Escuchar el portugués solía predisponerla bien. Lo asociaba a la música, a la vida alegre y sin preocupaciones. Le gustaba Brasil, y su gente.
Pasó Aduana y Migraciones sin problemas y salió al hall donde esperaban las consabidas personas y sus cartelitos. Había dado por sentado que alguien la buscaría, pero su nombre no figuraba en ninguno. Desorientada, tomó el camino de salida, porque no se podía quedar allí interrumpiendo el paso de la gente. Hizo un par de metros fuera del corredor vallado, cuando alguien se le acercó:
—¿Doctora Lascano?
—Sí —contestó, aliviada.
—¿Cómo está usted? ¿No se acuerda de mí? Soy Javier Costa.
En el camino, hablaron de nimiedades. La ciudad estaba, como siempre, en su esplendor de sol, mar y morros. Costa tomó un camino un poco más largo, pero que pasaba por las playas. Un rápido city tour. Lo que le permitió a Mercedes observarlo con detenimiento mientras manejaba. Reconoció algo de aquel hombre que la había visitado en el Estudio, aunque ahora estaba bronceado por el sol y con el cabello más largo. La hendidura del cráneo era menos notoria, pero allí estaban las cicatrices pequeñas en la cara. Era lo que más recordaba de aquel encuentro en la oficina.
Su ropa era elegante pero sin estridencias y el único adorno que exhibía era un reloj de marca desconocida. Sus mocasines, sin medias, tenían bastante uso, y cubría sus piernas con un pantalón de loneta, sin duda fresco.
Llegaron a Barra de Tijuca y entraron en la explanada del Hotel Sheraton. Cuando cumplieron con el trámite del check in, y con el botones a sus espaldas, Javier Costa le dijo:
—Son casi las siete. Si le parece bien, nos encontramos en el comedor a las nueve para conversar de mis asuntos. Ahora tengo que hacer una diligencia.
—De acuerdo.
—Si quiere puede ir a la playa o a la pileta o simplemente descansar.
—Está bien, gracias —dijo ella, aliviada.
—Nos vemos en dos horas —se despidió, y se fue a la salida.
Mientras esperaba el ascensor, Mercedes trató de ver para dónde iba Costa. Era alto y delgado, de espaldas amplias. Aparentaba algo más de cincuenta años. Sonrió. Estaba en Río y afuera había sol.
El botones la llevó hasta el piso doce y abrió la puerta de su enorme habitación, con vista ilimitada a las playas y el mar. Salió al balcón para mirar el maravilloso espectáculo. No estaba cansada, tenía calor y dos horas libres por delante. Abrió la valija y acomodó sus pocas ropas en el placard y en los cajones de la cómoda. Distribuyó los cosméticos en la mesada del baño, se lavó los dientes y se enjuagó con un flúor mentolado que estaba a su disposición en una botellita con el logotipo del hotel.
En la habitación se desnudó, se calzó la bikini y se detuvo a mirar su cuerpo. Pensó que estaba cayendo en un egocentrismo absurdo. Descolgó una bata y, cubierta, se dirigió a la piscina.
La pileta era inmensa, con un sector más alejado para niños, y reposeras en todo el contorno. Buscó una con vista al mar; tuvo que rodear la piscina para ubicarse. Caminó despacio sabiendo que era objeto de las miradas de hombres y mujeres. Se tumbó, cerró los ojos y aspiró profundo. El aire del mar, la temperatura y el cuerpo al sol eran una combinación perfecta.
Pensó en Buenos Aires, en la lluvia y las bajas temperaturas. Disfrutaría todo lo posible de ese espléndido hotel, del sol y de los secretos de ese hombre que esa noche conocería. Para eso, además, le pagaban los máximos honorarios de la tarifa del Estudio y la alojaban en un hotel cinco estrellas frente al mar.
Suspiró profundo y pidió una piña colada al camarero, que pasaba con su bandeja entre las reposeras. Se zambulló con gran estilo y nadó un par de piletas a lo largo. Al volver a su asiento, tomó un trago de la bebida y revolvió el bolso buscando la protección solar. Estaba demasiado blanca para el sol tropical, aunque fuera débil a esa hora de la tarde.
—Quer que eu passe pelas costas?
Era un agradable muchacho de unos treinta años, rubio, con ojos azules y cuerpo atlético y lampiño.
—No, muchas gracias. No tomo sol en la espalda —se le ocurrió contestar.
—Mas eu sou um especialista em passar o creme.
—No, de nuevo, muchas gracias.
El muchacho, frustrado, volvió a su grupo de amigos, que se reían. Con mucho sigilo, Mercedes lo espió mientras se iba: tenía una espalda equilibrada, bien trabajada. Habría podido ser algo bueno si no estuviera ahí por trabajo.
Intentó concentrarse en el libro de Kundera, pero no pudo. Dejó sus cosas sobre la reposera y cruzó la calle hasta la arena. Se metió en el mar saltando las olas, nadó unos metros en horizontal a la playa y se deleitó con el gusto a sal del agua fresca. Al salir notó sus pezones erizados por el frío.
Cuando volvió a mirar la hora, ya eran las ocho y diez. Se quedó unos instantes cautiva del atardecer en el mar y de la ciudad que empezaba a iluminarse. Tenía que prepararse para su cena de trabajo. Se lavaría el pelo endurecido por la sal marina, lo que le llevaría un tiempo porque también tenía que secarlo.
Una enorme quinta en Monte Grande, al sur de la ciudad, era el destino de Fernando Luna los fines de semana. Esta vez, había invitado a un asado a los delegados de las distintas seccionales cercanas y a alguno más del Interior del país. Era el momento de preparar los equipos para las elecciones que se avecinaban.
Gavilán pudo averiguar que la quinta estaba a nombre del cuñado de Luna, un desocupado que le hacía de secretario y que jamás habría podido comprar por las suyas ni un metro de ese terreno. El dato era relevante, no porque le interesara particularmente el cuñado del jefe del sindicato, sino porque le confirmaba que Luna era un corrupto que sacaba provecho de su cargo sindical. Y, aunque fuera lo habitual en el ambiente gremial, aún podían quedar sueltos algunos honestos. Definitivamente no era el caso de Fernando Luna, secretario general del Sindicato de la Energía.
Gavilán había entrado en contacto con Luna jugando la carta de un ciudadano preocupado por el posible cierre de las plantas que la firma Halcón tenía en el Gran Buenos Aires y en las provincias. Ocupaba cerca de ocho mil trabajadores y, en forma indirecta, unos veinte mil proveedores y terceros que producían para ellos. Tenía todas las estadísticas de producción y ocupación por sectores, provincias y niveles de remuneración.
Para la ocasión, Julio Gavilán se inventó una ONG preocupada por el desempleo. Su identidad era imposible de rastrear: la tarjeta de presentación sólo tenía su celular.
En su primer encuentro, habían hablado sobre generalidades de la lucha obrera, de la necesidad de mejorar la asistencia hospitalaria y la educación pública. Trataba de obtener la adhesión del sindicalista. Se extendieron en los enemigos que tenían en común, como la patronal explotadora, la derecha, alguna parte de la Iglesia y la oligarquía. Internacionalmente, el capitalismo y el imperialismo.
Era momento de apoyar a una empresa nacional que se encontraba al borde del colapso por la acción depredadora de sus intereses, que pretendían anular la licitación ganada legítimamente por Halcón basándose en el incumplimiento de las condiciones y en la falta de inversiones prometidas.
De prosperar la denuncia de su competidora, la Brighton, la cifra acumulada en los últimos ocho años por falta de inversiones sería tan fabulosa que la quiebra era una consecuencia inevitable. Se llamaría nuevamente a licitación y seguramente Brighton ganaría, provocando el cierre de las plantas y el despido masivo de sus empleados, que la nueva adjudicataria no absorbería.
Aunque nadie lo sabía con exactitud, todos creían que Halcón era una empresa nacional porque la había fundado, hacía más de un siglo, una familia mendocina. La conversión en sociedad anónima y los numerosos traspasos de paquetes de acciones confundieron el dominio, pero lo cierto es que era una multinacional de origen europeo y con capitales mixtos.
La segunda reunión había sido más relajada. De nuevo, estuvieron de acuerdo con que era necesario defender la fuente de trabajo e impedir la extranjerización del patrimonio nacional y que nadie mejor para lograrlo que un sindicato de base.
