La doctora Lascano tenía una reunión con el directorio de una empresa radicada en Pilar, cincuenta kilómetros al norte de Buenos Aires. Su factura incluía los gastos de traslado y hasta el tiempo que tardaba en llegar y en volver. Una cifra importante.
De vuelta en el Estudio, advirtió que algo raro ocurría. Todos los rostros ostentaban una sonrisa resplandeciente. Cuando llegó a su despacho, saludó a Eleonora al entrar.
—¿Cómo estuvo la reunión, doctora? —le preguntó su asistente, solícita.
—Bien. ¿Qué pasa allá afuera que parece que todos están fumados?
—¿No se enteró?
—No.
—¡Ganamos el asunto Halcón! Salió la sentencia a nuestro favor.
—¡Qué bien! —dijo Mercedes, sumándose a la algarabía de su secretaria.
—Están brindando en la sala de socios. La llamaron para que los acompañe.
—No, estoy cansada y una copa a esta hora no me caería bien. Si llaman de nuevo, dígales que aún no llegué.
—Está bien, doctora —aceptó la secretaria, sin entender del todo. Pero ella era así.
—Cuénteme las novedades, por favor —le pidió Mercedes.
Eleonora le alcanzó la lista de llamadas y algunos sobres y papeles sueltos. Estuvieron hablando cerca de quince minutos hasta que repasaron todos los temas.
—¡Ah! Por favor, dígale al doctor Lema que venga a verme.
—Bueno, ésa es la mala noticia del día. Al doctor Lema lo asaltaron anoche y está internado.
—¿Cómo?
—No sé mucho, pero parece que intentaron robarle y, como se resistió, lo golpearon. Está internado con una fractura en el brazo.
—¿Y dónde está? —preguntó Mercedes ansiosa.
—No lo sé, doctora. Si quiere, lo averiguo.
—Sí, por favor.
No podía ser más que otro episodio de inseguridad, pero Mercedes estaba inquieta. ¡Justamente Lema!
Siguiendo un impulso, se levantó de su sillón y se encaminó al salón de socios: no le vendría mal un trago. Además, si no iba, quedaría horrible.
En la sala imperaba un ambiente de fiesta. La mesa de reuniones estaba sembrada de botellas de champagne, vino y gaseosas, platos con canapés, sándwiches de miga y saladitos. Un par de mozos circulaba por el salón con bocados calientes y pequeñas empanadas.
Mercedes se detuvo en la puerta unos instantes. Además de los socios, había algunos jefes de departamento y los abogados que tenían a su cargo el asunto Halcón.
—¡Doctora Lascano! —exclamó Massa, abandonando su grupo y avanzando hacia ella. En el camino tomó una copa con champagne de la mesa y se la ofreció—. ¡Salud! ¡Por nuestro éxito!
Mercedes sólo atinó a chocar su copa sin encontrar las palabras para contestar el saludo. Notó que el doctor Massa estaba algo ebrio y que ocupaba el centro de la escena como un artista premiado.
—Finalmente salió —dijo Mercedes, forzándose a decir algo.
—Costó trabajo, pero triunfó la Justicia. Es por eso que me gusta esta profesión —dijo Massa, algo trabado.
Mercedes estaba al tanto de la presión ejercida sobre los jueces y desconocía si había sido justa o no.
—¿Una buena sentencia? —preguntó, para mantener la conversación.
—Cerca de ochenta fojas —le contestó Massa, como si la cantidad de páginas escritas dijera algo de su justicia.
—¿Hubo disidencias?
—No, fue unánime.
—¿La Brighton irá a la Corte?
—No, no creo. Esto carece de importancia para ellos y no tienen otras inversiones en el país. Su Estudio ha dejado trascender que no quieren seguir adelante. Parece que hay algún problema de honorarios y no creo que contraten a otro para presentar un recurso a la Corte.
En ese momento, se acercaron otros dos abogados para seguir brindando. Pero ¿cuál habría sido el resultado si el expediente hubiera seguido su curso de estudio y resolución por camaristas sin presión?
