—Doctora, el doctor Haas está en línea —anunció Eleonora.
—Páselo.
Mercedes se sintió impelida a enfrentar la situación de una vez por todas. Era ella quien tendría que haber tomado la iniciativa, pero la duda la había demorado. Inspiró hondo, levantó el tubo y dijo en alemán:
—Geehrter Günther!
—¿Qué tal, Mercedes? —le contestó él, en un castellano con inevitable acento.
—Bien. Estuve por llamarlo todo este tiempo pero tuve algunas complicaciones en el trabajo —se excusó.
—No se preocupe, yo estuve de viaje.
—Quería hablar con usted sobre el tema de su amigo, el señor Costa —lo encaró Mercedes, decidida y tomando la delantera.
—Yo también. Me tiene preocupado.
—En realidad, no tuve mucho tiempo para enterarme de qué necesita concretamente, pero me dijo algunas cosas que no me gustan —dijo Mercedes, frontal.
—Me imagino, pero yo le puedo garantizar que Javier es un hombre de principios, aunque prima facie no parezca por su forma de ganarse la vida.
—Bueno, Günther, ¡pero está voluntaria y conscientemente fuera de la ley!
—Sí, pero tiene principios. Ojalá fueran como él algunos de los grandes banqueros y empresarios que tengo de clientes y que no dudamos en asesorar.
—Está bien —aceptó Mercedes—, es una forma particular de ver las cosas. Para nosotros, los abogados, las leyes representan una forma civilizada de vivir —dijo, preparando el terreno para su excusa.
—De acuerdo, pero en la civilización hay buenos y malos y Javier…
—He decidido apartarme de este asunto —lo cortó, decidida a no volverse atrás—. Creo que me excede. Si usted quiere, el Estudio puede hacerse cargo del caso con su cuerpo de abogados y estoy segura de que harán un buen trabajo.
—No, Mercedes, no. Usted es la persona indicada, y por eso le pedí que viajara a Río. Lamentablemente, no hubo tiempo de conocerse mejor y ahora usted quedó impresionada con su costado oscuro.
—Creo que lo que escuché fue suficiente, Günther. Costa es un hombre que vive del contrabando, de falsificar marcas y de piratear derechos intelectuales. Sufrió dos atentados y lo buscan para matarlo. ¿Le parece poco?
—No, claro que es mucho, muchísimo. Pero le puedo asegurar que no es un mafioso.
—Y para mí no es suficiente, doctor —dijo la abogada con voz firme.
—Mercedes, le tengo que pedir un favor personal —dijo el alemán, dulcificando la voz.
—Dígame, doctor.
—Quiero que conozca a Javier y su historia, y recién después tome su decisión definitiva.
—No creo que cambie de parecer.
—Por favor, es importante para mí y para él.
—No puedo, doctor. Me cuesta mucho decirle esto pero lo he pensado mucho y mi decisión es irrevocable —contestó ella, con voz firme.
—Venga a verme. Yo pago los viáticos y los honorarios, y hablemos.
—Me pone en un aprieto, doctor…
—Y no quiero hacerlo, Mercedes, pero creo que es indispensable que conozca toda la historia antes de decidirse.
El doctor Haas era corresponsal del Estudio desde antes que ella fuera socia; una persona sensata por quien sentía gran aprecio. Pero era ahora o nunca. Si aceptaba, entraba otra vez en el círculo de Javier Costa, que tanto la desestabilizaba.
—No, doctor. Usted sabe lo que yo lo aprecio, pero lo que me está pidiendo me excede como abogada y como persona.
—Está bien, Mercedes. Mejor, dejemos pasar un tiempo.
Cuando cortó, la imperturbable doctora Lascano se puso a llorar como una niña. Hacía años que no se quebraba así. Cuando dejó de hipar, se metió en el baño para arreglarse el maquillaje. Pero su corazón seguía pesado por un final que le dolía más de lo esperado.
Los tiempos se aceleraban. La manifestación se convocó para el jueves a las tres de la tarde. Eran el día y el horario más propicios para la movilización de los obreros. Si la hubieran puesto en un viernes, muchos habrían faltado.
Movilizar semejante cantidad de personas no era tarea sencilla. La contratación de los ómnibus, en su mayoría escolares o de línea, estaba organizada: un representante acordaba la cantidad de vehículos necesarios, los precios y los lugares donde recoger a la gente para llevarla hasta el acto. Eran decenas de vehículos y los choferes sabían que no podían dejar subir a nadie en el viaje de ida pero, a la vuelta, cada uno podía elegir dónde bajarse.
Para darles de comer, se preparaban sándwiches de salame o de mortadela, que se envolvían individualmente en polietileno para distribuirlos junto a una lata de gaseosa. Todo se acomodaba en una caja de cartón, donde se anotaba la cantidad y el nombre del delegado del sindicato que iba a cargo de ese ómnibus. Él también repartía las banderas y los carteles.
