El sábado por la mañana era un buen momento para hacer el balance de la marcha. Massa prefería no ir hasta el centro, por lo que acordó encontrarse con Gavilán en una confitería del bajo de San Isidro.
Por azar, los hombres estacionaron sus autos uno al lado del otro y se sentaron a una mesa del jardín, a reparo del viento. Pidieron unos tragos. Gavilán encendió un cigarrillo.
—¿Y? ¿Qué noticias me trae?
—Pocas, doctor. El martes hay sesión en la Cámara para tratar el proyecto de declaración del diputado Berardi, que quedó en suspenso el otro día. Parece que no será más que un trámite, porque ya fue aprobado en comisión y todos los partidos quieren sumarse a la causa. Y en Senadores va a pasar lo mismo en cuanto haya quorum; ahora es complicado porque es época de elecciones provinciales.
—¿Y qué pasó con la gente del sindicato? —inquirió Massa.
—Están evaluando los resultados de la manifestación, promoviendo a los que llevaron más gente y cuestionando a los que no se esforzaron suficiente.
—¿Y la chiquita muerta?
Callaron unos instantes mientras el mozo servía sus vasos altos y los platitos con aceitunas, maníes, quesos y rodajas de salame. Gavilán contestó:
—No era gente del sindicato; era un grupo de una villa de Lomas de Zamora que se plegó por unos pesos. Las mujeres con chicos reciben doble ración y un cincuenta por ciento más de dinero. Siempre impacta ver señoras humildes con hijos en las manifestaciones y más cuando se movilizan para proteger una fuente de trabajo.
—Pero, bueno, ¿le dieron alguna asistencia a la familia?
—No lo sé —afirmó Gavilán, como si le fuera totalmente ajeno.
—Gavilán, creo que es mejor que nos vayamos despegando. No quiero que nos relacionen con este desastre. Su gente…
—Mi gente actuó conforme a lo contratado, doctor. Provocaron un disturbio que llenó los noticieros y los diarios de ayer. Es lo que necesitábamos. Para eso me contrató.
—Es cierto, pero…
—Si hubiera sido como cualquier otra manifestación, nadie se acordaría. Ese mismo día hubo otra marcha en Plaza de Mayo, y ¿quién habla hoy de los aborígenes que se juntaron? Nadie. Sí, es lamentable lo que sucedió con esa nena pero, sin esos disturbios, no habríamos logrado el mismo ruido.
—No puedo decir que estoy satisfecho.
—Ni yo tampoco, doctor. Pero esos pesados son capaces de cualquier cosa. Viven del robo y del quilombo.
—¿Ya nos desvinculamos de ellos, verdad?
—Sí, claro. Ya les pagué y no los vamos a ver más, salvo que volvamos a necesitarlos. Lo último que les pedí es que lleven una bandera con una leyenda a favor nuestro a la cancha el domingo.
—¿No lo podemos suprimir?
—¿Por qué, doctor? Es importante. Va a salir en todos los canales y los noticieros. Mantiene vivo el reclamo y es popular. ¿No es acaso lo que usted quería?
—Sí, pero no quiero tener nada más con ellos.
—De acuerdo, doctor. No se preocupe. Es lo último que esos muchachos harán por nosotros.
—Gavilán, ¿tiene alguna otra cosa entre manos? —preguntó, temeroso, Massa.
—Estoy gestionando con la gente del sindicato otro escrache a los camaristas.
—Ya lo hicieron y realmente no sé si suma —dijo el abogado, previendo más desgracias—. Me temo que pueda resultar contraproducente.
Entre los dos, se terminaron la picada y los tragos. Massa sentía el alma pesada: era mucho lo que se había rebajado para ganar un pleito.
—Doctor, necesito hablar un tema con usted —dijo Gavilán.
—Dígame.
—Usted se imaginará que, con todo lo que pasó en la plaza, hemos incurrido en algunos gastos extra.
—Gavilán, ya le dije la última vez que mi cliente no está dispuesto a pagar un solo peso más.
—Sí, doctor, pero…
—Ya le hemos entregado muchísimo dinero. Estamos muy por encima del presupuesto original. Creía que había quedado claro.
—Es que así no podemos seguir trabajando.
—Lo siento, el dinero no es mío.
—Pero aún están pendientes dos cuotas.
—Sí, y se le van a pagar si se cumplen los dos últimos objetivos: que el Congreso se expida sobre el tema y que el fallo salga a nuestro favor. Y eso será todo —aseguró el abogado, dando ímpetu a sus palabras.
—Creo que es el momento justo para una buena empapelada —insistió Gavilán para entusiasmarlo.
—Con lo que ya se pagó creo que le sobra para empapelar todos los edificios de Buenos Aires.
—Así es muy difícil hacer un buen trabajo, doctor. Necesito fogonear a los medios, y eso sólo se logra con plata.
—Y usted la tiene, Gavilán. La empresa no quiere poner un centavo más.
—No me gustan los clientes que no me apoyan hasta el final. Nos hemos jugado todo en esta campaña. Si ustedes nos abandonan encontraremos la forma de que todo el mundo se entere quién estuvo atrás de todo esto —lo amenazó, con descaro.
