Capítulo 14

Mercedes volvió a Munich con el alma estrujada y sin ninguna solución para su problema. Durante el viaje lloró de a ratos. Trataba de convencerse de que lo vivido justificaba todo, pero Javier se había mostrado inflexible. Le había dicho con toda claridad que debían estar separados hasta que el peligro desapareciera. Por seguridad, sus vidas debían aislarse: ni verse ni hablarse.

De vuelta en la ciudad, se alojó en un departamento pequeño que el doctor Haas le había conseguido cerca de sus oficinas. Tenía, además de un dormitorio, una sala con cocina incorporada y —detalle importante— un encargado que no dejaba pasar a nadie sin aviso. Un lugar acogedor y seguro para quedarse todo el tiempo que necesitara.

Cuando Haas estaba en la ciudad, pasaban largas horas en el departamento hablando de trabajo, de amor y de peligro. Aunque ella insistiera en preguntar, Haas se resistía a revelarle cualquier detalle del pasado de Javier. Sólo lo haría, le dijo, si a Costa le pasaba algo. Era su compromiso con él. Tampoco aceptó el pendrive que Mercedes había traído consigo y le sugirió que, si aún no lo había leído, no lo abriera todavía. Ya habría tiempo para eso cuando todo volviera a la normalidad. Si es que existía normalidad después de todo lo que había pasado.

La doctora Lascano se concentró en el trabajo. Asesoraba a grupos y empresas que planeaban inversiones en América latina como forma de reducir el impacto de la crisis europea. Ella, una abogada conocedora de la región y su idiosincrasia, les resultaba muy convincente y además sabía inglés, tenía una gran personalidad y era muy atractiva. El doctor Haas estaba encantado de tenerla con él y le dedicaba atenciones especiales: almorzaban juntos casi todos los días, la llevaba a reuniones donde se discutían importantes negocios y, a veces, hasta cenaban juntos en restaurantes elegantes.

Y así pasaron cinco semanas, sin noticias de Javier y acumulando honorarios. Mercedes mantenía una fluida comunicación con Eleonora y sus abogados, y a veces hacían reuniones por video-conferencia. Quiso volver a Lituania los fines de semana, pero la idea fue rotundamente rechazada por Haas, que invocó órdenes expresas de Costa.

Después de días de mucho debate, Haas y la propia Mercedes decidieron que regresaría a Buenos Aires. Costa había sugerido que, de volver, necesitaría mantener la custodia por un tiempo. Las cosas no estaban lo suficientemente calmas todavía, y Javier seguía siendo buscado por las bandas.

Haas llamó a Beltramino a Buenos Aires y charló largo rato con su amigo sobre el problema que representaba Mercedes. Estaba tan enamorada de Javier Costa que a cada rato amenazaba con tomarse un avión a Lituania y dejarlo todo por él. También le informó que Javier aconsejaba mantener su custodia por un tiempo. Beltramino se comunicó con Mercedes para persuadirla de quedarse, pero acabó cediendo.

En cuanto aterrizó en Ezeiza, el comisario Barrios la esperaba a la salida de la manga y le facilitó su paso por Migraciones y Aduana. Tres hombres los esperaban en dos autos a la salida del aeropuerto para custodiar el viaje hasta el centro.

—Doctora —le dijo el policía cuando superaron las cabinas de peaje—, el doctor Beltramino me dijo que usted insistió en volver pese a que él no lo aconsejaba.

—Así es.

—Bueno, me veo en la necesidad de advertirle que el tema aquí no está acabado. Si bien la policía ha diezmado la organización, persisten algunos grupos que operan independientes o coordinados. Uno de sus objetivos es capturar a Carlos Rafat para vengarse de su denuncia.

—Y piensan que yo sigo siendo su abogada…

—Me temo que sí. Hemos detectado gente que la estuvo buscando.

—Bueno, yo no puedo vivir eternamente asilada en el extranjero —se justificó la abogada.

—Entiendo, doctora, pero necesito que siga el protocolo de seguridad que hemos preparado para usted. Me siento responsable.

—Gracias, comisario. Le prometo que haré todo lo posible para cuidarme.

La llamada del doctor Haas la sorprendió en su casa. Estaba en el baño terminando con su maquillaje cuando sonó su celular en la mesa de luz, donde quedaba durante la noche con el número grabado del comisario Barrios, listo para llamarlo con sólo apretar una tecla.

Corrió para atenderlo, y se golpeó un dedo contra una silla en el camino. Después de chequear la procedencia, tomó la llamada.