—La gente está esperando la acción del sindicalismo y en estas cosas los tiempos son muy importantes, mi estimado Luna —dijo Gavilán con una sonrisa.
—Las elecciones del mes entrante tienen a toda mi gente ocupada —se excusó.
—¡Al contrario! Esa gente tiene que estar movilizada. Eso enciende la sangre de los afiliados, que se van a encolumnar detrás de usted. La elección será sólo un trámite de ratificación.
—¿Le parece? Mire que hay algunos díscolos en el Interior que no se adhieren y hay que hacer la campaña contra ellos.
—¡Olvídese, Luna! Lárguese a la lucha por los puestos de trabajo y la industria nacional y ésos van a quedar aislados y colgados del pincel. Se quedan sin sustento ideológico.
La cara tosca del sindicalista se iluminó. ¡Este Julio sí que era un tipo inteligente!
—Tengo que hablar con mi gente. Una movilización así cuesta mucha plata: hay que pagar los transportes, la comida de los muchachos y hasta darles unos pesos para compensar la pérdida del presentismo.
—Bueno, si es necesario, mi organización puede colaborar con algo. Tenemos algunos auspiciantes —le ofreció Gavilán, sabiendo que una parte del dinero que entregara iría al bolsillo del sindicalista.
—De acuerdo —aceptó Luna—, vamos a hablar de eso que nos es tan necesario. Muchas gracias.
El sindicalista quedó en comenzar a trabajar con sus caciques para armar la propaganda previa, el entrenamiento, ver las necesidades, las fechas propicias y las acciones que se llevarían adelante por los lugares más influyentes.
La invitación de aquel día a la quinta del sindicato era una muestra de confianza. Luna quería demostrarle a Gavilán su poder gremial presentándole a gente incondicional y valiosa. Y Gavilán, a quien nadie conocía en el ambiente, quiso estar a tono con la ocasión: eligió ponerse un pantalón común bastante ajado, una camisa a rayas y una campera comprada en un supermercado. Llegó manejando un auto poco ostentoso que le prestaban para estas circunstancias.
Después de acordar la cifra de la ayuda, con entregas escalonadas y en efectivo, programaron una movilización a la Plaza de los Dos Congresos para un jueves a determinar.
Con golpes de su cuchillo en la copa de vino, Luna llamó la atención de los presentes. De pie en la cabecera de la mesa, dijo con voz potente:
—¡Compañeros! Hoy es un gran día. Es el comienzo de una acción sindical en defensa de los intereses de los trabajadores que son nuestra razón de ser (aplausos). La voracidad del capital internacional se ha ensañado con la empresa Halcón que, más allá de que en el pasado hayamos tenido algunos enfrentamientos, es una empresa de capital nacional. Si quebrara, dejaría en la calle a ocho mil compañeros y otros trabajadores de empresas afines condenando a sus familias al hambre y a la desesperación (aplausos y gritos de aprobación). Es por eso que el Comité Central de este sindicato ha decidido un plan de lucha para concientizar a los afiliados y a la ciudadanía de los peligros que se ciernen sobre el cielo de la Patria (más aplausos y gritos) y cada uno de ustedes tendrá su puesto de combate en esta batalla.
A las nueve en punto de la noche hacía su entrada en el comedor del hotel. Las luces tenues se combinaban con los candelabros de dos velas en cada mesa. El salón era grande, alfombrado y sonaba una música suave. El recepcionista la detuvo en la entrada.
—A senhora vai jantar? —le preguntó con su mejor sonrisa.
Mercedes trató de ubicar a Javier para ahorrarse la explicación. Lo divisó en una mesa y lo saludó con la mano. El hombre le sonrió y dijo:
—Ahí Estáo á sua espera. Por favor, me acompanhe.
Costa, vestido informal con una camisa abierta, saco sport y unos pantalones al tono, se levantó para recibirla. Mercedes llevaba un vestido bastante elegante, pero no para desentonar.
—¿Pudo descansar? —le preguntó, mientras le acercaba la silla.
—Estuve tomando sol —le contestó Mercedes.
—Se nota —dijo, haciendo un gesto indefinido a la cara—. ¿Quiere un aperitivo antes de ordenar?
—No, prefiero comenzar con el vino, si no le molesta.
—En absoluto. —Hizo una seña a alguien atrás y prosiguió—: Le quiero agradecer nuevamente que se haya molestado hasta aquí para hablar conmigo.
—Agradézcale al doctor Haas que insistió. Yo no me niego nunca a sus pedidos —dijo, esquivando la situación personal.
—De todas maneras… Por favor, o cardápio e a lista de vinhos —pidió, en perfecto portugués, al camarero—. El doctor le habrá dicho que se me complica volver a la Argentina.
—La verdad es que hacía tiempo que no venía a Río y me encanta volver, aunque sea para trabajar.
Mercedes pidió una langosta a la manteca y él, un pescado de nombre desconocido. Preguntó:
—¿Qué vino prefiere?
—Elija usted. Yo no conozco las marcas. Me gustaría un malbec o un merlot para el pescado.
Mercedes aprovechó ese momento para estudiarlo mejor. No llevaba ningún adorno salvo el mismo reloj de la tarde, cubierto parcialmente por la manga de su camisa celeste. Las manos estaban bronceadas y eran fuertes, se le notaban los músculos bajo la piel y las venas. El rostro era anguloso y la barba corta disimulaba algunas de las cicatrices que la habían impresionado en su primer encuentro. Tenía entradas importantes en su cabellera y las arrugas en la frente le agregaban algunos años. Los ojos oscuros eran penetrantes y miraban en forma directa, pero no agresiva.
Acomodó su silla para estar más erguido y dijo:
—¿No le incomoda si empezamos con nuestro tema?
—No, para eso vine.
—Usted se habrá preguntado por qué, después de mi visita a su Estudio, no retomé contacto.
—Realmente, sí.
—Bueno. Después que nos vimos, tuve algunos problemas y me vi obligado a salir de la Argentina. Los teléfonos fueron anulados.
—Pero tenía mi número y mi dirección de mail —contestó Mercedes, no dispuesta a dejarlo escapar.
—Es cierto, pero traté de que no nos conectaran. Quisiera comenzar desde el principio para que usted entienda mi situación.
—De acuerdo.
El hombre hizo una pausa, tomó un sorbo de agua y empezó:
—Durante varios años estuve trabajando en el sector de seguridad de una cámara empresaria, que agrupa a los productores e importadores de CD y DVD de música y cine. Nuestro principal trabajo era descubrir a los contrabandistas, a los que pirateaban los discos, los que los copiaban y competían deslealmente con nuestros empleadores y los titulares de los derechos intelectuales que, en algunos casos, valen mucho dinero.
Mercedes afirmó con la cabeza, animándolo a seguir.
—Nosotros…
En ese momento apareció el sommelier con su uniforme y una botella en la mano. En portugués comenzó a enumerar las virtudes del vino elegido por Costa y a darle calificativos más propios de ropas, frutas o comidas que de una bebida. Javier le hizo un gesto de resignación, hasta que decidió cortarlo y dijo, siempre en portugués:
—Eu agradeço muito, senhor. Conhecemos a virtude deste vinho e por isso é que escolhemos. Estamos tendo uma conversa importante e em outra oportunidade talvez possamos continuar falando. De qualquer maneira, muito obrigado. Eu agradeço sua intençao.
—Muito bem, senhor —aceptó el hombre, evidentemente frustrado.
—Excelente —aprobó, tomando un sorbo.
—Muito obrigado, senhor —contestó con una sonrisa.
—Le estaba diciendo que, en un principio, nosotros armamos una red de inteligencia para combatir la piratería, es decir, descubrir a quienes reproducían sin derecho la música o las películas y a los que contrabandeaban los discos vírgenes o ya grabados. Creímos que estábamos haciendo un buen trabajo, pero en realidad perdíamos el tiempo persiguiendo perejiles. A los traficantes de pequeñas cantidades o a los reproductores con un laboratorio en el garaje de su casa. Intentábamos llegar hasta los proveedores, pero el hilo siempre se cortaba en alguien que estaba a la cabeza del grupo básico y cuyo contacto hacia arriba era desconocido o cambiante. Nos llevó mucho trabajo, pero al fin descubrimos que las cabezas de este negocio estaban en los más altos niveles de una organización internacional. Allí, en protegidos escritorios, operaban y evitaban el pago de los derechos mediante un circuito ilegal.
