La tensión del partido del año entre Boca Juniors y River Plate se reflejaba en la enorme pantalla de plasma. Su equipo, Boca, perdía por dos a uno y todavía faltaban doce minutos para que terminara. Estaban arriesgando demasiado atacando con toda su gente, pero los defensores de River estaban bien plantados y no los dejaban pasar más allá del área.
En el vaso de whisky se derretían un par de hielos, pero Massa estaba demasiado prendido como para levantarse por más. Todo era cuestión de minutos, de avances y retrocesos.
El chillido del celular lo distrajo justo en un avance de su equipo. Lo tomó, pero lo dejó seguir sonando en la mano. Recién cuando la pelota salió del campo, rozando el travesaño, abrió la tapa: «número desconocido». Volvió a cerrarla. No era momento de atender a alguien que ni siquiera estaba en su lista de contactos.
El teléfono volvió a sonar. Esta vez, ni siquiera lo tocó. Los equipos iban de un arco para el otro. El griterío del estadio ensordecía y llegaba por el parlante. Un gol de River Plate —contraataque fulminante cuando faltaban tres minutos y medio— arrasó con sus esperanzas y, puteando, apagó el televisor. A lo lejos se oían gritos y petardos anticipando los festejos.
Para compensar su amargura, se levantó y fue hasta el bar a servirse otra vez. «¡La puta madre!», se oyó decir en voz alta; un sorbo generoso le hizo arder el esófago.
Volvió al sillón y tomó el teléfono. Buscó la función y llamó.
—¿Hola? Alguien llamó de ese número y no sé…
—Doctor Massa, soy Gavilán. ¿Cómo está?
—¡Ah, Gavilán! Y cómo quiere que esté. Está por perder Boca.
—Bueno, así es el fútbol —contemporizó el hombre, quien justo ese día había tenido que pagar una importante suma extra para conseguir personal que no fuera a la cancha—. Bueno, quería contarle que estamos empapelando la ciudad y los partidos del segundo y tercer cordón bonaerense. También empezamos a operar en La Plata, Rosario y Córdoba.
—¡Qué bien! —le contestó sin mucho entusiasmo, aún amargado por el resultado.
—Las gestiones en el Congreso andan sobre ruedas y el tema, como usted habrá visto, está instalado en los diarios, la radio y la televisión.
En ese momento ambos, en lugares distantes, oyeron la misma algarabía de los partidarios de River.
—Muy bien, Gavilán.
—Doctor, estamos teniendo muchos gastos y necesitaría que me adelantara una parte de lo convenido.
—No sé, tendría que hablar con mi cliente. ¿Cuánto necesita?
—Un veinte por ciento extra.
Massa hizo un cálculo rápido. El veinte por ciento era mucha plata.
—¿Qué le parece si nos vemos mañana a las cinco en el lugar de siempre? —preguntó Massa.
—Está bien, doctor, pero por favor convenza a su cliente. Estamos metiéndole con todo pero se nos agota el combustible. Los muchachos están sedientos y piden con cualquier excusa. Hemos tenido muchos gastos extra y no es el momento de parar la máquina. Falta un empujón.
—Está bien. Mañana a las cinco.
Massa estaba fastidiado. A lo de River, se sumaban estas apretadas en medio del río y cuando ya no había posibilidades de volver.
Tomó una campera del vestidor y salió de la casa para poner en marcha el automóvil de su hijo. Quería constatar si era cierto lo que le decía Gavilán, y salir en su BMW no era prudente a esas horas.
En el centro de San Isidro vio:
Buen trabajo, se dijo.
—Ya le conté que, cuando me negué a compartir mi organización con estos tipos, su objetivo fue desplazarnos del negocio. Al principio pretendían que siguiera manejando la organización bajo sus condiciones, pero ahora quieren apoderarse de la logística. Su última propuesta fue ayudarlos para operar con medicinas falsificadas. Me negué, y ahora quieren hacerme desaparecer porque temen que los denuncie.
