Capítulo 9

Viernes a la tarde, casi de noche. Mercedes estira la espalda después de cumplir con su costumbre de tachar varias entradas del block donde enlista sus tareas. Todavía le quedaban algunos pendientes: controlar un contrato de ochenta y dos páginas, una demanda entre corporaciones con desarrollo de prueba y la evaluación de los honorarios de los abogados de su sección.

Estuvo tentada de empezar con lo último, pero estaba agotada. Y los otros dos temas le requerirían varias horas más de concentración.

Desde su regreso de Brasil a comienzos de semana había trabajado sin pausa, e incluso lidiado con toda clase de problemas internos. La campaña publicitaria del caso Brighton c/Halcón estaba presente en todas las charlas y en todos los pasillos. Si hasta parecía una cruzada.

En realidad era un juicio, acaso el más importante en ese momento para el Estudio, pero un juicio al fin. Únicamente los socios estaban enterados de que Massa estaba involucrado en la campaña pero cumplían con lo acordado y lo mantenían en la más cautelosa de las reservas. El Estudio no podía verse afectado por cuestiones políticas: ellos eran abogados, no activistas.

De todas formas, era imposible mantenerse indiferente. La ciudad estaba empapelada con carteles de distintas entidades gremiales y hasta de confederaciones empresarias.

El diputado Berardi se había sumado a la campaña y presentado su proyecto de declaración de la Cámara sobre la importancia de preservar las riquezas nacionales ante la voracidad del capital internacional. El Senado de la Nación había recibido también un proyecto de ley de formación de una comisión investigadora, que ya contaba con el visto bueno de la Comisión de Recursos Naturales y Medio Ambiente, presidida por el senador Crespo.

Aunque no lo dijeran abiertamente, los socios del Estudio estaban muy satisfechos con lo que Massa había montado y algunos, hasta curiosos por saber cómo había logrado armar ese aparato de presión. Nadie, salvo el doctor Beltramino, le pedía reportes a Massa, que estaba fuera del Estudio la mayor parte del tiempo.

Desde que llegara de Río, Mercedes se quedaba hasta muy tarde en la oficina y volvía temprano al día siguiente. Ni siquiera había podido ir a su sesión en el instituto. Si algo estaba dentro de sus prioridades era continuar con su eficaz tratamiento de belleza, pero le resultaba imposible hacerse el tiempo. Ni siquiera cumplió su compromiso de comer con Marina el martes, como habían acordado desde Río.

Los recuerdos del fin de semana la asaltaban en cualquier momento del día. Todo parecía lejano, pero las imágenes del hotel, la habitación y la vista de la bahía desde lo alto la distraían de sus actividades. Y mucho más todavía las visiones de Javier, en el bar de la playa, en la cena. Su figura mientras hablaba por el celular en la terraza o se estiraba en la reposera.

Había guardado el pendrive bajo la plantilla de una zapatilla en el placard de su casa. No quería abrirlo para no comprometerse.

El tiempo en Buenos Aires empezaba a cambiar. Ya el miércoles había amanecido con sol, que poco a poco secaba las calles empapadas, y le daba vitalidad a las plantas y a los parques. Empezaba la primavera.

Mercedes sentía que respiraba mejor, que todo parecía más liviano. Era una época que le gustaba especialmente, y ahora había un motivo adicional: Javier Costa. Ese hombre que, a medida que pasaban los días, iba perdiendo sus tintes negativos e imponiéndose en su memoria como el compañero despreocupado del último día. Lo recordaba comiendo, recostado en la playa o nadando en el mar, hablando al sol mientras le relataba su vida. Era extraño cómo la perspectiva lo transformaba de marginal en aventurero. Era como si los argumentos de su defensa se hubieran incorporado a su cabeza.

A veces se preguntaba qué hubiera pasado de haberse conocido en otras circunstancias. Porque se había sentido atraída por él desde el primer momento y, aunque sin reciprocidad, con la distancia esa atracción se estaba convirtiendo en obsesión. Y la indiferencia, en una frustración insoportable.

Se levantó para estirar las piernas en el amplio despacho. Se sacó los zapatos y disfrutó de las caricias de la alfombra mullida. No tenía ganas de seguir trabajando, era viernes por la noche y no había atendido la llamada de Horacio, que seguramente iba a proponerle lo de siempre.

La extraordinaria visión de la ciudad iluminada a sus pies la invitaba a una noche de excesos, algo que pudiera hacerle olvidar el Estudio, el pendrive oculto en la zapatilla, la historia de Javier. A Javier mismo.