Por otro lado, iban los «muchachos contratados» que eran mucho más caros pero traían menos problemas. Y los «voluntarios», desocupados de barrios marginales o villas de emergencia, que respondían a punteros. Estos punteros estaban disponibles siempre que se necesitaba juntar gente para manifestar por las causas más diversas. Sus convocados cobraban una suma equivalente a dos o tres días del salario de un obrero, una merienda y algún adicional para las mujeres con niños. Los punteros se quedaban con la diferencia.
Otro aspecto del montaje era el sonido y la escenografía. Para ese acto en la Plaza de los Dos Congresos se había levantado un estrado con gigantografías colgantes. Se contrató un grupo de folclore para entretener a la gente y se previeron tres oradores: uno por los estudiantes, otro por la Confederación General del Trabajo y, por último, el secretario general. Además los bombos, la percusión, piezas de reemplazo por posibles averías, pecheras para identificar a los delegados del sindicato, para la seguridad, panfletos para arrojar desde los vehículos.
A otro nivel, Gavilán se ocupaba de la prensa y las relaciones públicas. Había que garantizar la cobertura del evento, magnificando siempre las cifras de los concurrentes y con comentarios elogiosos a la organización y las causas. Quería que todo quedara registrado.
Gavilán ni se acercaba por aquellos días a la sede del sindicato. Ser un desconocido y trabajar desde las sombras era parte vital de su profesión. Pero estaba informado hasta el detalle de lo que pasaba, de cómo se organizaban, de los problemas que enfrentaban y de las dificultades que esperaban. Si notaba que faltaba el dinero, enviaba aportes extra. Lo realmente importante era que el acto no fracasara y que concurriera la mayor cantidad posible de gente.
Era el día de su cita extra en el instituto. El tratamiento ya había concluido y estaba encantada con los resultados. Se había propuesto continuar con visitas quincenales, los primeros y terceros sábados. Hedonismo puro para tapar los agujeros que se hacían más notorios los fines de semana.
Esa noche Marina no tenía con quién dejar a los chicos, pero estaba muy curiosa por saber cómo seguía el asunto de Javier; tanto que la había llamado al celular. Habían quedado en verse media hora antes de su sesión de masajes.
Mercedes golpeó la puerta del despacho de su amiga antes de entrar. La encontró sola, sentada en un sillón, preparada para escucharla.
—¿Y? ¿Qué pasó? —le preguntó, ansiosa, antes de que se sentara siquiera.
—Me llamó Günther Haas y le dije que no me haría cargo.
—¡Pero qué tonta!
—Pará. Creo que hice bien. Me estoy arruinando la vida por un metejón que, además, es peligroso.
—Sos una cagona.
—Y… sí —admitió con una sonrisa triste.
—¿Ves que tengo razón? Estás loca por ese Javier. Se te ve en la cara y te duele tu decisión.
—Por supuesto que me duele. Pero era necesario. De otra forma me complicaría la vida. Estoy hasta el moño de misterios y temores. Quiero volver a ser la de antes, trabajar tranquila, darme los gustos y proyectar mi futuro.
—¡Qué mina de suerte que sos! —dijo, irónica, la psicóloga.
—No seas así, Marina. Ya te confesé que Javier me tiene atrapada, que no me conviene y que ya estoy grande para locuras. Tomé una decisión que no fue fácil, pero estoy segura que es la correcta. Ayudame en vez de criticarme.
—Por supuesto, perdoname —dijo Marina con una sonrisa y pasándole una mano por el brazo.
—Es que no puedo tirar todo por la borda. Me costó mucho llegar adonde estoy para dedicarme a atender a un traficante o, peor, a compartir algo con él. Imaginate que, cualquiera fuera el rol en que me ponga, siempre estaría en la mira de alguien que quiere eliminarlo. Nadie sabe la información que manejo.
—¿Entonces…?
—Le dije que no es un tema para mí, que no estoy especializada en esa rama del derecho. El caso se archivará o lo tomará algún otro abogado que yo recomiende para no perjudicar la relación entre los Estudios.
—Está bien. ¿Qué querés que te diga? Me angustia ver que quizás estás desperdiciando otra oportunidad. Antes, Rodolfo, y ahora…
—¡Es que siempre caigo en el hombre equivocado! Siempre alguien con un gran impedimento.
—Pero vos tampoco te jugás nunca a fondo —sentenció la psicóloga.
Mercedes sabía que lo que su amiga decía era cierto. Su cara revelaba la contradicción, y su tristeza. Marina se levantó para abrazarla.
—No te preocupes. Ya estoy grandecita como para saber sobrellevar otra pena de amor —le dijo Mercedes—. Lo que lamento es que no voy a poder sacarme una duda —agregó con una sonrisa pícara.
—¿Cuál?
—Saber qué son todas esas cicatrices que tiene y…
—¿Y…? —retomó Marina.
—Y si también las tiene en otras partes de su cuerpo. Y si no le falta nada…
Marina se rio con ganas, y acabó contagiándola.
Un rato después, con la cabeza encastrada en el agujero de la camilla de los masajes, Mercedes no podía dejar de pensar en Javier Costa y en su cuerpo varonil y lacerado. ¿Cómo sería abajo de la malla?