—¡Günther! ¡Qué alegría escucharlo! —exclamó. Sintió un escalofrío, porque estaba desnuda o por la anticipación de alguna noticia sobre Costa. No se animó a moverse para buscar una toalla porque temía perder la señal del celular, así que se envolvió en el cubrecama. El departamento estaba helado porque ya no subía las persianas y el sol, el bendito sol del que antes gozaba todas las mañanas, no calentaba más su casa.

—Perdone que me demoré en llamarla para saber cómo viajó. ¿Está usted bien?

—Sí, doctor. Un tanto paranoica y rodeada por custodios, pero estoy bien, no he tenido problemas hasta ahora.

—Me alegro. Quería contarle que hablé con Javier y me dijo que el problema está aclarándose. Me pidió que le diga que él mismo se va a encargar de sacarle esa gente de encima.

—¿Y cómo piensa hacerlo?

—No lo sé, pero yo he aprendido a confiar en él. Cuando promete algo, lo cumple.

—Pero, doctor, parece una promesa demasiado vaga… Yo vivo rodeada de alarmas y custodios. No puedo ni ir al cine o a la peluquería. Además, lo extraño. En cualquier momento me voy para allá.

—Lo sé, Mercedes, pero le sugiero que no intente cambiar nada porque sólo empeorará las cosas. Él me dijo que se encargaría y yo estoy convencido de que lo hará. Me pidió que se lo transmita.

—Ojalá yo estuviera tan segura.

—Mire, Mercedes, es un hombre que jamás me ha fallado. Algún día voy a poder contarle su vida y verá que es propia de una novela.

—Sí, sí, pero en esta novela ahora actúo yo.

—Lo sé, Mercedes.

—Esta incertidumbre es insoportable.

Desde el momento en que el comisario Barrios asumió su custodia, Mercedes se sentía un poco más tranquila. Lema ya se había reincorporado al trabajo, aunque se movía con cierta aprensión. Y se mostraba solícito y culposo por haber revelado el nombre de la abogada a sus atacantes.

En el departamento de Mercedes el equipo de Barrios colocó trabas laterales en las cortinas de madera y sensores en las puertas. La administradora del edificio tuvo que reforzar la puerta de acceso a la terraza, que nadie utilizaba, y cambiar la cerradura, cuya llave quedaría en su poder. Instalaron una cámara en el balcón, oculta entre las plantas, y otra en el palier principal.

Le enseñaron a disparar el pedido de socorro desde la lapicera y cómo esconder el sensor que permitiría ubicarla por satélite en caso de que fuera secuestrada. El lugar más apropiado era el ruedo de la pollera o la bocamanga del pantalón.

—¿Quiere llevar un arma? —le había preguntado el comisario.

—¡No, por Dios! No sabría cómo usarla.

El hombre le regaló un tubo de gas pimienta con el que podía atontar a un atacante, aunque le advirtió que no le alcanzaría para más de uno.

—Además tiene el botón antipánico. Si siente algún peligro, no deje de activarlo. Nosotros tardaremos pocos minutos en llegar a donde usted está.

—Gracias, comisario.

En su primer encuentro con Beltramino, éste le reprochó que hubiera vuelto, pero la argumentación de Mercedes era impecable.

—No tenía alternativa. Si me quedaba en Alemania cerca del refugio de Javier, no me aguantaría sin ir a visitarlo. Incluso pensé en abandonar todo y convertirme en un ama de casa.

—No la veo en ese rol, Mercedes —dijo, con sorna, el abogado.

—Es cierto que estaba más segura en Alemania, pero tampoco podía quedarme allá para siempre. En algún momento iba a tener que volver. ¿Por qué no ahora?

—Usted sabe lo que yo pienso, pero, como la conozco, sé que no puedo hacerla cambiar de posición. Sólo le quiero pedir una cosa: cuídese y cumpla con todas las instrucciones del comisario Barrios. Sé que es muy molesto, pero no queda otro remedio. Y cuente conmigo para lo que necesite.

—Gracias, doctor.

En medio de su crisis de seguridad, la doctora Lascano debía encarar la ampliación de su área jurídica. La resolución del caso Halcón había traído cantidad de clientes nuevos, lo que ponía al Estudio ante otro desafío.

A esta altura, los socios ya no ponían restricciones para contratar personal; ahora necesitaban más espacio físico, pues no alcanzaba ni con el piso que habían alquilado en el mismo edificio. Eran días de euforia, y los bonos extras para la gente animaban el espíritu de trabajo de todo el personal.

El regreso de la doctora Lascano había representado un gran alivio para los socios porque su área era la más activa. En cuanto a ella, no le alcanzaban las horas del día para cumplir con sus tareas y los fines de semana se los pasaba encerrada en su lujoso despacho, con el custodio en la sala de espera. Como no terminaba de sentirse a gusto, optó por llevar el trabajo a su casa donde tenía al encargado, el botón antipánico y el celular siempre a la mano. Siempre tenía encima el sensor de ubicación satelital.

