Capítulo 13

Lorena no quiso quedarse a almorzar. Alegó que tenía que hacer unas diligencias antes de volverse a Córdoba. Se despidieron con todo afecto y comprometió a la abogada a viajar para su casamiento.

Mercedes volvió a sentarse en el sillón frente al ventanal y releyó otras tres veces la carta. Era obvio que los delincuentes conocían su relación con Carlos Rafat, pero no hacían el nexo con Javier Costa, o al menos no lo decía.

Pero ¿quién era el que escribió esa carta? ¿Dónde estaba? ¿A quiénes había pasado la información? ¿Cuántos más lo sabían? ¿Se podía enterar la policía? ¿Qué poder conservaban esos delincuentes?

Como a las tres y media, Beltramino la llamó en forma directa. Se dieron cita en el despacho del socio.

—¿Se acuerda de aquel asunto aduanero que nos mandó el doctor Haas?

—Sí, me dijo que era sólo una consulta y después que se desprendía del caso. ¿El caso por el que viajó a Brasil, no? —preguntó, haciendo memoria.

—Efectivamente. Me desligué del asunto porque se trataba de un tema muy complicado: el cliente es el jefe de una organización dedicada al contrabando y a la falsificación de marcas. Está amenazado por sus competidores, y dice que no se quiere unir a ellos por razones éticas. Consideré que no se trataba de un caso para mí ni para este Estudio, pese a la insistencia del doctor Haas. Pero, cuando volví del viaje a México, el doctor Lema me comentó que había recibido a unos oficiales aduaneros que estaban detrás de este cliente. Le contaron los detalles sobre una lucha territorial de contrabandistas.

—¿Qué clase de lucha?

—Imagínese; son bandas y cada una opera en distintos lugares y no interfieren una con la otra, salvo cuando se pisan las áreas de operación. Bueno, lo que le pasó al doctor Lema no fue un robo común. Unos tipos lo apalearon para que confesara dónde está Carlos Rafat, nuestro supuesto cliente.

—¡No puede ser!

—Sí, doctor.

—Me dijeron que lo habían asaltado y que se estaba recuperando. ¿No será un rumor infundado?

—No, doctor. Yo misma lo visité en el hospital; está destruido por los golpes.

—¡Qué barbaridad! ¿Y él sabe dónde está ese tal Rafat?

—No, pero Lema no aguantó la paliza y, para zafar, les dijo que era yo la que llevaba ese cliente. Estoy asustada. Temo que ahora vengan por mí.

Beltramino puso una cara que ella no le conocía, mezcla de asombro y angustia.

—Tiene que protegerse, Mercedes. Y tenemos que hablar con Haas para que nos informe —dijo el abogado.

—Ya lo hice, doctor. Esta mañana lo llamé a Alemania para contarle y me prometió hablar con ese cliente, que también es su amigo. Me parece que lo tiene escondido.

—Mercedes, usted necesita custodia. No puede arriesgarse a que le pase lo mismo que a Lema. Espere un momento.

Desde su asiento, levantó el tubo y marcó tres números.

—Necesito hablar con el comisario Barrios —pidió, y se quedó escuchando—. Dígale que me llame con urgencia. Me voy a quedar en el Estudio.

—Hay algo más, doctor —dijo Mercedes y le extendió la carta que le trajo Lorena.

Beltramino la leyó.

—¿De dónde sacó esto?

—Me la trajo una clienta que la encontró entre los papeles de un allanamiento en Córdoba. Tiene que ser reciente porque habla de la paliza a Lema.

Unos minutos después, entraba en el despacho el jefe de seguridad del Estudio. Podían contar con su discreción. Beltramino le explicó el caso y su misión: proteger a Mercedes sin comprometer al Estudio en un enfrentamiento delictivo.

—Mientras investigamos un poco, lo ideal sería que usted se tomara unas vacaciones, doctora —le sugirió el experto.

—Imposible —dijo ella.

—Entonces, trate de circular lo menos posible. Cuando tenga que hacerlo, será custodiada por nuestra gente.

—¿Qué? ¿Voy a tener a alguien al lado todo el tiempo?

—Sólo cuando esté expuesta, doctora. No aquí ni en su casa con su familia.

—Soy soltera —aclaró, avivando las fantasías del policía.

—¿Y vive sola?

