. Pero en Oscar se producía una dicotomía: por un lado quería obtener el mejor rédito en placer por lo que la empresa pagaba y, por otro, quería que esa mujer disfrutara con él, que lo descubriera, que lo hiciera suspirar de placer sólo porque le gustaba, sin ninguna otra retribución que no fuera su propio goce.
¿Era tan imposible? Ahora se sentía de nuevo en plena capacidad para provocar reacciones en cualquier mujer que se le presentara. Se veía atractivo pese a su calvicie, los cuarenta y ocho años y un abdomen abultado, pero era un hombre con experiencia, con una posición envidiable y estaba seguro de que aún podía entusiasmar a otra mujer, naturalmente mucho más joven que Suzely.
¿Podría hacerlo con Silvia? Un evidente desafío, mucho mayor que cualquier otro. No sólo era joven, endiabladamente bonita y sexy, sino culta, inteligente y… puta.
Esos pensamientos lo habían llevado lejos, tan lejos que la conversación de Silvia había caído en un monólogo incómodo que la obligó a callarse, despertándolo de sus ensueños.
Le sonrió y se levantaron de la mesa para irse. Llegaron rápido al edificio de los laboratorios y fueron al salón de recepción, donde Oscar manipuló un aparato para conectar la música.
Se volvió y la vio parada al lado de la mesa, tomando un sorbo de champagne, inclinando la cabeza hacia atrás y dejando ver el cuello largo y terso. Era una diosa, una diosa inconquistable con el afecto pero disponible por el dinero, Quizás aquél era el camino para llegar a donde él quería, desafiando la lógica y los acuerdos de la relación.
La abrazó para bailar y sintió la fragilidad de su cuerpo entre sus brazos. Ella se aplastó, provocándole las primeras oleadas de deseo. Allí, casi espantado, advirtió que se había olvidado de tomar la pastilla que tenía oculta en el bolsillo de su saco.
Pensó en irse hasta el baño para ingerirla, pero le pareció imprudente interrumpirse en ese momento en que todo empezaba. Además, el efecto demoraba una hora y era obvio que no podría tardar tanto tiempo en el juego previo.
Decidió olvidarse de la muleta y ponerse a andar solo como lo había hecho durante tantos años. Otro desafío.
El fiscal Ernesto Narváez, en pantuflas, pijama y despeinado, reacomodó prolijamente las hojas impresas y las recorrió una vez más. Cuánto dolor, cuánta desesperación, cuánta angustia había en esas listas.
Volvió a la frialdad de su análisis para evitar que las emociones lo perturbaran. Se sirvió otra taza de café y mientras lo calentaba en el microondas, concluyó que no había otra forma que la entrevista personal con algunos de los enfermos para saber qué había sido de ellos. Pero ¿cómo justificaría la llamada? ¿Cómo les explicaría que un fiscal del crimen quería preguntarles sobre su enfermedad?
La solución surgió casi instantáneamente. Necesitaba una denuncia. No importaba que fuera anónima, pero que le permitiera investigar por sí o a través de la policía sin despertar sospechas.
No podía aceptar la decisión del grupo de abandonar todo. Se sacaría la duda en forma directa, actuando legalmente y cumpliendo con su deber de fiscal. Si no lograba comprobar nada, ahí dejaría el tema, como lo habían hecho los demás. Sólo necesitaba la comprobación de las conclusiones, porque dejarlo allí sería una injusticia para la sociedad y una frustración para él.
Alegre con la idea, terminó su café y fue hasta el baño a ducharse.
Cuando la figura alta y desgarbada de Mister Jones se fue caminado por el ancho pasillo del aeropuerto que conducía a Migraciones y a la sala de embarque, Oscar Leyro Serra suspiró aliviado. El peligro había sido superado de la mejor manera.
La semana de monitoreo con aquel hombre duro, acostumbrado a despellejar gente sin piedad, había sido toda una prueba para él. Sistemáticamente, el hombre iba por todas las dependencias de la compañía, en cualquier lugar del mundo, para descubrir errores, desfalcos, imperfecciones que pudieran perjudicar al Laboratorio en su patrimonio o en su prestigio.
Para eso había viajado a Río. Luego, junto con Leyro Serra, se habían dirigido a Santiago de Chile y a Perú. Jones había dado vuelta las dos sucursales como a una media, con un método y un rigor que, si no causara temor, debía ser reconocido como infalible. Todas las áreas de las sucursales habían sido auditadas en sus puntos sensibles, que él conocía a la perfección. Sólo encontró un par de fallos, que no influían en el nivel de calidad y que habían sido corregidos.
Uno de los temas principales era la campaña de desactivación de la investigación con ALS-1506/AR. Brasil y en mayor medida Chile eran dos modelos de cómo se tenía que trabajar en investigaciones clínicas. El seguimiento del Manual del Laboratorio era completo y sin renuncios ni faltantes documentales ni operativos.
Los grupos de pacientes sobre los que se realizaba la prueba iban cumpliendo todas las etapas previstas, con los controles en los tiempos señalados, la documentación en orden y los enfermos contentos y agradecidos con el Laboratorio que les daba, quizá, la última oportunidad para sobrevivir.
La política de seguir adelante todos los pasos de la investigación hasta el cumplimiento de las evaluaciones finales había sido adoptada por el Comité de Investigación y constituía un objetivo incuestionable.
Los grupos que se estaban formando para posibles nuevos estudios se desarmaban con excusas plausibles, que no despertaban sospechas ni producían inconvenientes. A los médicos se les prometía otra investigación y a los pacientes, sus tratamientos tradicionales, con la excusa de que la investigación se realizaría en otros países y que, una vez probados, serían los primeros receptores.
Nada parecía estar fuera de lugar, y una operación tan difícil como la que se le había encargado se estaba cumpliendo prolija y exactamente. L3 actitud silenciosa y dura de Mister Jones no permitía que se adelantara opinión, pero Leyro Serra no tenía dudas de que el informe sería positivo.
Por fortuna, había podido sortear el tema en la Argentina. Un par de preguntas y contestaciones vagas le habían hecho imaginar que allí se reproducirían las circunstancias y situaciones de Chile, Perú y Brasil. Pero Leyro Serra sabía que la realidad no era ésa y, por suerte, ahora tenía el campo libre y el tiempo necesario para solucionar los problemas sin que nadie se enterara.
Desde el aeropuerto, volvió a la oficina pese a que había terminado el horario. Se sentía vigoroso, con ganas de seguir adelante, sabiéndose ganador.
—¿Geppe? Soy Leyro Serra.
—¡Ah! ¿Cómo está, señor? —dijo sorprendido.
—Bien, gracias. ¿Cómo andan las cosas por allá?
—Todo encaminado, señor.
—¿Y eso qué quiere decir?
—El doctor Salinas sigue muy cooperativo, entrevistando en forma personal a los pacientes y obteniendo las conformidades…
—Perfecto, ¿le faltan muchas?
—No creo, señor. Anteayer estuve con él y le faltaban ocho… además de las que no se pueden conseguir.
—¿Y cuáles son ésas? —preguntó el director regional con dureza.
—Las de los pacientes fallecidos.
—¡Ah! ¿Son muchos?
—Once.
—¡Qué barbaridad! Entrevístese mañana y llámeme. Veremos qué hacemos. ¿Y qué pasó con las autorizaciones de los grupos dos y tres?
—Estamos rehaciendo todo, señor.
—¿Y la fecha, Geppe?
—Hemos conseguido que se haga un expediente en el que se justifica la pérdida del pedido de las autorizaciones cuando estuvieron en huelga y los huelguistas destruyeron tanta documentación.
—¿En serio? —preguntó incrédulo.
—Sí, señor. Además, son muchos los años que ando en esta actividad y tengo buenos amigos allí también.
—Lo felicito, Geppe.
—Gracias, señor. Creo que en unos veinte días todo estará en forma y después se harán los controles de la Administración para justificar la pérdida de la documentación. De esta forma, todo queda como de su absoluta responsabilidad y nosotros prestando colaboración para reconstruir lo que sus empleados destruyeron.
—Perfecto. Cuando esté todo terminado, me gustaría que se venga por aquí con su señora así me informa con exactitud de todo y de paso se toma unas vacaciones.
—Gracias, muchas gracias, señor.
Cuando colgó el auricular, Oscar Leyro Serra exhaló todo el aire de sus pulmones y tiró para atrás su sillón, abriendo los brazos en cruz.
Era la expresión de su júbilo.
El listado que tenía ante sí el doctor Marcelo Salinas contenía treinta y ocho nombres ordenados alfabéticamente. Once de ellos tenían una cruz y cinco un tilde: correspondían a los muertos y a los pacientes del doctor Virasoro.
¡Si todos hubieran sido tan hinchapelotas como este Virasoro, ahora no tendría que estar haciendo veintipico de entrevistas personales a pacientes! Escuchando a cada uno con sus dolores, ansiedades y angustias, para que no sospecharan nada cuando le pidiera que firmaran el formulario y aclararan su nombre en forma manuscrita.
Ya había conseguido que firmaran catorce, le quedaban tres pacientes y después venía lo difícil: los cinco que habían abandonado el tratamiento o habían sido excluidos por distintas razones.
—Adelante, Suárez. Adelante —invitó cuando se entreabrió la puerta de su despacho.
Lo que entró nada tenía que ver con la foto que estaba abrochada a la tapa del legajo de su historia clínica. De un sonriente, rubicundo y cachetudo hombre de cuarenta y seis años, se pasaba en siete meses a ese espectro con ropas holgadas.