La vigilancia, definitivamente, la incomodaba. Le impedía ejercitarse en el gimnasio, ir a correr a Palermo o a pasear en bicicleta. Canceló su visita quincenal al instituto de San Isidro hasta nuevo aviso.

Extrañaba su rutina y las cenas con Marina, que se había comprometido a visitarla en su casa. Estaba cansada de llamar a seguridad todos los días para ir del departamento al Estudio y de allí de vuelta, y de tener que ir acompañada hasta a sus reuniones de trabajo.

El famoso pendrive había vuelto con ella de Alemania y regresó a su lugar bajo la plantilla de la zapatilla, pero una mañana pensó que era más seguro tenerlo en el Estudio. Allí probó con varios escondites, pero ninguno la conformaba. Finalmente, tomó un libro poco usado de su biblioteca y, con un cortante afilado, recortó un cuadradito en las hojas para encastrarlo. Además del recuerdo, era lo único que le quedaba de Javier.

No poder hacer gimnasia era una de las cosas que más la molestaba, porque temía perder lo que había conquistado en el instituto.

Buscó en Internet una venta de aparatos y, asesorada por uno de los hombres del comisario Barrios, eligió uno que combinaba una serie de estímulos para distintos músculos. Arregló un horario para que se lo instalaran en su casa. Aunque confiaba en que sería una solución temporaria, pensó que el aparato no le venía nada mal para usarlo cuando no tuviera tiempo para otra cosa.

Por lo demás, se impuso una apretada rutina de trabajo sin espacios libres por dónde pudiera colarse la nostalgia. A medida que pasaba el tiempo, Mercedes se iba acostumbrando a la rutina. Llamó dos veces al doctor Haas, pero no había noticias de Javier.

En un departamento de la misma ciudad, que ahora era una cárcel para Mercedes, el comisario Rimoldi se reunía con Carlos Rafat. Era una reunión a solas, aunque afuera estuvieran apostados varios agentes federales y algunos campanas de Rafat, el hombre tan buscado.

—Hemos dado un golpe importante al crimen organizado gracias a la información que usted me proporcionó. Debo reconocerle que era exacta y muy completa. Pudimos dar con varias ramificaciones, pero todavía queda mucho por delante —dijo el policía.

—Me alegro, comisario. Sin embargo la persecución de mi gente no ha cesado. Yo no niego que ustedes estén actuando, pero pareciera que no logran neutralizarlos. Esto no puede seguir así. No podemos convertir la ciudad en un campo de batalla. Ya he perdido varios hombres.

—Es que cada vez que pescamos algo, se cierran las líneas. Necesitamos más información, Rafat.

—En parte es cierto, pero esa gente está involucrando a personas que no tienen nada que ver.

—Es que tratan de golpearlo a usted para dar un ejemplo de cómo terminan los buchones.

—Creo que tenemos que pensar en algo para cortar con esta hostilidad —propuso Rafat sin molestarse por el calificativo.

—¿Y qué se le ocurre?

Hablaron cerca de dos horas. El policía anotaba en un cuaderno y requería precisiones. Eran dos estrategas armando un plan de acción con un único objetivo: reducir el crimen organizado a su expresión mínima.

—Creo que en un par de días estaremos en condiciones de realizar estos nuevos procedimientos si conseguimos que el juez nos dé las órdenes de allanamiento y de detención —dijo Rimoldi, cuando creyó que había reunido toda la información que necesitaba.

—Ahora soy yo el que necesita un favor —dijo Rafat con voz pausada.

—Dígame —se ofreció el policía, dispuesto a concederle lo que fuera a cambio de la información recibida.

Y hablaron otro largo rato.

El golpe planificado resultó todo un éxito. Se habían dispuesto doce unidades, cada una con un jefe de misión que había sido informado minutos antes de comenzar el operativo. La idea era que no se filtrara la información, porque la sorpresa era fundamental para que no desapareciera la gente ni las pruebas.

El fiscal y el juez se concentraron en sus despachos, listos para disponer lo necesario cuando fueran apareciendo resultados. Una orden de allanamiento derivada de un dato obtenido en el operativo no podía demorarse. Se adelantaba la autorización por teléfono mientras se redactaba el oficio y ahí mismo se confeccionaba la comunicación que legalizaba lo actuado.

Se allanaron galpones llenos de mercadería, oficinas operativas con drogas, contenedores con cocaína oculta en el puerto, escritorios de despachantes de Aduana, agentes de Bolsa y hasta inmobiliarias. Se bloquearon una docena de cuentas bancarias y cajas de seguridad.