—Sí.

—Entonces, si usted me permite, haremos una revisión de su casa para garantizarle seguridad. Además le daremos un botón antipánico para que lleve siempre con usted y un adminículo que nos permitirá ubicarla por satélite ante cualquier emergencia.

Más tarde, Beltramino recibió un llamado del doctor Haas. Después de los saludos de rigor, el alemán lo puso en tema.

—Lo llamo porque quisiera convencer a la doctora Lascano de que se venga para acá. Su vida está en peligro, doctor, pero ella me dice que le van a poner custodia.

—Mire, Günther, a mí todo esto me parece raro. ¿Qué tanto es el peligro?

—Justo acabo de hablar con mi amigo, el del problema aduanero —dijo, evitando dar nombres—. Él también sugiere que la abogada salga de Argentina cuanto antes. Ignoro qué datos tiene, pero yo le puedo asegurar que no es un hombre especialmente temeroso o precavido. Lo conozco hace tiempo.

—Le creo, Günther. Voy a insistir para que Mercedes viaje a Europa, donde además tenemos unos temas pendientes.

—Puede venir aquí si quiere, yo tengo varios asuntos en los que ella podría ser de enorme ayuda.

Cortaron, y sin apoyar el auricular, Beltramino marcó tres números.

—Mercedes, por favor venga enseguida.

Cuando ella entró a su oficina, se asombró una vez más de su porte de mujer. Además de bonita, tenía una actitud que se imponía con su sola presencia. Nada en ella transparentaba temor.

—¿Tuvo alguna noticia, doctor? —dijo en cuanto entró.

—Sí, me llamó el doctor Haas.

—A mí también.

—Y me dijo que su cliente le aconsejó que usted saliera lo antes posible de Buenos Aires. Y también me dijo que usted se niega porque tiene mucho trabajo.

—Es verdad. Estoy organizando la atención de la prepaga y otro cliente que…

En ese momento sonó el teléfono y Beltramino atendió:

—Que pase —dispuso, y se levantó del asiento abandonando a Mercedes en la mitad de su explicación—. ¿Qué pasa, comisario?

—Disculpe que interrumpa pero uno de mis hombres acaba de tener un incidente con dos personas que intentaban subir para entrevistarse con la doctora Lascano sin autorización. Hubo un intercambio de palabras pero no se quisieron identificar. Cuando Seguridad les dijo que no podían acceder, se fueron amenazando. Subieron a un automóvil con otros dos. La patente era falsa. Me parece que estos tipos están cerca, doctora —dijo el policía, poniéndose serio.

El doctor Beltramino se acercó y tomó la mano de Mercedes.

—Me parece que esto decide por nosotros. Usted va a salir en el primer avión que despegue a Europa. Después arreglamos dónde irá y qué haremos, pero no podemos perder tiempo. Comisario, usted se encarga de llevar a la doctora a Ezeiza, ¿sí?

—Comprendido, doctor.

—Un momento —dijo Mercedes—. Necesito un rato para arreglar lo más urgente y pasar por casa a recoger ropa. ¿Puede ser?

—Sí. Yo necesito más o menos una hora para preparar la custodia.

—Está bien. Por favor, póngase en contacto con la doctora cuando esté listo. Y, mientras tanto, ponga a alguien en la recepción.

Beltramino le pidió a su secretaria que averiguara sobre los próximos vuelos directos a Europa y se despidió con un abrazo de Mercedes. La abogada volvió a su despacho y se detuvo un momento para asimilar lo que estaba sucediendo. No había pasado un día desde que se supiera lo de Lema y ya estaba huyendo custodiada. Ella, una mujer tan independiente, se sentía como una niña en manos de Haas y Beltramino. Por primera vez en años, se estaba dejando proteger.

Cuando ambos terminaron sus tareas, el comisario Barrios y Mercedes se encontraron en la recepción. El policía iba acompañado de otro hombre, que no disimulaba su oficio. Bajaron hasta el garaje para encontrarse con cuatro más, que conversaban junto a dos autos mal estacionados. Uno de ellos se sentó al volante de una camioneta Honda. Mercedes iba en el asiento trasero.

Cuando llegaron a su departamento, la abogada subió por el ascensor de servicio con el comisario Barrios y otro hombre, que revisaron el departamento antes de dejarla entrar.

