Capítulo 6

Cuando entró en la sala de reuniones, Mercedes se sentó en el lugar de siempre. Frente a ella, el infaltable vaso de agua, papel borrador y lapiceras que nadie usaba. Los abogados eran muy celosos de sus propias lapiceras, que ostentaban como sus gemelos o sus corbatas de diseños originales. Mercedes siempre llevaba la suya y a veces la cambiaba por alguna de las que acumulaba en sus viajes.

A los pocos minutos, llegaron los demás socios, que se sentaron en sus lugares y hablaron de banalidades mientras el mozo terminaba de servir café y llenar las copas con agua.

Cuando estuvieron solos, el socio administrador hizo el habitual resumen de la situación financiera del Estudio, del personal, los clientes —algún moroso— y los niveles de facturación de cada sector, pero no se detuvo en cada abogado porque eran demasiados. En cambio, entregó a los socios un cuadernillo anillado con la información exacta de la situación patrimonial, de los clientes, de los sectores del Estudio y de cada abogado en particular.

Hubo un intercambio de opiniones y algún acuerdo sobre la forma de actuar con los clientes que se demoraran en los pagos. Debían ser persuasivos pero firmes con las fechas de pago y no permitir que los gerentes financieros de las firmas cubrieran sus urgencias con lo que debían pagar oportunamente al Estudio.

—Bien, ahora pasemos a otro tema. Doctora Lascano… —dijo Beltramino, abriéndole el juego a Mercedes.

—Doctores, la incorporación al grupo de nuevos clientes locales y otros que conseguí en mi viaje a Europa produjo un incremento notable en el volumen de trabajo del área de Convenios y Negociaciones Complejas. Mi gente está trabajando a destajo y facturando muchas más horas/hombre que el resto del personal del Estudio.

Miró a los otros socios y encontró rostros neutros.

—No se me escapa que la toma de personal es resistida por la implicancia en los costos y el temor a que la estructura pueda quedarnos grande en algún momento de crisis, pero así es el crecimiento: el Estudio está cumpliendo el objetivo de avanzar de forma sostenida. En nuestro ramo, estancarse es igual a desaparecer.

—De acuerdo —dijo Torres, otro de los socios, apurándola—. ¿De cuánto estamos hablando, doctora?

—De tres abogados y tres paralegales. Creo que el resto de la estructura podrá resistir el incremento, aunque habría que tener en la mira a la gente de traducciones que podría desbordarse en cualquier momento.

—Si hablamos de seis personas más, debemos prever el espacio para que trabajen y el equipamiento.

—Claro —asintió Mercedes, mirando al socio administrador.

—Hace tiempo que estamos escasos de espacio y éste podría ser un buen momento para reacomodar los sectores más poblados. La planta de abajo se desocupa el mes que viene, y nos la han ofrecido en alquiler con opción a compra. Podría ser un buen negocio —afirmó el socio administrador, a quien le gustaba la idea.

—Doctora, ¿está segura de que necesita semejante cantidad de gente? —preguntó otro de los socios, no muy convencido de pegar el salto en ese momento.

—Absolutamente. Y es urgente. Estamos trabajando contra reloj, tapando agujeros y esquivando las quejas de los clientes. Hacemos lo mejor que podemos, pero somos humanos.

—Está bien —la cortó Beltramino—. La doctora Lascano nunca ha pedido nada que no fuera indispensable. Yo confío plenamente en su criterio. Siempre tenemos los tres meses de prueba para despedirlos sin indemnización, si fuera necesario.

—De acuerdo —dijo Mercedes, aceptando el desafío—, pero vean en los informes el mes de mayo, que es anterior a mi viaje, y la incorporación de varios clientes. En esas estadísticas se puede ver —dijo, levantando el cuadernillo de informes— el incremento de honorarios de mi sección desde entonces hasta ahora.

Hizo silencio y apoyó el informe al lado de sus papeles.

—Creo que debemos pegar el salto —dijo finalmente Massa, otro de los socios—. Es un momento muy especial. Si el asunto Brighton nos sale bien, vamos a ganar muchos clientes nuevos. No podemos estancarnos justo en este momento. Estamos en la mitad: o caemos en el vacío o logramos el crecimiento que avizoramos. Yo apruebo la moción de la doctora Lascano.

—Pero si Brighton capota… —dijo alguien.

—Es el riesgo, un gran riesgo que yo estoy dispuesto a correr —ratificó Massa, decidido.

Beltramino llamó a votación: el resultado fue de seis a uno a favor de la contratación y la ampliación del espacio del Estudio alquilando el piso de abajo por el plazo más corto posible, con derecho a renovar y con opción a compra.

—Una cosa más —agregó Mercedes para dejar cerrado el tema—: si alguno tiene capacidad ociosa en abogados o personal administrativo, avíseme. Estoy en una verdadera crisis.

Uno levantó tímidamente la mano y dijo:

—Después hablamos.

Mercedes sabía que nadie quería desprenderse de su gente, por un básico sentido de posesión y poder, pero todos eran responsables de lo que la computadora revelaba con cuadros, tortas y columnas sobre la efectividad de cada sector.

—Quiero que sepan que les he prometido a mis muchachos un bono extra por el esfuerzo que están haciendo y el que harán hasta que se incorpore la nueva gente. No es un tema para tratar ahora, ya sé, pero quiero que lo tengan en cuenta para el momento de la asignación de los bonos.

Por último, le tocó hablar al doctor Massa. Se refirió a uno de los pleitos más importantes del Estudio: el caso Brighton c/Halcón, sobre la nulidad de una licitación para la distribución de gas para uso industrial y domiciliario. Era un tema que preocupaba por la falta de combustibles, pero encerraba un gran negocio para el distribuidor.

Se trataba de un pleito entre subsidiarias de dos empresas extranjeras: una, americana; la otra, francesa —aunque hubiera adoptado un nombre en español—. Ahora se enfrentaban en la Argentina como lo hicieron y lo hacían en distintos lugares del mundo. Era el dominio del monopolio de los recursos naturales del país, en este caso, el gas.

Se hablaba de miles de millones y la sentencia que dictaría la Cámara de Apelaciones pondría punto final a una disputa que llevaba más de cinco años. La sentencia del juez de primera instancia había sido salomónica pero no conformó a ninguna de las partes: ambas apelaron. El fallo de la Cámara, compuesta por tres jueces, se esperaba para dentro de unos dos meses, cuando venciera el plazo para sentenciar. Los dos grandes Estudios jurídicos que representaban a las partes habían ejercido todas las presiones posibles para favorecer sus intereses.

—Tengo malas noticias, doctores. Hay indicios de que dos de los miembros de la Cámara serían contrarios a nuestra posición. Creo que uno de ellos tiene algún tipo de interés y el otro, honestamente, piensa que la contraparte tiene razón. El tercero parece que se inclina a nuestro favor, pero puede cambiar.

—No parece un buen panorama —sintetizó Beltramino.

—No —admitió el responsable del tema—, y todos ustedes saben la relevancia que tiene este asunto para nuestro cliente y para el prestigio del Estudio.

—¿Y se han ejercido todas las acciones posibles sobre los camaristas? —preguntó otro, sugiriendo presión por amistades, parientes, dinero o cualquier otro medio.

—Sí y la contraparte también lo hizo. Ahora estamos empantanados en este punto y es difícil avanzar con contactos directos. Seguiremos tratando de influir de alguna forma.

—¿Es decir que todo hace pensar que perderíamos el caso? —preguntó el doctor Torres, que jugaba con la lapicera.

—Sí. Tal como están las cosas, tengo pocas esperanzas en una decisión favorable de la Cámara.

—¡Pero no podemos perder este caso! Nos vamos a desprestigiar en el ambiente y con nuestros corresponsales en el mundo —sintetizó Torres.

—Me gustaría poder decirles otra cosa, pero todo indica que tenemos dos y, tal vez, tres votos en contra. Creo que debemos hacer algo —contestó Massa.

—¿Y qué propone? —preguntó, incisivo, Beltramino.

—Algo que no es ideal pero, creo, es nuestra única posibilidad. Una presión indirecta.

—¿De qué naturaleza?

—Periodística y de todo tipo. Tenemos que crear opinión a nuestro favor argumentando monopolio, imperialismo, negociados, etc. La idea es no sólo influir sobre la Cámara sino sobre el propio gobierno nacional y los partidos políticos para que ellos también aprieten.

—Parece un poco complicado y difícil —acotó Mercedes.

—Es cierto, pero debemos conseguir la gente adecuada. Necesitamos un equipo que tenga experiencia en estas cosas y que nos proponga una estrategia para lograr el objetivo en poco tiempo. Es un trabajo intenso y costoso, según me han dicho.

Se hizo un silencio. Mercedes sabía que varios estaban pensando lo mismo que ella. Estaban decidiendo involucrarse en algo repudiable, y contrario a la ética, para no perder un pleito importantísimo donde se jugaba el prestigio del Estudio. Perder al grupo Halcón tendría un efecto dominó en los restantes clientes. Les demandaría muchos años de trabajo recuperar el prestigio del que ahora gozaban en el ambiente empresario y jurídico.