La humildad del paciente y su lastimoso estado envalentonaron a Salinas, que esperaba terminar con los tres que le faltaban en no más de media hora, completando lo que le había prometido a Geppe.
—Siéntese —le ordenó sin levantarse de su sillón ni ofrecerle la mano—. ¿Cómo anda, Suárez? Se lo ve muy bien —dijo, sabiendo que era una mentira horrible.
—Bastante bien, doctor.
—¿Está siguiendo el tratamiento como le indica su médico… el doctor Otaegui? —preguntó, corroborando en el legajo el nombre del encargado.
—Por supuesto, doctor.
—¿Y le está haciendo bien?
—Parece que sí… si no fuera por estos dolores —dijo, señalándose la parte baja de la espalda. Salinas leyó en la historia la sentencia, escrita con letra apresurada: metástasis en pulmón.
Dedicó los siguientes diez minutos a conversar generalidades y a alentar al paciente. Finalmente, le dijo:
—Suárez… de la dirección del hospital nos piden que llenemos esto. —Le alcanzó una hoja—. Firme y aclare su nombre con el número de documento abajo de la firma, por favor.
El hombre tomó el bolígrafo que le alcanzaba el médico y antes de firmar comenzó a leer. Salinas, que se había dedicado a hojear la historia del próximo paciente, el anteúltimo, levantó la vista y arqueó una ceja.
—¿Pasa algo, Suárez?
—Esto es una conformidad para someterme a un tratamiento experimental y yo no quiero. Ando bien con el que me están haciendo.
—Es una simple formalidad. Es el mismo tratamiento que le está haciendo el doctor Otaegui, pero la gente de la dirección es muy meticulosa.
—¿Y por qué no lo firmé hace seis meses, cuando me empezaron a inyectar?
—Porque creíamos que no era necesario y ahora nos piden que completemos la historia clínica con este detalle. Es lo mismo, Suárez, antes o ahora. En nada cambia su tratamiento ni el médico. Usted está mejorando.
—Me lo voy a llevar para leerlo tranquilo en casa.
—No, no se lo puede llevar. Ésa es documentación del hospital que no puede salir de aquí. ¡Firme de una vez que lo están esperando para la nueva aplicación!
—No sé, doctor…
—Está bien, Suárez. Si usted no tiene confianza en mí ni en el doctor Otaegui después de todas las cosas que hemos hecho por usted…
—No es una cuestión de confianza, es de…
—Vaya nomás, Suárez. Hágase el tratamiento y piense en lo que está haciendo con nosotros. Si se decide a firmar, venga a verme.
—Pero, doctor… —intentó decir el hombre con expresión de desesperanza.
—Aquí no es cuestión de «peros». ¿Firma o no?
—Está bien, doctor —dijo el hombre, tomando la lapicera y firmando dificultosamente.
—Vaya nomás, Suárez, y haga pasar al próximo —le indicó Salinas mientras pensaba que no importaba demasiado que firmara o no porque, en pocos días más, sería el muerto número doce.
La llamada lo sorprendió. ¿Mirta Stein? ¿Sería la Mirta computarizada? Creía que nunca había conocido su apellido, pero tampoco conocía otra Mirta.
—Pásela —le ordenó a la secretaria—. ¿Qué tal, Mirta? ¡Claro que puedo! —le contestó cuando le dijo que quería verlo fuera de su oficina.
¿Qué le pasaría? ¿Por qué no venía a la oficina? ¿O a su casa, como siempre? Esperaba que no hubiera nada raro en la imaginación de esa mujer, que no hubiera tenido alguna fantasía con él, producto de ese tiempo en la clandestinidad. No, no era posible.
Lo citó en una pizzería de la Avenida Corrientes al 1300. Él había ido alguna vez allí. Tenía un salón cerrado en la parte de atrás. Menos mal, no se imaginaba comiendo con semejante mujer en una vidriera a la calle. Además, le venía bien, casi de paso, porque tenía que hacer unos trámites personales en el Palacio de Justicia y aprovecharía para ir un rato antes a completarlos.
A las once y media salió de su oficina en el antepuerto de Buenos Aires y sin decir nada a nadie, se encaminó a su intrigante encuentro.
Oscar Leyro Serra caminaba rápido por la vereda ondeada de la avenida Copacabana, en dirección a su oficina. Se había demorado demasiado en el Ministerio de Salud, donde se realizaba una reunión para lograr el abaratamiento de los medicamentos para los sectores sociales más rezagados del Brasil. Los números eran enormes en personas y costos, parecía mentira que en ese país hubiera semejante cantidad de pobres que no podían acceder a lo mínimo de la medicina.
Pero ése era un problema que no estaba en sus manos. Los pobres eran un tema de la macroeconomía y las donaciones que el Ministerio les pedía a los laboratorios, en especial a los multinacionales, debían ser giradas a las casas centrales para su resolución. Después de muchas vueltas accederían a resignar una parte de las ganancias de sus ventas, pero encontrarían la forma de lograr una contraprestación.
Esa tarde había decidido dejar el auto porque necesitaba caminar un poco para que sus músculos, acostumbrados al sedentarismo, se estiraran. Un error. La reunión que se proyectaba para una hora y que con la caminata le llevaría una media hora más, le consumió casi toda la tarde, porque se dedicaron a pasar videos con estadísticas y escenas de miseria extrema para sensibilizarlos.
¡Si supieran quiénes decidían! La miseria y la enfermedad eran la fuente de sus ganancias, la razón de ser, lo que les permitía esa vida opulenta que llevaban alejados de sus enfermos y más de los pobres en países lejanos a los que alguna vez iban en exóticas vacaciones.
Subió apresurado a su escritorio y buscó el cuaderno que escondía bajo llave. Esas mujeres únicas, maravillosas, volvieron a gratificarlo. Marcó los siete números y mientras se demoraban en atender pensó qué haría en el caso de que Silvia estuviera ocupada.
Era una estúpida e insólita fidelidad.
Los dos siguientes pacientes no tuvieron ningún problema en firmar la conformidad. Ambos parecían gozar de buena salud. ¿Sería realmente efectivo el ALS-1506/AR?
Ahora le quedaba lo más difícil. Lo sabía desde el principio y por eso lo dejó para el último momento: los pacientes que habían abandonado el tratamiento o habían sido excluidos. Eran un total de cinco y dos habían muerto, según le informaron los médicos que los trataron. Ya tenía trece. Los tres que quedaban no sólo abandonaron el tratamiento sino que se entregaron voluntariamente a la muerte, porque ya no tenían ansias de resistir a la enfermedad.
En realidad, de los tres, uno solo había abandonado, y los otros dos fueron excluidos por el médico tratante por no ser consecuentes con las aplicaciones. Uno de ellos se volvió agresivo, algo incompatible con el grupo. Con ellos se debería entrevistar y no le quedaba otro remedio mientras tuviera a Geppe mordiéndole los tobillos.
Le costó trabajo ubicarlos: uno se había vuelto a su Tucumán natal para morir, y el pueblo tenía sólo dos teléfonos: en la comisaría y en la municipalidad. Llamó y dijo ser un amigo que necesitaba saber cómo andaba.
—Murió hace dos semanas —le dijo un hombre de voz gruesa que se identificó como el delegado municipal.
Ya sumaban catorce.
El otro paciente, el agresivo, accedió a atenderlo después de llamarlo tres veces y, a poco de conversar, lo insultó. No se animó a explicarle que necesitaba la conformidad porque era más peligroso que supiera que tenía que pedirle algo. Su furia lo podría llevar a cualquier cosa.
El último concurrió mansamente al consultorio y Salinas nunca estuvo tan atento y meloso en la entrevista con un paciente. Consiguió la conformidad, que el médico antedató con su propia letra.
El resultado final no era malo. Tenía veintitrés conformidades firmadas (cinco de ellas, de Virasoro), catorce habían muerto y sólo uno se había negado.
Sonrió satisfecho. Geppe y su controler brasileño iban a saltar de contentos. Él seguiría siendo el investigador de Laboratorios Alcmaeon en Argentina y, seguramente, en la próxima reunión de la ASCO expondría su experiencia.
Juró que nunca más accedería a realizar una investigación si antes no se cumplía con todo el papeleo, aunque se la perdiera o se demorara.
Ernesto llegó unos diez minutos tarde y después de sortear a los parroquianos que comían de pie, consiguió enfrentar el pasillo que lo conducía al gran salón de atrás, donde se alineaban las mesas con manteles verdes. El lugar estaba impregnado de olores a aceite y a pizza, que pusieron en alerta sus jugos gástricos.
Vio a Mirta casi en el fondo, cerca de la cocina, sentada en una mesa contra la pared. Parecía más fea e insignificante que de costumbre, y se felicitó de estar en ese lugar escondido, donde nadie lo vería con ella.
—¿Cómo estás, Mirta?
Pidieron una pizza grande, una botella de cerveza y una Coca light.
—Necesitaba hablar con vos sin interferencias —le dijo en cuanto tomaron el primer trago de sus bebidas y esperaban que les trajeran la pizza.
—Decime a qué se debe tanto misterio —invitó el fiscal, temeroso de lo que iba a oír.
—Quería estar a solas con vos porque Agustín, al que le tengo afecto, es un esquemático con quien es difícil razonar. Y tu mujer, que es divina, es médica y piensa como tal.
—¿Y cómo piensan los médicos? —preguntó divertido, tratando de adivinar quién sería el de pensamientos cerrados.
