Los seis hombres estaban sentados alrededor de la mesa de reuniones. Conversaban entre sí y con el asesor legal de la gerencia regional, a quien Leyro Serra le había pedido que asistiera. Temía, por los informes, que los incumplimientos formales pudieran ocasionar problemas importantes, y para eso necesitaba un abogado de confianza.
Cuando entró al salón, todos se pararon en tiempos distintos. Los fue saludando uno por uno. Salvo a los dos adscriptos, ambos psicólogos, a los otros cuatro los conocía. Con alguno de ellos había intimado en alguna convención o en una visita a Buenos Aires. Ahora era importante saber de las bondades y debilidades de cada uno.
Las primeras dos horas fueron utilizadas para que el gerente del país, Aníbal Geppe, expusiera lo que había preparado sobre el estado de la compañía, las campañas, el nivel de ventas, los problemas de personal y de la economía en la Argentina.
No era lo que más le importaba, pero se trataba de un ritual inicial de toda reunión de la gente de un país con su gerente regional. No se lo podía saltear sin causar alarma. La convocatoria debía parecer de rutina y las novedades serían, entre otras, la desactivación de las investigaciones con ALS-1506/AR y el inicio de la campaña de venta de productos libres. Se tratarían como dos temas importantes, pero no serían otra cosa que una marcha normal de los negocios de la empresa. Nada ni nadie, en ninguno de los países donde se dejaría de investigar con ALS-1506/AR, debía prender una luz roja. Todo debía parecer normal, el devenir habitual de una investigación y de una nueva campaña de ventas.
Oscar Leyro Serra se detuvo en algunos detalles respecto de las investigaciones clínicas en curso. Además del ALS-1506/AR, tenían un producto para la glucemia y una vacuna para una cepa resistente de la gripe, que seguían sus pasos normales y con objetivos más modestos. No tenían implicaciones sociales y, por supuesto, eran mucho menos dañinos física y psicológicamente que los dirigidos a los enfermos de cáncer.
Luego le tocó el tumo al gerente de comercialización. Con cuadros repletos de estadísticas, intentaba justificar por qué no se habían cumplido los objetivos fijados a principios del año anterior y cuáles eran los factores de corrección que debían aplicarse para lograrlos. Leyro Serra, severo, le hizo notar que en otros países latinoamericanos, con situaciones sociales, económicas y médicas similares, los objetivos habían sido alcanzados y, en algunos casos, superados.
Gozó en ver la palidez del gerente, que veía peligrar su puesto y que trató de dar explicaciones convincentes, pero no sólo no lo logró sino que se enredó en la justificación de forma tal que incomodó al resto.
Oscar Leyro Serra necesitaba crear la inquietud en ese hombre que, en parte, tenía razón. En la campaña de ventas de productos libres su actividad iba a ser esencial, y su preocupación por mantener su posición dentro de la compañía lo haría esforzarse para compensar las falencias puestas en descubierto en su propia exposición.
Le tocaba el turno al gerente médico, pero Leyro Serra le otorgó la palabra al asesor legal. El abogado era joven, elegante y desenvuelto, y no estaba a sueldo de la compañía sino que era el hombre designado por un estudio externo para atender a ese cliente.
Tenía una gran ventaja sobre los otros. Era el único que no dependía de los Laboratorios Alcmaeon, sino del estudio que lo empleaba y que ejercía la atención legal integral de la compañía en el país. Si su desempeño no era adecuado, seguramente tendría problemas y sería sustituido por otro abogado, pero el estudio no perdería a su cliente y menos a los Laboratorios Alcmaeon.
Siguió un orden que lo llevaba de lo general a las particularidades. Comenzó por la situación societaria de la empresa, el cumplimiento de las formalidades de las asambleas de accionistas, las reuniones de directorio y presentaciones de balances. También analizó el grado de cumplimiento de las leyes sociales y de las relaciones sindicales. En la empresa no había conflictos laborales.
Se explayó sobre los pocos juicios en que estaba demandada la compañía. Había algunas acciones contra contratistas y proveedores incumplidores que seguían su trámite y que prometían indemnizaciones importantes. Tenían un sumario por la venta de productos vencidos que atribuyó a la responsabilidad de una droguería a la que le habían rescindido el contrato de distribución e iniciado una acción de daños y perjuicios.
El juicio más complicado se refería a un error del propio Laboratorio en el envasamiento de un medicamento donde se cargó una partida de pastillas con una dosificación mayor a la que se consignaba en las cajas, causando problemas de sobredosis.
Leyro Serra no dejó pasar el tema e hizo que el abogado explicara con todo detenimiento en qué consistía el error, el daño y las posibles consecuencias patrimoniales y de imagen. Los anteriores expositores nada habían dicho sobre el problema porque sabían lo dificultoso que era explicarlo. Era un error imperdonable, con una escala de responsables que llegaba hasta el mismo gerente del país.
Estuvieron toda la tarde con ese tema y finalmente el abogado recibió instrucciones de tratar de terminar con el juicio lo antes posible aunque tuviera un costo económico exagerado. La indemnización por la parálisis de un menor de once años no podría resultar barata, y su importe saldría de la disminución de los bonos de gratificación de los ejecutivos de la Argentina. Ya nadie sonreía.
A las ocho de la noche dieron por terminada la reunión y no fueron invitados a cenar por el director regional, como era costumbre. A Leyro Serra se lo notaba molesto. Había encontrado un error importante en la línea de sus ejecutivos y no lo perdonaba.
Era un mal comienzo de la ronda de reuniones, que esa noche seguramente comentarían antes de la cena sin la presencia de las mujeres y sin el traidor del abogado externo, que los había delatado.
En un restaurante frente a la Lagoa había una mesa reservada para que los dos abogados, el de la gerencia regional y el de Argentina, cenaran esa noche para conversar de temas comunes.
—¿Nuremberg? —preguntó asombrado Ernesto, tratando de conectar qué tenía que ver una cosa con la otra.
—Sí…, el Código de Nuremberg.
Los dos fiscales trataban de encontrar dentro de sus conocimientos ese código y no lo lograron. No lo conocían, nunca lo habían oído nombrar.
—Cuando los aliados reconquistaron Europa —comenzó a explicar Mirta—, se encontraron con todo tipo de cosas, entre ellas, los campos de concentración. Más allá de cuántos fueron los judíos que murieron en esos campos, quiénes fueron los responsables y qué sabía el pueblo alemán de ellos, también aparecieron los resultados de las investigaciones médicas y balísticas, entre otras cosas. La guerra las había hecho «necesarias», al igual que la anestesia, aparecida en la Primera Guerra Mundial.
Los tres interlocutores estaban absortos ante la explicación de esa mujer que, creían, sólo sabía de computación y que todos, sin excepción, habían limitado a ese rol.
—En Nuremberg, además de las condenas que todos conocen de los jerarcas nazis, fueron juzgados 21 médicos —veinte hombres y una mujer—, todos ellos brillantes profesionales con antecedentes académicos casi insuperables para la época. Lo paradójico es que a ellos se les deben avances enormes en la medicina pero fueron condenados, ocho a muerte, porque esos avances fueron logrados experimentando con seres humanos.
—¿Pero no lo hacen todos? —preguntó Agustín.
—Sí, claro. No hay experiencia que no termine en los seres humanos, de otra forma no sería posible la administración masiva de drogas.
—¿Entonces?
—La diferencia que esos seres humanos eran judíos prisioneros de los campos de concentración usados como conejillos de Indias.
—¿Es lo mismo que hicieron aquí en Buenos Aires?
—A lo mejor, si no tuvo el consentimiento de los pacientes.
—Vamos, ¡por favor!
A las diez comenzó la nueva reunión de los directivos de la sucursal de Argentina y el director regional de Laboratorios Alcmaeon en el imponente edificio de Río. Estaban las mismas personas que el día anterior, incluso los abogados que ahora charlaban frente al ventanal en el momento en que entró Oscar Leyro Serra al salón.
El gerente regional saludó brevemente y se sentó en la cabecera. Su rostro revelaba severidad, pero en su interior estaba calmo, casi risueño. Después de lo pasado en Nueva York y el desastroso regreso a Brasil con el accidente y sus falencias sexuales, casi nada parecía afectarlo. Es más, situaciones como éstas le devolvían esa sensación de poder que integraba su personalidad.