—¡Qué barbaridad lo de Lema! No se puede vivir en Buenos Aires con esta inseguridad —dijo uno de los abogados que se acababa de acercar.
Mercedes preguntó, como si ignorara el hecho:
—¿Qué le pasó al doctor Lema?
—Lo asaltaron anoche, le robaron el auto y todo lo que tenía.
—¿Y a él no le pasó nada?
—Le dieron una paliza y le quebraron la clavícula y un brazo. Lo dejaron abandonado por Ciudadela.
—¿Pero está bien? —insistió Mercedes.
—Está internado en el Hospital Alemán. Uno de mis abogados, que estuvo con él, me dijo que está muy golpeado y que le están haciendo radiografías y tomografías para descartar problemas internos.
—¡Pobre! —dijo Mercedes—. ¿Pero fue un hecho policial común?
—Parece que sí. Le cruzaron el auto y se lo llevaron. Nos puede suceder a cualquiera de nosotros.
El doctor Beltramino se acercó a su grupo.
—Cuidado con este champagne, que está delicioso —dijo, sonriente, y todos brindaron una vez más.
Beltramino la tomó de un brazo y la apartó del círculo. Ninguno se molestó, porque era natural que el socio principal usara los momentos de reunión para tratar algún asunto en particular. Sin embargo, uno de los abogados pensó sucio sobre ellos.
—Y, al final, acá estamos festejando —comenzó, irónico, Beltramino.
—Bueno, nosotros aprobamos el plan del doctor Massa. Pese a todo, hubiera sido peor una sentencia contraria.
—Es cierto. Autorizamos una estrategia contraria a la ética y gastamos una millonada en llevarla a cabo. Si además perdíamos, nos sentiríamos pésimo.
—¿Sabe algo del doctor Lema, doctor?
—No. Me acabo de enterar que lo asaltaron y que está internado.
—¿Pero no se sabe si fue una tentativa de rapto o un robo al boleo o qué cosa? —indagó la abogada.
—No, no se sabe nada. El abogado que estuvo con él informó que casi no puede hablar porque lo tienen dopado por los dolores.
—Voy a ir a verlo. Es un buen muchacho —anunció Mercedes.
—Ponga a su disposición lo que necesite y después me informa.
En cuanto pudo, Mercedes se escabulló de la reunión. Le parecía que, si se quedaba allí tomando champagne y comiendo exquisiteces, de alguna forma estaba convalidando las malas artes con las que habían influido en el fallo. La sentencia implicaba beneficios directos para todos los integrantes del Estudio, que cobrarían importantes bonos en la próxima distribución de utilidades. La firma ganaría en prestigio, lo que atraería nuevos clientes, como siempre sucede con el éxito.
Mercedes dedicó toda la tarde a trabajar en distintos casos. Interrumpió su concentración una llamada importante: Lorena Zamora, la maestra falsamente acusada de abusar del hijo del ingeniero Sáenz.
—Necesito hablar personalmente con usted, y con cierta urgencia —le dijo por la línea—. ¿Cuándo podemos vernos?
—¿Qué te parece a fin de la semana? —dijo Mercedes.
—¿Me podría decir cuándo, así viajo a Buenos Aires?
—¿Qué es lo que te apura tanto? —preguntó la abogada, intrigada.
—Es un tema que no puedo hablar por teléfono pero que la compromete a usted.
—¿A mí? ¿En Córdoba? —Mercedes estaba atónita.
—Sí, y es delicado —contestó la maestra, sin aspaviento.
—No entiendo.
—Confíe en mí, doctora. Usted se portó muy bien conmigo y quiero devolverle el favor, pero no puedo decirle más por teléfono.
—Me estás asustando, Lorena.
—No pretendo hacerlo, doctora, pero cuanto antes hablemos será mejor.
Al caer la tarde, decidió que iría de una vez al hospital para enterarse concretamente de qué había pasado con Lema. Al llegar, se anunció en la guardia del sector. La enfermera le dijo que tenía que pedir la conformidad del paciente para dejarla pasar fuera del horario de visitas a terapia intermedia. Volvió a los dos minutos.