El tema estaba sobre la mesa. Fue Beltramino quien rompió el silencio. Su antigüedad en el Estudio, su porcentaje en las acciones y su experiencia eran clave en la elección de las políticas a seguir.

—Massa, creo que a todos nos cuesta tomar una decisión de esta naturaleza y por eso mismo no la vamos a tomar. Entiendo que usted debería conversar con la gente de Halcón y proponerles ese camino, si cree que es el único posible. Que ellos sean los que decidan qué hacer. Dejemos al Estudio fuera de esto.

—De acuerdo, doctor —dijo el abogado, aliviado porque le dejaban las manos libres.

—Una cosa más. Ninguno de nosotros quiere saber nada más de la cuestión, salvo que se lo preguntemos. Esta conversación nunca ha existido. Todo corre por su exclusiva cuenta: la decisión, el costo y las acciones a tomar. No hace ni falta que le aclare que la reserva es fundamental.

El abogado asintió con la cabeza, como si se tratara de un empleado. Beltramino, prosiguió:

—Se lo digo otra vez: el Estudio queda afuera. Si algo llegara a salir mal, será usted el que cargue con toda la responsabilidad. Si la sentencia sale a nuestro favor, tomaremos el mejor champagne hasta que nos duela el estómago.

—De acuerdo, doctor.

Unos días después, Mercedes reunió a su equipo y les comunicó que los socios habían aprobado la incorporación de abogados nuevos y personal. Calló el hecho de que probablemente alquilarían el piso de abajo y que también le habían ofrecido otros dos abogados provisorios.

Estos traslados siempre eran un problema: cuando un sector ponía a disposición su personal, en general lo hacía porque no encajaba en su grupo, o por ineficacia. Debía tener cuidado y tacto para conseguir lo que necesitaba sin agregarse una complicación. Aunque fuera personal estable, se reservaría el derecho de incorporarlo o no a su área.

Trabajó intensamente y solo paró para comer una ensalada con agua mineral que le trajeron del bufé. Un rato antes de las cinco de la tarde, recibió la llamada de Horacio. Siempre la llamaba el mismo día, y a la misma hora. Seguramente, quería hacer sus planes. Hacía dos semanas que no se veían, o porque estaban ocupados o porque había una excusa mejor.

—¿Cómo estás, bombón? —la saludó, con voz pretendidamente seductora.

—Muy bien. Con mucho trabajo, pero bien. ¿Y vos?

—También y con ganas de verte.

—Bueno, no sé…

—Tengo muchas ganas —insistió Horacio.

—Yo también, pero…

—Mercedes, por favor. El sábado o el domingo podríamos salir a navegar, hay un buen pronóstico del tiempo.

—No puedo. El sábado tengo turno en el instituto a la tarde y el domingo un asado en lo de mi sobrino —mintió.

—Bueno, siempre son problemas.

—Pero el viernes a la noche podríamos vernos —propuso, tratando de encontrar una salida.

—Es una buena idea —aceptó—. Puedo cancelar la cena que había arreglado con amigos.

Mercedes pensó que estaba dándose importancia. Lo más probable era que no tuviera nada que hacer, pero no podía admitir estar disponible para que ella lo acomodara a su antojo. La idea de pasar la noche con Horacio no le disgustaba tanto. Sí, le molestaba su verborragia y sus rutinas sexuales, pero sabía cómo hacer caso omiso de ellas. Horacio era un amante aceptable, aunque previsible, pero ella no había tenido sexo desde hacía demasiado y tenía ganas.

—De acuerdo. Nos encontramos a las nueve y media en casa y pedimos comida. No tengo nada en la heladera y voy a quedarme aquí hasta última hora.

—Está bien.

El césped del jardín del doctor Massa lucía impecable, verde y uniforme. En el agua de la pileta flotaban unas hojas caídas de los árboles, que necesitaban una poda. Con un barrehojas, el abogado las movió a un costado. Estaba ultimando los detalles para recibir a sus invitados. En la cocina dos mucamas se ocupaban de los bocaditos, las ensaladas y los postres, mientras el parrillero terminaba de avivar las brasas y preparaba la carne para comenzar a asarla lentamente.

A varios metros de distancia, había una mesa puesta para tres. Vajilla fina y copas de cristal sobre un mantel amarillo pálido. En una mesa auxiliar, dos botellas de vino tinto, una jarra con agua mineral cubierta con una pequeña servilleta de hilo y una panera, también tapada, con panes, galletitas saladas de diversos tamaños y grisines. Y todo al resguardo de una gran sombrilla.

Se sentó en uno de los sillones de la galería y aprobó la puesta en escena. A pedido suyo, su mujer había salido a almorzar con unas amigas al Jockey Club y su casa estaba disponible para su reunión de negocios.

—¿Cómo está, doctor? —dijo un hombre delgado, más bien bajo, elegantemente vestido con una campera de cuero sobre una camisa y pantalón de franela. Massa se detuvo en sus zapatos: eran de muy buena calidad.

—Un gusto verlo, Julio —le contestó, sonriente, levantándose de su asiento y extendiendo su mano—. Venga, siéntese ¿quiere tomar algo?

—No, todavía no. Muchas gracias.

Los hombres se sentaron en los sillones individuales, al calor de los rayos tibios. Sólo interferían en el silencio dominante el piar de los pájaros y el crepitar del fuego en el asador.

—Le agradezco que haya venido temprano. Quiero que me cuente sus ideas antes de que llegue el contador Moreno.

—Claro —aceptó Julio Gavilán, acomodándose en el sillón para comenzar su exposición—. Estuve armando un esquema primario en estos días y, cuando me confirmó que iban a ir para adelante en este asunto, afiné algunos detalles y me puse en contacto con la gente que vamos a necesitar. El principal problema es el tiempo, aunque a veces es mejor que una operación como ésta se realice de forma intempestiva. Con un par de meses más, podríamos haber instalado el tema en lo profundo de la opinión pública pero, bueno, es lo que hay.

—Así es —intervino Massa—, tenemos dos meses, como máximo, aunque los jueces también pueden resolver antes para sacarse el problema de encima. De todas formas, creo que vamos a saber cuándo saldrá con una semana de anticipación; tengo gente en la Cámara.

—Bueno, doctor. A grandes rasgos el plan de acción es el siguiente: comenzar de inmediato a instalar los conceptos en la opinión pública a través de la prensa. Empezaremos con comentarios en la radio, quizás algún programa de televisión hasta llegar a los diarios. En pocos días aparecerán comunicados gremiales reclamando la protección de las fuentes de trabajo, pedidos de audiencia en los ministerios y a las Cámaras del Congreso. Creo que podemos llegar a tener manifestaciones gremiales. Hoy por hoy, si no se sale a la calle, no se consigue nada. Hasta podemos armar algún enfrentamiento con la policía para darle mayor dramatismo. Estuve pensando que debemos usar todos los medios de sensibilización, como mujeres con hijos pidiendo por su fuente de trabajo; el barrio del gran Rosario —donde está la fábrica Halcón— prácticamente alzado con fogatas, barricadas y ollas populares… Estoy seguro de que vamos a conseguir la adhesión de los partidos de izquierda, los activistas de derechos humanos y las agrupaciones universitarias.

Massa miró a su interlocutor. Lo que estaba describiendo era un gran escándalo que comprometería a todo el espectro social. Le pareció excesivo. Al final, no eran más que tres jueces a punto de dictar una sentencia en uno de los centenares de expedientes que les llegaban en apelación. Pero pensó en las cifras que se manejaban. Se hablaba de miles de millones de dólares de pérdida para la empresa y, en lo que a él tocaba, la degradación del Estudio del que era socio.

—¿Usted está completamente seguro de que puede hacer todo eso?

—Por supuesto, es mi trabajo, doctor. Lo hicimos otras veces. Todo depende de los fondos con los que contemos, porque el objetivo es claro y los pilares ideológicos, sólidos: la defensa de la industria nacional, de los puestos de trabajo de gente humilde, la lucha contra el monopolio extranjero, la reivindicación de la soberanía nacional. Son ideas fuerza que fanatizan a muchos.

—Pero plantar el tema en la opinión pública y movilizar a tanta gente, no parece algo tan sencillo —volvió a cuestionar Massa, pensando que podía estar frente a un mitómano.

—Nadie dijo que era sencillo, pero si se tienen los contactos adecuados en el periodismo, entre los formadores de opinión, los sindicalistas y los políticos las cosas se simplifican notoriamente. Es cuestión de convencerlos mediante la idea, la presión o el dinero. Y ya lo hicimos varias veces cuando estuvimos en la Secretaría de Medios de la Presidencia y necesitábamos el apoyo de la opinión pública para un proyecto determinado o el dictado de una ley. Es mucho trabajo, pero los resultados son impresionantes.