El diario de la mañana estaba plagado de notas sobre el tema Halcón: la manifestación del día siguiente, la politización del caso, la independencia de los poderes, etcétera.
El proyecto de declaración que iba a tratar la Cámara de Diputados merecía un recuadro especial. Se transcribían párrafos que discurrían sobre las riquezas naturales del país, la necesidad de preservar las fuentes de trabajo y el interés nacional comprometido. El diputado Berardi, autor del proyecto, sonreía desde una foto en el centro de la página.
Mercedes bajó el diario y apoyó la taza de café en el plato. Se quedó pensando que ella era una de las pocas enteradas del verdadero trasfondo de esta movilización, de cómo se puede apretar para lograr una sentencia favorable a un interés.
En sus años de profesión había conocido a muchos jueces. Había de todo, como en cualquier lado: los honestos y los que no lo eran, los que se dejaban influir y los que pagaban con sus sentencias favores recibidos, los que trabajaban a conciencia y los que detentaban el cargo sólo para lucirse. Pero, en general, tenía una buena opinión de los miembros de la Justicia.
No conocía a los miembros de esta Cámara, pero sabía que eran funcionarios con años de trayectoria. Se los imaginaba leyendo los diarios y temiendo por su futuro en caso de fallar en contra de Halcón.
¿Cómo harían para resistir semejante presión? ¿Cómo fallar libremente? Mercedes pensó que juzgar de acuerdo a las propias convicciones era propio de hombres extraordinarios.
Lo que estaba viendo en el diario era el resultado directo de una acción mediática planeada por una de las partes, a través de su abogado. ¡Y ese abogado era de su Estudio! ¡Era socio como ella! Era un profesional de su mismo nivel que actuaba con el consentimiento implícito de los demás integrantes de una organización legal que temía las consecuencias de un fallo.
Estaba por comenzar una nueva reunión de socios, y ella repasó en su cabeza el tema que la concernía más directamente: la productividad de su sector. Fue hasta su baño para retocarse el maquillaje.
Como todas las veces, el socio administrador dio su informe sobre la situación financiera del Estudio, las proyecciones previstas, el nivel de gastos y la productividad del personal letrado. Pasó revista también al resto del plantel, incluyendo a los auxiliares, empleados administrativos, traductores y al sector que no facturaba, como la gente de limpieza, las recepcionistas, los ordenanzas y el personal del bufé.
Beltramino le cedió la palabra a Mercedes, para que explicara por qué la computadora destacaba en rojo a su equipo. Mercedes miró sus apuntes y comenzó explicando que los nuevos abogados y las empleadas que acababan de ingresar necesitaban un tiempo mínimo para ponerse en ritmo. Además, las licencias por maternidad repercutían negativamente en el balance.
—Es cierto, como se indica en el informe, que mi equipo se encuentra un 7,11% por debajo de la producción ponderada del personal del Estudio y ya he explicado por qué. Pero tengamos en cuenta que el mes pasado fue apenas un −2,89%, y que venimos de un 8,21% arriba en el semestre. En lo que va del año, llevamos un nivel de 0,33% sobre la media pretendida. Cabe decir, pues, que una golondrina no hace verano.
Algunos de los socios sonrieron. La doctora Lascano continuó, ya menos exigida:
—Es sólo un bache momentáneo —dijo, después de tomar un sorbo de agua—, producto de la inexperiencia de los nuevos abogados, la maternidad, la incorporación de clientes a los que no se puede asustar con facturaciones elevadas y los problemas propios de la articulación de un equipo que ha rendido al Estudio promedios superiores en el año. Pronto pasaremos del rojo al azul. Se los garantizo.
La doctora Lascano era aguda y firme cuando quería. Después de ella, se trataron temas diversos, pero del caso Brighton c/Halcón nadie dijo una palabra. Massa había faltado a la reunión alegando obligaciones impostergables.
A las dos horas y veinte minutos Beltramino dio por terminada la junta. Pero, antes de que se marcharan, dijo en voz alta:
—Por favor, Mercedes, quédese unos minutos que necesito hablar con usted.
Cuando todos se retiraron, se sentaron en sillones contiguos para distenderse un poco. Entre ellos no había rispideces porque siempre habían sido francos y frontales el uno con el otro. Y, como se estimaban, no competían.
—Mercedes, no quise decir nada en la reunión, pero usted no informó de su viaje a Brasil.
—No, no lo hice porque todavía no tenemos ni un caso ni un cliente. Fue una reunión exploratoria por la que se pagaron honorarios y gastos por adelantado. Se trata de un buen tema para el Estudio, pero hay varias cosas que aclarar antes de tomar el caso. Ni ese cliente ni el viaje están contabilizados en esas malditas estadísticas.
Beltramino sonrió ante la diatriba de su socia contra la dictadura cibernética.
—Pero ¿de qué se trata?