¿Qué hubiera sucedido si la consulta en Río se hubiera referido a un tema societario o a la compra de una propiedad o a un juicio cualquiera?, volvió a plantearse. Todo estaría bien: ella habría evacuado la consulta y lo habría liberado de los temores típicos de una primera entrevista. Y, una vez resuelto el tema, seguramente habría coqueteado con él, e intentado avanzar hasta donde llegaran.

Hello Günther, how are you? (Hola, Günther, ¿cómo está?) —saludó Javier en inglés.

—Muy bien. Anoche llegué de Varsovia. Sé que estuvo llamándome, pero Polonia es aún un país casi medieval con muy malas comunicaciones. De la embajada nos advirtieron que tienen un sistema de interferencias telefónicas sistemáticas, que es imposible hablar con reserva.

—No se preocupe. Lo mío no era urgente.

—¿Cómo le fue con la doctora Lascano?

—No del todo bien. Me temo que tuvimos poco tiempo y que se volvió a Buenos Aires un poco asustada con lo que le conté sobre mi vida.

—Bueno, es razonable. Si le hubiera dicho que era contador y que quería un contrato para una construcción, otro habría sido el caso. Usted es un tipo complicado, mi querido amigo.

—Sí, es cierto, pero no soy temible. Cuando le conté de los atentados, y que estaban buscándome para matarme, casi le da un ataque. Después se recompuso, pero decidió no asumir ninguna relación profesional conmigo. Y, justo cuando estaba a punto de contarle para qué la necesitaba y tratar de convencerla, me llamaron por un embarque capturado y tuve que dejarla.

—O sea que no pudo concretar nada… —concluyó el abogado.

—No, no hubo tiempo. Ni siquiera pude ir a buscarla a la mañana para llevarla al aeropuerto.

—Le faltó la puntada final —sentenció.

—Exactamente. Pero le dejé el pendrive que preparamos.

—Y ella, ¿qué le pareció ella?

—Tenía razón. Es la persona que necesito: una profesional ubicada y con la sensibilidad como para manejar un tema difícil en el lugar y con la eficiencia necesaria.

—Coincido con usted. Por eso se la recomendé. Además es parte de un gran Estudio de abogados, que la va a mantener protegida y libre de cualquier presión.

—Estoy de acuerdo, pero me temo que no quiera hacerse cargo. Cuando la desperté para avisarle que era hora de ir al aeropuerto, no estuvo demasiado afable. Hasta me ofreció dejarme el pendrive en el hotel.

—Bueno, coincidamos en que usted no estuvo demasiado galante. La deja en el hotel y ni siquiera la acompaña hasta el aeropuerto.

—Es que estaba en el medio de un problema mayúsculo.

—De acuerdo. ¿La llamó?

—No, después del lunes a la mañana no volvimos a hablarnos.

—No se preocupe. Yo hablaré con ella y veré lo que está pensando.

—Muchas gracias, Günther.

—¿Y qué le pareció como mujer?

—Es fascinante.

—Yo le dije. Es una mujer capaz de enloquecer a cualquiera. Siempre que la veo lamento no haber nacido veinte años antes.

—Günther, Günther… Usted pierde el pelo pero no las mañas.

—Gracias a Dios.

Las carcajadas llenaron la línea y el sentimiento mutuo de aprecio borró cualquier incomodidad.

—Bueno, Javier. Déjelo en mis manos, yo me ocupo y lo mantengo informado. Tenemos que lograr que Mercedes se incorpore al equipo.

—Es lo que necesito, Günther. Muchas gracias pero, por favor, apúrese. Las cosas se ponen cada vez más difíciles.

Eran cerca de las nueve de la noche cuando Mercedes bajó en el ascensor hasta el segundo subsuelo, donde había estacionado su automóvil. Llevaba un pesado portafolios con las tres tareas pendientes, por si se inspiraba y trabajaba en casa.

Puso el motor en marcha y subió el volumen de la radio. Se quedó unos minutos escuchando la música con las manos apoyadas en el volante. Cerró los ojos. No se decidía a salir del garaje, como si algún peligro la esperara afuera. En seguida se dio cuenta de que era la soledad lo que temía.

Cuando abrió la puerta de su departamento, la golpeó de lleno. Encender la luz de su propio hogar le hizo evidente que nadie la esperaba, que nadie había llegado antes que ella y que nadie vendría más tarde. Era el precio de su independencia.

Tiró los zapatos a un rincón y dejó su portafolios en un sillón. Se despojó del saco y salió a la terraza. Otra vez el espectáculo, lejano y ajeno, de las luces de la ciudad: reuniones de gente, restaurantes colmados, calles y avenidas transitadas… Aunque también soledades, miserias, desamparo.