—También son esquemáticos. Su ética es hacer todo lo que pueden por el paciente sin preocuparse por saber qué es lo que necesitan o lo que quieren. Su deber se resume en luchar contra el dolor y la muerte sin darse cuenta de que la muerte siempre gana y que sólo en algunos casos se puede retardar.
La frase lo impactó. ¿De quién sería? La muerte siempre gana, sólo podemos retrasarla.
Trajeron la pizza, una olorosa pizza grande con la mozzarella derretida y algo de orégano y aceitunas. Después de los primeros bocados, Mirta continuó:
—Te voy a contar una historia, Ernesto. Es la historia de mi familia, y vas a comprender por qué tu investigación me impactó tanto.
Hizo una pausa larga, como si tuviera que tomar aliento o envión para contar algo que la corroía.
—Mi abuelo estuvo internado en los campos de concentración de Polonia durante la guerra y se presentó como voluntario para las investigaciones médicas que hacían los nazis con sus prisioneros. Dio su conformidad por escrito para que usaran su cuerpo en experiencias que iban, supuestamente, a beneficiar a la humanidad.
»Las hacían oficiales médicos alemanes, nazis o no, con un historial profesional fantástico. Estaba el médico personal de Hitler y casi todos los demás reunían condiciones científicas suficientes para acceder al Premio Nobel. Los voluntarios que se presentaban recibían un trato especial como prisioneros. Eran alimentados correctamente, vivían en pabellones especiales con calefacción, eran vacunados y abrigados, mientras los demás se pudrían en las barracas y terminaban en las cámaras de gas. Tenían ciertas libertades. Sin dejar de ser prisioneros, eran tratados con consideración por los soldados.
»Todo esto me lo contó un judío que era el compañero de cama de mi abuelo cuando les ofrecieron ser voluntarios para las investigaciones de los médicos alemanes. Mi abuelo fue considerado un traidor por sus compañeros de prisión, un colaboracionista.
»He tratado de imaginar cuál fue la razón para que, voluntariamente, admitiera ser sometido a esas investigaciones pero esa vez fueron unos treinta los seleccionados por su estado físico y edad, entre dos centenares que se presentaron. Les prometían una vida mejor y lo aceptaron sin saber que los experimentos previos, la etapa preclínica, la habían hecho con animales y, también, con judíos no voluntarios.
A Ernesto le costaba seguir comiendo la pizza. El relato era espantoso, y Mirta le imponía un aire dramático, que impedía escucharlo con neutralidad.
—De allí se pueden sacar todas las conclusiones y hacer todas las especulaciones que quieras —prosiguió la mujer—. Seguro que la ciencia médica avanzó notablemente con esas experiencias dirigidas por esos genios científicos. Pero ¿a qué costo?
»Mi abuelo fue un voluntario, casi un traidor a su raza. Pero ¿tenía libertad para elegir? Era un prisionero en las peores condiciones y tenía altas probabilidades de morir. Comparalo con las experiencias de Salinas: ¿avanzará la medicina? Posiblemente, sí. ¿Tienen libertad los pacientes para elegir sobre un tratamiento tradicional o uno experimental? Probablemente, no, como mi abuelo.
—No, pará, Mirta. No compares las investigaciones éstas con aquéllas ni las conformidades de un prisionero de guerra con un enfermo.
—¿Y cuál es la diferencia? Las investigaciones son investigaciones en la guerra y en la paz. Y ¿cuál es la libertad que tiene un judío de un campo? y ¿cuál la de un enfermo de cáncer que sabe que se va a morir? Mutatis mutandi, como dijiste los otros días.
—Bueno, está bien. Son diferencias que hacen a la libertad de elegir. Nunca nadie elige con libertad, ni en las cosas más mínimas. Siempre hay condicionantes más o menos importantes porque la libertad absoluta no existe. En una elección democrática millones de personas eligen entre varios candidatos pero de una forma u otra están condicionados por la situación, la propaganda y hasta la sonrisa del candidato.
—No entremos en una discusión porque quiero seguir con mi historia familiar.
—Adelante.
—Mi abuelo murió en una experiencia médica en el año 43 y quizás haya permitido que la humanidad se beneficie a costa de su vida, pero nadie se lo reconoció y los otros judíos prisioneros lo despreciaron porque lo consideraron un traidor.
»Su mujer había emigrado a la Argentina en el año 36, con dos hijos, mi padre y mi tío. Aquí se criaron, mi abuela se volvió a casar con un judío ortodoxo y crió a sus hijos con una severa ideología que no permitía la menor desviación.
Sobre la fuente de lata, las restantes porciones de pizza se enfriaban perdiendo la lozanía del queso caliente y el aroma que tanto los había atraído unos momentos antes. Ernesto estaba fascinado por la historia y por Mirta. Conocía pocos judíos y a ninguno con una tradición familiar como la que estaba escuchando.
—Mi padre se casó con una mujer, que también provenía de una familia ortodoxa y me tuvieron a mí. Dos años después, mi madre moría de un cáncer de mama. Con papá fuimos a vivir con mis abuelos porque él no me podía cuidar solo. Años después, cuando entré en la adolescencia, yo me rebelé a ese fanatismo religioso. Mi padre me echó de la casa.
Ernesto, conmovido, estuvo tentado de tomarla de la mano para ayudarla a que siguiera contándole su vida. Estaba impaciente por conocer el resto de la historia.
—Como sucede en estos casos, le tomé aversión a todo lo religioso, a la raza. Quise cambiar de nombre, me relacioné con cualquiera que no fuera judío. Era una insoportable racista, pero con gente de mi misma raíz. Años después, tuve un hijo que murió también de cáncer, y mi unión no lo soportó. Intenté elaborarlo pero no pude, y seguí viviendo con mis contradicciones, mi dolor y mi soledad.
Ernesto ni tomaba su cerveza, para no distraer el relato. Vio cómo los ojos de Mirta se llenaban de lágrimas y la voz se quebraba. Ernesto no sabía qué hacer ni qué decir. Decidió quedarse callado, y mirarla con tibieza y afecto.
—El golpe final fue el año pasado, cuando un miserable ortodoxo le contó a mi padre la historia de mi abuelo. Entonces él, un ortodoxo fanático, supo que su padre no había sido otra cosa que un traidor en el campo de concentración. No lo pudo soportar y murió… nunca supe de qué, pero creo que se suicidó.
»¿Te das cuenta ahora por qué me importa tanto este tema de las investigaciones médicas no autorizadas ni consentidas?
El gerente general de la rama argentina de Laboratorios Alcmaeon, Aníbal Geppe, odiaba los hospitales, y pocas veces alguien conseguía llevarlo a alguno. No visitaba enfermos y cruzaba los dedos cada vez que pasaba frente al sanatorio en que había muerto su padre. La larga agonía, su vida en pasillos fríos y en penumbras, la espera de noticias que nunca llegaban de atrás de las puertas de terapia intensiva, lo habían golpeado cuando era un chiquilín; desde entonces no había conseguido despegarse de esa sensación ni de sus imágenes.
Sin embargo, esa mañana hermosa caminaba por los largos pasillos entre los pabellones de internación y de servicios para ver al omnímodo doctor Salinas, que lo había llamado diciéndole que tenía buenas noticias.
Iba asustado, mirando a la gente que se cruzaba con él y que formaba una legión de dolientes que mendigaban curación. También se cruzaba con los médicos, practicantes y enfermeras, que circulaban a la cafetería o a un ateneo con sus guardapolvos y estetoscopios colgando como si fueran togas en un tribunal o charreteras en un cuartel. Dos de ellos lo saludaron, pero él no los conocía.
Finalmente llegó al Departamento de Oncología y no pudo dejar de cruzar, aprehensivo, por delante de las sillas plásticas alineadas, en las que esperaban los pacientes.
—Herminia Olivera —dijo una voz, y una mujer anciana se levantó presta de su asiento para acercarse a la misma ventana a la que él iba a anunciarse.
—¿Cómo está, doctor? —le dijo la mujer de guardapolvo blanco en cuanto lo vio, dando por presupuesto que era médico: tenía traje, corbata y estaba en el hospital.
Geppe pensó si no sería una de las pacientes a la que le estaban aplicando el ALS-1596/AR. El anonimato que daba la masificación del trato lo alentó en la seguridad de que en ese mecanismo nada podría salir mal. Los pacientes estaban acostumbrados a esperar en esas sillas y en ese salón, y que los introdujeran en salas donde los inyectaban, y de las cuales salían un par de horas más tarde para esperar las reacciones que las drogas producirían en sus organismos.
—Doctor —dijo la empleada, llamándolo—. El doctor Salinas lo está esperando.
—Gracias. Yo conozco el camino —le dijo para que no lo acompañara.
—¡Estimado Geppe! —exclamó Salinas a modo de saludo, sin levantarse del sillón de su escritorio. El gerente estimó que esos actos comunes implicaban un gran esfuerzo para aquel hombre que debía movilizar unos ciento cuarenta kilos.
—¿Cómo está, doctor?
—Bien, bien. Siéntese. Me alegro que haya podido venir, porque ya tengo casi todo solucionado.
La palabra casi lo preocupó.
—Me he dedicado personalmente a cada enfermo y tengo casi todas las conformidades.
—Magnífico, doctor. ¿Falta alguna?
—Unas pocas, pero son las que no traerán ningún problema.
—Cualquiera, una sola, puede traer problemas —replicó él, alarmado.
—Es que nos faltan catorce de pacientes fallecidos y uno que se negó a firmar porque tenemos problemas con él desde el principio del tratamiento.