La cara de Mercedes denotaba interés. Además, Costa lo contaba de tal forma que aumentaba el suspenso. Era fascinante cómo se expresaba.
—Por supuesto que estos tramposos eran un puñado de tipos que, al verse descubiertos, reaccionaron inmediatamente. Comenzaron a operar con intrigas y versiones hasta que nos desplazaron de nuestros puestos. Pusieron gente de ellos en la seguridad, les dieron prestigio permitiéndoles secuestrar pequeñas cantidades y volvieron a sus andadas.
—¿Y ustedes no pudieron hacer nada? —preguntó Mercedes.
—Nada. Y, para peor, quedamos como unos desleales. Nos echaron malamente y ni siquiera nos indemnizaron, pese a que intentamos de todas las formas posibles que se conociera la verdad. Los de ese grupo, que éramos diez, estuvimos un tiempo largo buscando de qué vivir. De a poco nos fuimos disgregando, y cada uno tomó un rumbo distinto cuando consiguió algo en qué trabajar.
—¿Quiénes formaban ese grupo? —preguntó, imprudente, la abogada.
—Eso no tiene importancia, nos conocíamos hacía mucho tiempo —contestó, evasivo—. Finalmente, un amigo y yo quedamos repartiendo las carpetas de nuestra empresa de seguridad y pidiendo entrevistas que nunca llevaban a nada. Después de muchos fracasos, una noche se nos ocurrió que podíamos armar nuestra propia red de tráfico ilegal de CD de música. Un tiempo después les agregamos las películas de cine y los programas de computación. Todo era cuestión de saltar la valla, pasarnos a la otra vereda. A la de los malos, pero sin ser malos.
Mercedes quería indagar, pero prefirió callarse hasta conocer la versión completa.
—Por supuesto, entramos en competencia con la red que habíamos descubierto y que no pudimos desbaratar. Teníamos la ventaja de que conocíamos el entramado desde adentro y ahora estábamos combatiendo desde la ilegalidad a quienes no pudimos anular por derecha. Nos sentíamos Robin Hood.
—Bueno… —trató de interrumpir, la abogada para que no quedara como cierta la falacia—. El derecho de propiedad intelectual protege a los titulares, que son sus creadores. Usarla sin autorización es un delito, porque se está usufructuando el trabajo y los esfuerzos de mucha gente. Es lo mismo que apoderarse de una cosa ajena.
—Está bien, doctora. No es un tema que tengamos que discutir esta noche, aunque queda abierto y admito que lo que hacemos es ilegal pero mucho menos que robar un banco o asaltar a mano armada.
—Bueno… —repitió, para no entrar en una discusión.
—La gente común piensa así —argumentó el hombre—. Y compra estos productos pirateados, los lleva a su casa para que los usen sus hijos, los comentan con sus amigos y no van a confesarlo a la iglesia. Son pocos los que consideran que están cometiendo una irregularidad aunque la ley lo prohíba. Es algo que la sociedad no condena.
—Pero todo está en el Código Penal, y además esa mercadería no paga impuestos y en algunos casos hasta usa del trabajo esclavo y de los niños —sentenció la abogada.
En eso llegó la comida a la mesa y quedó pendiente la discusión sobre la legitimidad de la falsificación y la piratería. La conversación derivó en cuestiones más comunes: la política, la situación económica y una película en cartel. Mercedes quiso indagar sobre la intimidad familiar y personal de su cliente, pero nada obtuvo. Como por naturaleza lo hacía, imperceptiblemente, comenzó un juego de seducción con su interlocutor. Éste era uno especial.
En Buenos Aires, el doctor Beltramino seguía con atención las noticias referidas al caso Halcón. Además de los diarios principales y la televisión, contaban con una agencia que todas las mañanas les hacía llegar los recortes o fotocopias de los temas que le interesaban y que aparecían publicados en los diarios del Interior y del exterior.
Si bien se abstuvo de intervenir directamente, seguía los acontecimientos de cerca porque estaba en juego el prestigio y el futuro del Estudio. Cualquier cosa que lo rozara debía ser neutralizada de inmediato. Lo espantaba la contaminación del Estudio con el sindicalismo o la política.
Ese sábado, un comentarista de uno de los periódicos de mayor circulación había mencionado a los Estudios enfrentados en el pleito y la magnitud que éste tenía. Aunque no era un secreto, tampoco era deseable salir tanto en los diarios. El periodista cuestionaba que la intervención del Congreso y las declaraciones de altos funcionarios del Gobierno constituían una violación al principio de división de poderes y una intromisión en la esfera de la Justicia. Sabía que el autor era un destacado abogado devenido en periodista. Sus palabras daban en el meollo del tema, y él se sentía mal por haber prestado su conformidad para sacarlo de los carriles naturales y llevarlo a la controversia popular y a la política.
Ahora no podía volverse atrás. La suerte estaba echada. El lunes tenía que hablar con Massa.
La langosta estaba exquisita; el vino, mejor y la conversación, ágil y entretenida. Mercedes se encantaba cada vez más con ese hombre, rara mezcla de intelectual sin estridencias, filósofo autodidacta, y duro sin alardes. Más de una vez tuvo que recordarse que ese mismo señor que la atraía le había confesado que se dedicaba a la piratería de derechos intelectuales y otros ilícitos relacionados.
—Sígame contando, por favor —le requirió Mercedes.
—Le decía que, con mi amigo, nos decidimos a saltar la barrera y empezamos a armar nuestra propia organización de copias de música y películas. Teníamos trabajos locales o las traíamos de contrabando, junto con otros artículos, como zapatillas, relojes y anteojos. Nuestra ventaja era que conocíamos a todos los que intervenían en el negocio: los cerebros, los del medio, los contrabandistas, los distribuidores y los vendedores. Comenzamos por los del medio y los distribuidores con los cuales nos habíamos enfrentado pero sin odios. Siempre nos respetamos. Cuando los de arriba se dieron cuenta, toda la gente del segundo y tercer nivel ya estaba con nosotros. A partir de ellos, se abría un entramado complejo hasta llegar al consumidor y ahí siempre estaba presente el peligro de ser capturado por la policía. En un momento, tuvimos que aplicar cierta dureza porque algunos quisieron retobarse. Pero, al final, sabían que si intentaban usar sus relaciones con la policía o con los jueces, ellos también vendrían con nosotros a la cárcel.
La abogada tomó agua de su copa. Estaba escuchando la confesión de un delito y adentrándose en el accionar de las organizaciones delictivas. Ella, una abogada dedicada a los contratos. Pese a todo no podía dejar de sentir que la trama era apasionante. Había de todo: dinero, delación, traición, amenazas. El bajomundo tan ajeno a ella en boca de un protagonista.
—Al fin, después de pelear duro, conseguimos el dominio total de la situación y ganamos mucho dinero durante seis años, hasta que aparecieron otros con las mismas ideas. Pero tenían un perfil distinto. Se dedicaban a cualquier cosa, incluyendo el contrabando pesado, y quisieron usar nuestra organización para introducir y comercializar su propia mercadería. Nos negamos a colaborar.
—¿Qué quiere decir con contrabando pesado? ¿A qué mercadería se refiere?
—Usted habrá escuchado que en esta época se han perdido los códigos. Los delincuentes antes robaban pero respetaban a la gente, a los ancianos y a los niños. Casi nunca mataban, ni violaban o golpeaban sin necesidad. Mire lo que pasa ahora. Nosotros éramos una mosca blanca en ese mundo.
—Bueno, eso no los hace más buenos —retrucó la abogada, sintiendo que la quería convencer de que el delito puede ser aceptable según como se practica.
—Le decía que en este mundo del contrabando hay especialidades y también códigos que se respetan. Cada uno se dedicaba a una rama: las armas, las computadoras, las drogas o los CD. Pero ahora todo se globalizó y apareció gente nueva buscando dinero de cualquier forma. Contrabandean drogas, armas, medicamentos verdaderos y truchos, órganos, personas… cualquier cosa que en un país esté limitado o prohibido y se pueda traer de otro modo a mejor precio.
—Sí, es un mundo… —dijo, innecesariamente, la abogada.
—Lo único que interesa es lograr beneficios rápidos. Y, para eso, no tienen ningún problema en corromper, matar o defraudar. Bueno, esa gente pretendió montarse en mi organización porque estaba probada y era una red de distribución segura.
—¿Y usted se negó?
—Sí, y ahí empezó una guerra por el dominio del negocio y, principalmente, por la organización, que es lo más difícil de estructurar en la ilegalidad y lleva mucho tiempo.