Como una adolescente, dirigió su mirada hacia el norte. Hacia Brasil, hacia Río, y se concentró en Javier. Algo que hacía años no sentía volvió a arrebatarla. Pero sabía que debía reprimirlo.

El doctor Massa no quería dejar nada librado al azar. Toda la estrategia de comunicación y marketing de Gavilán estaba en marcha.

Si fracasaba, sería su final. Porque, aunque lo supieran, si eso pasaba iba a tener que abandonar el Estudio y la posición que tanto esfuerzo le había costado conseguir. En cambio, si lograba su objetivo, obtendría el reconocimiento de los socios y las mejores ganancias de su vida, no sólo en bonos del Estudio sino también el premio individual prometido por Halcón.

Todo dependía de una sentencia. Del voto de tres camaristas: uno estaba a su favor; el segundo, ahora dudoso y el tercero parecía estar en contra. Había tocado todos los resortes posibles para llegar a ellos y convencerlos de que su parte tenía la razón jurídica, pero nada había logrado. Ni con entrevistas personales, o investigaciones de sus pasados, o amigos en común había encontrado la forma de llegar a quienes tenían el tema en sus manos. Nada ni nadie podía asegurarle los dos votos que le faltaban.

Aunque siempre existía la posibilidad de llegar hasta la Corte Suprema, Massa sabía que si Brighton perdía en Cámara se retiraría de la contienda y abandonaría el país. Tampoco era una decisión demasiado costosa: sólo tenía que cerrar la oficina local e indemnizar a media docena de empleados o trasladarlos a otra agencia en el exterior. Mientras que Halcón perdería muchos millones de dólares y el Estudio —y él personalmente— prestigio y honorarios.

Massa creía que la contratación de Gavilán había sido un acierto. Era de los que pensaban que el fin justifica cualquier medio y, en este caso, el fin reportaría una buena cantidad de dinero. Había que imponer el producto a cualquier precio.

Sabía que esa noche el Secretariado General del Sindicato de Energía se reunía en su sede central del barrio de Almagro. Según le había explicado Gavilán, lo de Secretariado General era un título pomposo que reunía a un grupo de tramposos advenedizos que representaban a los obreros a cambio de un porcentaje de sus salarios. Unos pocos de esos operarios conservaban una cuota de ideología confusa entre peronismo, socialismo y comunismo —más por intuición que por ilustración— pero se dejaban arrastrar por sus dirigentes, que aprovechaban sus posiciones para obtener prebendas para ellos o sus familias.

Los muchachos armaban la marcha multitudinaria. «Por la defensa de lo nuestro» era el lema. La logística de un acto de estas características era compleja. Había que lograr que los afiliados concurrieran y que no aprovecharan el día para quedarse en sus casas o hacer otra changa. Para lograrlo, la movilización comenzaría una hora después de la entrada del turno y los obreros serían concentrados por los delegados en cada lugar de trabajo. Contratarían ómnibus y tomarían lista a los presentes. Y ahí nomás empezarían los cánticos y estribillos para arengar a la masa.

También llevaban desocupados, a los que se convocaba a cambio de unos pocos pesos y una merienda. Las mujeres recibían un plus cuando llevaban a sus hijos pequeños, propios o prestados.

El objetivo era sumar gente, llevar carteles de todo tamaño, repartir banderas del sindicato y nacionales. La percusión era parte fundamental de toda marcha y se armaban acalorados bailes al son de los tambores. Finalmente, se negociaba con la policía el corte de las calles y cierto nivel de seguridad.

Gavilán se había encargado de señalarle que el aparato costaba mucho dinero. El alquiler de los colectivos, los sándwiches y las gaseosas, el pago a los voluntarios, las banderas, los panfletos, los bombos, alguna colaboración a la policía y otra serie de gastos que el sindicato debía afrontar.

Ninguna dirigencia sindical que se precie podía permanecer en el poder si no tenía capacidad de movilización. Ceñir su actividad a proteger el sindicato no era funcional para el objetivo principal: mantener su poder frente a la patronal, con la que tenían que discutir salarios y beneficios. Era elemental que, de vez en cuando, los afiliados se alzaran. Les gustaba ir al centro de la ciudad para cortar calles y desafiar a los de traje y corbata.

Lejos de la sede del sindicato, Gavilán comía en una parrilla popular con dos hombres que contrarrestaban con su elegancia. Ya iban por la segunda botella de un vino de mediana calidad.