—Usted está muy bien recomendado, Julio, pero comprenderá que dude de que valga la pena armar semejante escándalo para torcer la opinión de tres camaristas en un expediente.

—¿Y se le ocurre alguna otra forma? Hay métodos más sutiles pero, por lo que usted me ha contado, no parecen efectivos. La decisión es suya, por supuesto, y no le voy a cobrar nada por esta charla. Si no está seguro, comemos el asado y quedamos como buenos amigos para cuando me necesite.

—Está bien, veremos qué dice la gente de la empresa.

—Pero es indispensable resolverlo hoy mismo, ya sea por el sí o por el no. Estamos con poco tiempo; no podemos perder un minuto.

—Sí, claro —aceptó Massa—. Una pregunta: ¿cuál sería el costo de lo que usted propone?

—Setecientos cincuenta mil dólares, en efectivo y sin recibo —dijo el hombre. Massa dio un respingo en su asiento.

—Realmente es una cifra… ¡Y sin garantías de éxito!

—Es cierto. Para su tranquilidad, podríamos dividir la acción en etapas y su cliente podría ir desembolsando los pagos a medida que se cumplan los objetivos parciales —ofreció Gavilán, convencido de que éste era un elemento decisivo para cerrar el convenio.

—Suena razonable.

—Eso sí —añadió Julio—, una vez que lo aceptan, no hay marcha atrás. Si se cumplen las pautas acordadas, el pago es inexorable. Sólo en el caso de que me ordenaran dejar todo sin efecto por la razón que fuere, habría un pago final compensatorio del setenta por ciento de lo adeudado.

—Es difícil tomar un compromiso de esta magnitud. Creo que lo mejor es que esperemos que venga el contador Moreno y que sea él quien decida.

—De acuerdo —aceptó el hombre sin inmutarse.

—¿Le parece que tomemos una copa?

—¡Cómo no!

No muy lejos de la casa de Massa, Mercedes almorzaba sentada a una mesa soleada. Tomaba agua mineral mientras esperaba que le sirvieran su plato de camarones asados con salsa tártara.

Esa mañana no había hecho ejercicio. Como de costumbre, se había despertado temprano y desayunado liviano junto a Horacio, todavía adormilado. A él le gustaba dormir hasta entrada la mañana. No era un hombre demasiado imaginativo, y menos para el sexo. Su propuesta se reducía a la cópula y a Mercedes le molestaba cada vez que lo hacían. Quería terminar con él pero también le quedaba cómodo tenerlo a mano.

Una vez más se repitió que ella era la única responsable de lo que le sucedía y recordó el dicho que asociaba con un tío ya muerto: «La culpa no es del chancho sino de quien le da de comer».

Después de la ruptura con Rodolfo, varios hombres habían desfilado por su vida pero ninguno había llegado a su altura, ni siquiera se aproximaba a los placeres que él había despertado en ella con su forma extraña, calma y experta de amar.

—Aquí tiene su pedido, señorita —le indicó el mozo, al verla tan abstraída.

—Muchas gracias —dijo, incorporándose ante el plato. Pinchó un camarón y se lo metió en la boca, sin masticarlo para saborearlo. Entornó los ojos y pensó que ésa debía ser la forma de hacer el amor, disfrutando de cada instante, el gozo de lo efímero. Tal como le había enseñado Rodolfo.

Moreno llegó a las Lomas de San Isidro manejando su reluciente Mercedes Benz. El custodio venía en el asiento del acompañante. Cuando llegaron, cumplieron el rito acordado: el contador esperaba dentro del automóvil blindado mientras su cuidador exploraba potenciales peligros. En la casa del doctor Massa la rutina parecía innecesaria, pero ambos habían asumido que la seguridad tenía prioridad en cualquier circunstancia o lugar.

Los hombres se levantaron de sus sillones en cuanto vieron llegar al contador, se saludaron y presentaron.

Charlaron de generalidades porque no querían encarar el tema de entrada. Tenían tiempo suficiente para comer, conversar y resolver. Poco después pasaron a la mesa en el medio del jardín y dos mucamas les sirvieron bebidas y achuras, además de una nutrida variedad de ensaladas.

—Me imagino que el doctor Massa lo habrá puesto en autos de nuestras necesidades —dijo al rato el presidente del poderoso grupo Halcón.

—Sí, doctor. Estoy enterado de lo que necesitan y del escaso tiempo del que disponemos —aceptó Gavilán.

—Bien. ¿Cuál es su propuesta? ¿Se puede hacer?

—Creo que podemos lograr el objetivo de producir la suficiente presión para motivar a los jueces que tienen que dictar sentencia en el juicio.

—Ésa es la idea… Pero ¿cómo piensa instrumentarlo? —repreguntó, incisivo.

Massa observaba en silencio cómo el contador Moreno le tomaba examen a Julio Gavilán. Le parecía bien que lo hiciera, porque lo liberaba de la responsabilidad exclusiva, y lo cubría en caso de que las cosas salieran mal.

—Se trata de una campaña que comenzaría por instalar el conflicto y difundirlo, para que después los formadores de opinión traten de conducir el pensamiento colectivo. Es indispensable crear una corriente de opinión que comprometa a la gente y a todos aquellos que tengan interés en canalizar las inquietudes públicas: políticos, sindicalistas, gobernantes y, por supuesto, jueces.

—Así como lo dice parece sencillo.

—No, doctor, éste es el esquema sobre el que propongo trabajar pero nada es sencillo. Cada opinión, cada publicación y cada programa se consigue a fuerza de insistencia, relaciones o dinero. Y hay que coordinar las acciones al milímetro para no neutralizar los esfuerzos y lograr que se complementen.

—De acuerdo. Continúe.

—Simultáneamente, tenemos que conseguir la adhesión de las organizaciones sociales, políticas y, principalmente, de los sindicalistas amigos. Sobre aquellos reacios hay que trabajar para que las bases los presionen. Pretendemos conseguir declaraciones, discursos, pegatinas y, si es necesario, hasta movilizaciones populares.

—Parece un poco mucho —tuvo que acotar Moreno.

—Nada es mucho, señor, si se quiere llegar al objetivo. Todo suma. Es preferible pecar por exceso que por defecto, y debemos aprovechar la ventaja de que la gente de Brighton no va a tener tiempo de reaccionar para neutralizarnos, salvo sacar alguna comunicación formal que no va a convencer a nadie.

—Todo parece estudiado —se atajó Moreno.

—Lo está, señor. Las teorías y métodos que se emplean para imponer y vender un producto son las mismas que se aplican en la política y las ideas. Algunos tienen éxito y otros fracasan, según la capacidad de los conductores y los medios con los que cuentan, aunque también puede haber imponderables.

—Lo que nos está queriendo decir es que no tiene la seguridad de que logremos el objetivo.

—Nadie puede asegurarle eso, doctor. Ni un médico ni un abogado en sus materias —dijo mirando a Massa—, y si se lo prometen, hay que desconfiar.

—Es cierto —tuvo que aceptar Moreno—. Me imagino que esta campaña será bastante costosa.

—Setecientos cincuenta mil dólares —dijo, sin inmutarse, Gavilán.

—¡Epa!

—Ésa es la cifra, doctor. Lo he estudiado detenidamente y ajustado los números lo más posible.

—Bueno…

—A pedido del doctor Massa, he accedido a parcializar los pagos según resultados escalonados. Lo que no se logra, no se cobra. Entiendo que poner esa cantidad en manos de alguien desconocido puede parecer una locura pero, con pagos contra resultados, podrán llevar un control. Debemos ajustar algunos detalles pero creo que no habrá problemas en manejarnos así.

—Bueno, es un gasto muy importante que tengo que consultar con la Central. El lunes…

—Doctor, los tiempos son muy cortos. Si queremos tener impacto debemos empezar a trabajar hoy mismo, no hay un minuto para perder y le puedo asegurar que es así. No estoy tratando de apurarlo. Ojalá tuviéramos tiempos indefinidos para planear y ejecutar. Es necesario que lo definamos ahora.

—Está bien. ¿Cuál es su opinión, Agustín? —preguntó al abogado.

—Sé que no es fácil decidir tan rápido, pero los antecedentes del señor Gavilán y los trabajos que ha realizado para el gobierno y particulares son espectaculares. Lo he comprobado. Además, parece ser la única alternativa que tenemos para no perder el juicio contra la Brighton.

—¿Y cómo sería el pago? —preguntó el contador.

—En efectivo y sin recibo.

—No puedo operar de esa forma —dijo Moreno, tajante.

—Entonces, señor, es imposible que trabajemos. Usted comprenderá que lo que yo pago a un periodista por un comentario favorable no tiene recibo ni hay retenciones de impuestos. Tampoco lo que deberemos entregar a los políticos ni a los sindicalistas, ni los fondos para movilizar o conseguir una pegatina de afiches.