Los periodistas recibían información imprecisa, que no podían cotejar con nadie. Como solamente conocían el lugar de los operativos, enviaban cronistas para relatar en vivo los allanamientos del lado de afuera del vallado.

A medida que se fue conformando un cuadro de situación, la policía prometió dar una conferencia de prensa. No podían arriesgarse a que lo anunciado pusiera en riesgo el operativo en su conjunto.

Carlos Rafat recibía las noticias a través de la televisión y, más directamente, de dos personas que tenían contacto directo con él y sabían dónde estaba. Tan inmediata era la fuente, que hasta se permitió hacerle llegar al comisario Rimoldi una idea que rectificó el rumbo de una de las líneas de investigación.

En cambio, en el Estudio Beltramino, Evans, Coter & Asociados a nadie parecía importarle el operativo. Los abogados estaban ocupados con su trabajo. Pero Mercedes, Lema y el doctor Beltramino permanecían atentos a la televisión, y llamaban a Barrios para que les diera la información que no transcendía a los medios.

Había pasado una semana desde la reunión con Rimoldi y cinco días desde que se habían iniciado los operativos. Carlos Rafat seguía cada detalle desde su nuevo escondite, un pequeño departamento en la zona de Tribunales. Cambiar permanentemente de domicilio era la forma más segura de protegerse mientras estuviera en zona de peligro. Rimoldi era sin duda un tipo inteligente, pensó, armó muy bien la cosa.

No salía del departamento. Con la barba candado, los anteojos y su nuevo corte de pelo parecía otra persona, aunque nunca podía descartarse que lo reconocieran. Había vuelto a Buenos Aires por su promesa a Mercedes: le había dicho que la protegería y así iba a hacerlo.

La raíz del problema estaba en el enfrentamiento de su gente con los carteles de Colombia y Perú, que habían llegado a la Argentina en su expansión natural. Era el país ideal, porque se trataba de una plaza bastante virgen y se podía acceder a los protagonistas políticos con un poco de dinero.

Pero se toparon con la organización de Carlos Rafat. Era ideal para asimilarla, pero su cabecilla se resistía. No había otra forma de hacerlo que enfrentarlo. Recurrieron a las mejicaneadas asaltando su mercadería, los talleres o los medios de traslado y, poco a poco, se fue declarando la guerra.

La figura de Rafat era clave, y su misterio lo hacía más codiciado. Su denuncia a Rimoldi fue un golpe duro que los desequilibró: decidieron liquidarlo. Tras dos atentados, su propia gente creyó que lo mejor era que diera un paso al costado para bajar el nivel del conflicto. Y así fue como llegó a Europa y, con la ayuda del doctor Haas, retomó su identidad como Javier Costa, al que le transfería las ganancias espurias de Carlos Rafat y las blanqueaba.

Mercedes Lascano, la hermosa abogada de la que terminó enamorándose era —lo sabía— el camino para llegar a él. Por eso había regresado, para asestar otro golpe a la organización buscando debilitarla y mostrarle que no tenía sentido seguir con el enfrentamiento. Pero la sed de venganza superaba la prudencia, y la persecución se intensificaba y subían las promesas de recompensa para quien diera con él.

Mercedes se encontró con su agente de seguridad en la recepción y juntos bajaron hasta el segundo subsuelo del garaje de su oficina. Antes de salir del ascensor, cumplió con la rutina: cruzó su zapato para evitar que la puerta se cerrara y esperó a que el custodio echara un vistazo. Caminaron separados unos metros. Recién cuando Mercedes encendió el motor, el custodio subió a su lado. Así lo establecía el protocolo.

Hoy le tocaba Hugo. Era un hombre de unos treinta años, morocho y bien parecido. Lucía prolijo y limpio, y despedía una agradable fragancia. Lo que más le gustaba de él era su sonrisa respetuosa.

Cuando llegaron a la calle Levene, cumplieron con el ritual de dar una vuelta adicional a la plaza para descartar espías. Ella miraba los automóviles estacionados a la izquierda y él, los de la derecha. Bajaron la rampa y ocupó su lugar en el estacionamiento, mientras Hugo observaba la puerta levadiza. La bicicleta, colgada de un gancho en la pared, le recordó otros tiempos.

En el ascensor, Mercedes volvió a notar su perfume; le gustaba la proximidad de ese cuerpo varonil.

El hombre abrió la puerta de su departamento y encendió las luces. Después de recorrerlo, le dijo:

—Todo en orden, doctora.

—Gracias, Hugo. Me da una enorme tranquilidad que me acompañes —lo estaba tuteando por primera vez.

—Hasta mañana, que descanse —y salió cerrando la puerta, pesada por el blindaje.