—El doctor Haas me pidió que atendiera a un amigo que anda con algunos problemas con la Aduana. Insiste en que sea yo la que se ocupe personalmente porque hay cuestiones personales complicadas que no quiere que se difundan.
—Bueno, no sabía que era un tema de Haas. Con él no hay problema, es todo un señor y un excelente abogado. Le debemos muchas cosas y clientes importantes. Domina el ambiente jurídico de media Europa. Me llegaron noticias de que se está expandiendo a los países que se incorporan a la Comunidad Económica y navegando en la crisis del euro con destreza.
—Sí, doctor, pero éste es un caso delicado. Se trata de un amigo al que le debe algún favor, o algo, no sé. Me entrevisté con este amigo de Haas en Río de Janeiro, pero lo suyo envuelve cuestiones del bajo mundo y yo no me siento cómoda en esa área. Voy a tratar de pasárselo al equipo de penal.
Beltramino arqueó las cejas intrigado, y dijo:
—Lo dejo en sus manos, Mercedes. Cualquier cosa que podamos hacer por Haas está bien. Si necesita algo, no tiene más que decírmelo.
—Gracias, doctor. Y, ahora que estamos a solas, quería hacerle una pregunta. Cuando el doctor Massa dijo que perdíamos el caso Brighton c/Halcón y propuso presionar a la Cámara mediante una campaña de publicidad y marketing… —Beltramino asintió porque adivinaba su pregunta—. Todo esto que está pasando, ¿es obra de él?
—Me temo que sí, en gran parte —admitió—, pero, tal como quedamos aquella vez, ninguno de nosotros tiene oficialmente conocimiento de nada. El lunes tuve una reunión con el contador Moreno, el presidente de Halcón. Está un poco preocupado por el rumbo que están tomado las cosas.
—Bueno. Hay que admitir que ha sido efectivo, aunque le debo confesar que se me revuelven las tripas cuando veo tanta declamación de patriotismo y sé que en el fondo se trata de una cuestión de intereses.
—A mí me pasa lo mismo, Mercedes. Pero, a esta edad, tengo la piel gruesa y ya son pocas las cosas que me sorprenden.
—Creo que, en estas condiciones, va a ser imposible una sentencia ecuánime. Es tal el apriete que los jueces no deben saber qué hacer. Temo tanto que voten a favor para seguir la corriente como que, aunque no sea más que por reacción, se pronuncien en contra. La Justicia, una vez más, la gran ausente.
—Es cierto. Se dice que no saben qué hacer. Uno ya cambió su voto, me contaron. Y que ellos mismos escriben en sus computadoras porque no confían ni en sus secretarios.
—¡Qué disparate!
—La semana que viene saldría la sentencia y se termina el circo.
—Le quiero pedir que, si ganamos, no me llame para el brindis —le dijo, jocosa, Mercedes.
El jueves de la manifestación amaneció nublado y fresco: ideal. El aparato sindical y logístico comenzó a trabajar desde temprano. Cada dirigente o puntero tenía una tarea asignada y respondía a otro de mayor jerarquía en una organización prolijamente piramidal.
La marcha estaba anunciada para las tres de la tarde en la Plaza de los Dos Congresos. Los vecinos de la zona se preparaban para las repercusiones de esto en su rutina. Buenos Aires llevaba tantos años acostumbrándose a las manifestaciones populares en las calles, que ya era parte de la vida diaria de los porteños chequear la programación del día. Como se chequea el clima.
Si había trámites para hacer, la gente aprovechaba la mañana o tomaban medidas para evitar la plaza. Algunos comercios ponían rejas para proteger sus vidrios y los arrebatos. Otros, directamente, daban asueto a su personal y bajaban las cortinas metálicas.
La policía armó un amplio plan de seguridad para la ocasión. Un grupo de especialistas en antimotines había evaluado la cantidad de asistentes, los canales de acceso, el estacionamiento de los camiones y colectivos, la agresividad de las organizaciones convocantes, la posibilidad de infiltrados y de enfrentamientos entre grupos rivales. Era poco lo que se dejaba al azar. En grandes mapas delineaban el corte de calles para impedir accidentes o conflictos entre los manifestantes y los conductores. Además, tenían en reserva a grupos de choque de la infantería, camiones hidrantes y dotaciones de bomberos. Se pasaba un alerta a los hospitales públicos cercanos para asegurarse de que la guardia estuviera equipada por eventuales accidentes y traumas.
Gavilán se instaló en un departamento a pocas cuadras de la plaza. Lo acompañaban varios de sus colaboradores. Sólo un par de capitostes del sindicato conocían los números para contactarse a los celulares que tenía sobre la mesa.
El grupo de choque se juntaba en un galpón alejado del centro, en Nueva Pompeya. Allí se impartían las instrucciones de desplazamiento y ubicación en la plaza. Irían en grupos de tres o cuatro, para protegerse entre ellos. Llegarían al lugar cuando hubiera bastante gente como para mimetizarse sin dificultad. Viajarían hasta el lugar en transporte público o automóviles particulares, pero, en cualquier caso, harían las últimas cinco cuadras caminando mezclados con la gente.
