Capítulo 2

A mediados de enero, finalmente pudo regresar a su sede natural en Rio de Janeiro. El vuelo salió de Nueva York a las once de la noche y aterrizó en el Galeão al amanecer. Viajó solo. Unos días más tarde se presentaría su contralor, a quien debería rendir cuentas. No podía dejar de molestarle su presencia. Sentía que, de alguna forma, no confiaban en su capacidad.

Por la ventanilla del avión que se acomodaba para enfrentar la pista y aterrizar, se divisaba el horizonte teñido de una suave pátina anaranjada. Los primeros rayos del sol que iluminaban las desoladas bahías de arenas blancas, las avenidas y las autopistas parecían vacías con algunos pocos vehículos circulando con las luces encendidas.

Casi no había dormido y durante el viaje se excedió en el alcohol como una forma de distenderse de los días y tensiones vividas. Le dolía la cabeza y deseaba una cama donde dormir diez horas seguidas para restablecer el equilibrio de su cuerpo y de su espíritu, alterado por todo ese tiempo en Nueva York y por el viaje.

Ahora, caminando por los pasillos del aeropuerto hacia la aduana, veía por los ventanales las pistas con aviones trepando en el aire puro de un amanecer espléndido, despejado de nubes.

El dolor de cabeza no cedía pese a las aspirinas que había tomado antes del aterrizaje. Se sentía realmente cansado. Dudaba entre ir hasta su casa en Ipanema para dormir algunas horas o alquilar un auto en el mismo aeropuerto para viajar directamente a Angra dos Reis, donde estaban los suyos. La tibieza de ese clima que tanto le gustaba lo decidió. Encaró hacia el stand de Avis luego de recuperar sus dos valijas, y pasó la revisación aduanera.

Antes de ir a la playa de estacionamiento, entró en un baño y se despojó de la corbata y el saco. Llenó la bacha con agua fría y dedicó algunos minutos a mojarse la cara y la nuca. Su cabello entrecano quedó húmedo, y lo peinó sin preocuparse porque algunas gotas mojaran su camisa, que se le antojaba sucia después de viajar toda la noche. Para cambiársela tenía que desarmar su valija y decidió seguir así. En ese aeropuerto no había duchas.

El viaje a Angra era por demás cómodo y tranquilo en el amanecer. Unas horas después, la doble mano de la autopista era insuficiente ante la gente que huía el fin de semana de la ciudad. Puso música brasileña suave y dejó la ventanilla abierta para recibir el aire aún fresco de la mañana. Creía percibir el olor de aquel país.

Decidió que nada lo molestaría ese fin de semana. Quería gozar de su mujer, jugar con sus hijas, sentir el sol en su piel, emblanquecida después de soportar la nieve del norte. Daría instrucciones para no recibir llamadas; que nadie lo pudiera ubicar por más importante y urgente que fuera. El lunes a las once de la mañana comenzaría la segunda fase de su trabajo: la primera entrevista con el gerente general, el gerente médico, el asesor legal y algún otro funcionario de Chile.

Probablemente esos ejecutivos ya estarían alojados en el hotel en Copacabana, dispuestos a disfrutar del fin de semana en Río. Algunos de ellos debían haber viajado con sus mujeres y hasta algún arriesgado con una amiga. La cuenta la pagarían los Laboratorios Alcmaeon. Eran las reglas del juego que, alguna vez, él también había aprovechado. Nadie cuestionaba nada.

Las ruedas del automóvil sobre el pavimento eran como un murmullo que seguía sus pensamientos. Sabía que le esperaba una etapa difícil, excesivamente difícil, donde se jugaba a cada momento su carrera y su futuro. Por eso era indispensable conservar el equilibrio y la calma, aun en los momentos más agobiantes y complicados, donde debería conducir un proceso que podía tener repercusiones inmensas y hasta derivaciones penales que necesariamente lo comprometerían. Por experiencia sabía que el hilo siempre se corta por lo más delgado y que él, con su nivel, era un buen fusible para que la Compañía pudiera quedar indemne de las consecuencias de sus errores.

Estaba justo en el punto jerárquico donde se reunían todas las responsabilidades de un área geográfica. Si la desactivación de la investigación producía problemas o alguien investigaba sobre sus consecuencias, él era el gerente regional y el responsable de los procesos que se habían realizado en cuatro países, bajo su supervisión.

Si algo así sucedía, los primeros en caer serían los investigadores y los gerentes locales. Él debía protegerlos, porque de esa forma se protegería él y protegería también al resto del aparato empresario. Pero debía actuar con mucho cuidado, tratando de separarse de las responsabilidades, de no comprometerse con los hombres de cada país y de evitar dar informaciones o asumir compromisos en forma pública. Temía que sus superiores pudieran soltarle la mano.

La música cadenciosa y envolvente del samba le aseguraba que estaba en Brasil. Una hora más adelante tendría a su mujer en sus brazos y podría jugar con sus hijas. Ahora debía dejar de lado esos pensamientos preocupantes para cuando estuviera volviendo por la otra mano de la autopista el lunes por la mañana. En esos dos días debía apartar cualquier idea sobre el trabajo y trataría de pactar con Suzely una suspensión de las conversaciones o las discusiones. Sólo necesitaba dejar su cabeza en blanco, al menos por dos días. Estaba seguro que, después, todo estaría más ordenado.

De pronto, la música desapareció, el rumor de las ruedas sobre el pavimento dio paso a ruidos sordos, el mullido asiento en el cual transcurría su comodidad se convirtió en un enloquecido lugar en el que se sacudía descontrolado. Despertó de inmediato, desesperado, tratando de dominar el automóvil que saltaba a través de las matas en el costado del camino. El volante saltó de sus manos. El ruido de las ruedas cayendo en los pozos y charcos parecía no terminar.

Mil pensamientos pasaban raudos por su mente. Desde la urgencia para dominar el bólido sin control, que arrasaba con pastos y plantas, al castigo por haberse dormido, a la familia cercana y al tremendo lío en el que estaba metido y del que no sabía cómo salir.

Esos segundos de locura parecían horas sin fin. Pero todo termina, aun lo terrible. De un salto, el automóvil se detuvo causándole una terrible opresión en el pecho en la línea donde le apretaba el cinturón. No pudo evitar que su cara golpeara en el volante antes que las bolsas de seguridad se inflaran dejándolo atrapado en su asiento.

De pronto, se hizo silencio. Un silencio absoluto, con el ronroneo del motor regulando. Tuvo la reacción de apagarlo metiendo el brazo por debajo de la bolsa inflada que lo aprisionaba hasta encontrar el llavero. Se quedó unos instantes quieto tratando de evaluar la situación y notó que, salvo la sangre que bajaba de su frente, no parecía tener ninguna herida más. Tanteó la manija y consiguió abrir la puerta de su lado. Se desabrochó el cinturón y con esfuerzo salió del auto. Cayó en el suelo húmedo. Al rato, logró pararse al costado del vehículo, tratando de superar la conmoción.

Unos minutos después, con la cabeza entre los brazos apoyados sobre el techo del auto, lloró desconsoladamente.

Alguien le puso una mano sobre el hombro.

Federico Montes conoció el hospital un miércoles a media mañana. Había mucha gente que entraba y que salía, algunos con niños en los brazos, otros con bolsas en las manos, con muletas o en sillas de ruedas. Eran pocas las caras sonrientes, casi ninguna.

Los concurrentes se mezclaban en los pasillos con hombres y mujeres de guardapolvo, visitadores médicos de riguroso traje, corbata y portafolio grande. Nadie se fijó en él.

—¿Dónde esta la guardia?

—Camine hasta el final del corredor y baje un piso por la escalera.

—Gracias.

Caminaba despacio observando a la gente, los carteles indicadores, los pasillos con las paredes descascaradas y el piso con algunos papelitos estrujados y boletos de colectivo usados.

La guardia era un verdadero caos. Una veintena de personas de toda edad y sexo, incluido un llamativo travestí, estaba sentada en filas de sillas plásticas unidas por una base metálica, esperando su turno para ser atendida.

Los médicos y enfermeros entraban y salían de consultorios con sus guardapolvos abiertos y el estetoscopio colgando. Federico se sentó en el último lugar de la fila y se dedicó a observarlos. Sólo tardó unos minutos para notar que lo que había debajo del guardapolvo no sólo era parte del uniforme que los identificaba como médicos, sino que también marcaba el nivel o la ideología de sus portadores. El despreocupado, con lean y zapatillas, el disconforme con la camisa abierta y zapatos sin lustrar, la desprejuiciada con un amplio escote que alegraría a algún paciente al tomarle la presión, y el jefe de servicio con camisa y corbata de seda.

Una camilla ruidosa, custodiada por enfermeros con ambos de tela celeste de dudosa limpieza, pasó llevando a alguien ensangrentado que gritaba como un condenado, provocando el asombro y el temor de todos los que estaban en la gran sala. El traqueteo de la camilla pasó y los gritos del herido ahora se oían, apagados, detrás de la puerta vaivén.

Federico estuvo sentado unos instantes más y después se levantó sin que se hubiera notado su presencia ni su salida. Volvió al nivel principal y se dedicó a recorrer todo el hospital siguiendo mentalmente el plano que Julia le había dibujado.

Nadie o casi nadie se fijó en él cuando se cruzaban en los pasillos o se sentaba en las siempre iguales sillas alineadas contra la pared frente a un servicio. El Departamento de Oncología mereció su especial atención. Estuvo sentado un rato en la sala de espera con los pacientes observando el movimiento de la gente y los médicos. Entró con la excusa de pedir un turno para su mujer que, dijo, notaba una dureza en un pecho y lo mandaron para Ginecología.

Volvió a sentarse en la sala enorme con los enfermos que dormían, comían o simplemente esperaban su turno que era anunciado por un altoparlante.

Muñoz, Enrique, Consultorio cinco.

Fernández, Aída. Consultorio uno.

Cuando creyó que lo había registrado todo, se levantó para irse en el momento en que el altoparlante volvió a crepitar.

Villalón, Florencio. Consultorio ocho.

El único parado era él y la enfermera desde la puerta de los consultorios le hacía señas de que se apurara. Siguió un impulso y entró tratando de grabar en su mente todo lo que veía. Puertas, escritorios, consultorios, muebles y, principalmente, archivos.

—Usted no es Villalón —le dijo el médico en cuanto entró al cubículo.

—No, soy López.

—Dígale a la enfermera que se confundió y que llame a Villalón, por favor.

Oscar Leyro Serra llegó a su fastuosa residencia en un taxi. Avis le ofreció entregarle otro auto pero se negó. Estaba demasiado asustado como para poder volver a manejar con alguna seguridad. Un apósito le cubría parte de la frente y, en la camisa, unas manchas de sangre seca le daban un aspecto dramático.

No le preocupó. Entrar así después de algo más de un mes de ausencia acallaría críticas y discusiones. Eran como heridas de guerra, aunque las que en realidad tenía no se vieran y que en la guerra en la que estaba involucrado no se usaran armas ni explosivos. Se sentía débil, desamparado y abandonado por su suerte.

Llegó a una enorme casa con techo de tejas rojas construida sobre una terraza frente al océano. La vegetación abundante y lujuriosa circulaba desde el jardín y al interior. En cuanto se entraba al living por la doble puerta, los ventanales del otro lado de la estancia dejaban ver, a lo lejos, el azul del mar. La playa, un centenar de metros más abajo, parecía resplandecer en su blancura.

A ese lugar, que él mismo había planificado y construido, entró con la cabeza vendada, la camisa manchada de sangre y su espíritu destruido. El fin de semana terapéutico que había planeado quizá lo ayudara. El accidente era una nueva catástrofe que se sumaba a su lista de desgracias.

Una de las mucamas, asombrada, lo recibió.

El entusiasmo por la aventura para apoderarse de la historia clínica de Irma Bermúdez les hizo postergar los demás problemas y proyectos que tenían. Julia Moret estudiaba las listas de los médicos y los enfermeros asignados a las guardias de los domingos. Conocía casi todos los nombres y cuando figuraba alguien desconocido poco le costaba enterarse a qué sector pertenecía. Hasta que, por fin, se dio. En el plantel de una guardia completa, nadie correspondía a Oncología.

Era pleno verano y segura que encontraría a alguien deseoso de cambiar la guardia. Indagó un poco y enseguida surgió un joven de clínica médica que estaba desesperado porque le había prometido a su novia y a sus futuros suegros pasar unos días en la casa de Pinamar y la guardia asignada se lo impedía.

Fácilmente lo convenció de cambiarle el turno. Habló a la Fiscalía y le avisó a Ernesto. Esa noche tendrían la última reunión con Federico para ultimar los detalles de la hora en que lo harían y de cómo operarían.

Volvió a sentir esa íntima e inevitable sensación que la asaltaba cada vez que parecía entrar en el campo del delito.

