Capítulo 1

La calidez de la noche entraba por los ventanales abiertos, que daban a un balcón poblado de plantas. El piso dieciocho del angosto edificio derramaba su luz hacia el exterior, rodeado de departamentos oscuros o apenas iluminados. Unas lámparas empotradas en la pared dirigían sus haces hacia el verde que crecía en los maceteros, desafiando al sol del oeste.

Ese mismo sol, bendecido en el invierno, se tornaba insoportable en los días del verano cuando, desde las diez de la mañana hasta casi las ocho de la noche, golpeaba sin piedad sobre las baldosas y paredes del pequeño departamento. Habían pagado por él un precio excesivo, privilegiando la altura que los alejaba, en las horas de la intimidad, de las miserias que se adueñaban de la ciudad, allí abajo, donde pasaban buena parte de su tiempo.

Cuando años antes dejaban que la imaginación volara libre y romántica, sin las limitaciones de la realidad, siempre habían hablado de un refugio al que sólo ellos podrían llegar para alejarse del prójimo: una cabaña en la montaña, una casa en la playa, un lugar frente a un lago de aguas azules y pacíficas. Probablemente nunca lo concretarían, como tantos otros sueños y promesas que el tiempo iba borrando, casi imperceptible.

Ernesto disfrutaba de los preparativos para la cena. Cada detalle era el fruto de una meditada decisión. La decoración incluía unas pocas flores y un mantel haciendo juego con el artesanal centro de mesa y con el color de las velas compradas en el negocio de la vuelta.

Mientras, escuchaba la música que había seleccionado para aquella noche, asegurándose de que ningún desaforado de la radio fuera a interrumpir una sucesión de palabras, caricias y miradas que gozosamente iba hilvanando en su imaginación. Puso tres copas enfrentando cada una de las sillas, luego los cubiertos del único juego que tenían y los platos que Julia había rescatado del reparto de los bienes de su madre fallecida.

Encendió el pequeño aparato de aire acondicionado que dos horas después haría del dormitorio un oasis en el que darían final a aquella noche de aniversario. El zumbido del aire y su mano puesta frente a la rejilla le aseguraron que había comenzado a crear, también allí, el ambiente ideal que pretendía para esa noche. Ernesto cerró la puerta del dormitorio para concentrar el frío. Los acordes casi marciales de un piano acompañaron los últimos preparativos.

Dio los últimos toques a la mesa, acomodando las cucharas para el helado y la alineación de las copas en el lugar que siempre ocupaba Julia. Fue hasta la cocina para chequear el grado de cocción, dejando pendiente un último golpe de fuego. Sólo tenía que apretar unos botones para que estuviera a punto y a la temperatura exacta mientras se demoraban con el aperitivo.

Pasó la mano por su camisa y la notó húmeda. Miró el reloj de pared. Tenía unos minutos para una ducha rápida. Aprovecharía para afeitarse otra vez, aunque ya lo había hecho a la mañana. Contra su costumbre, se detuvo a pensar cuál sería el perfume más adecuado para la situación.

Antes de llegar al baño, la campanilla del teléfono sonó con estridencia.

—¿Ernesto?

—Sí, mi amor. Soy yo.

—Odio tener que decirlo… pero me voy a demorar.

—No te preocupes… ¿Mucho tiempo?

—No sé.

—Amor… es nuestra noche —intentó recordarle Ernesto con la mayor suavidad.

—Lo sé… y por eso me siento…

—Bueno…

—Trataré de llegar lo antes posible… Perdoname, por favor.

—No es cuestión de perdonar… yo sólo quiero tenerte.

—Lo entiendo, pero Irma está mal…

Dos horas más tarde, Ernesto se quedó dormido en el sillón, con la botella casi por la mitad y la música destilando los acordes románticos que había calculado para el momento en que terminarían de cenar y en el que bailarían abrazados, deseando la frescura del dormitorio.

Así lo encontró Julia cuando abrió cuidadosa la puerta con su llave. La imagen la enterneció. El mentón caía sobre la camisa blanca con rayas verticales que reservaba sólo para ocasiones especiales, convencido de que era la que mejor le quedaba.

El silencio de la habitación era casi total, sólo alterado por el zumbido del aire acondicionado en el dormitorio y alguna sirena sonando allá abajo, en las calles. Julia miró el reloj en su muñeca: las tres menos diez. Tratando de no hacer ruido, se sacó los zapatos, dejó el portafolio y el guardapolvo arrugado sobre una silla y se desprendió la pollera. Era la primera vez que la usaba desde el verano anterior, y ahora le apretaba.

La mesa puesta con primor, las velas listas para ser encendidas y el aparato de música detenido conformaban los restos de un clima que, a esa hora, se había esfumado. La mujer volvió a mirar a su marido y otra vez sintió ternura. Estaba consternada y no sabía qué hacer. Habría querido estar sola, y no sentir la obligación de dar explicaciones. Pensó en acostarse sin despertarlo, pero de inmediato se arrepintió. Se sentó a su lado y tomó su mano abierta. Pensativa, con la cabeza apoyada en el respaldo, sintió cómo se encogían los músculos tensos de su nuca. Cerró los párpados y se quedó inmóvil.

Con un suspiro, Ernesto se acomodó y parpadeó. Desconcertado, intentando enfocar la mirada, se despertó.

—Amor… me quedé dormido… —dijo con voz cascada, tratando de justificarse.

Julia se acercó y lo besó con suavidad en los labios, sin decir palabra. Percibió el aliento rancio por el alcohol, pero no sintió rechazo.

Ernesto miró su reloj y trató de asegurarse, incrédulo.

—Se te hizo tarde. —Julia asintió con resignación—. Bueno, de todas formas, la comida está lista —dijo, intentando levantarse. Pero la mano de ella se lo impidió. Ernesto sonrió y tironeó del brazo.

—¡Vamos! Estoy muerto de hambre y la comida está casi lista. Sólo hay que calentarla —dijo, desprendiéndose, tratando de que Julia se enderezara en el sillón. Fue hacia el comedor y, tomando los fósforos, encendió las velas. Se movió hasta la biblioteca y manipuló el equipo de música, inundando el ambiente con una melodía que reconocían como propia.

Ernesto ya estaba despabilado, dispuesto a cumplir con lo que había planificado durante días con todo detalle. Se dio vuelta para ver el impacto causado con su decoración y, cuando vio a su esposa, la sonrisa se le borró de los labios.

Mediodía de una gélida mañana neoyorquina. Desde el panel de vidrio del piso cuarenta y dos, apenas podía verse la ciudad. La bruma sólo permitía vislumbrar los contornos de los edificios al otro lado de la calle. Los copos de nieve caían desmañados y arremolinados por las corrientes de aire, y atravesaban las moles de cemento, que permanecían inmunes a la furia de la naturaleza.

El sobretodo claro y una bufanda escocesa colgaban del respaldo de un sillón de metal cromado y cuero, en el centro de una sala excesivamente calefaccionada. Oscar Leyro Serra estiraba por enésima vez las mangas de la camisa tratando de que sobresalieran un par de centímetros debajo del saco, dejando emerger sus gemelos comprados en un anticuario del barrio porteño de San Telmo. Era el toque de originalidad que necesitaba su vestimenta impecable y formal.

Con los dedos abiertos llevó hacia atrás sus cabellos escasos y blancos, cubriendo su calva reluciente. Sus pensamientos se centraban en la reunión con el Comité de Investigación del Laboratorio, que controlaba todos los proyectos, no importaba en qué lugar del mundo se realizaran. Leyro Serra era gerente regional, a cargo de la sección sudamericana, y dependía directamente del Comité. Los copos de nieve que se estrellaban contra el vidrio no alcanzaban a distraerlo. Más bien al contrario, eran una pantalla en la que se reflejaba el plan que había esbozado la noche anterior en la habitación del hotel, mientras memorizaba las estadísticas que afloraban en la pantalla de su pequeña computadora.

Sabía que el Comité poseía una influencia enorme en las decisiones de la Compañía, y cuatro de los miembros tenían un sitial en el directorio de once ejecutivos que manejaban todo el holding. La empresa, líder en la industria farmacéutica, facturaba miles de millones de dólares anuales, y tenía legiones de empleados y ejecutivos distribuidos en todo el mundo. En aquel momento, él se encontraba en el núcleo del poder, la sede central de Alcmaeon Laboratorios Inc, nervioso por la reunión que estaba a punto de comenzar.

Tres eran los pilares en los que sustentaba semejante poder: una organización eficiente, un marketing inteligente y la investigación permanente. Cualquiera que trabajara dentro de Alcmaeon tenía una relación directa o indirecta con esas tres grandes líneas del organigrama empresario. Eran divisiones que satisfacían las necesidades de articular semejante pulpo. Pero nadie ignoraba que los objetivos finales eran el liderazgo del mercado y los resultados positivos de los balances, que entregaban dividendos a los accionistas al fin del ejercicio.

Oscar Leyro Serra era consciente de que, como responsable de Sudamérica, era una pieza de mediana magnitud dentro del esquema. Intercambiable, por supuesto, dentro de ese monstruo mundial con tentáculos que se infiltraban en las esferas de poder, en decisiones fundamentales para el destino de la humanidad, con un presupuesto superior al de muchos países, que no tenían la menor posibilidad de oponerse a sus designios. La soberanía de algunas de las naciones estaba subordinada a las necesidades de sus capitales o a las políticas que se pergeñaban en aquel edificio.

Latinoamérica estaba dividida en dos áreas: los países de América del Sur, a su cargo, y América Central, dirigida desde México. El resto de mundo también estaba compartimentado en unidades operativas que debían reportar a la central en Nueva York y a cada sector responsable de los objetivos estratégicos establecidos por el directorio. Estos objetivos sólo eran conocidos por sus once miembros, y en algunos casos restringidos a los cinco del Comité Ejecutivo.

El hombre no podía evitar la tensión que le provocaba la convocatoria del omnipotente Comité de Investigación. Seguramente evaluarían los resultados de los nuevos productos, algunos autorizados por el FDA y otros en vías de experimentación. De todos los medicamentos, pero en especial de los más novedosos, se hacían seguimientos permanentes en todo el mundo.

En el caso de aquellos que estaban en las distintas fases de la investigación clínica, había rígidos parámetros para establecer las bondades de las drogas en segmentos de población con distintos componentes étnicos. Una vez autorizados, seguían bajo estudio hasta veinte años más, para determinar la posibilidad de efectos remotos, positivos o negativos.

Pero nada impedía que la conversación derivara hacia la eficiencia de la organización que comandaba y, finalmente, concluyera con «recomendaciones» que, en verdad, eran órdenes. Alguien podía cuestionar las campañas publicitarias, diseñadas en la central pero con cierta autonomía para ser adaptadas a las regulaciones, modalidades e idiosincrasias de cada país. No era lo mismo publicitar un antimicótico en Argentina que en Venezuela o Ecuador, y mucho menos en Marruecos o en la India.

Una gruesa valija negra, casi oculta detrás del sillón donde colgaba su abrigo, contenía las estadísticas de todo tipo, algunas fotocopias de normas legales y reglamentarias de los países que dependían de él, cuadros, informes y números. Se los había requerido a sus gerentes en extenuantes y urgentes reuniones a las que había convocado la misma noche en que le había llegado el mail invitándolo a aquella junta que ahora estaba a punto de comenzar.

En aquellos instantes previos, Leyro Serra imaginaba una y otra vez el escenario: los rostros de los miembros del Comité, sus preguntas, los objetivos que le fijarían o los secretos a los que le permitirían acceder. Su cerebro, entrenado para soportar el estrés de aquellas situaciones, no alcanzaba a dominar su inquietud. Su mente parecía advertir que aquella convocatoria ocultaba algo distinto.

Mister Leyro Serra —dijo una voz de mujer detrás de él, en inglés.

—Sí —contestó él, presto.

—El Comité lo espera. Sígame, por favor.

El ejecutivo, algo inclinado por el peso del portafolio, no pudo dejar de observar las insinuantes nalgas que lo precedían, impúdicas bajo un saco corto que terminaba justo para ocultar el cierre de la pollera. Rechazó la imagen de aquellos glúteos firmes, que se le antojaron muy blancos al dibujarlos en su mente, porque necesitaba la cabeza limpia. Lo único que importaba era la reunión. La mujer lo condujo a través de interminables pasillos alfombrados. Por allí circulaban hombres y mujeres, algunos de los cuales lo saludaban pese a no conocerlos.

Ernesto sentía, casi gozoso, que Julia se estremecía en sus brazos al compás del llanto. No sabía cómo calmarla. Le gustaba tenerla acurrucada contra su pecho, pero se angustiaba por aquel sufrimiento.