Tenían que ser discretos con la ropa. Y acompañar a la multitud en los cánticos, los gritos y los movimientos. Uno en cada grupo llevaría un celular barato o un pequeño vibrador para recibir la indicación de cuándo actuar. Tenían instrucciones precisas de cómo provocar los primeros disturbios en su sector para que se fueran pasando a la masa. O se enfrentaban entre ellos o provocaban a otros manifestantes, y enseguida se sumaban los obreros, más por aburrimiento que por convicción.
A las dos comenzaron a llegar los primeros manifestantes en grupos con carteles y banderas. Como era temprano, se pusieron a comer sus viandas en la vereda. Una de las consignas era no ensuciar demasiado para evitar quejas de los vecinos. Para eso, les pidieron que depositaran latas y papeles en grandes bolsas negras que cargaron los mismos transportes.
Tres camionetas equipadas con poderosos parlantes se ubicaron en puntos neurálgicos de la plaza y comenzaron a pasar música y canciones especialmente seleccionadas por especialistas en motivación.
Columnas compactas de manifestantes llegaban por los distintos accesos al son de bombos y redoblantes, coreando consignas y agitando banderas. Todos querían ubicarse lo más cerca posible del palco que se levantaba sobre la avenida Entre Ríos.
Los provocadores esperaban en el galpón la orden para mezclarse con la multitud. Cuando todo terminara, se reencontrarían allí mismo para evaluar las bajas por detenciones o heridos y el pago de lo acordado, que podía ser en dinero o con drogas. Debían cuidar muy bien que la policía no los siguiera.
Mercedes sentía una inquietud que no podía disimular y que creía tenía que ver con la marcha convocada para esa tarde por el Sindicato de Energía. Independientemente de lo que declamaba la prensa, ella sabía que la última finalidad de toda esa movida era presionar a la Cámara de Apelaciones para que fallara a favor de Halcón.
Trató de abstraerse del caso para ponerse a corregir los honorarios facturados de su equipo. Revisó los listados de los profesionales, de los paralegales y de los administrativos. Con unos simples retoques en la planilla lograría subir los índices de facturación de su área, que estaba en déficit.
Mantuvo una reunión con tres abogados que trabajaban en el análisis de un complicado contrato de prestación de servicios informáticos a una multinacional. Se trataba de un antiguo cliente del Estudio y el convenio debía ser modificado porque se le imponían obligaciones y cargas excesivas basadas en la exclusividad de la prestación. Si firmaban el contrato de adhesión quedaban como rehenes de su prestador, una asimetría contractual que ellos, como abogados, no podían aconsejar a su cliente.
Cuando volvió a su escritorio, tenía varios mails sin abrir en su casilla y dos llamadas telefónicas: Horacio y el doctor Haas. Con un gesto despectivo, arrugó el papelito con la llamada de su insistente amante y apretó el otro en su mano. Marcó el número de Munich, que ya se sabía de memoria.
—¿Cómo anda, Mercedes? ¿Las cosas bien por allá? —la saludó Haas una vez que le transfirieron la llamada.
—Todo muy bien. Muchas gracias. El clima está mejor, por suerte.
—Mercedes —dijo el abogado, acortando los preliminares—, insisto en llamarla para saber si cambió de parecer sobre Javier Costa.
—No, doctor. Me incomoda sobremanera decirle esto, pero no quiero que mi vida se complique con un caso que no sé si puedo manejar. Soy consciente de mis limitaciones.
—Siga considerándolo, Mercedes, pero quédese tranquila porque yo no voy a obligarla.
—Gracias, doctor. Si cambio de idea, usted será el primero en saberlo. ¡Ah! Tengo un pendrive para entregarle. Me lo dio el señor Costa para que lo viera y después se lo diera a usted.
—¿Y qué le pareció?
—Nunca lo abrí, doctor. Sólo me animaría a verlo si tomara el caso y como me aparto, queda a su disposición.
—Puede verlo si quiere.
—No, mi querido doctor, no soy la abogada de Javier Costa y no tengo por qué enterarme más de sus asuntos.
Para las tres de la tarde, ya no había demasiado espacio libre en la Plaza de los Dos Congresos. Antes de que el acto comenzara, la policía había calculado una asistencia de veintiocho mil personas, multiplicando el espacio por una estimación aproximada de gente por metro cuadrado.
Un locutor vociferaba consignas y, en un alto de la música, leyó con voz sentida un poema de Atahualpa Yupanqui sobre la defensa de la tierra y de las tradiciones. De vez en cuando se oía un estribillo en un rincón, y al poco rato ya lo coreaban todas las gargantas, hasta hacerse menos intenso. Entre ese ejercicio y con los bombos se pasaba el rato hasta que llegaran los oradores.
El secretario general del sindicato había quedado como único orador y subió al podio pasadas las 3 y media. Iba acompañado de un nutrido grupo de segundones que levantaban sus brazos saludando a la multitud. Se ubicaron en semicírculo detrás de una tarima elevada. La mayoría vestía camisa y campera.