—El paciente pide verla, doctora —le dijo.
La enfermera la condujo por un pasillo excesivamente iluminado y se detuvo en una puerta, como invitándola a entrar. El impacto que le causó ver a Lema detuvo a Mercedes a los pies de la cama. En realidad, ni siquiera podía asegurar que se tratara de él, el atildado abogado que trabajaba en el Estudio.
El hombre estaba levemente incorporado y tenía el rostro cubierto en gasas, un brazo enyesado desde el hombro hasta la mitad de la mano y una pierna colgante que exhibía una herida espantosa.
—¿Qué le pasó, Lema, por Dios? —le dijo.
—Casi me matan, doctora.
—Bueno, tranquilícese, éste es un excelente hospital. Su esposa está afuera y me acaba de decir que posiblemente hoy lo pasen a una habitación donde estará más cómodo.
—No me asaltaron, doctora. Querían información de Carlos Rafat.
—¡¿Cómo?!
—Pensaron que yo sabía dónde se escondía y me golpearon hasta cansarse. Entonces tuve que decirles…
—¿Decirles qué cosa? —preguntó Mercedes, asustada.
Al hombre le costaba expresarse. Mercedes le tomó la mano para tratar de ayudarlo; lo veía muy mal.
—Les dije cómo había llegado a nosotros el tema y… —tras un largo e incómodo silencio— que usted era la socia a cargo del caso.
—¡Ay! —atinó a decir Mercedes, que sintió un súbito rencor, del que se arrepintió enseguida. Al pobre lo habían torturado con saña… ¿Cuántos podrían resistir semejante brutalidad?
Se produjo un largo silencio. Lema podría haber mentido para no involucrarla, nombrando un Estudio extranjero o alguna persona que odiara. Igual, ya era tarde. Volvió a mirarlo; de su único ojo destapado caían gruesos lagrimones.
—No se preocupe, Lema.
—Doctora, por favor, cuídese —le contestó él, apretándole la mano.
Cuando bajó, le sobrevino el temor de que le hicieran a ella algo parecido. Sólo atinó a sentarse en una de las sillas plásticas del hall de entrada. La imagen de Javier Costa sonriente y pleno caminando por la playa le fastidió. Desde que había vuelto del viaje había decidido apartarlo de sus pensamientos, pero era inútil: Javier Costa, o Carlos Rafat, no la dejaban en paz.
Estuvo sentada unos veinte minutos en el salón de ingreso al hospital por temor a salir, aunque estaba a escasas siete cuadras de su casa. Necesitaba pensar bien qué iba a hacer, porque ahora era ella el objetivo de los torturadores de Lema. Se angustió pensando que había estado en Pilar y que había ido al hospital en taxi cuando corría peligro, y que la habrían podido interceptar muy fácilmente. Se le ocurrió desaparecer de la ciudad, denunciar la situación a la policía, contratar un guardaespaldas. Pero primero tenía que salir del hospital y llegar a un lugar seguro.
Al cabo de un buen rato, un taxi se detuvo en el acceso reservado a los pacientes sin movilidad. El conductor, un hombre joven, ayudó a bajar a una anciana. Mercedes se levantó urgida de su silla simulando una renguera.
—Señor, ¿me podría llevar? Tengo un problema en la pierna.
—Por supuesto, siempre que no sea muy lejos. Tengo que volver por mi cliente —admitió el chofer.
—No, es aquí cerca.
—De acuerdo. Suba.
—No puedo doblar la pierna, ¿podría ir adelante? —le pidió.
—Sí, señora. Espere que le corro el asiento.
El hombre le cerró la puerta. Mercedes bajó el parasol y trabó el seguro sin dejar de mirar para todos lados. Lo hizo circular por distintas calles —que bien conocía— por si alguien la seguía. Al llegar a su edificio de la calle Levene, se demoró al pagar el viaje mientras se aseguraba que no había nadie en los alrededores ni ningún automóvil sospechoso con gente estacionado en la cuadra. El taxista se asombró cuando su pasajera salió corriendo hasta la puerta de entrada, que el encargado mantenía abierta. Cuando la vio subir los escalones de la entrada pensó que, por renga que estuviera, tenía un excelente culo y unas buenas piernas.