Mientras la abrazaba, miraba las velas que se consumían sin apuro en sus pretenciosos candelabros. En realidad, le costaba admitir la situación. Había preparado todo para una noche perfecta, la del primer aniversario de casados. Pero eran casi las cuatro de la mañana, su mujer lloraba desconsoladamente sin poder decirle el motivo, las velas se achicaban, la música parecía fuera de lugar y él estaba muerto de hambre, pensando que la comida sólo necesitaba el último golpe de horno.

Sintió que la humedad de las lágrimas traspasaba su camisa y, absurdo, pensó que el rimmel la mancharía. Era su mejor camisa. Su mano libre acariciaba la espalda de Julia, dándole el tiempo necesario para calmarse, mientras las velas seguían consumiéndose sobre la mesa.

Pasaron algunos minutos y las convulsiones del llanto dieron lugar a hipos cada vez más espaciados, hasta que Ernesto se animó a tomarla por los hombros y separarla para poder mirar aquel rostro querido. Los enormes ojos azules estaban más luminosos que nunca, lavados por las lágrimas. Por sus pómulos prominentes se desparramaba la pintura de los ojos. Con disimulo miró su camisa, sólo para confirmar que una mancha oscura y difusa había ensuciado la tela.

—¿Me querés contar? —le dijo con tono amable pero con la voz cascada por el sueño.

—Me voy a lavar la cara —le respondió ella mientras se ponía de pie, intentando, sin resultado, limpiarle la camisa manchada.

Se fue hasta el dormitorio y Ernesto no supo si apagar las velas, encender el horno o bajar el volumen de la música. Optó por no hacer nada y recostarse en el sillón. Unos minutos después, Julia estaba de vuelta con su cara limpia, los cabellos de las sienes húmedos y unas gotas de agua oscureciendo la blusa azul petróleo.

—Murió Irma —dijo en cuanto se sentó, como sacándose un peso de encima. Ernesto permaneció en silencio, tomándola de la mano. No sabía quién era Irma, ni por qué había muerto—. Murió a la una y cuarto… Todavía no me puedo acostumbrar a eso…

—Sos médica, Julia —alegó su marido.

—Claro que soy médica, y he visto morir a mucha gente, pero siempre me impacta mal aunque sepa que es un final previsible. Siento que he perdido la pelea, que estoy derrotada…

—No hay que tomarlo así, mi amor. No te hace bien —trató de contemporizar Ernesto, como si a él, justamente, le resultara fácil admitir una derrota.

—Pero hay muertes y muertes —continuó ella, como si no lo hubiera escuchado—. Una cosa es la de un anciano que sufre durante meses, que si se recupera quedará postrado sin poder gozar de la vida, y otra la de gente joven que tiene todo por delante, o la de un niño… es tan injusto.

Ernesto asentía con la cabeza sin saber adónde quería llegar su mujer, que lo miraba con angustia y desesperanza. En un momento, su estómago no pudo dejar de recordarle la comida disponible en el horno, y los altoparlantes dejaron oír el comienzo de una canción que ambos habían escuchado juntos unos años atrás y que a él siempre lo conmovía.

—Pero mucho más terrible es cuando alguien joven muere porque quienes deben curarlo experimentan con él.

Ernesto olvidó la comida, la música conmovedora y las velas. Algo se disparó en su cerebro entrenado de fiscal del crimen.

Cuando la secretaria de nalgas perfectas abrió una de las puertas dobles, Oscar Leyro Serra tuvo que hacer un esfuerzo para enfrentar a aquel grupo de hombres poderosos sentados alrededor de una larga mesa. En la cabecera vio nada menos que al vicepresidente ejecutivo de los Laboratorios Alcmaeon. En el ambiente había una cierta informalidad, tanto que varios estaban sin saco, aunque todos con corbatas.

El vicepresidente era un ejecutivo respetado y temido, con una carrera brillante dentro de la empresa. Muchos lo llamaban Tommy o TT, sus iniciales. Era uno de los que no llevaba saco, pero vestía una camisa blanquísima sobre la cual contrastaba una corbata admirable, probablemente marca Hermes.

—Adelante, Oscar —dijo Tommy en voz alta, desviando hacia el gerente regional las miradas del resto—. Venga, siéntese aquí —invitó, señalando un asiento vacío a su derecha.

Leyro Serra encaró su marcha por el costado de la mesa, saludando con una sonrisa o una inclinación de cabeza a aquellos a quienes conocía. Casi todos acomodaban los papeles del tema que acababan de tratar. El ejecutivo intentaba no apurar el paso para otorgar a su entrada una dosis de dignidad que ocultara su nerviosismo. No había más de quince personas y sólo una era mujer. La sensación de aislamiento dentro de la sala era total y Leyro Serra ni siquiera oyó cuando la secretaria cerró la puerta.

El vicepresidente se paró para extenderle la mano con efusividad, y corrió personalmente el sillón de cuero para que se sentara. Era un gesto de deferencia que auspiciaba una buena disposición del grupo, al que no le pasaban inadvertidos aquellos detalles. Leyro Serra depositó en el suelo el grueso maletín. El número de personas sentadas a la mesa y su pertenencia a distintas áreas acrecentaron la intriga que le provocaba aquella junta.

Entre las carpetas prolijamente ubicadas frente al vicepresidente emergía un discreto micrófono. Era el único en la sala, pero la excelente acústica del lugar lo hacía innecesario. Tampoco eran de mucha utilidad las luces que iluminaban las valiosas pinturas colgadas de paredes revestidas en roble oscuro. Un enorme ventanal, que ocupaba toda la pared del fondo, dejaba entrar una claridad sólo atenuada por las cortinas. Del otro lado de los vidrios, las ráfagas de nieve contrastaban con la escena que transcurría en el interior de aquel suntuoso salón. Las personas allí reunidas, sentadas en mullidos sillones de cuero e inmunes a la naturaleza desatada, lucían poderosas e indiferentes.

—Caballeros —dijo el vicepresidente, imponiendo inmediato silencio a los asistentes—, Oscar Leyro Serra, a quienes muchos de ustedes conocen, es nuestro director regional y representante en Sudamérica. —Varios asintieron con la cabeza y el vicepresidente los fue presentando de a uno, con mención del rango. Casi todos pertenecían a las áreas de investigación y marketing. También había un abogado.

TT no tardó más de un par de minutos en las presentaciones y luego prosiguió:

—Estimado Oscar, sé que usted está inquieto por conocer el motivo de esta reunión. Iré directo al grano. La Compañía ha decidido dar por terminada la investigación del ALS-1506/AR —dijo con contundencia, esperando ver el efecto que sus palabras causaban en el sudamericano.

El ALS-1506/AR era una droga oncológica de avanzada que estaba en la Fase Dos de la investigación clínica. Latinoamérica había sido seleccionada para desarrollar la investigación, juntamente con África, el Oriente europeo y unas pequeñas comunidades del medio oeste norteamericano. Era un proyecto monumental, en el que se habían invertido centenares de millones de dólares y en el que Oscar Leyro Serra había apostado todas sus fichas, incluso algunas personales.

Varios de los asistentes lo miraban, aguardando su reacción; el gerente regional intentó mantenerse imperturbable, aunque sin estar seguro de haberlo logrado. Permaneció unos segundos en silencio, en parte por la sorpresa y en parte porque conocía el valor del silencio en las situaciones difíciles. Entrecruzó los dedos sobre el grueso vidrio que cubría la mesa y esperó más detalles.

—¿Lo sorprende? —preguntó Tommy, el vicepresidente.

—Claro. Creí que era uno de los proyectos principales de la Compañía.

—El principal, quizá, pero han surgido algunos problemas, efectos adversos. Es una decisión dolorosa pero necesaria. Ya le informaremos con detalle. Quiero que sepa que se trata de una resolución basada en un análisis detenido de la situación.

—Comprendo, señor —atinó a decir Oscar, para dar a entender que no pensaba cuestionar aquella orden.

—Le aseguro que me dolió mucho abandonar este proyecto, pero uno debe saber perder… de vez en cuando.

—Lo sé —dijo Leyro Serra, y se quedó en silencio. Luego de unos instantes, los necesarios para dar por terminado el tema, el vicepresidente continuó:

—La compañía ha perdido centenares de millones de dólares con el proyecto ALS-1506/AR, y todavía tendremos que seguir gastando dinero para desactivarlo. Usted es parte de ese gasto porque, según los informes que tengo, en parte de las investigaciones clínicas que se han hecho bajo su supervisión todavía existen algunos grupos en los que se está experimentando.

—Así es, señor.

—Por eso me gustaría que se quedara unos días en Nueva York para que los responsables de las áreas de investigación, medicina, contable y legal puedan instruirlo acerca de las condiciones de la desactivación. ¿Tiene algún inconveniente?

Oscar pensó en su familia disfrutando del calor de una playa brasileña, en su hermosa casa junto al mar. Levantó su vista hacia el ventanal, donde la nieve no paraba de caer. Su rostro no pudo dejar de traducir la desilusión.

—No, en absoluto, señor.

—Bien. Además, quisiera que aprovechemos su estada aquí para implementar la venta de diversos productos de nuestro catálogo, que en algunos países pueden entrar en la categoría de libre comercialización y, según me informan, en su área representan sólo el 12,34 por ciento del total de ventas.

Oscar Leyro Serra trató de hacer memoria y estimó que la cifra era bastante cercana a la realidad.

—Es que tenemos bastantes dificultades con las regulaciones locales. Algunas son obsoletas, otras excesivamente rígidas y otras dependen simplemente del favor político o de la corrupción de los funcionarios que las autorizan.

—Por eso quiero un plan integral para incrementar las ventas con el debido apoyo publicitario y la presión que sea necesario aplicar. La compañía ha perdido muchísimo dinero con el proyecto ALS-1506/AR y los accionistas no van a estar muy conformes cuando vean el balance. Tenemos que compensarlos hasta que alguna de las investigaciones que tenemos en marcha pueda dar sus frutos.

—Entiendo, señor.

El cielo comenzaba a aclararse y el viento fresco entraba por la ventana entornada del piso dieciocho. El silencio en la ciudad era casi total; sólo el ruido de los camiones recolectores de basura resonaba en algún lugar. En los edificios que rodeaban la torre se veían muy pocas luces.

Ernesto había encendido nuevamente las velas, algo consumidas, y se esmeraba por calentar la comida. Eran las cinco y veinte de la mañana, pero no estaba dispuesto a que el primer aniversario de casados pasara entre llantos y angustia, ni a tirar la comida que tanto le había costado preparar.

Comieron con música, comentando los recuerdos de aquella noche y de la luna de miel como si fueran las nueve e Irma no hubiera muerto ni existido.

A las siete de la mañana, Ernesto se durmió por algo menos de dos horas. A las nueve y media comenzaba el interrogatorio a un importante banquero acusado de administración fraudulenta y él, el fiscal de la causa, no podía faltar.

Julia, sin poder dormir y viendo cómo el día invadía la habitación, excesivamente fría por el aire acondicionado, no podía sustraer de su mente el momento del pase instantáneo de la vida a la muerte de la pobre Irma.

En sus cinco años de médica, no había podido acostumbrarse a ese supremo misterio en que alguien vivo se convertía en nada, ese instante en que la vida desaparecía de un cuerpo dejando un mero resto. Las dudas atroces provocadas por los primeros fallecimientos no habían desaparecido. No era sólo que no hallara signos vitales, algo que comprobaba siempre meticulosamente. Lo que la llenaba de pesadumbre era la certeza de que la vida había desaparecido del cuerpo que tenía delante, y que sólo quedaba una apariencia humana que pronto se desintegraría.

Parte de su trabajo era enfrentar a la familia para anunciar que todo había terminado, soportar los llantos, alguna pregunta desubicada y hasta la acusación de quien no se explicaba los misterios de Dios. Era la parte oscura y horrible de la derrota en una lucha cuyo final era siempre previsible. El éxito de la medicina se limitaba a prorrogar ese final.

Cuando, después de caminar por el pasillo del hospital —que se le antojaba largo y oscuro—, llegaba al desolado vestuario con la derrota a cuestas, sentía que la muerte se mantenía pegada a sus espaldas. Aún resonaban en sus oídos los llantos de los vivos y el último aliento del muerto. Aunque le sucediera mil o cien mil veces, no sería suficiente para templar el espíritu ni acostumbrarse a lo inevitable.

Pero en aquel momento, afuera de su dormitorio, el día nacía tiñendo de rosa las pocas nubes del cielo, y a su lado dormía con un suave ronquido aquel hombre maravilloso a quien amaba profundamente.

Eran las compensaciones de la vida.

La reunión con el Comité de Investigación no duró más de veinte minutos. La situación era muy clara: se había abandonado el proyecto ALS-1506/AR y había que desactivarlo. En compensación, había que promover de manera urgente un aumento de ventas de los productos libres de recetas, para equilibrar las pérdidas del fracasado plan.