—Pero yo necesito ingresar el gasto a la contabilidad de la empresa.

—Entiendo, pero no hay otra forma de hacerlo. El dinero que yo necesito para montar una manifestación, contratando vehículos, pagos a la gente, confección de carteles, por ejemplo, son todas operaciones informales sin recibo. Cuanta menos constancia, mejor, ¿no?

—Sí, sí, pero es mucho dinero para sustraer del giro de los negocios con argucias contables. Si las cosas salen mal, ¿qué les digo a mis superiores?

—No sé, señor. Es su decisión, pero es así como se opera en este ramo. Para su tranquilidad, le reitero que las remesas se parcializarán según los resultados que se vayan obteniendo con la conformidad de ustedes.

Se hizo un silencio incómodo. Una de las mucamas se acercó con una bandeja, pero Massa le hizo una seña con la mano. Era momento de grandes decisiones; a nadie le importaban las delicias de la carne, asada para la ocasión.

—Está bien —dijo finalmente Moreno—. Parece que no queda otra alternativa si queremos subsistir en el Cono Sur. Doctor Massa: usted será el puente entre la empresa y el señor Gavilán, su organización y sus acciones. Le ruego que controle todo y decida sobre los pagos. Nosotros trataremos de no aparecer.

—De acuerdo.

Mercedes llegó al instituto inmersa en sus contradicciones. Disfrutaba de su tiempo libre, pero se sentía desamparada, caminando sola en un día espléndido que la gente aprovechaba para reunirse en clubes o pasear en familia. En cambio, ella hacía tiempo para ir a su sesión de hedonismo. La noche con Horacio no había hecho más que ahondar su angustia y soledad. ¡Al diablo con Horacio! Se juró que era la última vez, prefería masturbarse o llevarse alguien nuevo a la cama. Tomó la decisión con rabia, pero inmediatamente se sintió tranquila.

Le faltaban menos de siete años para cumplir cincuenta, para entrar en la etapa de la decidida decadencia. Había conseguido todo lo que se había propuesto: era socia del Estudio, ganaba más de lo que podía gastar, tenía ahorros importantes y podía darse los gustos que quisiera. Y, sin embargo, no había formado una familia, no tenía hijos ni le quedaba tiempo para engendrarlos. ¡Y estaba sola! Mucho más sola de lo que nunca hubiera imaginado. ¿Para qué servía todo lo que había logrado si estaba así, tan sola? ¿Si no tenía a nadie que pensara en ella?

Pero también sopesó el otro platillo. ¿Y qué si esa misma tarde tuviera que lavar los platos después de un almuerzo para tres hijos y un marido que duerme la siesta? Un sábado para coser y planchar la ropa, preparar la comida de la noche y un cine como máxima diversión en el horizonte.

Miró su reloj de pulsera: era hora del masaje. Apuró el paso y se dijo que tenía que hacer algo por resolver esas contradicciones. Quizá necesitaba analizarse, pero aborrecía la posibilidad de la dependencia, de los horarios fijos, de la soberbia traducida en comprensión. Prefería hablar con Marina, que era su amiga y psicóloga, y que ya conocía toda su vida. Decidió que la llamaría para comer el martes a la noche.

Estaba entrando en el jardín del Instituto decidida a disfrutar de cada cosa que le causara placer sin pensar en Horacio ni en Rodolfo ni en sus contradicciones.

Los pensamientos negativos la persiguieron toda la tarde pero consiguió dominarlos antes de que se desarrollaran. Horacio era una anécdota y Rodolfo, sólo un recuerdo. La soledad debía volver a convertirse en un valor como lo había sido durante tantos años. Cuando terminó de tratarse se duchó despaciosamente.

Eran las ocho y media cuando emprendió la vuelta a su casa. Estaba oscuro; ignoraba qué haría con el resto del día. Últimamente el tiempo libre la incomodaba. Cuando llegó a su departamento, apretó el interruptor junto a la puerta de entrada. Varias luces, convenientemente distribuidas, se encendieron simultáneamente. Era un truco que se había hecho instalar para sortear el peor momento del día, ése cuando volvía a su casa, tan silenciosa y oscura: del mismo interruptor se encendían tres lámparas del living, una del dormitorio y la de la cocina.

Pero esa noche ninguna luz le alcanzaba. Se sirvió un vaso con whisky en las rocas, que llenó hasta el borde con soda. Revisó la heladera: había varios tuppers con restos de comida de días anteriores. Tiró el contenido de los de dudoso aspecto y se quedó con una porción de una tarta de verduras, una pechuga de pavo y media lata de palmitos.

Se entusiasmó y terminó de actualizar el contenido de la heladera, eliminando frascos a poco de terminar y sobres con saborizadores viejos. Obsesiva como era, limpió algo derramado en uno de los estantes y repasó los otros. Le gustaba quedarse con lo mínimo, sólo aquello que iba a usar. Era como reacomodar su vida: vaciarla para poder volverla a llenar.

Se despertó a media mañana con fuerte dolor de cabeza. Había dormido mucho. Le costó levantarse, pero quería ir al baño y lavarse los dientes. Se mojó la nuca y orinó con abundancia. Descalza, caminó hasta el living para recoger los restos de la comida de la noche anterior. Sobre la mesa, La insoportable levedad del ser esperaba con un señalador la próxima lectura. Mientras lavaba, se preparó un café bien cargado, que tomó con un par de galletitas dulces para tener algo en el estómago antes de ingerir los analgésicos.

Se acostó nuevamente. Era domingo y no tenía nada que hacer el resto del día. Cerró los ojos pero no pudo dormir más. Se acordó de Rodolfo, de las veces que habían estado en esa misma cama hablando, acariciándose y haciendo el amor. Comenzó a tocarse. Como una orden de su cuerpo, bajó la mano hasta la tanga. Jugó por sobre la tela, como lo hacía Rodolfo, y de a poco se deslizó y llegó a su humedad. Cuando su cuerpo se arqueó en la explosión de su orgasmo solitario, se sintió laxa y un poco más relajada.

El doctor Massa terminaba de almorzar con su familia en el enorme comedor de su casa en Las Lomas: su mujer, sus cuatro hijos, el marido de la mayor y las novias de los dos menores. Era el ritual de todos los domingos, que sólo se interrumpía —y no siempre— cuando Massa estaba de viaje.

El hogar encendido llenaba de olor a madera toda la casa, lo que le daba una cuota adicional de calidez. La mucama lo alimentaba con leños cuando flaqueaba.

—Doctor, una llamada para usted —le anunció, acercándole el teléfono inalámbrico.

—¿Hola?

—¿Doctor Massa? Habla Gavilán.

—¡Ah! ¿Cómo le va? —respondió, levantándose de su silla y dirigiéndose al living.

—Bien. Estamos trabajando bien y ya tenemos los primeros resultados. ¿Usted tiene Cablevisión?

—Sí.

—A las 9:30 de esta noche en el canal 54 hay un programa de interés general en el que se va a hablar sobre el tema de Brighton.

—Muy bien.

—Mañana en la FM 103.5 también se van a ocupar del tema y en el diario El Ciudadano, que es gratuito y tiene una circulación de quinientos mil ejemplares, va a aparecer un suelto como anticipo de una nota importante.

—Realmente me asombra, Gavilán, cómo trabaja tan rápido. Si seguimos a este ritmo en poco tiempo la gente va a tomar partido.

—Es la idea, doctor. Impactar en la opinión pública para continuar con la estrategia que diseñamos.

—De acuerdo. Voy a ver y escuchar los programas y mañana hablamos de nuevo.

—Bien, doctor. No olvide el adelanto que convinimos para el martes.

—No, por supuesto que no.

Mercedes se dejó estar en la cama un rato más. Cuando se levantó, se tomó una pastilla efervescente para nivelar su estómago. No tenía hambre, y el solo pensamiento de comida o alcohol le daba asco.

Estuvo por encender la televisión para ver una película pero lo descartó. No podía salir en bicicleta porque llovía, pero nada le impedía ir al gimnasio para fortificar un poco sus músculos. Sin ducharse ni maquillarse, se enfundó su calza de lycra y las zapatillas de correr. Se miró en el espejo; sonrió: su figura estaba bien, aunque se sintiera horrible. No siempre estas cosas coinciden.

Caminó bajo la lluvia las tres cuadras que la separaban del gimnasio. El local estaba vacío, salvo por el recepcionista y una chiquilina que se esforzaba en una bicicleta fija. La música electrónica a un volumen exagerado llenaba los ambientes y todas las salas. Volvió a la recepción.

—¿Te puedo pedir un favor?

—Dígame, doctora —le contestó el hombre, que la conocía.

—¿No podés poner otra música y a un volumen más razonable?

—Claro. A mí también me mata, pero el dueño cree que pone a la gente en onda.

—Bueno, ahora sólo estamos esa chica y yo. Yo me hago responsable, si querés.

—De acuerdo —contestó sonriente, y se inclinó bajo el mostrador—. Es lo único tranquilo que hay —dijo, enseñándole un CD de Luis Miguel.