—Jefe —decía uno de ellos—, creo que entre veinte y veinticinco hombres va a ser suficiente. Alcanza para empezar la rosca; después todo el mundo se prende.

—Bueno, ustedes son los que saben. La consigna es armar una gresca importante pero sin heridos. Que la policía se contente con tirar gases y balas de goma y los muchachos, piedras. Alguna vidriera rota, vaya y pase. Necesitamos fotos y videos para los noticieros.

—Está bien. Pero tenga en cuenta que a veces las cosas se salen de carril. Nuestros muchachos cumplen las órdenes pero cuando la gente es reprimida puede reaccionar de formas impensadas. Nosotros vamos a dar órdenes precisas, pero no podemos garantizarle nada.

—Lo sé. Pero lo que me importa es que nuestra gente no sólo actúe para provocar sino también para contener si es necesario. No quiero excesos, ¿entendido? —repitió Gavilán.

—Sí, jefe.

—Tenemos que hablar de los costos —dijo el otro hombre.

Y empezó la negociación, que siempre quedaba en el medio de lo que unos pedían y otros ofrecían. Y, mientras, ninguno le aflojaba a las tiras de asado, que pagaría el grupo Halcón.

Ni remota idea tenían los comensales de para quién estaban trabajando, o quién estaba pagando su comida. Sólo sabían que tenían la misión de movilizar a sus muchachos. Por qué y para qué no era relevante.

Mercedes se preparó unos fideos de un paquete que guardaba para emergencias, pero apenas los tocó. Estaba cansada: se felicitó de no haber aceptado ir con Marina a un bar que les habían recomendado.

En cambio, miró un rato de televisión hasta que sintió la necesidad de acostarse. Se despertó a las cinco y media de la mañana, fue al baño e intentó en vano volver a conciliar el sueño.

Tenía hambre: tostó pan y preparó café. Afuera era todavía noche cerrada, demasiado temprano para ir a correr al parque. Aunque su barrio era bastante seguro, nunca sabía uno a quién podía encontrarse.

Encendió la televisión y, después de pasar varios canales, la apagó. A esa hora no había nada que le interesara, ni siquiera en los canales de películas. Tenía dos horas por delante y nada para hacer, así que abrió su portafolios y acomodó las carpetas en pequeñas pilas en la mesa del comedor. El infaltable block en el que tomaba notas, un par de lapiceras y una calculadora. Se sentó y comenzó a leer. Le parecía absurdo estar corrigiendo una demanda a esa hora de un sábado, pero intentó concentrarse.

Pero no podía, todo derivaba otra vez en la sensación de soledad que la angustiaba. Era el despertar de un feriado, ocasión perfecta para pasarlas al calor de las sábanas con un hombre, ritual de caricias que continuaban la noche hasta que uno entraba poco a poco en la vigilia. En cambio, allí estaba: sola, en el living de su casa, vestida con su ropa de correr y sin mejor programa que una demanda judicial.

Lo que tenía bien en claro era que ya no tenía ganas de más relaciones casuales. Desde hacía algún tiempo, sus inquietudes sexuales habían cambiado. No sentía urgencias ni ganas de entregarse al primero que se le cruzara. Necesitaba más, aunque fuera una ilusión, algo que tuviera algún sentido más allá del goce. ¡Ay, Dios! ¡Otra vez Javier en su cabeza!

¿Qué estaría haciendo por esas horas? ¿Dormiría? ¿Con alguien? Nada le reveló de su vida personal, aunque en algún momento había dicho que tenía dos hijas. ¿Vivirían con él o con su madre? No parecía un hombre que tuviera una vida familiar estable. No lo imaginaba en una casa rodeado de niños, cortando el pasto o yendo al supermercado.

¡Parecía mentira que un simple viaje para tomar sol le hubiera complicado tanto la vida! ¡Si apenas habían sido algunas horas de conversación! Tenía que terminar con ese asunto: no quería ceder a la tentación de meterse en un mundo que tan poco tenía que ver con ella.

Con esfuerzo, se obligó a leer la demanda. Cuando terminó de apuntar algunas observaciones para pasarle al abogado, ya estaba bien soleado y la temperatura había subido un poco. Tomó lo que quedaba de su jugo de naranjas, cargó las llaves, un poco de dinero, la tarjeta del servicio médico y una de crédito en la riñonera, y salió animada a correr enfundada en una campera y un gorro.

En cuanto pisó la vereda, el frío la golpeó.

¿Haría calor en Brasil?

¡Basta! El lunes llamaría a Günther Haas para cerrar este asunto.