Costa se detuvo, dando suspenso a su relato en capítulos.
—¿Otro café? —ofreció.
—No, gracias. No voy a dormir.
—¿No quiere que sigamos en la terraza?
—¡Cómo no! —aceptó feliz Mercedes—. Comí mucho y necesito moverme.
Él sonrió y se levantó. El camarero se acercó y Javier le dijo:
—La cuenta a la habitación 1234, por favor.
Recién ahí Mercedes se enteró de que estaba alojado en el mismo hotel y en el mismo piso que ella. Sus cuartos estaban a metros de distancia. Los dos números eran pares y quizás hasta se accedía por el mismo pasillo.
Subieron en el ascensor y salieron a la terraza. El impacto del calor húmedo la estremeció. La vista era magnífica. Al otro lado de la calle estaba la playa iluminada y se oían las olas rompiendo sobre la arena. La luna aún no había completado su redondez pero alumbraba a pleno. Todo confabulaba para crear un clima especial.
Se sentaron mirando en dirección al mar. El mozo se acercó, presto:
—Usted no quiere más café —afirmó y Mercedes asintió con la cabeza—. ¿Qué le gustaría tomar?
—La verdad que nada. Agua, o un jugo de naranja.
—¿No me acompañaría con champagne?
Mercedes tuvo una visión rápida de la situación: noche de luna frente al mar, la temperatura ideal y champagne, las habitaciones a unos metros… ¿En qué iba a terminar todo esto?, se preguntó.
—¿Por qué no? —se oyó decir. Inmediatamente, se dio cuenta de que podía estar dando lugar a cualquier interpretación. ¡Era una abogada en actividad! Igual, se aflojó en el sillón esperando que él siguiera hablando.
—Esa gente intentó transar con nosotros y la verdad es que podríamos haber aceptado e incrementado nuestros ingresos, pero no nos daba el estómago para entrar en eso. Una cosa son copias piratas o marcas falsas y otra, órganos o drogas. Cuando los rechazamos, comenzaron a molestarnos. Nosotros cerramos las fisuras de la organización para que no pudieran filtrarse. Ellos pensaron que todo era cuestión de paciencia, porque con dinero y presión se consiguen nuevas lealtades. Aunque uno cierre filas, pretendían reclutar gente y, con ellas, obtener información.
El mozo interrumpió el relato. Se acercaba el desenlace de la historia y a Mercedes la fastidió la presencia de ese hombre con el balde de metal que sudaba frío. Otro camarero se acercó y dejó dos copas altas de buen cristal en posavasos de hilo.
—Por usted y con mi agradecimiento por estar aquí —propuso Costa, levantando la copa.
—Gracias. Espero serle útil.
—Seguro.
Ambos tomaron un trago. El champagne estaba exquisito y helado al justo nivel. Mercedes volvió a mirar al hombre que tenía a su lado. Él tenía la vista clavada en el océano, perdido en algún pensamiento. Cada momento que pasaba, le parecía más subyugante.
—Lo cierto es —continuó, sorprendiéndola— que lograron información vital y usaron lo que no esperábamos: la policía aduanera. Nosotros tenemos informantes en varios lugares, pero a la Aduana nunca llegamos. Tenemos algunos hombres dentro del organismo que nos ayudan con nuestros cargamentos de importación, pero no en la policía aduanera. Fue cuando nos allanaron el depósito de Barracas.
—¿Carlos Rafat? —preguntó Mercedes.
—Bueno… digamos.
—¿Digamos qué?
—Digamos que Carlos Rafat tiene varios seudónimos.
—¡Ah! —aceptó, sin entender a qué se refería.
—Es decir: ese contacto se cortó. La Aduana se quedará con varios miles de discos y, cuando los quiera vender, dentro de varios años, una vez que cumplan con todos los requisitos legales, habrán pasado de moda o estarán obsoletos. No tendrán valor.
—Bueno, ¿y es por eso que nunca más se preocupó del problema?
—No exactamente. Después del allanamiento, hicimos un movimiento operativo y salvamos el resto de la mercadería, pero nos agarraron otro depósito. Cuando la Aduana continuó allanando por los datos que le proveían nuestros enemigos, encontró depósitos y casas vacías alquiladas por gente que nunca ubicarán.
—¿Por qué?
—Porque todos los contratos fueron firmados con identidades falsas. Más de algún pobre infeliz va a tener que dar explicaciones sobre algo de lo que no tiene la más remota idea.
—¿Cómo es eso?
—Utilizamos documentos falsos con el nombre de personas reales.
—Bueno, no me parece muy simpático.
—No, por supuesto que no, pero la Aduana y la policía los dejarán tranquilos cuando se den cuenta de que no tienen nada que ver y que sólo usamos su identidad.
Mercedes levantó las cejas, interrogando.
—Esa gente que intentó usar nuestra organización para el contrabando ilimitado no se va a quedar satisfecha con sacarnos del negocio y mandarnos la Aduana encima. Ellos saben lo que nosotros sabemos y quieren destruirnos para evitar que hablemos. Por eso es que estoy aquí, un tanto exiliado.
—¿Y qué pasó con Carlos Rafat?
—Nada. Firmó el acta en el procedimiento aduanero y desapareció.
—Pero al fin la Aduana lo va a condenar y secuestrar la mercadería.
—Bueno. No es algo que nos preocupe.
—Estamos hablando de mucho dinero.
—Es cierto, pero salvamos mucho más. Ahora el tema no es con la Aduana, sino con esta gente que me está buscando para evitar que contraataque.
—Si usted decide salirse, estoy segura de que podrá encontrar un lugar donde ocultarse y vivir tranquilo —sugirió ella, inocente.
—No es tan fácil, Mercedes. Tengo gente que depende de mí y a la que no puedo abandonar. Gran parte de mis bienes están en la Argentina y ellos no están dispuestos a dejar que me vaya. Sé demasiado y soy un peligro real y permanente.
—¿Y por qué lo buscan a Carlos Rafat?
—¿Dónde lo buscan? —volvió a preguntar el hombre sin contestar la pregunta.
—En mi Estudio. Lo llamaron al abogado que se interesó en el expediente de la Aduana buscando a Rafat, el que compareció en el acta. Creen que es nuestro cliente y, en realidad, ni lo conocemos.
—Lo lamento, doctora. Creí que ese tema se iba a resolver sin problemas. Ahora ya no importa: Carlos Rafat se esfumó.
Después de contarle el núcleo del problema, Costa no siguió ahondando en su relato. Cambió de tema y se dedicó a repasar algunas anécdotas de su vida, la mayoría risueñas, desviando la atención de la abogada. Mercedes tampoco indagó qué pretendía de ella.
El cielo plagado de estrellas y la luna, que se reflejaba en el océano, acompañaban la fantasía del momento y el champagne, que se iba incorporando a su organismo, empezaba a alterarle los sentidos. Su profesionalismo se fue esfumando.
Ese hombre extraño la confundía. No era habitual que ella se sintiera desprotegida ante un cliente. Con los años había aprendido todos los trucos del manejo de situaciones y sabía, intuitivamente, hacia dónde iban. Pero éste no parecía ser el caso. Todo la hacía sentir incómoda y vulnerable. Se encontraba en una actitud pasiva, de observación. Dentro de ella, pujaban la profesional y la mujer.
En un momento, su zapato rozó el de él por debajo la mesa. Mercedes se quedó esperando un próximo movimiento, que indicara un avance concreto que aún no sabía si aceptaría. Pero Javier cruzó sus piernas hacia el otro lado. Mercedes intentó concentrarse nuevamente en la charla, pero se dio cuenta de que había perdido el interés y que el cansancio empezaba a hacerse evidente.
Costa propuso:
—La veo cansada. Creo que es una buena hora para irnos a dormir. Mañana tendremos todo el día para ocuparnos de nuestro tema.
—De acuerdo —aceptó Mercedes, reparando en el plural.
Él firmó la cuenta del bar y caminaron hasta los ascensores. En pocos minutos llegarían a su piso: Mercedes sentía que tenía que decidir qué haría ante otro tipo de propuesta.
Cuando llegaron al piso doce, caminaron por el pasillo en dirección a sus cuartos. Mercedes esperaba que Costa la tomara de la mano, o le dijera algo. Nada, sólo caminaba con las manos en los bolsillos. Se sentía molesta. Buscó la llave en su pequeño bolso.