—Señores, el tema de ayer me ha dejado muy preocupado —dijo tratando de que su castellano no pareciera demasiado primario—, son las cosas que en la empresa no pueden suceder. Los controles de calidad, la excelencia de los productos y la confianza que debemos inspirar en la población son nuestra razón de ser. Si los perdemos, desaparecemos, ¿me entienden?
—Sí, señor —intervino el gerente de la Argentina, sentado a su lado—, pero quería puntualizarle que se trató de un problema aislado y corregido en cuanto se detectó.
—¿Y cuándo se detectó? —preguntó agresivo. Un silencio ganó la sala y Leyro Serra repitió—: ¿Cuándo se detectó, señor?
—Cuando tuvimos noticias de la sobredosis en ese muchacho.
—¿Y qué hicieron?
—Analizamos la veracidad del rumor e inmediatamente retiramos todos los envases de las distribuidoras y las farmacias.
—¿Recuperaron todas?
—No, por supuesto que no. Estuvieron a la venta cerca de veinte días.
—¿Cuántas cajas faltaron?
Otro largo silencio, hasta que el gerente dijo:
—Ochenta y cuatro, señor.
—¿Y no hubo otro reclamo u otro juicio?
—No, afortunadamente no —dijo el abogado argentino.
—¿Y podemos tenerlo?
—Es posible, pero difícil porque ya hubiéramos tenido noticias.
—Crucen los dedos señores, porque estoy seguro que una sobredosis de COAG en ochenta y cuatro cajas vendidas debe haber producido daños importantes que no se atribuyó a la medicación. Un imperdonable error, que hay que reparar cuanto antes e impedir que se difunda al público.
El silencio ganó nuevamente la sala, mientras el director regional buscaba algo dentro de su carpeta. Encontró un papel que leyó durante unos minutos hasta que lo abandonó, cerrándola y apoyando sobre ella sus manos entrelazadas. Levantó la vista y percibió la mirada temerosa de aquellos hombres. El poder, el poder…
—Doctor Davell, me gustaría escuchar su informe sobre su área en la Argentina —ordenó al gerente médico.
El requerido pidió permiso para usar el proyector para sus cuadros y una vez que se oscureció la sala comenzó a exponer señalando con el punto rojo de una linterna láser.
El hombre vestido con un traje oscuro, camisa con gemelos y una corbata coloridamente sobria, no parecía un médico sino un agresivo y efectivo ejecutivo que describía una política de penetración en el mercado. Y eso era precisamente lo que hacía.
Con gráficos y estadísticas, comenzó a mostrar la influencia para las ventas que tenía la revista del laboratorio, con sus notas y artículos de importantes profesores nacionales y extranjeros. La publicación se distribuía en forma gratuita casi entre cincuenta mil médicos de Argentina, Uruguay y Paraguay.
—Parece mentira, pero no se imagina usted cuántos médicos de estos países no leen inglés ni usan Internet. Estas publicaciones son gratis y tienen un bien ganado prestigio. Muchos las leen y completan sus conocimientos con charlas de colegas en el hospital y lo que les dicen los visitadores médicos. A veces, son las únicas fuentes de actualización que tienen.
»Por eso mismo, el año pasado hemos patrocinado ocho congresos, uno internacional y siete nacionales en distintas especialidades. También hacemos simposios y alentamos viajes de profesionales elegidos y buenos prescriptores a congresos en el exterior.
»Nuestros congresos y simposios son muy exitosos. Garantizamos buen café para el break, inscripción gratis y diploma —dijo lanzando una carcajada grosera, y al ver que nadie compartía su gracia, agregó—: También nos aseguramos que haya buenos temas y profesores.
»Lo cierto es que tenemos un cuerpo de doscientos noventa y cuatro visitadores que recorren hospitales y consultorios, logrando interesar a los médicos en nuestros productos. Además, nos mantienen actualizados sobre las necesidades e intereses de los profesionales, que tratamos de satisfacer dentro de nuestras posibilidades presupuestarias.
El gerente médico se interrumpió. Era hora de almorzar, todos se dirigieron al comedor, pero Leyro Serra no concurrió alegando un compromiso ineludible. Casi todos los hombres comieron y bebieron copiosamente, sin respetar la norma interna que prohibía beber alcohol en las reuniones de trabajo. Alguien había transmitido mal una orden al sector de cocina. El abogado externo tampoco fue de la partida, porque sentía la agresividad del grupo y prefirió cambiarse en el hotel que estaba a dos cuadras y pasar un rato distendido en la playa.
La reunión se reinició a las tres y media de la tarde, y el grupo había perdido la lozanía de la mañana. El doctor Davell, que debía completar su exposición, hubiera querido estar durmiendo una siesta. Las tres tazas de café y las reiteradas refrescadas en el baño no alcanzaban para ponerlo en forma ¡y Leyro Serra se demoró en volver!
Cuando estuvieron todos sentados a la larga mesa, el gerente médico continuó explicando los procedimientos para la fabricación de medicamentos, adentrándose en áreas que correspondían a otros, pero esquivando prolijamente el yerro en el envase de COAG.
El discurso se había convertido en algo monótono, que exigía el mayor de los esfuerzos de los adormilados compañeros de sucursal. Sólo Oscar Leyro Serra, que lo interrumpía pidiendo precisiones, y los dos abogados parecían mantener el nivel de interés.
Dos horas tuvo que hablar el doctor Davell. Las huellas del cansancio eran visibles en su cuerpo. El cabello castaño, tan prolijamente peinado a la mañana, se iba desacomodando a medida que su mano nerviosa lo llevaba hacia atrás. Una suave sombra se iba insinuando bajo sus ojos, y el hombre ya no sonreía tan a menudo ni hacía chistes.
Finalmente, comenzó a hablar de los trabajos de investigación. Ponderó los éxitos de las otras dos investigaciones, hasta que llegó a la que consideraba una estrella de la compañía: la investigación de la droga ALS-1506/AR. Explicó los equipos que se habían formado para llevarla adelante, los grupos de pacientes involucrados, la exactitud en las evaluaciones y la puntualidad de los envíos de los informes a la central de San Diego, con la cual tenía contactos permanentes.
—Doctor Davell —lo interrumpió Leyro Serra—, ¿todos estos estudios son rentados?
—Sí, claro. Le pagamos dos mil trescientos dólares al investigador jefe por cada paciente, y él se encarga de pagarles a los médicos y al resto del personal necesario. Además, invitamos a algunos médicos a Nueva York o a San Diego para que conozcan nuestras sedes, y patrocinamos a otros interesados en congresos… en especial si se hacen en Estados Unidos o Europa.
—Bien…, ¿y no ha habido problemas con el flujo de fondos?
—No, señor. El dinero asignado a la investigación lo manejo directamente con el sector de finanzas, al que le rindo cuentas de su uso.
—Es decir que, a su criterio, estas investigaciones están bien encaminadas…
—Sí, señor.
—¿Y se ha cumplido con todos los requisitos legales?
—Bueno, en realidad… —atinó a decir mientras buscaba auxilio en su distraído gerente.
La reunión tomó súbito interés para todos. La pregunta del director regional pareció encender una luz roja en la mente de aquellos hombres adormilados.
—Usted recordará, señor, la urgencia en comenzar las investigaciones… —intentó defender Geppe, el gerente de Argentina.
—Sí, claro. Estábamos retrasados… —contestó Leyro Serra casi displicente, dejando la frase sin terminar.
—Por eso debimos sortear algunas presentaciones para poder comenzar a investigar. Usted sabe que la autorización es previa y con el problema de las huelgas no podíamos aguantar las demoras que tuvimos al comienzo. Ya teníamos armados los equipos con los grupos dos y tres… no es tan fácil conseguir los pacientes, y si el tiempo pasa se pueden morir o desistir.
—¿Y qué hicieron? —preguntó el gerente severo, sabiendo la respuesta.
—Evitamos a la Administración de Medicamentos y comenzamos esas investigaciones sin la autorización… La teníamos autorizada para el grupo uno. ¡Vaya a saber el tiempo que tardarían para una nueva!
—A ver si le entendí, señor. ¿Usted me está diciendo que para el ALS-1506/AR tenemos autorización para investigar con un grupo y que con los grupos dos y tres, que están ahora bajo tratamiento, se está actuando ilegalmente?
—Bueno… decir ilegalmente es una exageración.