Mercedes dio un respingo en su silla. «Hacerme desaparecer», había dicho.
Tomó un trago del vaso que tenía sobre la mesa y una servilleta de papel, que se dedicó a plegar en mil dobleces. Costa percibió su nerviosismo, pero siguió adelante con el relato.
—Ya cruzaron la línea. Ahora no sólo quieren dominar el mercado sino absorberme en la conducción. Como yo me niego, soy para ellos un escollo y un peligro permanente, porque tengo gente muy leal y sé muchas cosas que en dos minutos podrían acabar con ellos en la cárcel. Ya tuve dos atentados: en Mendoza y en Santa Fe.
Mercedes se preguntó si las cicatrices de su cara y su cuerpo serían producto de esos atentados, pero no lo dijo por miedo al ridículo. Trató de mantenerse impávida, pero tenía escalofríos.
—Por eso tuve que salir de la Argentina. Nadie, salvo el doctor Haas y mi socio, sabe dónde estoy. La guerra está declarada y nos enfrentamos por diversos medios. Temo que vengan hasta acá a buscarme. Si bien he tomado todas las precauciones, y me mantengo fuera de circulación, nadie puede asegurar que no me encuentren. Ellos buscan a Carlos Rafat.
Mercedes sintió que se estaba hundiendo en barro; no estaba segura de querer saber más. Se sentía una estúpida. Había tenido la posibilidad de pasarla bien con un hombre culto, con quien podía hablar de literatura, de filosofía y de tantas otras cosas, y se le había ocurrido preguntarle más sobre su caso. Todo por colaborar y cumplir con su trabajo y los honorarios que le estaban pagando.
¿Y si alguien, en ese preciso momento, los tenía en la mira y estaba por apretar el gatillo? Miró los edificios cercanos, pero era imposible distinguir nada. ¿Cómo iba a explicarle a la policía brasileña que ella sólo estaba conversando con un hombre que casi no conocía y, de repente, recibía un disparo? ¿Acaso alguien iba a creerle que era una abogada contratada? ¿Y por qué no un balazo a ella también, por las dudas? La invadieron las dudas. ¿Y si Javier también era un asesino? ¿Y si él también tenía un plan para responder a los ataques?
Mercedes sintió que tenía que terminar rápido con todo esto. Tuvo el impulso de correr a encerrarse en su habitación, hacer la valija, tomar un taxi y subir al primer avión que despegara hacia la Argentina. Era presa del pánico. Se sentía incapaz de cualquier reacción lógica. Pero tampoco quería comportarse como una histérica frente a Costa. Sintió rabia hacia Haas, porque él la había puesto en esta situación tan difícil de manejar.
—¿Se siente bien, Mercedes? —preguntó Javier.
—Sí, perfectamente —respondió, como si estuviera en una reunión y sin mayor molestia que sus zapatos nuevos.
Javier Costa habló durante una hora más. Mercedes apenas asentía.
—Esta gente me busca por temor a que los destruya con mi información. Igual, tengo todo por escrito y he dejado copias a resguardo para ser entregadas a quien corresponda en caso de que me pase algo. Ellos lo saben, porque hace poco me llegó un mensaje de paz.
Mercedes seguía impresionada. Si en ese momento lo estaban vigilando, deducirían que era ella la portadora de la información. Era la figura ideal, una abogada entrenada para guardar secretos.
Se animó a preguntar:
—¿Y dónde pensaba que encajaría yo en todo esto?
—Ahora le voy a explicar.
—¿No pensará que voy a ser su guardaespaldas? —dijo, un poco molesta.
Javier lanzó una carcajada.
—No la veo en ese papel, Mercedes. No, la necesito como abogada.
—Le anticipo desde ya que de ninguna manera voy a ser depositaria de la información que usted protege —se atajó, alarmada.
—No, esa información ya está a resguardo. Para eso tengo gente capaz de resistir cualquier cosa.