Cuando Oscar Leyro Serra llegó a la playa, hacía calor y su cuerpo habituado al frío de Nueva York sentía doblemente la diferencia. Se encontró con sus hijas correteando en la arena que lo vieron desde lejos. Les pareció mentira tenerlo al fin allí y corrieron a los gritos para abrazarlo, tirándolo al piso.

Lo besaban con frenesí y Oscar se sintió feliz. Un momento después las risas y los grititos se apagaron porque notaron el apósito en la frente y vieron la camisa manchada con sangre y los pantalones sucios del barro de la zanja.

—¿Qué te pasó, papi? —decía la mayor con angustia, apartándose de él.

—¿Qué te pasó? —repitió Flor, contagiándose el temor que se convertía en miedo.

La escena llena de ternura y entusiasmo se transformó, dejando dos niñas desconcertadas y asustadas que corrían hacia su madre que venía al encuentro.

—¡Papá está lastimado!

—¡Pobre papá! —gritaban cerca del pánico.

—Tranquilas niñas, tranquilas —dijo Suzely acariciándoles las cabecitas apretadas contra sus piernas largas y tostadas. No la dejaban avanzar y Oscar las miraba desde el suelo, indeciso. Su infantil intención de aparecer como un héroe de guerra herido no había resultado como lo imaginó. Finalmente se incorporó sintiendo sus zapatos llenos de arena y se los sacó sin agacharse.

Caminó los diez metros hasta donde Suzely y las chicas eran un grupo compacto que ahora lo veían como a un extraño, temerosas. En vez de afecto había inspirado temor y en vez de consideración y admiración había conseguido rechazo y prevención.

—¿Qué te pasó? —preguntó Suzely en cuanto estuvo a su lado. La voz de la mujer era dura, sin afecto.

—Tuve un accidente.

—Pero podrías haberte cambiado, las chicas se asustan.

—No, no me pasó nada —les dijo en cuclillas tratando de reparar su error.

Las acarició entre las piernas de la madre, rozándola, hasta que las vio sonreír y allí se incorporó.

—Hola —dijo casi desafiante.

—Hola —le respondió Suzely con un beso formal, esbozando una sonrisa.

La abrazó y le devolvieron el abrazo pero todo parecía forzado como una consecuencia necesaria a la prolongada ausencia. Las escenas gloriosas que había imaginado en la penumbra del avión y durante su viaje a Angra quedaban en una parodia del «feliz reencuentro».

Las niñas se distendieron al ver la tranquilidad de sus padres y volvieron a dar libertad a sus afectos. Oscar alzó a las dos, una en cada brazo y le pareció que habían crecido. Estaban pesadas.

Caminaron hasta el lugar donde Suzely había instalado su campamento con reposeras y toallas. Se extrañó. Cuando llenó a la playa le había parecido que había alguien más, pero ahora sólo una pareja tomaba sol a unos metros, y había gente caminando por la playa. ¿Había sido un error o se confundió con el ambivalente encuentro con las chicas?

Se sentaron enfrentados en una reposera cada uno y entonces pudo volver a admirarla. Estaba magnífica con su bikini turquesa, unas pocas joyas y el cabello algo desarreglado. Los pechos pesados y duros rebozaban el corpiño haciendo más atractiva la hendidura entre ambos. El estómago aun plano centrado con un ombligo algo deformado se prolongaba hasta el pequeño triángulo de tela que cubría un promontorio deseable.

Las piernas largas y fuertes no tenían la menor marca de vello. Oscar las recorrió hasta los pies donde unas suaves venas los surcaban hasta las uñas pintadas de un excesivo rojo. Una tobillera de plata con dijes colgaba en el talón.

Se sintió ridículo e incomparable ante semejante despliegue de belleza. Ella tostada y hermosa con su bikini exacto. Él pálido, con la barba crecida, con un apósito en la frente, vestido con una camisa manchada y un pantalón arrugado, ¡y con medias! Se las sacó de un tirón gozando que sus dedos se enterraran en la arena tibia, casi caliente.

—¿Cómo fue el viaje? —preguntó obligada.

—Bien, pero tuve un accidente en la autopista.

—¿Qué pasó?

—Me quedé dormido y el auto volcó —explicó tratando de no ser dramático pero sin lograrlo. Suzely tuvo una expresión indefinida de preocupada y réproba. Logró incomodarlo porque estaba esperando algún reconocimiento por su exilio laboral y por su esfuerzo en tratar de llegar lo antes posible. No notaba que nadie sabía cuál era su itinerario ni se había preocupado por calcular los tiempos entre la llegada del avión y el camino hasta Angra dos Reis. Un par de horas más o menos no hacían a la cuestión.

—Pero no te lastimaste…

—No, sólo esta herida —dijo tocándose la frente.

—¿Y el auto? —preguntó insólita.

—Era alquilado y tenía un seguro completo —contestó, ya agraviado.

Parecía mentira que después de más de un mes sin verse, llegando herido después de un viaje largo y cansador, de manejar sin descansar… se preocupara por un automóvil abollado sin gestos de afecto, sin una caricia ni una pregunta de cómo había terminado su gestión en Nueva York.

Se sintió sucio, desgraciado y ridículo con esa ropa arrugada y las medias colgando de su mano. Necesitaba urgente bañarse, afeitarse y tomarse un café fuerte. Así todo cambiaría.

El domingo amaneció espléndido, luminoso, fresco para el verano. Un día para el aire libre, para irse fuera de la ciudad, dedicarlo a tomar sol, para pasear. Uno de esos días en que nadie quiere ir a un hospital, como no sea por una imprescindible e impostergable necesidad.

Los rayos del sol comenzaron a filtrarse por las rendijas de la persiana de madera y el entrenado sistema de alarma de Julia la despertó sin necesidad de que sonara la chicharra. Miró el reloj y eran recién las siete menos cuarto. Debía tomar la guardia a las ocho y en la mañana de un domingo, sin tráfico, sólo tardaba quince minutos en llegar hasta el hospital.

Ernesto dormía plácido a su lado con la cabeza hundida en la almohada, que ostentaba un lamparón de la humedad de su saliva. La respiración era pausada y sin ruido, haciendo que el tórax se expandiera acompasado. Su rostro tenía una expresión infantil, sustancialmente inocente, que la enterneció: lo amaba.

Con la mano abierta, le acarició la cara y sintió cómo la raspaba la barba crecida, oscura y dura. Bajó por el cuello gozando de la suavidad de su piel y comenzó a destaparlo: dormía desnudo. El pecho estaba cubierto de pelos oscuros que contrastaban en la piel clara.

Sintió cómo se excitaba. Lo tenía tan disponible y tan dormido que le daba lástima despertarlo pero lo necesitada activo, activo y tierno. El solo pensamiento de la excursión clandestina al Departamento de Oncología la llenaba de inquietud que, sentía, se deslizaba a su libido.

Siguió con sus caricias y advirtió cómo él empezaba a tener una erección inconsciente. Su mano sintió la dureza de su sexo y percibió que ella se lubricaba, pero no intentó despertarlo. Así se sentía dueña de una situación que le agradaba porque podía gozar de aquel magnífico hombre sin los prejuicios que siempre la limitaban.

Aprovechó esos momentos de disponibilidad absoluta de ese cuerpo acariciándolo con suavidad, sintiendo cómo se tensaba pese a su sueño profundo, que no le permitía compartir lo que ella vivía. En principio no quería que se despertara, pero comprendía que sus propias urgencias lo necesitaban. Quería gozarlo así, totalmente disponible, acariciándolo, pero sabía que no aguantaría mucho. Se dejó llevar segura de que llegaría el momento en que él, naturalmente, se despertaría.

Unos minutos después sucedió: un suave ronquido indicó que entraba en el mundo de los vivos. Una manaza le acarició la espalda llegando a los glúteos y circunvalando la redondez perfecta antes de volver a subir y presionar para acercar el cuerpo tibio y oloroso de su mujer.

Le pareció delicioso sentir medio dormido la suavidad de esa piel que se presionaba a la suya y que rotaba hasta quedar encimada. Allí, ahora despierto, notó cuán excitado estaba.

Los últimos rayos del sol doraban el mar. Desde la enorme terraza, Oscar Leyro Serra recostado en una hamaca observaba, una vez más, esa maravilla que tanto extrañó en la habitación del hotel. Los islotes que parecían emerger impertinentes en la lasitud acuática. Todo era calma sin alteraciones ni resonancias, como no fuera el canto de un pájaro silvestre que, desde algún lugar de la floresta, llamaba a sus congéneres.

Pero un torbellino contradictorio estaba instalado en él.

No encontraba la paz tratando de ordenar sus pensamientos dentro de la angustia que le causaban los acontecimientos que parecían sucederse imparables y que no podía dominar. Uno tras otro, se iban sumando para agobiarlo y aplastarlo.

Recordó con aprehensión el mes y pico en Nueva York, a donde había llegado en un viaje rutinario y que había terminado con un enorme problema, aún irresoluto, en el que se jugaba su destino. Las Navidades, el Año Nuevo, las noches y las mañanas frías y solitarias. Las reuniones interminables, planeadas y tensas, donde recibía instrucciones como un escolar para cumplir con los intereses de un poderoso cerebro que disponía de la vida, la honra y la muerte de miles de personas.

El regreso, la huida del frío, de la nieve, de los ejecutivos, del hotel y del inglés para comenzar con una tarea difícil, peligrosa y larga que exigía precisión quirúrgica. La decisión de tomarse un paréntesis de un par de días de descanso para enfrentar el futuro incierto y complicado parecía lo más acertado.

Necesitaba imperiosamente volver a los valores elementales de la ternura familiar, del sexo con su mujer después del sabor amargo de alguno eventual o pagado. Por momentos sentía deseos de haber muerto en aquel accidente.

Creyó, estúpidamente, que un largo baño y una siesta repararían todo. Pero no. El almuerzo transcurrió en medio de una serie de silencios e incomodidades que nadie podía resolver, pese a sus sinceros y esforzados intentos. Cada vez que miraba a su esposa a través de la mesa se sentía atraído y se excitaba hasta un grado de urgencia absurdo. Tenían todo el fin de semana para ellos.

Fueron juntos al dormitorio después de asegurarse que la mucama se encargara de las niñas. Una vez que cerró la puerta con llave, Oscar prácticamente se lanzó sobre ella. El manoseo se hizo soez por la violencia, que aumentó al no encontrar reciprocidad. La desnudó con torpeza por la urgencia y él mismo no alcanzó a desprenderse de toda la ropa.

Después de la penetración inicial, brutal y apresurada, inició un exagerado ritual sexual que no encontraba respuesta adecuada. Sólo algún suspiro que no se alcanzaba a definir como de placer o de fastidio. Se parecía más a una danza de una sola persona que a un coito.

A los pocos minutos de iniciada la grotesca relación, la erección de Oscar desapareció. Insistió quedándose encastrado en su mujer con movimientos breves que ocultaran su incapacidad. Pero todo era inútil. Finalmente, se rindió quedando tendido boca arriba con suspiros entrecortados.

Suzely no ayudó a superar el momento. Ella también miraba las vigas del techo sin decir nada. Después de un rato, quizá apremiada por la lástima, extendió la mano y acarició el brazo de su esposo, hasta que se quedó dormida. Cuando se despertó, Oscar no estaba a su lado y se enteró por una de las mucamas que se había ido a correr por la playa.

Y allí estaba ese hombre lleno de fracasos recordando todo, que se entremezclaba sin orden ni razón. Mientras las escenas desfilaban confusas y sin cronología en su mente, miraba sin ver esa maravilla de la tarde en Angra dos Reis. Se sirvió su tercera copa con hielo, sintiéndose el ser más desgraciado de la tierra y no sabiendo cómo ordenar y mucho menos resolver el cúmulo de sus problemas. Parecía que el mundo lo estuviera acosando.

Necesitaba imperiosamente calmarse y poner todo en orden. Sólo que no acertaba a hacerlo.

La guardia había sido tranquila hasta ese momento. Dos heridos graves de un accidente de auto en la noche del sábado habían sido derivados a terapia intensiva y en la mañana asistieron a un fracturado, un asmático y un niño que había aspirado un objeto pequeño.

En general, las horas menos ocupadas en una guardia médica de un día feriado son las del mediodía, donde a nadie se le ocurre ir por un dolor de estómago o de cabeza: para eso están la mañana y la tarde. La gente de la ciudad se tranquiliza en los almuerzos copiosos antes del fútbol o de la siesta. Los médicos y residentes comen en la guardia o en el bar de enfrente porque el comedor del hospital cierra los domingos y todo comienza a tomar ritmo a partir de las tres o cuatro de la tarde.