—Todo está en orden, doctora —le dijo Barrios—. Me avisó el doctor Beltramino que su vuelo sale para Barajas a las 18:15 y tenemos que salir de aquí más o menos a las tres. Nosotros la esperamos aquí —dijo el comisario quedándose en el palier—. Si necesita algo, nos avisa.

Cuando estuvo sola sintió que se le aflojaban las piernas y tomó conciencia de lo que estaba viviendo. En pocas horas había pasado de ser una abogada que brindaba por el éxito de un juicio a una mujer que huía custodiada por seis hombres.

Se sentía tentada a resistir el acuerdo con Beltramino, pero el miedo volvió a hacerla cambiar de opinión. No. Prepararía la valija, iría al aeropuerto, se tomaría ese avión a Madrid y recuperaría el equilibrio de su vida. Encontrarse con el doctor Haas sería un bálsamo para su espíritu alterado.

Una vez que tuvo listo su equipaje, miró el reloj: le quedaba un cuarto de hora para bajar. Recorrió el departamento para desenchufar los artefactos, y cerrar la llave del gas. Redactó una nota a Mima avisándole del viaje y pidiéndole que fuera una vez por semana a limpiar y regar las plantas. Por último, hizo una llamada.

—Marina, me voy a Europa —le dijo, de sopetón.

—¿Te vas adónde?

—A Europa. Voy a ver a unos clientes —la cortó—. En cuanto vuelva te llamo y nos encontramos, ¿ok?

—De acuerdo. Feliz viaje —dijo Marina, con tono burlón.

—Gracias. Un beso.

Mientras hablaba por teléfono, recordó el pendrive oculto bajo la plantilla de su zapatilla. Como iba a ver al doctor Haas, pensó que el viaje era el momento perfecto para devolverlo. Además, tampoco podía dejarlo allí. Alguien podía encontrarlo.

Nadie, salvo Beltramino y Mercedes, quería perderse la reunión para festejar el éxito en el caso Halcón. Abogados y empleados se mostraban pletóricos de entusiasmo. Porque, además de haber ganado, sentían que habían luchado contra un enemigo deleznable: la codicia de los capitales extranjeros.

La organizadora de la fiesta había reservado un sector para los socios del Estudio y los directivos de Halcón, para guardar una distancia razonable entre su sobriedad y la alegría a veces no controlada de los más jóvenes.

Dos disc-jockeys pasaban música ambiental, y los invitados conversaban copa en mano. De vez en cuando, cortaban con un bocadito. A las ocho, la cocina empezó a despachar los sándwiches calientes y las cazuelas de pollo con arroz.

A la hora de los postres, Massa se sintió obligado a decir unas palabras para liberar a aquellos que consideraban cumplida su concurrencia al festejo.

Estimados amigos de la Empresa Halcón y colaboradores del Estudio:

Les agradezco que se hayan molestado hasta aquí en este momento tan glorioso para festejar la sentencia favorable en el asunto Brighton contra Halcón, después de siete años de duro pleito judicial.

Ha sido un gran esfuerzo en el que colaboró mucha gente, con la cual he tenido el honor de trabajar. Se hizo justicia.

Propongo este brindis para festejar este nuevo éxito del Estudio y de un cliente amigo, la Empresa Halcón.

Un aplauso cerrado coronó sus palabras, la señal que esperaban los que querían partir. Quedaban los dispuestos a disfrutar de la noche. La música subió el volumen, las luces disminuyeron y la barra renovó los tragos.

Mercedes no le tenía miedo a los aviones, pero nadie disfrutaba de un vuelo movido. Cuando llegó a Barajas, tomó un taxi y fue al hotel de siempre, donde su secretaria le había reservado una habitación. En cuanto el botones salió con su propina, llamó a Beltramino y al doctor Haas para avisarles de su llegada. Se quedaría en la ciudad algunos días para entrevistarse con un cliente y con la gente del Estudio corresponsal. Después iría a Munich a encontrarse con Günther y decidir qué hacer hasta que pudiera volver a Buenos Aires.

Estaba agotada. Entre la salida a las apuradas, la noche en vela por las turbulencias y la diferencia horaria se sentía como en una nebulosa. Durmió profundamente seis horas y, cuando despertó, ya estaba casi oscuro. Era diciembre y el frío se hacía sentir. Por suerte había llevado el tapado que se puso para salir a dar una vuelta.