—Bueno —dijo, aliviada—. Y, entonces, ¿para qué necesita una abogada?
—Antes debo contarle otra historia: la de Carlos Rafat y la de Javier Costa. Si quiere, lo hablamos en la cena.
—Está bien —aceptó Mercedes. Estaba ansiosa por volver a su habitación. Se sentía mareada y confundida.
Mercedes estaba francamente mal. Tenía náuseas y escalofríos. A poco de entrar al cuarto, corrió hasta el baño y vomitó el almuerzo. Estuvo un largo rato inclinada sobre la loza fría del inodoro porque las arcadas se repetían y la obligaban a permanecer en esa posición humillante. Sentada en el piso del baño de su habitación lujosa, no se animaba ni a moverse.
Cuando recobró algo de fuerza, se levantó apoyándose en los sanitarios y se lavó muy bien la cara. Nunca le había pasado algo semejante, aunque tampoco había estado nunca en semejante riesgo.
Se metió en la cama y se arrojó a la culpa. Por la doble estupidez de haber tomado el caso a cambio de un fin de semana de playa y por no haberlo parado cuando tuvo la oportunidad de hacerlo.
Ensayó una justificación: su exigencia era producto de su profesionalismo, de la dignidad que no le permitía cobrar sin trabajar… Pero también tenía que admitir que la indiferencia de Javier Costa la había tentado a ir más allá. No estaba acostumbrada a ese trato distante de un hombre. En general, ella era de esa clase de mujer que se pasa poniendo límites.
Lo que definitivamente no entraba en su cabeza era cómo ese hombre raro, cortés, culto y amigo del doctor Haas, podía estar en semejante lío. Y tampoco para qué la necesitaba a ella, una abogada dedicada a contratos y socia de un Estudio de Buenos Aires.
¿Y si todo era una broma? ¿Una enorme y estúpida broma? No sabía qué hacer, todo se mezclaba en su cabeza. Se le ocurrió llamar a Marina para que la ayudara a pensar pero ¿cómo explicarle? ¿Y si lo llamaba a Haas? Los dos eran abogados y conocían al cliente. Miró la hora. En Europa era de noche y no podía traicionar el secreto profesional.
No podía ni quería cortar abruptamente la confesión de Costa. A la noche, después de cenar, se despediría elegantemente y, al día siguiente, ya estaría en Buenos Aires, tratando de olvidar el impacto que este hombre había tenido sobre ella. En todo sentido.
—Contador, soy el doctor Massa.
—¿Qué tal, Massa? —dijo Moreno, reconociéndolo.
—Bien, gracias. Perdóneme que lo llame hoy domingo, pero necesitaría conversar con usted.
—¡Cómo no!
—¿Le parece bien mañana a las once en el Estudio?
—Mejor a las doce, tengo una reunión más temprano.
—De acuerdo y, por favor, dese una vuelta por la ciudad y el conurbano y mire los carteles con la convocatoria del sindicato para una manifestación.
—Lo haré. Gracias.
Mercedes abrió los ojos, pero se quedó un rato inmóvil en posición fetal. Ahora que las nauseas habían pasado, tenía hambre. Era alguna hora de la tarde.
En la lucha entre sus dos impulsos —el de quedarse acostada o el de levantarse a comer algo— triunfó el segundo. Con un gesto abrupto, apartó el cobertor. Se vistió y, al rato, se sentaba a la misma mesa en la que habían desayunado con Costa y pedía un sándwich de miga con un té con leche.
En realidad, no podía determinar qué era lo que la había alterado tanto. Pensó que los condimentos de ilegalidad modificaban los parámetros en los que ella se movía cómoda. Se trataba de una historia más, pero ahora ella se veía involucrada en un peligro inmediato por el sólo hecho de estar junto a un hombre amenazado. Temía ser tomada por alguien con información relevante.