Por eso habían elegido encontrarse con Federico a la una y cuarto en uno de los patios interiores. En un bolso llevaría las herramientas necesarias y un guardapolvo. Ella trataría de estar en el lugar unos minutos antes para detectar cualquier inconveniente porque sería natural verla comer en un banco del jardín. Era la ginecóloga de guardia de ese día que atendía cualquier cosa cuando el especialista tomaba un café o había salido por un rato.

Llegó al banco diez minutos antes. Lo limpió con un pañuelo descartable y de una pequeña valija sacó un sándwich que mordió con ganas. Desde el desayuno no había probado bocado. Después del primer mordisco recordó la relación tempranera con Ernesto y sintió que se estremecía. Era maravilloso, tierno y lleno de afecto aun en los momentos de intensidad.

Trató de rememorarlos y archivarlos en su memoria, sintiendo que se le escapaban sin remedio. Se contentó con recordar las sensaciones. Se sentía plena y si hubiera podido verse cómo sonreía, no tendría duda de que era uno de sus mejores momentos. No pudo determinar si era por los recuerdos de esa mañana o por la aventura que estaba por comenzar pero sabía reconocer esos fugaces instantes en que todo parece estar bien, en cuerpo y en alma.

Estaba terminando de comer, gozando del silencio y de ella misma, cuando vio a Federico avanzar por uno de los pasillos que corrían paralelos a los pabellones protegidos por un techo que se apoyaba en columnas sin estilo que formaban una galería. Se aseguró que no hubiera nadie alrededor y comenzó a guardar los restos de la comida en la valijita. El hombre se detuvo en una de las esquinas del depósito y esperó a Julia. Abrió el bolso y sacó el guardapolvo doblado prolijamente.

Cuando ella estuvo a su lado, la admiró con respeto, pues parecía más radiante que nunca. Sin palabras y los dos vestidos con níveos guardapolvos, fueron hasta el edificio del pabellón de oncología y otros servicios. Nadie podía dudar de esos dos médicos que caminaban por el enorme hospital vacío en un domingo luminoso, destinado a cualquier cosa menos a trabajar con la enfermedad y sus miserias.

La espectacular vista a la bahía de Guanabara desde el octavo piso del edificio sobre la avenida Copacabana distraía al doctor Ricardo Pereira, el responsable médico de Laboratorios Alcmaeon en Chile.

Estaba hablando Oscar Leyro Serra, nada menos que el gerente o director regional del área del cono sur de América que los había citado junto con el gerente médico de la sucursal, el representante comercial y el abogado de la empresa. Algo muy importante debía estar sucediendo.

—Es muy importante, señores, que asuman que lo que vamos a hablar es absolutamente confidencial… ni sus mujeres deben enterarse del motivo de esta reunión. El secreto es esencial. Cualquier trascendido haría que la compañía dé por terminada la actividad en nuestros países y nuestros empleos desaparecerían, ¿de acuerdo?

El asentimiento de las tres cabezas dio por admitido el compromiso, lo que le permitió a Leyro Serra continuar con su discurso. Aspiró profundo y guardó silencio unos instantes, lo que aumentó la ansiedad de los tres chilenos que no se animaban a preguntar nada, ni siquiera a mirarse entre sí. Sólo uno de ellos, de vez en cuando, desviaba la vista al ventanal imaginando con impudicia el cuerpo de las adolescentes cariocas contorneándose en la playa.

Los hombres pensaban que Leyro Serra trataba de encontrar los términos exactos para revelar el secreto al que se habían comprometido, pero la realidad era totalmente distinta. Lo que pretendía era superar la sensación de vacío que lo invadía, la certeza de que cualquier cosa que hiciera iba a salir mal, y que todo y todos se complotaban para hacerlo desgraciado.

Su mujer y las niñas habían quedado en Angra y él se tomó un charter para volverse a Río sin tener que manejar. No era el costo ni el tiempo que tardarían sino que quería asegurarse de que nadie le hablara durante el viaje y no tener que controlar el auto en el tráfico ni el manejo del chofer, si se tomaba un taxi: el trauma del choque aún persistía. Se sentó en un asiento donde no pudiera ver el camino hacia delante para no preocuparse y trató de ordenar sus ideas antes de enfrentar la primera de las difíciles entrevistas que había convocado.

Durante el fin de semana trató de poner en orden sus pensamientos pero no lo logró. Después de las cavilaciones contradictorias y desordenadas, caía siempre en el mismo pozo de angustia y decepción: estaba pasando por un pésimo momento y todo se concentraba en contra de él. Parecía que su estrella se había apagado.

Lo peor de todo era el fallido sexual con su mujer. Era algo que lo dejaba inerme. Sentía que no podría superarlo. Una sensación de inutilidad y vacío lo había perseguido desde el mismo momento en que se volvió boca arriba en la cama, admitiendo su derrota.

Su personalidad avasallante y ejecutiva le permitía cualquier cosa menos eso. Y «eso» estaba presente, absolutamente presente en todo momento, desde la siesta del sábado. Tanto que no lo intentó de nuevo, evitando la intimidad de cualquier forma: yendo a comer afuera el sábado por la noche, no durmiendo la siesta el domingo en que se levantó al alba para simular trabajar. El lunes puso el despertador a las seis, antes que ella despertara, y se fue con un leve beso no contestado.

—Como les decía, señores, el silencio es una condición esencial para llevar adelante esta nueva etapa.

Caminaron decididos por los vacíos pasillos conteniendo el aliento en cada recodo, pero no se cruzaron con nadie hasta que llegaron al hall de distribución donde colgaba el cartel verde con letras blancas: DEPARTAMENTO DE ONCOLOGÍA.

Esperaron unos segundos tratando de oír algún ruido que revelara la presencia de alguien y ante el silencio, Federico apoyó su bolso en el piso, del que sacó una especie de cartuchera que abrió con el ruido del cierre que rebotó por las paredes. Eligió un par de alambres o espátulas que aplicó sobre la cerradura y, en menos de dos segundos, estuvo abierta.

Levantó la vista hacia la médica y una franca sonrisa lo premió. Los ojos azules parecían más grandes que nunca. Ambos entraron cerrando la puerta con cuidado para no hacer ruido. Julia sentía una sensación de inquietud que se traducía en dolor en el pecho y las piernas temblequeando. Pero esa sensación opresiva del temor se combinaba con el estado insólito que le provocaban espasmos vaginales claramente reconocibles. ¿Sería el placer retardado de la mañana con su marido o esta aventura ilegal?

Sin embargo en cuanto entraron al amplio pasillo ante el que se alineaban puertas, tomó la iniciativa de recorrer todo el Departamento para asegurarse de que no hubiera nadie. El lugar estaba vacío y se sintió perversa como si estuviera invadiendo intimidades de médicos y empleados que todos los días habitaban esas piezas y escribían sobre esos escritorios ahora emprolijados por el personal que había hecho la limpieza el sábado a la tarde.

Trataba de imaginar dónde podía estar la historia clínica de Irma pero no tenía la menor idea. Empezó por una amplia habitación que oficiaba de mesa de entradas en la cual, los días hábiles, se canalizaba la tarea administrativa: los turnos, las derivaciones, las órdenes para los exámenes complementarios, la organización de las operaciones, hasta la planificación de las licencias del personal.

Recorrió cada uno de los armarios y archivos para llegar a la conclusión de que allí sólo había documentos del Departamento, formularios y las historias clínicas de los pacientes en tratamiento tradicional. Los legajos de los fallecidos debían estar en un archivo distinto, ¿en el mismo Departamento? ¿los llevarían a algún otro lado? Hacía poco tiempo que Irma había muerto y no creía que la eficiencia del personal fuera tanta en el caso de que tuvieran archivos externos.

Por las dudas, en los muebles buscó algún cajón indicado con la «B» y cuando lo encontró, recorrió con sus dedos casi todas las carpetas, pero no había ninguna con el rótulo de Bermúdez. Se aseguró recorriéndolo todo no confiando, por experiencia, en el conocimiento del alfabeto ni en la prolijidad de las empleadas. Nada.

Siguió por las otras habitaciones, metódicamente, haciendo que Federico abriera algún candado o una cerradura. La velocidad y facilidad con la que ese hombre abría cualquier cosa la convencieron de que eran inútiles todas las precauciones que tomaba en el hospital, en su equipaje cuando viajaba y hasta en su casa. Nada se le resistía y, a su pedido, el hombre volvía a cerrar en un instante sin que el lunes nadie pudiera notar que alguien había estado husmeando en sus cosas.

Así perdieron algo más de una hora recorriendo prolija y ordenadamente consultorios, salas de quimioterapia, de reuniones, o dedicadas a pequeñas intervenciones quirúrgicas, pero no tuvieron ningún éxito. No había archivos y menos una carpeta con el nombre de su paciente. Julia miraba el reloj a cada rato y Federico, le dijo:

—Tranquila, doctora, no hay ningún apuro.

Le dirigió una sonrisa agradecida y siguió revisando escritorios y archivos. Nunca lo había hecho pero ahora, justificada por un fin superior y la necesidad, gozaba al meterse en armarios y cajones, descubriendo algunas intimidades de médicos o enfermeros que no podrían exhibir a los pacientes ni a los colegas.

Casi terminando, llegaron a una puerta que tenía un cartel con letras negras pintadas en el vidrio con alma de alambre: Director. Julia intentó abrir pero la puerta estaba cerrada con llave. Se volvió a Federico con una mirada que no requería palabras. Menos de un minuto bastó para que la puerta se abriera pese a la cerradura de seguridad.

La habitación era grande, la más grande de todas las que habían recorrido con la sola excepción de la mesa de entradas. En uno de sus rincones, se ubicaba un antiguo y bello escritorio enfrentando la puerta de entrada. Un sillón giratorio de respaldo alto estaba dedicado al director y dos sillas, al frente, a sus visitantes. Unos cuadros con fotografías —la mayoría en blanco y negro— de otros médicos, que ocultaban la descolorida pintura de las paredes. Una camilla de metal con su sábana blanca se apoyaba en uno de los costados, haciendo juego con una antigua balanza de pesas y un tensiómetro de pie.

Para llenar tanta superficie en otro de los costados, un juego de sillones con el tapizado de símil cuero, algo gastado, custodiaban una mesa baja con un centro con flores artificiales de pésimo gusto. Detrás de los sillones, una fila de cinco archivos metálicos de cuatro cajones cada uno.

Julia no perdió tiempo en el escritorio del director, como lo había hecho en los demás consultorios, y fue directamente a los archivos. Dos de los muebles tenían trozos de cinta adhesiva escritos con marcador negro de gruesos caracteres. Las cintas estaban pegadas en su frente y arriba del primer cajón: Investigación.

—¡Bingo!

A la una y media, el teléfono de la sala donde estaba Oscar Leyro Serra con la gente de Chile sonó con un sonido controlado.

—Señor, el almuerzo está servido.

Los cuatro hombres pasaron a la habitación contigua, también sobre el frente del edificio, de tal forma que los ventanales daban hacia la bahía. La vista era magnífica e impactante. Uno de los mozos, como si estuviera planificado, esperó que los invitados se asombraran con el espectáculo y manipuló las varillas para oscurecer el ambiente y lograr que el resplandor 110 los molestara.

El almuerzo estuvo magnífico, aunque no tomaron alcohol. La tarde estaba dedicada al trabajo y Oscar Leyro Serra no quería gente pesada ni adormilada. El vino sólo se servía en aquellas oportunidades de comidas para las relaciones públicas, nunca en reuniones de trabajo.

La situación en Chile parecía bastante ordenada. El gerente del país, Ricardo Pereyra, era un esforzado empleado que había escalado distintos niveles de la industria farmacéutica y que Oscar Leyro Serra había reclutado cuando trabajaba para otro laboratorio, pagándole un sueldo excesivo. Pero había sopesado sus méritos y ahora comprobaba lo acertado de su elección.

Los grupos de investigación eran dos y se encontraban en el hospital universitario de Santiago y en Valparaíso, al norte del país. Las dosis aplicadas en Chile y en Brasil coincidían y eran la quinta parte de las que se habían inoculado en Estados Unidos, Europa y África. Los resultados eran mejores que en aquellas latitudes pero no alcanzaban a satisfacer.

El grupo del hospital de Santiago ya había terminado el ciclo experimental y sólo quedaba esperar los resultados de la computadora de San Diego, que ellos nunca conocerían porque quedarían reservados a los más altos niveles del Laboratorio.

Valparaíso estaba en plena evolución y aún quedaban tres semanas para terminar con ese grupo y con resultados similares al de Santiago. En ambos casos se había cumplido con la totalidad de las exigencias sanitarias y legales descartándose cualquier deficiencia administrativa. Había monitoreos externos y de la autoridad médica sin observaciones. Sólo quedaba terminar con el tratamiento y continuar el seguimiento de los enfermos según lo exigía el manual de procedimientos del Laboratorio: toda la información a la computadora.