«¡Compañeros!»
(Gritó para empezar, provocando una algarabía que duró un par de minutos.)
«Hoy estamos aquí reunidos para defender a la Patria de la voracidad de los intereses internacionales.»
(Nuevo estallido de aprobación.)
«Como en aquellos lejanos días de nuestra independencia, es un deber sagrado luchar para que nadie saquee a la Patria.»
(Otra vez el griterío, acompañado por bombos y redoblantes.)
«Los puestos de trabajo de nuestros compañeros están amenazados por la codicia de los extranjeros, que no tiene límites en su ambición de explotación.»
«Nuestra dignidad está en juego. Vamos a ponerle el pecho a estos desalmados imperialistas. Nadie va a doblegar al pueblo argentino, que es generoso y manso hasta que se siente pisoteado por la explotación.»
(Un estallido de voces aprobó la arenga belicosa.)
Desde el palco, los dirigentes percibieron unos movimientos extraños en la uniforme superficie de cabezas. A la primera riña siguieron otras, que fueron multiplicándose en la masa. En vano uno de los dirigentes apelaba a los agentes de seguridad por el micrófono. Eran pocos, los de la pechera naranja, y poco lo que podían hacer para contener a los exaltados.
«¡Compañeros! Tenemos que evitar la provocación de la patronal, que intentan convertir este acto pacífico y espléndido en algo para criticar. ¡No permitamos que nos usen para sus fines tramposos! Colaboremos con los encargados de seguridad aislando a los infiltrados.»
Gritó el secretario general con el rostro enrojecido, pero ya nadie lo escuchaba y el desorden se generalizaba, dejando manchones vacíos entre la multitud, porque algunos manifestantes empezaban a retirarse. Una cosa era venir a la Capital por una vianda gratis y otra muy diferente era terminar en el hospital con la cabeza abierta.
También hubo deserciones en el mismo palco. A esa altura, el discurso del secretario general se perdía completamente entre los gritos e insultos. Los reporteros que estaban cubriendo la marcha se concentraron en los hechos de violencia que sucedían a su alrededor: nada había más atractivo para los telespectadores que los desmanes, en la cancha o en la plaza.
El comisario a cargo del operativo de seguridad dudaba si mandar a reprimir. Su gente de infantería estaba lista y los camiones hidrantes encendían sus motores. Un helicóptero transmitía el panorama, apuntándole los focos de conflicto. El jefe sabía que, si daba la orden, provocaría ipso facto una situación por demás riesgosa. Y no estaba seguro porque sabía que los políticos siempre encontraban la manera de descargar su responsabilidad en la policía.
El helicóptero le avisó que, en la periferia de la plaza, donde se desviaba el tráfico, un grupo había comenzado a golpear y asaltar a los automovilistas que se resistían. A un muchacho corpulento que había quedado atrapado lo estaban golpeando con saña e intentando volcarle el auto. Por la radio policial se oyó la orden de avanzar. El pelotón más entrenado y equipado se dirigió hacia la Plaza Lorea para controlar el salvajismo.
En su oficina, Mercedes veía en directo los desmanes. Se le sumaron después un par de abogados de su equipo y Eleonora, y todos comentaban horrorizados los disturbios.
Las fotografías aéreas revelaban que la convocatoria había sido importante. Una lástima que el acto se desvirtuara por los disturbios que nadie sabía por quién ni cómo habían empezado.
El saldo del desmadre fueron dos autos incendiados, cuatro negocios saqueados y decenas de vidrieras rotas. Catorce personas resultaron heridas: nueve civiles y cinco policías. Y, lo más lamentable de todo: una niñita de cuatro años había muerto, aparentemente pisoteada por la multitud. La pantalla de televisión reproducía vez tras otra la cara llorosa y desesperada de su madre, una mujer humilde que reclamaba el cadáver de su hija.
No faltó quien culpara a la policía por disparar balas de goma y por iniciar una represión «indiscriminada y brutal» que había originado la estampida que acabó aplastando a la pequeña. Mercedes se sintió mal al ver el rostro sonriente de la pequeña en una fotografía que exhibía un familiar. La madre, sustento de su familia, tenía siete hijos.
Esa noche no pudo dormir. La torturaba pensar que todo aquello era producto de la trama ideada por un socio para no perder un maldito juicio. Estaba segura de que ni Massa ni sus colaboradores estarían sintiendo alguna culpa por esa muerte inocente. A las seis y media de la mañana, decidió poner fin a las imágenes que se agolpaban en su cabeza y se levantó para ir a trabajar.
Pese a la falta de sueño, tuvo una mañana efectiva. A las dos de la tarde, mientras almorzaba algo en su escritorio, la llamó el doctor Beltramino: quería verla.
—Estoy abrumado, Mercedes —se confesó, cuando ella entró en la oficina del socio.
—¿Por la manifestación?
—Sí, y por esa chiquita que murió aplastada por la gente. La sola imagen me tortura. Siento que tenemos algún grado de responsabilidad.
