Epílogo

Pese a que esperó y buscó todo lo que pudo, Mercedes Lascano no tuvo más noticias de la muerte de Javier. Ni siquiera logró averiguar qué habían hecho con su cuerpo.

Lo único que lograba distraerla era el trabajo, que retomó a un ritmo frenético. Se pasaba los fines de semana en la oficina y no salía a ningún lado. Se acostaba, rendida, y se dormía apenas apoyaba la cabeza en la almohada. Y así un día tras otro.

Desde aquella fatal mañana de la noticia en el diario, la imagen de Javier Costa había crecido sin pausa dentro de ella. Ya no lo culpaba por haberla metido en ese embrollo, ni por haberla dejado ir, ni por nada. Lo incorporó a su corazón así, sin más, para llevarlo siempre consigo.

El pendrive era su única herencia y, a esta altura, Mercedes lo veneraba. Muchas veces lo sacaba del libro donde estaba escondido sólo para tenerlo en sus manos. Y si hasta entonces no se había animado a abrirlo era porque temía que su contenido hiciera mella en la imagen idílica de su dueño.

Con la noticia de la aparición del cuerpo había desaparecido, como por arte de magia, la amenaza sobre Lema y sobre ella. El comisario Barrios mantuvo la custodia un tiempo más y averiguó lo que pudo en el ambiente de la policía, que seguía asestando mazazos a los asesinos de Javier e incluso advirtiendo a los países limítrofes de ramificaciones.

Todo lo que se refería a Javier Costa estaba encapsulado en el alma de Mercedes, en lo que ella misma se había creado. Para confrontarlo con la realidad, sólo estaban el pendrive y el doctor Haas.

Hasta que un domingo, tarde, habiendo agotado su trabajo y resistiendo la depresión que sabía la atraparía, se decidió. Sacó el libro, tomó el pendrive y lo calzó en el puerto de su computadora.

Sólo necesitaba ubicarse en el icono y abrirlo.

El documento se llamaba «Patrimonio» y aclaraba, en mayúsculas: «CONFIDENCIAL». Apurada por la intriga, bajó renglón por renglón de lo que era un prolijo listado de inmuebles, con todos los datos de ubicación, tamaño, explotación y nomenclatura catastral. Las propiedades estaban ordenadas por país, provincia y, aparentemente, por valor.

La mayoría de los bienes estaban ubicados en Argentina, pero también había algunos en Uruguay y hasta en Brasil. Debajo de cada uno aparecían los datos de un representante o apoderado, que se ocupaba de la administración en cada caso. Tenía agentes de Bolsa en Buenos Aires, Montevideo y Estados Unidos, cuentas en bancos de distintos países y paraísos fiscales. El total sumaba una verdadera fortuna.

Finalmente, había una carta dirigida a ella:

Estimada doctora:

Éste es mi patrimonio. Quisiera que usted y el doctor Haas lo administraran. Él me dijo que no hay nadie más idóneo que usted en Argentina para hacerlo. Es preciso que sepa que toda la gente que me asiste —y que aparece en el listado— fue elegida con sumo cuidado y estimo que no lucrarían con mi muerte. Pero necesito la ayuda de una persona independiente, que garantice el cumplimiento de mi voluntad y que conozca el país.

Esto que ve es sólo una parte: hay otros bienes que no figuran y son más reservados. Pero no tengo prurito en compartir con usted todo si aceptara ser mi abogada en este asunto.

El doctor Haas conoce al detalle los temas familiares y patrimoniales. Mi vida está en riesgo y yo sólo quiero asegurarme de que se cumpla la voluntad que dejo expresa en mi testamento. Tengo dos hijas a quienes proteger y responsabilidades con otra gente que no puedo revelarle ahora.

Si está dispuesta, podemos combinar una reunión. En caso de que yo faltara, puede hablar con Günther Haas como lo haría conmigo.

Espero su respuesta.

Mercedes rompió en llanto. ¡Eso era todo lo que Javier quería! ¡Nada más que esto! ¡Asegurar el futuro de sus hijas y apoyar a sus camaradas! Releyó la carta varias veces y repasó también la lista de bienes, parando sólo para secarse las lágrimas.

Javier Costa era un hombre rico. Y le estaba pidiendo que administrara su patrimonio. ¿Y para eso había tenido que contarle toda su vida? ¿Qué necesidad había? ¿Para explicarle, acaso, la procedencia del dinero? ¿O la amenaza que se cernía sobre él?

Se sentía tan frustrada y confundida que sólo pudo atinar a arrancar el pendrive y devolverlo a su lugar en el libro.

Al día siguiente, llamó a Haas.

—Günther, ¿cómo está?

—¡Mercedes querida! Todavía no supe nada de Javier. He recurrido a todo pero no lo encuentro. ¿Y usted?

—Yo tampoco, doctor. Supongo que tenemos que admitir que está muerto.

—Si así fuera, murió en el intento de protegerla.

—Es cierto —admitió ella con la voz quebrada—. Lo llamo para contarle que abrí el pendrive que usted no quiso recibirme.

—¿Y?

—Que sí, que por supuesto que voy a ser su abogada.

—Perfecto. Esto era lo que él quería.

—Necesitamos hablar mucho, Günther.

—Claro, cuando usted quiera.

—Dejemos pasar un tiempo. Aún no tengo fuerzas para meterme en la piel de Costa.

—No se preocupe, cuando esté lista me llama y se viene por acá.

Pasaron un par de meses. Mercedes se sentía cada vez más motivada a cumplir con la voluntad de Javier. Quería conocer más de su vida, de sus cosas, de su familia. Le parecía una forma de estar con él, de compartir algo. Fantaseaba con la idea de volver a Alemania y conversar largamente con Haas, el gran Celestino, el responsable de que ella descubriera que podía volver a amar.

Una noche, mientras escuchaba música en su departamento, invadida por la nostalgia, sonó su celular. Número desconocido. Estuvo por rechazar la llamada, pero finalmente la tomó.

—Soy Javier, mi amor.