Oscar Leyro Serra dedicó casi todo el día a reunir información sobre cada una de las facetas de la experiencia. Había que clausurarla sin necesidad de ningún alerta ni conflicto. Ni siquiera le dijo a sus hombres la decisión de la compañía de desactivar la investigación. No tenía sentido, se agotaría por sí misma.

Levantó la reunión a las siete en punto y los dejó en libertad hasta el día siguiente a las nueve, en que seguirían con el análisis de la experiencia del ALS-1506/AR y comenzaría a preparar la campaña para la venta de los productos libres.

Estaba cansado. Esa mañana se había levantado antes de las seis, viajado a Río. Estuvo reunido todo el día y ahora debía analizar las cosas pendientes que se habían acumulado durante su ausencia en Nueva York. Para eso, su secretaria lo estaba esperando detrás de la puerta. Esta noche llegaría tarde a su casa.

Fue hasta el baño y se lavó la cara tratando de despejarse para empezar con los nuevos temas. Cuando enfrentó el espejo, se miró y la toalla quedó a medio camino. Los espejos y la luz fuerte reflejaban su rostro sin piedad. Estaba ojeroso y los ojos atravesados por venitas rojas pero lo que lo asustó fue la imagen de derrota que podía leerse en esa mirada cansada. Su labio inferior, excesivamente rojo, parecía colgar dejando ver unos dientes desparejos.

Se secó y peinó su escasa cabellera con el cepillo que siempre estaba sobre el mármol de sus baños. Reacomodó la corbata y se dijo con una sonrisa:

—¡Vamos, hombre, no es el fin del mundo!

Volvió a su escritorio y llamó a la secretaria que entró con un bloc en la mano decidida a trabajar hasta tarde.

—Marcia, estoy muy cansado. Mañana vamos a ver lo que leñemos pendiente.

—Muy bien, señor —contestó ella llena de júbilo ante la inesperada solución de esa noche.

—Hasta mañana.

—Hasta mañana, señor.

El director se sentó en su escritorio y con una llave pequeña abrió el cajón principal de su escritorio, sacando una especie de cuaderno anillado. Lo comenzó a hojear. Eran fotografías de mujeres, todas muy bellas… y caras.

Federico se sentó en el pasillo, vigilante para avisar si alguien llegaba. Se moría por fumar pero sabía que no podía hacerlo. Todo el lugar olía a limpio y notó que no había un solo cenicero en todo el Departamento pero sí muchos carteles con un cigarrillo dentro de un círculo rojo atravesado por otra banda gruesa, también roja. Debía estar estrictamente prohibido fumar y si él lo hacía, al día siguiente se olería pudiendo descubrirse la intromisión.

En realidad, por más prolijo que se fuera siempre quedaban detalles de algo corrido o desubicado que se percibiría pero al que nadie le daría importancia creyendo que fue el personal de limpieza. Unos minutos después de comenzar la semana todo estaría otra vez en su lugar y la incursión quedaría definitivamente oculta.

Julia, en el despacho del jefe del servicio, no podía creer lo que había encontrado en esos dos archivos, a los que Federico le había permitido acceder. En cada cajón había una gran cantidad de carpetas amarillas con solapas conteniendo historias clínicas de pacientes tratados con una droga que llamaban ALS-1506/AR. También estaba la de Irma Bermúdez. En un bloc que sacó de un costado de la valijita del almuerzo, comenzó a tomar notas de nombres, fechas, diagnósticos, exámenes y el protocolo de ALS-1506/AR.

Estuvo tentada de fotocopiar dos o tres historias en la máquina que había en la mesa de entradas pero no se animó. No sabía si tenían contabilizadas las fotocopias y había escuchado que las más modernas eran capaces de producir un resumen de la cantidad, fecha y hora en que se habían obtenido.

Estuvo cerca de una hora leyendo y anotando pero necesitaba varios días para hacer un análisis completo de los distintos grupos que estaban realizando el experimento, los estados iniciales y la evolución de los pacientes y las estadísticas, aunque fueran parciales. Los resultados eran imposibles de conseguir porque no tenía las claves de cuáles pacientes habían sido tratados con ALS-1506/AR y cuáles con placebo. Esa información seguramente estaba cargada en una computadora en algún lugar desconocido, al que nunca tendría acceso.

Por lo que sabía, esa información tampoco la poseía nadie en el Departamento, ni siquiera su jefe, el Dr. Marcelo Salinas, que aparecía como el coordinador del programa. Estaba reservada para el laboratorio que enviaba las dosis identificadas sólo con códigos para que con los resultados que informaban los médicos se leyeran con la absoluta frialdad de las estadísticas computadas. Las llamadas pruebas de doble ciego.

Sin embargo, aun sin saber cuáles pacientes habían sido tratados con la droga, estaba segura de que los grupos de investigación locales debían haber realizado estadísticas de los resultados. Revisó con cuidado las carpetas en los archivos, le hizo abrir a Federico los otros dos y no pudo encontrar nada como tampoco ninguna carpeta con los trámites administrativos de autorización y seguimiento de la investigación, ni la conformidad de los pacientes para los tratamientos, ni los informes, ni la contabilidad, los pagos y toda la documentación que debía sustentar semejante aparato donde intervenían muchos médicos, enfermeras, y que insumía mucho dinero.

Sobre el escritorio del Dr. Salinas una pantalla de computadora la atraía. Allí seguro debía haber algo de la información que buscaba. La encendió y trató de encontrar el archivo correspondiente al programa, pero advirtió su incapacidad para hacerlo.

Miró el reloj. Las cuatro menos diez. La guardia debía ser un infierno y ella ausente. Llamó a Federico y cerraron prolijamente todo lo que habían abierto asegurándose que no quedara ningún rastro de su presencia. Caminaron conversando por los largos pasillos cubiertos y se separaron en la zona de la entrada.

La cara de la enfermera no dejaba lugar a dudas de cuánto la esperaban en esa guardia de domingo. Enseguida, murmurando una excusa que nadie entendió, se dedicó a trabajar no sin antes guardar su valijita con los apuntes en el armario con llave. Cuando cerró el candado de la puerta metálica pensó en cuántos segundos la abriría su cómplice. En un par de minutos se colocó una toalla higiénica entre las piernas para que absorbiera sus líquidos producto de la aventura.

Federico, aún con el guardapolvo y el bolso en la mano, salió a la puerta y encendió un cigarrillo.

El humor de Oscar no podía ser peor cuando entró en su oficina a las ocho y media de la mañana. El sol calentaba la playa y mucha gente caminaba o corría por el camino peatonal al lado de la vereda, antes de llegar a la arena.

El recuerdo de Suzely, a quien le gustaba correr por las mañanas en la playa de Angra, le causó desazón. La noche anterior, al revisar el catálogo de mujeres, se había decidido por una mujer medianamente joven y con aspecto algo intelectual. Unos anteojos traslúcidos y redondos le otorgaban una presencia que no lo harían caer en el ridículo. Podía pasar por una secretaria y hasta una colega. La fotografía que la mostraba desnuda cortaba el aliento.

Después de concretar el elevado precio con una simpática mujer que atendió el teléfono y que no dudó en aumentarlo por la inmediatez del pedido, se dedicó a revisar algunos de los mails y cartas llegadas en su larga ausencia y que la secretaria había seleccionado para su atención personal.

Le sobraba el tiempo hasta la hora convenida y el recomenzar con tareas habituales le daba una seguridad de la que carecía después del problema en Nueva York, el accidente del automóvil y su reciente falla sexual. La mujer que había elegido en el catálogo se encargaría de sacarle, al menos, esa sensación de inseguridad. Debía volver a manejar y lo demás era trabajo, complicado y peligroso, pero trabajo al fin.

Cuando ella llegó a la oficina a la hora acordada, captó el poco favor que le hacía la fotografía. Era una mujer magnífica, de esas que no desentonarían en ningún lugar. En cuanto cruzaron algunas palabras, Oscar entendió el porqué de semejante tarifa. Salieron en su auto directamente desde el garaje.

Comieron en un reservado y elegante restaurante de Botafogo, conversando de los más diversos temas. La muchacha parecía abogada, pero también sabía de economía nacional y mundial. Su conversación era amena, tranquila y permitía que él dijera sus pareceres que, a veces, replicaba sin ser agresiva. Su mirada era una mezcla de picardía y firmeza que a Oscar le costaba mantener.

En algún momento, se olvidaba de quién era y le resultaba difícil recordar que el tiempo de esa mujer tenía un costo. Que no se trataba de una representante europea del Laboratorio que estaba de visita en Río. Era ni más ni menos que una prostituta, inteligente, bella y carísima pero una puta al fin, cuyo tiempo mejor amortizado seguramente no estaba allí, tomando un buen vino ni hablando sobre el resultado de las elecciones en Francia, sino en la cama demostrando sus habilidades.

Oscar, olvidando su contrato, estiró cohibido su pierna y rozó la de ella debajo de la mesa. Una suave presión le contestó sin que la conversación se alterara en lo más mínimo. Le gustaba ese juego que nada tenía de grosero o apresurado. No habría podido soportar urgencias frente a lo ocurrido el sábado. Se evaluó y notó que estaba levemente excitado.

—¿A qué te dedicás? —le preguntó en un momento para intimar.

—A esto.

—Me parece que te queda chico.

—Quizá… pero es una forma tranquila de vivir.

—¿Tranquila?

Extendió la mano y, sobre la mesa, tomó la de ella. Era suave, muy suave, y pudo notar que las uñas, no demasiado largas, estaban arregladas y pintadas con un barniz transparente. Un par de anillos, poco importantes, eran los únicos adornos. Jugó con suavidad en su palma gozando de los pliegues y después dejó que las yemas de los dedos coincidieran, acariciándose leves con las de ella. Era una sensación terriblemente gozosa.

Las miradas se fueron intensificando y Oscar insistía en descubrir las sinuosidades de la fotografía debajo de ese vestido negro con escote redondeado y alto. Las piernas seguían el jugueteo debajo de la mesa y los anteojos guardados en la cartera la habían privado de su toque intelectual.

Pagó con la tarjeta de crédito corporativa y salieron. El calor húmedo los invadió. Ese par de minutos con la camisa humedeciéndose y pegándose a su cuerpo, parado en la puerta del restaurante con la mujer a su lado, lo hizo sentir incómodo.

No estaba en tren de conquista y no tenía obligación de ninguna cortesía ni de conversación. Cualquier cosa —hasta las groserías— estaba compensada con el pago anticipado. No necesitaba hacer nada para ganarla y no estaba seguro de que eso le gustara, aunque era indudablemente conveniente, en especial en las actuales circunstancias.

No se animó a llevarla a su casa. El personal siempre murmuraba y era estúpido asumir riesgos evitables. Decidió volver a la oficina. Allí tenía todo lo que necesitaba: champagne en la heladera, sillones, música, una cama amplia y un baño con ducha.

Ahí recién comprendió Oscar que estaba frente a una profesional. No hubo brusquedades ni requerimientos exagerados. Todo estaba previsto y era ella la encargada de llevar las cosas adelante. Las caricias, los besos, la desnudez progresiva, los toques suaves que lo hicieron olvidar de los pagos previos y las condiciones del contrato. Era como la revelaba la foto: perfecta y absolutamente apetecible.

La erección llegó naturalmente y se hizo dolorosa cuando ella de rodillas utilizaba todas las técnicas de excitación. Le colocó un preservativo y lo dejó deslizarse con un maullido de placer. Oscar sintió su potencia a la mayor plenitud.

Era una experta: acariciaba, ronroneaba, gritaba y se movía con una técnica tan perfecta que parecía natural, como si fuera una de sus primeras veces. La excitación de él iba en aumento. Cuando detenían sus movimientos, ella parecía acariciarlo en la profundidad de su vagina con movimientos de contracción.

De pronto, algo ocurrió. Sin saber por qué ni responder a nada, Oscar comenzó a sentir que su miembro comenzaba a perder su fuerza y su dureza. En pocos segundos, espantado, nada quedaba de la maravilla anterior. Se dejó estar un instante hasta admitir su nuevo fracaso y después se levantó sin miramientos ni disculpas a ducharse.

Sin palabras la llevó hasta Ipanema, no demasiado lejos de su propia casa, y pudo ver por el espejo retrovisor cómo cruzaba la calle. Una sencilla técnica para que no descubrieran dónde vivía. Oscar no tenía ningún interés en descubrirlo, sólo estaba concentrado en su espantoso problema.

Los relámpagos iluminaban el cielo a través de los ventanales. El departamento de los Narváez se había convertido en una especie de cuartel central del complot.

Buscaban la prueba de que un grupo de médicos, investigadores y laboratorios patrocinantes experimentaba con vidas humanas, sin respetar las reglas de la investigación científica ni los derechos de los enfermos.