En una de las peatonales encontró un bar casi vacío. Se decidió por una tortilla de papas y una cerveza. Mientras comía, su mente repasó los sucesos con más calma. El viaje a Río, la historia con ese hombre misterioso, la paliza a Lema, el peligro inminente y la huida. Sólo Javier Costa podía devolverle algo de orden a su vida. Pero ¿cómo?

Aquellos días en Madrid fueron intensos. La doctora Lascano trabajó en el Estudio del corresponsal español ultimando los detalles de un contrato con inversores que estaban montando una infraestructura de negocios farmacéuticos en la Argentina. En comunicación permanente con Buenos Aires desde su computadora, trabajaba también con Eleonora y los abogados de su equipo. Nadie, salvo el doctor Beltramino y su secretaria, sabían en qué lugar del mundo se encontraba.

Cuando terminó su tarea en Madrid, reservó un pasaje para Munich y llamó al doctor Haas para avisarle que viajaba. Tenía en mente dos objetivos: ver en qué ocuparse mientras durara su exilio y ubicar a Javier Costa para dar por concluida la locura que la había puesto a ella en medio de una guerra de mafias.

Esa semana, el doctor Magliano no volvió a la ciudad como hacía habitualmente; se quedó en su casa del country con su esposa. Oficialmente estaba de licencia por enfermedad, lo que lo había eximido de votar en el asunto Brighton c/Halcón. Sin él, la sentencia fue unánime: los votos de los dos camaristas y, el tercero, ausente.

Como Magliano no había querido votar con la mayoría, acusó un problema intestinal severo. Un médico de la obra social certificó la dolencia sin siquiera revisarlo. Le ofrecieron esa solución y él la tomó sin dudarlo: le parecía menos grave para su conciencia que adherirse a la mayoría sin fundamentos. Y el resultado era el mismo: sentencia a favor de Halcón por unanimidad.

Aunque realmente se sentía enfermo. Enfermo por haber cedido. Votar a conciencia, sin embargo, habría sido como condenar a su propio hijo por aquel escándalo con la empleada. Hubiera significado el fin de su matrimonio y su carrera.

Desde que había sido padre, se había sacrificado en muchas cosas por él. Pero éste fue el sacrificio más difícil. En pocos días, Juan José obtendría su designación como juez de primera instancia en Zapala y partiría al sur con su mujer y sus hijos.

En cuanto a él, estaba decidido a presentar su renuncia por motivos de salud y a acogerse a la jubilación que tenía por derecho. Creía que todo su futuro como juez se vería afectado por la cobardía que había demostrado en el caso Brighton c/Halcón. Tal vez algún día, ya retirado, escribiera un libro sobre el caso.

En la sala de recepción del aeropuerto, Mercedes se encontró al sonriente doctor Haas. Tuvo que pelear con el abogado para que la dejara arrastrar su propia valija.

—Bueno, acá me tiene, doctor —le dijo, mientras caminaban.

—Me alegra mucho. Realmente era un peligro quedarse, y yo me sentía responsable por haberle presentado a Javier Costa.

—Ahora tiene que tratar de encontrarlo para saber cómo se termina este asunto —le pidió Mercedes, con una sonrisa.

—No es tan difícil. Él está cerca, en un retiro obligado.

—¿Dónde está?

—Un poco más al norte —contestó el abogado, hermético.

Atravesaron un largo corredor con deslizadores mecánicos para acelerar la marcha. Günther la condujo hacia una nueva puerta de embarque.

—¿Qué estamos haciendo acá, Günther? —preguntó.

—Le tengo una sorpresa. Desde aquí sale un avión para Vilnius. Vilnius es la capital de Lituania. Allí la esperan para llevarla a Inturke, donde podrá encontrarse con Javier Costa.

Mercedes no daba crédito a lo que acababa de escuchar. Quería hablar, pero no le salían las palabras. No sabía cómo reaccionar. Le parecía un tremendo atrevimiento de su parte haber organizado este encuentro sin siquiera consultarla, pero por otro lado la ilusionaba volver a ver a Javier, aunque más no fuera para que le diera explicaciones y la sacara del problema. Haas mantenía su sonrisa bonachona:

—¿Acaso usted no quería encontrarse con él para que le diera sus respuestas?