—Si no está autorizado, es ilegal. —La tensión del ambiente podía notarse sin ser demasiado sensible. Todos estaban pendientes del diálogo, y la resaca del almuerzo había sido olvidada. Los abogados tomaban frenéticas notas en sus blocks de hojas amarillas.
—Tenemos permiso para el grupo uno, que ha terminado su fase de administración de la droga y los pacientes están en observación.
—¿Y en qué nivel están los demás?
—En distintas etapas… Nos demoramos bastante porque en la Administración estaban en huelga y esperamos hasta que decidimos largamos.
—¿Quién es el investigador jefe?
—El doctor Marcelo Salinas.
—¿Para los dos grupos?
—Sí, señor.
—¿Y admitió hacer la investigación sin las autorizaciones? —preguntó Leyro Serra, incisivo.
—Sí, siempre ha despreciado a los burócratas y está dispuesto a terminar su trabajo sin que ellos se enteren.
—¿Usted tiene conciencia del riesgo que asumimos?
—Sí, señor, pero fue una decisión del doctor Salinas, y era tanta la urgencia de la gerencia regional en continuar con los grupos dos y tres que… —contraatacó.
—¿Habrá cumplido el doctor Salinas con los requisitos del expreso consentimiento de los pacientes? —preguntó, ahora francamente alarmado.
—Me imagino que sí.
—Mirta, ¡no seas cabeza dura! Nadie le preguntó a Fleming cuántos de sus pacientes murieron para que descubriera la penicilina, sino que lo aplaudieron porque salvó a millones de personas de padecer enfermedades tremendas…
—¡El cabeza dura sos vos! Te encerrás en ese argumento que tiene su validez para otra época, pero la humanidad ha avanzado y el respeto por la persona tiene un nivel diferente después del genocidio nazi.
—Sí, porque los muertos fueron judíos… Si fueran palestinos no importaría.
—¡Racista hijo de puta! —lo acusó ella con furia.
—Perdóname Mirta… no me di cuenta —atinó a decir Agustín, enrojeciendo—. No quise decir eso.
Un pesado silencio ganó el ambiente, dejando la discusión en suspenso, porque habían entrado en un campo minado.
Ernesto se preguntó si Nuremberg habría existido en el caso de que Alemania hubiera ganado la guerra. Seguramente no y otro tribunal, en otro lugar del mundo, condenaría a norteamericanos e ingleses por las atrocidades que nunca se habían dado a conocer. Y también por Nagasaki e Hiroshima, que sí se habían conocido.
Julia se levantó a preparar café. El grupo seguía silencioso, tratando de distraerse con el ulular lejano de una sirena o jugando con los cubiertos.
—Bueno, otro día vamos a seguir hablando sobre el ser y el deber ser. Sobre la responsabilidad de los vencidos y la inflexibilidad de los vencedores. Ahora, con nuestro tema, estamos en un punto muerto del que no salimos si no conseguimos dos datos.
—¿Cuáles? —preguntó Mirta redundante, tratando de romper el hielo que congelaba las relaciones.
—Determinar si Salinas y el laboratorio están autorizados por el gobierno, si han informado a los pacientes de la experiencia y si éstos prestaron su libre consentimiento.
—Yo me encargo del primer tema. Ustedes del segundo.
—¿Y cómo vas a hacer? —preguntó Ernesto.
—Mi novio trabaja en la Oficina de Medicamentos.
Los tres se quedaron boquiabiertos, no porque pudiera conseguir una información tan reservada e importante, sino porque tuviera un novio.
La reunión del martes terminó mal. Los yerros de la filial Argentina eran demasiados y groseros. Lo peor fue advertir que la responsabilidad era estructural y que iba subiendo hasta llegar al propio gerente regional. Parecía que toda la escala jerárquica se había aflojado, que nadie tenía claro cuáles eran sus obligaciones, dónde empezada la del otro y quién debía controlar todo el sistema para que no pasaran esas cosas.
Era cierto, aunque Leyro Serra no lo reconocería, que había exigido al gerente local la mayor urgencia para comenzar a investigar con los grupos dos y tres. Sabía que los procesos de África y el Oriente Europeo estaban adelantados, casi terminados, y hasta los otros países del área le llevaban la delantera.
Creyó que el gerente recurriría a sus influencias y a alguna forma de soborno para apresurar las autorizaciones, pero nunca imaginó que ese doctor Salinas se largara a experimentar sin ser autorizado. Geppe ni siquiera sabía si había cumplido con la obligación de tener el consentimiento de los pacientes.
La responsabilidad del laboratorio era enorme. Si algo así salía a la luz, su imagen se destrozaría en el mundo entero. Millones de dólares en propaganda serían tirados a la basura, las pérdidas en prestigio serían incalculables. La competencia se sentiría feliz de verlos caer, quizá sin advertir que se afectaba a toda la industria y que, si el escándalo se expandía, ensuciaría a todos, a los justos y a los pecadores.
Leyro Serra sintió que un escalofrío recorría su espalda y trató de no perder la calma. Su secretaria le acercó un papel donde lo anoticiaban que su controler no podía viajar y que llegaría el lunes siguiente a las seis de la mañana ¡Menos mal! En medio de semejante crisis, tener un supervisor encima podía ser fatal.
—Muy bien, señores. Vamos a seguir mañana a las nueve. Lamento tener que suspender nuestra cena de esta noche. Un problema urgente me lo impide —se justificó, levantando el papel que le había traído su secretaria. Ésta le preguntó por lo bajo:
—¿Suspendo la reserva en el restaurante?
—Sí, gracias.
Los hombres, agradecidos porque esa noche podrían descansar, acomodaron sus papeles para irse.
—Geppe, ¿puede quedarse un momento? —le dijo al gerente.
—Cómo no, señor —dijo el argentino, sumiso y alarmado. Ya había pasado un mal momento en la reunión, y el pedido no presagiaba nada bueno.
Cuando estuvieron solos, Leyro Serra llenó su vaso con agua mineral y tomó un sorbo, mientras el otro hombre lo miraba interrogante.
—¿Usted comprende la gravedad de nuestra situación? —le espetó sin anestesia.
—No creo que sea demasiado grave, señor. Allá es bastante común que se hagan investigaciones clínicas sin cumplir con todos los requisitos. Basta que sea gente seria y honesta.
—¿Nosotros lo hacemos?
—No, señor. Es la primera vez. Las normas de la compañía son estrictas en eso.
—Entonces, ¿cómo permitió que comenzaran nada menos que con el ALS-1506/AR? Usted es el que ordena que envíen las dosis, ¿no es cierto?
—Sí, señor, pero la urgencia era muy grande. Usted mismo me llamó varias veces para que le pusiera presión. Ya teníamos la autorización para el primer grupo, y conseguimos que el investigador para el dos y el tres fuera, otra vez, el profesor Marcelo Salinas. En realidad, la nueva experiencia era idéntica, salvando el hecho de que bajaba la dosis, lo cual la hacía menos peligrosa.
—¿Y le parece que eso justifica habernos metido en semejante problema? —preguntó el director regional en portugués, levantando la voz hasta hacerla sonar amenazadora.
—Supongo que no, señor. Pero tenemos grandes posibilidades de terminar sin que pase nada ni que nadie se entere.
—¡Las mismas posibilidades de que nos hagan pedazos!
—Señor —trató de justificarse el otro—, el peso científico del doctor Salinas y el prestigio del laboratorio harán que nadie se anime a hacer nada. Todo está en marcha y nada ha pasado.
—¿En verdad no sabe si han cumplido con el consentimiento de los pacientes?
—No, señor… ésa es una cuestión administrativa que el investigador jefe debe cumplir. Sólo cuando tenemos dudas, controlamos.
—Pero es fundamental, Geppe.
—Estoy seguro de que el profesor Salinas lo ha hecho.
—Pero, concretamente, usted no sabe si las tiene.
—No, señor.
—¡Quiero saberlo! —gritó Leyro Serra, golpeando con el puño en la mesa.
—Si me permite el teléfono, puedo averiguarlo ahora mismo —dijo Geppe, alarmado.
—Es algo que no se puede hablar por teléfono. Si los consentimientos no están, hay que advertirlo del problema y de la necesidad de que nadie se entere.
—En cuanto vuelva, le pido al profesor…
—Usted vuelve esta misma noche, Geppe, y mañana tiene una reunión con Salinas. Espero su llamada antes del mediodía. Le pido la mayor discreción. No quiero que nadie, ni siquiera la gente de su equipo, se entere de su misión en Buenos Aires.