Se trataba de personas de carne y hueso que recibían o habían recibido dosis de drogas novedosas que esperaban curarían su cáncer, o bien simples placebos. La evolución de cada uno era controlada por médicos que llevaban prolijas planillas normalizadas, legibles para las computadoras, para establecer las estadísticas sobre las reacciones de toxicidad, efectos secundarios, limitación de dolores, vómitos, fiebre y cualquier otra modificación en su estado general, incluso los psíquicos.

Pero la búsqueda de mejores terapias para la terrible enfermedad podía convertirse en algo atroz si los pacientes, por ignorancia o engaño, sufrían la privación del tratamiento estandarizado —y comprobadamente eficaz—, al menos en algunos casos.

Si estos enfermos no recibían el tratamiento convencional, podían ser condenados a muerte, porque quizá se habrían podido salvar. Lo peor era que la mitad de esos pacientes no recibía nada: ni el tratamiento tradicional ni el nuevo. Sólo un placebo, un inocuo placebo, que servía sólo para fines estadísticos y para comprobar el porcentaje de efectividad de la nueva droga.

Las situaciones que podían presentarse eran de lo más variadas. Había pacientes a quienes el placebo les servía psicológicamente. A otros, la droga les resultaba beneficiosa, mientras que a otros les era perjudicial. En todos los casos, sin excepción, se había prescindido de los tratamientos tradicionales, porque era la única manera de comprobar su efectividad. Algunos se curaban, otros prolongaban su vida y muchos morían. En realidad, nadie podía establecer la causa de la sobrevida o de la muerte, y para eso estaban las frías estadísticas.

¿Pero esas muertes eran naturales o podían ser calificadas de homicidios? ¿Dónde estaba la diferencia? Esa diferencia, de la que dependía la vida de tantas personas, era la delgada y difusa línea que separaba una experiencia científica que beneficiaría a la humanidad de una monstruosidad. En cualquiera de los dos casos, siempre era posible que el experimento trajera aparejado un adelanto científico más o menos importante… pero a costa de la vida de seres humanos.

El fiscal no lograba determinar cuál era exactamente la línea que dividía el bien del mal. ¿Acaso obrar bien era cumplir con los requisitos burocráticos y formales, como en el caso de las autorizaciones previas de las autoridades sanitarias? ¿O tener el consentimiento de los pacientes?

Federico se mantenía silencioso. Agustín Urtubey, fiscal adjunto —como le gustaba denominarse—, había sido incorporado al grupo y mostraba un entusiasmo poco común e ideas innovadoras que les resultaban útiles a todos. Ernesto estuvo tentado de plantearle sus dudas jurídicas y médicas, pero la presencia de Federico impedía el debate.

—En realidad, todo lo que tenemos hasta ahora es la muerte de una paciente, que supuestamente fue incluida en una investigación clínica con un producto llamado ALS-1506/AR. Es bastante poco —planteó Ernesto, casi provocador.

—También tenemos los nombres de un montón de pacientes que integraron del grupo de estudio, cuya evolución final no conocemos.

—Sólo tenemos unos pocos datos, y concretamente desconocemos qué pasó con los demás. Pueden haber muerto, seguir enfermos y hasta haberse recuperado. Debemos saber de ellos, pero su búsqueda parece imposible desde la clandestinidad. Tampoco podemos hacerlo a cara descubierta, porque no tenemos elementos suficientes como para pedir órdenes de allanamiento y… además, si lo hacemos, nos pondríamos en evidencia —replicó el fiscal.

—Pero ¿qué pasó con ellos? —preguntó Urtubey.

—No lo sé —debió admitir la mujer—, las historias clínicas que pude hojear en esos minutos hablaban del tratamiento, de las reacciones, pero en ninguna se consigna el final. Tampoco si recibieron la droga o sólo placebos.

—¿Entonces?

—Entonces nos están faltando datos sustanciales para llegar a una conclusión.

—¿Y cómo los conseguimos? —preguntó Ernesto.

—Con todas las historias clínicas en la mano para establecer patrones de reacciones o con la información de la computadora del Laboratorio, que debe estar guardada bajo siete llaves y a la que jamás accederemos.

—¿Y dónde está el Laboratorio?

—En los Estados Unidos. Aquí hay una sucursal, pero es difícil que tengan algo.

—Estamos jodidos.

—A menos que… —dijo Julia pensando

—¿A menos que qué? —la apuró su marido.

—Quizás haya algo en la computadora del jefe del servicio.

Oscar no podía explicarse qué le estaba sucediendo. Siempre había sido un hombre potente, quizás en exceso. Disfrutaba de las infidelidades ocasionales y le gustaban las experiencias nuevas. No le importaba demasiado de quién se tratara, porque tenía una singular teoría: cada mujer merecía ser seducida, al menos una vez.

En realidad no podía contar con cuántas se había acostado en su vida. Cada una tenía sus características singulares, aunque sólo fuera un olor o una forma de expresar su orgasmo.

Ahora le parecía que iba a perder todo ese espacio de su vida, que tanto lo animaba. El solo pensamiento lo alteraba, le causaba un estado de angustia que no lo dejaba pensar ni actuar. Siempre la misma sensación: un vacío en el estómago parecido a los momentos en que verdaderamente había sentido miedo.

Los tres ejecutivos chilenos entraron en la sala de reuniones alineados por jerarquía, vistiendo trajes oscuros o negros, camisas claras y elegantes corbatas: una suerte de uniforme de supuesta elegancia y buen gusto.

Leyro Serra comenzó a informarles acerca de los parámetros de la campaña de ventas de productos libres. Era un mercado inmenso y representaba una porción importante de los negocios del Laboratorio. Éste lograba vender esos productos sobre la base de su prestigio y de la propaganda masiva que imponía la necesidad del consumo sin consultar previamente a un médico.

Aquellos productos curaban los dolores de cabeza, las diarreas o las constipaciones, la tos, los piojos y los hongos. También se consumían vitaminas o pastillas para adelgazar, tranquilizantes o enfervorizadores, antigripales. La lista era enorme, y todo dependía de la propaganda, que siempre terminaba aconsejando visitar al médico en caso de duda, para evitar problemas.

En realidad, lo que el laboratorio quería era precisamente que no se consultara al médico. El importe de la consulta o la molestia de la espera eran evitados con la compra de una caja en el supermercado o en la farmacia, sin necesidad de receta.

Era un negocio inmenso, con características propias. Las propagandas no debían avanzar demasiado sobre la exaltación de la autoprescripción ni tampoco desvirtuar la tarea del médico, que era el que aconsejaba o provocaba el consumo.

También era necesario cuidar el tipo de productos. Había que evitar, en lo posible, aquellos que podían producir un daño importante en caso de sobredosis. También, debían distinguirse de los laboratorios pequeños o locales que intentaban quedarse con una tajada de ese mercado, promocionando productos peligrosos. Esos pequeños operadores beneficiaban al grupo porque hacían que las autoridades se ocuparan de controlarlos, dejando libres a las empresas de mayor prestigio.

Leyro Serra había convocado a sus especialistas en marketing, distribución y propaganda, para hacer una evaluación y proyección de las posibilidades en Chile, teniendo en cuenta los requisitos legales de ese país.

Con mucha soltura, se hacían planes para ganar millones de dólares, analizando las estrategias de penetración en el mercado y creando necesidades.

Pero en el medio de esa vorágine de ideas, Leyro Serra sentía que nada de todo aquello valía la pena.

En el departamento de los Narváez, la mesa estaba puesta. Sobre el mantel azul había platos y cubiertos para cuatro comensales. Julia buscaba las copas en un armario lateral; Ernesto aún no había vuelto del trabajo y ya eran casi las nueve. Pronto llegarían Agustín Urtubey y su invitada: un papelón.

Ambos hombres arribaron juntos, y la mentada Mirta no apareció hasta las diez, sin disculparse por la tardanza.

Era pelirroja y flaca. Su cabello enrulado estaba despeinado. Parecía sucio, pero combinaba de manera excelente con el color claro de sus ojos: un privilegio frecuente en aquellos con el pelo rojo. Sin embargo, en vez de aprovechar esa atractiva combinación, todo su aspecto era una conjunción de detalles que evidenciaban su falta de prolijidad.

Carecía de gusto para vestir, y no hacía nada para acicalar su cara, que tenía más de un rasgo de belleza. Tampoco usaba perfume. Unos anteojos transparentes le otorgaban un aire intelectual, quizá lo único interesante de su persona. Los zapatos de taco bajo, una pollera oscura y una especie de blusa suelta disimulaban cualquier sinuosidad.

Ernesto, después del impacto inicial, se quedó pensando cómo sería aquella mujer desnuda. ¿Tendría cintura estrecha, un traste redondeado o tetas apetecibles? Difícil.

Después de las presentaciones, los hombres abandonaron sus vasos y pasaron directamente a la mesa. La cena consistía en un solo plato: unos fideos con distintas salsas, colocados en potes sobre una bandeja circular, que giraba para que cada comensal pudiera servirse a gusto.

—Como te dije, Mirta, él es mi jefe. Un fiscal del crimen que te va explicar cuál es su tema y para qué necesita tu experiencia en computadoras —dijo Agustín en el momento en que la conversación cayó en un molesto silencio.

—Mirta, aunque Agustín ya te lo haya dicho, éste es un asunto absolutamente confidencial, que no puede ser comentado con nadie. Si alguna vez nos llegan a preguntar algo de todo esto, lo negaremos sin ningún pudor. ¿De acuerdo?

—Claro.

—Bien —continuó Ernesto—. Estamos investigando unas experiencias médicas que parecen no estar en regla. Se estarían utilizando drogas oncológicas no autorizadas, el control correspondiente del Ministerio de Salud. Es posible que tampoco tengan el consentimiento de los pacientes.

Mirta levantó la vista del plato de tallarines que estaba terminando. Agustín le dedicó una breve mirada, como si necesitara asegurarse de que había entendido.

—Creemos que las conclusiones de esas experiencias, o parte de ellas, pueden estar cargadas en una computadora, y necesitaríamos acceder a esa información para analizarla.

—¿Y cuál es el problema? —preguntó la mujer sin terminar de tragar.

—En realidad…

—¿Por qué no las piden? Vos como fiscal podés exigir eso y mucho más —dijo Mirta, señalándolo con el tenedor.

—Es cierto, pero creo que si lo hago en forma oficial me van a contestar que no tienen nada y van a borrar la información.

—Entonces lo que me están pidiendo es que robe información…

—Más o menos —contestó Agustín Urtubey, preocupado por el cariz que tomaba la conversación. Ellos eran representantes de la ley y su función no era cometer delitos sino perseguirlos. La violación de domicilio y de secretos estaban explícitamente castigados en dos artículos del Código Penal.

—¿Más o menos? ¿Me están pidiendo que robe información privada o no?

—Bueno, sí —confirmó el fiscal.

—¡Es lo que me gusta! ¡Y si tengo a un fiscal conmigo, mucho mejor! —explotó Mirta, sorprendiéndolos.

—Te das cuenta que todo esto es absolutamente ilegal y confidencial, ¿no? —repitió Ernesto, alarmado por la actitud de esa muchacha, que ya iba por su segundo plato de pasta.

—¡Claro!

El jueves a la noche, Oscar Leyro Serra se despidió de los tres chilenos que, felices, disfrutarían de otros tres días en Río, esponsoreados por los Laboratorios Alcmaeon. El propio gerente regional les había sugerido que se quedaran hasta el domingo a la noche o el lunes a la mañana. ¿Cómo perderse semejante invitación en una ciudad como aquélla, con los avances del carnaval y en un hotel cinco estrellas?

Leyro Serra había postergado la visita al urólogo hasta ese viernes a la tarde. Tenía una sensación de permanente inquietud, pero sabía que la entrevista era imprescindible e impostergable.

No se animaba a viajar a Angra y a encontrarse con Suzely. Necesitaba hablar el tema con alguien, con alguien que no lo conociera, que estuviera lejos de él, que fuera científico y pudiera poner las cosas en su lugar sin avergonzarlo.

Sentía un vacío en el estómago cada vez que se acordaba de sus fracasos con Suzely y con la prostituta. El miércoles se había decidido y llamado a su cardiólogo, para pedirle que le aconsejara el nombre de un urólogo, porque creía que tenía un problema de próstata que lo hacía orinar con demasiada frecuencia.

En un momento pensó en consultar a un psicoanalista. Seguramente tendría que pasar varias sesiones para explicar su problema y muchas más para tratar de encontrar el origen de la pérdida de su erección en el mejor momento de la cópula.

No estaba dispuesto a remontarse a los años pasados ni a que se trataran de meter en sus intimidades bajo la apariencia de una necesidad de la ciencia. No le gustaban las sesiones de exactos cincuenta minutos, que siempre terminaban en el momento en que parecía que algo importante surgía de los subsuelos de su existencia. Unos años atrás, ante un estado de angustia, había recurrido a una psicóloga a la que había abandonado dos años después, casi sin resultados.