—Sí, pero…

—Bueno, me pareció buena idea que se encontraran en su escondite, y que de paso usted conociera Lituania. Es un hermoso país. Si le parece, claro. Yo me tomé la libertad de reservarle un pasaje de vuelta para dentro de tres días, confiando en que ese tiempo será suficiente para aclarar lo que quedó sin aclarar. Después vemos cómo se acomoda para trabajar desde aquí.

Se sentaron en un bar instalado de la isla central a tomar un café.

—No estoy segura, Günther. No me parece que tenga que verlo; alcanza con que hablemos por teléfono —dijo, engañándose.

—Piénselo. Es apenas un paseo de tres días.

—Bueno, sí, podría ser…

—Costa está viviendo en una casa que yo uso en el verano. Vytas, el encargado, va ir a buscarla al aeropuerto. La espero de vuelta en tres días. Aquí tiene los tickets.

—¿Se pueden cambiar?

—No. Creo que es el tiempo que necesita para que le aclare su situación y sepa a qué atenerse, pero no más. Yo tengo que viajar a China y quiero dejarla instalada antes de irme.

—Yo decía por si tengo que adelantar el regreso.

—Tampoco. No tiene sentido. Disfrute del viaje y vuelva relajada para trabajar.

—A veces usted me desconcierta —le dijo Mercedes, entre ansiosa y esperanzada.

El vuelo de Air Baltic hacía escala en Riga antes de llegar a Vilnius. Dos tramos de una hora y pico y una espera corta en el aeropuerto eran todo lo que la separaban de Costa.

Estaba cansada. Cansada y nerviosa. Por fin lo vería nuevamente y esta vez no estaba dispuesta a dejar las cosas en el aire. Quería saber para qué la necesitaba y cómo saldría del embrollo en que la había metido con sus negocios sucios. Además, descubriría, como le dijo Marina, si estaba enamorada de ese hombre del que tan poco sabía y que era un peligro andante. Trató de representárselo, pero no se lo acordaba del todo, salvo algunos gestos y sus cicatrices. Cuando lo quería enfocar, se le diluía la imagen.

El avión no subía demasiado porque las distancias eran cortas. Desde la ventanilla se veía una llanura blanca con algunos manchones de bosques o pueblos. En el aeropuerto, un hombre con un cartelito que decía «Mercedez» sonrió cuando ella se acercaba. Vytas hablaba poco y ella así lo prefería. Apenas le informó que tardarían dos horas en llegar.

Se acomodó en su asiento. Le dolía el estómago. La camioneta avanzaba por un camino que se identificaba como la ruta A14, pero después se desvió para tomar otro más estrecho y sinuoso. Se sentía tranquila porque el hombre manejaba con seguridad. No había tránsito, pero no podía evitar derrapar en algún manchón de hielo. Al fin, de la nada, apareció una población perdida que parecía salida de una postal de turismo.

Is it here? —preguntó Mercedes.

Yes, madam.

Creía que estaba ahí para obtener las respuestas del caso, pero por dentro se sentía como una colegiala en su primera salida. Una vez que cruzaron el pueblo por su calle principal, el camino bordeó un lago. Pocos metros más adelante se divisó un chalet.

Y entonces lo vio. En la ventana de la planta alta se recortaba la figura de Javier Costa, que sonreía con las manos en los bolsillos del pantalón.

El auto se detuvo en la explanada frente a la puerta cerrada de un garaje. Mercedes se bajó; hacía mucho frío y su aliento soltaba pequeñas nubes de vapor. Volvió a mirar hacia arriba pero él ya no estaba. Un poco dubitativa, encaró hacia la escalera de piedra que culminaba en la puerta principal de la casa.

Antes de alcanzar el último peldaño, Javier le abrió la puerta:

—Hola —dijo ella sin mucho sentido.

Él no contestó. Mirándola fijamente a los ojos, levantó una de sus manos y le acarició el rostro con la punta de los dedos. Y se fundieron en un abrazo. Sin soltarla, Javier retrocedió y cerró la puerta con el pie. Buscó su boca.

Después de un rato de besarse, la tomó de la mano y la llevó hasta el piso de arriba. En el dormitorio, las cortinas bordadas estaban entreabiertas y dejaban ver la inmensidad del lago. Un fuego crepitaba en la estufa enorme del costado. Abrazados, miraron la estampa de los árboles desnudos y los pinos aún con nieve y el cielo límpido que empezaba a oscurecerse. Se besaron una vez más.