Mercedes buscó una máquina en el fondo de la sala y programó su carrera para ir incrementando la dificultad. Cuarenta minutos estaría bien. Al poco rato, comenzó a sentir el esfuerzo. La respiración se hacía más difícil, el ritmo cardíaco se aceleraba y el sudor le mojaba la cara. Se bajó el cierre del buzo buscando alivio, pero no se detuvo.

El ruido de la puerta de entrada le hizo volver la vista. La jovencita que bicicleteaba se había ido y ella era la única cliente en el local. El que entró era un muchacho con el que ya se había cruzado varias veces en el gimnasio. Iba vestido con jeans, una reluciente campera mojada por la lluvia y un enorme bolso colgando del hombro. El joven cambió algunas palabras con el recepcionista y encaró para el vestuario, haciéndole un amistoso saludo con la mano.

Cuando volvió a aparecer, tenía pantalones cortos azules y una musculosa color ratón que destacaba su cuidada musculatura y dejaba ver el vello bajo los brazos y en el pecho. Se ubicó en la cinta próxima a la de Mercedes, pese a que todas las demás estaban libres.

—¡Qué fantástico es este gimnasio cuando hay poca gente!

—Cierto —contestó Mercedes, con voz entrecortada por el esfuerzo.

—¿Vos venís bastante seguido, no?

—Dos o tres veces por semana.

—Tenés un excelente estado —dijo, tratando de sonar profesional.

Mercedes no contestó. Le quedaban ocho minutos y estaba en su momento de máxima exigencia. Al cabo de unos instantes de silencio, el hombre volvió a la carga:

—Siempre venís vestida. ¿Acaso vivís cerca de acá?

—Más o menos —contestó Mercedes, negándose intuitivamente a proporcionarle datos. Conocía esta clase de intentos y cómo esquivarlos.

—Yo vivo en Belgrano pero me vengo hasta acá porque éste es el mejor gimnasio. ¿En qué trabajás? —le preguntó, ahora directamente.

—Soy secretaria.

—¿En qué empresa?

—No te interesa —contestó ella, agresiva y liberada porque la máquina estaba por fin disminuyendo el ritmo.

—¡Bueno! Sólo trataba de ser amable. Estamos acá los dos, un domingo a la tarde, y creí que…

—Está bien, disculpame —respondió Mercedes—. Trabajo en una compañía de seguros.

—No hay problema. Esto me pasa porque soy un metido.

Mercedes lo miró con detenimiento. La verdad es que no estaba mal. Tendría unos veinticinco años y un físico bien cuidado. Curiosa de su virilidad, no pudo evitar mirarle los pantalones y se sorprendió con un bulto exagerado. ¿Sería todo natural? Tenía una cara agradable y la barba un poco crecida. No parecía un intelectual, pero tampoco un bruto. ¿Y si se lo llevaba al departamento? Sabía que si le daba algo de charla y lo invitaba a un café, terminarían en la cama fácilmente.

La máquina de Mercedes se detuvo.

—Te aseguro que no sé para qué venís, si estás perfecta —repitió él, estúpidamente, para seguir la conversación.

Ella le sonrió. Los halagos siempre le gustaban.

—¿Te parece?

—Por supuesto, tenés un físico perfecto. No todas las mujeres tienen tu físico a los treinta.

Mercedes estaba en el borde de la máquina tratando de recuperar su respiración. Sus ojos quedaban unos centímetros por debajo de sus pantalones. La visión la perturbó: las piernas musculosas con abundantes pelos oscuros se cortaban en el pantaloncito que, ratificó, no lograba ni disimular su importante bulto. El muchacho ya había comenzado a correr, y el movimiento de sus genitales la excitaba. Desvió la vista.

Era evidente que ni la noche con Horacio ni la masturbación de unas horas antes la habían calmado; necesitaba un hombre que la abrazara, la acariciara y la penetrara. ¿Ese hombre? Y ella, ¿qué podía sacar de una relación casual? Acaso una buena cogida, pero el riesgo de llevárselo a su casa y la consecuente lucha para sacárselo de encima. Pensó que podía evitar problemas yendo a un hotel.

Iba por el cuarto aparato cuando reapareció él, empapado en sudor. La remera se le pegaba al cuerpo destacando la musculatura, el pelo mojado y las gotas cayendo por su barbilla. En un movimiento reflejo se secaba con la toalla que colgaba de su cuello.

—¡Pude superar mi última marca! —dijo, jubiloso.

—Excelente —le contestó Mercedes, mientras sus brazos repetían la rutina en el aparato destinado a endurecer los pectorales.

—Mi nombre es Norberto —se presentó.

—Mucho gusto.

—¿Vos sos Mercedes, no?

—¿Y cómo sabés?

—Aquí se sabe todo —contestó, enigmático—. Además sos abogada y no secretaria —dijo, con una mirada pícara.

Mercedes le hizo una seña que no desmentía ni confirmaba. No quería darle ninguna información, por más elemental e inocua que fuera. Le quedaban dos aparatos para terminar, pero decidió irse.

—Bueno, Norberto. Fue un gusto conocerte. Nos seguimos viendo.

—Pero…

—Me están esperando.

—Yo pensé que podíamos tomar algo cuando terminábamos.

—No, no puedo.

El martes, al volver del almuerzo con unos clientes americanos —que estaban de paso viendo la marcha de sus negocios antes de continuar su viaje a Chile—, se sintió agobiada. Junto a otro de los socios, Larry Evans, habían intentado persuadirlos de invertir en Argentina, aunque dudaba que lo hubieran logrado. Estaban encantados con Buenos Aires, su gente y su empuje, pero cautelosos por los pronósticos sobre el Gobierno, la falta de seguridad y los altos niveles de inflación.

Evans estaba a cargo del cliente. Mercedes lo había acompañado porque era la única socia mujer y la encargada del sector Convenios y Negociaciones Complejas del Estudio. De vuelta en el Estudio, quiso ponerse al tanto de las novedades. Activó su ordenador y revisó los mails nuevos. Anuló el spam que había burlado el filtro y miró las comunicaciones del Colegio de Abogados y de otras dos asociaciones. Nada interesante.

Contestó rápidamente tres consultas y dejó para el final el mail del doctor Haas:

Estimada Mercedes:

Como le prometí, me puse en contacto con mi amigo, que anda con problemas serios, según me ha contado. No puede ir a la Argentina y propone encontrarse con usted en Río de Janeiro para hablar de su situación.

Está viviendo en una población cercana y me pide que la consulte, para ver si se traslada a Río. La fecha la pone usted y, por supuesto, todos los gastos corren por cuenta de él. Tampoco tiene inconveniente en pagar los honorarios que correspondan.

Me hago cargo de que se trata de una forma extraña de tener una entrevista con un cliente, pero él dice que es la única alternativa posible.

Espero su respuesta. Muchas gracias.

Günther Haas

Mercedes releyó el mail. Era insólito. Aunque solía viajar para visitar clientes o concretar un asunto, nunca había recibido una propuesta así antes de tomar un caso. Lo de reunirse fuera del país no le gustaba. En todo caso, prefería mandar a alguien del equipo para evaluar la situación.

Este señor no sólo había desaparecido, sino que ahora además alguien estaba atrás de su amigo Carlos Rafat y recurría a amenazas para ubicarlo. Pensó que Lema era el más indicado para viajar. Le gustaría y se lo merecía.

Estimado doctor Haas:

He recibido su mail y lamento tener que decirle que, desde hace algunos años, he dejado de ser abogada a domicilio de los clientes. Soy socia de este Estudio, y si el señor Costa quiere plantear su caso en Río de Janeiro, puedo mandar a un abogado de mi equipo, previo depósito en nuestra cuenta de los honorarios y gastos que podemos estimar.

Lamento tener que contestarle esto, pero su propuesta no es nuestra manera de conectamos con los clientes, menos con uno que prácticamente nos abandonó después de encargarnos un asunto que parece haberse complicado mucho y tiene ramificaciones que no podemos prever.

Si usted cree conveniente que uno de nuestros abogados viaje, no tenemos ningún inconveniente en comisionarlo, pero para ello necesitaríamos que nos indicara qué tipo de cuestiones deberá tratar para seleccionar al más idóneo.

Espero que interprete debidamente este correo porque, dado él gran respeto que le tengo, me incomoda no poder acceder directamente a su requerimiento aunque estoy segura de que otro profesional sabrá hacer muy bien el trabajo.

Le envío mis saludos, expresión de mi invariable afecto.

Mercedes Lascano

Releyó el correo y dirigió el cursor a la casilla de enviar. Algo la detuvo. Lo volvió a leer y se quedó pensando. El mail era duro y temía ofender al buen doctor Haas.