—Pero…
—Pero ¡tenemos veintitrés formularios firmados y en regla! —dijo el médico, abriendo los brazos con una sonrisa que ocupaba su enorme cara.
—Nos faltan quince —volvió a insistir Geppe, tozudo.
La pizza había quedado definitivamente olvidada. Las botellas estaban vacías y Mirta seguía hablando. Ya no contaba la historia familiar sino que intentaba convencer a Ernesto de seguir adelante para atrapar a esos médicos insensibles. Intentaba desprender a Agustín Urtubey y a Julia del grupo, porque consideraba que estaban fuera del objetivo, que serían un lastre. Sólo ella y Ernesto tenían en claro cuál era el problema, cuál era el punto exacto donde se afectaba la dignidad humana y el Código Penal.
El fiscal ya estaba decidido a continuar con la investigación antes de ese encuentro pero ahora, con esta historia contada por Mirta, la necesidad de resolver su dolor y objetivar su venganza contra quienes, nazis o demócratas, despreciaban al ser humano para entronizarse en la gloria, lo impulsaban aún más.
—Decime lo que estás pensando —lo desafió Mirta.
—Primero te voy a decir lo que siento. Estoy conmovido por tu historia familiar. Tiene todos los componentes del dolor, del desgarro, de la locura y vos has sobrevivido a todo eso. Mirta, te…
—Dejate de macanas, Ernesto. Sólo quiero saber si estás dispuesto a seguir adelante con nuestra lucha. Con eso me basta. El resto déjalo para la terapia… cuando me la pueda pagar.
—En realidad, sí. Estoy dispuesto a seguir investigando, pero te tengo miedo, Mirta.
—¿Miedo a mí?
—Sí. Tengo miedo de que con esa historia de tu familia que te involucra tanto, dejes de pensar con claridad.
—Yo te prometo que estaré a tu lado para todo y no te presionaré. ¡Pero por favor, Ernesto! No dejes que esto se deshaga en el olvido ni en la burocracia. Hagamos algo.
—De acuerdo.
El clima de ese día estaba horrible. Eran raros los días lluviosos en marzo, pero parecía que el otoño se estaba acercando. El Mercedes 500 se deslizaba casi sin ruido, levantando una llovizna a su paso y con unos leves movimientos que amortiguaban los desniveles de la autopista de Río a Angra.
La noche anterior con Silvia había resultado fantástica. Ya no comían escondidos en el salón de la oficina con esa sensación de casa vacía. Habían ido al restaurante Quadrifoglio, con sus luces tenues, sus sonidos apagados por las alfombras y cortinados, la atención y las comidas perfectas. Leyro Serra se había encontrado con un ejecutivo de Bagó y no había tenido problemas en exhibir a Silvia, dejándole la intriga de quién sería, porque estaba seguro de que ese hombre no conocía a su esposa.
Tampoco volvieron a su dormitorio en la compañía. El director regional se había animado a llevarla a su departamento y durmieron en la enorme cama del dormitorio principal. Sabía que era riesgoso, y hasta impúdico, que estaba jugando con fuego con los porteros, los vecinos y hasta la propia servidumbre, pero eso parecía excitarlo aún más.
Entrar a la una y media de la mañana con Silvia agachada en el asiento lo llenaba de gusto. La barrera se levantó en cuanto reconocieron el auto y el ascensor los llevó directamente al piso. El champagne en la terraza mirando el mar, y las lejanas luces de las favelas y los barcos pesqueros, le otorgaban un entorno perfecto para los besos suaves, para recorrer las vértebras de esa espalda perfecta.
Era la primera noche que no pagaba. Merecía ese romanticismo, esa levedad de los contactos, ese juego despacioso y calificado sólo para ella. En el anterior encuentro (¿había sido el martes?), mientras jugaba enredando los dedos en su vello púbico, Leyro Serra se había animado a decirle a Silvia que le estaba faltando algo para que todo fuera perfecto: la sinceridad.
Hacer pagar la factura de esos caros servicios no le costaba otra cosa que una inicial al pie para que se hiciera el cheque y se contabilizara como un gasto normal por distintos ser vicios. Ningún contable ni ningún auditor cuestionaba esas prolijas iniciales del gerente regional. Pero…
Silvia lo entendió inmediatamente.
—Mi querido, creo que tenés razón. Ya nos hemos encontrado ocho veces y todo parece andar muy bien. Si querés, la próxima vez no pasamos por la señora.
—¿Y dónde te llamo?
—Yo te llamaré. Seré la señora Da Silva.
—Silvia Da Silva… casi en verso, casi capicúa —dijo Oscar entre risas, y ésa fue la firma de un pacto.
El jueves siguiente fueron a cenar a Quadrifoglio. Él intentó pasar a buscarla pero ella no lo admitió, y quedaron en encontrarse en el restaurante. Aquella noche fue distinta. Ya no había una prestación de servicios. Era una sutil diferencia que todo lo cambiaba aunque, como lo presumía Oscar, esa diferencia era la que le permitía a Silvia vivir.
Creyó que con ese avance podría conocer más de su vida, de sus circunstancias, pero no. En eso no cedió en nada: era el campo vedado en el cual no se podía ingresar, al menos por el momento.
Cuando a mitad de la noche se levantó para orinar, la vio en su espléndida desnudez y sonrió seguro de que no estaba allí por dinero. Reconfortado y temiendo que ella tuviera problemas, escogió de su billetera unos billetes y se los puso dentro de la pequeña cartera que hacía juego con los zapatos y el cinturón.
Ernesto Narváez se decidió a seguir trabajando en aquella locura que había comenzado exactamente el día de su primer aniversario de casado. Para ello debía hacer algo que no sabía si se calificaría como un delito pero que, sin duda, era incalificable para un fiscal del crimen.
Cuando llegó a su oficina, con el gusto grasiento de la pizza en el paladar, su estómago cargado de cerveza y con la historia de Mirta dándole vueltas en la cabeza, cerró la puerta después de darle instrucciones a su secretaria de que no le pasara ninguna llamada.
Se sentó frente a la computadora, eligió un tipo y tamaño de letra que jamás usaba y comenzó a escribir.
Señor Juez:
Soy un ciudadano preocupado por las cosas que pasan en mi país. Desgraciadamente, todos los días vemos a funcionarios, políticos y empresarios cometer actos que deberían llevarlos a prisión, sin que les importe demasiado porque siempre tienen a mano una explicación.
Por una serie de circunstancias, he tenido conocimiento de algo absolutamente monstruoso. En la ciudad de Buenos Aires, en el Hospital Central y quizás en otros lados, se están haciendo experiencias con drogas oncológicas en seres humanos sin tener la debida autorización ni el control de las autoridades sanitarias, ni tampoco la conformidad de los pacientes que son sometidos a semejante salvajada.
Efectivamente, en el Servicio de Oncología del Hospital Central, cuya jefatura ejerce el doctor Marcelo Salinas, un grupo de médicos bajo sus órdenes realiza una investigación clínica con una droga llamada ALS-1506/AR del Laboratorio Alcmaeon que no ha sido autorizada ni por el FDA, en los Estados Unidos, ni por la Oficina de Medicamentos aquí. Es una droga supuestamente efectiva contra el sarcoma, un cáncer extraño, y se aplica a pacientes del servicio como si se tratara de una terapia convencional sin que ellos estén al tanto de que son objeto de una investigación clínica.
La carta seguía dando detalles y acompañaba fotocopia de un listado de pacientes, incluyendo el número de documento, el domicilio y el teléfono, según los datos de la computadora de Salinas.
Explicaba que necesitaba el anonimato porque trabajaba en el servicio cuestionado (de otra forma, lograr esa información habría sido imposible) y le solicitaba al juez el máximo de reserva y que investigara para adecentar a la humanidad.
La carta contenía varios errores de ortografía y absurdos en la terminología legal. La corrigió dos veces, tratando de sacarle toda relación con él. Cuando estuvo satisfecho, colocó todo en su portafolios.
A las siete de la tarde, antes de irse para su casa, Ernesto se fue hasta Flores a despachar el sobre en una agencia de correos alejada de los Tribunales y de su casa. Antes, pasó por una librería para comprar un sobre grande y una etiqueta que le hizo llenar al empleado, alegando un golpe en la mano.
La tarde lluviosa era ideal para un abrigado sueño. Leyro Serra abrió el ventanal, que dejaba ver a lo lejos el océano agitado con penachos blancos de espuma. Encontró una revista para leer algo mientras esperaba que Suzely acondicionara y despidiera a las niñas, que iban a jugar a la casa de unas amiguitas. Ellos estarían solos toda la tarde.
Pero Oscar se quedó dormido a los escasos minutos, y así lo encontró su mujer cuando entró al dormitorio. Sin importarle demasiado, se desnudó y se metió en la cama tratando de no despertarlo, porque le molestaba esa especie de rutina de sexo cuando su marido llegaba.
Se ladeó hacia la ventana dándole la espalda, y sus enormes ojos quedaron fijos en los vidrios donde estallaban las gotas de lluvia.
Cuidadosamente, para no despertarlo, se tapó los hombros con la sábana y sintió el abrigo del liviano edredón. Así dejó transcurrir el tiempo, y sus pensamientos se encaminaron solos hacia su solitaria vida, que la había empujado a las aventuras más absurdas y arriesgadas.