Javier la acariciaba y la desvestía sin torpezas. Y ella lo dejaba hacer. Temía no estar limpia porque había pasado horas de viaje, con escalas y emociones.

—Sos tan linda… —suspiró el hombre, mientras él mismo se desvestía.

—Por favor —le rogó Mercedes, extendiéndole los brazos.

Él se metió en la cama para seguir con las caricias y los besos. Ella lo miraba profundamente a los ojos.

Cuando sintió que él se introducía dentro de ella, Mercedes se acordó de lo feliz que uno podía llegar a ser, y tuvo que cerrar los ojos.

Mercedes y Javier disfrutaron de cada instante de su encuentro, empeñándose en demorarse lo más posible para prolongar el placer. Terminaron con segundos de diferencia, lo que le permitió a ella disfrutar de lo suyo y de lo de él.

Tal era el éxtasis, que ninguno encontraba las palabras. Dejaron que las manos recorrieran los cuerpos. Cuando se miraron, los ojos de Mercedes estaban llenos de lágrimas, que Javier bebió de sus mejillas.

En el cuarto no había relojes, pero hacía rato que había oscurecido y la claridad de la luna entraba por el resquicio de las cortinas. Después de mucho tiempo de ternuras, Javier se levantó para ir al baño. Mercedes se arropó en la cama, pletórica. No se había imaginado que las cosas tomarían este giro. En el baño estaba aquel hombre que encontró de la forma más insólita, el hombre que le había complicado la vida.

Javier salió desnudo del cuarto. Cuando se acostó, Mercedes apoyada en un codo, se dedicó a presionar con el índice cada una de sus cicatrices.

—¿Me vas a contar cómo te hiciste esto? —le preguntó en voz baja.

—En otro momento —contestó él.

—No, ahora. No quiero postergar una más de tus respuestas —insistió ella.

—Son esquirlas de una granada.

—¿Una granada? ¿En uno de los atentados?

—No, en Malvinas.

—¿Malvinas? ¿La Guerra de Malvinas?

—Sí. Fui oficial del ejército. Me hirieron en la resistencia el día antes de la rendición.

—Ay, Javier, no dejás de sorprenderme. Cada vez que me encuentro con vos tenés una historia nueva de peligro.

Mercedes lo besó sintiendo que lo protegía de su pasado.

Separándose, le dijo:

—Necesito bañarme. Estoy así desde que salí de Madrid.

—Adelante, aunque me parece que mejora el sabor —dijo Javier, con una sonrisa pícara—. ¿Qué te gustaría comer? —preguntó, cambiando de tema.

—Lo que te parezca.

—¿Aquí o en el comedor?

—¡Aquí! —reclamó ella, y lo besó rápido en la boca antes de saltar de la cama.

Javier la miró de atrás: glúteos redondos y firmes sin celulitis ni flaccidez, cintura bien torneada con caderas estrechas y una espalda con omóplatos marcados. Ella se sintió mirada y se dio vuelta. Sonriente se tapó los glúteos con las manos y entró en el baño.

Se bañó disfrutando del agua caliente imaginando el frío exterior a través del ventanal empañado. Ninguna sensación tan placentera como renovar la piel para el amor. Tomó una de las batas y se la puso sin ropa interior.

Cuando volvió al cuarto, la mesa frente a la ventana estaba servida. Dos velas hacían juego con los leños encendidos de la estufa. Los platos estaban ubicados uno frente al otro. Javier descorchó una botella de champagne que se conservaba en un balde de hielo. Levantó su copa para brindar.

—Por vos, Mercedes.

—No sabés las veces que soñé con esto. Y lo peor era que lo creía imposible.

—Yo, en cambio, estuve seguro desde el primer momento que terminaríamos amándonos.

—Y no me diste ninguna señal… —se quejó Mercedes.

—No, porque te necesitaba. Además, era peligroso.

—¿Qué? ¿Acaso ahora no lo es?

—Estamos más lejos —dijo Javier—. De todas formas no debemos descuidarnos. Los golpeé fuerte. ¿Viste las noticias de las razias?