—A mí me pasa lo mismo.
—Lo sé, y por eso la llamé. Siento que esa chiquita, que tiene la edad de una de mis nietas, murió por varios motivos pero uno de ellos es haberle dado el visto bueno a Massa para su campaña. Cada vez que lo recuerdo se me revuelve el estómago. Me duele, Mercedes.
—Lo entiendo plenamente, doctor. Pero anoche, cuando no podía dormir, me dije que, aun cuando nosotros no hubiéramos patrocinado la campaña, es posible que la manifestación se hubiera hecho igual y la gresca, producido las mismas víctimas.
—Es cierto lo que dice. Pero de todas formas voy a hablar con Massa para que pare todo esto. Que el fallo salga como salga y cuando los jueces quieran.
—Me parece bien, doctor. Aunque nada podemos hacer ahora por esa chiquita, creo que debemos parar esta escalada que no sabemos hasta dónde puede llegar. ¿Quiere que esté presente en la conversación?
—No, Mercedes, muchas gracias. Y me voy a ocupar de que el grupo Halcón aporte fondos para indemnizar a esa pobre gente.
—Me parece una buena idea, doctor. Cuando venía para aquí me imaginaba la fila de abogados que debe tener en la puerta esa pobre madre para convencerla de demandar a la policía o al sindicato. Yo trataría de que Halcón pagara una beca para los hermanos de la chiquita. De esa forma nadie podrá arrebatarles el dinero.
—Es buena idea —aceptó Beltramino—. Voy a exigirle a Massa que consiga esa donación y que mande a alguno de nuestros abogados para evitar que influyan sobre la madre.
—Y tiene algo más para convencerlos, doctor. Apuesto a que la gente de relaciones institucionales del grupo Halcón va a estar feliz de que el público se entere del tema de las becas. Un punto más para su campaña. Hasta Massa va a estar contento con la idea.
Cuando Mercedes se aprontaba para marcharse, Beltramino le habló de nuevo.
—Me llamó el doctor Haas por un viejo asunto que tenemos y me habló maravillas de usted.
—Es divino —respondió Mercedes, temiendo que Javier fuera el motivo de esa conversación.
—También me dice que usted no quiere asumir la representación de un señor Costa, amigo de él.
—Es un tema complicado, doctor. Tengo varios motivos para no asumirlo. Ya se lo dije.
—¿Le parece que lo hablemos? —preguntó Beltramino.
—Me gustaría, pero en otro momento. Primero tengo que aclarar unas ideas y después podemos conversarlo.
—Cuando usted quiera, Mercedes. No tiene más que avisarme. Si quiere, podemos comer en un lugar tranquilo.
—De acuerdo. Muchas gracias, doctor.
Hacía años que conocía a Beltramino y era notable como, cada vez que conversaban, ella lograba calmar sus inquietudes. Había una comunicación directa entre ellos, tanto intelectual como afectiva: compartían otros valores más allá de los profesionales. Lo de Massa era un ejemplo. Ambos se sentían de alguna forma cómplices del aparato montado y de sus consecuencias.
Y ahora el doctor Beltramino se interesaba por el caso Javier Costa. ¿Acaso Haas la estaría presionando por su intermedio? No, era un hombre íntegro y no se lo imaginaba tomando atajos para forzarla a algo.
Como todos los viernes, en el Estudio reinaba un clima más distendido. El personal vestía ropa sport, salvo que tuviera que atender alguna situación protocolar. En el último día de la semana las reuniones se espaciaban y los mails, menguaban. Era difícil encontrar a alguien en la oficina después de las seis de la tarde y hasta se consideraba de mal gusto llamar después de esa hora. Desde hacía años, Mercedes había tomado la costumbre de destinar ese rato a ordenar la agenda de la semana siguiente.
Como el jueves viajaba a México, Colombia y Perú, quería preparar los temas a trabajar en su ausencia. Aunque, a decir verdad, igual estaría en contacto. Bajó la intensidad de las luces del techo y encendió las lámparas de mesa, que le daban a su despacho una sensación de mayor intimidad. Buscó su block y comenzó a enlistar las tareas pendientes.
Era metódica y bastante obsesiva. Sentía un raro placer en organizarse para que nada quedara librado al azar. Una vez completa la lista, apuntó algunas cosas más en los bordes apretados de la hoja. No quería empezar otra y perder la visión del conjunto.
Recién entonces se dedicó a clasificar los temas según dos parámetros: los que podía analizar el fin de semana y los que requerían tratarse en día hábil. Después los ordenaba según su importancia o el tiempo que demandarían. Utilizaba números y marcadores de colores.
Arrancó la hoja del block. En otra página en blanco trazó un cuadro, con una columna para cada día de la semana, de sábado a miércoles. Clasificó los temas, dando prioridad a los más sencillos y dejando los más complejos para el final.