Mientras estaba en campaña, Gavilán no tenía tiempo libre, y dormía muy poco. Esa mañana lo despertó el hombre que había destinado para vigilar a Luna y a su gente. No podía confiarse.

Ya había tenido que presionar sobre algunos detalles que hacían a la organización de la marcha. Si hasta tuvieron que encargarse de los panfletos que iban a repartirse los días previos a la manifestación en las fábricas y en las calles. Como la imprenta decía que no tenía papel, uno de los hombres del Secretariado y el delegado de Gavilán fueron a comprarlo para abastecerla.

Y algo parecido había pasado con los carteles de tela. Tuvieron que recurrir a tres confeccionistas para asegurarse de que los tendrían a tiempo para dárselos a los punteros, que los subirían al transporte junto con la comida.

—Señor —le decía su delegado—, anoche hubo un asado y, en los postres, con unas cuantas botellas encima, de una cosa pasaron a la otra y se terminaron agarrando el secretario general con el delegado de Rosario y San Nicolás, que se fue jurando que no traería a nadie a la manifestación.

—¿Y ahora qué hacemos? Viene mucha gente de esa zona.

—Creo que tendríamos que ir a Rosario a poner paños fríos.

—¿Y cómo?

—A mí me conocen, me vieron algunas veces. Si quiere, puedo viajar mañana a la mañana para tratar de convencerlo.

—¿Y por qué no te vas ahora?

—Porque debe estar durmiendo la mona y llenos de bronca con lo que pasó. Se putearon duro, jefe, parece que hay algún problemita de mujeres.

—Bueno, vos sabés cómo manejarlos. Pero no quiero que se nos caiga ese grupo. Es importante.

—Tampoco hay que darles mucha manija. Es necesario encontrar el punto donde no se sientan humillados y convencerlos de que no se pueden quedar afuera porque pierden poder. Quizá si les damos algo a ellos directamente…

—De acuerdo, ¿cuánto necesitás?

—Creo que con quince mil…

—Está bien. Tratá de que sea menos —dijo Gavilán, consciente de que su hombre también se quedaría con algo.

Cuando volvió al departamento estaba empapada en sudor. Había corrido la vuelta grande de ocho kilómetros. En cuanto subió, se desnudó para evitar que la ropa se secara en el calor de su cuerpo.

Tenía mucho tiempo antes de partir para su última sesión en el instituto. Se lavó el cabello y, mientras se enjabonaba con los ojos cerrados, otra vez la imagen de Javier se hizo presente con su piel bronceada y sus cicatrices. Durante la carrera no había podido, pese a que lo intentó, alejarlo de su mente.

Cuando sintió su cuerpo limpio, cerró las canillas y descolgó la bata del radiador donde se calentaba. Caminó descalza sobre la alfombra y volvió a la mesa del comedor para revisar sus carpetas. Se concentró y dejó sus asuntos terminados, sintiéndose liberada y satisfecha.

Todavía le quedaban un par de horas para salir hacia el instituto y no tenía nada que hacer. La atrajo el grueso diario de la mañana del sábado, lleno de ofertas, y salió a leerlo a la terraza. Tomó un par de almohadones de la caja de madera que oficiaba de pequeño depósito. Corrió el sillón de plástico para enfrentar el sol y se dispuso a leer.

Pronto su cuerpo tomó temperatura y se abrió la bata para dejar que los rayos dieran directamente sobre la piel desnuda. Suspiró profundamente y se acordó que el sábado anterior a la misma hora estaba camino a Ezeiza para un tranquilo y prometedor fin de semana en Río de Janeiro. ¡Una semana! ¡Apenas una semana! Y habían pasado tantas cosas que, sin querer, afectaban tanto su vida.

El tema de Brighton c/Halcón ocupaba, íntegras, dos páginas interiores del diario, además de un recuadro en la portada.

A la hora indicada comenzó su tratamiento. Las manos pesadas de Cynthia le arrancaban suspiros de placer al trabajar sobre sus músculos tensos.

—Por favor, tengo el cuello duro, si puede…

—Claro —aceptó la masajista—. Parece que nunca se hubiera hecho masajes. ¿Qué le pasó esta semana, Mercedes?

—Nada. Muchos problemas.

—Hay que tomarse las cosas con más calma —le aconsejó, tratando de iniciar una conversación.

Mercedes no contestó y volvió a suspirar. Sus pensamientos, que en las primeras sesiones la conducían a Rodolfo, ahora la llevaban a Río, a Javier.

Casi sin quererlo, se encontró comparándolos. Uno era abogado, formal, estable, casado y lleno de compromisos. El otro, un aventurero, un loco, un fugitivo. Dos complicaciones.