—Hasta mañana —dijo Costa, manteniendo abierta la puerta y haciéndose a un lado para dejarla pasar.
—Hasta mañana. ¿A qué hora?
—¿A las nueve y media para desayunar?
—De acuerdo.
La puerta se cerró con un leve chasquido. Sorprendida por la forma en que había terminado el encuentro, se sentó en la cama. Todo la desconcertaba: venir hasta Brasil para encontrarse con un cliente que se confiesa jefe de una organización de contrabandistas y que no termina de explicarle qué necesita de ella; una cena espléndida que culmina con champagne frente al mar y que no deriva en nada. Se sentía frustrada. Creyó que el paso del tiempo había hecho estragos en su otrora irresistible atractivo.
Se quedó dormida sin siquiera apagar la luz.
Ese mismo domingo a la mañana, en un corralón de Rafael Calzada, en los suburbios de Buenos Aires, un extraño grupo de gente entraba y salía de un lote alambrado llevando tachos y escaleras que cargaban en autos o camionetas destartaladas.
En el fondo del amplio terreno, rodeado de paredones remendados de casas humildes, había una habitación con techo de chapas de zinc, paredes de ladrillo sin revocar y una puerta de metal liviano de la que colgaba una cadena con un candado.
Sentados frente a una mesa con patas de metal y cubierta de fórmica, un par de hombres con planillas anotaban y daban indicaciones a la gente. Un mapa multicolor, pegado a un tablero asentado sobre un banco alto, se apoyaba en la pared. Líneas irregulares trazadas con un marcador grueso seguían el recorrido de calles y avenidas de la ciudad y alrededores. También había alfileres clavados con banderitas de distintos colores. Dos hoscos custodios, uno en la puerta y otro apoyado contra la pared cerca del mapa, vigilaban el movimiento del lugar.
En esa rudimentaria escena, un hombre elegante abría de vez en cuando un cajoncito empotrado y sacaba billetes, que entregaba a los que recibían las indicaciones, hombres de distintas edades, desaliñados, algunos con gorro de lana o con visera. Con el dinero, todos se marchaban en la misma dirección, a unas quince cuadras, donde había una imprenta y les entregaban afiches de distintos tamaños. Los carteles eran pesados y, a veces, requerían más de un viaje de la camioneta para cargarlos.
Era un domingo lluvioso, como toda la semana, cerca del mediodía, y las calles estaban despejadas. Unos pocos transeúntes caminaban por las veredas del barrio buscando pan o pastas para el tradicional almuerzo previo a la siesta o a la cancha. Pero ellos trabajaban, se ganaban la vida pegando carteles en la ciudad o en los asentamientos cercanos. Estacionaban sus camioncitos, o los dejaban en doble fila y, sin apagar el motor, cumplían con la pegatina con una destreza asombrosa. Como se trataba de una campaña sin opositor visible, no corrían el riesgo de un enfrentamiento a golpes como sucedía con la policía o como a veces pasaba en batallas políticas.
La mayoría declaraba pertenecer al grupo del Mingo, el responsable de coordinar los trabajos y contratar a los pibes. Mingo hacía todo, desde el relevamiento de los espacios disponibles en los barrios (no podían tapar publicidades) y las tarifas correspondientes.
Esta vez, previo la salida de setenta vehículos, que se distribuyeron por distintas zonas de la ciudad y de las poblaciones más humildes de los alrededores. El trabajo les llevaría todo el día: el lunes Buenos Aires debía amanecer con cuarenta mil carteles. Los hombres estaban entrenados para ponerlos en lugares que fueran visibles; de ello dependía un pago extra del Mingo.
Cuando se despertó, Mercedes parpadeó por el caudal de luz que entraba a través de las cortinas. Se restregó los ojos intentando descifrar dónde estaba. Miró la hora en el display de la radio: eran las nueve menos cuarto. Agradeció a su reloj interno, que siempre la despertaba con suficiente tiempo para cumplir con sus rituales.
En el baño, no le gustó lo que vio cuando se miró al espejo. La noche antes, entre la frustración y el alcohol, no se había lavado la cara y el maquillaje se había corrido. Abrió el grifo, tanteó el agua y se lavó el rostro con fuerza. Su piel tenía rastros de las sábanas, que solos se esfumarían.
Se volvió y cruzó toda la habitación hasta el ventanal, donde corrió las cortinas. El sol le pegó de lleno y admiró el inmenso océano azul y sus islitas salpicadas sin método. Con un movimiento brusco, abrió la puerta y salió al balcón. El aire puro de mar le llenó los pulmones y abrió los brazos, como agradeciendo. Apoyó las manos sobre el barandal y contempló el espectáculo durante unos instantes. Movió los talones hacia atrás para hacer unas flexiones, tocando con la barbilla la baranda del balcón, para que los músculos de su espalda y su cintura recuperaran el tono.
Al darse vuelta, vio en el balcón contiguo a un hombre que tomaba su desayuno y la miraba. Ella no llevaba nada puesto, salvo el pequeño triángulo blanco de su bombacha, que apenas la cubría. Instintivamente, se llevó las manos a los pechos.
—Bom día —la saludó su vecino.
—Buenos días —contestó ella en castellano, y entró en la habitación con un movimiento torpe que el espectador consideró muy sexy.
Le divirtió la idea de ser sorprendida desnuda y sin proponérselo. Dejó la tanga arrugada en el piso y se duchó y lavó el cabello. Con la toalla anudada en la axila se dedicó a maquillarse calculando el tiempo para el encuentro. Se puso pantalones, una remera con dibujos orientales que había comprado en Hong Kong y unas sandalias de cuero crudo con poco taco. Aros pequeños, un collar y un par de pulseras de fantasía completaron el atuendo. Se calzó la llave plástica de la habitación en el bolsillo y una tarjeta de crédito por cualquier eventualidad; dejó el dinero y el pasaporte en la caja de seguridad.
El bar tenía sus mesas alineadas y un largo mostrador con nutrida variedad de quesos, cereales y frutas. En otro sector, unos cocineros esperaban los pedidos, la mayoría a base de huevos frescos.
Mercedes se ciñó a su dieta habitual: dos tostadas de pan integral, queso untable, café con una gota de leche, yogur y un vaso de jugo de naranja que llevó, en una bandeja, hasta una mesa contra un ventanal que daba a la playa.
Estaba untando una tostada cuando él apareció por la puerta. El cabello y la barba aún mojados, y una camisa de mangas cortas abierta que ostentaba las marcas oscuras de las gotas que todavía caían de su cabellera. Zapatillas sin medias, unas bermudas claras y el mismo reloj barato completaban su atuendo.
Se detuvo unos instantes buscándola con la mirada y, cuando la descubrió, fue hacia ella con una sonrisa franca.
—¿Cómo durmió?
—Bien, pero me duele un poco la cabeza —contestó Mercedes—. Tomamos de más.
Él otorgó y dijo:
—Voy a servirme el desayuno —y partió hacia la barra.
Mercedes estudió con detalle su figura desde atrás: hombros anchos, cuello grueso, cintura regular, glúteos firmes y movimientos atléticos.
—Es un hermoso día —comentó, por decir algo cuando él regresó con la bandeja cargada de frutas, huevos revueltos y café.
—Sí, pero es posible que más tarde haya un chaparrón y vuelva a salir el sol. Aquí siempre es así, el clima tropical.
—Parece mentira que hoy sea domingo —comentó Mercedes.
El hombre hizo una pausa para tragar lo que estaba masticando y contestó:
—Es que está trabajando en un escenario distinto. Mañana, en su oficina de Buenos Aires, no tendrá dudas de que es lunes.
—Cierto. Bueno, ¿qué le parece si seguimos hablando de su tema?
—¡Cómo no! —contestó él, tratando de no atragantarse con los huevos—. Ayer le había comentado los problemas que teníamos en la empresa.
Mercedes sonrió ante el eufemismo. Llamar «empresa» a una organización dedicada al contrabando y a la piratería era una verdadera exageración.
—Y también de ese grupo que pretendía que ustedes se asimilaran a su operativa y se dedicaran a otro tipo de productos, aunque no me aclaró cuáles.
—Es difícil precisarlos, pero se trata de cualquier cosa, de cualquiera que dé buenas ganancias.
—Pero cuando dice cualquiera… ¿Se refiere a drogas ilícitas, por ejemplo? —preguntó la abogada, para precisar.