Las columnas del lunes y del martes estaban cargadas de llamadas y reuniones, con el tiempo estipulado para cada cosa. El miércoles quedaba disponible para terminar lo pendiente y resolver los imprevistos que siempre aparecían. Y así fue pasando cada ítem de la lista al cuadro. Cuando terminó, hizo un bollo con el primer borrador y lo arrojó en el cesto.
—Hasta el lunes, doctora —la saludó Eleonora, asomándose por la puerta—. ¿Necesita algo más?
—No, gracias. Hasta el lunes. ¡Ah, sí! La semana que viene tengo que viajar así que vamos a tener que apurar algunas cosas.
—Cómo no. Usted dispone.
—Gracias.
—Que tenga un buen fin de semana, doctora.
—Igualmente.
Cuando la secretaria cerró la puerta, Mercedes pensó que esa mujer, tan indispensable para ella, salía del edificio para emprender un largo viaje en colectivo y en tren hasta su casa en la hora pico, apretada por el gentío. Cuando llegara, iba a encargarse de la comida de su familia y de los problemas domésticos.
Qué distinta era su vida de la de Eleonora. Allí estaba ella, en su despacho suntuoso y con un fin de semana por delante sin demasiado que hacer. Su asistente, en cambio, viajaba hasta su casa para seguir trabajando. Claro que tenía a su familia, mientras que a Mercedes nada le quitaba esa sensación de soledad.
Y, aunque sabía que habría varias personas que estaban dispuestas a compartir un rato con ella, nada lograba entusiasmarla demasiado. Lo único que quería era darse una ducha caliente y dormir profundamente. La idea de salir a esa hora, en plena hora pico, la abrumó. De todas formas, no tenía mucho que hacer en su casa más que comer algo y acostarse con la televisión encendida. Estiró sus músculos, puso música y volvió a su escritorio para encarar el primer tema de la columna SÁ.
La imagen de Javier recostado en la arena se le hizo patente. Esta vez, no trató de apartarla.
Anochecía en Buenos Aires. El juez Magliano bajaba los escalones gastados del acceso principal al Palacio de Justicia. Parecía agobiado; su rostro traducía angustia. El juez se palpó el bolsillo de su saco para confirmar que tenía el pendrive con su voto para la sentencia del asunto Brighton c/Halcón.
El caso había generado una situación delicada entre los tres jueces de la Cámara. No estaba seguro de cómo se resolvería, pero imaginaba que no existía unanimidad. Desde un primer momento, supo que uno de los jueces votaría a favor de Halcón porque así se lo había indicado su padrino político. El segundo camarista se mostraba dubitativo, aunque en la última semana se corría el rumor de que también se inclinaría por Halcón.
Eran constantes las llamadas de amigos, parientes y hasta colegas, induciéndolos a favorecer a una de las partes. El profesor titular de la cátedra de Recursos Naturales de la Facultad de Derecho había publicado un artículo fundamentando la validez de la licitación cuestionada basándose en argumentos jurídicos importantes. Magliano estaba al tanto de la relación de ese profesor con el Ministerio donde se había hecho la licitación y de las impugnaciones de la Brighton rechazadas por argumentos formales.
La presión era enorme. La prensa toda, los sindicatos, las organizaciones políticas y sociales tenían ya su posición tomada y no parecían muy dispuestas a aceptar otro veredicto que no fuera a favor de Halcón. Los discursos y las notas traían amenazas entre líneas o, directamente, explícitas. Funcionarios del gobierno se comunicaban para ofrecer su información, estadísticas o visitas guiadas a las plantas productoras. Y hasta el propio Congreso de la Nación trataba en comisión un proyecto de ley que resguardara «los intereses y la soberanía nacional».
Un par de meses atrás, cuando la causa llegó a su escritorio, el juez Magliano la había leído a conciencia. El expediente era voluminoso y, desde la primera lectura, Magliano se inclinó a favor de Brighton. Ya entonces hubo algunas llamadas y se adivinaban problemas. Por eso él siempre se cuidó de que nadie conociera su opinión y se excusaba diciendo que no había estudiado el caso. Más tarde ratificó su primer impulso y encontró suficiente evidencia para justificar su voto.
Pero no podía pensar con libertad. Un escrache en la puerta del edificio le impidió a su familia salir de la casa por algunas horas. Los frentes de los edificios de la cuadra estaban todos marcados con graffiti que lo acusaban de traidor, de corrupto. No era fácil tolerar esos agravios ni las miradas dudosas del portero, los vecinos y el panadero, que hasta poco antes ni siquiera sabían quién era.
Nunca en sus treinta y cinco años de carrera había tenido que soportar algo igual. Todo lo que poseía era producto de sus ahorros; nunca había claudicado a la menor presión, ni aunque fuera pedido expreso de un amigo o un pariente. Sus votos reflejaban religiosamente sus ideas. Esta vez no tenía por qué ser una excepción.
El texto de su voto estaba en el pendrive que llevaba en el bolsillo, y tenía otro guardado en su casa. Nadie, ni su mujer, sabía qué votaría. Y pensaba mantenerlo así, en secreto, hasta el momento en que los otros dos camaristas revelaran los suyos.