—Me tiene harto, Gavilán. No voy a soportar más sus aprietes —dijo el abogado, levantándose de la mesa y subiéndose a su auto sin saludar. Cuando arrancó, hizo chirriar las gomas.
El sábado trabajó en la oficina, sin apuro y con método. A medida que tachaba temas de la lista y avanzaba hacia los de mayor complejidad, pensó en lo diferente que era trabajar sin ser interrumpida a cada rato. Podía leer los antecedentes, ponerse en el caso, consultar los libros, Internet o bajar a la biblioteca.
El celular sonó varias veces pero no lo contestó. Miró el display: dos llamadas de Horacio, una de Marina y otras dos de amigos. Todos tendrían algún programa y querrían invitarla, pero ella no estaba dispuesta a otra cosa que no fuera trabajar. En algún momento estuvo tentada de responderle a Horacio. Estaba necesitando un poco de sexo, pero no con él. No podía volver a empezar y amargarse después de cada encuentro. Necesitaba algo nuevo.
Trabajó intensamente y, a las nueve de la noche, bajó al garaje y se fue directamente a su casa. Guardó el auto y alquiló una película liviana en la cinemateca de la misma cuadra. Se preparó una cena modesta con lo que encontró en la heladera y se dispuso a lavar su cerebro con el cine. Pero acabó apagando el televisor antes de que terminara y tomándose una pastilla para dormir profundo.
Al día siguiente, y como el clima continuaba bueno, se vistió con ropa deportiva y bajó al garaje para verificar si las gomas de la bicicleta estaban en condiciones. El inflador que guardaba en el baúl de su automóvil la salvó una vez más. Pedaleó con energía hasta Olivos disfrutando del día limpio y tibio de primavera, y se volvió en tren hasta Retiro. Llegó a su departamento pasado el mediodía. Se bañó, comió las sobras de la noche y durmió una breve siesta que la renovó.
La tarde en el Estudio fue muy fructífera. Eliminó la columna del Do y repasó las del Lu, Ma y Mi, ajustando prioridades y agregando algunos llamados.
Con la tarea cumplida y la noche en ciernes, la invadió otra vez la soledad. No podía evitar la depresión que le causaban las últimas horas de los domingos. Sin embargo, la perspectiva del viaje le daba cierto ánimo. El pensamiento la transportó al Brasil, a aquel hombre que tanto la inquietaba. Al recordar el diálogo con Marina sobre las heridas que ocultaría su pantalón de baño, sonrió.
El martes Mercedes llegó temprano a la oficina con la idea de cumplir prolijamente el cronograma. Eleonora le hizo las llamadas enlistadas y se reunió con los abogados pertinentes a cada tema.
Estaba por salir a almorzar cuando sonó el teléfono. El display le indicaba que era una llamada interna.
—¿Doctora Lascano? —Mercedes identificó la voz de Lema, el abogado del sector de asuntos penales.
—Sí, doctor. ¿Cómo está usted?
—Bien. Tenemos que hablar de un tema.
—Adelante —lo invitó Mercedes.
—Pero personalmente. ¿Puede ser ahora?
—Sí, suba —aceptó, postergando su almuerzo.
A los pocos minutos, Lema golpeaba a su puerta.
—Siéntese, por favor.
—Gracias, doctora. Quería contarle que me citaron del Departamento de Policía Aduanera. Les dije que estaba muy ocupado, pero los inspectores se ofrecieron a venir hasta aquí.
—¿Qué es lo que quieren?
—Hablar sobre Carlos Rafat.
—¿Y por qué tanta insistencia?
—No lo sé. Es el que comparece en el acta y contra quien inician el sumario. Parece que está enfrentado con otra gente del mismo negocio. Pero hay una pregunta que quiero hacerle.
—Adelante.
—A usted la vino a ver un tal Javier Costa y es a quien estuve llamando siempre. ¿Usted sabe qué relación hay entre Carlos Rafat y Javier Costa? —le espetó el abogado.
—En realidad no. Cuando estuvo acá se lo pregunté, pero me dijo que era un amigo que no podía venir. Ahora no nos interesa demasiado y, de todas formas, es secreto profesional. Así que, a la gente de la Aduana, nada, ni aunque se lo pregunten expresamente —resumió Mercedes.
—De acuerdo.
—Trate de sondearlos para ver qué es lo que están investigando —lo instruyó la abogada de puro curiosa.
En la capital de San Juan tenía lugar la convención provincial del partido. Entre otras cosas, se designarían los candidatos para las elecciones legislativas y se definiría un posicionamiento frente a las autoridades nacionales.
El senador Crespo y el diputado Berardi eran dos figuras relevantes en el partido. En mangas de camisa, recorrían el salón saludándose con los obsecuentes de turno. Los hombres allí reunidos eran los dueños políticos de la provincia de San Juan y estaban hacía años en el poder. Todo valía a la hora de perpetuarse en sus cargos.
La convención arrancó con dos horas de atraso. Se cantó el himno nacional, la marcha del partido y se escucharon las palabras huecas del gobernador, que de vez en cuando se interrumpían con aplausos y explosiones de alegría. Después, se trataron uno a uno los temas de la orden del día: balance de fondos partidarios, elección de la nueva Comisión Directiva y declaración de apoyo a las industrias Halcón. Como era de prever, todo fue aprobado por unanimidad.