Mercedes se sirvió una copa de vino tinto y encendió el televisor. Paseando por los canales, se detuvo en un noticiero para enterarse más sobre los procedimientos contra la banda de contrabandistas y traficantes de drogas. Habían detenido a cuarenta y seis personas y darían una conferencia de prensa al día siguiente.

Mercedes sabía que todo eso tenía que ver con la denuncia de Javier, pero lo confirmaría con Barrios al día siguiente. Antes de acostarse, volvió a revisar todas las aberturas de la casa.

Tenía la impresión que el peligro la estaba cercando. Cuando se acostumbraba a la rutina de seguridad, una nueva escalada le devolvía sus temores más angustiantes.

El comisario Barrios había pedido una reunión con Beltramino y ella.

—Me informan que la redada de ayer fue contra la gente que anda detrás de Rafat —dijo, feliz de darles la primicia.

—¿Está seguro? —preguntó Mercedes.

—Todo parece indicarlo.

—Entonces es una gran noticia —afirmó Beltramino, con una sonrisa.

—Creo que sí, doctor. Si los cuarenta y seis detenidos son algunos de los que buscan a Rafat, la doctora Lascano podrá vivir más tranquila. Si hay más, el golpe fue lo suficientemente bravo como para asustarlos.

—¿Y no hay gente de él entre los detenidos? —preguntó la abogada.

—Parece que no. Todos pertenecen a una banda que se hacía llamar «los del Norte». Se cree que Rafat está en el país comandando los operativos desde las sombras.

—Pensar que era nuestro cliente —dijo Beltramino, suspirando aliviado.

—El comisario Rimoldi, quien está a cargo del operativo, me habló de él con cierto respeto. Parece que es un tipo raro.

—Bueno, ¿podemos levantar las medidas de seguridad? —preguntó la abogada para cambiar de tema.

—No, doctora. No todavía. Los datos que tengo son bastante recientes, me parece prudente esperar unos días. Lo que podemos hacer es dejarla tomarse algunas libertades, para ir probando.

—¿Y eso no es arriesgado? —intercedió Beltramino.

—Un poco, pero siempre estará protegida por nuestra gente, aunque sea a la distancia. Usted, doctora, debe mantenernos informados de sus movimientos y llevar siempre el botón antipánico y el sensor de ubicación con usted.

—Mercedes, me parece lógico lo que dice el comisario. Si hicimos treinta podemos hacer treinta y uno.

—Está bien. Me siento un poco más tranquila. Muchas gracias, comisario.

Cuando el policía salió, Beltramino le dijo:

—Sería una gran cosa sacarse este peso de encima.

—Ya lo creo, pero me intriga qué hace Javier. Que haya regresado al país sabiendo que pueden matarlo. Tal vez tenga que ver con lo que me dijo Günther Haas, que él se ocuparía de resolver personalmente el tema —concluyó, como encajando las piezas.

Beltramino la observaba.

—¿Puedo hacerle una pregunta personal, sin que se moleste?

—Por supuesto, doctor. Usted siempre puede.

—¿Acaso usted no piensa que Costa volvió para protegerla a usted?

—Puede ser… —suspiró ella.

—Me imagino las dificultades que tienen ustedes. Y lamento mucho la situación pero estoy, como siempre, con usted.

—A veces pasan estas cosas. Uno espera toda la vida a alguien y, cuando finalmente aparece, resulta que no conviene o no se puede —dijo, con enorme tristeza—. Lo que me llama la atención es que se animara a venir.

En el camino de vuelta a su despacho Mercedes no podía dejar de pensar en sus nuevas libertades. Poco a poco, iba a volver a salir en bicicleta y a correr por Palermo, ir al cine, comer con Marina… Hasta podría volver a encontrarse con Javier.

—Doctora, el doctor Haas está en línea —le dijo Eleonora cuando entró en su despacho.

—¡Pásemelo! —ordenó apurando el paso.

—Mercedes, qué gusto oírla. ¿Cómo andan sus cosas?

—Bien, mucho mejor, parece que el grupo que nos persigue está siendo desbaratado por la policía aunque sigo con custodia permanente.

—Bueno, quería contarle que me llamó nuestro amigo en común y me dijo que ha avanzado mucho, que tiene casi resuelto el tema.

—¿Y qué más le dijo?

—Eh… Que le dijera que la quiere.

—¿Dónde está? ¿Por qué no me llama?

—No lo sé. No fue tan explícito. Sólo me pidió que la tranquilizara.

—Muchas gracias, doctor. ¿Existe alguna forma de contactarlo?

—Voy a tratar de transmitirle a Javier su ansiedad —terminó, dándole un tono especial a sus palabras.