Mientras dudaba si mandarlo o no, su vista se dirigió al ventanal: los nubarrones que cubrían el cielo desde el sábado a la noche dejaban caer una fina llovizna que se adhería a los vidrios. A fines de agosto el tiempo siempre estaba horrible en Buenos Aires. Imaginó un Río de Janeiro con sol, playa y mar. Un motivo de peso para viajar y no enemistarse con el doctor Haas.

Trató de recordar la imagen del tal Costa, pero le resultó borrosa. Era alto, delgado y tenía cierto atractivo, pero tampoco tanto como para salir corriendo a su encuentro.

Mandó el correo a la carpeta de borradores. Era lo mismo contestarlo ahora o mañana. Trató de apartar la cuestión de su mente. No le costó mucho. Estaba entrenada para colocar cada cosa en su lugar y tratarlo en el momento oportuno.

En el bar del Club Francés, el doctor Massa esperaba la llegada de Julio Gavilán. Eran las cuatro de la tarde. Los que habían ido a almorzar ya se habían retirado y los que irían por una copa, todavía no llegaban.

Era un buen lugar para reunirse disimuladamente. Massa no quería que los relacionaran y por eso no lo hacían en bares públicos. A esa hora, en el club apenas quedaba un mozo de guardia.

Lo vio entrar desde el juego de sillones junto a las ventanas. Su aspecto era intachable, elegante, con ropa siempre combinada. Más bien bajo, peinado con esmero y bien afeitado, sin bigotes ni barba. Zapatos normales bien lustrados del mismo color del cinturón.

—¿Cómo está, doctor? —saludó, extendiendo la mano. Se sentó a su lado.

—¿Qué noticias trae? —preguntó el abogado.

—Todo está saliendo conforme a lo previsto, doctor. Como usted habrá comprobado, el tema ya está en boca de todos. Hasta hace dos semanas nadie sabía nada del negocio de la distribución de gas ni de la licitación. Hoy usted para a cualquiera en la calle y está enterado de que hay un lío con ese tema. Quizá no de los detalles, que ni yo entiendo, pero la cuestión ya es pública, lo que nos permite futuros movimientos.

—¿Y qué tiene previsto?

—Desde que empezamos a trabajar, lo hicimos en dos planos: uno, superficial y otro, a niveles de relaciones y vínculos. La primera acción colocó la noticia en los diarios, en la radio y en la televisión. Los programas de interés general compiten con mesas de debate sobre este tema.

—Sí, me temo que se llegue a un punto de saturación —cuestionó Massa.

—No mientras impongamos otras acciones.

—¿Como cuáles?

—Pedidos de informe en el Congreso, presentaciones para interpelar al ministro que, por supuesto, serán rechazadas por la bancada oficialista. Además, tenemos previsto que las cámaras empresariales y los sindicatos comiencen a largar comunicados y solicitadas. Tenemos que calentar el ambiente para obligar al Gobierno a tomar partido.

—Pero nosotros tenemos que llegar a los jueces, no al Gobierno.

—¿Y usted cree que esos jueces son blindados a todas estas cosas? Hasta sus esposas deben estar preguntándoles qué van a hacer. Además, también estamos analizando cómo ejercer una acción directa sobre ellos. Los estudiamos a fondo, buscando alguna debilidad que podamos explotar, aunque parece difícil con esta gente. Ésta es la otra acción: la que opera bajo la superficie.

—Hay que moverse con mucho cuidado.

—Por supuesto. Todas las operaciones tienen mi directa supervisión. Mi experiencia me indica qué acciones tomar según el ambiente, el grupo o la persona. He pensado que sería conveniente que un abogado muy reputado, un profesor titular si es posible, publique un artículo. Yo tengo poco acceso a ese mundo. ¿Usted podría ayudarme, doctor?

Massa se quedó pensando a quién podría interesarle. Era complicado porque había que encontrar a alguien que creyera en la causa. En este caso, no podía hablarse de pago ni de presión.

—Veré, no es fácil.

—Me imagino, pero ayudaría mucho. Nosotros le encargamos una nota de fondo a un comentarista muy respetado que saldrá esta semana, pero creo que para los Camaristas sería mucho más impactante la opinión de una primera figura jurídica.

—Es cierto, pero no debemos excedernos.

—Es como lo que hacen los laboratorios cuando quieren imponer un medicamento en el mercado sin pagar publicidad: invitan a los académicos a congresos en lugares atractivos, todo en primera clase, hasta con la mujer o una amiga. Después, claro, les piden una nota sobre las bondades del medicamento y el médico no se puede negar. En este caso, me temo que no se puede patrocinar un artículo de un jurista sin despertar sospechas.

—Bien —admitió Massa—. Trataré de conseguirlo con alguien que crea en nuestra postura.

—Hágalo, doctor. Hemos probado la eficacia de estas opiniones.

—Le aviso.

—Está bien. Nuestra principal carta —continuó Gavilán, cambiando de objetivo— serán las manifestaciones del sindicato, que van a contar con el apoyo de la CGT y de un montón de grupos que van a adherir para obtener alguna ventaja de la propaganda. Están aquellos que actúan porque nosotros estamos atrás ayudándolos, los que creen que se trata de una causa justa y los que lo hacen porque imaginan réditos indirectos.

—Confío en usted, Gavilán. Me estoy jugando mucho a sus promesas.

—Siga confiando, doctor. Tenemos dificultades, como en cualquier operación de este tipo, pero todo está bajo control y conforme al plan general que hemos preparado.

—Bien.

—¿Trajo lo que acordamos para esta etapa?

—Claro —dijo el abogado y, estirando el brazo hacia el lado del sillón, levantó un pequeño bolso marrón de plástico que entregó a Gavilán.

—Gracias —dijo el hombre y se levantó—. Cualquier cosa nos comunicamos por los medios acostumbrados.

—De acuerdo.

Después del masaje de Cynthia, la sesión de lipomasaje y una ducha caliente y generosa, Mercedes estaba lista para cenar con Marina. Pese a la crisis económica y a que era martes, el restaurante estaba lleno. La comida era excelente y las mesas estaban dispuestas separadas unas de otras, ideal para conversar tranquilas.

—Estoy encantada de haberte hecho caso, Mará. Estos tratamientos me están haciendo bárbaro y vuelvo al físico que tenía. Ya me estoy estilizando, perdí dos kilos y medio y físicamente me siento espléndida.

—Pero tenés que mantenerte, Mercedes. De nada sirve todo esto si te desbocás en la comida o dejás el ejercicio. Sería bueno que, una vez que termines, te dieras una vuelta por el instituto cada quince días para que te evalúen y hagan mantenimiento. Además, te va a ayudar para disciplinarte.

—Ok. Me parece buena idea. Los sábados a la tarde son excelentes para dedicárselos a una. Lo bueno es que también puedo hacerme las manos, los pies y depilarme cuando lo necesito.

—¿Y por qué dijiste «físicamente»?

—¿Que dije qué?

—Dijiste que estabas espléndida «físicamente». Por algo lo dijiste —aclaró Marina.

—Bueno, bueno, ya apareció la psicóloga.

—No hay que ser psicóloga para notar la diferencia. Es casi una confesión.

El mozo, papel en mano, estaba listo para tomar el pedido. Mercedes se hizo cargo. Sabía que a Marina no le sobraba ni una moneda porque ella misma mantenía a sus dos chicos.

Pidió una botella de buen vino, agua mineral con y sin gas, y una entrada de quesos para compartir. Para ella, ordenó un pescado a la vasca y Marina pidió un bife de chorizo. Agregaron una ensalada para comer entre las dos. Cuando el hombre partió, siguieron con la charla.

—Es que no ando bien. Me parece que estoy en el medio de una crisis —confesó Mercedes de un tirón.

—Contame —le pidió Marina, tratando de sonar nada más que como amiga.

—No necesito contarte lo bien que me va en la profesión. He conseguido todo lo que quería y estoy manejando asuntos importantes. Los abogados y las abogadas jóvenes me tienen como referencia, me envidian y quieren imitarme, pero… —se detuvo un momento— pero la verdad es que no tengo tiempo para nada más que trabajar. Me encanta manejar un equipo, cosechar éxitos y figurar en un grupo de machistas, pero no hago nada salvo venir dos veces por semana al instituto.

—Bueno —dijo Marina—, no parece tan horrible.

Mercedes la miró. Sin quererlo, sus ojos se llenaron de lágrimas. Su amiga extendió la mano sobre la mesa y la acarició. Nunca hubiera imaginado semejante reacción en esa mujer a quien tanto admiraba. Mercedes tardó un par de minutos en recomponerse. Cuando el mozo se acercaba con los quesos y las bebidas, bajó la cabeza para que no viera lo que le estaba pasando.

—Perdoname —le dijo—. La verdad es que no sé lo que quiero. Tengo todo lo que pretendía y, ahora que lo conseguí, no me parece importante. Sé que es porque lo tengo, porque, si no, estaría quejándome porque no me lo reconocen.

—Exacto.