Cuando llegó a su departamento, comprobó que la puerta estuviera cerrada con llave antes de abrirla. Era blindada, y su robustez la hacía sentir protegida. Encendió las luces e inspeccionó el departamento, hasta revisó la bañera detrás de la cortina, los roperos, las cerraduras de las puertas que daban a la terraza y debajo de la cama.
Recién cuando se convenció de que estaba sola, trabó la puerta con todas las cerraduras y bajó las persianas del balcón. Se despojó del saco y se sentó en uno de los sillones. Necesitaba calmarse.
El escenario la angustiaba. Cuando llegaba al Estudio el caso de un cliente potencialmente peligroso —por sus actividades o antecedentes—, se tomaban los recaudos necesarios. Pero Javier Costa, o Carlos Rafat, había sido presentado por un corresponsal de los tantos que tenían en el mundo, un respetado abogado alemán que trabajaba con ellos desde hacía décadas. Y el asunto no era inicialmente más que un expediente aduanero sobre una infracción que ni siquiera podía considerarse grave.
Si pudiera explicarle eso a sus perseguidores, todo quedaría aclarado, pero no sabía quiénes eran ni qué pretendían. El único que podía orientarla era el mismo Javier, pero había perdido todo contacto.
Se sentía una estúpida por haber permitido que ese hombre entrara en su cabeza sin siquiera pedir permiso. Estaba acorralada: el doctor Haas por un lado, los matones por otro, Lema torturado y Javier Costa, su adorado Javier Costa, el causante de todo ese problema, en Brasil.
No veía otra salida más que acudir a Günther Haas. Miró su reloj: eran las diez y cuarto de la noche, las tres y cuarto de la madrugada en Europa. No podía llamarlo a esa hora.
El timbre de su celular la hizo saltar del sillón. Aunque no reconoció el número, atendió lo mismo.
—¿Doctora Lascano? Soy Lorena.
—Ah, ¿qué tal Lorena? Estoy medio complicada en este momento. En cuanto me desocupe un poco te llamo —se excusó, no pudiendo imaginar un peor momento para hablar con ella.
—Doctora, es importante que hablemos. Usted necesita enterarse.
—¿De qué? —preguntó, tratando de sacársela de encima.
—De algo suyo.
—¿Mío? ¿Qué es? —volvió a preguntar.
—No puedo decírselo por teléfono.
—Está bien. Entonces vení cuando quieras —accedió, finalmente.
—Voy mañana en un vuelo de las 9:40. Llego a las once a Aeroparque. ¿Dónde podemos encontrarnos?
—No lo sé. Me llamás cuando llegues, ¿ok?
Se tomó el ansiolítico que reservaba para momentos especiales y se acostó en la cama. Igual durmió vestida, por si tenía que salir corriendo del departamento en cualquier momento. Mantuvo las luces de la casa y del balcón encendidas y hasta dejó marcado en el teléfono el número de emergencias.
El tiempo no pasaba… Mercedes miraba el reloj cada cuarto de hora imaginando situaciones y buscando soluciones. Tenía que encontrar la forma de sentirse más segura. Y, encima de todo, le molestaba la llamada de Lorena Zapata y su urgencia.
Cuando se despertó, a las siete de la mañana, saltó de la cama alarmada, y todos los problemas le cayeron encima otra vez. Se calentó un café en el microondas y abrió las persianas, aunque mantuvo cerradas las ventanas y los pasadores trabados. A través del vidrio vio las nubes rosadas vagar sobre el río. Se quedó quieta aferrándose a la taza. Ya era una hora razonable para llamar a Alemania.
La secretaria de Haas la reconoció de inmediato, pero le dijo que el abogado estaba en reunión y había pedido expresamente que no lo molestaran.