Cuando terminó de trabajar pensó en salir a algún lado, a comer a un restaurante o llamar a Marina para contarle todo lo que había pasado. Quería hacer algo con su nueva libertad.

Al salir, encontró a Hugo conversando con la recepcionista.

—Buenas tardes, doctora.

—Buenas tardes, Hugo. ¿Podemos irnos?

—Claro.

A pesar de la reunión con Barrios, cumplieron con la rutina de seguridad como todos los días. En el camino hablaron poco. Mercedes pensó en invitarlo a cenar pero temió que la rechazara.

—Todo en orden, doctora —repitió Hugo después de revisar su departamento.

—¿Hugo?

—Sí, doctora —dijo, deteniéndose en vano de la puerta.

—Lo invito a tomar una copa. Esta noche tengo que festejar y no sé hacerlo sola.

—No, no puedo, tengo que volver a la base —respondió él, más serio.

Retrocedió unos metros y se despidió.

—Buenas noches, y disculpe.

Mercedes se quedó parada en el centro del living, con los brazos a los costados del cuerpo. La asfixiaba el olor a encierro, las persianas bajas y las puertas con llave. Recién empezaba a recobrar su libertad, un hombre acababa de rechazarle una copa y Javier estaba en Buenos Aires. ¡Necesitaba que la llamara!

Cediendo el miedo, su vida volvería poco a poco a la normalidad. Esa noche se dio el lujo de abrir las ventanas, aunque dejó las persianas de madera trancadas con los pasadores laterales. Estuvo tentada de salir a la terraza, pero el comisario le había dicho que todavía era arriesgado.

Se acostó para leer un libro pero no se pudo concentrar. La idea de verse libre la excitaba. Se masturbó.

Los días pasaban sin mayores novedades. La mañana del jueves, como todas las otras, Eleonora le alcanzó un café con un par de galletitas sin sal. Era su momento preferido para leer el diario.

Cadáver calcinado en Escobar, rezaba un suelto en la primera página. No le prestó atención pero, al llegar a la página dieciséis, la noticia del muerto de Escobar apareció destacada en letras catástrofe, con fotografías y recuadros. El copete decía: Sin poder identificar al occiso, la policía sospecha relación con las operaciones de desarticulación de la banda de contrabandistas.

Mercedes había leído todas las noticias referidas a la razia policial de la banda pero ésta, sin embargo, la puso en guardia. La nota daba detalles sobre el cadáver totalmente calcinado hallado dentro de un automóvil: tan quemado estaba que no era posible obtener sus huellas digitales; la única forma de identificarlo era a través de la dentadura o de un examen de ADN que tuviera con qué compararse. Trascendidos de la investigación —informaba la nota— afirmaban que se trataba de un delator en el caso de la banda desbaratada; que se trataría de un tal Carlos Rafat.

Mercedes apoyó el diario en la mesa volcando la taza de café. ¡No! ¡No era posible! ¡No podía estar pasando esto! ¡Javier muerto y calcinado! Respiró hondo tratando de asimilar el impacto, pero el llanto ganó la pulseada. Cuando logró calmarse un poco, levantó el tubo y pidió:

—Ubíqueme al comisario Barrios, por favor. Es urgente.

Se quedó petrificada esperando. El café había manchado la carpeta de la próxima reunión pero ella ni se inmutaba.

—Doctora, el comisario Barrios en línea.

—¿Cómo está, comisario? Acabo de leer la noticia de esa persona muerta en Escobar. Dicen que podría estar relacionada con el operativo del que hablamos.

—Sí, doctora. Yo me enteré ayer pero no quise llamarla porque no se sabe demasiado. Sólo se encontró un cartón manuscrito que decía: Carlos Rafat, batidor. La edad aproximada del muerto es entre cincuenta y sesenta años; no existe nadie en los registros argentinos con ese nombre.

—¿Pero cómo es posible, comisario? Los adelantos técnicos permiten reconstruir identidades.

—No en este caso, doctora. No hay nadie con ese nombre y edad en los registros de Nación y de las provincias. Van a seguir investigando, pero me temo que no lograrán nada. Lo que ustedes me contaron de su cliente… este hombre parece coincidir, ¿no?

Mercedes sintió que se descomponía.

—Si efectivamente el muerto es Carlos Rafat —continuó el policía—, no habría ninguna razón para que la sigan buscando. Muerto el perro, se acabó la rabia.

Estuvo a punto de soltar un sollozo, pero logró dominarse. Esperaba que el policía no lo hubiera advertido, era mejor que siguiera sin saber nada.