Javier Costa era un delincuente que había amasado una fortuna copiando una metodología de trabajo dedicada al contrabando y a la piratería musical, informática y de cine. Era, sin duda, un hombre rudo que podía sobrevivir en el ambiente y, por lo que él mismo decía, una persona con límites morales. Si bien era consciente de que transgredía la ley, se autorregulaba. Según él, lo perseguían justamente por no querer cruzar una raya moral.
Por alguna extraña razón no basada en la lógica, Mercedes le creía.
Costa no era alguien que intentaba escudarse en la inocencia. De entrada había confesado que estaba al margen de la ley, aun en su particular modo de verlo. Las grandes marcas —dueñas de los derechos de autor— no le merecían respeto porque sus ventas se basaban en el marketing, y esto no era otra cosa que un sistema engañoso de publicidad, adicción y esnobismo. Si el origen era espurio, cualquiera tenía derecho a imitarlos. Pero, ladrón que roba a un ladrón…
El doctor Massa aún se sentía mal por el partido perdido. Solía decir que Boca Juniors era un sentimiento y perder contra River Plate, un agravio.
La estufa a leña perfumaba el living con un aroma que no se conseguía en aerosol. La tarde estaba terminando.
Su paseo en auto por el centro de San Isidro, San Fernando y Tigre lo había conectado con la manifestación que se preparaba. Los carteles convocaban a defender el patrimonio nacional y, sin que nadie lo advirtiera, a la empresa que él defendía ante los tribunales. Era comunicación efectiva y directa.
¿Quién podía declararse a favor de capitales foráneos e imperialistas? ¿Quién podía optar por la desvinculación de miles de trabajadores? Tal como estaba planteado, resultaba imposible no solidarizarse. ¿Y los jueces? ¿Se animarían a dictar una sentencia a favor de una empresa extranjera? ¿Sabiendo que, independientemente de lo que fuera justo, pesaba la amenaza de juicio político por los intereses en juego?
El espectro político entero estaba a su favor, aunque no conocieran a fondo el tema. El nacionalismo, la causa obrera y el hambre del pueblo eran causas que siempre dejaban algún rédito. Y en ese espacio lo que importaba era la ganancia, no los valores.
La cifra acordada con Gavilán era desde el vamos muy elevada. Y ahora le estaba pidiendo un extra, un adelanto. ¿Cuál de las dos cosas? ¿O las dos a la vez? En realidad, trabajaba bien, pero el pedido era una chicana: si le decía que no corrían el riesgo de perder todo lo que habían logrado.
Se sirvió otro whisky, tomó un trago importante y levantó el teléfono inalámbrico marcando un número que recordaba de memoria.
—¿Enrique?
—¿Cómo estás, bostero? —le contestaron con una risotada.
—¿Y cómo querés que esté?
—Bueno, menos mal que no soy de River porque, si no, esta noche no podríamos hablar.
—Tu equipo no anda mucho mejor, eh… Pero te llamo por otra cosa: estoy preocupado con Gavilán.
—¿Qué te pasa?
—Vos sabés que acordamos la campaña por una cifra importante y hasta ahora viene cumpliendo, pero hace un rato me llamó pidiéndome un veinte por ciento extra —explicó Massa.
—¡Siempre el mismo! No aprende nunca. Es un tipo que trabaja bien, pero tiene el defecto de pedir refuerzos cuando en el medio cree que se quedó corto con lo que le pagan.
—Pero justo en la mitad del trabajo.
—¡Claro! —le contestó su amigo—. Si te lo pide al principio podés decir que no lo contratás, si lo pide al final, que no vale la pena gastar más plata, pero en la mitad no podés volverte atrás ni seguir sin él.
—Sí, es un hijo de puta.
—Sí, pero le da resultado. Después negocia. Baja lo que pide y hace algo extra, tenés que moverte con cuidado si no podés dejarlo. Negociá la cifra o conseguí alguna cosa que no esté prevista. Seguro que llegan a un acuerdo. Él tampoco puede abandonar ahora porque tiene muchos compromisos.