—Lo comprendo, señor.
—Ah… —dijo Leyro Serra, pero de inmediato se arrepintió de ordenarle que se llevara a Davell—. No, nada más. Sólo tenga presente la necesidad de la absoluta discreción, y asegúrese de que el Dr. Salinas también la tenga.
—Lo haré.
—De esto depende su futuro. No lo olvide, Geppe.
En la estrecha oficina, el fiscal del crimen y su adjunto comían unos sándwiches que les había traído el ordenanza. La primera audiencia se había prolongado, y no tenían tiempo para almorzar antes de la siguiente indagatoria.
—¡Mírala a esta Mirta! —dijo Ernesto—. Tenía un novio. ¿No será una tapada? Cada vez me sorprende más.
—Yo la conocí cuando hice el curso de computación el año pasado, y siempre me pareció un palo vestido.
—Lo cierto es que si nos consigue el dato de la Oficina de Medicamentos, nos sacamos la lotería.
—Es importante —asintió Agustín—, pero mucho más importante es saber si estos tipos informan a los pacientes, les explican qué van a hacer con ellos y después firman el consentimiento frente a un testigo. —El adjunto tomó un sorbo de Coca Cola light, y continuó hablando con vehemencia—: ¡Son pobres tipos, Ernesto! Son enfermos desesperados que ven la muerte a pocos pasos y se agarran a cualquier cosa que les ofrezcan.
—Y por eso se les exige tanto a los investigadores.
—Pero imagínate qué le pueden explicar a un albañil o a un jardinero sobre drogas nuevas que todavía no están probadas. Yo mismo no sé si entendería algo.
—Pero siempre hay un lenguaje para cada uno. Mucho peor es que no les digan nada y los inyecten.
—… Y creo que es lo que están haciendo —dijo apesadumbrado el adjunto.
—La diferencia es sutil. ¿Cómo puede decidir un enfermo que se muere? No tiene ninguna libertad para decidir, porque no sabe si tiene una chance con el tratamiento tradicional, y menos con uno nuevo que está en etapa experimental. Es como tirar una moneda al aire o confiar en un médico porque le parece más tierno o tiene mejor voz. Si se equivoca se muere, y si acierta… probablemente también.
—Exacto. Por eso no la entiendo a Mirta cuando discutimos.
—Yo la entiendo, Agustín. Es judía y los alemanes experimentaron con ellos como si fueran animales de laboratorio, aunque hicieran descubrimientos valiosos. Estos avances después los utilizaron los americanos, como en el caso de Von Braun y sus cohetes. Ahí ya no les importó el fruto del árbol prohibido.
—Es difícil tomar una posición inflexible en estos casos, porque los mismos que mataron a millones de civiles japoneses con un par de bombas son los que juzgan a los que mataron a los judíos o a los gitanos en forma individual.
—Si les hubieran ofrecido que con la experiencia zafaban de los campos, ¿habrían podido elegir?
—No, por supuesto que no. Estoy convencido que en la toda la vida son pocas las circunstancias en que podemos elegir, aunque creemos que todo el tiempo tenemos esa libertad.
—Entonces, menos puede elegir un prisionero o un enfermo grave.
El doctor Salinas estaba sorprendido. Que el gerente general de los Laboratorios Alcmaeon fuera a verlo en forma personal al hospital no tenía precedentes. Cada vez que había querido hablar sobre algún artículo a publicar, una investigación o invitarlo a un viaje, había bastado con un almuerzo en un buen restaurante o simplemente con una cordial charla telefónica.
Pero ahora lo tenía allí adelante, después de haber sido convocado la noche anterior desde algún lugar lejano. El señor Geppe le había pedido esa entrevista urgente, sin admitir que se encontraran a la tarde o en un almuerzo. No le quedó otro remedio que suspender el ateneo que tenía programado para esa mañana, al que le interesaba concurrir porque iría gente de la Dirección del hospital.
—Estimado señor Geppe —dijo Salinas pomposo en cuanto se sentaron—, es para mí un gusto recibirlo en el hospital. Usted ve que no es tan cómodo como el consultorio, pero el presupuesto…
—Sí, claro. Pero es que tenía cierta urgencia en conversar con usted.
—Diga nomás, Geppe —lo animó Salinas, intrigado y confianzudo.
—Antes que nada quiero asegurarme que esta conversación quede entre nosotros dos y no tenga ninguna difusión.
—Claro. Soy médico.
—Bien ¿recuerda que acordamos investigar con los grupos dos y tres de ALS-1506/AR sin la autorización del gobierno, debido a la urgencia?
—Sí, esos burócratas…
—Pero, dígame, a pesar de no tener la autorización oficial, ¿usted se aseguró de tener la conformidad de los pacientes para la aplicación del ALS-1506/AR?
Salinas se sorprendió. Esperaba cualquier cosa menos eso.
—Bueno, en realidad…
—¿Las tiene o no? —repreguntó el gerente.
—Deben estar…
—¿Cómo «deben estar»? —dijo alarmado, inclinando su cuerpo hacia delante y abandonando el respaldar del sillón.
—Es una formalidad que derivo en cada investigador —contestó con su cara enorme encendida por el rubor.
—Pero ¿no tiene usted control sobre ellos?
—No… en ese aspecto, no. Yo me ocupo del control médico y científico —dijo Salinas casi agraviado, reacomodando su exagerado cuerpo en forma tal que el enorme abdomen se aplastaba contra el borde del escritorio.
—Doctor… yo confié en que usted era meticuloso en todos los aspectos… sus informes son completos y serios, pero…
—Pero, ése no es ningún problema, es una simple formalidad, Geppe. En las anteriores investigaciones no hubo inconvenientes ni los habrá en éstas.
—Me parece que en éstas sí…
—No se preocupe…
—Me están pidiendo de arriba que me asegure que las conformidades están. Parece que hablan muy en serio.
—Dígales que sí, Geppe. Cuando terminemos con los grupos dos y tres van a resultar innecesarias. ¿Están preocupados por algún problema en especial con el ALS-1506/AR?
—Doctor Salinas, necesito saber concretamente si tiene o 110 las conformidades firmadas.
—No lo sé, ya se lo dije, tengo que hablar con los médicos que intervienen en la investigación.
—Pero eso quiere decir que habría pacientes que no han prestado su conformidad.
—Puede ser —contestó el galeno con un gesto indefinido—. ¿Y podríamos conseguirlas ahora?
—Sí, claro. No creo que haya problemas. Salvo, por supuesto, en el caso de aquellos que están muertos.
Mientras cruzaba la ciudad en el pequeño automóvil, Julia sentía la carga de haber alarmado a su marido con la muerte de Irma Bermúdez. La mañana estaba espléndida y la mujer quería borrar de su memoria la noche de su primer aniversario de casada.
En el problema estaban implicados, además de ellos, Agustín, Mirta y Federico Montes. Habían cometido delitos para averiguar los detalles, se habían complotado con un delincuente habitual y todavía no tenían resultados positivos.
Quizás aquel domingo tuviera suerte y encontraran las conformidades de los pacientes. De la autorización de la Oficina de Medicamentos se encargaría Mirta, y no tenía tanta relevancia porque todos creían que era el cumplimiento de formalidades para que un grupo de burócratas justificara sus puestos sin controlar nada.
Sin embargo, tenía una sensación contradictoria. Por un lado, quería que todo terminara sin complicar a ningún colega, y por otro, se sentía un paladín de la justicia.
Desde que se había recibido, tuvo noticias de cosas raras que pasaban dentro del ambiente. Amores clandestinos, alguna malversación, pagos de sobreprecios, grandes dosis de soberbia e ignorancia pero también amor al prójimo, abnegación y servicios prestados mucho más allá de las retribuciones materiales. No era otra cosa que la naturaleza humana.
No podía admitir que en nombre del avance científico, de los laureles que algunos querían exhibir o los importantes fondos que allegaban los laboratorios, se usara a la gente para experimentar.
Quería que todo terminara sin escándalo, reivindicando a la clase médica, a sus principios en los que creía casi con fanatismo pero, por otro lado, deseaba caer sobre los que violaban la ética con toda la fuerza y la potencia posible, para que nadie más lo intentara.
Pero había algo más, que no podía definir con exactitud. La investigación la había colocado en el mismo carro que su marido. Estaban peleando por primera vez juntos por algo en lo que creían.