En esos largos días, la libertad absoluta y los días de sol, la gente de vacaciones y sus atractivos físicos convocaban a más de uno, como la miel a los insectos. Sus originales rechazos a las insinuaciones o proposiciones habían ido cediendo terreno a la curiosidad y después a la avidez de nuevas experiencias.
¿Qué haría Oscar si se enterara? ¿Le importaría?
Eran las once de la noche cuando Ernesto estacionó su auto en el garaje. Estaba cansado, realmente cansado, asqueado por el juicio oral en el que había tenido que actuar.
Era el caso de un violador compulsivo. Se discutía si el acusado era un insano o un hombre que entendía la criminalidad de sus acciones. En la sala estaban presentes algunas de las víctimas, que tuvieron que enfrentarse una vez más a esa bestia sádica que las había humillado de todas las maneras posibles y que, por si eso fuera poco, debían soportar las preguntas capciosas del abogado defensor, que pretendía demostrar que su cliente había sido incitado o al menos inducido por ellas.
El hombre manejaba un taxi, tenía unos treinta y cinco años y una apariencia seductora. Bien peinado y afeitado, delgado, con un rostro simpático y aniñado, era difícil imaginar que se trataba de un violador serial.
Amenazaba a sus víctimas con un revólver, aparentemente inútil porque en el momento de la captura se había comprobado que no tenía percutor y no podía dispararse. Por lo general, las violaba dentro del mismo taxi, pero antes de la penetración se hacía excitar de las más diferentes y aberrantes formas, disfrutando con el terror de sus víctimas.
Los relatos eran denigrantes para las mujeres, hasta tal grado que, en un momento, el presidente del tribunal hizo desalojar al público. Ernesto se había entretenido en observar la cara de esos espectadores que se espantaban, se enfurecían y, aunque jamás lo admitirían, gozaban con la descripción de los hechos.
La circunstancia de que el acusado tuviera una apariencia inofensiva y hasta honesta, un abogado defensor que no se detenía ante nada con tal de mejorar una situación indefendible y un tribunal que no imponía límites a ninguno de los actuantes, lo obligó a desplegar una actividad desusada para proteger a las víctimas. La descripción de los hechos, la identificación del acusado y las repreguntas sobre cuestiones que herían sin piedad su intimidad, las ofendían tan fuertemente como el delito mismo.
La condena fue de dieciocho años de prisión por la reiteración y peligrosidad del acusado, desechando las alegaciones de inimputabilidad por trastornos psiquiátricos. Un éxito como fiscal, a pesar del poco tiempo que había tenido para preparar la causa.
Julia estaba recostada en el sillón, leyendo unas hojas atrapadas por un clip enorme, y le sonrió desganada.
—¿Cómo estás, amor? ¡Qué tarde se te hizo!
—Recién termina el juicio de ese hijo de puta.
—¿Cuál?
—El del violador. Le pusieron dieciocho años.
—¡Dieciocho años! Es un disparate. Cuando ese hombre salga va a ser un anciano.
—Seguro que va a salir mucho antes por buena conducta, y no te parecería un disparate si fueras alguna de las once mujeres que hoy estuvieron en el juicio o algunas de las decenas que nunca se sabrá que violó y que se esconden.
Julia se quedó pensativa. Ella podría haber sido una de las mujeres que tomaron ese taxi. ¿Se habría animado a reconocerlo y a declarar en el juicio?
Se levantó del sillón, lo besó y lo mantuvo un rato apretada contra su cuerpo. Se dieron cuenta de cuánto se necesitaban después de estar todo el día en contacto con la miseria humana: ella después de una tarde de cirugía, viendo la sangre y las vísceras de la gente, y él lidiando con una bestia que nunca llegaría a amar. Necesitaban una buena comida y muchas ternezas para reconciliarse con la humanidad y con ellos mismos.
Ernesto se sirvió una copa generosa en el bar y tomó un sorbo exagerado que sintió bajar por su esófago. Luchar contra el delito era su trabajo de todos los días. Sabía que muchas veces perdía, pero ésas eran las reglas del juego. Sentía que ese hombre de apariencia agradable había sido bien castigado, que a estas horas estaría entrando en el penal donde le darían la otra condena, la que aplican los otros presos a los violadores. Se sintió como un ángel vengador.
Era la venganza oculta de la sociedad marginal, porque la que él representaba no se decidía a ser más dura.
—Pero están muertos, Geppe. Los muertos no pueden firmar, salvo ese desgraciado que no quiere ni venir y que se permitió insultarme. ¡La gente es loca! Después de todo lo que hicimos por él…
—De todas maneras, doctor, esas conformidades debían estar firmadas antes de que se comenzara con los tratamientos. Antes de que se murieran.
—Dígales que tiene todas y termine con el asunto.
—No puedo, pueden mandar un auditor y usted no va a saber qué decirles.
El silencio ganó el enorme despacho del jefe del servicio. El doctor Salinas y el gerente de Laboratorios Alcmaeon en la Argentina se aseguraban que nunca más dejarían pasar ese detalle que ahora les traía tantos problemas. Pero el tema estaba instalado ahí, con esas investigaciones, y de nada servía ahora plantearse el caso para las futuras operativas. Necesitaban resolver ese problema de inmediato.
—¡Ya sé! —exclamó finalmente Salinas con una amplia sonrisa—. Quememos esas historias clínicas.
—¿Cómo?
—Sí, las destruimos y si alguien viene a preguntar, le decimos que no están.
—No, doctor. Eso es infantil —dijo el gerente arrepintiéndose inmediatamente de lo dicho, porque lo podía ofender y éste no era un buen momento para que Salinas se enojara.
—Pensemos… pensemos un poco. En vez de destruirlas se podría quemar un armario donde las guardáramos.
—Es peligroso, doctor.
—Es cierto, siempre alguien puede…
—Pero se las pueden robar del auto.
—¡Eso!
—Usted se las puede llevar a su casa para preparar las conclusiones para un trabajo y pasa por algún lugar donde le rompen un vidrio y roban el portafolio.
—Perfecto.
Una amplia sonrisa iluminó el rostro de ambos hombres y se dedicaron durante un buen rato a ajustar los detalles.
—¡Están reconstruyendo los expedientes! —afirmó Mirta atragantándose con un sorbo de su bebida, siempre light.
¿Qué temor podía tener de engordar? Ni tetas tenía, pensó despiadado Ernesto.
—¿Qué expedientes? ¿Qué reconstrucción?
—Hace algunos meses, en una huelga feroz en el Ministerio de Salud Pública, los gremialistas llevaron las cosas al límite ocupando los edificios, destruyendo muebles, computadoras y documentación. Algunos aprovecharon para quemar algunas cosas que los comprometían y eso les viene al pelo a la gente del Laboratorio que se han presentado en la Oficina de Medicamentos con un informe sobre las investigaciones y pidiendo la inspección que deberían haber hecho.
»El pedido siguió su curso, todos los pasos administrativos que corresponden y al no encontrarse antecedentes sobre la autorización previa, se ha ordenado la reconstrucción del expediente y lo están haciendo con supuestos duplicados que el mismo Laboratorio ha aportado como si se tratara de las copias de lo que, en algún momento, presentaron.
—¿Y cómo sabés vos todas esas cosas?
—Ya te dije que mi novio trabaja ahí.
—¿Y qué hace? ¿Cómo se llama? —preguntó imprudente.
—Eso no te lo puedo decir… Es un funcionario importante y está casado.
Ernesto volvió a asombrarse. ¿Cómo podía un tipo casado e importante tener un amorío con ella? ¡Hay gente para todo!
—Está bien —dijo finalmente—, guardá tu reserva. No te olvides que soy fiscal y que en todas las causas sé muchas cosas que nunca saldrán de mí. Nadie, como yo, tiene el deber de secreto. A lo mejor, en algún momento necesite hablar con él.
Ante la alarma en la cara de Mirta, agregó:
—Siempre en el más absoluto secreto.
—Mejor vos haceme las preguntas y yo te traigo las respuestas. Ernesto, por favor, no hagás que me arrepienta de haber confiado en vos para castigar a esos miserables, yo puedo hacer todo lo que quieras pero no lo obligues a él.
—Si me pedís que no lo involucre, no lo voy a hacer. Vos sabés que soy leal. Tu historia es propia de una novela pero te ocurrió a vos.
—No te imaginás hasta dónde me ha golpeado —le contestó bajando la cabeza.
—Tampoco podés vivir toda tu vida con este estigma. Son los horrores de la guerra y hay miles de casos que…
—Pero pocos que afecten a todo en lo que creés. Me costaba mucho trabajo pero estaba consiguiendo superarlo hasta que Agustín me propuso meterme en esto que eran investigaciones clínicas con humanos sobre el cáncer que diezmó a mi familia.
—A lo mejor esta gente descubre algo que termine con la enfermedad.
—Pero no puede hacerlo en esta forma, Ernesto. ¿Quién no quiere que descubran la cura del cáncer? Pero bien, Ernesto, bien, sin usar a los enfermos, que los respeten, que lo hagan para el beneficio del ser humano y no a pesar del ser humano.
—Vos sabés que estoy de acuerdo, pero también es cierto que sin investigación científica no hay progreso.
—Claro que no se puede progresar sin investigar pero, después de tantos horrores —de los nazis y de los científicos—, una investigación debe hacerse con todas las garantías para la gente.
Ernesto trató de digerir la andanada de conceptos y no encontró falla en el razonamiento ético de Mirta. Indudablemente eran pensamientos elaborados en tantos años de sufrimiento y que compartiría más de un filósofo.
No tendría tetas pero sí corazón y hasta, parecía, cerebro.