Los responsables de cada área le proporcionarían los detalles en los días siguientes. Por ese motivo, Leyro Serra debía quedarse en Nueva York, con ese clima horrible y las Navidades cercanas. ¿Terminarían antes del 25?

El gerente regional caminaba por las calles de esa ciudad helada y vigorosa. Se sentía agredido por los árboles de las calles, llenos de lucecitas, algunas parpadeantes, por los Papás Noel haciendo sonar en las esquinas sus campanas, pidiendo contribuciones, y por las tiendas llenas de gente comprando regalos con música de villancicos. Lo deprimía saber que su familia lo esperaba en una playa cálida, y que cuando hablara con ellos no podría asegurarles su presencia en la Nochebuena, y ni siquiera en Año Nuevo.

Durante el día, trataba de concertar las reuniones en forma continuada, como una manera de tener ocupadas las horas diurnas y adelantar el trabajo para terminar cuanto antes. Pero las entrevistas y las juntas dependían de la disponibilidad de tiempo de los responsables que, según notaba, no se interesaban demasiado en él.

Alguien había dispuesto que primero debía ocuparse de la desactivación del proyecto ALS-1506/AR, con sus infinitas implicancias y problemas. Recién después le tocaría el turno a la venta de los productos de libre comercialización. Ése era el orden y parecía que nadie estaba dispuesto a alterarlo pese a su insistencia en hacer las dos cosas simultáneamente.

A medida que iba cumpliendo con las reuniones, su preocupación aumentaba. Aparentemente, los resultados de la fase dos en otras áreas del planeta —Latinoamérica había comenzado con algún retraso— no habían tenido los efectos esperados. Ésa era la razón por la cual, con gran dolor y pérdidas, levantaban la investigación.

Nadie daba precisiones de los problemas que se invocaban ni estadísticas que justificaran semejante resolución. Simplemente había una orden que cumplir y así se hacía, sin que nadie preguntara ni cuestionara el porqué. En una organización piramidal no se discutía una decisión de la cúpula. Sin embargo, la gente que trabajaba en el riñón de la Compañía llegaba a conocer algunos detalles.

Unas copas de más al fin de la tarde gélida lo angustiaron tanto que esa noche no pudo dormir. Los secretos eran importantes, demasiado importantes, y eran pocos los que conocían la totalidad del problema. Eran los mismos que habían resuelto dejar sin efecto la investigación de la ALS-1506/AR, tirando así a la basura centenares de millones de dólares.

Leyro Serra habría querido saber cuáles eran los motivos de semejante resolución, pero nadie hablaba de ello. Después de mucho razonar, llegó a dos conclusiones. Por un lado, la magnitud de la investigación era tal, que la decisión de abandonarla seguramente habría sido forzada por situaciones de extrema gravedad que se guardaban en reserva en el seno más íntimo de la empresa. Y, segundo, si no quería poner en riesgo su cargo no debía preguntar más, sólo cumplir con lo que le ordenaban.

¿Cómo lo afectaba a él, responsable de la investigación clínica del producto en seres humanos en el área de Latinoamérica, el curso de los acontecimientos?

Por el momento, no podía saberlo.

El antiguo y ruidoso aparato de aire acondicionado, que pretendía enfriar la temperatura ambiente de la sala de audiencias, no lograba cumplir con su cometido. El sol golpeaba de lleno en la pared y las diez personas apiñadas en la habitación se sentían sofocadas por el calor.

El juez y su secretario, el escribiente que levantaba el acta, el fiscal y su ayudante con el imputado declarando acompañado de cuatro abogados que sostenían la defensa, colmaban el ambiente y las sillas. Uno de los abogados se tuvo que quedar de pie, apoyado en la pared.

Ernesto Narváez, fiscal asignado a la causa, trataba de mantener su atención en los dichos del banquero al que acusaban por defraudación. El personaje utilizaba cifras y estadísticas con referencias certeras a la operatoria bancaria y a las circulares del Banco Central de la República. El pomposo financista transmitía mucha seguridad, mareando al fiscal, que confundía el plan de preguntas previsto.

Sentía que su cerebro estaba enredado en una telaraña en la que no podía moverse con claridad ni lucidez. Las dos horas de sueño de aquella mañana habían sido insuficientes para compensar el estrés de una velada frustrada. Por fortuna, el ayudante de la fiscalía era un abogado recién recibido que había trabajado a fondo la causa y la conocía en sus más íntimos detalles. Los rápidos apuntes que su adjunto trazaba con la mano izquierda le revelaban que cada palabra pronunciada por el engolosinado personaje sería cuestionada por aquel joven brillante.

A Ernesto le era imposible concentrarse. Se prometió leer detenidamente el acta en cuanto pudiera dormir un poco. Su mente encerrada en el agotamiento fue deslizándose a la conversación de la noche anterior con su mujer.

Había muchos agujeros negros e interrogantes por completar en aquel relato donde se mezclaban la medicina, la frustración, la lucha contra la muerte, la ciencia y el dolor. Había que desbrozar los sentimientos, para dejar en pie sólo los hechos reales. Tenía que llegar a la verdad objetiva, libre de la angustia y la impotencia.

No se trataba de jerarquizar una cosa sobre la otra, sino de separar lo concreto de lo imponderable. Al derecho, y en especial al derecho penal, sólo le importaban los hechos concretos y comprobables. Pero si era cierto lo que Julia había dicho entre llantos y mocos, Ernesto estaba frente a algo monstruoso, de consecuencias inimaginables.

Si Irma había muerto porque la habían privado de un tratamiento ya afianzado para su cáncer y habían utilizado en cambio drogas no autorizadas, Ernesto estaba ante un homicidio, y si no era un caso aislado, podía tratarse de dos, tres, veinte o centenares de homicidios calificados. Era algo espantoso, estremecedor.

—Diga si, además del cargo que ocupa en el Banco Regional, fue presidente de la Cooperativa Mar Azul.

—Efectivamente —contestó el banquero, casi ofendido porque le recordaban épocas pasadas y oscuras.

—¿Esa cooperativa quebró?

—Sí.

—¿Y usted fue rehabilitado?

—Claro, fue una quiebra casual.

—Entonces —atacó el adjunto—, ¿qué pasó con el depósito que la cooperativa y usted tenían en forma conjunta en la sucursal Bahamas del Banco…?

—¡Me opongo a la pregunta! —saltó uno de los abogados defensores—. La pregunta es impertinente porque nada tiene que ver con la causa.

—Está bien… está bien… —admitió el delegado de la fiscalía, pidiendo la aprobación del fiscal con la mirada. Una leve inclinación de la cabeza de éste lo tranquilizó y lo decidió a proseguir con su ataque.

El recuerdo del llanto de su mujer, con sus grandes ojos azules brillando en la noche, llenó de ternura a Ernesto. Cuando la miraba no podía dejar de pensar cómo era posible que ella, entera y sólida en todas las cosas de la vida, pudiera desesperarse de esa forma, hasta perder la confianza en los valores que eran la razón de su vida.

Pero también a él se le mezclaban las cosas. El pelo rubio de su mujer, su rostro terso, por el que se deslizaba la punta de sus dedos, y la boca carnosa, aún más deseable cuando aspiraba el aire en el hipo de un sollozo, lo sacaban del análisis objetivo de los hechos. Ernesto recordó que no había podido evitar explorar con la punta de su lengua sus labios, gustando la mezcla del sabor salobre de las lágrimas con el dulzón de los mocos que ella pretendía aspirar.

Un silencio repentino de la sala lo volvió a la realidad. Ernesto se acomodó en su silla y trató de concentrarse en las preguntas que su ayudante le hacía al banquero.

La tormenta de nieve había cesado. Cuando Oscar Leyro Serra corrió las cortinas de la habitación del hotel, parecía estar en otra ciudad. Un cielo límpido y profundamente azul enmarcaba los techos de los edificios, impecables por la nieve acumulada sobre el hollín y los trastos abandonados. Su vista tardó en acostumbrarse al reflejo del sol sobre la nieve que coronaba las azoteas, las calles y las copas de los árboles.

Hacía calor en la habitación. Leyro Serra se desabrochó el saco del pijama para desentumecer los músculos de los brazos y la espalda con algunos ejercicios. El reloj digital marcaba las 7:14 y sus pensamientos volaron hacia su familia, que seguramente seguía dormida en la casa de la playa.

Recordó su dormitorio con vista al mar y a su mujer, a quien no veía desde hacía dos semanas. La imaginó con el camisón escotado y corto que le permitía espiar las nalgas cuando dormía, como un ejercicio de excitación previo a los besos en el cuello que buscaban su boca y luego sus pechos.

¡Qué magnifica mujer! Estaba casado desde hacía once años, y todavía se sentía pleno con ella y la disfrutaba de todas las formas imaginables. No se preguntaba si aún la amaba, pero sentía la necesidad, casi física, de estar con ella.

Su mente comenzó a recorrer los juegos eróticos que inventaban para proporcionarse placer y notó que una espontánea erección comenzaba a molestarle bajo el pijama. Se desprendió la tira y lo dejó caer al suelo, colocándose frente al espejo. Se acarició levemente y sonrió al ver su propia imagen de macho.

Después de tomar una ducha y afeitarse, bajó a desayunar. Aquellos breakfasts americanos lo hacían excederse con la comida. No podía resistirse a los huevos revueltos ni a repetir los pancitos calientes con manteca, con café y jugo de naranjas. Aprovechaba esos momentos para hojear el diario y para planificar su día con la agenda en la mano, hasta que el automatismo de sus necesidades fisiológicas lo obligaba a subir al baño de su habitación.

Abrigado con un sobretodo, una bufanda y el sombrero que se había comprado imitando a los otros ejecutivos de la Compañía, caminó las ocho cuadras desde su hotel hasta el imponente edificio Alcmaeon, apurándose para zafar del frío que le daba en la cara. Entró con el tropel de empleados. La primera reunión de la mañana era casi siempre a las nueve y media, con inevitables tazas de café aguado que le revolvían el estómago.

Aquel martes, la mañana comenzaba con un científico, con la categoría de ejecutivo medio, responsable de alguna de las áreas de investigación. Era un hombre alto y delgado, casi desgarbado, con una calvicie avanzada y temprana para sus treinta y pico de años. Estaba vestido con una estudiada desprolijidad, aunque se lo veía limpio y perfectamente afeitado. Los gruesos anteojos le daban un aspecto ratonil.

Durante algo más de una hora estuvieron analizando los distintos estadios de las pruebas en los grupos según el país. Las regulaciones administrativas, de control médico y de iniciación de las experiencias en cada lugar hacían que los grupos de enfermos estuvieran en distintos niveles de tratamiento.

En aquel momento se enteró de que los informes de los ciclos cumplidos en Estados Unidos, Europa Oriental y África no eran demasiado esperanzadores, porque el nivel de mortalidad era más alto del que habían esperado y hasta levemente superior a los que registraban los enfermos sometidos a los tratamientos tradicionales. Por eso, se dispuso que en América latina se suministrarían dosis menores y decrecientes, para volver a comprobar las conclusiones de toxicidad, aparentemente erróneas, que había arrojado la fase uno.

Los procedimientos y las reglas de la compañía eran rígidos, y se los sometía periódicamente a un control, para asegurar que los resultados fueran confiables. En el caso del ALS-1506/AR no se había alterado ninguna regla. Se había determinado la tolerancia en seres humanos y la eficacia de la droga contra el mal. En algunos grupos se estaba comprobando si superaba a la medicación que se utilizaba hasta ese momento. Sin embargo, los resultados preliminares habían encendido una luz de alerta, y la dosis aplicada a los enfermos de América del Sur —el sector donde había habido más demoras— se había reducido sustancialmente.

En aquel momento, cuando se había ordenado comenzar primero con Brasil y Chile, y luego con Argentina y Perú, Leyro Serra se había reunido con sus gerentes locales y les había dado instrucciones de comenzar los trámites de autorización y la elección del personal que llevaría adelante la experiencia. Así, una vez elegido el investigador jefe —por lo general, el jefe de servicio de un hospital o alguien de reconocida solvencia médica—, se lo invitaba a una semana de entrenamiento al centro de San Diego, para instruirlo acerca de los procedimientos, las formas, los controles, las estadísticas y los tiempos. Allí también se acordaban las remuneraciones del resto del personal de investigación.

El objetivo era lograr convencer a un grupo no menor de veinte pacientes con cáncer de huesos en distintas etapas de evolución que aceptara la aplicación de ALS-1506/AR por vía endovenosa, asegurándoles estándares de atención elevados y una curación probable. El tratamiento era gratuito y los pacientes debían firmar su conformidad, por la cual aceptaban la nueva droga y desistían de la aplicación de los tratamientos protocolizados y estandarizados, de resultados limitados.