Berardi y Caselli estaban en la primera fila, aunque en asientos separados. Durante la asamblea, no habían intercambiado más que pequeños comentarios. Cuando todo hubo concluido, se apartaron al patio para conversar.
—¿Cómo anda, Berardi?
—Bien, doctor. Conforme con esta asamblea. Pero ahora tenemos que asegurarnos que se publicite la declaración.
—Por supuesto. Ya se dispuso el dinero para publicar las solicitadas en cuatro diarios locales y los de Buenos Aires. También se publicará en Córdoba, Mendoza y Rosario. Sale una fortuna, pero vale la pena —concluyó el senador.
—Yo viajo en el primer avión de mañana para estar presente en la votación de la declaración —anunció el diputado—. Lo bueno es que ya tenemos quorum porque en esa misma sesión va a tratarse un proyecto de Presidencia sobre la asignación de canales de radio para lo que han convocado a todo el bloque. El proyecto de declaración está en segundo lugar en el orden del día.
—Excelente, muchacho. Muy buen trabajo.
—Gracias. Voy a tratar de tomar contacto con las otras bancadas para asegurarme su apoyo, aunque no creo que en este tema nadie se anime a votar en contra.
—No, claro, sería un suicidio. Me dijeron que todo el lío es por la sentencia de una Cámara de Apelaciones, ¿es cierto?
—Sí. El problema es que esa Cámara está integrada por dos viejos carcamanes que podrían votar en contra. Ahí sólo tenemos uno de los nuestros.
—Bueno, sería importante hacerles llegar de alguna forma la inquietud del partido sobre este tema y la posibilidad de una denuncia ante el Consejo de la Magistratura.
—Ya tenemos gente trabajando en eso —dijo, rápido, el diputado Berardi.
Mercedes estaba algo preocupada por la posible visita de la policía aduanera al Estudio. Y molesta. Es que, por lo visto, no alcanzaba con romper la relación laboral que Haas le había derivado. No había forma de desprenderse de Javier Costa.
Durante la tarde del martes revisó la performance de su equipo.
Desde que estaba a cargo, llevaba —en un programa especialmente diseñado— un seguimiento de todos los asuntos de su sección, que revisaba obsesivamente una vez por semana o cada diez días. Todo lo pertinente a cada asunto era información que debía cargar cada responsable y que se actualizaba directamente en un archivo. Era la única forma de tener ochocientos veinticuatro casos activos a la vez.
El control era estricto. Cada letrado era responsable directo de su tarea; la información ingresada pasaba por las revisiones de la jefa que, a veces, dejaba alguna indicación o nota que les advertía que el trabajo estaba siendo supervisado.
Cerca de las seis, llamó Lema para informarle de su reunión con la Policía Aduanera.
—Estuve como dos horas con esta gente —dijo Lema en cuanto se sentó.
—¿Y qué querían?
—Información sobre el paradero de Carlos Rafat.
—¿Le dijo lo que hablamos? —preguntó Mercedes, inquieta.
—Estrictamente, ni una palabra más.
—¿Y entonces por qué se quedaron dos horas?
—Porque dieron mil vueltas para ver si obtenían algo más. Querían saber quién nos presentó, qué socio tiene o tuvo la cuenta a cargo y qué vamos a hacer de ahora en más. Diez veces les dije lo que usted y yo acordamos y diez veces tuve que alegar secreto profesional. En un momento de distensión me contaron que hace mucho que lo están investigando por contrabando. Dicen que hay una lucha de bandas que se disputan el territorio y quieren estar prevenidos.
Mercedes se acordó de lo que Costa le había contado en Brasil. Coincidían las versiones.
—¿Bandas? ¿Nuestro cliente es un mafioso?
—No lo sé, pero lo que está claro es que los de la Aduana creen que este personaje puede ayudarlos en su lucha contra grupos más poderosos. Imagínese que en este tipo de tramas delictivas, la policía suele trabajar con infiltrados.
—¿Y dónde aparece Rafat en todo esto? —preguntó Mercedes.
—Lo tienen catalogado como uno de los grandes operadores del contrabando de artículos de marca y de la piratería de música, cine y software, pero no lo consideran peligroso aunque lo combaten y atrapan sus embarques cuando pueden. Pero parece que detrás de las denuncias hay una lucha de poder entre contrabandistas, que es más peligrosa.
—Por eso desapareció… —concluyó ella, como si se estuviera enterando.
—Sí, claro, y la policía está convencida de que la persona de Rafat es clave para entrar en esta trama.
—Bueno ¿y en qué quedaron?
—En nada. Me parece que me creyeron, aunque me advirtieron que tuviera cuidado porque mi nombre y el del Estudio están circulando en el ambiente.
Cuando llegó a la noche a su casa, Mercedes dejó el auto en el garaje y subió por el ascensor de servicio. No había llevado nada de la oficina porque al día siguiente pensaba estar temprano.
Ni bien entró pidió por teléfono un bife con ensalada a un restaurante cercano. Después de bañarse, se quedó mirando tele mientras comía. Se acordó de Rodolfo Marrugat, de cuando entraban apurados para robarle tiempo a su mujer. Tenían poco tiempo, pero nunca habían cedido a la urgencia.