—Listo, Mercedes —oyó que le decían—. ¿La veré otra vez?

—Sí, seguro.

—Ésta es la última sesión.

—Lo sé, pero voy a tratar de volver cada quince días. Me ha hecho muy bien este tratamiento —dijo, mientras se incorporaba.

—Ya lo creo, Mercedes. Su cuerpo volvió a tomar forma, se tonificó y las marcas de celulitis que trajo casi han desaparecido.

—Es cierto. Gracias, Cynthia —respondió. La inquietó lo del «casi».

Hacía muchos años que no viajaba a Rosario, donde había tenido un amor cuando todavía era estudiante. Quince años después, volvía a buscar al delegado del Sindicato de Energía, Seccional Rosario y San Nicolás, para convencerlo de que no podía dejar de encabezar su columna en el acto de defensa de la soberanía.

No le costó demasiado encontrar la sede, instalada en una casa vieja y descuidada a pocas cuadras del centro. Como única identificación, una chapa de bronce sin lustrar a la izquierda de la puerta de entrada. El local estaba cerrado. Esperó casi tres horas hasta que apareció el delegado de la Seccional.

—¿Qué tal, Raymundo? —dijo, mientras entraba arrastrando los pies y corría el cierre de su campera de cuero negro.

—¡Hola, compañero!

—¡Aquí me tiene! Me vengo desde Buenos Aires porque vi lo que pasó con Luna y me parece que tenemos que conversar: no puede arruinarse una causa nacional por un problema de dirigentes.

—¡Es que ese tipo es un boludo! —le contestó Raymundo, furioso.

—Bueno, en realidad los dos habían tomado un poco y se pusieron picantes.

—Pero eso no lo autoriza a putearme porque le gané una mina en buena ley.

—¿Una mina?

—Es una vieja historia —descartó el dirigente, con un movimiento de su mano—. Fue una pulseada por una secretaria del sindicato, y se la gané yo. Y parece que no se olvida.

—Bueno, son las vueltas de la vida.

—Es verdad, un negado como ese sólo puede llegar a algún lado si se pone bajo el ala de la conducción nacional de la confederación. Él está ahí y yo quedé como jefe de esta delegación de mierda. Pero se lo voy a cobrar…

—Pará, pará. No te calentés de nuevo. La gente, así como sube, baja. Éste no es el momento para enfrentarte con él.

—Entonces, ¿cuándo?

—Vos sos más inteligente que él. Ya vas a darte cuenta cuándo comienza su declinación y ahí le pegás el mazazo. Ahora tenés que demostrarle al sindicato y a la confederación tu poder de convocatoria y tu dominio en la zona. Que sos un hombre imprescindible para el movimiento y que no pueden dejarte a un lado.

—Parece lógico lo que decís.

—Si te abrís ahora, todos van a notar que no estás en la movilización y van a querer desplazarte. Vos sabés que siempre hay alguien dispuesto.

—¡Tenés razón! —dijo el dirigente.

Se pasaron las siguientes tres horas organizando el traslado a Buenos Aires y otros detalles. Desde otra habitación, un adherente llamaba a los punteros para explicarles que debían concentrar a la gente para el acto. Además, Raymundo recibió seis mil pesos. Eso, y la cena que sellaba el acuerdo.

Mercedes tenía que hacer tiempo hasta las nueve, la hora acordada para encontrarse con Marina. Después de terminar con los tratamientos, descansó, se reunió con la médica que la había recibido el primer día y se comparó con las fotos de su llegada al instituto. Las diferencias eran notables.

Como todavía le quedaba un rato, salió a caminar por las calles del casco viejo de San Isidro. La tarde estaba fresca y se presentía la primavera en las enredaderas que se enroscaban en las rejas, los jardines cuidados y los enormes árboles con sus primeros brotes.

Se detuvo un rato en una librería acogedora y se compró tres libros, que amontonaría con otros en su mesita de luz.

—Creí que te habías perdido —le dijo Marina, cuando la vio entrar.

—No, me entretuve en la librería —le contestó con una sonrisa, ostentando la bolsa que cargaba.

—Bueno, ¿vamos?

Mercedes insistió para ir a un restaurante cercano, pero Marina trató de disuadirla por sus precios. Igual se impuso y, al ver la carta, concordó con su amiga. Bien lo valía.

—¿Cómo te fue anoche en ese boliche que te recomendaron?

—Horrible. Hiciste bien en no venir. Cada vez que voy a esos lugares me juro no volver. Están pensados para animar a adultos solitarios pero son cualquier cosa. Vieras los jovatos ridículos y las mujeres de levante. Humillante —sentenció— y patético.