El estado angustioso había pasado, pero nunca logró saber si fue por las costosas entrevistas o simplemente porque el tiempo había transcurrido, haciendo su trabajo. Mientras tanto, la vida había seguido su curso, y él había llegado al puesto de gerente regional. ¿Acaso las entrevistas de psicoanálisis lo habían ayudado? Nunca lo sabría, pero en algún momento comprendió que habían cambiado las perspectivas de su vida.

No, otra vez no. No quería pasar por los apurones para llegar a la hora exacta abandonando cualquier problema, ni terminar en un momento preestablecido, cualquiera fuera el nudo a desatar, ni tampoco tratar de refutar las interpretaciones absurdas de su conducta que llevaba varias sesiones desentrañar, sin ningún resultado práctico.

Ahora necesitaba a alguien razonable. Alguien que entendiera su problema y se abocara concretamente a él sin tener que investigar en su pasado, ni en su familia, ni en su inconsciente. Sólo quería coger, coger como Dios manda, sin temor a fallar otra vez. Nada más ni nada menos.

Ese viernes llegó de madrugada a su oficina, porque el insomnio lo había atacado a las cuatro de la mañana y no le había permitido volver a dormirse. Todavía faltaban como tres horas para que el personal entrara a trabajar. La ciudad estaba hermosa, casi sin gente, con el aire liviano y fresco. Las luces de las calles y avenidas aún estaban encendidas, y la claridad asomaba. Las miserias humanas parecían haber desaparecido. El Mercedes se deslizaba por la avenida costera, y a pasos de allí el océano lamía la arena.

Algunas personas corrían o se ejercitaban en bicicleta, mientras la legión de miserables que en pocas horas invadiría la ciudad dormía en las favelas o en los portales escondidos de los edificios.

Hacía mucho tiempo que no llegaba tan temprano. Caminar en el silencio de los pasillos mientras encendía las luces era toda una experiencia. Necesitaba tiempo para ordenar las cosas pendientes y preparar las reuniones con la gente de Argentina.

Había elegido Chile en primer término porque sabía que las cosas estaban ordenadas, que se trabajaba a conciencia, en forma seria y siguiendo un procedimiento. Con la Argentina, en cambio, presumía que las cosas no iban a ser tan fáciles.

El director regional trabajó duro, sin verse obligado a oír el ruido de teléfonos y secretarias. Cuando el papeleo estaba en orden, las llamadas pendientes se cumplían, los mails se contestaban; todo parecía ir asentándose. Todo volvía a estar en orden, en el exacto lugar donde debía estar.

A las nueve y media empezó la primera reunión. Leyro Serra le dedicó cerca de una hora al gerente de relaciones humanas, para enterarse de las altas y las bajas de la gerencia y de las agencias que dependían de él. En unos minutos, tomó decisiones que iban a cambiar la vida de empleados y funcionarios y de sus familias: en algunos para bien, en otros para mal.

Tuvo una larga reunión con la secretaria, que se fue con una pila de papeles y de tareas. Almorzó con el gerente de marketing zonal, con el que se entendía cómodamente. Eran casi amigos, y estuvo a punto de contarle su problema sexual, pero se contuvo.

Estuvieron ideando la campaña y el lanzamiento de los productos de venta libre. No le contó la orden de desactivar la investigación de ALS-1506/AR, pero insistió en la necesidad de la central de compensar las pérdidas que arrojaría el balance del año.

Creía que era muy importante montar la campaña publicitaria con una imagen de seriedad científica, y con una buena relación calidad-precio. Aplicar aquella vieja premisa propia de dictadores o políticos: no importa la verdad sino lo que el consumidor crea.

Sabía que era imprescindible encontrar la fórmula para estar mejor posicionados frente a la opinión pública, por si surgía algún problema con el ALS-1506/AR. Pero no le dijo nada al gerente.

Era indispensable adecuar la propaganda a la idiosincrasia de los distintos países que dependían de su región. En la siguiente semana llegarían de los Estados Unidos los spots, y debían adaptarlos antes de largarlos a los medios. No era posible encarar la publicidad sin un análisis del mercado de cada país, pese a que la agencia norteamericana lo imponía. Ya habían tenido algunas experiencias fallidas por seguir al pie de la letra esas instrucciones.

No había duda de que la adecuación era indispensable. Primero estudiarían la propuesta, para que luego su gente viajara a cada país y coordinara con las agencias de publicidad y los encargados de marketing locales las modificaciones necesarias.

Leyro Serra le recordó a su subordinado la necesidad de contar con un testeo poblacional con grupos sociales diversos, y se reservó la decisión de la aprobación final. Era demasiado importante lo que se estaba jugando para dejarlo en mano de terceros, aunque se tratara de expertos. Ellos también se equivocaban. Si no les gustaba, que lo convencieran. Era preferible discutir hasta el final y modificar lo que fuera necesario, antes de que fallara la campaña o no prendiera en el país.

A las cinco de la tarde, tenía todo ordenado y bajo control. Veinte minutos más tarde, saldría para encontrarse con el médico. Ahora se sentía mejor y más seguro, dispuesto a encarar lo que fuera.

Otro domingo de guardia en el hospital, esta vez sin sol. Había amanecido nublado, y esa mera circunstancia le agregaba una cuota de riesgo a la incursión de Julia en el Departamento de Oncología. La falta de deportes o paseos al aire libre podía inducir a algún médico a huir de su casa y decidirse A ordenar su escritorio o adelantar trabajo en vez de irse a la plaza con sus hijos.

Fue un calco de la incursión anterior, pero esta vez también Mirta iba enfundada en un guardapolvo blanco. Era tan insignificante que cualquier papel que quisiera representar le quedaría bien, salvo el de modelo publicitaria. Podía ser una médica o una enfermera, y cualquiera que la encontrara no dudaría.

Caminaban los tres por el pasillo como si fueran un pelotón en el cumplimiento de una misión. Cada uno vivía la experiencia según sus propios objetivos y personalidades. Federico estaba en el cumplimiento de una acción de reciprocidad por pasados favores, seguro de contar con un fiscal amigo. Mirta, entusiasmada con la clandestinidad y la trama siniestra de la investigación, se consideraba un hacker benefactor de la humanidad. El guardapolvo que le habían prestado le quedaba chico, y le recordaba a los tiempos en que daba clases como maestra primaria. Julia Moret no podía evitar esa sensación entre culposa y gloriosa, y una incontenible excitación se iba instalando entre sus piernas.

Llegaron al hall del Departamento y Federico, sin instrucciones, abrió la primera puerta en un momento. Entraron los tres, cerraron cuidadosamente y abrió la segunda puerta, la del Director. Lo demás no importaba. No hablaban, porque cada uno sabía bien lo que tenía que hacer.

Federico se quedó sentado en el banco del pasillo, y las dos mujeres entraron en la habitación. Julia, con un golpe de cabeza, le señaló a Mirta la computadora. Sin perder tiempo pero sin apresuramiento, la encendió y comenzó a tocar las teclas, que producían pequeños chasquidos.

La PC era un modelo algo antiguo, nada sofisticado, y pronto logró abrir los programas que estaban buscando. Las listas de nombres comenzaron a alinearse en la pantalla. Eran informes sobre el plan ALS-1506/AR, y los pacientes estaban ordenados por los grupos de investigación, por orden alfabético y por el estadio de la enfermedad al comenzar el tratamiento. Había listas separadas de enfermos según el médico tratante.

—Aquí está —dijo Mirta, levantando la vista del monitor.

Julia se acercó y trató de ubicarse en las listas. Allí estaban las conclusiones primarias de las experiencias, tanto las que habían finalizado como las que estaban en ejecución y las que se encontraban en estado de proyecto. Era lo que necesitaban.

Tomó uno de sus cuadernos y comenzó a tomar notas.

—¿Qué hacés? —le preguntó Mirta.

—Necesito anotar algunos datos.

—Mi querida… te voy a copiar todo el disco rígido. Esto y todo lo demás que tenga este doctor en su computadora, lo vamos a ver tranquilas en tu casa.

Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Julia.

El consultorio del urólogo estaba cerca de la Facultad de Medicina, en una zona elegante de la ciudad. El edificio era espléndido y la sala de espera tenía unos cómodos sillones. Una enfermera uniformada con un guardapolvo celeste almidonado, sin la menor mácula, lo interrogó en cuando estuvieron sentados uno frente al otro en el pequeño escritorio.

—¿Su nombre?

—Oscar Leyro Serra.

—¿Edad?

—Cuarenta y ocho.

—¿Estado civil?

—Casado.

—¿Domicilio?

Leyro Serra pagó el importe de la consulta con un cheque y la mujer lo hizo pasar sin esperar al despacho del médico, liso le agradó. Odiaba verse obligado a mirar las caras de los otros pacientes, imaginando qué enfermedad contagiosa tenían, o tener que leer revistas siempre viejas.

—Es cierto que he notado en los últimos tiempos alguna dificultad para orinar… pero el verdadero motivo de la consulta es que he tenido dos episodios de impotencia que me angustian mucho, doctor. Más que angustiarme, me ponen loco —dijo después de las presentaciones, decidido a ser sincero y frontal.

—¿Estos episodios ocurrieron con su esposa? —preguntó el médico después de consultar el estado civil en la ficha.

—Una vez, sí. La otra, con una mujer… contratada.

—Entiendo. ¿Contratada para probarse?

—Sí.

—Bien. ¿Usted a qué se dedica, señor?

—Soy ejecutivo de una compañía.

—¿Y está sometido a mucha tensión?

—Sí, a una tensión excesiva.

El interrogatorio continuó, y Leyro Serra terminó por contarle su estada en Nueva York, el fin de año, su regreso. Le habló de la situación difícil por la que estaba pasando en la empresa, sin entrar en precisiones, y le relató con algún detalle los dos episodios que tanto le preocupaban.

El médico sonrió y le dijo:

—Nada de lo que me contó es para preocuparse, amigo… Está pasando por una situación de estrés anormal y por eso se producen estas cosas, como también puede tener insomnio, taquicardia, falta de apetito o cualquier otro síntoma. Éstos son episodios, que se van a superar solos. No podemos hablar de impotencia porque usted ha tenido muchos años de vida sexual plena.

Oscar Leyro Serra le confesó su temor de que volviera a pasarle. El médico abrió un cajón de su escritorio y le entregó un par de pastillas, parecidas a las muestras gratis que él conocía muy bien por su trabajo.

—Tómese la mitad de una de estas una hora antes del acto y verá como no fallará. No se le ocurra tomar las dos juntas, y además le recomiendo usarla pero sólo para recuperar la confianza. Todo va a estar bien.

Oscar, aliviado, le hizo dos o tres preguntas, notando que, pese a la edad y a ser gerente de un Laboratorio, era un ignorante en esa materia.

Cuando fue a buscar su automóvil, estaba feliz con las dos pastillas en su bolsillo. No le importaba la humedad de la vaselina entre las piernas ni el ardor en el ano, producto de la obligada exploración al no poder convencer al médico de que su próstata estaba bien.

Volvió a la oficina y con frenesí buscó el cuaderno de fotos y llamó. Pidió otra vez por Silvia, pero ella, esa noche, tenía un compromiso familiar. Insistió pero la negativa era absoluta, hasta que ofreció pagar el doble por el servicio. La mujer que lo atendió le dijo que llamara diez minutos más tarde.

Leyro Serra se quedó esperando, sentado en su sillón, y observó satisfecho el escritorio limpio de papeles. Sólo había una gruesa carpeta en el costado derecho: «Argentina», rezaba un prolijo título de letras negras. Su mente entrenada para el trabajo comenzó a enfocar el problema que había estado analizando a la tarde. Pero trató de no pensar en nada hasta que pasaran los diez minutos que le habían pedido.

La respuesta fue positiva. En una hora y media, Silvia estaría allí. El director regional eligió cuidadosamente la comida y la bebida en el menú del exclusivo restaurante que los atendía a domicilio cuando faltaba el cocinero de la compañía. No estaba dispuesto a salir de nuevo. Se bañó y con satisfacción eliminó hasta el último rastro de vaselina de entre sus piernas velludas. Se vistió de sport y abrió la cama, dejando un velador encendido.

La comida llegó a tiempo, y el mozo especial que habían mandado preparó la mesa, y le preguntó si quería que abriera el vino para oxigenarlo. Todo era perfecto y discreto, hasta la factura que pagaría la empresa… Pequeñas satisfacciones que complementaban su suculento sueldo…

Esa noche todo salió conforme a sus expectativas: la música, la comida y la charla rápida e inteligente. Ella estaba espléndida, y si había postergado alguna otra cosa, no le importaba o era lo suficientemente profesional como para que no se notara. Oscar intentó de diversas maneras averiguar algo de su vida, pero ella ponía un muro discreto, a través de una frase irónica que desviaba la conversación.