A Rodolfo le gustaba dedicarle largo rato al juego previo, que siempre era variado y amoroso. Nunca se sabía hasta dónde llegaría ni qué la induciría a hacer. Y sólo daba el paso siguiente cuando ella lo estaba deseando con ansiedad evidente. La delicadeza era su forma de copular. Trataba de hacerse etéreo sobre ella, y se movía con tal destreza que ambos quedaban a la vez unidos y libres para acariciarse. Recorría todas las formas amatorias imaginables y siempre se detenía cuando el final era inminente, para alargarlo, para explotar sus sensibilidades de forma absolutamente animal. El sonoro conjunto de gritos, gemidos y exhalaciones revelaba el placer creciente, hasta que finalmente caían extenuados.
El recuerdo la había excitado y entristecido. Nada de eso había tenido con Javier, apenas el relato de una vida de peligro y el miedo de quedar enredada.
Cuando llegó a la oficina, Massa tenía un llamado del doctor Beltramino para que fuera a su despacho. Teóricamente, todos los socios detentaban el mismo rango, aunque el más antiguo poseyera una proporción accionaria mayor y fuera el líder indiscutido del grupo.
—¿Cómo está, doctor? —dijo Massa, mostrando respeto.
—Muy bien, gracias —le contestó, estrechándole la mano. Le ofreció café, pero Massa no quiso.
—Doctor, quería hablar con usted sobre el tema de Brighton c/ Halcón.
—Lo escucho.
—Yo le dije que no quería enterarme de nada hasta que saliera la sentencia, pero me preocupa todo lo que está pasando. La manifestación desenfrenada, la muerte de la niña y la declaración de la Cámara de Diputados parecen haber alterado la vida de esta ciudad. ¿Qué sabe usted de todo eso?
—Bueno, buscamos instalar el conflicto en la comunidad para que los jueces tuvieran en claro la importancia de lo que están juzgando. Estoy seguro de que se inclinarán a favor nuestro —informó, sin ninguna convicción.
Beltramino admiró el descaro con el que justificaba el apriete.
—Hemos conseguido que el periodismo se interese y que la gente se involucre. También hicimos lobby en el Congreso y ayudamos a organizar la manifestación del sindicato —informó Massa, aliviado de poder compartir su accionar con alguien del Estudio.
—Usted sabe que yo no apruebo esos métodos —lo cortó—, pero usted dice que no quedaba otro remedio… Resulta que ahora, además, tenemos heridos y hasta una pequeña muerta.
—Bueno, doctor. Esas cosas quedan completamente fuera de nuestro alcance. Los abogados decimos que son las consecuencias mediatas de una acción.
—¿Y hay alguna noticia de cuándo saldrá el fallo? Ya se debe haber vencido el plazo.
—Es inminente, doctor. Me dijeron que los jueces están enfrentados y que la presión está dando sus resultados. Aunque nadie sabe a ciencia cierta cómo van a votar porque hicieron un pacto de silencio y ni los secretarios están al tanto.
—Le confieso que es un tema que me tiene preocupado —se sinceró Beltramino—, no sólo por lo que acarrearía para nosotros un fallo en contra sino también porque me temo que, con esta campaña, nos metimos en un berenjenal que ya se ha cobrado sus víctimas. Y todo por una necesidad reñida con la ética.
—Doctor, una vez que se dicte el fallo, quedaremos automáticamente fuera de todo. Y nadie nunca podrá relacionarnos con todo lo que pasó.
—Está bien pero quiero que Halcón se comprometa a educar a los hermanos de la niña muerta.
—Doctor, ¡no es para tanto! No tenemos nada que ver con eso. Es como si volcara un automóvil en la ruta y nosotros quedáramos pegados porque somos abogados de la empresa que lo construyó.
—Pero si nuestro Estudio hizo algo para permitir que el auto tuviera defectos de la fábrica, yo me sentiría igual.
Massa hizo silencio. No podía ni imaginar lo que sucedería si Beltramino se enterara que habían pagado para que Gavilán contratara a los matones que iniciaron los tumultos.
Desde su cubículo inicial en el mismo edificio del Palacio de Tribunales, con una mesa destartalada rodeada de pilas de expedientes, a la oficina que ocupaba ahora, amplia, revestida en madera oscura, con muebles pesados y antiguos, habían pasado más de treinta años.
Cuando obtuvo su titulo de abogado, empezó una carrera de esfuerzos para destacarse y ascender. Como no tenía padrinos en «la familia judicial», otros con muchos menos méritos que él ganaban los cargos. Hasta que un compañero de escuela primaria llegó a senador, y lo propuso como juez. Le dieron una chapa blanca para el auto —que no se animaba a usar por el rechazo de la gente— y los beneficios de un mes y medio de vacaciones, seguro médico, jubilación anticipada y la exención del impuesto a las ganancias. Él consideraba que muchas de estas prebendas eran injustas, pero nada podía hacer para cambiarlo. Su ascenso a camarista llegó naturalmente como resultado de sus méritos académicos como profesor titular en la Facultad de Derecho.
El juez Magliano acostumbraba quedarse hasta última hora de la tarde en su despacho, salvo los días que daba clases. Allí escribía sus artículos y un libro que nunca sentía que estaba listo para publicarse. Pero el grueso de su trabajo era dictar sentencias en casos de apelación en expedientes. Los años le habían enseñado a concentrarse en lo más importante del fárrago de hojas, porque eran causas que podían ocupar más de un metro cúbico de espacio en documentos.