No era una mala idea, pensó Massa.
Una vez que se bañó, se maquilló y se vistió con el otro vestido que había llevado, Mercedes se sintió liviana, libre de la angustia del mediodía y dispuesta a enfrentar lo que viniera. Volvía a ser la mujer, la abogada dueña de sí misma.
Esa misma tarde había tomado la determinación de enterarse de todo lo que pudiera, porque sería la última vez que vería a Javier Costa. De ahí en más lo tendría en su memoria como aquel hombre que la había conmovido por su mezcla de misterio y hombría. Y se juró, una y mil veces, que no sucumbiría a ninguna propuesta, aunque se muriera de ganas.
Cuando se sentó a la mesa, acomodó su ropa y el collar, tratando de parecer lo más formal posible. Pretendía manejar la cena como una comida de negocios.
—A senhora gostaria um arinque antes de jantar? —le preguntó el maitre, después de acomodarle la silla.
—No, muchas gracias. Pero querría un poco de agua y el vino que tomamos anoche. Estaba muy bueno. ¿Lo recuerda?
—Pois nao —dijo el hombre, ceremonioso y sonriente.
Javier Costa llegó con aire despreocupado. Una camisa clara sin corbata bajo el saco azul le daba un toque de distinción que Mercedes no pudo dejar de notar.
—Se me adelantó, Mercedes —dijo, señalando la copa de ella a medio llenar.
—Sólo unos minutos —dijo ella, con un tono desvalido y provocativo.
Se notaba que algo había cambiado; la conversación parecía más difícil, dura, trabada. La diferencia con la noche anterior era notoria: ya no había ese juego de atenciones mutuas y pequeños detalles. Ambos pidieron comidas sencillas y fueron directamente al tema.
—Mercedes, temo haber sido demasiado sincero en el relato de mi vida y de mi situación. Me parece que no le gustó.
—No es cuestión de gustos sino de hechos. Estoy acostumbrada a que mis clientes se confiesen conmigo. Aunque, debo asegurarle, no tengo demasiados clientes con su tipo de problemas.
—Mejor, más tranquilo.
—Sí, es cierto, pero ésta es mi profesión y estoy preparada para todo lo que tenga que ver con conflictos legales. Por eso le pregunté para qué necesitaba mis servicios profesionales; no alcanzo a entender por qué insistió en este encuentro cuando sabe que no hago derecho penal —dijo la abogada mirándolo a los ojos. El tiempo se acababa.
—Es cierto —aceptó él, sin dejar de mirar esos ojos raros y hermosos de mujer.
En ese momento, un par de mozos se acercó con el pollo de ella y la carne de él. Hicieron a un lado la vela encendida y el florero. Antes de retirarse, llenaron las copas de agua y vino.
—Hoy hablé con Buenos Aires y me dicen que sigue el mal tiempo —dijo Javier, mientras les servían—. Siempre pasa al fin del invierno. Era algo que me hartaba cuando vivía allá.
—A mí también —contestó Mercedes, aunque no pensaba admitir que había sido ésa la razón principal por la que ahora estaba en Río—. Me iba a contar para qué me necesita y que relación hay entre usted y Carlos Rafat.
—Así es —dijo él mientras tragaba el primer bocado—. Esta tarde le conté los problemas con una gente que pretendía utilizar mi organización para el contrabando indiscriminado. Que había tenido dos atentados y que temía que quisieran matarme y que ésa es la razón por la que no voy a la Argentina. Allá estoy más expuesto.
Mercedes acordó con la síntesis de la situación que tanto la había afectado a la tarde. Cortó un trozo de pechuga, la llevó a su boca y se recostó en el silloncito esperando lo que vendría.
—Si su Estudio se puede encargar de los temas que tenemos en la Aduana sería una enorme tranquilidad para mí, aunque, según me han informado, pueden tardar años en resolverse. Además el único involucrado es Carlos Rafat.