—Pero así me siento, Mará. Siento que tengo cuarenta y tres años, que ya superé la edad para tener hijos, que no tengo un hombre a mi lado y que, sustancialmente, no sé qué quiero para el futuro. Pienso que, de seguir así, dentro de diez años será peor y mucho peor dentro de otros diez. Quiero que mi vida tenga alguna proyección. Trabajo y gano mucho, y viajo para atender clientes, pero no sé qué hacer con mi tiempo libre. Si tuviera hijos, sería otra cosa.

Marina le sonrió comprensiva y esperó que siguiera hablando, pero Mercedes no quería decir nada más. Comió una lonja de Brie con pan y se quedó mirando a su amiga como esperando una solución mágica.

—Vos misma lo dijiste: es una crisis. La famosa crisis de la mediana edad. Todos la pasamos, aunque algunos no nos damos cuenta porque estamos ocupados con otras cosas más apremiantes.

—Está bien, pero el hecho que les pase a todos no me resuelve nada —dijo, lógica, Mercedes y tomó un sorbo de vino. Estaba riquísimo.

—Es cierto, pero es el momento del inventario, de lo que se logró en la vida y de lo que queda. Es el momento de plantearse los nuevos objetivos para seguir viviendo en su búsqueda. Ya no tenemos la fantasía de ser una primera estrella del cine o una bailarina famosa, o de tener una casa blanca con jardín llena de chicos. Si esas fantasías se borraron o se cumplieron, da más o menos lo mismo. Por supuesto que es mejor que se hayan cumplido pero no cambia demasiado las cosas.

—¿Y…?

—Mirame a mí, por favor. Estudié, me recibí de psicóloga y trabajo administrando un instituto de belleza. Me enamoré, me casé y me divorcié. Tuve dos hijos que debo criar con un padre ausente. No me sobra un mango y no tengo pareja porque todos huyen cuando conocen mis problemas. Mis grandes alegrías son comprar algo que me gusta para comerlo sola en la cocina o abrazarme a mis hijos.

Habían empezado juntas, en el mismo barrio, con familias similares y posibilidades parecidas. Sin embargo allí estaban, cada una quejándose de su vida pese a las enormes diferencias. Eran las quejas de lo que sobraba y lo que faltaba.

—No te preocupes —le dijo Marina al ver su cara—. Estamos igual, cada una con lo suyo. Es posible que, si yo tuviera un trabajo exitoso y con una buena retribución, estaría tocando el cielo con las manos y, si vos volvieras a tu casa y pudieras besar a dos chiquitos dormidos, te pasaría lo mismo. Nunca alcanza.

—A veces me parece que estoy en una situación buscada, pero que en vez de llenarme de felicidad me hace sentir sola.

—Así es la vida —aceptó Marina, echándose para atrás para que el mozo pudiera servir su carne.

—Salud —dijo, levantando la copa antes de comenzar el plato principal—. Por nosotras y nuestras carencias, porque de privilegios estamos llenas.

—Por nosotras —aceptó Marina, sonriendo ante la conclusión.

Comieron algunos bocados, saboreando la comida en silencio, reflexivas.

—Estoy muy loca, Mará —dijo en un alto de la comida—. Fijate que ya ni me interesa coger.

—¿A vos?

—A mí. Si hasta estoy decidida a largarlo a Horacio porque me siento peor con él que sola.

—Entonces estás muy mal.

Las carcajadas de ambas atrajeron las miradas de las mesas vecinas.

—Es que no puedo soportar la frustración —dijo Mercedes, volviendo al tema después de terminar de reírse y bajar la comida con un sorbo generoso de vino—. Te juro que prefiero leer un libro y dormir sola que despertarme a la mañana con un tipo al que no sé qué decirle y que espero que se vaya pronto. Es terrible.

—Bueno, no es para tanto.

—Pero ¿te acordás ese tiempo que anduve con Rodolfo? ¿Que no sabía cómo retenerlo, que no aguantaba que me dejara para volver con su mujer y sus chicos? ¿Qué me pasaba? Lo veía en todos lados, sentía su olor en el momento menos pensado…

—Bueno, eso le pasa a la gente.

—¿Querés que te cuente algo? Aún pienso en él cuando estoy cogiendo con otro. Creo que no hay ninguno que se le parezca, nadie me hizo tan feliz ni me quiso de forma siquiera parecida: con esos tiempos maravillosos que él manejaba cuando lo hacíamos y con esa ternura que todavía, cuando me acuerdo, me vuelve loca.

—Es que estabas enamorada o algo parecido.

—Todavía estoy enamorada —corrigió Mercedes.

—Entonces es posible que nadie pueda llegar a vos.

—Quizá no hay nadie.

—Tranquila, no te apures. Dale tiempo al tiempo. Imaginate si hubieras seguido con Rodolfo. Apuesto a que ahora me estarías contando que estás harta de él, que muestra todos los defectos que no conocías, que las cogidas apoteóticas se convirtieron en rutina.

—También lo pensé, pero no creo que hubiera pasado.

—Bueno —dijo Marina, con un gesto que indicaba que era inútil argumentar con Mercedes sobre ese tema.

—En serio, Mará. Con Rodolfo nunca nos habríamos hartado.

—Es mejor sublimar.

Un largo silencio siguió entre ambas mientras acababan la comida. El vino se terminó y Mercedes pidió otra botella.

—Creo que te vendría bien un poco de terapia —le aconsejó Marina—. Después que termines en el instituto, podés emplear el mismo tiempo para tu bocho.

—Ni pienso. Lo único que te falta decir es que debo «buscar ayuda» —le contestó con un tono no exento de ironía.

—Está bien, está bien, como quieras —se defendió la psicóloga. Era una amiga extraordinaria, llena de virtudes y belleza, y estaba en un callejón del cual le costaba salir. Con un tratamiento lo lograría más fácilmente, pensó.

Postre, café y una segunda botella vacía casi hasta la mitad. Mercedes pagó con su tarjeta sin que su amiga amagara siquiera. Se daba por hecho, y a ninguna de las dos le molestaba.

En el auto volvieron a los chistes y las risas rogando no toparse con algún control de alcoholemia porque estaban seguras que ninguna de las dos pasaría la prueba.

La dejó en su casa y enfiló para el departamento. Trataba de manejar con cuidado consciente de que no debería conducir en ese estado y deseando llegar. Era absurdo dejar el automóvil en cualquier lado y tomarse un taxi cuando estaba lloviendo y hacía frío. Solo debía tener cuidado.

Después que dejó a Marina, se acordó que no le había dicho nada sobre la invitación a Río de Janeiro. ¿Por qué?

El miércoles amaneció encapotado y, otra vez, lluvioso. Hacía frío. Mercedes miró el clima por el ventanal y suspiró.

La vista y la información sobre Río en el Weather Channel —28°C y soleado— la decidió. No pasaba nada si se iba un fin de semana. Y tampoco tenía con quien estar, igual.

Por otro lado, se sacaría las ganas de saber quién era Rafat, qué tenía que ver con Costa y por qué lo estaban buscando a través del Estudio. También vería de nuevo a Javier Costa: necesitaba confirmarse algunas cosas.

Lo primero que hizo fue abrir el mail a Haas que tenía en Borradores. Lo leyó y lo eliminó. En cambio, escribió:

Estimado doctor Haas:

Aunque no es habitual para nosotros, en atención a su pedido, he decidido viajar para encontrarme con el señor Costa en Río de Janeiro. Me quedaría bien salir el sábado después del mediodía de Buenos Aires y volver el domingo a la noche o el lunes a la mañana, a más tardar.

Quedo a la espera de sus indicaciones.

Cordialmente,

Mercedes Lascano

A la tarde, llegó la respuesta:

Querida Mercedes:

¡Muchas gracias! Yo sabía que podía contar con usted en este tema que tanto me preocupa. Tiene reservado un pasaje en Varig en el vuelo 1582 del próximo sábado a las 14:20, saliendo de Ezeiza, con vuelta el lunes a las 9:10 desde el Galeao, llegando a las 12:25 a Buenos Aires. Sólo tiene que presentarse en el mostrador con su identificación.

Mi amigo Costa la esperará en el aeropuerto de Río y se hará cargo de su alojamiento y tendrán el tiempo necesario para conversar.

Le aseguro que se trata de una buena persona que ahora tiene un problema grande y necesita de un buen abogado. Por favor, ayúdelo. Él lo hizo una vez conmigo.

De nuevo, muchas gracias.

Afectuosamente,

Günther Haas

PS: He ordenado depositar en la cuenta US$ 4400 por sus honorarios calculando la tarifa del socio de US$ 350 la hora. Puede usted comprobar la transferencia a partir de mañana y, por favor, siéntase en la libertad de corregirme si me equivoqué en el cálculo.

Apenas lo leyó, Mercedes marcó directamente el número del instituto y logró que le adelantaran los turnos del sábado. Tres horas de tratamientos y de ahí directo para Ezeiza. Dejaría el auto en el estacionamiento del aeropuerto por dos días, para poder volver directamente el lunes a la oficina sin demoras. Era caro pero lo pagaba el Estudio y se podría compensar perfectamente con los honorarios.