El expediente Brighton c/Halcón ocupaba el espacio libre que quedaba entre dos sillones, después de desplazar a la mesa ratona. A ellos les tocaba ahora resolver si esos documentos, pericias, escritos y resoluciones habían ayudado a resolver el conflicto y si la decisión del juez era la correcta. Desde su escritorio miró la pila de papeles. Sentía que lo amenazaban.
En su ordenador tenía archivados los considerandos confeccionados por los secretarios del Tribunal: el relato neutral de los hechos. El problema empezaba cuando él, en su voto, evaluaba los hechos demostrados en esas hojas inclinándose por los argumentos de una u otra parte. Era un voto en una sentencia apelada a la Cámara, que él integraba junto con otros dos jueces, y podía dictarse por unanimidad o por mayoría de dos.
El expediente era tan complicado y tenía tanta exposición que los tres camaristas celaban sus votos hasta el momento de reunirse para dictar sentencia. El voto del juez Magliano iba en el pendrive, que no sacaba de su bolsillo salvo para completarlo o mejorarlo, aunque nunca lo archivaba en el disco rígido.
Apagó la computadora, la luz de la araña colgante y cerró la puerta de roble con una cerradura que cualquier aprendiz abriría en segundos. Salió al pasillo ancho. El silencio, a esa hora, era total. Caminó hasta el ascensor, escoltado a ambos lados por las puertas oscuras cerradas de los otros despachos. Pensó que estaba harto de esa rutina pero, en realidad, era su vida.
En las quince cuadras que separaban el edificio de Tribunales de su casa, el juez Magliano no consiguió sacarse de la cabeza el caso Halcón. Podía votar a favor y recibir el beneplácito de todos. O podía mantener su postura contra viento y marea, saliera lo que saliera de la sumatoria de los votos. Eso, precisamente, era lo que le dictaba la ética y sus años de carrera judicial. Sabía que sus fundamentos eran jurídicamente sólidos y estaban basados en las pruebas del expediente. Si había motivos políticos, económicos o sociales que ponderaran otro voto, no era de su incumbencia. Por más vueltas que le daba, siempre llegaba al mismo punto.
Abrió la puerta de su casa; el departamento estaba oscuro y en silencio. No había nadie. Colgó su saco en el respaldar de una silla y se aflojó la corbata. Buscó hielo y se preparó un trago con Campari, soda y vino blanco.
Mercedes completó su recorrida por México y Colombia sin llegar a Lima porque estaba sitiada por huelgas y conflictos callejeros. De vuelta en Buenos Aires encaró la pesada tarea de informar los resultados de sus entrevistas y cargar las horas trabajadas con cada cliente. Las pilas de carpetas prolijamente ordenadas por Eleonora la devolvían a la rutina.
Trató de actuar con método para atender una a una las cuestiones: novedades procesales de los juicios, consultas de clientes y sus respuestas, informes del socio administrador, pedidos de entrevistas personales… En la lista había una nota de Eleonora: «El doctor Lema necesita hablarle con urgencia».
Antes de pedirle a Lema que subiera, hizo otras tres llamadas que no admitían dilación.
—¿Cómo le fue en el viaje? —le preguntó Lema cuando se sentaba frente a ella.
—Muy bien, gracias. Recibí su mensaje.
—Sí, doctora. En su ausencia tuve novedades no muy alentadoras sobre el caso Carlos Rafat.
De inmediato se le representó la figura de Javier Costa caminando en el comedor del hotel. Durante su viaje por México y Bogotá había fantaseado con encontrárselo.
—Tuve que ir a la Aduana para ver otro expediente y me encontré con uno de los inspectores que estuvo acá, en el Estudio. Me confirmó lo que temían: hay una guerra declarada entre bandas de contrabandistas y que ya se cobró tres víctimas, asesinatos de autores desconocidos. Me dijo los nombres de los asesinados y conseguí los datos por Internet. Aquí están las fotocopias de las notas periodísticas —dijo, entregándole una carpeta plástica.
Eran hojas impresas, abrochadas por cada caso, con noticias de las muertes. Los periodistas especulaban sobre los motivos: una tentativa de robo, un ajuste de cuentas, un caso de venganza amorosa.
—Acá no hay ninguna referencia a Rafat.
—No, por supuesto que no, pero la gente de la Aduana lo vincula al enfrentamiento de él con otros contrabandistas.
—De ser cierto, creo que tenemos un problema —señaló Mercedes con voz apesadumbrada.
—Es lo que quería decirle, doctora. El mismo inspector me advirtió que buscan sin descanso a Carlos Rafat. Su cabeza tiene precio y nosotros somos una de las conexiones registradas.
—¡Pero ya les dijimos que no tenemos ningún contacto con él! —alegó Mercedes levantando la voz—. ¿Acaso tenemos que publicar una solicitada para que se convenzan?
—Es que alguien dejó correr la voz de que lo estamos representando. Me parece que quedamos pegados.
—Entonces hay que tener cuidado —acotó Mercedes.