—Cualquiera puede ser drogas, medicamentos falsificados, electrónicos, inmigrantes o trabajadores esclavos, armas, prostitutas y hasta órganos humanos para trasplantes. Todo depende del precio y de la demanda.
Pese a que intentaba mantener una actitud profesional, Mercedes no pudo evitar que sus ojos denotaran sorpresa.
Javier advirtió la inquietud, pero siguió adelante:
—Sí, doctora. Esta gente está dispuesta a cualquier tipo de negocio. No conocen límites para obtener ganancias. Su objetivo es lograr el mejor pago por un trabajo. Si es necesario conseguir un corazón o un riñón compatible para un enfermo rico, se concentran en eso. Todo depende si se quiere o puede pagar el precio que fijan.
—Pero estamos hablando de ablaciones realizadas en personas fallecidas, ¿cierto? —preguntó, ya casi fuera de control.
—En esos casos, nadie pregunta. Se necesita un corazón de tales características y con tal compatibilidad y el corazón aparece. Usted se puede imaginar que hay pruebas técnicas complejas de compatibilidad entre un enfermo y el donante. De quién es o cómo se consiguió, no importa. Se comprueba si es la mercadería pedida, se paga y se usa. Nadie pregunta mucho.
—Pero eso es… Es… demasiado brutal.
—Por supuesto, es brutal, salvaje, miserable y cualquier otro calificativo que quiera aplicarle. Ésa es, precisamente, la razón por la que no quisimos entrar. Una cosa es contrabandear discos, zapatillas o corbatas y otra, muy distinta, drogas, medicamentos falsos, gente o partes de gente. Son límites que nunca he cruzado.
—Bueno —atinó a decir Mercedes, tratando de procesar lo que escuchaba.
—Yo no tengo problemas en copiar un disco o una película o contrabandear relojes o anteojos de marca, pero nunca falsificaría o traería medicamentos que puedan matar o enfermar aún más. Mucho menos drogas, órganos o personas.
—En realidad, las dos cosas son delitos. Todo está en el Código Penal, como le dije ayer.
—¿Usted está hablando en serio, doctora? —dijo Javier, clavándole la mirada y corriendo la bandeja hacia un lado.
Mercedes tardó unos instantes en contestar. Sabía que esa respuesta era decisiva.
—Claro que estoy hablando en serio, Javier. —Se detuvo unos momentos no sabiendo cómo continuar su alegato. Al fin, se rearmó—: Creo en la ley, creo que todas las sociedades deben tener leyes que les permitan vivir organizadas y en paz. Nadie está en condiciones de elegir si viola alguna u obedece otra. O se está en el marco de la legalidad o afuera, en la ilegalidad.
La abogada sabía que podía continuar, pero se detuvo. Era suficiente para marcar el territorio. Se miraron con firmeza; la mujer no pudo soportar los ojos duros de su interlocutor.
—Bueno, creí que era más abierta, no tan ortodoxa.
—No sé si es una crítica o un cumplido —dijo, con una sonrisa, tratando de atenuar el desencuentro pero convencida de que había dicho lo que correspondía.
—Me parece imposible que una persona de su inteligencia considere igual de ilegal un hurto por necesidad y un homicidio por encargo, copiar una película o contrabandear negros o chinos para esclavizarlos. En la misma Argentina, ¿usted puede juzgar de la misma forma un arrebato callejero que una organización de pedófilos?
—No, pero…
—En este caso no hay peros, doctora —la calificó, por segunda vez esa mañana—. Si entiende o no la diferencia va a depender que sea mi abogada y yo su cliente. Yo sé que estoy violando la ley de propiedad intelectual y las leyes de Aduana y que hay gente que tiene la misión de impedirlo y reprimirme. Esa gente, si puede, va a encarcelarme. Pero también sé que no estoy transgrediendo ninguna ley moral, que no hago mal a nadie, que no despedazo a un ser humano porque otro con dinero necesita su corazón o sus riñones. No destruyo niños con las drogas, ni personas con medicamentos inocuos o dañinos. Estoy seguro de que nunca lo haré aunque me cueste la vida y, si puedo, voy a tratar de impedirlo.
Mercedes se acomodó en su asiento. No esperaba que la conversación tomara ese rumbo y menos a esa hora de la mañana, y en ese lugar. No parecía lo más apropiado para un planteo de filosofía del derecho.
La cara de Costa se había endurecido. Ahora mostraba un dejo de tristeza y parecía más viejo y menos poderoso. Se había planteado una cuestión de principios y era difícil compatibilizar las posiciones. No tenía sentido seguir discutiendo. Mercedes dijo:
—Javier, yo entiendo todo lo que dijo. Entiendo que los delitos tienen distinta jerarquía, que los hay aberrantes, que hay otros menos dañinos y están los que son fáciles de perdonar porque fueron cometidos en estado de necesidad o en legítima defensa. Pero le repito que creo en la ley, que creo en la organización social, que nadie puede tener el poder de hacer lo que se le ocurre.
Si hubieran estado en su Estudio, se habría levantado y dado por terminada la reunión. Pero estaba en un hotel, en Brasil y tenía enfrente a un hombre que se confesaba un delincuente. Y que, encima, le resultaba muy atractivo.
—Voy al toilette —anunció, buscando el único escape que se le ocurría.
Cuando ella se marchaba, también Javier aprovechó para mirarla de atrás. Quedó asombrado con sus líneas. Pero hacía mucho que había aprendido a diferenciar los negocios del placer.
Mercedes se demoró un buen rato en el baño. Se enjuagó la boca para limpiar los restos oscuros de la tostada y revisó su cara en el espejo. Se sonrió varias veces y ejercitó algunas poses para darse confianza.
Trató de analizar la situación fríamente. Costa era endiabladamente seductor y peligroso, pero ella era una abogada atendiendo a un cliente. Que fuera atractivo o no, no era lo relevante en ese momento.
Pensó que había cumplido con el doctor Haas. Y que al día siguiente estaría trabajando y olvidando ese encuentro, si es que podía. Equilibrada, y más segura, volvió a la mesa.
Alguien había limpiado ya los restos del desayuno y Costa tomaba una taza de café mirando hacia el mar. En cuanto se sentó, le dijo:
—Le ruego que me disculpe, doctora. Estuve un tanto grosero, pero yo me había hecho a la idea de que usted sería mi abogada y me encontré con que…
—Está bien, Javier. Sólo pensamos distinto. Yo lo entiendo, no soy tan obtusa como usted cree. Sé diferenciar los distintos tonos de grises.
—Bueno, gracias. De todas formas creo que nuestro tema ya se ha agotado y usted tiene avión para volver recién mañana. Así que le propongo que disfrutemos del día.
¿Que qué? Todo le parecía absurdo. Después de hacerla sentir como una idiota y dar por concluido la consulta, le proponía pasarla bien. Este hombre estaba loco. No quería ofenderse como una chiquilina, pero le parecía que lo único razonable era cambiar el vuelo y volverse, dando por concluido todo el asunto. Al menos, esto era lo que le decía su cabeza.
—Le propongo que vayamos a la playa —dijo el hombre.
De vuelta en su habitación, Mercedes trataba de analizar lo que acababa de pasar en el desayuno. En menos de diez minutos, la relación con su cliente tomó un giro inesperado.
Cuando ella le había cuestionado su postura, él asumió una actitud agresiva y hostil. Sin decirlo expresamente, se cerró al diálogo y a cualquier tipo de relación profesional.
Bueno, pensó Mercedes, mejor dejar las cosas así, no hay razón para tratar de modificarlas. Ella había cumplido con el encargo del doctor Haas y se había mostrado dispuesta a continuar conversando. Seguramente Costa se dio cuenta de que no era la abogada apropiada, y punto.
Le quedaba todo un domingo en Río de Janeiro. Estaba dispuesta a disfrutar del sol, del agua, de la comida brasileña y de la compañía de un hombre que, por muy raro que fuera, por lo menos ya no era más su cliente. Lo prefería así.
Desde el celular, llamó a Marina. La encontró en su casa, preparándose para ir a comer a lo de sus padres, dos ancianos capaces de angustiar a cualquiera con sus quejas y achaques. Le contó que en Buenos Aires seguía lloviendo. Mercedes miró por la ventana: sonrió por la diferencia.
—¿Y cómo anduvo tu cliente? —le preguntó.
—Todo mal.
—¿Cómo todo mal?
—Sí. Pretendió que estuviera de acuerdo con él en que el delito puede ser algo bueno y una razonable forma de vida.