—Es cierto. La Aduana no se caracteriza por su agilidad, y menos cuando deben castigar a alguien —acotó con cierta insidia—. Pero, a propósito, ¿qué tiene que ver usted con Carlos Rafat?
Mercedes dejó los cubiertos sobre el plato, tomó un sorbo de vino y se dispuso a escuchar otra historia, seguramente también complicada. ¿No tendría algo normal para contar este Javier, como cualquier ser humano?
—Por mi actividad, debo usar identidades: negocios legítimos y de los otros. Javier Costa es una de ellas, la más presentable —explicó sonriente—. Carlos Rafat es el que saca la cara en todas las operaciones, el jefe de la organización y a quien están persiguiendo. En cambio Javier Costa no tiene ningún problema ni flanco débil: es un perfecto ciudadano que hasta ha votado en alguna elección.
Detuvo su relato mientras llenaba las copas, como ganando tiempo.
—En la vida real, Javier Costa —continuó— era un muchacho que murió hace como veinte años y que no tenía ninguna familia ni demasiados amigos ni conocidos. Sólo yo y algunos pocos que nos ocupábamos de él. No fue difícil tomar su personalidad: nunca se le comunicó su muerte al Registro de las Personas. Como Carlos Rafat, yo no podía tener nada a mi nombre. Cuando logré la identidad de Javier Costa, hice un cambio de domicilio, de a poco fui declarando ingresos como un aparcero y justificando compras, pagué impuestos y me anoté como socio en una medicina prepaga que jamás uso. Al tiempo, renové los documentos y obtuve un pasaporte, y nadie comprobó las huellas porque Javier era un muchacho de provincia y no tenía huellas registradas en la Policía Federal. No hubo problemas en conseguir un par de cuentas bancarias, tarjetas de crédito y listo.
—Nada demasiado legal, por cierto —objetó Mercedes.
—Legal, no; legalizado, sí. Javier Costa es para todos un ciudadano argentino de cuarenta y siete años, un poco avejentado —sonrió—, al que nada ni nadie puede cuestionarle ninguna irregularidad.
Se hizo un silencio prolongado que sólo interrumpía el sonido de la vajilla. Mercedes no dejaba de observar sus movimientos ni su rostro, y el hombre tenía la mirada clavada en algún lugar del mantel. Sintió la necesidad de incitarlo.
—¿Y Carlos Rafat?
—Discúlpeme, pero no puedo decirle cómo entra Carlos en este tema. La pondría en un compromiso y no quiero que tenga más problemas conmigo. Ya le dije todo sobre Costa confiando en usted, como abogada y en su secreto profesional.
—Por supuesto —contestó, tratando de disimular su decepción.
—Doctora, estoy en una situación difícil y no puedo prever qué va a pasar con mi futuro. No es la primera vez que estoy en problemas o en situaciones límites, pero ahora siento que estoy al borde… —dijo como si fuera a dar comienzo a una confesión importante.
En ese momento se oyó el timbre de un celular. Javier lo dejó sonar pero, al fin, se excusó:
—Perdóneme —dijo, y se levantó de su silla.
Mercedes lo siguió con la vista y se dedicó a observarlo sin reparos. Necesitaba aislarlo del mundo del delito, verlo como un hombre que requería su apoyo legal. ¡Y quería saber el misterio de Carlos Rafat!
Javier caminaba de un lado al otro. No gesticulaba ni parecía levantar la voz. De todas formas, desde donde estaba, ella no podía oír nada. Comprobó que su físico, aunque delgado, denotaba fuerza. Y su rostro, preocupación.
Mercedes estaba decidida a no ser su abogada, pero el peso de su vida oscura no lograba desplazar el sentimiento que crecía dentro de ella sin frenos. Sentía que era la clase de hombre que buscaba hace años, aquel que no podía apartar de su mente por más lógica que le aplicara.
En ese preciso momento, Costa cerraba el celular y se encaminaba al comedor. Con una leve sonrisa, volvió a sentarse.