—Sí, claro —admitió el abogado—. En cuanto tuve la noticia, le informé a nuestro jefe de seguridad, como usted dispuso la vez pasada, y otra vez me puso una custodia y me cambió las rutinas. Hasta ahora sólo han detectado a una mujer que parece seguirme y están tratando de saber quién es. Creí que era necesario avisarle. No creo que la vinculen a usted, aunque nunca se sabe.
—¿Pero usted mencionó mi nombre cuando fue a ver el expediente en la Aduana?
—No me acuerdo exactamente, pero tal vez dije algo sobre que era un cliente nuevo que recibimos por recomendación de otro Estudio.
—Trate de recordar, Lema. Es importante.
El abogado revolvió entre sus recuerdos. Al fin dijo:
—Creo que no, doctora pero no estoy seguro —le contestó, aunque le vino a la mente ese comentario sin sentido que le había deslizado a un abogado de la Aduana, lo de que estaba ocupándose de ese caso por indicación de la única mujer socia del Estudio, que además era un bombón.
Las secretarias del jefe de la bancada oficialista recorrían los salones y los pasillos del Congreso en busca del número de diputados que necesitaban para el quorum. La campana del recinto sonaba intermitentemente llamando a la sesión, que debía haber empezado una hora y media antes, pero aún faltaban dos diputados para lograr la cantidad necesaria para comenzar a sesionar.
El primer punto a tratar era la declaración de interés nacional de la Fiesta del Ternero Holando-Argentino, que presentaba la Comisión de Agricultura y fundamentaba el diputado Baigorria. Los diputados no prestaban especial atención al orador: leían, mandaban mails, tomaban café, garabateaban en los costosos papeles con el escudo nacional en relieve.
—Muchas gracias, señor diputado —dijo el presidente de la Cámara—. ¿Alguien quiere hacer uso de la palabra sobre el proyecto de declaración?
Hizo una pausa mientras recorría el recinto con la mirada. Nadie quiso acotar nada, aunque la declaración de Fiesta Nacional significaría beneficios impositivos y subsidios que algunos iban a recibir con todo beneplácito.
—Bien, lo sometemos a votación.
Los votos parpadeaban en la pantalla gigante.
—Aprobado por 151 votos a favor y dos abstenciones. El segundo punto del orden del día: un proyecto de declaración de la Comisión de Asuntos Naturales sobre la preservación de los recursos gasíferos y las fuentes de trabajo en las zonas de explotación y distribución, que será fundamentado por el diputado por San Juan, Ricardo Berardi. Señor Diputado, tiene el uso de la palabra —agregó apretando los botones que silenciaban su micrófono y habilitaban el del proponente.
Esta vez los legisladores estuvieron más atentos, porque el jueves anterior habían visto la gresca de la plaza. En principio, el tema contaba con la simpatía de los diputados de todas las bancadas, por la sola invocación a la dignidad nacional, la defensa de los recursos naturales del país y de las fuentes de trabajo amenazadas.
El diputado Berardi se acercó al micrófono. Se trabó en sus primeras palabras, como siempre le sucedía cuando tenía que hablar en público. Dijo:
«Señor Presidente:
El proyecto de declaración que los señores miembros han recibido junto con los documentos que acompañan el orden del día, tiene como finalidad fijar la posición política de esta Honorable Cámara de Diputados ante un problema de gravedad institucional que afecta a las raíces del ser nacional toda vez que se encuentran involucrados valores como la dignidad del país frente a los intereses foráneos, la preservación de los recursos naturales y las fuentes de trabajos de miles de trabajadores.
Si bien es cierto que la cuestión se encuentra pendiente de una resolución de la Justicia Federal, no es menos cierto que los representantes del pueblo tenemos el derecho y la obligación de hacer escuchar nuestra voz cuando valores tan fundamentales son afectados y amenazan la salud de la República.
Estoy seguro de que los siempre críticos representantes de la oposición sostendrán que nos estamos inmiscuyendo en cuestiones propias de otro Poder, pero quiero dejar en claro en estas palabras que nada más alejado de mi voluntad ni la de la Comisión que patrocina la declaración.
Somos, como a todos ustedes les consta por nuestra historia y actuación, los más exaltados defensores de la división de poderes que consagra nuestra Constitución Nacional y el proyecto de declaración que se va a someter a vuestra aprobación no es otra cosa que eso: una declaración que en nada afecta la resolución que haga la Justicia de un pleito entre empresas sobre una cuestión de nulidad de actos jurídicos.
Nosotros tenemos el deber de preservar los valores esenciales de la argentinidad y, por ello, viendo los graves perjuicios que se avecinan en el supuesto de que nuestros recursos y su distribución queden en manos de capitales extranjeros, hacemos esta declaración política que, de ser necesario, se concretará en un proyecto de ley que oportunamente se someterá al Parlamento siguiendo los pasos requeridos para que se trate en el recinto. Esto es, simplemente, un proyecto de declaración que no tiene aplicación concreta ni afecta las resoluciones judiciales y por ello es que solicito la aprobación de esta Honorable Cámara.
Cuando terminó, varios diputados aplaudieron por solidaridad con el amigo y otros, por compartir los argumentos.
—Gracias, señor diputado, ¿alguien quiere hacer uso de la palabra?