—Bueno, no parece un buen inicio… —dijo la psicóloga sin comprometerse.
—No lo fue, Mará, fue el fin. Se pudrió todo.
—Bueno, bueno —dijo mientras pensaba—. ¿Y cómo sigue la cosa?
—No sigue, pero ahora me espera en la playa.
—¡No te creo! Ya no sos su abogada, pero sí su amiga —concluyó, con toda lógica.
—No jodas, Mará —protestó.
—¿Y cómo está?
—Muy bien.
—Entonces ¡la vas a pasar bomba! —se rio, Mará—. Sin un caso, en un hotel en Brasil, con un tipo que te gusta y con el cual no vas a tener nada que ver a partir de mañana, ¿qué más querés?
—No me entendés —se quejó Mercedes, caminando dentro de la habitación mientras apretaba el teléfono con la oreja—. Soy una abogada que vino a atender un caso y por lo que me pagan honorarios, y ¿vos me estás diciendo que tenga algo con él?
—Merce, ya no tenés cliente ni hay ningún caso pendiente. La abogada ya no existe. Ahora sos Mercedes Lascano, una ciudadana argentina de cuarenta y tres años, soltera y con tiempo libre hasta mañana a la mañana para hacer lo que se te ocurra… Además, ¡el tipo te gusta!
—¡Pero es un delincuente! Me dijo que hace años que vive del contrabando y la piratería de discos y películas —retrucó mientras salía al balcón. Allí la señal era mejor.
—¿Y? ¿Si te hubiera dicho que era un comerciante de discos y películas?
—¡Pero no me dijo eso! Me contó cómo trafica, que tiene una red montada para distribuir esos discos truchos y la ropa falsificada.
—¿Y qué hay? ¿Nunca compraste una película o un disco trucho?
—Creo que no —dijo la abogada, no muy segura.
—Yo no sé si alguna vez compré alguno legítimo. El video de aquí a la vuelta tiene todos copiados y las calles están llenas de manteros vendiéndolos a la vista de la policía.
—¡Vos también, Mará! Son los mismos argumentos que usa este hombre, que se siente un santo porque sólo trafica con estas cosas falsas y no con drogas o con armas.
—Y tiene razón.
—¡Vos no me podés decir eso!
—Claro que puedo —ratificó la amiga—. Y lo podemos seguir hablando el martes. Esta conversación te va a salir una fortuna.
—No importa, la paga el Estudio. O el tipo éste.
—¡Cómo te envidio, Mercedes! Dios le da pan al que no tiene dientes.
—Bueno, ¿comemos el martes a la noche después del tratamiento?
—¡Claro! ¡Cómo me voy a perder este cuento! Y haceme caso, disfrutá, querida. ¡No sabés lo que daría yo por estar en tu lugar!
—Bueno, mañana al mediodía te llamo —dijo, para asegurarse.
—Si es que volvés —cerró Mará con una sonora carcajada, que le provocó a ella una sonrisa.
Cuando cortó, se quedó en el balcón pensando en los consejos de su amiga, la psicóloga. Desde allí pudo divisar a Javier caminando por la playa y a un empleado del hotel que se le acercaba. Intercambiaron unas palabras y se dirigieron hasta unas reposeras y una sombrilla. Javier alzó la vista hacia el edificio y la vio. La saludó con la mano y una sonrisa amplia.
Mercedes le contestó el saludo y, al volverse, se encontró nuevamente con su vecino de balcón:
—Quer me acompanhar?
—No, muchas gracias —le contestó seria y entró en la habitación.
Buscó el teléfono del doctor Haas en su lista de contactos. Se sentiría más tranquila si justificaba su viaje ante él. Un contestador le pidió que le dejara el mensaje:
—Doctor, soy Mercedes Lascano y me encontré con su amigo Javier Costa y estoy alojada en el Hotel Sheraton de Río de Janeiro interiorizándome de su caso. Cuando vuelva a Buenos Aires, me comunico con usted y le cuento. Que tenga un buen fin de semana. Le mando mis cariños.
Mientras dejaba su mensaje a la máquina, el teléfono de la habitación comenzó a sonar ¿Quién podría ser? Nadie, salvo Marina, sabía que estaba en ese hotel. Debía ser Costa.
—¡Hola!
—Gostaria muito de beber um arinque com voçé —dijo una voz.
—¿Quién habla?
—Sou seu vizinho. Adoraria que…
—Por favor, señor, no me moleste. No me interesa tomar nada con usted —le contestó, furiosa, y cortó. A continuación, marcó el número del Estudio y llamó al interno de uno de sus abogados.
—Soy la doctora Lascano y quería avisar que mañana regreso en el vuelo 1325 de Varig y estaré al mediodía en el Estudio. Si me necesitan por cualquier cosa estoy en la habitación 1212 del hotel Sheraton de Río de Janeiro. Hasta mañana.
Ya no tenía otra cosa que hacer más que bajar a la playa. Se puso una remera larga, se ató el pelo con una cinta, buscó el protector solar, la llave y el bálsamo labial, y salió al pasillo temiendo encontrarse con el vecino acosador.
En el espejo del ascensor advirtió que no había conseguido el propósito de tapar su figura con esa remera amplia y larga, que parecía un camisón.
—¿Qué tal? —saludó cuando llegó a las reposeras donde se había instalado Javier.
—¡Hola! —contestó él, bajando el libro de Mankell, el escritor europeo de moda. Se incorporó a medias y agregó—: Acomódese. El día está hermoso.
Y era cierto. No hacía demasiado calor, una brisa refrescaba y el mar era suave en esa playa. Mercedes dejó las sandalias en la arena y se ubicó en su reposera. El sol le daba de lleno y la sombrilla no la cubría en lo más mínimo.
—¿Le gusta Mankell? —preguntó ella para romper el hielo después del cortocircuito del desayuno.
—Sí, es uno de mis autores preferidos —contestó él—. Pero éste me cuesta un poco… —Dio vuelta el libro para que se viera el título: La quinta mujer—. Me gustó más Los perros de Riga.
Aunque Mercedes no los había leído dijo:
—Es excelente.
Costa estaba estirado en su reposera y llevaba un pantalón de baño corto. Tenía un cuerpo bien formado, sin excesos de músculos ni de grasa. Era más bien magro, y las costillas se delineaban bajo la piel bronceada y cubierta de una vellosidad liviana. Sin embargo, había algo que alteraba esa armonía: tenía varias cicatrices en su pecho y en las piernas. Eran cicatrices extrañas, más bien hendiduras poliformes. Algunas, pequeñas; otras, más notorias. A él no parecían importarle.
Estuvieron hablando de literatura contemporánea durante un largo rato y después pasaron a los clásicos. Javier Costa reconoció que leía en italiano y francés y que trataba de mejorar el latín. Toda una revelación.
Al poco rato, Mercedes comenzó a sentir calor, y se sacó la remera. Mientras conversaban, se había cubierto la piel de sus piernas, la cara y los brazos con el protector solar. Al sacarse la blusa, volvió a tomar el pomo y metódicamente comenzó a cubrir sus hombros, su abdomen y el torso, respetando los triángulos cubiertos por la tela de la bikini.
Costa parecía indiferente a su cuerpo armónico y hermoso, y a la sensualidad de sus movimientos. Seguían conversando como dos buenos amigos tomando sol. Al rato, se internaron en el mar para nadar con un ritmo parejo. Los dos eran eximios nadadores.
Al volver, jadeantes, se echaron sobre la arena a descansar mirando el cielo libre de nubes y las gaviotas y sus picadas fulminantes. No se hablaron. Todo parecía perfecto. El hecho de no tener ya una relación profesional parecía haberlos liberado de un compromiso que los limitaba. Cuando se hizo el mediodía, el hombre la invitó a almorzar en el pequeño restaurante de la playa. Mercedes se adelantó para darse una ducha de agua dulce en la regadera y el hombre pudo observarla libremente al caminar.
La bikini no la cubría demasiado. Dejaba expuesta una espalda esbelta y lisa donde sobresalían algunas vértebras que iban desde los hombros anchos hasta la cintura que luego se ensanchaba otra vez en unas redondeces para nada exageradas, más bien escasas pero firmes y perfectas. Si Mercedes hubiera podido entrar en la cabeza de ese hombre, se habría felicitado por la calificación obtenida, porque él era un crítico feroz de los cuerpos femeninos. En ese cuerpo, no tan joven, casi no encontró defectos.