Leyro Serra calculó la hora necesaria para que la pastilla que resguardaba en su bolsillo hiciera el efecto prometido y, disimuladamente, la tomó partida por la mitad. Durante todo ese rato estuvo esperando alguna reacción, pero nada se alteró. La charla con Silvia era encantadora, tenía el tono y los tiempos exactos para hacerlo sentir cómodo. La mujer lo alababa sutilmente, quizá recordando su falla anterior.

Al descorchar la botella de champagne, Leyro Serra derramó un poco de espuma. Luego sirvió las dos copas, que se entrechocaron en un brindis, y después del primer sorbo las caras se torcieron para que las narices no incomodaran en el beso.

Se desvistieron sin prisa y Oscar se quedó admirando aquel cuerpo casi perfecto (sólo la anchura de los hombros era algo excesiva). Los pechos, plenos y erguidos, culminaban en pezones grandes y endurecidos, según pudo comprobar en cuanto comenzó a succionarlos. La piel, de tono oscuro, era suave y tremendamente atractiva.

Mientras la abrazaba, Leyro Serra le acariciaba la espalda y recorría, lleno de placer, la redondez de sus glúteos duros, que se continuaban en unas piernas largas y tostadas. Sus manos, con suavidad, bajaban y subían para encontrar la rosada hendidura que comenzaba a abrirse.

De pronto, el ejecutivo sintió una erección, una fantástica y exagerada erección. ¿Sería el efecto de la pastilla o era esa perfección hecha mujer? Oscar la volteó sobre la cama y dejó que ella le acariciara el miembro, orgulloso de su tamaño.

La acarició, la besó y la lamió hasta cansarse, sintiendo cómo su sexo palpitaba ansioso. Los movimientos de ella eran despaciosos, y él trataba de imitarlos impidiéndose brusquedades o urgencias. Cuando se introdujo en su lubricada intimidad, estaba seguro de que, aunque todo tuviera su precio, la recompensa era grande. Ella también parecía gozar.

No hubo ninguna falla. ¡Esas pastillas eran maravillosas!

Quizá fueran sólo un placebo para que él recuperara la tranquilidad. Un placebo como el que le habían suministrado desde el laboratorio a los pacientes en la investigación sobre el cáncer.

La tarde caía sobre la ciudad, y los rayos oblicuos del sol entraban en el departamento, llegando más allá de la mitad del living. Los sábados parecían más feriados, porque el murmullo del tránsito, dieciocho pisos más abajo, era tenue, y necesario para saber que la ciudad no se había vaciado del todo.

En la mesa del comedor, cubierta por un mantel grueso para evitar ralladuras, se desparramaban papeles, una computadora portátil y una impresora que largaba hojas con prolijas listas. Eran los resultados que habían sustraído de los archivos del doctor Salinas, el poderoso y obeso jefe del Departamento de Oncología del Hospital Central de Buenos Aires.

Cada uno trataba de interpretar los cuadros y los gráficos con resultados distintos. Era evidente que los dos abogados estaban en inferioridad de condiciones, y debían pedir explicaciones a la médica y a la experta en computación.

Se trataba de investigaciones distintas con grupos de enfermos de similar estadio en su patología, todos afectados de cáncer. A un primer grupo de enfermos se le aplicó la droga, y la experimentación había culminado. Se siguió investigando con otros dos grupos que comenzaron a recibir la droga un par de meses antes.

Cada conglomerado de enfermos que asistía a la experiencia estaba dirigido por un médico que supervisaba la administración intravenosa de ALS-1506/AR. Una vez por semana se efectuaba un análisis clínico del paciente, cuyos avances y retrocesos eran motivo de una anotación que el profesor Salinas consignaba con una calificación de uno a cinco en su programa de la computadora. Periódicamente, se realizaban análisis de orina y de sangre en laboratorios externos al hospital.

Según Julia, en estos estudios experimentales nadie, ni siquiera Salinas, sabía cuáles pacientes eran los que recibían la droga y quiénes sólo un placebo. Por eso, sin tener la clave de quién había recibido el medicamento, era imposible establecer el porcentaje de efectividad. Sólo la gente del Laboratorio patrocinador estaba en condiciones de saberlo.

Este resultado era el fundamental en la investigación, y por eso se hacía totalmente anónimo. Si el nuevo producto superaba la efectividad del anterior, eso determinaba la viabilidad de su comercialización. En enfermedades de tan alto riesgo de vida, los efectos secundarios, como los vómitos, fiebre, dolores, la caída del cabello, gastritis y muchos otros, tenían una consideración mínima. Si se podían evitar, mejor, pero lo único importante era vivir, con dolor o sufrimiento, pero vivir.

Por eso, sin saber cuáles de esos pacientes habían recibido la medicación y cuáles el placebo, era imposible determinar la efectividad del nuevo remedio. La existencia o no de efectos indeseados tampoco podía ser apreciada.

—Hasta ahora, no sabemos nada —dijo Ernesto, echándose hacia atrás en su silla.

—Sabemos que han estado aplicando una droga oncológica en grupos de pacientes hospitalarios, entre los que estaba Irma Bermúdez —alegó Julia.

—¿Y? Es un procedimiento que debe hacerse en este momento en decenas de hospitales del mundo, con todo tipo de drogas y para montones de enfermedades.

—Pero ¿entonces por qué lo ocultan? —insistió Julia.

—En realidad, no sabemos si lo ocultan. A vos te esquivaron porque no sos del servicio, pero quizá los resultados están a la vista de todos los especialistas que quieran verlos.

—Quizá… —tuvo que admitir ella, desilusionada.

Todos hicieron un silencio pensando en lo mismo, aunque desde distintos ángulos. ¿Y si habían montado semejante operativo partiendo de una suposición errónea?

Julia bajó la vista, tomando conciencia de que era posible que hubiera cometido un error semejante. ¿Acaso se habría dejado llevar por la angustia que siempre le causaba la muerte? ¿Esa pobre mujer la habría conmovido tanto que le hizo perder el sentido común? ¿Había visto fantasmas y trampas donde no había otra cosa que una investigación médica normal?

—En realidad, las investigaciones en la medicina son esenciales porque sin ellas no habría avances en la curación de las enfermedades —dijo Agustín redundante, cortando los pensamientos disparados de Julia.

—Es cierto, pero creo que en las investigaciones con seres humanos no se puede depender del éxito o del fracaso para aplaudir o encarcelar al científico. Lo esencial es el respeto a la dignidad de quienes son usados para esa investigación —dijo Mirta vehemente, sorprendiendo a todos. Ninguno de los otros tres había imaginado semejante respuesta de esa insípida mujer que sólo parecía saber manejar las teclas de una computadora.

—No estoy de acuerdo —intervino Agustín—, el éxito de un proyecto hace pasar muchas cosas por alto. Si alguien descubriera hoy la cura para el cáncer, el sida o el Parkinson, a nadie se le ocurriría ver si cumplió con todos los requisitos formales de la investigación.

—¡Ahí está precisamente el problema!

—¿A alguien se le ocurriría procesarnos por violación de domicilio si descubrimos algo grave en esta investigación? —volvió a alegar Agustín, enfervorizado.

—No lo sé… pero no estamos matando gente.

—¡Y por eso no nos condenarían por homicidio sino por delitos menores: robo, violación de domicilio! Lo único que cambia es el bien jurídicamente protegido. ¡A esos enfermos qué les importan las autorizaciones, si logran curarse!

Todos, de pronto, se sintieron incómodos. Las palabras del ayudante del fiscal los habían hecho caer en la cuenta de que estaban haciendo lo mismo que trataban de castigar. La diferencia era que, en un caso, presumiblemente estaban en juego vidas humanas y en el otro, una simple información reservada. Ellos se consideraban los buenos y los otros eran los malos. Pero ¿quién determinaba cuáles eran unos y otros?

—Bueno, bueno —intervino Ernesto—, supongamos que esta información nos llegó por casualidad o en forma anónima.

—En tal caso no nos queda otra cosa que investigar… para eso somos fiscales, y todos los días nos llegan denuncias anónimas que debemos analizar para ver si son verosímiles. No podemos dejar pasar un delito por el origen de la información —dijo Agustín, tratando de salir de la encerrona moral en la que él mismo se había colocado.

—Pero me imagino que ustedes no cometen delitos para investigar otros delitos —agregó, ácida, Mirta.

Cuando estacionó su auto al lado del BMW de Suzely, recordó que la vez anterior había llegado maltrecho y lastimado. Ahora arribaba pleno, bien vestido, bien dormido y bien atendido.

Se sentía otra vez al mando de la situación, tanto en su vida familiar como en su vida sexual y laboral. Lo de la empresa era sólo una crisis, una de las tantas que había sorteado en su carrera a la gerencia regional. Parecía la más grave de todas, pero no era ni más ni menos que una simple crisis.

Estaba pasando el mediodía y hacía calor. El día espléndido resaltaba el verde de las plantas que enmarcaban la entrada de la casa. El sol cálido daba sobre la cabeza y los brazos de Leyro Serra. El gerente entró por la puerta principal, sin llave.

Encontró a toda la familia comiendo en la terraza bajo un parasol gigante. Las niñas saltaron de sus asientos, felices de volver a verlo. Cuando pudo tranquilizarlas, fue hasta Suzely, que esbozó una sonrisa neutra, y la besó en la boca.

Estaban por los postres, pero él comenzó su almuerzo. Las niñas le contaron que habían ido a navegar en una moto acuática con unas nuevas amigas conocidas en la playa.

El hombre miró más de una vez a su esposa y sintió que se excitaba. Aún le duraban las sensaciones gloriosas de la noche anterior, y estaba seguro de que no fallaría tampoco ahora. Ella estaba deseable, con un top que no ocultaba las redondeces de su busto, erguido gracias a la cirugía. Después de un rato, Suzely se levantó y dijo:

—Estoy muy cansada. Hoy corrí ocho kilómetros. Me voy a dormir un rato. Te espero, querido.

Oscar sintió la invitación como un desafío, pero la saludó cordial y siguió charlando con sus hijas. Comió una carne tierna y tomó el vino tinto español que tanto le gustaba. Se quedó un largo rato conversando y gozando de la inocencia de las niñas. El mar hacía llegar desde la playa el sonido constante de las olas y el perfume del salitre.

Cuando entró en el enorme dormitorio, las cortinas estaban corridas, pero una claridad se filtraba por las rendijas. La vio dormida y desnuda; la marca del bikini quedaba a la vista sobre las nalgas redondas. Las piernas encogidas y encimadas permitían espiar su mata velluda, custodia de su intimidad.

Oscar, silencioso, dio vuelta a la cama para observarla desde otro ángulo. Los pechos estaban ocultos por el brazo, y su rostro era simplemente hermoso. Los ojos cerrados y el cabello cubriéndole parte de la cara le daban un aspecto angelical, pese a sus labios gruesos.

Mientras la observaba, comprendía que todos los años pasados desde que se conocieron habían alterado la relación. Aquella dulzura y pasión inicial fueron desapareciendo hasta encontrar a una mujer madura, atractiva y, quizá, desilusionada de los ideales juveniles. Realista, diría ella.

Viéndola así, espléndidamente desnuda con un cuerpo sinuoso y la expresión inocente del sueño profundo, él sintió renacer esas ínfulas perdidas por la rutina y el tiempo. Con seguridad, ella también había olvidado la frescura de la relación pletórica de sus años jóvenes. En la mente de su esposa, él debía ser simplemente el jefe de la familia. Ella esperaba de él determinados comportamientos como padre y proveedor de la abundancia a la que la familia se había acostumbrado.

Lo demás no era importante y hasta podría decirse que el sábado anterior, una semana exacta, quizás a la misma hora, fallar como hombre le había permitido gozar de la situación. Una pequeña venganza por el abandono, que nunca había interpretado como un sacrificio suyo sino como la desidia de un ejecutivo que priorizaba el trabajo y hasta alguna aventura ocasional.

En esa siesta de una semana antes, no había habido una sola palabra de aliento ni de apoyo. Sólo un profundo y sonoro suspiro, sonoro como un estrépito. Una pequeña venganza por sus soledades y las infidelidades que él le había infligido.

Ahora estaba allí, desnuda y dormida, mientras él la observaba ávido, comparándola, sin proponérselo, con Silvia. Oscar se dejó estar en ese juego, notando que se excitaba otra vez. Cuando se desnudó, otra enorme erección lo festejaba.

Se acostó y, casi sin juego previo, la poseyó con violencia, reivindicándose ante su asombrada esposa, que no se resistió al requerimiento.

Lo que quedaba por averiguar era el grado de legitimidad con el que el Hospital Central había investigado con la droga llamada ALS-1506/AR. Tenían los nombres de los pacientes, el estado de salud de cada uno y su evolución clínica, pero nada sabían de la autorización del gobierno ni si esos pacientes estaban enterados de lo que se hacía con ellos.