—Bueno, se complicó todo —dijo—. Es una lástima, pero tengo que irme para atender un tema urgente. ¿Nos encontramos mañana a las siete para desayunar y hablamos hasta que salga su avión?
Mercedes asintió, atónita, mientras el hombre le extendía la mano.
—Termine su cena, Mercedes, y pida todo lo que quiera. En serio, sin limitaciones. Nos vemos mañana. Gracias, muchas gracias. Perdóneme —dijo, mientras se iba. Caminó unos pasos y se volvió.
»Ah, por favor, guarde esto —dijo, depositando un pendrive sobre el mantel—. Ésta es una información para usted.
—No, no, espere. Yo no quiero involucrarme.
—No se involucra, se lo juro. Véalo si quiere y, cuando esté con Günther, déselo.
Mercedes se quedó sentada a la mesa pero no pudo terminar su plato ni tocar el pendrive. El mozo finalmente levantó la vajilla y le sirvió un helado de frutas. Su cabeza iba a toda velocidad. ¿Por qué razón había tenido que irse a las apuradas? ¿Qué era lo que le había dejado? Estaba segura de que se trataba de archivos importantes, o peligrosos, que la implicarían en el caso apenas se enterara.
Podía ir a la cabina de Internet del hotel, enchufarlo en la computadora y verlo. La alternativa era guardarlo sin abrirlo y devolvérselo cuando lo viera a la mañana. O, simplemente, tirarlo. Pensó que, cada vez que estaba decidida a ponerle fin a este asunto, pasaba algo que la dejaba más involucrada.
Se levantó y fue a caminar por el jardín. Al pasar por las piscinas, vio parejas bañándose, besándose. Los envidió. Sin esa tétrica historia de por medio, su encuentro con Costa bien podría haber sido otra cosa. Aunque intentaba negárselo, sentía una irresistible atracción por él.
Llegó a la playa del hotel. Se sentó en la arena abrazando sus piernas recogidas y apoyó el mentón en las rodillas. A medida que los ojos se acostumbraban a la oscuridad, podía divisar a la distancia las luces difusas de algunos barcos. La vista de la bahía era espectacular.
Al fin volvió a la habitación, puso música clásica, hizo la valija, se sacó tranquila el maquillaje y se acostó para leer a Kundera. Pero no pudo concentrarse. Encendió la televisión. Recién se durmió a las tres de la mañana.
A las seis y cuarto, la despertó el timbre del teléfono.
—¿Mercedes?
—Sí.
—Soy Javier. Buen día. Le pido disculpas por haber tenido que dejarla anoche pero tuve un problema impostergable.
—No se preocupe, ¿qué hora es?
—Un poco más de las seis. A las siete y media a más tardar, tiene que estar en el aeropuerto. Su avión sale a las nueve.
—Está bien, gracias. ¿Podemos desayunar y terminar nuestra conversación?
—Lo lamento, estoy bastante lejos de Río y no llego. En la recepción van a tener un taxi listo para dentro de media hora.
—Javier, ¿nos podemos encontrar en el aeropuerto? ¡Quiero devolverle el pendrive y hablar con usted!
—Es imposible, lo siento. Yo me pondré en contacto. Le aseguro que me es imposible estar ahí.
—Está bien. ¿Dónde le dejo el pendrive?
—Lléveselo, Mercedes, y véalo si quiere pero por favor manténgalo a buen resguardo. Cuando se vea con el doctor Haas, entrégueselo. No lo mande por correo ni por mail, por favor.
—No, no lo abriré porque quiero que este absurdo termine de una vez. Si usted necesita asistencia legal, en nuestro Estudio hay más de cien abogados.
—Está bien, pero sepa que tiene mi autorización para verlo. Muchas gracias por venir. Le repito que me siento mal por dejarla así, pero mi vida está muy complicada.
—De acuerdo.
—Gracias, Mercedes, hasta pronto.