A las cinco de la tarde Lema, a su pedido, se presentó en su despacho.

—Doctor, quisiera saber si tiene alguna novedad en el caso de Rafat.

—No he sabido nada más de la gente de la Aduana y el tal Martínez no ha vuelto a comunicarse. Durante un par de días tuve custodia y ahora me limito a cambiar de rutina en mis movimientos.

—No es demasiado cómodo.

—No, pero tampoco desesperante. Nuestro asesor de seguridad piensa que se trata de alguien que está investigando a Rafat por algún asunto y pescó que nosotros nos interesamos en su expediente en la Aduana y por eso comenzaron a explorar por nuestro lado.

—¿Quién puede ser? ¿Por qué Martínez?

—Martínez es cualquiera, pero el submundo de la trampa y la delincuencia es así. Son lealtades y traiciones que tienen su propia ley. El allanamiento de la Aduana debe haber complicado algún compromiso y quieren encontrar a Rafat para que lo cumpla.

—Entonces ¿usted cree que se trata de un tema sin importancia?

—No lo sé, doctora. Pero pienso que ha pasado y que no van a molestar más. Lo mismo piensa nuestra seguridad, aunque me obligan a cumplir con sus ritos.

—Muchas gracias, doctor Lema. Le reitero que cualquier novedad, necesito saberla.

—No se preocupe. Usted será la primera.

Cuando Lema salió de su despacho, sintió que le estaba ocultando algo: su viaje a Río para encontrarse con Javier Costa. Enseguida se dijo que, tal como estaban las cosas, lo mejor era que nadie se enterara hasta tanto supiera cuál era el problema.

Massa estaba sentado en el suntuoso despacho del presidente de Halcón S.A. El contador Moreno lo había citado para enterarse de las novedades de la campaña.

Se había entregado un montón de dinero sin comprobantes. Moreno consultó con Suecia y le dieron la conformidad después de mucho discutir, pero se estaban jugando en un asunto muy difícil.

—Debo decirle que este tema me tiene muy preocupado, doctor. Es un salto al vacío.

—Yo también estoy angustiado, pero creo que es lo único que podemos hacer si queremos ganar este asunto.

—¿Cuándo va a salir la sentencia?

—Todavía tienen un mes para que se cumpla el plazo legal, pero pueden adelantarlo o demorarse más.

—¿Y hay alguna noticia de cómo vienen los otros?

—Le conté que había dos en contra y un tercero dudoso.

—Sí, ¿y cambió algo esa proporción? —preguntó el contador.

—No lo podemos saber. A partir de que el tema comenzó a ganar los medios, se retrajeron y de sus opiniones ya no trasciende nada.

—Entonces no podemos saber si la campaña tiene efecto…

—Sobre ellos, por ahora, no. Me imagino que algo vamos a saber pronto. Siempre hay una charla que se filtra o una secretaria que se entera de algo.

—No es demasiado.

—Estoy haciendo todo lo que se puede, doctor Moreno —contestó Massa, molesto porque sintió que estaba dando un examen—. Mi día completo está dedicado a este asunto tratando de llegar a la Cámara de todas las formas posibles. Hasta con opiniones académicas.

—Leí el artículo del profesor —confirmó Moreno, tratando de suavizarse.

—Bueno. Lo otro es monitorear a Gavilán en forma permanente. Estoy al tanto de todo lo que hace.

—Me tranquiliza, doctor.

—Tanto usted como yo nos estamos jugando demasiado en esta sentencia y haciendo cosas que no nos gustan, pero tenga la seguridad de que, por mi lado, empujo todo lo que puedo y más también.

Ese viernes se quedó hasta tarde en el Estudio para dejar las cosas organizadas como si se fuera por mucho tiempo. Beltramino y Eleonora eran los únicos que estaban avisados del viaje.

Rutinario, Horacio había llamado el jueves a la tarde y el viernes al mediodía para que se encontraran esa noche, como siempre. El diálogo había sido corto.

—No, Horacio. No podemos vernos esta noche.

—Entonces mañana.

—Tampoco. Salgo de viaje.

—¿Por mucho tiempo? —preguntó el hombre.

—Unos días.

—Entonces, ¿nos vemos el otro fin de semana?

—No, Horacio. Creo que lo nuestro se agotó y este viaje es un buen momento para ponerle punto final.

—Pero, Mercedes…

—No, no quiero que discutamos nada. Es una decisión que me ha costado mucho.

—Pero podríamos encontrarnos y hablar.

—Te digo que no. No quiero que terminemos mal, quiero que quedemos como buenos amigos.

Cuando cortó, Mercedes se echó para atrás en su sillón y se sintió maravillosamente liberada. No contenta ni feliz, pero libre.

En su casa, preparó la valija que llevaría. Necesitaba ropa elegante y atractiva, pero sólo para dos días. Además, debía elegir lo que se pondría el lunes para ir al Estudio directamente desde el aeropuerto. Todo entró en la valija de mano con rueditas, que podía llevar a bordo, y una cartera grande. Cedió a la tentación y puso una bikini, aunque pensó que no tendría tiempo para tomar sol. Le parecía imposible que, a sólo tres horas de allí, el tiempo estuviera cálido y luminoso.

Eran las once y diez cuando salía del instituto rumbo a Ezeiza. El sábado a la mañana el tráfico era mucho más liviano en las autopistas y tardó poco en llegar. Dejó el auto en las cocheras del segundo subsuelo y, arrastrando su valija, caminó alegre hasta el mostrador de Varig.

El pasaje que Haas le había enviado era en clase ejecutiva, la mejor del avión. El vuelo era directo y tardaba tres horas exactas, así que estaría en Río a las cinco de la tarde, si no había diferencia horaria.

Desde un sillón lateral del salón para pasajeros VIP, un sesentón elegantemente vestido la miraba con insistencia. El rostro de esa mujer era perfecto: nariz recta, pómulos levantados, frente despejada y boca apetitosa, que remataba en un mentón fuerte pero femenino. Los hombros redondeados prometían tanto como los pechos debajo de la camisa blanca, enmarcada por un collar delicado. Las piernas eran largas y estilizadas y, cruzadas, alentaban la imaginación sobre sus muslos ocultos.

Cuando Mercedes giró la cabeza, se encontró con la sonrisa del hombre.

—¿Viajamos en el mismo avión? —le preguntó, mientras le abría la puerta hacia la sala de embarque asombrado por el color de sus ojos.

—Voy a Río en el vuelo de las dos y veinte —contestó Mercedes, leyendo en la tarjeta de embarque.

—¡Yo también! ¡Qué suerte que tengo! —exclamó, con una sonrisa cautivante.

—¿Y va de paseo o a trabajar?

—A trabajar —le contestó, sincera.

—De todas maneras, Río es siempre fantástica. Yo hago cambio de avión y viajo a Helsinki, que es otra cosa, con su gente tan ordenada y estructurada. Días eternos de veinte horas de luz en esta época del año y seis horas de diferencia con Argentina.

—No es fácil —dijo, por decir.

—Cuando me acostumbro al horario y a acostarme de día y despertarme con el sol en alto, me tengo que volver.

—¿Cuántos días va a estar?

—Creo que ocho, si termino todo.

—¿A qué se dedica?

—Soy el gerente de una fábrica que tiene la central en Finlandia.

—¿Cuál? —preguntó Mercedes, cuando se detuvieron en la fila frente al mostrador de la aerolínea.

—UPM. —Ese nombre no le decía nada—. Botnia —aclaró.

—¿La pastera que contamina el río Uruguay?

—Bueno… No digamos que contamina. Que está ubicada sobre el río Uruguay, en todo caso —contestó, incómodo.

Dentro de la cabina ejecutiva tenían asientos separados. Mercedes se concentró en el libro de Kundera tratando de aislarse del movimiento a su alrededor. Anuncios de partida, instrucciones para casos de emergencia y el mismo hombre, que ahora se ubicaba en el asiento de al lado.

—¿No le importa que me siente aquí? —le preguntó, y Mercedes estuvo por contestarle que sí, aunque sólo sonrió—. Y usted no me dijo qué va hacer a Río.

—Soy abogada y tengo que discutir un contrato.

—¡Ah! Abogada —dijo, con cierto tono dudoso. No tenía la menor intención de ponerse a defender su profesión, y menos con alguien que manejaba una fábrica de papel que envenenaba uno de los pocos ríos incontaminados de la región.

El resto del viaje transcurrió en una charla intrascendente. Era un hombre inteligente, divorciado, que vivía en una casa cercana a la fábrica en el Interior del Uruguay. Tenía un hijo que vivía con su madre en Buenos Aires. Este trabajo era, para él, uno más de los tantos que había ocupado en puestos gerenciales. Intercambiaron tarjetas y se prometieron volver a verse alguna vez.