—Por favor, dígale que se trata de un problema urgente y personal. En todo caso, que me indique a qué hora y a dónde puedo llamarlo —le pidió en inglés. Su alemán era bastante precario.
Esperó unos minutos:
—Un momento, doctora. La va a atender ahora.
Mercedes no sabía cómo encarar la conversación. Miró a lo lejos: la claridad se iba haciendo más notoria, delineaba el contorno de los edificios y las torres de la usina de electricidad de la costanera.
—Mi querida Mercedes —dijo con voz entusiasta en su castellano duro—. ¿Qué le está pasando? Allá debe ser de madrugada.
—Doctor Haas, siento molestarlo, pero necesito hablar con usted.
—No se preocupe. Me viene bien distraerme un poco de estas discusiones de dinero e inversiones de sociedades cruzadas. Dígame.
—¿Usted se acuerda que le conté que alguien estaba tratando de averiguar el paradero de Javier a través del abogado que hizo las averiguaciones en la Aduana?
—Sí, un doctor Lemon.
—Lema —lo corrigió—. Bueno, ayer sufrió un ataque de parte de unos vándalos que buscan a Rafat. El hombre no soportó la tortura y tuvo que confesar que yo era el contacto.
Se hizo un silencio en la línea. Mercedes retomó su informe.
—Me temo que vengan por mí, doctor. No sé qué hacer —dijo, al borde del llanto.
—Cálmese, Mercedes, por favor. Lamento haberla metido en semejante situación pero no se me ocurre qué puedo hacer desde aquí.
—Yo tampoco lo sé exactamente, pero usted el único que puede saber dónde está Javier Costa.
—La última vez que hablamos me dijo que el conflicto con sus competidores se había agravado.
—El ataque a este muchacho no es casual. Debe formar parte de esa guerra de la que él me habló en Río y que usted también conoce. Lo están buscando y recurren a nosotros, sus abogados, como si supiéramos de la vida de nuestros clientes.
—Lo único que se me ocurre es hablar con él y que nos aconseje. Él conoce el ambiente.
—No sé si serviría de algo —acotó Mercedes.
—Yo tampoco, pero no se me ocurre otra cosa, Mercedes. No, espere, se me ocurre una idea. ¿No quiere venir a quedarse un tiempo con nosotros?
—No, no puedo. Tengo muchas cosas pendientes. De todas maneras, muchas gracias.
—¡Usted tiene que salir de ahí, Mercedes! No se puede quedar amenazada. Piénselo, por favor —dijo Haas bajando el tono, temeroso de haberse excedido al presentar el peligro—. No nos vendría mal una abogada para asesorarnos en las inversiones que se están presentando para América latina.
—Gracias, doctor. Lo tendré en cuenta si las cosas se complican.
—Hoy mismo se puede tomar un avión y poner miles de millas de distancia. Aquí nadie la va a encontrar. De todas maneras, ahora mismo llamaré a mi amigo Javier. Así tendremos un panorama más concreto.
—Está bien. Muchas gracias, doctor.
—Por favor, Mercedes, ¡cuídese! Contrate seguridad y salga de Buenos Aires lo antes posible. No se arriesgue. Yo la espero con mucho gusto.
—De nuevo, muchas gracias, Günther. Cuando tenga alguna novedad llámeme, por favor.
Cuando cortó la comunicación, Mercedes se quedó contemplando su ciudad, la ciudad que ahora se le volvía tan peligrosa. Pensó en la idea de irse a Europa por un tiempo… Dentro de su país, no se le ocurría cómo ni dónde esconderse. El consejo de Haas de contratar seguridad tampoco era una mala ocurrencia, pero le resultaba incómodo estar siempre acompañada. Si recurría a la policía, iba a tener que dar una serie de explicaciones que no convencerían a nadie y, además, quedaría oficialmente relacionada con la lucha de bandas. No, ni pensarlo.
Debía hablar con el doctor Beltramino. Era el único en quien podía confiar. Decidió que, hasta ordenar su cabeza, debía procurar moverse en lugares poblados y no repetir rutinas.