El laboratorio, con el máximo nivel de seguridad, enviaba la droga en partidas cuyos envases eran identificados con una sigla alfanumérica, destinados a pacientes registrados del mismo modo, con el objetivo de conservar el anonimato. La tarea de los médicos y del jefe del equipo era asegurarse de que no hubiera errores en las aplicaciones y que la historia clínica reflejara todos los síntomas, evolución y controles que se realizaban con prolijidad, siguiendo instrucciones inflexibles.

Los resultados obtenidos por los investigadores, e incluso los de los laboratorios externos contratados para el caso, eran enviados a la central de San Diego y se procesaban en las computadoras. Recién allí se sabía cuál era el resultado de la droga en la salud de los pacientes que efectivamente la habían recibido, como también en la de aquellos a los que sólo se les había suministrado un placebo. Allí, recién, se cruzaban los números de los pacientes con los números de las ampollas.

Toda la información era analizada a través de índices estadísticos, considerando el estado de la enfermedad al iniciar el tratamiento. También se efectuaba un prolijo trabajo de comparación y conclusiones de las variables, programadas por médicos y expertos en estadísticas.

Era necesario montar un importante aparato administrativo en cada lugar, para que el trabajo de investigación tuviera el nivel de exactitud requerido. Había que controlar las donaciones que recibían los centros de investigación, el pago de las retribuciones de los médicos y toda la logística del envío de las dosis, como también su aplicación y el registro de resultados.

Los controles de las autoridades tenían todas las variaciones que permitían los funcionarios, con sus niveles de capacitación, medios disponibles, normas legales y reglamentarias, burocracia y niveles de corrupción. Era un área sensible, y todos trataban de cuidar al menos las formas y cumplir con los reglamentos.

Por eso, Leyro Serra y el científico habían comenzado a evaluar los trabajos que se hacían en Chile, donde los equipos de investigación y las autorizaciones de los entes sanitarios habían sido organizados y obtenidos con mayor rapidez.

De todas formas, pese a los esfuerzos, habían empezado unos nueve meses más tarde que en Europa Oriental, y cuando los estudios en Estados Unidos y África estaban casi terminados. Eso había permitido reducir la dosis a un veinte por ciento de lo aplicado en aquellas regiones, para evitar los resultados adversos que se habían obtenido allí.

Ernesto llegó destruido esa noche a su casa. Al cansancio de todo un día de trabajo se le sumaba casi no haber dormido la noche anterior, nada menos que para él, que necesitaba unas nueve horas para estar bien.

Julia, por el contrario, se recuperó durante esa mañana en la que durmió sin límites una vez que su marido salió disparado hacia Tribunales y desconectó el teléfono después de avisar al hospital que faltaría porque debía hacer unos trámites impostergables.

A las tres de la tarde, cuando sonó el despertador, le costó trabajo saber dónde estaba hasta que recordó la noche anterior, la muerte de Irma, la celebración tardía. Aquella muerte que tanto la había afectado ahora parecía más lejana, menos dolorosa, uno de los avatares necesarios y temibles de su profesión. Se levantó, almorzó los restos de la comida de la madrugada, lavó los platos y se duchó. Una hora después, entró a su consultorio dispuesta a atender a sus pacientes de ese día.

Ernesto llegó sólo unos minutos antes que su mujer a la casa. Dejó el saco colgado en una silla, se desprendió de la corbata y comenzó a desatar los cordones de su zapato cuando oyó la llave en la puerta y la vio entrar, espléndida. Era alta, casi tanto como él, con el cabello rubio y lacio enmarcando una cara angulosa iluminada por los ojos de un azul radiante. La nariz y la boca eran algo grandes, lo que le daba una cuota de simpatía que una simetría perfecta hubiera dificultado.

—Mi amor, estás agotado —le dijo ella en cuanto lo vio.

—La verdad que sí.

—Date una ducha, te va a ayudar. Vamos a comer temprano.

—Claro —aceptó él, terminando de sacarse las medias húmedas.

Unos minutos después, suspiraba de placer bajo la ducha. Vio la sombra de Julia detrás de la cortina traslúcida, que se abrió dando paso a un vaso de whisky rebosante de hielo.

—Gracias, amor.

Tomó un gran trago. Cuando se inclinó para dejar el vaso sobre la repisa, Julia entró en la bañera, ahora totalmente desnuda. Jugaron un largo rato con los cuerpos y después, mojados, se revolcaron en la cama, gozando de las sensaciones que la noche anterior se habían perdido.

Una vez que el grito entrecortado que acompañó su eyaculación se convirtió en suspiros, Ernesto se quedó acariciando con suavidad el abdomen plano de su mujer, hasta que el sueño lo venció.

Esa noche, Julia comió sola en el balcón, mirando las estrellas que desde allí parecían más nítidas.

Estaba sentado frente al televisor encendido. Sobre la mesita podían verse papas fritas, quesos y galletas. Era su improvisada cena en un día negro, donde todo parecía conjurarse para atraparlo y aplastarlo. No habría podido sentarse solo en un restaurante.

Como todos los días, esa mañana caminó hasta el edificio de la compañía para una de las reuniones en las que se planificaba la salida del programa de ALS-1506/AR. Todos entendían que no era posible interrumpir abruptamente el tratamiento a los grupos, ni tampoco actuar de la misma manera con todos los enfermos porque algunos estaban en los últimos pasos de la investigación y otros en los estadios finales de su enfermedad.

La suspensión no sólo haría que se perdieran parte de las conclusiones estadísticas, sino que también produciría una explosión de frustración y furia por parte de los enfermos. Quienes habían mejorado no querrían abandonar su curación y quienes habían empeorado no querrían perder la esperanza.

La computadora de la central de San Diego y un puñado de directivos del Laboratorio eran los únicos que conocían las cifras del resultado con la droga y con el placebo. Era el secreto mejor guardado en la empresa.

Sin embargo, Oscar Leyro Serra intuía que detrás de aquellos números se escondía algo terrible. Estaba desde hacía veinte años en la industria farmacéutica y casi no conocía casos de abandono de las investigaciones clínicas en un estado tan avanzado como el de la ALS-1506/AR. Se perderían los millones de dólares invertidos en investigación. El prestigio de la empresa también sufriría un embate, y era posible que hubiera que enfrentarse a centenares y miles de juicios de los perjudicados. Pero ahora él, el director regional para América del Sur, debía desarmar el sistema con el menor ruido y daño posibles.

Él, que había sido uno de los ejecutivos jóvenes más prometedores de Laboratorios Alcmaeon, habituado a tomar decisiones de suma importancia, a trabajar con autonomía, viajar cuando quisiera y hablar con los más altos niveles sin interferencias, había sido relegado a un plano secundario. Esto le producía una sensación de profunda incomodidad y frustración.

Aun cuando hubiera perdido determinados privilegios, se sabía indispensable para lograr la desactivación ordenada. Pero también sabía que esa operación no produciría beneficios, sino más gastos, y eso no podría mejorar el balance. Quizá, si el operativo era lo suficientemente silencioso, su posición volvería a mejorar. Era de esperar que la revalorización viniera de la mano de una explosiva estadística de ventas de los productos de libre comercialización del Laboratorio.

Después de una larga reunión acerca de las distintas formas de dejar sin efecto la investigación, clasificando los casos según el nivel de aplicación al que se había llegado y el estado de los pacientes, volvió a la despojada oficina que le habían asignado en el piso veintitrés. Tenía cerca de cuatro horas hasta la siguiente junta, incluyendo el tiempo del almuerzo.

Era un 20 de diciembre, y todos los escritorios y oficinas ostentaban su árbol navideño, moños rojos relucientes o las cintas del caso. Era difícil ver entrar o salir a alguien del edificio que no estuviera cargado de paquetes de los más diversos tamaños y formas. La calle le parecía agresiva, con miles de personas trasladándose de una tienda a otra y riñendo por las compras y las ofertas. Todos los lugares estaban impregnados de adornos y canciones. El sonido de las campanitas parecía surgir de las paredes y del piso de las enormes tiendas, de los restaurantes y de los comercios.

Leyro Serra decidió encarar la cuestión de su plan de trabajo con uno de los miembros del Comité de Investigación. Sólo faltaban cuatro días para la Nochebuena, y él quería volver a Brasil, con su familia. Estaba harto del frío, de las presiones, de los americanos, de sus campanitas navideñas y de sus desayunos llenos de colesterol. Si se demoraba más, era posible que no consiguiera pasaje, aunque más no fuera en clase turista.

Llamó a la secretaria del doctor Fisoff para pedir una reunión con él. Unos minutos más tarde, lo invitaron a subir. La escasa espera le pareció un buen augurio: aquel nivel tenía sus códigos de espera y requisitos para ser entrevistado. Que Fisoff lo recibiera de inmediato lo hizo sentirse considerado.

Mientras iba por los pasillos en busca del ascensor, preparaba mentalmente la conversación. El acostumbramiento al inglés americano que había adquirido en aquellos veinte días en los Estados Unidos le daba seguridad. Nunca terminaría de agradecerle a sus padres haberlo enviado a aquel colegio bilingüe.

Al entrar en la oficina, Mr. Fisoff dejó la lapicera con la que escribía y rodeó el escritorio para recibirlo. Lo invitó a sentarse en unos sillones que custodiaban una pequeña mesa.

—Me han comentado que lo han tenido corriendo —dijo sonriente.

—Es cierto, pero la cantidad de situaciones que tengo que adecuar en los cuatro países son muy complicadas.

—Lo comprendo. Tiene una tarea enorme y complicada por delante, estimado Oscar.

—Estamos tratando de estandarizar situaciones para establecer los procedimientos, pero resulta muy dificultoso por las características particulares de los lugares, las personas, las sensibilidades especiales de algunos médicos y pacientes.

—Sólo una vez el Laboratorio tuvo que dar marcha atrás en una investigación clínica avanzada, y fue un verdadero problema. Yo era un joven empleado y recuerdo que tuvimos que enfrentar situaciones graves.

Oscar Leyro Serra creyó que la anécdota lo beneficiaba, y agregó:

—Me temo que también ahora deberemos enfrentar situaciones difíciles.

—Pero contamos con muchos más medios. El Laboratorio es uno de los líderes del mercado, tenemos millones de dólares para indemnizar cuando sea necesario y para publicitar lo que queramos. Nuestras comunicaciones son inmediatas con los lugares de eventual conflicto, y tenemos relaciones aceitadas con las instituciones permeables a un discurso sabio e inteligente. Depende de nosotros, Oscar, poder llegar a la otra orilla sólo con lastimaduras menores. Confío en usted y en nuestra gente.

Parecía una arenga de un general antes de entrar en combate. Era poco pertinente alegar que las regulaciones de los distintos países traerían enormes dificultades.

—Le agradezco la confianza, doctor. Haré cuanto esté a mi alcance.

—Seguro.

—También quería presentarle un problema casi personal.

—Diga…

—Hoy es 20 de diciembre, y si no confirmo mi plaza de regreso, temo quedarme sin vuelo antes de Navidad.

—¿Acaso pensaba volverse? —dijo Fisoff. Una mueca de asombro se había dibujado en su rostro.

—En realidad…

—Estamos en medio de una crisis, Oscar. Una crisis importante y grave, mucho más grave de lo que muchos aquí creen. Yo sé lo que significa para ustedes la Navidad, pero los sacrificios son a veces necesarios.

—En realidad, no sólo se trata de la Navidad con mi familia sino de la posibilidad de poner en ejecución los primeros movimientos para nuestra tarea —mintió Leyro Serra—. Tengo que recoger algunas informaciones que nos serán de mucha utilidad.

—Creo que las informaciones las puede conseguir por fax, mail o teléfono, y no me parece conveniente hacer ningún movimiento antes de haber concebido un plan general para América latina y el resto del mundo.

—Pero, doctor…

—Lo siento mucho, Oscar, pero esta vez tendrá que pasar las Navidades y el Año Nuevo en Nueva York. Si fuera cristiano lo invitaría a mi casa, pero nosotros no festejamos la Navidad y usted tendrá amigos…

—Seguro, doctor.

Un estúpido locutor presentaba a alguien a los gritos mientras la cámara paneaba sobre el escote apetecible de una conductora de sonrisa incansable. Leyro Serra cambió con furia a un canal de música, y la voz melodiosa de María Betania llenó el cuarto de nostalgia. Miró su reloj. Eran casi las nueve de la noche: las ocho en la costa de Brasil.

Marcó de memoria y escuchó el llamado como si cayera en el vacío. De pronto, alguien atendió.

—¿Flor?

—¡Hola, papá!

Estuvieron hablando un rato, hasta que su otra hija convenció a la mayor para que le pasara el tubo. Se las escuchaba felices de hablar con él, después de varios días. La repetida pregunta de cuándo volvía quedó sin una respuesta concluyente.