Tenían los porcentajes de muerte en los sometidos al experimento, pero carecían de datos acerca de quiénes habían recibido la droga y quiénes los placebos. Si, en forma arbitraria, se calculaba que el porcentaje de mortandad tenía incidencia en la mitad de los pacientes que efectivamente habían recibido la droga, los números no tenían una diferencia significativa con los tratamientos tradicionales.

Mirta se encargó de traducir estos porcentajes en una torta de colores, dividida en porciones del tamaño exacto de cada número. Cada uno de los trozos representaba respectivamente a quienes habían sido tratados, a quienes estaban en tratamiento, a los muertos, a los sobrevivientes y al grupo de quienes no se tenían datos.

Cuando observaban los gráficos tratando de obtener conclusiones, no advertían que esas porciones de colores representaban a muchos seres humanos, con familias, con dolores y angustias inenarrables. Todo se traducía en una simple estadística con porciones exactamente dibujadas por una impresora.

Hasta allí, Ernesto estaba seguro de la existencia de los tratamientos y de algunos de los resultados, pero también que lo descubierto no alcanzaba para iniciar ninguna causa criminal, porque todo partía de la presunción de su mujer de que se estaba frente a un experimento no autorizado y no sabían si hablan cumplido con el consentimiento previo de los pacientes sometidos a la investigación. Ni de las historias clínicas ni de la computadora surgía nada de ello.

Si formulaba una denuncia y aparecían las carpetas con el conforme de las autoridades correspondientes y los consentimientos escritos de los pacientes, el papelón sería mayúsculo. Podría afectar su carrera como fiscal y ser pasible de alguna sanción por el escándalo que produciría. Hasta cabía la posibilidad de que fuera demandado por daños y perjuicios por el hospital y por los médicos, algunos de renombre.

Ernesto sintió que estaba frente a un dilema irresoluble.

A las seis de la mañana, Oscar Leyro Serra se despertó y comenzó a tocar a su mujer. Ella se asombró al salir del sueño sintiendo las caricias impúdicas sobre su cuerpo. Su primera reacción fue de hostilidad, pero pronto ésta se transformó en una suavidad felina. A Suzely le gustaba dormir hasta tarde y le molestaba que la despertaran temprano, aun para hacerle el amor. Con toda maldad, ella bajó su mano para marcarle su incapacidad y hacerle saber que no debía contar con su ayuda para lo que imaginaba un frustrante juego sexual. Allí se encontró con un miembro duro y enorme, que cambió su humor.

Su marido jugaba con ella sin ningún apuro. Su mano se introducía entre sus piernas y la movía circularmente sobre el clítoris, haciéndola temblar y gemir. Se sintió arrastrada por una pasión y una urgencia incontenibles. Cuando, por fin, él la penetró, ella suspiró sintiendo que explotaba.

Oscar sentía que estaba en plenitud. Se movía despacioso, y a veces empujaba con violencia, demorándose para aplazar su orgasmo. En un momento, le pidió a Suzely que se diera vuelta, y sintiendo la necesidad de lavar sus humillaciones la sodomizó.

Después de los ruidosos orgasmos simultáneos, no hubo ternezas. Ambos se acostaron boca arriba y dejaron que la modorra los invadiera.

Oscar tuvo que superar sus ganas de volverse a dormir y de un salto se levantó para ducharse. Cuando salió del baño, fresco y perfumado, miró hacia la cama y vio que su mujer tenía sus ojos bien abiertos y clavados en el cielo raso. La besó y salió de la casa con pasos rápidos.

Mientras conducía, identificó la potencia del enorme motor del Mercedes con su recuperado rol de macho cabrío. Estaba seguro de haber sorprendido a Suzely, que sin duda en aquel momento estaría pensando en el increíble desempeño de su marido. Oscar había sentido cómo temblaba ella debajo de él, con las piernas levantadas apretándole la cintura para que la penetrara con toda profundidad.

Sonrió mientras subía el volumen de la radio, donde pasaban una canción americana llena de sugerencias cuya melodía comenzó a silbar. Debajo del acantilado, podía verse el océano profundamente azul. Leyro Serra suspiró satisfecho. Por fin había recuperado el equilibrio, roto durante aquellas malditas jornadas en Nueva York.

Cuando llegó a la oficina y se sentó en su escritorio, dedicó la primera hora a cumplir con las llamadas pendientes y dar indicaciones adicionales a su secretaria acerca del trabajo que había preparado el viernes por la tarde, antes de visitar al médico. Parecía mentira que todo se hubiera revertido con tanta rapidez. Las sensaciones oscuras y la angustia que lo embargaba se habían convertido en un triste recuerdo.

El gerente regional sonrió satisfecho y se dedicó a repasar con método su plan para la reunión con los argentinos. Debió corregir varias cosas que no había previsto, seguramente por el pozo en que se encontraba su ánimo al preparar el esquema.

Se sentía perfecto, como pocas veces en su vida. ¡Ese médico y su maravillosa pastilla! ¡Y aún le quedaba una!

Los cuatro complotados tomaban café después de cenar en la casa de los padres de Agustín Urtubey en San Isidro. La mansión era enorme. Una suerte de mayordomo atendía la mesa ayudado por una mucama, sirviendo las exquisiteces que había preparado especialmente el cocinero.

Ernesto estaba asombrado por la opulencia de su ayudante. Sabía que pertenecía a una familia adinerada, pero el pequeño automóvil con el que llegaba todos los días a trabajar y su ropa lo habían engañado. Sus padres estaban de viaje de negocios en algún lugar del planeta. Ni Agustín sabía exactamente en cuál.

Durante la cena, evitaron conversar sobre la investigación por una razón de buen gusto y por la presencia de los servidores. No querían ningún tipo de filtración ni de testigos. Estaban casi paranoicos por los problemas que presentaba el caso. Era una comida de amigos con una charla rápida, llena de bromas y carcajadas.

Mirta, la insignificante y escuálida Mirta, estaba en su esplendor intelectual, ayudada por el vino y la comida. Aunque era aguda y hasta simpática, su atuendo seguía siendo el mismo de siempre.

Faltaba poco para la primera reunión con la gente de la Argentina. En ella le informarían acerca del estado de las investigaciones, el desarrollo de los productos y las estadísticas obtenidas en el país. Quería que hablaran ese primer día, y dejar el planteo y los detalles de la desactivación del ALS-1506/AR para el resto de la semana.

El miércoles llegaba a Río el supervisor desde los Estados Unidos. No lo había conocido en las reuniones de Nueva York, pero sabía que se trataba de un tipo desagradable, con fama de duro e impiadoso.

No era el mejor momento para recibirlo. Estaban los argentinos y sabía que en ese país había algunos problemas con los requisitos para la autorización de la investigación clínica. Quizá fuera mejor que el americano estuviera en esas reuniones. Así valoraría mejor su trabajo.

Pero tenía que evitar a toda costa que le imputaran una falta de previsión, y para ello necesitaba un cabeza de turco. Había pensado en el gerente médico del Laboratorio en la Argentina. Era un pedante, a veces insoportable, y ocupaba un cargo que era naturalmente responsable de cualquier incumplimiento de las normas legales o éticas de una investigación.

Para eso tenía que moverse con cuidado. Tenía dos días, el lunes y el martes, para sembrar el temor en el grupo. Había que establecer y analizar la responsabilidad en la falta de cumplimiento de los requisitos gubernamentales y los demás yerros u omisiones cometidos. Para eso estaban todos: el gerente para la Argentina, el jefe de comercialización, el gerente médico, el asesor legal y los dos adscriptos que venían, alegremente, en la delegación.

Varios de ellos podían cargar con el muerto. Y el que resultara responsable perdería su puesto en la compañía sin perjuicio de ser el fusible frente a problemas que pudieran surgir con Nueva York, la opinión pública, las autoridades sanitarias y hasta la justicia.

Volvió a pensar que el gerente médico sería el ideal. Era un hombre que había entrado hacía unos diez años para ayudar a organizar el departamento médico, cuando la compañía había decidido encarar una política de expansión en la Argentina y el viejo facultativo que ocupaba el puesto desde hacía mucho tiempo no tenía fuerzas ni ganas para acompañar los nuevos planes.

El encargado del área fue seleccionado por una agencia de colocaciones entre aquellos que tenían experiencia en puestos similares. El doctor Bernardo Davell tenía antecedentes en un laboratorio pequeño y una enorme ambición, por lo que aceptó encantado el ofrecimiento. Así asumió la gerencia médica de Laboratorios Alcmaeon, con responsabilidad en todos sus sectores: propaganda, congresos e… investigación científica.

Oscar sabía de su ductilidad a cualquier necesidad. Aunque parecía alguien que dominaba la situación, en el fondo era un hombre capaz de cualquier actitud, porque siempre estaba dispuesto a implementar las conductas necesarias para un objetivo comercial, según los beneficios personales que pudiera obtener.

Con él no había dificultades ni negativas y, desde que se incorporó, pasó a ser un importante aliado de la gerencia regional y las gerencias de marketing, antipatías aparte. Leyro Serra siempre lo había considerado un servil, pero un servil útil. Ahora, si era necesario, prestaría el último servicio a la organización: cargar con los errores de la tramitación de las autorizaciones para el ALS-1506/AR.

Era, naturalmente, el funcionario responsable dentro del organigrama. Nadie más adecuado que él.

Agustín ordenó que el café lo sirvieran en el living y todos se levantaron de la mesa. La comida había estado magnífica, y Julia se sentía empequeñecida con sus fideos y el pollo a la mostaza, que eran los dos únicos platos que sabía preparar.

Se sentaron en mullidos sillones y sólo Agustín aceptó el cognac que le ofreció el valet, antes de retirarse dejando una bandeja con una cafetera llena y un par de platos con masas secas.

—Estuve pensando —dijo Ernesto, interrumpiendo la conversación de su mujer con Agustín sobre cómo se preparaba la carne que habían comido— que es demasiado poco lo que tenemos. El problema es que empezamos todo esto con un planteo equivocado.

—Pero… —trató de intervenir Julia.

—No, querida. No es ningún cargo para vos. Sólo estoy tratando de poner los hechos en blanco y negro para que tomemos una decisión. Yo también me entusiasmé con el planteo y lo cierto es que llegamos hasta acá. Casi al punto de partida. Tenemos que resolver si seguimos o nos olvidamos de todo.

Se detuvo un momento, mirando a los otros tres para asegurarse de que estuvieran preparados para hacer un análisis objetivo y razonable de los hechos.

—Estamos seguros —continuó— de que se hicieron investigaciones clínicas con seres humanos con una nueva droga oncológica, ¿sí? —Sólo su mujer asintió con la cabeza—. Incluso tenemos, aunque obtenidos de manera ilegal, todos los resultados de esas investigaciones, quiénes las hicieron, quiénes murieron y quiénes sobrevivieron.

—En realidad, los datos de la computadora están cargados hasta hace un mes, y no sabemos quiénes recibieron el placebo y quiénes la medicación.

—Cierto, pero eso no modifica las cosas. —Ernesto hizo una pausa y siguió—. Ahora queda por determinar si esas investigaciones fueron realizadas cumpliendo con los requisitos de la ley y con el previo e informado consentimiento de los pacientes… o no. Ésa es la diferencia entre una actividad científica legal o una delictual. El respeto o la cárcel, el prestigio o la destrucción de quienes lo hicieron.

Un silencio ganó la sala, como si todos estuvieran pensando en la conclusión de Ernesto. Era impecable.

Agustín fue el primero en hablar.

—Hay dos cosas que no alcanzo a ordenar en mi cabeza: la diferencia entre lo científico y lo delictual, y la influencia que puede tener el éxito o el fracaso en esa calificación.

»Sé que es un tema recurrente cada vez que nos juntamos, pero no puedo entender que cumplir o no con una autorización del gobierno y pedirle el consentimiento a pacientes que se encuentran en estado terminal, pueda ser la diferencia entre el aplauso de la sociedad o la cárcel. Es demasiado.

»Tampoco puedo imaginarme cómo se van a juzgar estos hechos, que pueden ser homicidios, si la investigación tiene éxito. Alguien dijo los otros días: a Fleming, Pasteur o Madame Curie nadie le preguntó nada cuando descubrieron la penicilina o la cura de la rabia. Todos aplaudieron, les hicieron monumentos y hay montones de hospitales en el mundo con sus nombres.

—Eran otras épocas —alegó Ernesto.

—¿Otras épocas…? ¿Cuál es la diferencia? Si alguien hoy se presentara diciendo que encontró la cura para el sida o el cáncer, ¿se le preguntaría cómo llegó a la pastilla? ¿Cuántos murieron? Entonces, ¿cuál es la diferencia? —volvió a preguntar.

—Nuremberg —dijo Mirta.