Salió para el Estudio directamente desde la cochera. No se animaba a tomar un taxi, como lo hacía todos los días en la esquina. Subió la rampa a una velocidad regular y saltó a la calle de manera algo imprudente. Un asustado conductor la reprendió con un bocinazo.
Meterse en la marea de automóviles que iba al centro la tranquilizó.
Javier Costa volvía de su excursión de pesca en el lago Inturke, en el interior de Lituania, cuando le vibró el celular.
—Querido Günther, ¿cómo está? —dijo, iniciando el diálogo en inglés.
—Javier, me acaba de llamar Mercedes, la abogada de Buenos Aires, para contarme que golpearon a un abogado de su Estudio buscando pistas para dar con su paradero.
—Son unos animales.
—El problema es que el hombre dijo que Mercedes está a cargo de su caso y ahora ella teme que le pase lo mismo.
—Voy a ver qué puedo hacer para pararlos, pero desde acá es difícil. Mejor me voy a Buenos Aires —dijo, decidido.
—Ni se le ocurra, Javier. Lo agarran y lo matan. Nunca le van a perdonar haber entregado esa información.
—Pero algo hay que hacer por la abogada…
—Yo estoy tratando de que la manden a Europa para asesorarnos en unas inversiones. Ya se lo comenté incluso a ella.
—Me parece buena idea. Nunca me perdonaría que algo le pasara. Usted sabe cuánto me gusta, Günther.
Cuando cortaron, el doctor Haas se quedó pensando cómo hacer para que viajara cuanto antes. A su vuelta de Brasil, Javier Costa le había confesado que había encontrado irresistible a la doctora Lascano, pero que era consciente de que este sentimiento no era más que una fantasía: con tantos problemas en el medio, lo suyo estaba destinado al fracaso.
Antes de levantar el teléfono para llamar a Beltramino, a Haas se le ocurrió una idea que le dibujó una sonrisa en el rostro.
Dos de los abogados del equipo del doctor Massa llegaron temprano a la oficina. La noche anterior, su jefe les había encargado la misión de organizar una fiesta para celebrar la sentencia del caso Halcón. Sería esa misma noche, para toda la gente del Estudio y de la empresa.
Como apenas tenían horas por delante, aunque el presupuesto era ilimitado, decidieron recurrir a servicios especializados. Calcularon doscientas cincuenta personas: los socios, abogados jefes y los ejecutivos de Halcón tendrían lugares especiales; se invitaría a todo el personal, aunque sin sus familias, para no agrandarlo demasiado.
La noche antes, los abogados habían llamado a amigos recientemente casados, y a otros que a menudo hacían eventos, para dar con referencias de organizadores. Encontraron una mujer que estaba dispuesta a hacerlo, pero como estaba en una fiesta cuando la llamaron, quedaron en comunicarse la mañana siguiente.
A la hora señalada, conversaron largamente sobre sus necesidades y concretaron algunos detalles de comida y bebidas. El precio por persona había aumentado bastante debido a la urgencia, pero no tenían problema en pagarlo. Juntos, decidieron hacerlo en un restaurante del microcentro que atendía sólo al mediodía. Tenía un salón enorme y el equipamiento necesario para el evento. Además, quedaba cerca del edificio de la Empresa Halcón y del Estudio.
En eso estaban los jóvenes abogados de Massa cuando Mercedes entró al garaje y estacionó el automóvil en la cochera que tenía asignada en el segundo subsuelo. Eran las nueve menos cuarto y aún no llegaban los ejecutivos. El lugar se veía algo solitario y lúgubre.
La abogada no se animaba a bajarse. Mantenía el motor en marcha y la palanca puesta en reversa por si alguien se acercaba. Decidió dar vuelta el automóvil y ponerlo de culata contra la pared. La maniobra le llevó menos de un minuto, y ahora al menos iluminaba el estacionamiento.
Al rato llegó uno de los socios, que estacionó dos espacios a su derecha. Cuando él se bajó apresurado, ella hizo lo mismo. Tomaron juntos el ascensor.