Y, además, estaba aquello otro.
La entrada clandestina en el Servicio de Oncología para espiar sus documentos, sus datos estadísticos, sus historias clínicas, las intimidades de los escritorios y armarios, la excitaban. La excitaban sexualmente, y ella no podía impedirlo. Era un raro mecanismo que le avergonzaba descubrir y no podía confesar.
En sus cinco años como ginecóloga había escuchado de sus pacientes cosas que le costaba digerir. Cómo operaban en la mente de esas mujeres estímulos extraños, muchas veces despreciables, pero sin los cuales no lograban satisfacerse ni disfrutar.
Siempre había tomado distancia de esas locuras que incluían el dolor, la angustia y hasta la destrucción en la pasión amorosa. No podía comprender aquellas distorsiones de la mente humana. Pero sus pacientes no sólo no lo consideraban así, sino que intentaban mantenerlas porque era la única forma de gozar.
En algunos casos había sentido asco por las confesiones de esas intimidades, y creía liberarse de su responsabilidad derivándolas a psiquiatría o a una psicóloga. Algunas se habían ofendido, y varias se habían enfrentado a su indicación con firmeza, como no lo hacían cuando les recetaba una medicación, higiene o exámenes complementarios.
Eran alteraciones de la mente humana que no podía entender. Las mantenía en la intimidad de la consulta y trataba de descartarlas de sus pensamientos, como si pudiera contagiarse. Ni siquiera lo comentaba con los colegas ni con otras personas, porque sentía repulsión. Sólo se había permitido hablarlo una vez con una joven y hermosa psicóloga con la que solía almorzar.
Aquella espléndida mujer le daba explicaciones científicas para esa situación, sin incluir jamás calificaciones morales o estéticas.
Ahora era ella la que estaba en esa situación que antes había rechazado. El delito, la clandestinidad, el peligro de ser descubierta, la excitaban como pocas otras cosas. La primera vez, cuando caminaba con Montes por los pasillos vacíos del hospital como si fueran dos médicos en tareas, había sentido como una garra que le estrujaba el estómago. Pero, inmediatamente, esa sensación había desaparecido para dar lugar a una plenitud que nunca había sentido. Su vagina se había humedecido, causándole espasmos de placer.
Durante todo el operativo había tenido que controlarse, aunque esa sensación era tan poderosa que a veces la obligaba a permanecer quieta apretando las piernas hasta que llegaba una especie de orgasmo liberador. Aquella tarde fue especialmente larga, y cuando se encontró con Ernesto habían tenido una noche loca de disfrute desconocido.
Un bocinazo la hizo salir de sus meditaciones. Julia avanzó con torpeza. Decidió consultar a la psicóloga, como si fuera el caso de una paciente, porque no estaba dispuesta a exhibir su debilidad.
—Si usted quiere, puedo reunir a los médicos investigadores para ver quiénes tienen firmadas las conformidades de sus pacientes —ofreció Salinas.
—¡No, doctor! —se apresuró a negarse Geppe, alarmado—. Ya le dije que no podemos alertar a nadie sobre el problema… debemos ser más que cautos en esta cuestión.
—Está bien.
—Doctor, debe haber una historia clínica en la que se incluyen este tipo de documentos, o quizás es un trámite administrativo previo al ingreso del paciente a los grupos de investigación que maneja el personal de la Secretaría.
—No lo sé… —dijo dubitativo el obeso jefe del servicio, para desesperación del ejecutivo.
Imaginaba que el tema de las conformidades no era una cuestión de máxima prioridad en los servicios, pero creía que su requerimiento estaba estandarizado. Se imaginaba que cuando proponían el tratamiento, daban una explicación. ¿Por qué no les hacían firmar en ese momento el formulario de conformidad? Y si no lo hacían los médicos, ¿por qué no lo hacían los administrativos? Era más que simple, pero fundamental, y nadie parecía tener conciencia de ello. Ni él mismo, hasta que Leyro Serra lo había intimado.
—Doctor, nunca me imaginé que…
—No se preocupe, Geppe. Hace años que estoy en la investigación y nunca tuve un problema.
—Usted no, pero yo ya lo tengo, doctor.
—¿A qué se refiere?
—El laboratorio es muy estricto en el cumplimiento de estas normas.
—Eso no sucede en los Estados Unidos o en Europa, pero aquí es muy común…
—Es que el laboratorio es internacional.
—Bueno, bueno, Geppe. Ellos sabrán comprender que si aquí cumplimos con todo lo que exigen los burócratas con su parsimonia y corrupción, nunca haríamos una investigación.
—No, no lo comprenderán.
—Entonces debemos manejarnos como si lo hubiéramos cumplido y así informarlo…
—Es muy peligroso, doctor. Pueden hacer una auditoría si tienen dudas.
—No lo harán, Geppe. Sería como pisarle la cola al león.
Si ellos hacen eso, nuestros burócratas se verán obligados a actuar y se armaría un escándalo.
—Es cierto. Es lo único que tenemos a nuestro favor. Pero, concretando, ¿hay alguna forma de saber quiénes han firmado la conformidad?
—Veamos el grupo uno —propuso el doctor Salinas. Abriendo un cajón, tomó un llavero. Con esfuerzo, levantó su exagerada humanidad.
Cruzó la habitación y fue hasta los archivos, detrás de los sillones que enmarcaban la mesita. Con una llave abrió uno de los muebles, tirando para sacar un cajón. Tomó un grupo de unas veinte carpetas y se sentó pesadamente, dejando los cartapacios sobre la mesa.
Geppe, dócil, se sentó en otro sillón esperando un milagro, mientras el médico comenzaba a abrir la primera carpeta escrita con gruesos caracteres de marcador negro.
El doctor Salinas respiraba fuerte mientras daba vuelta las hojas con rapidez. Al rato, comenzó a fijarse sólo en las primeras páginas de cada carpeta.
—¡Acá hay una! —dijo triunfante, y le estiró la carpeta al gerente, que la tomó presuroso.
El médico siguió revisando mientras Geppe leía la conformidad de un hombre de sesenta y cuatro años. El papel estaba firmado también por una tal Zulma Sánchez, en calidad de testigo. Era una larga hoja con una serie de cláusulas redactadas por algún abogado meticuloso, que dejaba constancia de todas las posibilidades que pudieran presentarse y eximía a los médicos, enfermeras, investigadores y al hospital de cualquier responsabilidad.
Cuando terminó con la pila, Salinas se levantó apoyándose en los brazos del sillón y sacó el resto de las carpetas, algo más del doble de las que tenía sobre la mesita. Revisó todas y separó cuatro.
—En éstas también están las autorizaciones que tanto le preocupan. Todos son pacientes del doctor Virasoro.
—¿Y el resto? —preguntó Geppe, señalando las dos pilas que quedaron frente al médico.
—No hay nada —contestó el médico, impasible y casi desafiante.
—¿Quiere decir que en sólo estas cinco historias clínicas se tomó el recaudo de pedir la conformidad de los pacientes?
—Así parece… pero debe haber más…
—¿Y por qué en éstas sí y en aquéllas no?
—Porque en ésas interviene el doctor Virasoro… un hinchapelotas.
Esa mañana de domingo, la doctora Moret habría dado cualquier cosa con tal de no entrar por la enorme puerta del hospital. El guardapolvo doblado bajo el brazo le daba un pasaporte para circular. Llegó a la sala de médicos con el olfato acostumbrado al olor a desinfectante, encierro y miseria humana.
Dejó su cartera y el saco dentro del armario. Le puso el candado, sin poder olvidar lo fácil que le resultaba a Federico abrirlo, y se colocó el guardapolvo sin abrocharlo. Ya estaba lista para comenzar ese día en el que, además de médica, oficiaría de ladrona de datos. El solo pensamiento la inquietó doblemente.
Ese día, la guardia en el hospital comenzó con problemas. Había un accidentado grave en el quirófano y la sala de espera comenzaba a llenarse con los más diversos inconvenientes y patologías. Su especialidad en ginecología no la eximía de la atención de todos los pacientes, como si fuera una médica clínica, y sólo podía derivar algunos casos de cirugía o aquellos que podían esperar hasta el día siguiente, cuando estuvieran en funcionamiento todos los servicios del hospital.
Esa mañana tuvo pocos momentos sin pacientes, que se quejaban de caerse de una escalera, de dolores de un cólico renal, un corte en una pierna y hasta un aborto, aparentemente espontáneo.