—Suzely, mi amor… —dijo Oscar, tierno, cuando oyó la voz de su mujer.

—¿Cómo estás, Oscar? Se te oye triste.

—Lo estoy, mi amor. No podré viajar para Navidad.

—¡No puede ser!

—Hay un gran problema en el Laboratorio, y es imposible que vuelva. ¡Debemos resolver tantas cosas! —No se animaba u decirle que le habían negado el viaje, porque sentía que eso lo disminuiría a los ojos de su mujer. Él era uno de los hombres de nivel gerencial y no un simple empleado al que se le ordena quedarse en las fiestas de fin de año.

—Pero podés venir el 24 y volver el 25 a la noche. Las chicas te esperan, Oscar…

—Lo sé, pero esto es una emergencia.

—¿Pero para qué tenemos tanta plata si no podemos gozar de unas simples vacaciones en familia?

—Esto ya lo hablamos, querida. Se trata sólo de unos años más.

—Está bien, Oscar. Es inútil discutir siempre sobre lo mismo. Me dan lástima las chicas…

—A mí también…

—No es cierto, Oscar. Si quisieras estarías aquí, aunque te quedara el traste chato de estar sentado en los aviones.

—Pero, querida… Voy a tratar de…

—Tratá, Oscar, ellas te necesitan… Te tengo que dejar porque Carla me vino a buscar para ir a cenar.

Oscar recordó a la apetecible Carla, la esposa de su amigo Paulo, que seguramente estaría trabajando en la ciudad. ¡Qué buen momento para encontrarla sola en aquellas playas cálidas e intentar algo! Descartó de inmediato el pensamiento perturbador.

—Bueno, mi amor. Voy a ver qué puedo hacer, pero la cosa está muy difícil. Sabés muy bien cuánto me gustaría estar allá, aunque sea un par de días.

—Está bien. Adiós, Oscar.

Cuando Suzely bajó la escalera, Carla estaba con las chicas, que le contaban de su conversación con su padre. Las dos mujeres se despidieron de ellas y de las niñeras.

Fueron hasta el auto y salieron por el camino de conchillas, excitadas, a las risas.

Aquella semana no habían vuelto a hablar sobre el caso de Irma. Les costaba encararlo, porque arruinarían así los escasos momentos compartidos. Mezclar la intimidad y el trabajo no solía producir buenos resultados.

El sábado encontraron una buena película en un refrigerado cine de barrio y después decidieron cenar en la vereda de un restaurante gozando del fresco de la noche. El tema salió casi naturalmente en la conversación, entrelazado con la historia dramática que acababan de ver en la irrealidad de la pantalla.

Era evidente que los días pasados nivelaron la angustia de Julia y ahora se podía analizar la situación con la distancia necesaria y con alguna objetividad mínima, aunque le siguiera doliendo.

—Irma Bermúdez era una mujer de veintiocho años, casada, con dos hijos pequeños, a quien se le diagnosticó un cáncer de mama en estado primario y se procedió de inmediato a la resección del tumor con un amplio margen de seguridad —relataba la médica con tono profesional a su marido, que quería detalles—. Del análisis del laboratorio no cabía duda del grado de invasión y se le indicaron tratamientos de quimio y radioterapia consecutivas conforme a los parámetros estandarizados para el caso.

Allí era donde se confundían los hechos. La paciente nunca llegó a la quimioterapia protocolizada para su tipo de cáncer y menos a los rayos. Aparentemente comenzó un tratamiento ambulatorio con otro tipo de drogas, también de administración endovenosa, con resultados cada vez más comprometidos. Se continuó tratando en forma no convencional, evitando la cirugía radical, que era el procedimiento aconsejable ante el agravamiento del problema.

Julia la había conocido en el consultorio externo de ginecología cuando fue a consultar por un flujo vaginal excesivo. Pudo comprobar con un mero examen clínico que su problema era una consecuencia de la metástasis del tumor de mama. De inmediato hizo una interconsulta con oncología y se encontró frente a algo extraño.

Percibió una situación ambigua. Había una especie de reserva, frases dichas a medias, diagnósticos y tratamientos no definidos. Intentó explicarlo como un exceso de celo profesional, pero había algo que no encajaba.

Nunca pudo ver la historia clínica pese a que habló con distintos médicos de oncología, que siempre la referían al doctor Otaegui, el médico de Irma. Pero de él no pudo obtener datos concretos sobre el tratamiento. Era como si la hubieran desahuciado.

En esas semanas que transcurrieron entre la primera entrevista y la nueva derivación a oncología, el vínculo entre Irma y Julia adquirió una inmediata solidez. No era algo habitual. Como médica, Julia había sido preparada para tomar distancia con los pacientes y no comprometerse: una forma de supervivencia.

Pero Irma era una mujer pura, inocente y feliz en su pequeño mundo familiar, aun cuando tenía grandes dificultades económicas y debía luchar por conservar un marido algo inmaduro y despreocupado.

Las entrevistas con ella eran largas, y Julia hacía esperar a los otros pacientes. Se daba cuenta de que Irma las necesitaba y que en compensación ella misma se enriquecía con ese mundo pequeño y feliz que, según preveía, iba a terminar en tragedia.

Dejó constancia en la historia clínica de la necesidad de que el Departamento de Oncología evaluara un inmediato procedimiento quirúrgico con posterior aplicación de quimioterapia, y la volvió a derivar con una nota personal al médico que la atendía y dirigía su tratamiento, el doctor Otaegui.

No podía hacer nada más. Ya había intentado varias veces discutir el caso en forma personal, pero siempre se había encontrado con una indefinida muralla que no podía traspasar. Parecía que aquel Departamento conservara los enfermos para sí y se sintiera molesto por la intromisión de otros médicos. Quizás el hecho de ocuparse de una enfermedad grave y maldita les diera cierta sensación de omnipotencia.

—¿Y qué pasó después? —preguntó Ernesto antes de tomar un sorbo de cerveza.

—Cada tanto venía a verme y hablábamos.

—¿Pero qué pasó con su tratamiento?

—No lo sé. Cuando pedía un turno para verme, me hablaba de su familia, de sus proyectos, de los problemas que tenía con su marido. Cuando trataba de averiguar qué estaba haciendo con su enfermedad, asumía una actitud distante y difusa.

—Pero algo te debía decir… para eso iba a verte.

—Lo que me decía era siempre referido a su familia, sus problemas cotidianos, con esa enorme bondad y resignación… Necesitaba contarle todo a alguien. Era casi una terapia psicoanalítica.

—¿Y su tratamiento? ¿Cómo la veías?

—Cada vez peor. Cada vez más delgada, con ese horrible color parduzco que tienen los enfermos de cáncer…

—¿Pero no hiciste nada, Julia?

—No se puede hacer nada, mi amor. Los enfermos tienen médicos tratantes que son los únicos referentes y los responsables del paciente. Yo, siendo médica de otro departamento del hospital, puedo dar mi parecer y hasta sugerirle tratamientos y terapias, pero la decisión es de ellos.

—¡Pero vos estabas viendo que Irma se moría y no se hacía nada! —alegó Ernesto casi con agresividad, al no comprender de qué le hablaba su mujer. Eran códigos distintos a los que manejaba él.

—Nadie puede saber con exactitud la evolución de un enfermo, ni siquiera el médico de cabecera. Uno cree algunas cosas, puede pensar en otros tratamientos, pero el que conduce todo es el médico que lo trata.

—Pero…

—Es como vos, cuando me corregís porque anticipo una sentencia para un caso judicial que aparece en la televisión. Siempre me decís que hay que ver completo el expediente y conocer a fondo la causa para poder opinar. Que para eso hay un juez… competente.

—Eso es ciento, pero esto es distinto. Si se equivoca un juez o un fiscal, siempre hay una Cámara o una Corte para corregirlo. Si ustedes se equivocan no hay apelación posible. Todo tiene solución, menos la muerte. El daño es irreversible.

—También en un departamento médico de una institución hay una serie de niveles que controlan a los enfermos y que corrigen los errores. Los casos se discuten, hay ateneos científicos interdisciplinarios donde se presentan los pacientes y se discuten los tratamientos… La medicina es una ciencia que carece de exactitudes. Una verdad absoluta de hoy puede convertirse en un disparate en pocos años… hay decenas de ejemplos.

—Está bien… está bien, pero cuando vos ves que una enferma desmejora sin tener una respuesta de su médico, ¿qué hacés?

—Trato de cambiar ideas con ese médico…

—¿Y si no lo conseguís? —preguntó Ernesto, incisivo, como si estuviera en una indagatoria.

—Confío en mi colega que es el especialista y por eso tiene la responsabilidad del tratamiento.

—¿Y entonces por qué te sentías tan mal la otra noche? —repreguntó el fiscal sin piedad.

—Porque me había encariñado con Irma que, de alguna forma, me pidió que la ayudara a morir.

—¿Cómo? —preguntó interpretando mal la frase.

—Me pidió que estuviera al lado de ella en el último momento…

—Ah…

—… y porque no estoy segura de haber hecho todo lo necesario para que viviera —confesó Julia, bajando la cabeza.

—¿Y qué podrías haber hecho?

—No sé… algo… Haber insistido con más vehemencia con la gente de oncología, dejando de lado esas reglas no escritas… Haber recurrido al director del hospital… Presentar una denuncia, aconsejarle que viera a otro médico.

—¿Pero qué dudas tenés, Julia?

—Todas…

—¿Todas? ¿Cuáles? —Ante el silencio de su mujer, Ernesto esperó unos instantes y después ordenó—: Decímelas.

—Una mala praxis o… —El silencio ganó la mesa dejando lugar a la risotada de un gordo grosero de la mesa de al lado.

—¿O qué…?

—O que le estuvieran aplicando un tratamiento experimental.

—¡Pero eso es un crimen!

La noche del 24 fue torturante para Oscar Leyro Serra. Había trabajado hasta alrededor de las cinco de la tarde, aprovechando la diferencia horaria con los países que tenía bajo su dependencia en el sur de América.

Recibía permanentemente faxes o mails con estadísticas e información sobre la investigación del proyecto ALS-1506/AR. Las iba analizando y requería información suplementaria que encarpetaba diferenciando los países. Los datos los agregaba a la computadora, y así obtenía los resultados globales necesarios para evaluar adecuadamente los problemas, los costos y las necesidades de la desactivación de semejante investigación.

Lo que parecía ser una simple decisión de los directivos del Laboratorio, que exigía el inmediato cumplimiento, en la práctica se convertía en un gran problema con múltiples facetas y singularidades que requerían una consideración especial en cada caso o grupo o país.

Al ser el área de Latinoamérica la última en comenzar la etapa de la investigación clínica de la fase dos, era la que recibía los primeros resultados de las otras regiones de prueba. Puesto que se vislumbraban datos adversos, Laboratorios Alcmaeon había decidido continuar la investigación con dosis mucho más reducidas.

Todas esas previsiones eran las que precisamente conspiraban ahora para desandar el camino. Los problemas eran superlativos, porque los cuatro países elegidos se encontraban en distintos niveles de investigación, con grupos armados de investigadores, con pacientes con estados diferenciados y con requisitos de control disímiles.

Lo que lo asustaba era la diversidad y magnitud de los problemas que debía asumir, temiendo que, en algún momento, un inconveniente con un grupo o hasta con un paciente provocara una reacción en cadena y se le fuera de las manos. Había costado mucho armar el proyecto, hacer coincidir cada engranaje y ponerlo en marcha. Pero parecía que mucho más iba a costar desarmarlo.

Agotado y angustiado, decidió dejar el trabajo para el día siguiente y tratar de pasar la Nochebuena lo mejor posible. Se fue a tomar un par de tragos al bar al que se había habituado, que le quedaba en el camino de la oficina al hotel. Cuando llegó a su habitación, se duchó y se vistió con cierta formalidad para ir a cenar a la casa de uno de los gerentes de marketing, a quien seguramente le habían ordenado que lo invitara.

La noche fue horrible. El matrimonio atravesaba momentos difíciles y casi no se hablaban. Su presencia y la de dos ancianos —los padres de ella— no hacían otra cosa que empeorar la situación. Después de una cena incómoda y no demasiado apetitosa, el gerente lo llevó al jardín y le contó todo su conflicto, anunciándole que dos días después se iría de la casa, que sólo esperaba que le entregaran el departamento que había alquilado. La separación estaba acordada.

Leyro Serra se disculpó por unos momentos y desde el celular llamó a Brasil. La conversación con sus hijas fue dolorosa y devastadora. Se oía mal, con rebote en el satélite. Las niñas estaban acongojadas, se sentían traicionadas porque él no estaba allá con ellas esperando a Papá Noel. Suzely, su mujer, parecía culparlo de todo. Cuando cerró la tapa del teléfono celular, el director regional se recostó contra el tronco de un árbol tratando de restablecer su equilibrio emocional.