Rechazaron una comida formal y pidieron diversos platos de pescado y carne, que podían comer con las manos. Costa tomó dos cervezas y ella, una gaseosa. Parecían entenderse sin dificultad. La conversación era rápida y entretenida, y saltaba de un tema a otro. Hasta se rieron de situaciones que surgían espontáneamente y se burlaron de ellos mismos.
Estaban tomando el segundo café cuando Mercedes, sin perder el tono, le dijo:
—Javier, quiero decirle algo.
—La escucho.
—Esta mañana…
—No, por favor no volvamos a lo mismo. Esta mañana nos dijimos lo que pensábamos y no estuvimos de acuerdo.
—Pero yo quisiera…
—Fíjese cómo ahora estamos mucho mejor. No tenemos por qué forzar las cosas. Si encontramos este plano donde no tenemos roces, no salgamos de él.
—No —dijo con firmeza Mercedes, bajando la cabeza y volviendo a mirarlo con alguna severidad—. No, Javier, yo no vine a Río de Janeiro a conocerlo y a pasar con usted un día de playa. Todo esto es encantador pero usted pagó mi viaje y mis honorarios porque necesitaba un abogado y yo acepté asesorarlo.
—Yo no pagué ningún honorario suyo. Sólo el boleto de avión y el hotel.
—¡Ah! El doctor Haas… —concluyó Mercedes. Ambos sonrieron.
—Bueno, de cualquier manera, no me gusta cobrar por lo que no produzco. Usted me ha contado su ocupación y las dificultades que enfrenta ahora. Todo está bajo el secreto profesional, por supuesto, y si me cuenta lo que falta, a lo mejor puedo ayudarlo y los dos sentiremos que este viaje no ha sido en vano.
Se miraron durante unos instantes decidiendo qué harían. El hombre no parecía demasiado decidido a ceder a su pedido. Finalmente, dijo:
—Está bien. Voy a terminar de contarle mi historia, pero con la condición de que una vez que usted conozca todo, decida libremente lo que hará. Usted tiene el pleno derecho de negarse a asesorarme si no lo considera ético y yo no me voy a ofender.
—De acuerdo —aceptó ella, recostándose en la silla con el vaso de gaseosa en la mano, curiosa por saber lo que faltaba.
El sábado a la noche, como era habitual, el Congreso de la Nación era un edificio vacío sin más personas que los empleados de Seguridad. Sin embargo, en la oficina de la Comisión de Recursos Naturales de la Cámara de Diputados las luces estaban encendidas. Un solitario diputado de apellido Berardi estaba sentado a la mesa de reuniones, rodeado de libros, revistas y papeles que consultaba esporádicamente mientras tipeaba en su computadora.
Estaba elaborando un informe —que tenía que llegar a tiempo a las comisiones del Comité sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas— sobre la influencia de las explotaciones mineras de oro a cielo abierto y la desertificación por el uso de aguas naturales. Era un trabajo importante que le habían pedido de la representación argentina para tener más protagonismo en un Comité que ganaba trascendencia ante los desastres que se repetían en el planeta por la actividad humana.
Sintió hambre y decidió salir de su encierro. Después de un rato de caminar, encontró un restaurante familiar y se ubicó en una mesa individual junto a la ventana. Sus pensamientos erráticos se concentraron en la entrevista que había tenido la semana anterior con un lobbista llamado Julio Gavilán.
La audiencia le había sido pedida por el senador Crespo, presidente en el Senado de la Comisión de Recursos Naturales. Era uno de los tres representantes por San Juan, su provincia natal, con quien tenía una buena relación pese a pertenecer a partidos enfrentados. Era una buena persona, tal vez demasiado interesado en las alianzas y las trenzas políticas, pero indispensable en temas de recursos naturales y medio ambiente tratados a nivel legislativo.
Como era un asunto urgente, Berardi y Gavilán habían quedado en encontrarse en algún cuarto intermedio de la sesión cuando no se requiriera su presencia en el recinto de la Cámara.
Era la una de la mañana cuando se encontró con Julio Gavilán, un hombre simpático y agradable. La conversación comenzó con un repaso de los problemas nacionales pero pronto pasó al tema de fondo.
Al diputado no se le escapaba que se trataba de un lobbista interesado en el respaldo legislativo de su posición o sus intereses. Al comienzo de su gestión, Berardi rechazaba a todos los lobbistas que se le acercaban, pero el tiempo le había demostrado que nada se ganaba actuando así: ahora los escuchaba, les preguntaba cosas que ignoraba, los analizaba y quedaba bien con todo el mundo. Algún día podía necesitar de ellos.
Si finalmente conseguían lo que estaban buscando —o no—, casi nunca dependía de él. La Cámara estaba compuesta de doscientos cincuenta y seis diputados, que votaban siguiendo las órdenes del jefe del bloque, que previamente había negociado o consensuado con los demás jefes de bancada.
—El senador Crespo me pidió que lo recibiera urgente —dijo el diputado aquella madrugada.
—Así es, y le agradezco esta entrevista. Sé que está en sesión, por lo que trataré de ser breve. En otro momento nos podemos encontrar para charlar con más amplitud, si usted lo considera necesario.
—De acuerdo, porque, si me llaman, vamos a tener que cortar. El quorum es el quorum.
—Se trata del problema de los establecimientos Halcón —dijo Gavilán, para entrar en tema—. La Cámara en lo Federal está por dictar un fallo que, de ser contrario, provocaría la quiebra de la empresa. Esto dejaría sin trabajo a ocho mil personas en forma directa y a más del doble en forma indirecta. Algunos pueblos del Interior dependen directamente de la permanencia de esta explotación. Como sucedió con los ferrocarriles años atrás, el cierre de las industrias Halcón significaría la desaparición de los asentamientos por falta de trabajo.
El diputado se recostó en su sillón haciendo sonar un resorte. Halcón: había escuchado y leído algo sobre eso pero no estaba interiorizado de qué se trataba y qué tenía que ver él, en todo caso. Preguntó directamente:
—Si la Justicia está por resolver, ¿qué tenemos que ver nosotros en ese tema?
—Es que no es un tema justiciable sino un problema netamente político, que afecta a la soberanía de la Nación sobre sus recursos naturales y provocaría una ola de desocupación que perjudicaría a regiones enteras.
Era cierto. A unos doscientos kilómetros de su pueblo había una planta de la empresa Halcón que empleaba a doscientas cincuenta personas y que, junto con la agricultura y la ganadería, era lo que daba vida a la región.
—Pero me imagino que los jueces tendrán en consideración estas circunstancias cuando dicten su sentencia —alegó el político, para sacarle el cuerpo a la cuestión.
—No lo creo. Los jueces aplican la ley y a quiénes afecta una sentencia ya no es su problema. En general, no consideran si son intereses nacionales los que se perjudican o si se está creando un conflicto social.
—Bueno, así debe ser. Ellos no son políticos. Y la Justicia debe darle a cada uno lo que le corresponde, sin distingos.
—Ésa es la preocupación que tenemos —dijo Gavilán—. Si el fallo fuera contra Halcón va a significar la quiebra del grupo, provocando inmediatamente miles de desocupados y lo peor es que se perdería el control nacional de los recursos naturales.
—El fallo aún no ha sido dictado, ¿no?
—No, pero no puede pasar mucho tiempo.
—¿Y si es a favor de Halcón? —preguntó el diputado con lógica.
—Todos quedaríamos aliviados y la Brighton nada tendría que perder porque en la Argentina es apenas una oficina con cinco empleados.
El diputado se rascó la cabeza en una clara señal de desorientación. El planteo parecía ilógico. Si era un tema sujeto a la decisión de la Justicia, el Parlamento no podía meterse porque la división de poderes de la Constitución lo impedía.
—Diputado, lo llaman del recinto —dijo la secretaria, abriendo la puerta sin golpear.
—Lo lamento —dijo mientras se incorporaba—, estas llamadas son siempre urgentes.
—Lo comprendo —respondió Gavilán, frustrado—, aquí le dejo una carpeta con todos los antecedentes y mi celular. Espero su llamada para vernos y hablar más ampliamente sobre el tema que es del interés de la Comisión que usted preside, diputado.
Berardi le estrechó la mano al pasar apresurado rumbo al Salón de Sesiones donde le indicarían votar a favor o en contra en un asunto que ya se había discutido y que él ignoraba: la famosa e insoslayable disciplina partidaria.