A partir de las once y media, como era habitual, el público comenzó a escasear y la sala de espera a vaciarse. A las doce, todos estaban atendidos, internados o derivados, y al fin pudo tomarse un café con el compañero que le había tocado aquel día. Comentaron alguno que otro caso, mientras Julia miraba con disimulo la hora.
El otro médico aceptó quedarse a cubrir la guardia cuando ella le dijo que ese día era el cumpleaños de su marido y que le había prometido comer con él. En cuanto subió hasta la planta baja, sin sacarse el guardapolvo, en vez de salir, se dirigió hacia el patio interior, donde se encontraría con Federico Montes.
Mientras caminaba por los desolados pasillos, comenzaba a sentir esa excitación que tanto la perturbaba. Trató de distraerse planeando dónde debía buscar las autorizaciones dentro del servicio. Conocía el lugar y cuáles eran los muebles, dónde podrían encontrar la carpeta y cómo estaría rotulada.
Estuvo sentada en el banco del patio hasta que vio la figura de Federico avanzar por uno de los pasillos, saludándola alegre como si se encontraran para un picnic.
Se levantó guardando su sándwich, que casi no había probado, y se puso a su lado, encaminándose al servicio de oncología sin hablar. Julia volvió a sentir esa extraña excitación que la incomodaba en esos momentos tensos, donde debía tener todos sus sentidos agudizados… sin perturbaciones.
Llegaron a la puerta y Federico se inclinó, sacando del bolso sus herramientas.
—Está abierta —le dijo en voz baja.
Julia tomó el picaporte y entró con cautela. Con una seña, le dijo a Federico que la esperara afuera. Caminó sin el menor ruido por el pasillo, sintiendo cómo la adrenalina enloquecía sus sentidos. Al llegar a la puerta del director, la vio abierta y se asomó cuidadosa.
—¿Busca a alguien? —oyó que le decía una voz desde uno de los sillones del costado.
Julia se sobresaltó, porque no esperaba encontrar a nadie allí, y toda su atención se había concentrado en el escritorio.
—¡Me asustó!
—Y usted a mí, doctora —dijo un enorme hombre vestido de sport—. Soy el doctor Salinas, jefe del servicio.
—Mucho gusto, doctor. Soy Julia Moret y estoy de guardia. Como vi la puerta abierta, temí que alguien hubiera entrado.
—Sí, yo, por si le parece poco —le contestó él riendo y marcando su humanidad con las dos manos en el abdomen.
—Bueno, menos mal.
—¿Quiere tomar un café? —le ofreció el jefe, señalando un termo rodeado de jarritos.
—No, gracias, me esperan en la guardia.
—¡Vamos, doctora! A esta hora hay poca gente y el café está todavía caliente.
Julia pensó unos instantes. Era una buena oportunidad para tomar contacto con el famoso doctor Salinas. Quizá pudiera averiguar algo. Trató de calmarse y aceptó el café sentándose en uno de los sillones, sintiendo cómo su cuerpo temblaba ante lo imprevisto.
—Es raro ver a un jefe de servicio un día domingo en el hospital.
—Tenía que buscar algunos antecedentes para una conferencia que estoy preparando.
—¡Qué dura debe ser su especialidad, doctor!
—Como cualquiera, ¿usted qué hace?
—Gineco.
—Debo reconocer que para mí podría ser más divertido que la oncología —dijo con una risotada.
Julia sonrió y llevó la taza a los labios mientras trataba de ver qué tenía el doctor Salinas sobre la mesita. Creyó que eran las historias clínicas de la investigación y lo confirmó con los cajones abiertos de los archivos atrás del sillón. ¿Cuál podía ser la razón de semejante apuro que obligara al enorme y omnipotente doctor Salinas a trabajar un domingo?
—¿Sobre qué será la conferencia, doctor?
—Es una ponencia que vamos a presentar en la conferencia de la ASCO.
—Es la más importante de la especialidad, ¿no es cierto?
—Van veinte mil oncólogos de todo el mundo.
Julia silbó leve en señal de admiración. Sonriente, Salinas se animó a decir:
—Cómo hubiera disfrutado cuando era residente si me hubiera tocado una médica como usted en mi guardia.
—Muchas gracias, doctor. ¿Y la ponencia que van a presentar es sobre alguna patología en especial?
—Sí, sobre un tipo de cáncer que hemos estudiado e investigado en el servicio. Hay algunas formas nuevas de terapia con buenos resultados.
—Excelente. Debe ser realmente importante para usted poder presentarlo a esa conferencia.
—Realmente.
—Doctor, muchas gracias por el café, pero debo irme.
—¡Qué lástima! Estoy harto de estudiar estas historias clínicas y cuando la vi aparecer por la puerta, creí que se había hecho la luz.
Julia sonrió mientras se levantaba, pensando si no eran más que piropos inofensivos. Salinas dijo:
—La acompaño, necesito aire fresco.
Salieron al pasillo y Julia rogaba que Federico no estuviera esperándola. No había nadie a la vista; se había olvidado que su socio era un profesional. Si no se había ido, estaría escondido en algún lugar donde no lo verían.
El doctor Salinas le tomó la mano como al descuido y cuando ella lo miró sorprendida vio una enorme cara que sonreía cómplice. Julia le devolvió la sonrisa y deslizó su mano de entre los dedos regordetes.
—¡Por favor, doctor! —dijo con una suave amonestación.
—Que nadie diga que no lo intenté.
Ese viernes, la reunión con los argentinos terminó tarde. La campaña para aumentar las ventas de productos libres, su publicidad y las técnicas de marketing llevaron más tiempo del calculado.
Sobre el escritorio se habían acumulado algunas cosas que, cuando estaba de viaje, eran resueltas por otros funcionarios de la compañía, pero que ahora quedaban a su consideración. Iba a tener que rediseñar los niveles de decisión y responsabilidad en la gerencia regional. Además, el lunes a primera hora llegaba su supervisor y debía ir a recibirlo.
Por suerte, los argentinos con sus problemas se habrían ido. La semana entrante les tocaba el tumo a los brasileños, con los que tenía varias ventajas: hablaban el mismo idioma, pensaban en forma similar, el nivel de ventas era mayor al de toda la región junta y estaban en el mismo edificio, lo que les permitía manejarse con toda libertad en los tiempos libres, para disponer reuniones con o sin el supervisor.
La llamada de Geppe lo había dejado preocupado. El gerente de la sección argentina le había confirmado que no tenían todas las conformidades de los pacientes sometidos a la administración de ALS-1506/AR ni la autorización de la Oficina Nacional de Medicamentos.
¡Cómo podían ser tan inconscientes! Era cierto que los había intimado a que aceleraran la iniciación de nuevos grupos de investigación, que había una dura huelga en el organismo que controlaba y que el profesor Salinas era un hombre prestigioso y de plena confianza, pero nunca se podía dejar de cumplir con ese requisito básico en cualquier investigación con seres humanos.
Se podía alegar que el grupo uno estaba autorizado y que el dos y el tres eran de idéntica conformación y con una dosificación menor. Nada más que la continuación de una única experiencia, como argumentaba Geppe. Podía admitir que no hubieran presentado el permiso previo para los grupos nuevos, pero nunca que se omitiera la conformidad de los pacientes.
El inútil de Geppe ni siquiera le había podido confirmar con cuántas conformidades se contaba; Leyro Serra sospechaba que no eran muchas. Después de sus duras palabras, el argentino le prometió que el lunes o el martes, a más tardar, tendría los números exactos.
Si algo así llegaba a trascender, el escándalo sería enorme. El mundo estaba demasiado sensibilizado en experiencias con seres humanos. Mucho más cuando se trataba de países en desarrollo y de drogas oncológicas. Ni siquiera podía demostrarse la inocuidad, porque el índice de mortandad, si bien no era elevado, existía y en una proporción quizá superior al estándar del tratamiento tradicional.
¡Un gran problema! Lo tenía allí delante y era consciente de que en alguna forma había ayudado a crearlo. No quedaba otro remedio que cubrir todo lo que se podía y cruzar los dedos para que nadie lo advirtiera. En su larga vida en la industria, había sabido de otras investigaciones con problemas que pasaban desapercibidas para la gente y la prensa. Esperaba que éste fuera uno de los casos.