Al volver al living de la casa, el ambiente seguía tenso. Ensayó una disculpa y se retiró. El cansancio de semanas de trabajo lo había agotado. Necesitaba dormir.

Como no había taxis, el gerente se ofreció para llevarlo hasta el hotel. En realidad, también quería huir. La temperatura estaba a nivel de congelamiento. Circular por esas calles solitarias mirando los interiores de las casas deprimió aún más a Leyro Serra. Por eso aceptó tomar la última copa en un bar que encontraron abierto, donde su compañero demostró no tener límites con el alcohol. Oscar no sólo estaba harto del frío, de la mala comida y del problema de aquella gente, sino que ahora se preguntaba si aquel hombre estaría en condiciones de conducir hasta el hotel sin estrellarse contra algo o alguien.

El ruido, los gritos de los que pretendían ser graciosos y el olor a tabaco lo ponían de peor humor, pero sabía que estaba apresado en aquel lugar, y que la única posibilidad que tenía era convencerlo de que se fueran.

Salir del pegajoso bar era exponerse al viento frío que asolaba las calles o a algún delincuente. El barrio no parecía de los mejores. Pensó en su familia, sentada alrededor de una mesa al aire libre, y volvió a sentirse desgraciado.

Cuando, finalmente, pudo llegar a la habitación del hotel, encendió la televisión buscando una película que nada tuviera que ver con la Nochebuena, los milagros de los Papás Noel o la Navidad. No le resultó nada fácil. Tomó un poco más de un hipnótico que tenía siempre a mano para situaciones especiales y a los pocos minutos se quedó dormido.

A la mañana siguiente, cuando despertó cerca de la diez, le dolía la cabeza y decidió no pensar que era 25 de diciembre, para evitar seguir en su estado de angustia. De nada servía autocompadecerse y deprimirse. Por suerte había traído suficiente material para trabajar durante todo el día, y decidió quedarse en la amplia habitación del hotel prescindiendo de cualquier referencia a la Navidad, a la familia y a los problemas que se avecinaban.

Era la única persona que desayunaba en el comedor del hotel, conspirando contra su propósito de sustraerse del mundo. Era Navidad y estaba solo, le gustara o no.

Pero la Nochebuena traía siempre una cuota de inquietud en las distintas latitudes del mundo cristiano. Algunos, auténticos, la asumían como un recordatorio del nacimiento de Jesús y cumplían con una cena íntima. Para otros, era una diversión más donde se comía y se bebía copiosamente.

Además, se agudizaban los conflictos familiares. Peleas antiguas, separaciones, divorcios e inquinas florecían con su lista de agravios, como en ninguna otra época del año. La elección del lugar donde se cenaría, la gente que se invitaría, la comida a preparar, la bebida y los costos a compartir consumían horas y horas de pensamientos y discusiones.

Al contrario de lo que sucedía en el helado norte, en el hemisferio sur, el verano, los días largos y el calor eran la antítesis para la reunión íntima al calor del fuego, y con un Papá Noel abrigado arrastrado por los exóticos renos. Las comidas de esa noche se hacían en los restaurantes o las casas de familia, preferentemente al aire libre, bajo las estrellas.

Los padres de Ernesto estaban divorciados y vueltos a casar, no en la mejor forma, a su criterio. Los hijos no sabían exactamente qué había pasado en esa separación, que había sido feroz y sanguinaria. Nunca más habían vuelto a juntarse para las fiestas. Ya de soltero, Ernesto había optado por negarse a ir a la casa de ninguno de los dos, para que el otro no se sintiera menoscabado.

Desde niño, la Navidad había sido siempre para él un evento triste, que se reducía a una visita obligada a cada padre durante la tarde, a soportar pullas o indirectas con un regalo casi siempre mezquino, y a terminar el día con una comida en la casa de su hermano mayor o en la de un amigo. Con el noviazgo y el casamiento creyó que todo se resolvería, que sería integrado a una familia constituida.

Julia, en cambio, desde siempre había considerado a la Nochebuena y la Navidad como un acontecimiento esperado, importante y gozoso. Su familia era católica y le intentaba transmitir a sus hijos sus convicciones: la misa de gallo a las doce de la noche con el nacimiento del Niño, el pesebre, el árbol, los regalos sencillos pero sentidos, a veces artesanales. Era una mesa alegre, donde además de los seis hijos podía sentarse cualquier amigo o conocido solitario. Era una verdadera noche de paz.

Pero, a partir del casamiento, ambos resolvieron que aquella noche les pertenecía, y que nadie podía complicárselas. En realidad, era la segunda que pasaban juntos en la intimidad de su departamento, comiendo en la terraza en la noche cálida y estrellada con el esplendor de los fuegos artificiales estallando en el cielo.

Gozaban de ese momento y evitaban cualquier conversación que se los arrebatara. Especialmente, el pensamiento de la triste noche que pasaría la familia de Irma Bermúdez.

Casi tan triste cómo la del hombre que, a diez mil millas de distancia, pensaba cómo desmantelaría la investigación de una droga que había llevado a la muerte a esa mujer, en medio de una noche helada y temiendo estrellarse con un automóvil manejado por un borracho.

Cuando terminó de desayunar en el solitario comedor del hotel, Oscar Leyro Serra salió a la vereda y caminó por la calle cubierta con la nieve caída durante la noche. Estaba extrañamente vacía de personas y automóviles. Sólo un homeless caminando encorvado por la vereda de enfrente confirmaba que no se trataba de una ciudad abandonada.

El centro de Nueva York en la mañana del día de Navidad puede ser el sitio más solitario del mundo. Un escalofrío recorrió su cuerpo y, presuroso, el ejecutivo volvió al entibiado lobby. Fue nuevamente hasta el comedor y pidió una jarra térmica con café, una taza y azúcar.

En la habitación, ordenó un poco su ropa, arrojó la toalla húmeda en un rincón del baño y colgó en el placard de puertas espejadas la ropa de la noche anterior, que aún exhalaba un olor a tabaco que lo hizo recordar, con desagrado, el atestado y ruidoso bar con su compañero borracho.

Corrió la mesa redonda hasta un costado del escritorio para disponer de más superficie donde desplegar sus papeles y se aseguró tener el teléfono a mano esperando una llamada de Brasil. Se preparó para trabajar en medio del silencio, frente a la vista tranquilizadora de los techos blancos de nieve.

La certeza de tener todo el día sin interrupciones ni reuniones lo tonificó. Era un buen momento para evaluar las informaciones que se encarpetaban en los biblioratos y establecer en qué tiempos y con qué dificultades se encontraría en cada uno de los países del área, para abandonar las investigaciones en curso sin afectar la imagen del laboratorio ni causar una gran conmoción pública.

Advertía exactamente que estaba en un terreno de alta sensibilidad. Los enfermos de cáncer son seres golpeados por una enfermedad, muchas veces mortal, que se aferran a cualquier tratamiento o esperanza. Están dispuestos a aceptar cualquier cosa que les ofrezca algo, aun soluciones mágicas sin ninguna base racional. La interrupción de un tratamiento, especialmente en una etapa experimental, siempre es resistida porque elimina esa esperanza, quizá la única que tienen y que ya no podrán reemplazar por otra.

No sólo los enfermos podían reaccionar con descontrol. Casi todos tienen atrás una familia sensibilizada tratando de cuidarlos y apuntalarlos en la enfermedad. Sufren con la misma intensidad y, además, están sanos, lo que les permite actuar sin límites. La noticia de la suspensión de un tratamiento los puede convertir en seres virulentos y agresivos, porque sienten que están defendiendo a sus padres o a sus hijos de la muerte.

Leyro Serra decidió, una vez más, ser metódico y cuidadoso en la evaluación de la situación, para después poder proceder conforme a las conclusiones. De nada serviría tratar de cortar caminos o apurar los procedimientos. Todo necesita sus tiempos y su ritmo, que no debía ser ni más rápido ni más lento que el necesario para lograr el objetivo propuesto.

Pensó que, una vez puesto en marcha el operativo, comenzarían a presentarse los problemas individuales que debían ser atendidos con toda deferencia si se quería evitar una reacción en cadena, en especial en aquellos centros donde los pacientes se encontraban unidos por la desgracia y trataban de formar grupos de contención.

Aunque debía respetar una cadencia, era consciente de que los tiempos no eran indefinidos. Sólo una acción muy planificada, ejecutada con precisión y habilidad, podía evitar un escándalo que perjudicaría gravemente al Laboratorio y lo arrastraría además a él.

También advertía que no sólo estaba en juego el prestigio de la Compañía, sino que también había un aspecto legal. Ése era el problema que más preocupaba a los directores de la empresa, que lo hacían pasar días enteros con los abogados, repasando una y otra vez las hipotéticas situaciones que podrían presentarse, desde las demandas masivas hasta los problemas penales en distintos países, con legislaciones y problemas políticos diferentes.

A medida que avanzaba en el análisis, su preocupación iba en aumento, porque se exigían precisiones que no podía dar ya que las había delegado en sus gerentes locales. En América del Sur, los requisitos y los tiempos no eran los de Estados Unidos ni los del FDA. Siempre existía un inconveniente, un requisito administrativo que la burocracia, por inercia o corrupción, demoraba antes de dar por aprobada una investigación o autorizar la comercialización de un producto.

Algo de eso había pasado en Argentina con la investigación del ALS-1506/AR, aunque Leyro Serra había informado que todo estaba bajo control. Intuía que algo estaba sucediendo allá.

Pero, de pronto, se le ocurrió una idea nueva que le pareció fascinante. ¿Qué pasaría si él, con toda la información que había recogido, daba otras pautas que podían modificar la decisión de acabar con la investigación? El panorama en los países que dependían de su gerencia no era tan grave como para dejar de lado un proyecto de esa magnitud.

Era un punto de partida interesante, aunque algo descabellado. Pero tomó la decisión de profundizar en él. Tenía todo el día para hacerlo.

Miró por la ventana el diáfano cielo azul. El calor de la habitación lo hizo imaginar que estaba en Brasil, aunque afuera hiciera cinco grados bajo cero.

Ya las fiestas de Navidad y Año Nuevo habían pasado con su torbellino de comidas, conflictos y promesas de cambio para el siguiente año. Todo volvía a su normalidad, con menos gente en las ciudades por las vacaciones.

En los tribunales federales de Buenos Aires sólo quedaba una guardia para atender los casos urgentes. Desde siempre, el mes de enero era el mes tradicional de la feria judicial. El fiscal Narváez había pedido quedarse de turno ese mes para hacer coincidir sus vacaciones con las de su mujer.

Decidió asumir su tarea con tranquilidad, suponiendo que el trabajo habitual de las fiscalías de la Capital disminuía notablemente. No fue así. Por el contrario, parecía que todos los delitos, algunos muy graves y resonantes, se estaban cometiendo en el mes de enero. Llegaba a su casa agotado, sólo para una comida liviana con un poco de vino. Enseguida se iba a dormir hasta la mañana siguiente, donde todo empezaba de nuevo.

El tema de Irma Bermúdez parecía haber quedado en suspenso. Una de las noches de principios de enero, Julia había terminado de atender en el consultorio temprano, y al llegar a la casa preparó la mesa para cenar en el balcón. Había encendido velas y puesto una vajilla con detalles de buen gusto.

Ernesto llegó cerca de las diez, impresionado con las imágenes sangrientas de unos chicos muertos por su madre demente en un departamento de Flores. La policía había insistido en la presencia del fiscal, porque no podía encontrar al medico forense y el comisario presumía que no se trataba de un simple ataque de demencia.

Ernesto besó a su mujer sin abrazarla, consciente del sudor que humedecía sus ropas. Fue a ducharse, deseando que el agua también barriera de su mente los charcos de sangre y vísceras desparramadas por el suelo. Luego de un rato, envuelto en una esponjosa bata azul y con el pelo chorreando, volvió al living. Ahora sí besó y acarició a gusto a Julia, gozando de su cuerpo fresco.

Tomó un whisky con mucho hielo y soda, sintiendo que todo se volvía a equilibrar. El calor, las miserias humanas y la decepción quedaban allá lejos…

Ernesto estiró el sillón de plástico a la última posición y se recostó mirando las estrellas, mientras su Julia terminaba de preparar la comida.

El vino, siempre tinto y natural, era el complemento exacto para la carne tierna y sazonada. Ambos disfrutaron de la comida, escuchando música y hablando de detalles de su trabajo carentes de importancia. El fiscal no quiso contarle a Julia lo que había visto, porque era intoxicar también su refugio.

—¡Me olvidaba! —dijo Julia levantándose de su asiento. Al volver, traía una pequeña caja en la mano—. El marido y las hijas de Irma Bermúdez, ¿te acordás? Vinieron a verme y me trajeron esto de regalo.