—Bueno, vos te la buscás.

—Es que a veces no sé qué hacer con mi vida, Mercedes. Me paso la semana trabajando y ocupándome de los chicos, de sus deberes, del dentista, mil problemas y, cuando llega el día que les toca salir con el padre, me siento muy vacía.

—Tenés que buscarte a alguien, Mará —le aconsejó, innecesariamente.

—Sí, muy fácil… No tengo tiempo para nada, ni siquiera para ocuparme de un amigo o de un novio. Todo el día en el instituto, las sesiones de terapia que no quiero dejar, llevar y buscar a los chicos, ocuparme de lo que necesitan, desde la comida hasta la ropa. Sólo tengo libre el viernes a la noche y un sábado cada dos semanas, ¿te parece que puedo incorporar a alguien más a mi vida? Quizá cuando los chicos crezcan…

Se quedaron un momento en silencio. Mercedes entendía lo difícil que era la vida de su amiga. Tampoco se le escapaba que ella misma podría estar en una situación parecida si se hubiera casado y tenido hijos. Ninguna mujer proyecta ese final, pero son muchos los matrimonios que terminan mal.

Marina sacudió la cabeza y con una sonrisa, preguntó:

—¿Y vos? ¿Cómo te fue en tu romántico fin de semana en Río?

—La verdad que no sé qué decirte… Creo que mal.

—Dejate de macanear, Mercedes. Cambiaste un fin de semana lluvioso en Buenos Aires por un hotel cinco estrellas en Río de Janeiro, con playa y buena comida. ¿Buena cama, tal vez? —le preguntó, con una sonrisa pícara.

—No, no pasó nada. La cosa anduvo por otro lado. Además, es un delincuente.

—Bueno, bueno… pequeño detalle. ¿Qué querés decir con «delincuente»? ¿Asesino? ¿Traficante de drogas?

—¡No! Es contrabandista, falsificador y un pirata.

—Pará, Mercedes, pará. Ahora me vas a decir que tiene una pata de palo y un parche en un ojo.

—No de esos piratas —trató de explicarse—. Piratea música y software y contrabandea discos y otras cosas con marcas falsas.

—Entonces no es un delincuente. Bueno, en todo caso no es peligroso, es un delincuente menor. Si encima es culto, rico y está bien, es ideal —sentenció Marina—. ¿Y cuántos años tiene?

—Entre cincuenta y cincuenta y cinco.

—Bueno, faltaba que me dijeras que tenía treinta y ojos azules.

—Tiene muy lindos ojos.

Ambas rieron a carcajadas y el mozo les llenó las copas de vino. Brindaron felices por estar de nuevo juntas contándose sus penas. Los problemas parecían menos complicados cuando se podían hablar con una amiga.

—Seguí contando.

—Nada… Es un tipo raro. Tiene una organización dedicada a eso, me contó que lo quieren desplazar del negocio y que, como no acepta el contrabando más pesado, lo quieren matar. Ya sufrió dos atentados. Por eso vive en Brasil y no puede venir a la Argentina.

La sonrisa se borró del rostro de la psicóloga.

—¿Y para qué te hizo ir a Río?

—La verdad es que no lo sé, pero me parece que quiere que me ocupe de algo que nunca me dijo.

—¿Y por qué te eligió a vos? —volvió a preguntar Marina.

—Por la recomendación de nuestro corresponsal en Alemania. Un viejo divino que cree que soy la mujer maravilla y que me pidió que me ocupe de sus cosas.

—¿Y vos qué le dijiste?

—Nada.

—¿Cómo que nada? ¿Te encontrás con un tipo en un hotel de Río de Janeiro, pasás dos días y dos noches con él y no le decís nada?

—En realidad, como te dije, decidí ir porque acá hacía una semana que llovía, me pagaban el pasaje, el hotel y, encima, honorarios. Me fui a pasar dos días al sol y a ocuparme de algo tranquilo. Y, de pronto, este hombre me cuenta una historia de delito y violencia que me cayó tan mal. Me dio pánico quedar pegada. Y justo cuando estaba por enterarme de lo que quería de mí, lo llamaron por un asunto urgente y todo quedó pendiente. Ni siquiera me acompañó al aeropuerto.

—¡Qué cosa loca! —sentenció Marina, mientras masticaba su pescado.

—Muy loca, demasiado.

—¿Y qué vas a hacer?