Los cómplices se reunieron en un café de la avenida Independencia. El culo del doctor Salinas rebozaba la silla mientras comía un sándwich tostado con una gaseosa y esperaba ansioso la llegada de Geppe que entró apresurado por la puerta.
Los dos autos estaban en el garaje de la otra cuadra listos para partir a su aventura. El gerente estaba pálido y evidentemente nervioso.
Hablaron durante un rato para ratificarse la seguridad de que lo planeado era la única solución para terminar de una vez. Volvieron a repasar la ruta que tomarían.
Un rato después, cuando Geppe terminó su café, fueron hasta el garaje y subieron a sus automóviles. Salinas iba adelante con su Renault 21 azul, algo deteriorado por encontronazos varios cuyas huellas no se molestaba en reparar. No era ni un buen conductor ni un cuidadoso de su automóvil. Geppe, con su ostentoso Toyota Corola impecable, lo seguía a cierta distancia pero sin perderlo de vista.
Anduvieron un buen rato tratando de que los semáforos no los separaran y el gerente dejó que Salinas eligiera el lugar. Finalmente se detuvo varios kilómetros después de haber dejado los límites de la ciudad en un barrio de casas bajas de Caseros.
Era una cuadra donde no se veía a nadie a esa hora de la tarde y Salinas frenó, dejó la ventanilla apenas abierta y en el asiento trasero un portafolios con unas revistas médicas y un libro en desuso. Relucía como un farol para cualquiera en ese barrio con muchas necesidades. Un par de minutos antes, cruzaron por la periferia de una villa miseria. El desguace estaba asegurado.
Rápido fue hasta el auto de Geppe —que se había detenido unos cinco metros atrás— y subió desnivelando el automóvil japonés con su enorme peso. El gerente arrancó presuroso queriendo estar lo más lejos posible de aquel lugar. Tres cuartos de hora después, lo dejaba en su consultorio de la avenida Quintana, en lo mejor de la ciudad, no sin repetirle que fuera a hacer la denuncia a la seccional de la zona lo antes posible.
Cuando el gerente llegó al edificio donde tenía su oficina, estacionó el auto en la cochera, apagó el encendido y se quedó unos minutos sentado con la cabeza apoyada en el respaldar tratando de recuperar el equilibrio perdido en esa maniobra que habían ejecutado con Salinas.
Esperaba que todo saliese bien, que nada se complicara por una estupidez, que el médico hiciera la denuncia en forma, que la policía fuera tan ineficiente como siempre y que no encontrara el automóvil o hallara los restos meses después destruido o incendiado.
Se repitió una y mil veces que todo estaba bien. Era un paso necesario e indispensable. El otro, en la Oficina de Medicamentos, también estaba encaminado aunque necesitaba algo más de tiempo.
En dos o tres semanas, estaría en condiciones de viajar a Río para dejar todo limpio y asegurar su puesto de gerente en la Argentina.
En la distribución de la correspondencia de ese martes nublado, llegó el pesado sobre que Ernesto se mandó a sí mismo. Había implantado la costumbre de abrir en forma personal la correspondencia que llegaba a la Fiscalía sin permitir que lo hiciera ninguna secretaria o empleada. Era la forma de asegurarse que todo le llegara de primera mano sin que nadie, por una tontería o por interés, ocultara o derivara algo que él ignorara.
Una vez que le dio curso a cartas, informes y documentación que recibió ese día, llamó a Agustín Urtubey a su despacho.
—Mirá lo que llegó —le dijo sin mirarlo a los ojos y entregándole las hojas y la carta.
Agustín se tomó su tiempo para estudiar toda la documentación y, de vez en cuando, levantaba la vista para mirar a su jefe y amigo.
—¡Qué bárbaro! —dijo al fin—. Espero que a nadie se le ocurra hacer un peritaje de la tinta de esta carta y del cartucho de tu impresora.
—¿Por qué lo decís?
—No, por nada —le contestó con una amplia sonrisa que aseguraba amistad y silencio—. ¿Qué pensás hacer?
—Investigar, ¡qué otro remedio queda!
—¿Me necesitás a mí?
—Sólo si estás dispuesto a ayudarme sin preguntas ni condicionamientos.
—Bueno, va a ser divertido.
—Entonces preparame un escrito pidiendo una orden de allanamiento al Departamento de Oncología del hospital y para la Oficina Nacional de Medicamentos. También otra para los Laboratorios Alcmaeon.
—Estamos en un mal turno, Ernesto. Hasta la semana que viene está el calzonudo de Vincett y nos va a dar mil vueltas para largar las órdenes.
—Entonces tenés más tiempo para preparar el escrito y para pensar cómo actuamos porque al primer movimiento van a correr a protegerse como si hubiéramos pateado un hormiguero.
Oscar Leyro Serra había perdido toda precaución en sus encuentros con Silvia. Exceptuando algunos lugares y horarios donde con seguridad sería reconocido, se lo podía ver con ella en restaurantes, en la playa o simplemente paseando por lugares en las afueras de Río. Si alguien los veía, mala suerte.
Ella pensaba que las cosas iban demasiado rápido, pero no podía detenerlo… o no quería. Estaba pasando por una etapa excepcional donde muchas cosas podían quedar atrás, aquellas cosas que podía dejar sin la menor pena.
A su lado, acostado en la arena estaba ese hombre emocionalmente traslúcido que de pronto había irrumpido en su vida como un torbellino. La flaccidez de su abdomen era lo único que revelaba que estaba llegando a la cincuentena. El cabello era escaso y en partes canoso pero el cuerpo conservaba algo de sus años jóvenes de deportista; le podían otorgar la duda de algunos años menos.
No era, por supuesto, ni lo imaginado en sus sueños de adolescente ni lo repudiado en sus noches de acompañante pagada. Era un hombre normal, sin demasiadas pretensiones, pero tampoco despreciable. Era rico y estaba dispuesto a jugarse por ella con un futuro juntos.
Dormía y ella lo observaba sin limitaciones. Seguía pensando que, más allá de las conveniencias, las cosas se habían desencadenado demasiado rápido por el impulso de Oscar que no permitía que nada se interpusiera cuando quería algo pero ella necesitaba tiempo para pensar y para volver a sentir.
Había dedicado años a esa vida de acompañante, como le gustaba decir, y no se arrepentía. Le había proporcionado una serie de beneficios que difícilmente hubiera encontrado en otra actividad. Ahora, debía elegir entre seguir con su vida de total libertad donde cada noche de su trabajo le alcanzaba para vivir cómoda un par de semanas o estaba dispuesta a pertenecer a un solo hombre que, tal como todo pintaba, estaba dispuesto a brindarle seguridades y estabilidad. ¿Podría olvidar cómo la había conocido después que se le pasara el entusiasmo?
Sus cavilaciones fueron interrumpidas por una suave caricia en su pierna. Cuando levantó la vista vio la amplia sonrisa y los ojos clavados en ella con una indisimulable ansia de dominio.
Se levantó de un salto y la arrastró hacia el mar. Allí jugaron con total impudicia al abrigo del agua que tapaba intimidades. Jugaron con sus sexos, se acariciaron y se besaron. Hasta se dejó penetrar fugazmente con un gozo orgásmico.
Un rato después, estirados en la arena sintiendo el rigor del sol, ambos pensaban en esa locura que los arrastraba vaya a saber dónde.
Los mozos de la pizzería los conocían, atendiéndolos con alguna deferencia. Ernesto imaginó los comentarios que harían mientras se fumaban un cigarrillo en la trastienda pero, en realidad, no le importaba. El complejo de vergüenza de las primeras veces había sido superado por el encanto de esa mujer y su inteligencia. Además, tenía la ventaja de que si alguien los viera juntos nunca podría pensar que estaba engañando a Julia. Era una enorme tranquilidad poder evitar malos entendidos.
—El expediente se mueve con una agilidad asombrosa —afirmó Mirta—. Parece que son instrucciones directas del subadministrador, que es un hombre de muchos años en la Oficina.
—Pero tenemos que esperar unos días todavía. Si pedimos ahora las órdenes de allanamiento, caemos en el turno de un juez que es un timorato y, en definitiva, demoraríamos más con el peligro de que se filtre la información. Además ¿cómo vamos a comprobar que no hacen lo que corresponde si el expediente, efectivamente, se destruyó?
—Demostrando que nunca existió el pedido original.
—¿Y cómo se prueba lo negativo?
—Carlos dice que hay que acreditar que nunca se presentó por la mesa de entradas, que es tan primitiva que todavía siguen llevando un libro donde anotan a mano cada papel que entra. Se olvidaron de destruirlo y allí está para el que lo quiera ver.
—Por eso necesito hablar con Carlos. Me puede dar un montón de información.
—Ya te dije que eso es imposible. No insistas. Vos me preguntás a mí y yo le pregunto a él. Ése es el sistema.
—No es lo mismo. Necesito saber dónde buscar, en qué oficina, en qué lugar.
—Decime y yo le pregunto.
—Tengo que ser preciso porque en cuanto les deje un rato, van a hacer volar cualquier cosa que los comprometa.
—Carlos no te va a ver por nada del mundo. Podría perder su puesto y además, tiene pánico que alguien lo relacione conmigo. Su esposa…
Ernesto dudó que fuera un problema de celos maritales. Se imaginó que el tal Carlos no quería que nadie supiera que salía con esta mujer. La excusa de una esposa celosa era ideal para esconderse de la gente. ¡Pobre Mirta!