Era una cruz de madera algo tosca, con un anillo en su vértice, por el cual pasaba un tiento de cuero.

—Es la cruz que yo miraba y a la que rogaba la noche en que murió —dijo mientras los ojos se le inundaban de lágrimas. Tomó la mano que le extendía Ernesto por sobre la mesa y se quedó unos minutos tratando de recuperarse. Al fin, dijo—: No tengo que comprometerme así… no es bueno para nadie y menos para mí, pero no puedo…

—Bueno, bueno… —dijo su marido tomando la cruz de la caja y agregando—: Es muy bonita.

—Sí.

—¿Y pudiste averiguar algo más sobre los tratamientos de esa pobre mujer?

—No. Lo intenté pero siempre me encuentro con una pared.

—No puedo explicarme cuál es la dificultad para que una médica del mismo hospital se entere qué pasó con una paciente que murió y a la que ella también atendía.

—Todas… aunque en Oncología parecen amables y dispuestos a brindarte la mayor colaboración, cuando llegás a las preguntas concretas siempre hay algo que me impide enterarme a fondo. Tampoco puedo invadir…

—Julia, ¿realmente pensás que Irma murió porque no fue bien tratada?

—Creo que sí, en especial por ese silencio y las imprecisiones que no puedo sobrepasar.

—Entonces tenés que hacer algo. Era tu paciente, tenés que sacarte la duda.

—Estoy de acuerdo. Pero ¿cómo?

—Debe haber formas. Podés pedir un informe por escrito.

—No me lo darán. Se va a perder en alguna oficina.

—Podés pedirle al director del hospital…

—Sería una barbaridad… me tendría que ir a otro hospital. Ésos son los códigos no escritos de los médicos. Me considerarían una desleal, poco confiable. Los médicos hablan todos contra todos pero nunca se van a permitir denunciar o acusar a otro públicamente.

—Vos sólo querés saber cómo fue tratada tu paciente en otro servicio del mismo hospital. ¿Qué hay de malo en eso?

—Todo. Cada servicio es casi autónomo. Tenemos interconsultas, ateneos interdisciplinarios, comités de ética e investigación, pero nunca las cosas que pueden afectar a alguien salen de ahí. Siempre hay una especie de buena onda para no invadir la competencia del otro. Nunca se sabe cuándo se va a necesitar del colega. Si hay un problema con alguien de afuera todos se solidarizan, lo apoyan y tratan de cubrirlo.

—Hasta que el lío sea lo suficientemente grande —sentenció Ernesto.

—Mirá, he visto declaraciones falsas, cambios de historias clínicas y hasta un caso donde pusieron un electroencefalograma de otro paciente para cubrir una metida de pata.

—Es un disparate, Julia.

—No te podés imaginar los casos de mala praxis que hay y que, como no tienen consecuencias graves, pasan. Así aprenden muchos, equivocándose. Los buenos aprenden de sus errores… los otros continúan.

—No me asustés…

—Ustedes también se equivocan…, todos nos equivocamos…

—Seguro, pero la diferencia es que nadie se muere y siempre hay alguien que puede rectificar el error.

—Pero alguien puede estar años en una cárcel por un error judicial.

—No nos vamos a poner a discutir sobre esto. ¿Pero qué pasaría si, como médica ginecóloga, le mandás una nota al director diciéndole que querés conocer el tratamiento que se le aplicó a Irma y ver la historia clínica?

—Ya te dije. Me tendría que ir del hospital y sería difícil entrar a otro una vez que se conozca por qué me fui.

—Algo tenés que hacer. No te podés quedar el resto de tu vida con esa espina adentro. Se murió y se murió. Todos estamos bien, los inmaculados guardapolvos blancos siguen sin problemas aunque hayan cometido un homicidio.

—No seas exagerado, Ernesto. ¡No podés calificarlos de homicidas!

—Pero sos vos la que estás llena de dudas. Pensás que experimentaron con ella.

—Es cierto, pero estoy atada de pies y manos.

—No, mi querida. No estás imposibilitada para nada. Sólo tenés que decidirte y sacarte la duda… quizá no hubo nada raro y te quedás tranquila. ¿Cómo podrías saberlo?

—Primero, tendría que leer la historia clínica.

—Leela.

—¡Ah, qué fácil! Debe estar en los archivos del departamento de oncología, bajo llave… Como nosotros tenemos las de nuestros pacientes.

Su marido, el fiscal, comprendió que ella nunca haría nada y que esa muerte no sólo quedaría en la conciencia de su mujer sino que también podría quedar impune un crimen… o muchos.

Pero Ernesto era fiscal y creía en la ley… y en lo que hacía.

Aníbal Geppe, el gerente de la filial argentina de Laboratorios Alcmaeon, estaba preocupado. Desde mediados de diciembre, Oscar Leyro Serra, su jefe directo, no dejaba de mandarle correos y faxes pidiéndole información sobre los grupos de investigación clínica del ALS-1506/AR.

Comenzó a revisar las cuentas en el sector administrativo pensando que se había descubierto algún desfalco del que no tenía noticias. No pudo encontrar nada. Después revisó todos los embarques de drogas. Los reportes enviados a San Diego parecían impecables. Pero los pedidos de informes desde Nueva York seguían llegando, siempre firmados por el director regional, Leyro Serra.

Una de las tardes, recibió una llamada directa en su oficina. La voz era tensa y ahora le requería precisiones sobre las autorizaciones para las experiencias clínicas. Hablaba una mezcla de castellano, inglés y portugués, pero se hacía entender.

—Pero señor. ¿Usted se acuerda de los problemas que tuvimos?

—¿Qué problemas?

—La huelga, señor Leyro. Fue terrible.

—¡Ah sí! Bueno, ¿y qué tiene que ver eso con las autorizaciones que necesitamos para investigar?

—Que usted estaba muy apurado para comenzar con el programa.

—¿Y entonces?

—Tuvimos que empezar en base a la autorización anterior. —¡Entonces estamos…! No, no hable, Geppe. Mejor cuando vuelva a Río…

—Está bien, señor.

—Pero revíseme bien esa área, ¿estamos?

—Sí, señor.

—¡Ya conseguí la solución! —dijo triunfante Ernesto en cuanto Julia dejó su portafolio sobre el sillón.

—¿La solución para qué? —preguntó desconcertada.

—Para hacernos de la historia clínica de Irma.

—Pará… pará —dijo la mujer tratando de ubicar su atención.

—Hoy vino a verme Federico Montes, un hombre al que hace unos años, cuando era un pinche en la Fiscalía, lo ayudé para zafar de un asunto complicado en el que lo habían metido.

—¿Y?

—Él nos va ayudar

—¿A qué…?

—Ya te dije, a conseguir la historia clínica de Irma.

Ante la mirada expectante de Ernesto, su mujer se tomó el tiempo necesario para dejar el guardapolvo que colgaba de su brazo y el paraguas. Despacio, como si se diera tiempo para pensar, comenzó a sacarse la capa de lluvia que llevaba siempre en su cartera para los temporales imprevistos, especialmente en el verano. En realidad, estaba buscando tiempo para asimilar lo que le estaba proponiendo su marido.

Una vez que se descargó de sus cosas, tiró los hombros para atrás y juntó los omóplatos para tratar de descargar un poco las tensiones del día. Sus senos estallaron contra la blusa marcando unos pezones grandes como avellanas que provocaron la admiración de Ernesto.

—¿Por qué no me servís una copa? —le pidió—. Estoy agotada —confesó.

El hombre fue hasta el fondo del living, acariciándole la cara al pasar. Sobre unos estantes de vidrio se amontonaban copas y botellas. De la hielera que había llenado un rato antes, sacó un par de cubitos y sirvió una medida escasa de vodka. Le agregó agua.

—Es lo que necesitábamos, Julia —insistió ansioso.

—Por favor, Ernesto. Empezá desde el principio.

—Está bien. Con la muerte de tu paciente, Irma Bermúdez, vos te diste por vencida porque no podías enterarte qué pasó con ella y con su tratamiento, ¿no es cierto?

—Por vencida no, pero…

—Pero me dijiste que no podías seguir si no tenías acceso a la historia clínica y que nadie del departamento de oncología te iba a dar ningún dato, ¿no es cierto?

—Cierto —tuvo que admitir.

—… Y que no podías conseguir la historia clínica porque estaba bajo siete llaves ¿cierto?

—Cierto.

—Yo ya sé cómo conseguirla.

—¿Vos?

—Yo. O mejor dicho, yo no, pero tengo quién puede entrar y conseguir la carpeta de nuestra Irma. Federico Montes, el mejor escruchante de la ciudad.

—¿Escruchante?

—Sí, el que abre cerraduras.

—Pará Ernesto, pará. ¿Qué me estás diciendo?

—Que tengo al mejor hombre posible para conseguir la historia clínica de Irma Bermúdez, que no te quieren dar.

—Estás definitivamente loco.

—Suzely, mi amor —estalló Leyro Serra en cuanto reconoció la voz.

—Oscar, ¿cómo estás? —le contestó ella siguiendo naturalmente el portugués.

—Estoy bien… pero triste. Todo esto es una heladera blanca, donde ya pasó, gracias a Dios, la Navidad y el fin de año. La gente ha vuelto al trabajo.

—¿Y no podés volver?

—No, mi amor. Todos los días tengo cinco o seis reuniones con distintos sectores de la Compañía. Tengo que presentar informes, dar exposiciones. ¡Estoy harto! Ellos tienen sus códigos, sus tiempos. Todo está pautado, casi nada se deja librado al azar o a la creación. No sé cómo pueden vivir así y mucho menos cómo son los dueños del mundo.

—Pero lo son, Oscar… y también son dueños de vos.

Leyro Serra dejó pasar la ironía y agregó:

—¡Gracias a Dios! Porque si no, no tendríamos nada.

—Está bien, Oscar —dijo con una voz de cansancio que podía significar muchas cosas pero principalmente que no era un tema a discutir y menos por teléfono.

—Estoy redactando un informe sobre el posible volumen de ventas de productos libres. Si lo aprueban, quizá pueda volverme.

—Tratá, Oscar… me siento muy sola con las chicas, en este lugar.

Leyro Serra pensó en lo injusto del pedido. Ella se sentía sola en una playa llena de sol y un verde que animaba a vivir, sin problemas económicos ni de otro tipo. Él estaba en el cuarto de un hotel viendo caer la nieve y sin nadie con quien hablar, preparando informes para presentar al día siguiente. Ella estaba con esas dos niñas hermosas que eran sus hijas y él, para ver a otro ser humano, debía bajar al restaurante, donde comía solo mientras leía una novela para que el tiempo pasara.

—Voy a ver qué puedo hacer, ¿están las chicas por ahí?

—No, se quedaron en la casa de unas amigas hasta maña…

La frase no se terminó porque alguien tapó el micrófono. Oscar creyó oír una voz de un hombre que la llamaba.

—¿Qué pasa, Suzely?

—Nada, Oscar. Nada.

—¿Hay alguien allí?

—No, sólo yo y Pedro.

Pedro era el casero. Un hombre de casi setenta años que vivía en una casa anexa.

—Bueno, Suzely. Te vuelvo a llamar en cuanto tenga novedades.

—Está bien. Cuidate.

—Volvamos al principio, Ernesto.

—Te sigo.

—Perdimos nuestra cena de aniversario por la muerte de Irma. A partir de ahí, te obsesionaste con el tema y me lo estás trayendo en cuanto podés. Hoy estuve todo el día de guardia, y en vez de estar tomando una copa tranquilos charlando de cualquier cosa, me estás proponiendo que cometamos un delito. ¡Vos, que sos un fiscal!

—No me obsesioné. Me preocupó… me intrigó… vos misma… —contestó Ernesto sin dejarse arrastrar a la discusión.

—Está bien, te preocupaste. Pero lo cierto es que no lo dejaste nunca.

—En realidad… vos tampoco —contraatacó él, cansado de la presión.

—Es cierto. Es algo que tengo acá —dijo ella, señalándose la frente.

—Entonces, lo que tenemos que hacer es resolverlo.

—Parecés un psicoanalista, no un abogado.

—No empieces, Julia. Éste es un tema concreto que no admite análisis ni interpretaciones. Esa pobre mujer está muerta. Sus hijas y su marido te regalan una cruz en agradecimiento: éste es un hecho que ni Freud puede modificar con interpretaciones.

—De acuerdo. Pero ¿cuántos hechos quedan atrás en nuestras vidas sin poder resolverlos?

—Un montón. Pero a éste lo podemos aclarar y no es algo sin importancia. Estamos tratando de saber si detrás de Irma hay algo monstruoso.

—Yo también creo que es importante saber la verdad, pero vos me estás incitando a robar…

—Pará, pará, Julia. No es para tanto.