Tres diputados pidieron hablar. El primero se explayó durante veinte minutos con una palabrería carente de argumentos para explicar por qué su bancada iba a apoyar la iniciativa. Los otros dos, opositores pero de distintos partidos, argumentaron lo inoportuno de la declaración frente a la existencia de un juicio entre empresas que se dirimía ante el Poder Judicial.
—Bien, señores diputados, el proyecto de declaración es sometido a votación. Aprobado por ciento once votos a favor y treinta y cuatro en contra. Hay veintidós abstenciones. Tercer punto del orden del día: el proyecto conjunto de las Comisiones de Presupuesto y Salud Pública sobre el aumento de las contribuciones destinadas a las obras sociales y la autorización de aumento automático de las cuotas y subsidios para las empresas de medicina prepaga.
El tablero acusaba un aumento notable en el número de presentes. Es que las leyes que significaban recaudación de dinero para el Estado, o el beneficio de alguna institución o grupo en particular, siempre lograban el quorum y las mayorías necesarias.
Mientras la Cámara deliberaba, en un hotel medio pelo de una ciudad fronteriza al nordeste del país, dos hombres se reunían en una de las habitaciones. Uno de ellos cerró las cortinas de la ventana antes de sentarse:
—No se preocupe, Rafat, nadie nos está vigilando. Yo siempre cumplo cuando prometo algo —dijo el policía.
—Lo sé, pero por si acaso —dijo el otro, apoyando una caja sobre la mesa.
—Dígame por qué me pidió que nos reuniéramos acá —preguntó Rimoldi, comisario federal a cargo de la lucha contra el fraude y la piratería.
—Usted sabe que las cosas se me han puesto complicadas —el policía asintió con la cabeza—. No puedo volver a Argentina sin correr riesgos serios. Desde que me negué a aliarme con ellos, armaron un circo de denuncias y acusaciones que me pusieron contra la pared. Lo único que quieren es hacerme desaparecer de cualquier manera para que no cumpla con mi promesa de destruirlos. Pero lo voy a hacer, comisario. Esa gente es demasiado miserable. Yo no he sido un ángel, lo reconozco, pero nunca llegué a ese nivel de crimen. Nunca actué contra la sociedad ni contra seres humanos directamente.
—Conozco su historial, Rafat. Por eso lo respeto y estoy acá. Dígame qué puedo hacer sin violar mis obligaciones.
—Quiero que estudie esta información, compruebe su veracidad y actúe inteligentemente. Aquí tiene todo lo que necesita para saber quiénes están operando en el contrabando pesado, cómo lo hacen, por dónde lo hacen, a quiénes tienen coimeados o quiénes son sus cómplices. Las redes de distribución y las formas en que lavan el dinero.
—Mire, parece demasiado.
—Mucho más de lo que se imagina. Va a encontrarse con nombres e instituciones insospechadas pero, en cada caso, encontrará también las razones y las pruebas que los incriminan. Por eso le pido que actúe con inteligencia. Si larga todo esto junto, es muy posible que lo neutralicen. Tiene que utilizar la información de a poco, combatiendo una rama por vez hasta llegar a la raíz.
—Bueno…
—Debe preservarse, comisario. Tómese su tiempo, acumule fuerzas, busque aliados de oro, actúe de a poco, desmembrando y adquiriendo prestigio para que después nadie lo pueda parar y pueda dar un golpe contundente.
—Está bien, pero no le prometo nada —dijo el policía.
—Ni se lo pido. Le entrego esto porque es la única persona que conozco que puede darle el uso que se merece. Es información muy valiosa, señor. Duplíquela y póngala a buen resguardo y, le reitero, actúe con habilidad.
—Bueno, gracias. ¿Y usted qué va a hacer ahora?
—Voy a tratar de sobrevivir. Me voy a guardar.
El camarista Magliano no hablaba. Tenía la mirada fija en la base de una copa de vino a medio llenar.
—Armando —dijo su mujer, poniéndole la mano sobre el brazo—. Armando —repitió, sacudiéndolo con suavidad. El juez levantó la vista: sus ojos apagados revelaban su angustia.
—¿Tan mal están las cosas? —le preguntó la mujer, pero tampoco obtuvo respuesta—. Tratá de contarme. ¿En quién podés confiar sino en mí?
La mujer sabía lo difícil que era lograr que su marido compartiera algo de su trabajo. Llevaban treinta y cuatro años de casados, desde la época en que era secretario, y nunca sabía los casos que estaba tratando. En un comienzo había intentado indagar pero, al cabo de varias discusiones, había decidido separar la vida matrimonial de las ocupaciones de su marido.
El caso Brighton c/Halcón era el tema del día. Algunos amigos y parientes la habían llamado para saber lo que su marido iba a hacer, en vano. Pero ahora lo veía tan angustiado. Temía que el caso le afectara la salud. Hacía años que se cuidaba de la diabetes y del colesterol alto, y esto definitivamente no ayudaba.
La mujer se quedó mirándolo con una sonrisa, como hacía cuando las cosas se ponían duras. Sabía que ese gesto lo desarmaba aun en los momentos más tensos. La comida se había enfriado en los platos y ambos estaban como petrificados en sus puestos. La luz tenue de un par de lámparas con pantallas le daba al lugar un aspecto algo lúgubre, aunque era el clima el que pesaba. Finalmente, el doctor Magliano levantó la cabeza y la miró. Sus arrugas parecían más profundas, pero lo que más impresionó a la mujer fue su mirada apagada.