—Esa gente estaba detrás de su cliente. Si es cierto que está muerto, no hay ninguna razón para que la persigan a usted —repitió—. Está casi confirmado que fue Rafat el que posibilitó la exitosa operación que la policía hizo la semana pasada.

Todo coincidía. Pero ¡muerto! ¡Calcinado en un descampado! ¿Ese hombre con el que ella hubiera pasado toda la vida estaba muerto? Günther le había dicho que Javier estaba en el país para liberarla a ella del acoso. Sabía que aquella locura que había durado tres días los había conmovido a ambos por igual: tal vez era ésa la razón de su muerte.

Cuando colgó, la abogada solitaria lloró hasta que no le quedaron lágrimas. No le importaba nada de nada, excepto saber si Javier era o no el muerto de Escobar.

Le avisaron que la esperaban en la sala de reuniones. Como nunca se lo permitía, llegó cuarenta minutos tarde.

Terminó la reunión como pudo y subió al despacho de Beltramino. En cuanto entró, se abrazó al abogado llorando desconsolada. El director se sintió un poco incómodo: la decidida doctora Lascano sollozaba como una niña en su hombro. Sólo atinó a darle su impoluto pañuelo.

—Lo mataron, doctor. ¡Lo mataron!

—¿A quién? —preguntó el abogado, presumiendo la respuesta.

—A Javier, a Javier Costa —aclaró ella.

—¿Y cómo sabe?

—Apareció un cadáver calcinado en Escobar con un cartel que decía algo así como: Rafat batidor.

—¿Y cómo puede estar tan segura de que se trata de Javier Costa?

—Porque nosotros sabemos que Carlos Rafat y Javier Costa son la misma persona. Iban detrás de él y, en su nombre, casi lo matan a Lema y me perseguían a mí.

—Siéntese, Mercedes —él acercó una silla al sillón—. Cálmese un poco. Supongo que habrá que esperar a la identificación del cadáver.

—Es él, doctor. No tengo dudas.

—Espere, voy a llamar a Haas.

La dejó sentada en el sillón arruinando su pañuelo y se comunicó por el celular. Estaba bloqueado. Llamó a su oficina y tampoco estaba. Tenía una conferencia en Bruselas y recién estaría disponible en dos o tres horas. Le encareció a la secretaria que lo llamara en cuanto pudiera. Era urgente.

Volvió a Mercedes.

—¿Más tranquila? —ella asintió con la cabeza—. Voy a llamar al comisario Barrios a ver si sabe algo.

—Ya lo hice. Fue él quien me dijo del cartel en el descampado y el auto incendiado con el cuerpo adentro.

—Entonces no podemos hacer nada, salvo esperar.

—Creo que sí.

—Tomemos un té y hablemos un poco, Mercedes —la invitó.

Buscando calmarla, Beltramino la llevaba por las líneas del discurso. Ella le contó sobre su amor, su desesperación por haberlo perdido, de los tres días en Lituania. A medida que hablaba, sentía cómo la idea de Javier muerto se incorporaba dolorosamente a su cabeza.

Sonó el celular. Era Haas.

—¡Günther! Estamos acá con Mercedes queriendo hablar con usted. Lo pongo en altavoz para que hablemos los tres.

—Hola, ¿cómo están? —dijo el alemán en su castellano defectuoso.

—Preocupados, Günther —Beltramino tomó la iniciativa—. ¿Tiene alguna noticia de Javier?

—No, ninguna. Lo último que escuché de él fue aquella llamada en la que me pidió que tranquilizara a Mercedes. Después nada más. Creo que sigue en Buenos Aires.

—Es que tenemos una noticia preocupante: la policía encontró un cadáver calcinado con un cartel que lo señala como Carlos Rafat.

—¿Y ustedes piensan que es…?

—Eso tememos.

—Quizá se trata de otra persona. ¿No lleva nada para reconocerlo: un anillo, un reloj, algo…?

—No, nada. Ninguna cosa que lo identifique. Sólo la ropa, pero ahora también son cenizas —dijo Beltramino. Mercedes estaba devastada.

—Sería terrible. Es un hombre extraordinario ¡Cuánto lo siento! —dijo Haas, mortificado—. Esperen un momento, voy a hacer una llamada ahora mismo.

Y a los pocos segundos.

—No, su teléfono celular está bloqueado.

—Bueno, Günther. Si tiene alguna noticia por favor no deje de llamarnos.

—¡Por supuesto! Lamento tanto todo esto. Mercedes, quisiera ayudarla de alguna forma… Le mando un fuerte abrazo.

—Gracias, doctor.

La doctora Lascano volvió a su despacho. Tanto para Eleonora como para quienes se cruzaron con ella en los pasillos, resultaba obvio que algo le pasaba. Mercedes se pasó casi toda la tarde sentada frente al ventanal mirando el río. Se le mezclaban las imágenes de Lituania y las del cuerpo envuelto en plástico negro.