Súbitamente, se sintió muy cansado y el solo pensamiento de viajar esa noche o a la mañana siguiente a Angra lo abrumó. Debía volver el domingo a la tarde para estar a las seis de la mañana en el Galeão buscando al supervisor.
Marcó rápidamente unos números en el teléfono y esperó:
—¿Suzely? Perdone, ¿está la señora? Por favor, dígale que se me han complicado las cosas y que no podré viajar este fin de semana. ¿Y las chicas?
Habló un rato con sus hijas, tratando de explicarles por qué no iría el fin de semana y no cumpliría con su promesa de llevarlas a pescar en una barca. Al fin las convenció de que lo dejarían para el otro sábado.
¿Dónde estaría Suzely?
—Doctor Salinas… —dijo la enfermera después de golpear suave la puerta de entrada a su despacho—. Lo busca una tal doctora Moret.
—¿Doctora Moret?
—Dice que es de Ginecología.
—¿De ginecología? —En un par de segundos, Salinas ubicó la figura de esa espléndida médica que lo había encontrado el domingo en el despacho. Su cara abotagada se iluminó al recordar sus ojos azules.
—¡Que pase! ¡Que pase! —ordenó con un súbito interés.
—¿Cómo está, doctor? —saludó Julia con su más amplia sonrisa.
—¿Cómo le va, doctorcita? —le contestó Salinas, extendiéndole la mano regordeta—. Perdone que no me levante pero… —dijo señalando las carpetas que tenía sobre su regazo, aunque Julia sospechaba que levantarse del sillón le implicaba un importante esfuerzo.
—Muy bien, gracias. Pasaba por aquí y pensé en visitarlo…
—Perfecto —la alentó, zalamero.
—En el departamento estamos planificando comenzar un estudio con las estadísticas sobre el cáncer de mama y pensé que quizá podríamos complementarnos…
—Doctor Salinas —dijo una voz metálica desde un micrófono del escritorio—, lo llama el señor Geppe de Laboratorios Alcmaeon.
El médico, con un gesto de fastidio, se palanqueó con ambas manos en los apoyabrazos del sillón y, con trabajo, logró zafar del encastre de su enorme cuerpo.
—Discúlpeme —le dijo a Julia mientras dejaba la carpeta sobre la mesita. Se encaminó hacia el escritorio y apretó una tecla.
—Páselo —dijo, quedándose parado frente al escritorio con el tubo en la mano—. ¿Cómo le va, Geppe?
Julia miró con disimulo y sólo vio la enorme espalda del médico, que parecía querer cierta intimidad en la conversación hablando en voz baja y sin que se le viera la boca.
La médica estiró el cuello para leer en la carpeta abierta y vio una hoja impresa que con letras grandes y en negrita decía «LABORATORIOS ALCMAEON», debajo del logotipo tan conocido. La carpeta llevaba un título: «CONSENTIMIENTO PARA PARTICIPAR DE LA INVESTIGACIÓN DE ALS-1506/AR».
Con cuidado, tratando de que su cuerpo tapara el movimiento de sus manos, levantó la hoja y revisó las otras de la carpeta, advirtiendo que estaban escritas con distintos tipos de letra y firmadas. ¡Eran los consentimientos! Miró una vez más hacia atrás y volvió a ver la espalda de Salinas mientras oía sólo un murmullo de su conversación.
Del bolsillo de su guardapolvo sacó un recetario y un bolígrafo. Rápidamente, temblando, comenzó a anotar los nombres y apellidos que figuraban en esas hojas. En un instante tomó los cinco nombres, guardó el recetario y colgó la lapicera en el bolsillo superior.
Julia se recostó en el sillón, transpirando y sintiendo cómo la humedad se escurría por sus piernas, mojando su ropa interior.
En cuanto llegó al departamento, la urgencia se hizo insoportable. Dejó todo lo que traía sobre el sillón del living y fue a buscar la carpeta de tapas verdes donde, prolijamente archivadas, estaban las listas impresas de los pacientes en que se había experimentado.
Con la hoja manuscrita abierta a su lado, comenzó a recorrer los listados hasta que pudo encontrar la coincidencia de uno de los nombres. A partir de allí, todo fue sencillo.
Las hojas de la carpeta que consiguió espiar eran las conformidades de los pacientes. Ella vio cinco y parecían estar completas y firmadas, con los espacios en blanco cerrados y realizadas delante de uno o dos testigos que también firmaban.
La pregunta que se imponía era: ¿Por qué tan pocos formularios? ¿Por qué estaban en una misma carpeta? ¿Habría otras carpetas que no había podido ver y que quizás estaban en la pila? Después de cotejar las listas generales con los nombres escritos apresuradamente en el papel, surgió la respuesta: todos eran pacientes del doctor Ramón Virasoro, según figuraba en el listado que tenía frente a la computadora.
¿Los demás pacientes tratados por otros médicos contaban con igual información? ¿Habían firmado su acuerdo con las formalidades exigidas por la ley? ¿Estaban archivadas en otras carpetas o en otro lugar? ¿La carpeta de Virasoro estaba en el despacho de Salinas por alguna razón especial del momento y las otras las tenían los médicos tratantes?
Algo había adelantado: en el servicio tenían conciencia de la necesidad de cumplir con esos requisitos. De hecho, uno de los médicos lo completó prolijamente. ¿Acaso los demás no lo habían hecho? ¿O sí? ¿Sus carpetas estaban en otro lado o en el archivo? ¿No había ninguna irregularidad y sería una de las tantas investigaciones que se hacían en el mundo en cumplimiento de todos los requisitos legales? ¿Acaso ella, su marido, Agustín, Mirta y Federico habían perdido el tiempo por culpa de sus locas fantasías?
La doctora Moret sintió un vacío en el estómago. Esa estructura de cosa tramposa, de irresponsabilidad, de investigación inmoral y hasta de muertes no parecía ser más que el producto de una serie de coincidencias ordenadas, corregidas y aumentadas por su imaginación y la de Ernesto.
Ahora parecía posible que estuvieran ante un grupo de investigadores prolijos, organizados y que se esforzaban en complicadas investigaciones de las que, posiblemente, se obtuviera un beneficio para la humanidad. Los habían espiado y cuestionado a partir de la muerte de una mujer que, simplemente, debía morir en aquel momento, como sucedía con millones de seres humanos.
¡Menos mal que Ernesto fue más cauto y no concretó ninguna denuncia, esperando tener más elementos! Si lo hubiera hecho y el periodismo lo conociera, la situación sería horrible. Su marido quedaría como un estúpido y quizá perdiera su puesto, acusado de alguna oscura maniobra extorsiva o búsqueda de notoriedad.
El cansancio de una complicada y larga noche de guardia, con sus conclusiones simples y claras, la abatieron. Bajó la cabeza y sus manos se hundieron en su cabellera. Julia intentó recuperar la compostura.
Un ruido que llegó del dormitorio la alarmó. Miró su reloj y eran las once y diez de la mañana. Ernesto salía a las nueve. ¿Quién estaría allí? El pánico la invadió por unos instantes.
Cauta, se levantó despacio tratando de que la silla no hiciera ruido al deslizarse por el piso. Avanzó hacia el dormitorio y en aquel instante oyó el ruido del chorro de orina en el inodoro.
—¿Ernesto?
—Sí, mi amor —le contestó su marido desde el baño, alzando la voz por sobre el ruido de los líquidos.
—¡Qué susto me diste! ¿No tendrías que estar trabajando a esta hora?
—¿No te acordás que te dije que hoy hay desinfección en la Fiscalía?
Julia suspiró hacia adentro. Sintió que todo el cansancio de la noche, la tensión de la enfermedad y la lucha contra el dolor y la muerte se le caían encima. El ruido de los orines cesó, dando lugar a la catarata del depósito del inodoro y Ernesto, desnudo, quedó enmarcado en la puerta del baño.
Julia lo miró maravillada. Allí estaba él, su hombre. Él pondría las cosas nuevamente en su lugar, con su lógica masculina y su objetividad de fiscal. Se sintió protegida y se dijo por enésima vez en la vida que era una enorme suerte tenerlo a su lado.
La médica se desmoronó en sus brazos, sintiendo en su cara la calidez de la piel. Le acarició la espalda y sus manos bajaron hasta la cintura, quebrada al llevar la pelvis hacia adelante. El cuerpo estaba tibio y suave. Cuando sus manos se deslizaron por las redondeces de sus glúteos firmes y musculosos, Julia sintió que la tensión del deseo invadía a Ernesto.