—¡Qué difícil es! —dijo el juez, como si hablara consigo mismo—. No sé qué hacer, Carmen, con este maldito asunto.
Ella lo animó a seguir, con un gesto.
—He dictado centenas, miles de sentencias y de pronto, a la vejez, un caso me pone contra la pared. Toda mi vida me incliné por lo que creí justo. Nunca me dejé influir por pedidos o presiones, pero esta vez es distinto.
—¿Y cuál es la diferencia?
—Que lo metieron a Juan José.
—¿A Juan José, nuestro hijo? ¿Qué tiene que ver?
—Nada, pero está primero en la lista para un cargo de juez y depende del Gobierno designarlo. Alguien me llamó para decirme que, si voto en contra de Halcón, Juan José no va a ser designado. Y basarían el rechazo en una denuncia por acoso sexual de una empleada de su Secretaría.
—¡Dios mío! —dijo la mujer—. No es posible que acusen a Juanjo de eso.
—Si llegara a pasar, se le acaba la carrera y, yo creo, también su matrimonio —concluyó el juez.
—Bueno, me imagino que su esposa lo va a apoyar frente a semejante disparate. ¿De dónde van a sacar a alguien que se anime a denunciarlo?
—Ahí está el problema, Carmen. Supe que Juan José tuvo hace un tiempo un romance con una empleada y le prometió que iba a divorciarse. Cuando no lo hizo, se armó un pequeño escándalo. Ella está furiosa y dispuesta a cualquier cosa con tal de vengarse.
—¡Qué miserables! —dijo la mujer, tapándose la cara.
—Estuvieron escarbando en nuestras vidas para ver si encontraban algo con qué presionarme y al fin encontraron lo de Juanjo. Hablé con él y me lo confesó. Me dijo que, si lo designan juez federal, se va a mudar a Zapala, donde está el Juzgado vacante, para poner distancia con esta chica. ¡Nadie sabe hasta dónde puede llegar una mujer despechada! Pero, si esto sale a luz, se acabó su matrimonio y los chiquitos pagarán los platos rotos.
La esposa, en medio de su confusión, recordó a sus adorados nietos. Le preguntó:
—¿Y qué pensás hacer?
—Es lo que no sé. Si voto como ellos quieren, me prometieron que la designación sale en una semana y, si no, que me atenga a las consecuencias. Arruinarle la vida a Juan José y mancillar nuestro nombre. Vos sabés lo que pasa cuando los medios se ensañan con alguien.
—Yo estoy con vos —dijo la mujer con excesivo énfasis.
—No tengo más que una opción: o voto a favor o en contra. En los fallos no hay abstenciones.
—¿Y los otros dos?
—Creo que votan a favor de Halcón. Uno por convicción y el otro porque le encontraron el punto flojo.
—¿Entonces para qué quieren también tu voto, si ya tienen la mayoría?
—Porque quieren la unanimidad. Tienen miedo a lo que puedo argumentar en mi sentencia, y que mis fundamentos sirvan de base para un recurso ante la Corte. Tampoco quieren que la opinión pública se entere de algunas verdades.
—Te repito. Estoy con vos.
—Además, todo el mundo está convencido. Los medios, el Congreso, los sindicatos y la gente están pidiendo una sentencia a favor de Halcón. Ya ves lo que dicen las pintadas sobre mí. Tengo que resolver, por blanco o por negro. Y pronto.
—¿Doctor Haas? —preguntó Mercedes cuando la secretaria le transfirió.
—¿Cómo le va, Mercedes? —le contestó él, con tal nitidez que parecía estar a la vuelta de la esquina.
—Bien, doctor. Hace mucho que no nos vemos.
—Es cierto y tenemos que hacerlo para volver a charlar. Hay que disfrutar de la vida, no todo puede ser trabajo.
—Sí, yo no aprendo. Lo llamo por un problema que tenemos aquí con el señor Costa, el cliente que nos mandó.
—Sí, dígame —la invitó Günther.
—Estuve de viaje y, en mi ausencia, gente de la Aduana se conectó con uno de nuestros abogados para decirle que hay una guerra declarada entre bandas de contrabandistas.
—Es por eso que Costa no puede volver a la Argentina —ratificó, como si no fuera una novedad.
—Estoy un poco preocupada por el doctor Lema, el abogado al que le encargué el caso. Parece que lo están siguiendo.
—Hay que tener cuidado con esta gente.
—¿Usted sabe algo? ¿Se ve con este hombre? —preguntó Mercedes, tratando de obtener noticias.
—Hace un tiempo que no estoy en contacto con él. Trataré de ubicarlo y cualquier cosa que sepa, la llamaré.
—Muchas gracias, doctor.
—Ahora menos que nunca le puedo pedir que se haga cargo de este caso, ¿verdad?
—Eso ya lo hablamos, Günther.
—Bueno, Mercedes. La verdad es que lo último que yo quería era que usted tuviera algún problema. Si teme algo, tome distancia. Puede venirse acá, si quiere, que siempre habrá trabajo para usted.