—Voy a llamarlo a Haas, el abogado alemán que me lo recomendó, y decirle que no puedo ocuparme del tema. Si quieren, designo a un abogado del Estudio para que se haga cargo, pero yo me abro.

—Pero ¿te interesa?

—Es un asunto importante, pero está dentro de un mundo peligroso, que no conozco. Además, vos sabés que penal no es lo mío.

—Sí, entiendo. ¿Y si no te hubiera contado esa historia y se hubiera presentado como un hombre común con un problema común?

—Sería diferente. Mirá, si lo trajera a comer con nosotros vos no te darías cuenta de nada. Es un tipo encantador, a veces hasta un poco inocente en sus razonamientos. Está envuelto en un halo de misterio, sabe varios idiomas y lee latín, conoce de literatura y tiene los modales de un dandy.

—¡Lástima que sea un canalla!

—Tampoco es un canalla —lo defendió—. Según me dijo, sus problemas empiezan justamente cuando se niega a entrar en el tráfico pesado.

—¿Tráfico pesado?

—Sí. Drogas, medicamentos, armas. Dice que tiene códigos y cree que eso lo exime de cualquier condena moral.

—Entonces, tampoco es tan, tan canalla.

—No, pero vive amenazado. Y quiere que yo sea su abogada.

—Y, en realidad, no sabés qué hacer.

—No. Sí sé qué voy a hacer —contestó terminante la abogada—. Ya lo tengo decidido: me voy a abrir.

—¿Y por qué no lo hiciste allá o el mismo lunes cuando llegaste?

—Bueno, porque quería pensarlo un poco más.

—Lo que te pasa es que ese tipo te gusta, aunque sea un atorrante.

Mercedes se quedó callada y bajó la vista. Se dedicó a su comida. El plato estaba exquisito y el vino, mejor. Al rato, Mercedes habló:

—A vos no te puedo mentir. Siento una gran contradicción: por un lado, todo me dice que tengo que terminar ya mismo con este asunto y olvidarme de Haas, de Javier y de este viaje. Y, por otro, hay algo que me tiene agarrada.

—¿Te gusta el tipo? —preguntó, directa, la psicóloga.

—Es que como hombre es fantástico. ¡No puedo dejar de pensar en él!

—¡Te enamoraste, boluda! —concluyó, feliz, Marina y se levantó de su asiento para abrazarla.

El lunes, Mercedes llegó temprano a la oficina y se puso a redactar unos memorandos, a responder mails y a poner al día sus pendientes. En un post-it grande escribió «Llamar a Haas», y lo pegó en el reloj que tenía enfrente.

Los nuevos miembros de su equipo estaban aclimatándose al ritmo que imponía el trabajo. No era fácil para quienes venían de otras secciones ni para los que salían de Estudios más chicos. Y menos para la abogada que llegaba de un Ministerio Público, con todas las mañas de la burocracia oficial. Debía hablar con ella, explicarle la necesidad de producir honorarios facturables. Sabía que necesitaba del trabajo para enfrentar los costos de la enfermedad de un padre anciano y era por esa razón que había abandonado la tranquilidad de su puesto.

Ésa era una de las tareas que tenía pendientes, como llamar al doctor Haas para terminar de una vez con el caso Javier Costa. Pensó que, con la diferencia horaria, en Alemania sería cerca del mediodía. Pero no llamó. Y ya había pasado una semana desde su vuelta de Río.

¡Tenía que hacerlo! Levantó el teléfono para marcar, pero justo en ese momento entró Eleonora con su infaltable anotador y la obligó, una vez más, a posponerlo. Después atendió a un par de abogados y llamó al grupo que tenía a su cargo por un tema corporativo complicado.

Cuando se quedó otra vez sola en su despacho, se dedicó a llenar la planilla con el tiempo dedicado a cada cliente. Era un programa que, en ventanas desplegadas, demandaba el nombre del cliente, el tiempo utilizado y una breve reseña de la tarea realizada. La máquina se encargaba de guardarlo en su memoria, intercalarlo en orden cronológico con los trabajos declarados por otros abogados, los auxiliares y el personal administrativo. El programa hacía el cálculo según el nivel acordado de honorarios, que variaba según la jerarquía del que realizaba la tarea, desde el abogado sénior al administrativo o el cadete.

Era una tarea tediosa pero sustancial. A partir de esta evaluación del personal se consideraba la asignación de bonos, que se distribuían dos veces al año: en julio y en diciembre.

Mercedes terminó su día de trabajo. Aunque todavía le quedaban dos tareas pendientes: la conversación con la abogada y la llamada al doctor Haas. Miró el reloj; ya era demasiado tarde para llamar a Europa.