La mucama trajo la comida en dos platos cubiertos por una campana metálica que conservaba el calor: pescado con verduras decoradas con esmero.

—Mercedes, ella es Milda.

La abogada le sonrió y ella hizo una especie de reverencia y dijo algo en lituano. Era preciosa: alta, estilizada, con una piel muy blanca, rasgos delicados y ojos azul líquido. Saludó con sumisión, pero Mercedes creyó notar algo en su mirada. ¿Estaría incluida en los servicios de la casa? No le importó averiguarlo ni dejó que los celos la perturbaran.

Después comieron carne —ciervo, acotó él— y unos postres muy calóricos. Mantenían un diálogo rápido y divertido mientras jugaban con las yemas de los dedos percibiendo la corriente que los recorría.

Cuando terminaron, otra vez se dedicaron a amarse, a sus ritos, a sus palabras, a los gemidos. Todo era tan perfecto que Mercedes temió perderlo.

Por la mañana, salieron a caminar. Ella iba arropada con una campera de Javier que le quedaba enorme, pero allí hacía demasiado frío para su tapado.

Llegaron hasta el pueblo y entraron en un bar caluroso atestado de personas. Era evidente que Costa era popular en el lugar, porque todos lo saludaron. Parecían contentos de verlo acompañado. Ella lo observaba preguntándose cuánto tiempo duraría esa reunión. Tiempo no era lo que les sobraba.

Mientras caminaban tomados de la mano por la orilla del lago, Javier atendió su celular.

—Quieren hablar con vos —le dijo.

—¿Conmigo? —preguntó extrañada—. ¿Quién habla?

—¿Cómo está, Mercedes? —dijo la inconfundible voz del doctor Haas.

—¡Ah! Günther. Debí imaginarme que era usted. Günther, no sabe lo feliz que soy. Le agradezco mucho que me propusiera este viaje.

—Gracias, Mercedes. Entonces soy yo el que está feliz. Y no se preocupe por nada. Cuando vuelva hablaremos de trabajo.

Su mirada se detuvo en unos patos que nadaban plácidos en el lago dejando una leve estela en el agua. Entonces se acordó de su realidad de mujer amenazada, pero el abrazo de Javier desde atrás la sacó en un instante de sus tribulaciones.

Los tres días pasaron volando. Vytas iba a llevarla a la mañana siguiente al aeropuerto de Vilnius para tomar un avión que despegaba a las once hacia Munich.

Esa noche Javier y Mercedes no durmieron. Ella se resistía a hablar de su situación de perseguida porque temía romper el hechizo. Pero era necesario, indispensable.

—Javier, ¿qué va a ser de nuestras vidas?

—No lo sé… Dios dirá.

—Pero vos no podés vivir aquí el resto de tu vida ni yo en Alemania. Quiero volver a la normalidad. ¿Vas a venir conmigo?

—No, es absolutamente imposible. Pero vos sí vas a poder volver dentro de un tiempo. ¿Tenés seguridad allá?

—Sí. Los mismos tipos que me sacaron. Son muy eficientes.

—Es importante que te protejan hasta que todo se acabe. No falta mucho. Yo tengo que esperar a que se olviden de mí.

—¿Y cuánto tiempo es eso? —preguntó Mercedes, ansiosa.

—Nadie lo sabe.

—¿Y cuándo nos vamos a volver a ver?

—No sé qué decirte…

Mercedes no quería irse. Le dijo que estaba dispuesta a abandonar todo para quedarse con él.

—Yo también estoy al borde de hacer algo loco, pero debemos ser racionales. Podríamos desaparecer del mundo y escondernos donde nadie nos encuentre, pero ¿cuánto duraría? —razonó Costa.

—No me importa. Hay algo ahora, y esto es suficiente para mí. Estoy harta de estar pensando siempre en el futuro, cumpliendo como abogada con los socios y con los clientes. Y de vivir sola.

—Decís todo esto ahora porque pasamos tres días increíbles, pero cuando comience a ser costumbre, volverás a extrañar tu oficina, tu gente, tus clientes y hasta el estrés.

—No lo creo —se aferró Mercedes.

—Creelo. Yo tuve más golpes que vos y aprendí que nada es eterno, ni siquiera las lealtades. Y no quiero que esto me pase justamente con vos.

La llamada de Vytas puso fin a la conversación.