No podía creerlo. Cuando dejaba de llorar, volvía a la computadora para ocuparse de algo, pero fracasaba. No lograba concentrarse en nada. Todo se le confundía en la mente. Y, sí… era un final lógico para toda la locura ésta que había empezado en el mismo minuto en que Javier Costa cruzó la puerta de su despacho.

—Doctora, ¿necesita algo más? —dijo su asistente antes de irse.

—No, Eleonora. ¿No llamó el doctor Beltramino, o el doctor Haas? —preguntó en vano.

—No, doctora. ¿Seguro que no necesita nada? Puedo quedarme, si quiere.

—No, muchas gracias. Nos vemos mañana.

—Hoy es viernes, doctora.

—Tiene razón. El lunes.

Esa noche y los tres días que siguieron fueron horribles. Se ovilló en la cama y tomó ansiolíticos en cantidad peligrosa. Cada vez que se despertaba, la realidad la aplastaba. No tenía hambre. Apenas llamó dos veces a Haas para saber si había noticias. No las había. Tampoco atendió el teléfono, sólo cuando llamó el doctor Beltramino para darle ánimos.

El lunes se despertó pasado el mediodía. No tenía ganas de levantarse, pero la necesidad de ir al baño era más urgente. Una vez que se liberó, se lavó los dientes y enjuagó la boca para sacarse el gusto pastoso y metálico de las pastillas para dormir. Se sintió sucia y abrió los grifos de la bañera. Entró, aun sabiendo que el agua estaría fría porque la caliente tardaba en subir desde la caldera del sótano. Recibió el impacto agradecida, como si necesitara sufrir, como si necesitara hacer evidente lo que sentía por dentro.

Se sintió algo débil y tuvo que sentarse en el piso de la bañera. Apoyó la cabeza sobre sus rodillas y se quedó un largo rato en esa posición, esperando que el agua se llevara sus obsesiones.

Cuando salió de la ducha, se miró al espejo. Se alarmó al ver las ojeras que rodeaban los ojos. Estaba demacrada, pálida y con una mirada que ni ella misma reconocía. Parecía un espectro.

Desnuda, fue hasta el ventanal y, con violencia, levantó la cortina y abrió las puertas para dejar que la luz entrara al living. En ese momento, sonó el celular en la mesa de luz del dormitorio. Corrió a atender pensando que podía ser Haas, pero vio en la pantalla que era una llamada de la central de monitoreo de la agencia. Si no atendía, en minutos tendría a cinco hombres en su puerta.

—¿Doctora Lascano?

—Sí.

—Tenemos una alarma de apertura en su departamento.

—Sí, fui yo, no se preocupe.

—¿Me puede decir su clave?

Mercedes trató de hacer memoria pero no podía acordarse. Cada vez que cambiaban la custodia, cambiaban también la clave.

—No me acuerdo.

—Entonces tenemos que ir a verificar el domicilio. Lo siento.

—¡No, espere! Dígale al comisario Barrios que me llame. Él me conoce —pidió, tratando de evitar esas visitas.

Sonó el celular, de nuevo.

—¿Doctora? Soy el comisario Barrios.

—¿Cómo está, comisario?

—Me avisan de la central que usted pidió hablar conmigo cuando la contactaron por una alarma en los cerramientos.

—Sí, ¿acaso no habíamos quedado que podía tomarme ciertas libertades en el protocolo de seguridad? ¡Sólo abrí las ventanas!

—Es cierto, pero estábamos preocupados porque no sabemos nada de usted desde el viernes a la noche. Hoy es lunes a la tarde y me informan que tampoco fue a la oficina. Si salta la alarma, es razonable que…

—Es que tuve un resfrío fuerte y me quedé en casa estos días. A propósito, comisario, ¿tuvo alguna novedad de Rafat?

—No, lo que le dije nomás. De la autopsia no pudo obtenerse mucho, salvo que le dispararon dos veces antes de ser quemado.

—Y si ya estaba muerto, ¿para qué lo quemaron?

—Porque son unos salvajes. Y porque querían demostrar el destino que espera a los delatores. Doctora, aún no terminó el alerta. No deje de avisarnos sus movimientos para que podamos cuidarla.

—Gracias. Dentro de un rato saldré a caminar.

—Está bien. Si ve a alguien que la sigue con corbata roja, es un hombre nuestro. Recuerde que su contraseña es «dog».

—¿Qué cosa?

Dog. Perro en inglés —dijo Barrios. Y, sin quererlo, hizo que Mercedes soltara una carcajada. La primera en mucho tiempo.