Tenían las bocas unidas en un interminable e íntimo beso. Ernesto fue llevándola hacia la cama arrugada, donde había dormido solitario aquella lluviosa y deprimente noche de domingo. Tropezaron con el cobertor arremolinado en el suelo y se dejaron caer, él completamente desnudo y ella hasta con los zapatos puestos.
No tuvo tiempo para desvestirse, pero con dos movimientos lanzó los zapatos fuera de la cama, porque no podía evitar la sensación de suciedad que le inspiraban. Ernesto le levantó la pollera arremangándola en la cintura y ni siquiera intentó sacar su bombacha. Sólo la corrió un poco para introducirse en la hendidura inundada por el deseo.
A las seis de la tarde, aún entraba plena la luz natural por los ventanales, y la bahía de Guanabara relucía allá abajo con todo su esplendor. Las aguas azules que terminaban en blancas ondas sobre la playa, enmarcada por los morros verdes en los que comenzaban a encenderse las luces, armaban un espectáculo que nunca se había detenido a mirar, pese a que hacía dieciséis años que trabajaba en ese edificio.
Desde el ventanal del décimo piso, Oscar podía distinguir a un grupo de jugadores, muchos de color, corriendo detrás de una pelota de fútbol. Los estrechos bikinis de las mujeres dejaban casi desnudos sus cuerpos sinuosos y perfectos, que caminaban sobre la arena mojada o se estiraban sobre las toallas despidiendo un día de pleno sol.
Se sirvió un cóctel que él mismo preparó con bastante hielo y, corriendo unos trofeos institucionales, se sentó sobre el mueble en el que reposaba la ventana que ocupaba todo el frente, de pared a pared. Tomó un sorbo generoso que, sin pensar, dejó flotando unos instantes dentro de la boca para que el gusto acre del café se neutralizara.
La crisis del ALS-1506/AR parecía estar alejándose, dejándole lugar a otra. La vida es una sucesión de crisis, filosofó mientras sentía cómo el alcohol lo iba invadiendo, relajando sus músculos tensos por una semana movida y complicada.
Recordó el fin de año y los días de enero con una sensación de desagrado. Ahora, Chile, Perú y hasta Brasil parecían estar controlados. Las investigaciones en curso habían proseguido normalmente y algunas estaban terminadas. Sólo quedaba el seguimiento de los pacientes para completar la experiencia, pero ya no se harían nuevas aplicaciones de la droga. Nada se había alterado de los planes originales, y nadie se había enterado de que no se continuaría con el producto.
Contaba a su favor con los compartimientos estancos que formaban el laboratorio con sus distintos departamentos. Por un lado, los investigadores con sus grupos de pertenencia y por el otro, los pacientes, que pocas veces se conectaban entre sí y si lo hacían era en sus pequeños y miserables mundos de dolores, reacciones indeseadas y paliativos.
Todo, al final del proceso, se traducía en una cifra donde el costo de la investigación, el desarrollo y la venta se contraponía con el resultado de los ingresos. Si era positivo, se lograba la ganancia: el objetivo, el único y definitivo logro.
Pero este proceso, aparentemente perverso, estaba en permanente evolución. Había cientos de mentes brillantes pensando e investigando cómo se podía eximir a la humanidad de enfermedades terribles, de sufrimientos espantosos donde la muerte podía llegar a convertirse en una bendición.
Muy pocos de los miles y miles de empleados, científicos y ejecutivos que trabajaban y vivían de esta industria hacían un análisis descarnado de sus actitudes vitales. Más bien, trataban de enaltecer sus trabajos, que creían beneficiosos para la humanidad.
Allí estaban los médicos que realizaban las investigaciones, los científicos que las planificaban y los estadísticos que las evaluaban. Casi ninguno de ellos se planteaba estar formando parte de una maquinaria cuyo resultado final se traducía en una cifra. Estaban convencidos de que eran gente útil y beneficiosa para la humanidad. En gran parte eso era cierto, y lo demás no era su problema.
Cada uno limitaba su accionar a su función. El que investigaba, investigaba; el que curaba, curaba; el que vendía, vendía; el que ganaba, ganaba. Nada podía alterar estas ecuaciones.
Gracias a estos investigadores y a esas inversiones cuantiosas, la humanidad había progresado. Enfermedades que diezmaban a la población eran cosa de la historia, sufrimientos horripilantes se convertían en un lejano recuerdo, el promedio de vida se prolongaba cada vez más, aunque nadie se planteara ni supiera para qué.
Todos trabajaban y dedicaban sus esfuerzos, a veces inconmensurables, para beneficiar al prójimo y no se cuestionaban en qué lo alteraban ni para qué servía. Ésa era tarea de los filósofos o de Dios.
En el último, en el más bajo peldaño de esta escala, estaban los que sufrían. A ellos estaban destinados estos esfuerzos en su lucha contra el mal, contra la enfermedad y contra la muerte.
Eran los que recibían los beneficios, según la cuota de los avances y retrocesos de esta maquinaria de progreso. A algunos les resultaba útil, les llegaba a tiempo, otros morían antes del descubrimiento y otros debían servir para experimentar las nuevas armas contra el mal que la humanidad disfrutaría en el futuro, una vez que ellos hubieran muerto.
La segunda y generosa copa con una mayor proporción de ron se estaba acabando, y la tarde se convertía en noche, llenando de colores el mar, la playa y los morros, alejando a la gente de las playas hacia sus casas y hoteles, después de gozar de los placeres que sólo la salud brinda.
Oscar Leyro Serra se sorprendió de sí mismo. Pocas veces o quizá nunca había pensado en su ubicación dentro de aquel inundo monstruoso y sublime.
El teléfono, con su juguetona estridencia, lo sacó de sus cavilaciones.
—¿Hola? Sí, mi querida, a las nueve ¿está bien?
Sólo unos instantes después de colgar lo demoraron en su asiento, pensando en qué estarían sus hijas, allá en la playa. De Suzely tuvo una vaga visión de sus pechos grandes y erguidos: no pudo dejar de recordar lo cara que había resultado la cirugía.
—Mi novio sólo pudo encontrar un pedido de autorización para investigar con ALS-1506/AR para un grupo de veinte personas. Es un permiso que se concedió hace como un año y aparentemente está concluido. No encontró nuevos pedidos ni nuevas autorizaciones, pero me dice que ésa fue la época de las huelgas y que no es seguro que todo esté registrado, porque hubo mucho sabotaje y se tiraron montones de papeles y archivos.
¡Qué país!, pensó Agustín. Esos papeles y archivos se referían a medicamentos, investigaciones y tratamientos que se aplicaban a miles de personas, y por un problema de horarios o de sueldos de un grupo de empleados se destruían.
—O sea que… —intentó proseguir Mirta.
—O sea que no sabemos nada.
Todos callaron por un momento, reflexionando. Sintieron una incómoda sensación, quizá producto de la frustración al advertir que no había nada más que infundadas sospechas sobre una causa que los había apasionado.
—Creo que aun así debemos seguir imaginando cómo —volvió a defender el caso Ernesto.
—Yo creo que no —dijo terminante el fiscal adjunto, su subordinado—. Estamos seguros que por lo menos cinco de los pacientes de uno de los grupos ha prestado su conformidad con las investigaciones. De los demás no tenemos constancia ni positiva ni negativa, pero todo hace presumir que sí. Lo mismo con las autorizaciones de la oficina de control de medicamentos. Hay una de las investigaciones, la primera, que fue previamente autorizada y controlada. ¿Por qué las demás no? Se trata de un laboratorio serio, un hospital público reconocido y un jefe de servicio que es profesor de la facultad. Es ilógico pensar que se van a meter en semejante problema por no presentar unos papeles.
Todos se quedaron en silencio. La lógica de Agustín era impecable, habían visto fantasmas donde no existían, se habían entusiasmado y ahora estaban frustrados ante las evidencias. Les quedaba un estrecho margen de duda, un estrecho e ilógico margen que nadie parecía dispuesto a explorar.
Lo mejor sería olvidar todo, preparar una buena comida con bastante vino y reírse de ellos mismos, pensó Julia.
Finalmente, hubo acuerdo en dejar el tema y esa noche comieron entre carcajadas. Habían conseguido, al menos, un buen grupo de amigos.