—¿Y qué es lo que me proponés?

—No es lo mismo que entrar en una casa a la noche y robar las joyas de la caja fuerte, que…

—¿O sea que entrar a un hospital y llevarse a escondidas una historia clínica no es robar? Además tenemos que abrir cerraduras, violar secretos médicos.

—La diferencia está en el fin. En un caso es para beneficio del delincuente y en el otro en beneficio de la humanidad.

—El fin justifica los medios —sentenció ella sin piedad.

—A veces sí.

Un silencio ganó el ambiente, como si ambos repasaran su escala de valores. Julia fue hasta los ventanales mirando cómo llovía. A lo lejos, en distintas ventanas, se prendían y apagaban todavía las lucecitas de los árboles que habían quedado de la Navidad.

—¿Entonces me estás proponiendo que seamos cómplices en un robo?

—Cómplices no. Autores.

La reunión prevista para ese día a las once de la mañana tenía una singular importancia. A las ocho y media, Leyro Serra estaba en la oficina que le habían asignado en el piso 23. Carpetas y documentos se acumulaban sobre el escritorio y en el piso alfombrado.

La pequeña computadora, con su pantalla azulada, parecía ser la secretaria perfecta. No hablaba, no podía criticar… y tampoco lo ratoneaba. Prolijamente, comenzó a repetir el esquema de desactivación que se había formulado en tantas horas de soledad en el hotel.

Tenía estadísticas, cuadros de barras, tortas de porcentajes para demostrar el éxito de las primeras experiencias en Chile, Perú, Brasil y Argentina. Las cifras de mortalidad eran algo altas, pero normales en comparación con los porcentajes de los tratamientos protocolizados.

Quizás el ajuste en la proporción o en el componente de las drogas llevaba estos porcentajes a niveles más aceptables. Era lo que sucedía en Argentina, donde la dosis era la mitad del resto de los países del sur y un décimo de la experiencia original. Comprendía que sus argumentaciones, cuadros y proyecciones estaban dirigidos a evitar lo que ya había resuelto el comité ejecutivo.

Esto no era lo recomendable. Debía ver cómo reaccionaban, si había algún margen para modificar o replantear la decisión. Si ello no era así, rápidamente tenía que exponer su plan de desactivación.

Estaba seguro de que carecía del poder para luchar contra ese paquidermo empresarial, pero si llegaba a demostrar y modificar la decisión que implicaba no perder decenas o centenas de millones de dólares, su carrera no tendría límites. Era algo arriesgado, pero debía intentarlo.

Agradeció el café que le trajo una secretaria que también atendía a otros ejecutivos del piso, y siguió preparando su exposición. Quizá la más importante que haría en su vida.

—¡Ya te dije, Ernesto, que me parece una locura! —dijo Julia, levantando la vista del botón que estaba asegurando con hilo negro en el único saco sport de verano de su marido.

—Julia… Julia. No estamos convirtiéndonos en asaltantes. Sólo queremos asegurarnos de que no hay nada raro en el hospital… en tu hospital. En el hospital del que tu papá fue director.

—Pero para eso tenemos que ser cómplices de un delincuente, violar todas las normas éticas de la medicina, del derecho y arriesgar nuestras carreras. Si nos pescan…

—¡Normas éticas! ¡De qué ética estás hablando! ¿De la que permite que se juegue con hombres y mujeres como si se tratara de ratones o conejos? ¿Que se los inocule con un engrudo de drogas que alguien, en algún lugar del mundo, juntó porque le parece que cura nada menos que el cáncer? ¡Por favor, Julia!

—¡Estoy hablando de la ética en la que vos y yo creemos! —contestó furiosa.

—Esa misma ética es la que nos obliga a meternos hasta donde sea necesario para descubrir a un grupo de asesinos con guardapolvos blancos.

—Ese grupo de asesinos son gente que se pasa la vida curando enfermedades horribles, aliviando a la gente, con un sueldo de dos pesos para mantener a una familia. Muchos de ellos son unos santos.

—Pero no dejan de ser asesinos…

—Sos un animal, Ernesto. Estás trabajando todo el día con la lacra de la humanidad y por eso creés que todos son iguales… Pero no es así. Hay muchos guardapolvos blancos que se matan trabajando sin reconocimiento de nadie, y que lo van a seguir haciendo porque juraron hacerlo y creen en eso… como mi padre y tu mujer.

El living fue invadido por un silencio pesado. Julia siguió cosiendo el botón, que acumulaba un exceso de hilo. Ernesto fue hasta la ventana y extendió los brazos para que sus manos se apoyaran en el marco y curvó la cintura, mientras miraba la luna llena que iluminaba el balcón.

¿Adónde estaría la ética? ¿Adónde la verdad?

Leyro Serra entró una vez más en la misma sala de conferencias del primer día. Pero ya no había tormenta de nieve y el reflejo del sol en las ventanas del edificio de enfrente iluminaba la sala, quizás excesivamente. ¡Deberían correr las cortinas!, pensó el director regional.

Oscar Leyro Serra sabía que esa reunión del Comité de Investigación de los miércoles comenzaba con exactitud a las nueve de la mañana. Su turno era el tercero o cuarto de la agenda.

La sesión de ese día no era presidida por el vicepresidente ejecutivo sino por el jefe del área. Una buena y una mala señal. Seguramente este hombre, con muchos años en la Compañía, era uno de los más afectados por el proyecto ALS-1506/AR y por eso mismo permeable a cualquier indicador que revelara que no todo era fracaso y que la resolución del Comité Ejecutivo podía revertirse. Pero, por otro lado, Leyro Serra comprendió que el nivel de ese ejecutivo no era tan importante para torcer una decisión como la que se había adoptado institucionalmente.

Se sentó en su sillón, dirigió la proyectora portátil al blanco del telón y comenzó. Alguien accionó un motor que zumbó cerrando las cortinas de la ventana.

Federico Montes subía por el ascensor hasta el piso dieciocho tratando de arreglar su encanecida cabellera en el espejo y emprolijar el nudo de su gastada corbata, una de las pocas que tenía. Cuando llegó, buscó el departamento C y pulsó el timbre.

—¡Qué tal, Federico! —lo saludó el fiscal en camisa, con el cuello abierto. Su corbata colgaba floja.

—Bien, doctor.

Su aspecto era humilde. De unos cincuenta años largos, delgado y de una estatura normal, parecía que la ropa le quedara grande. Los zapatos lustrados eran una nota distinta en su aspecto general de hombre gris.

—Pase, Federico —invitó—. Ésta es mi esposa, Julia.

—Encantado, señora.

Los tres se sentaron en los sillones frente a la mesa baja del living. Ernesto sirvió las copas y todos se quedaron tensos, esperando comenzar la conversación. El fiscal supo que debía hacerlo.

—Como le decía los otros días… estamos necesitando de sus servicios, Federico. Se trata de algo noble… noble e importante. Necesitamos conseguir unos documentos para establecer si una mujer que murió en un hospital fue bien tratada o la dejaron morir.

Federico asintió con la cabeza y se sintió obligado a decir:

—No tiene que darme explicaciones, doctor. Sólo dígame qué debo hacer y lo hago. Yo le debo mucho.

—No, quiero que sepa que detrás de esto no hay nada de lo que debamos arrepentimos. Estamos haciendo una obra de bien y tomando riesgos porque queremos resolver un problema delicado e importante… aunque nunca le podamos reconocer sus méritos, Federico.

—Está bien, doctor. Está bien. Dígame qué hay que hacer insistió, casi molesto por las explicaciones. Debía devolver favores y no interesaba saber ni por qué ni para qué lo convocaban. Cuanto menos supiera, mejor, aunque estaba seguro de que el fiscal nunca estaría en algo sucio.

—Buscamos una carpeta, una historia clínica que está en un hospital… —dijo mirando al otro hombre y a su esposa, cuyos ojos azules parecían más grandes y atónitos que nunca—. El problema es que no sabemos exactamente dónde está archivada, pero tenemos una idea de la oficina en que la encontraremos. Todo está cerrado con llave.

—Entiendo. ¿Y cuándo sería el mejor momento para hacerlo?

—A la noche o durante el fin de semana. La ventaja de la noche es que casi nadie necesita pasar por ahí, pero necesitamos luz y las oficinas tienen ventanas a la calle.

—Entonces el fin de semana, sería mejor porque hay luz natural. ¿Podría haber gente o vigilancia? —preguntó Federico.

—En realidad es un sector que está en un costado del hospital. Nadie tiene que pasar por allí para salir o ir a la cafetería pero tampoco se puede asegurar que un médico o un enfermero no circule por el pasillo —informó Julia, sintiendo su voz como extraña en ese grupo de complotados.

—¿Hay gente de seguridad?

—Sí, pero hacen rondas fijas cada tres horas. De todas maneras, una vez que entremos al Departamento, no podrán ver —nos. El problema es entrar o salir. Adentro no hay problema salvo que a alguien se le ocurra adelantar trabajo el fin de semana o pase a buscar algo que se olvidó. Pero en un domingo, difícil.

—¿Cómo entramos? —preguntó Federico.

—Tenemos que ir juntos —dijo convencida Julia—. No sé dónde está exactamente lo que buscamos y soy la única que puede reconocerlo.

—Está bien —admitió Federico, desilusionado por el plural. Una cosa era devolver un favor y otra muy distinta llevar a una mujer a cuestas. Los riesgos aumentaban—. Por favor, ¿por qué no me hace un plano del lugar?

Estuvieron un buen rato dibujando la manzana que ocupaba el hospital. Ubicaron el departamento de oncología y las otras áreas, en especial la sala de guardia y la cafetería, que eran los lugares más concurridos un domingo.

Federico insistía en saber cómo se llegaba, a qué otros servicios se accedía por los mismos pasillos y cuáles eran los lugares para salir, si la cosa se complicaba. Los fines de semana sólo había una entrada habilitada, con un policía de guardia en la puerta, como en todos los hospitales públicos. No había otra salida, salvo saltando el murallón de casi tres metros de altura. El hombre era preciso en sus preguntas. No hablaba de más, pero cada cosa que decía tenía un objetivo exacto.

Quedaron en que Montes visitaría el hospital como un paciente más cualquier día de la semana para interiorizarse del campo sobre el que debería actuar. Después se volverían a juntar para cambiar ideas y decidir el momento en que harían el operativo.

Julia, que en un primer momento se había resistido tenazmente a la idea y negado a cualquier cosa que no fuera una información directa de un médico, ahora estaba sintiendo el sabor de la aventura. En el primer momento, reaccionó mal frente a Montes y le costó darle la mano, sabiendo que se trataba de un delincuente. Pero, a poco de hablar, esa condición parecía no interesarle. Era uno más de la partida.

La historia le estrujaba el estómago, dándole algo parecido a un vacío. Pero al rato se sentía cómoda, cómoda y excitada, inclusive sexualmente. Era una sensación rara, totalmente desconocida, que le producía pensamientos ambivalentes.

Esa noche Ernesto hizo el amor con una mujer nueva, descontrolada.

El fracaso de la tentativa del gerente regional del cono sur de demostrar y convencer que el ALS-1506/AR estaba dando sus resultados positivos fue total. La orden superior estaba dada y nada ni nadie, salvo ellos mismos, podían revocarla. Si tenía datos prometedores debía girarlos al sector de evaluaciones en San Diego, para que los ingenieros, biólogos y especialistas los estudiaran y formularan sus conclusiones elevando un informe que sería considerado por quien correspondiera. No era ése el lugar ni las personas ante las que debería exponer su teoría.

Oscar Leyro Serra advirtió de inmediato su error, se disculpó frente a todos cuando fue amablemente corregido y reencauzó su presentación sobre la forma, sistema y tiempos que le llevaría desactivar el proyecto ALS-1506/AR en los cuatro países donde se estaba trabajando.

Creía que había sido convincente en la exposición, y luego al responder una docena de preguntas que le hicieron los ejecutivos. De todas formas, se le ordenó reportar los avances y dificultades a una especie de supervisor que designarían para monitorear el programa. Era necesario coordinarlo con las otras áreas.

Leyro Serra sentía que la designación de alguien a quien debía responder lo disminuía en su jerarquía de director o gerente regional. Pero se repetía que el problema era tan grande que esa intermediación era necesaria y conveniente, incluso para coordinar a todos los directores regionales relacionados, con una propaganda a nivel mundial que aumentaría las ventas de productos libres y atenuaría cualquier estallido en contra por el tema del ALS-1506/AR.

La cosa no estaba para hacerse el ofendido. Era un gerente regional, como habría dos decenas en el mundo, y cuando había problemas con uno de ellos, el trámite del despido o el cambio de destino era una solución habitual. Siempre había gente dispuesta a ocupar su puesto.