—Está bien. Necesito un diagrama del edificio. Dónde encuentro la mesa de entradas, dónde está ese libro donde anotan los expedientes y cómo pruebo que nunca pidieron la autorización.
Mirta anotaba en un cuaderno que había llevado. Levantó la vista interrogante y se encontró con una extraña mirada de Ernesto, como si la estuviera examinando.
—¿Qué más? —preguntó incómoda.
—Dónde está la oficina de los verificadores de las investigaciones en curso y cualquier otra cosa que me ayude a demostrar que no se había pedido autorización antes de empezar a investigar. También necesito cualquier prueba que me acredite que no se han hecho los controles que se deben hacer.
—Está bien.
Terminaron de comer el resto de la pizza con el queso ya endurecido y con ese acostumbramiento a la necesidad de que no los vieran, Mirta propuso:
—Salgo yo primero.
Ernesto se quedó observándola y trató de imaginar su cuerpo debajo de los pantalones grandes y la blusa suelta que más se parecía a un delantal. Algo debía haber o el tal Carlos era, definitivamente, un perverso.
En un restaurante de Puerto Madero, Geppe esperaba al doctor Antonio Villamil, el omnipotente subadministrador de la Oficina de Medicamentos. Ya había devorado parte de los crocantes pancitos untándolos con manteca y espolvoreándolos con sal. Una botella de buen vino tinto estaba siendo consumida a medida que se vaciaba la panera.
Llevaba un retraso de veinte minutos, ¿habría entendido bien el día y el lugar? Buscó en la agenda electrónica el número y lo llamó a su celular.
—Estoy a cinco minutos de allí. Perdóneme, Geppe.
Siguió dando cuenta del pan con manteca y sal hasta que lo vio aparecer conducido por una hermosa rubia que oficiaba de recepcionista.
—Mil disculpas, pero se me atravesó un problema en el momento en que salía.
—No se preocupe. Temía desencontrarnos —le contestó sabiendo que siempre llegaba tarde a las reuniones. Una especie de defecto en las costumbres que era su modo de demostrar jerarquía. ¿Haría lo mismo cuando lo llamaba el ministro?
Pidieron la comida, unos platos exquisitos, y se dedicaron a saborearla comentando generalidades y contando algunos chistes subidos de tono. Cuando llegó el postre, Geppe se animó a preguntar:
—Doctor, ¿cómo anda el tema de la autorización para el ALS-1506/AR?
—Muy bien. El expediente está reconstituido y he ordenado que mañana le hagan un monitoreo. Avísele a Salinas que van a ir.
—¡Ah, muy bien! ¿No tuvo ningún problema con la gente de la oficina?
—¿Y qué problema puedo tener? Es uno de las muchos expedientes que se perdieron en la huelga. Además, no es otra cosa que repetir la primera experiencia autorizada pero con diferente dosificación. Más baja, para mayor seguridad aunque no sirva para nada en esas dosis homeopáticas.
—Sí, claro. Sabía que podía contar con usted, doctor Villamil.
—Siempre puede contar conmigo, Geppe. ¡Hace tantos años que nos conocemos!
Tantos años que arreglamos cosas, pensó el gerente. ¿Qué pasaría el día que no le entregara un abultado sobre como el que tenía en el portafolios?
—Una cosa más, doctor.
—Sí, diga.
—El doctor Salinas tuvo un problema. Le robaron el auto y allí tenía un portafolio con las historias clínicas de los pacientes de la investigación que ya fallecieron y un par de historias más de otros pacientes que no terminaron con el tratamiento.
—¡Qué macana! ¿Dónde fue?
—Aquí en el centro, a la vuelta del consultorio. ¡Ya no hay garantías!
—¿Hizo la denuncia?
—Claro.
—Pero ¿denunció que estaban esas historias clínicas en el portafolio?
—Por supuesto, las llevaba a su casa porque estaba haciendo un trabajo para publicar en la revista. Ni en el hospital ni el consultorio le dejan tiempo. Además tenía cheques, tarjetas de crédito y otras cosas.
—¡Qué bárbaro! Dígale que no deje de agregar una fotocopia de la denuncia cuando vaya el monitor.
—Se lo diré. A propósito de la revista, le traje unos números —le dijo, abriendo el portafolios y sacando un sobre plástico grande con el logotipo del último congreso patrocinado por el laboratorio.
Villamil lo tomó y lo abrió sacando a medias las revistas para poder asegurarse que adentro quedaba otro sobre tamaño oficio que resguardaba los fajos de billetes.
—Dígale al profesor Salinas que no se preocupe, que le mando un auditor amigo, pero que sea prolijo y no deje nada pendiente. Necesitamos un informe definitivo para encaminar las actuaciones.
—Ya estamos en camino, Mirta. Este domingo termina el turno de Vincett y nos vamos a presentar la semana próxima haciendo la denuncia. ¿Me trajiste lo que te pedí?
—Acá está todo. Un plano de la planta, la ubicación de la mesa de entradas, de la oficina de verificación de investigaciones, y el armario donde guardan las carpetas de las investigaciones en curso, que puede estar con llave, según la hora que llegues.
Estuvieron un rato viendo los lugares y las ubicaciones que necesitaban para hacer un operativo relámpago. Mirta anotaba las nuevas preguntas que tenía que hacerle a su oculto Carlos.
—Hacelos mierda, por favor —dijo vehemente, sorprendiendo a Ernesto.
—Voy a tratar, pero lo importante es encontrar las pruebas, sino…
—Son unos miserables, Ernesto. Si vieras las cosas que me cuenta Carlos. Son burócratas que tratan de trabajar lo menos posible, piden todas las licencias que pueden, reciben regalos o propinas de los laboratorios. No tienen en cuenta que deben vigilar y autorizar medicamentos que van a la gente… al consumo de la gente enferma.
¡Cómo le gustaría hablar con el tal Carlos de todo esto! Pero Mirta lo protegía de cualquier exposición. ¿Por qué?
Los ojos de Mirta se llenaron de lágrimas y bajó la cabeza ocultando su cara y dejando ver sólo su mata de pelo colorado y revuelto que ya no parecía sucio. Un par de gotas cayeron sobre el mantel dejando dos lamparones perfectamente circulares.
Ernesto extendió la mano sobre la mesa y tomó las de ella en un gesto natural de solidaridad. Quería ayudarla, sacarla de todos esos años de fanatismo, dolor y lucha interna que no la dejaban ser mujer. Sintió el calor de su piel y una suavidad que invitaba a acariciar, algo más que solidaridad.
—Tranquila, Mirta, tranquila.
—Lo que no puedo soportar es que haya gente que le expropie a estos enfermos el derecho a su propia muerte. Que en aras de la medicina, del avance científico, los arrastren a sufrimientos indecibles hasta que mueren sin dejarles siquiera la muerte propia, la única muerte que pretende ser digna… si la hay.
Ernesto se quedó pensando en lo que le decía Mirta que, cada vez qué se encontraban, lo asombraba con algo. La miró y vio los ojos celestes inundados por las lágrimas y se conmovió apretándole las manos.
—La única muerte digna es la que se elige —sentenció escupiendo las palabras.
Unos metros más allá el mozo los espiaba creyendo que se trataba de una pelea de enamorados entre el lindo y la fea ¿Cuál sería la compensación de ese hombre, se volvió a preguntar, pedestre y elemental?
Las cosas estaban tranquilas en la oficina del Laboratorio y decidió tomarse el jueves y el viernes. Hacía mucho tiempo que no estaba con sus hijas ni en familia. Pronto empezarían las clases y volverían a Río; la rutina escolar, social y de traba jo se impondría al grupo como un corsé del cual no podían apartarse sin tener problemas.
El miércoles volvió a salir con Silvia, cambiaron de lugar y comieron en un encantador restaurante italiano de Botafogo. Otra vez se fueron a dormir al departamento de Oscar con la rutina de esconderse en el asiento al entrar y al salir del garaje. Se ocultaba en el baño cuando le llevaban el desayuno al cuarto y ambos tomaban de la misma taza. Bajaban como ladrones para que no la vieran. Era divertido.
Pese a los esfuerzos y las concesiones que estaba haciendo, Oscar no podía conseguir enterarse de nada de esa vida secreta que tenía una vez que se separaban. Ya no cobraba sus encuentros, le dedicaba tiempos importantes y lo hacía sentir pleno sin que mediara nada económico. Pero nunca se traspasaba la frontera de su intimidad pese a que habían dejado de esconderse, que la llevaba a dormir a su propia casa, que le hacía regalos importantes. Él transparente, expuesto. Ella, completamente misteriosa y segura.
El espectáculo de la llegada a Angra lo admiró otra vez, pese a que había recorrido esa costa decenas de veces. La plenitud de la vegetación, las islas irrumpiendo en la lisura del mar y las playas de arenas blancas eran una postal que siempre lo remitían a un paraíso feliz.
Cuando se bajó del auto, en la puerta de su casa, aspiró profundamente el aroma de las plantas mezclado con el salobre del mar que, con un arrullo lejano, no dejaba de marcar su presencia eterna.
—La señora no está —le informó la criada uniformada.
—¿Y las chicas?
—Tampoco, señor.
—¿Y dónde fueron?
—La señora está en la casa de la señora Carla, y las niñas se fueron a Parati con la familia Rofrano. Vuelven a la tarde.
—Gracias. Voy a buscar a la señora.
—Si quiere, tengo el número de teléfono. La puedo llamar.
—No, deje. Le daré una sorpresa… mejor voy a ir caminando —se decidió, cerrando la puerta del auto.