Ya en su despacho, Mercedes experimentó una rara sensación de transitoriedad. Ése era su lugar y, aunque sabía que allí estaba segura, también sabía que no era el lugar para protegerse.
Trató de concentrarse en el trabajo hasta que llegara el doctor Beltramino, a cuya asistente le pidió que se lo comunicara enseguida. Sonó su celular.
—Doctora, soy Lorena Zamora, acabo de llegar. Estoy en Aeroparque, ¿qué hago?
—Venite para el Estudio —dijo, porque ella no pensaba abandonar el edificio. La insistencia de esta chica, a quien había creído que no volvería a ver, la molestaba.
Cuando entró en su despacho, media hora después, Mercedes la estudió atentamente. Estaba más rellena, ahora era una muchacha con busto y ostentaba una figura apreciable. La cara redondeada y un peinado a la moda.
—Lorena, ¡qué bien se te ve! Me encanta… —dijo, levantándose para saludarla con un beso y sentarla en el mismo sillón en el que se había sentado la última vez.
—Estoy muy bien, por suerte. Conseguí un trabajo en Córdoba cerca de la facultad y no lejos del pueblo donde aún viven mis padres. Conocí a un muchacho ingeniero y estoy de novia, muy feliz.
—Excelente. ¿Y qué era ese tema tan urgente? Estoy muy intrigada.
—Bueno, mi trabajo nuevo es en la delegación del Servicio de Informaciones del Estado. Un sueldo digno, aunque un trabajo un poco especial. Hace algún tiempo estamos investigando una red del crimen organizado que se dedica al contrabando, la falsificación y la piratería de los derechos intelectuales.
Mercedes sintió el impacto en el cuerpo. Lorena continuó:
—El asunto lo está manejando un comisario de la Federal, que parece tener una información muy precisa, pero todo se ramifica. La cuestión es que hubo un procedimiento y yo fui comisionada para recoger y procesar la documentación que se encontró en el lugar, con el fin de identificar otros implicados y más mercadería. En los allanamientos se secuestraron drogas y armas. También algunas cuentas de banco y documentos de identidad falsos. —Se detuvo un momento y, después de mirarla, continuó—: Ayer hubo otro operativo y fui con ellos. Entre la documentación que le secuestraron al detenido, encontré este papel —concluyó, y sacó de su cartera un papel doblado en cuatro. Se lo entregó.
Mercedes se estiró. Estaba escrito en líneas torcidas y con una caligrafía primitiva. No llevaba fecha ni estaba dirigido a nadie y, menos que menos, firmado.
Un amigo de la Aduana me dijo que hay un juicio contra Carlos Rafat y que fue a verlo un abogado de un Estudio importante.
El boga no quiso dar información y tuvimos que convencerlo. Al fin nos dijo que el cliente era su jefa, una abogada que se llama Mercedes Lascano, y que el punto que buscamos se lo habían mandado de una oficina de Alemania. Mi amigo también me dijo que no fueron más a ver el expediente. A lo mejor esa mina sepa dónde está Carlitos.
Lorena notó cómo a Mercedes le temblaban las manos. Al fin levantó la vista y dijo:
—A vos te lo puedo decir. Lo que dice este papel es cierto. El tal Carlos Rafat es un cliente que tenía un problema con la Aduana, pero con quien perdimos todo tipo de contacto. ¿Cómo se enteraron?
—Ahí lo dice: por un amigo de la Aduana —señaló Lorena.
—¿Y por qué lo están buscando?
—Porque hay rumores de que fue ese hombre el que delató a la organización. Buscan venganza. Parece que es un personaje.
—¿Y por qué denunció a sus cómplices?
—En realidad no eran sus cómplices, sino una banda rival que comete toda clase de delitos: armas, drogas, gente, asaltos, contrabando, falsificación. Ignoro la causa de la denuncia pero estoy segura de que, sin esa información que tiene la Federal, nunca habríamos podido descubrirlos. Me parece que tiene que tomar los recaudos necesarios, doctora. La tienen identificada y esta gente no se anda con chiquitas.