Salió por la parte de atrás de la casa y caminó en diagonal por un terreno baldío que separaba las casas. A unos doscientos metros vivían Carla y su marido, y el director regional pensó que quizá se lo encontraría. No tenía ganas de hablar con ese imbécil.
El día estaba espléndido, ni siquiera hacía demasiado calor. Se desprendió dos botones de la camisa para que el sol le diera en el pecho y, contento, aceleró el paso pensando en su mujer y en las sensaciones que le había dejado Silvia. Inevitablemente las comparó. Eran tan distintas: una todavía era misterio, a la otra la conocía en todo. Una toda novedad, la otra previsible. Una delicada y perfecta, la otra abundante y con algo de celulitis, pese a los tratamientos y las cirugías: había una diferencia de algo más de diez años entre ellas… y se notaba.
Había llegado hasta la enorme casa, y decidió entrar por la playa donde un muro separaba la pileta de natación de la arena. Cuando fue a abrir el portón de madera, su vista captó la escena. Las dos mujeres estaban tomando sol sin los corpiños… con dos atléticos jovenzuelos a quienes doblaban en edad.
Retrocedió por la sorpresa, sin saber qué hacer. El primer impulso fue entrar sin aviso y provocar un escándalo. Pero…
¿Qué haría? ¿La golpearía? ¿Se trenzaría a golpes con los muchachos? Seguro que perdería. ¿Qué ganaba descubriéndola? ¿Provocar una separación? ¿Un divorcio? No era el momento.
Casi como un intruso, se corrió hacia unas plantas que lo ocultaban y le permitían mirar a través de las ramas. En ese momento, el muchacho que estaba al lado de Carla se levantó y la besó en la espalda antes de lanzarse al agua con una zambullida perfecta. Ella no se movió de su posición, como si estuviera dormida.
Volvió a Suzely y la vio estirar su mano acariciando el estómago a su compañero, mientras jugueteaba con la línea de pelos negros que salían del slip hasta su ombligo. Con la uña roja lo rodeó varias veces. El joven volvió la cabeza hacia ella y le sonrió. La mano de ella comenzó a deslizarse hasta meterse debajo de la tela. El cuerpo oscuro y musculoso se corrió en su reposera para permitirle una mayor comodidad en la caricia.
Oscar miraba la escena atónito. Nunca había imaginado que algo así podría pasarle. Sentía la necesidad de salir de su escondite y golpear. Golpear de cualquier forma, aunque corriera un riesgo físico. Pero allí estaba, paralizado, viendo cómo su mujer, su esposa, sonreía mientras le acariciaba el sexo a un joven casi perfecto. La pareja siguió jugueteando. Los movimientos de ese cuerpo atlético y bronceado revelaban que no podría aguantar mucho más la provocación. En un momento, el joven extendió su mano y le acarició el pezón desnudo y erizado. Oscar, estúpidamente, pensó en la silicona que lo mantenía.
El otro salió del agua y dijo algo que hizo reír a todos. Carla se incorporó en su reposera mostrando unas tetas perfectas y caminó hacia él. ¿También tendría cirugía? Seguro.
Algo se dijeron, pero Oscar no pudo oírlos. No podía dejar de mirar; se estaba excitando. El rubio que había salido del agua se sacó el slip y se acercó a Carla, quedando parado a su lado esperando la caricia. Ella comenzó a besarlo mientras las manos le acariciaban los glúteos musculosos.
Suzely y su compañero se levantaron y se fueron hacia la casa. Oscar vio cómo su mujer y el joven caminaban abrazados. La mano de él acariciaba su espalda y bajaba hasta sus redondeces. Los otros dos comenzaron a contorsionarse, y unos instantes después copulaban sobre la reposera.
Leyro Serra se quedó hipnotizado durante algunos momentos, hasta que decidió volverse. La escena lo había excitado visiblemente, pero no podía dejar de pensar que se trataba de su esposa, que en aquel momento estaría gimiendo de placer con ese joven que se había conseguido. Contra eso no podía competir, y su mente voló a Silvia.
—No la encontré. Llámela por teléfono, por favor —ordenó a la mucama, mientras se servía, alterado, una copa.
La única muerte digna es la elegida, repetía Ernesto enfrentando el escritorio de su despacho, mientras recordaba el encuentro con Mirta y sus ojos claros llenos de lágrimas. No alcanzaba a determinar si era una verdad, pero impactaba y sonaba impecable.
Esa muchacha estaba llena de sorpresas: una angustia de años, una vida signada por muertes, traiciones y la venganza, un novio oculto e inasible, sus sentencias precisas y duras que lo dejaban impresionado.
¿Dónde y de qué viviría? No parecía tener empleo y menos un pasar cómodo. Lo único que sabía era que vivía sola y que se comía las tres cuartas partes de la pizza cuando se encontraban. Que tenía un novio que era casado, pero no sabía cuántas veces lo veía ni dónde. Sólo la imaginaba durante horas en una biblioteca estudiando filosofía o ética, haciendo changas de clases o preparando algunos programas de computación que le daban unos pesos para subsistir.
Ahora tenía que planificar cómo harían para evitar que los involucrados en la causa, que ya estaba caratulada con una tapa oficial, se comunicaran entre sí. No debía permitir ni dar les tiempo para que borraran las huellas de sus delitos en el momento en que se hicieran los allanamientos. Era indudable que necesitarían simultaneidad. Al hospital lo conocía por las descripciones de Julia y Federico; al edificio de la Oficina de Medicamentos, por lo que le había informado el novio de Mirta. ¿Y la sede de Laboratorios Alcmaeon? ¿Qué iban a buscar allí?
Trató de imaginar qué cosa podría lograr en ese lugar y le costaba trabajo determinarlo. No habría documentación de los enfermos, quizá se ocuparían de la llegada y entrega de las drogas y hasta del reenvío de los resultados a los Estados Unidos. ¿Tendrían un director médico relacionado con el hospital y con la Administración? Quizá lo podrían interrogar para que les diera algunos entretelones de las relaciones de la investigación.
Decidió que él iría al hospital, que era el lugar más conflictivo, y dejaría para Agustín Urtubey la Oficina Nacional de Medicamentos, donde tendría indicaciones precisas y documentos que buscar.
En forma directa, sin secretaria, llamó al comisario Rimoldi Fraga, un antiguo y decente jefe de la División Delitos Económicos de la Policía Federal. Quizá le diera una pauta de qué y dónde buscar información en el Laboratorio Alcmaeon.
Cuando Suzely llegó a la casa, encontró a Oscar tomando una copa en la terraza. Estaba calmo y sonriente.
—Decidí tomarme estos cuatro días… estoy muy cansado.
—¡Qué bien!
—Hace mucho que no estoy con ustedes. Sé que las tengo un poco abandonadas y no hay trabajo que merezca eso.
—Por supuesto, me alegro de que te des cuenta. ¿Hace mucho que llegaste?
—Una media hora… te fui a buscar a lo de Carla y nadie me contestó el timbre.
—Es que habíamos ido a comprar unas cosas y las mucamas no estaban.
Oscar la miró para encontrar signos de turbación o, al menos, un involuntario rubor, pero no. Su rostro no acusó el menor impacto. Había estado cogiendo locamente con un jovencito unos minutos antes y ahora estaba hablando con su marido, que casi la atrapaba, sin sentir la menor incomodidad. ¡Qué hija de puta!
¿Pasaría lo mismo con Silvia? Seguro, pero ella, al menos, era una puta declarada y de eso vivía. Era más honesto que la simulación de su esposa.
Conversaron mucho sobre las novedades de Río y del trabajo, de los problemas superados y de una recorrida que debería hacer por los países que dependían de su gerencia regional, como si la loca y erótica escena que había presenciado unos minutos antes no hubiera existido y Suzely no sintiera aún los rigores del sexo con ese muchachito de cuerpo oscuro y perfecto.
El calor se había intensificado y aun bajo el toldo se hacía sentir. El viento del mar no alcanzaba a refrescar. Oscar estaba descalzo, gozando de los dedos libres sobre el mosaico fresco. Se paró y se desnudó completamente.
—Me voy a nadar —anunció, y se lanzó a la pileta sintiendo el placer del agua entibiada por el sol. Se dedicó a bracear durante un rato a lo largo de la pileta, sintiendo que sus músculos se estiraban. Se detuvo a descansar y vio a Suzely en el borde, con los pies en el agua.
—Entrá, ¡está lindísima! —la invitó. Suzely le sonrió y se desabrochó el corpiño. También se sacó el bikini, dejando ver su cuerpo desnudo en todo su esplendor. Abrió un poco las piernas para que él la viera desde el ángulo perfecto a ras del agua. Oscar sintió cómo se excitaba otra vez sin poder evitarlo.
Ella se dejó deslizar y por un momento desapareció bajo el agua, emergiendo con el cabello empapado pegado al cráneo. Se acercó a la pared donde él estaba recostado y lo abrazó por el cuello, mientras su cuerpo se aplastaba ansioso.
—¡Qué suerte que viniste!
El juego previo fue demorado por Oscar, pese a su excitación. Le gustaba sentirla ansiosa. ¿Sería la necesidad de continuar lo que había interrumpido con su llegada? Iba a entrar donde momentos antes había estado otro, mucho más joven, ocupando ese espacio preciado.
Sin apuro y estirando su cuerpo, se introdujo lento mientras Suzely exhalaba un suspiro y tiraba la cabeza hacia atrás, dejando disponible el cuello, al que él se adhirió.