Las ráfagas hacían vibrar los cristales de los amplios ventanales de su oficina. Era viento del sur, el Pampero. Desde esa altura, nada parecía oponérsele, corría desbocado. Las nubes parecían como empujadas a través del cielo, hinchadas de negrura y cambiaban constantemente de forma hasta que se perdían detrás de los edificios.
Mientras disfrutaba de ver el núcleo de la tormenta acercándose veloz, en su interior tenía sensaciones encontradas: la seguridad de su despacho calefaccionado y silencioso contrastaba con la furia de afuera. Imaginaba el viento barriendo papeles y hojas, golpeando puertas, personas corriendo hacia el reparo.
El sonido de la lluvia estallando en los cristales declaraba la tormenta de fines del invierno. Las gotas gruesas se volvían hilos de agua al deslizarse por el vidrio. En unos minutos todo habría pasado: el viento cedería, el aguacero sería una lluvia normal y el frío se haría más intenso. Sonrió. Nada de ello la alcanzaba en su torre de cristal.
Hacía rato que el teléfono no sonaba, como si el temporal hubiera enmudecido a todos, pero el gong insistente de la computadora anunciaba el ingreso de cada nuevo correo.
Se repitió que debía encontrar la función que anulaba el aviso de llegada de cada correo, aunque pensó que sería como aislarse del mundo, del trabajo y de sus relaciones. Últimamente, todo se reducía a las comunicaciones por correo electrónico: la gente se pasaba buena parte de sus vidas inclinada sobre una pantalla.
La tormenta había despejado la vista. Ahora alcanzaba a ver edificios que la tierra en suspensión y el aguacero habían ocultado. La ciudad parecía más diáfana y limpia.
Por alguna rara asociación, pensó en Lorena, la maestra denigrada. ¿Dónde la habría sorprendido la tormenta? ¿Cómo habría resuelto su agravio? ¿Estaría pensando en cómo organizar su vida ahora que, con la indemnización, no tenía la urgencia de trabajar para vivir? ¿Estaría aún en Buenos Aires, o se habría mudado?
Sus ojos se iluminaron al recordar el caso. Había actuado patrocinando a dos partes enfrentadas y con intereses contrapuestos. Sin que nadie se lo pidiera, había abogado por un tercero, que no era su cliente: esa muchacha, la única a la que no conocía.
No se sentía en lo más mínimo culpable de lo que había hecho; por el contrario, estaba orgullosa del resultado, aunque no le pudiera contar a nadie su proceder. Si formara parte de un tribunal de ética, no habría dudado en condenar a cualquier abogado por algo parecido.
Volvió a su escritorio y a los temas pendientes. Ocho correos habían ingresado en apenas diez o quince minutos. Los abogados del Estudio se comunicaban mediante correos aunque estuvieran a metros de distancia. Los revisó, anuló dos, contestó otros con breves frases. Dejó para el final una consulta importante de un cliente y un correo del doctor Günther Haas. La curiosidad la impulsó a abrir el de Alemania.
Estimada Mercedes:
Estuvo por aquí mi amigo argentino Javier Costa y me contó que consultó con usted por ese problema que tiene con el Gobierno. Está encantado con su atención y mucho le agradezco. Como le dije en nuestra cena, es una persona a quien respeto mucho y a quien le debo algunos favores. Por eso mi insistencia: le pido que siga atendiéndolo y tratando de resolver su problema más allá de algún inconveniente en la comunicación.
Quizá le parezca un tanto hermético y algo raro, pero le garantizo que se trata de un hombre íntegro y valioso.
Por lo que me dijo, admira su capacidad profesional y… su belleza.
Le mando mis afectuosos saludos y espero poder verla pronto.
Günther Haas.
¿Raro? ¡Rarísimo!
Valía la pena sacrificarse conduciendo hasta San Isidro. El mero hecho de cruzar el umbral del centro de belleza ya la ponía de buen humor. En el camino, dos llamadas del Estudio que atendió con el Bluetooth.
Cuando entró, saludó a la recepcionista, se sirvió un vaso de agua del dispensador y se sentó a esperar su turno, porque había llegado temprano. Dejó la cartera sobre el sillón y se recostó en su asiento, relajándose de los problemas del día y del tránsito apresurado y nervioso de la gran ciudad.
Desde el principio había tenido un buen vínculo con la médica que le había designado Marina. Como era su costumbre, antes de que la examinara, le había puntualizado lo que creía que necesitaba. Le remarcó lo que estaba dispuesta a hacer y lo que descartaba. La mujer, de su misma edad, enfundada en un impecable guardapolvo con el nombre bordado en el bolsillo del pecho, la escuchó con atención.
La doctora la hizo desvestir y le realizó un cuidadoso examen físico. La sometió a un largo interrogatorio sobre su historia médica, síntomas y costumbres, algunas íntimas. Anotaba las respuestas en unas hojas prensadas en un tablero. Cuando completó el formulario, le entregó algunas recetas para análisis, radiografías y otros estudios pertinentes. A Mercedes le pareció excesivo, pero tampoco le venía mal hacerse un chequeo completo y éste era un buen momento.
Luego se sentaron enfrentadas y la médica, con tono calmo, le habló sobre tres niveles de tratamiento. El primero, necesario e indispensable, era la rutina diaria de musculación en el gimnasio y el aerobismo. Podía practicarla en el instituto, aunque acordaron que era mejor en un lugar cerca de su casa. Al menos dos veces por semana debía tener una sesión de masaje para aliviar las tensiones y mejorar la circulación y disminuir el congestionamiento de toxinas. Un baño de calor, seco o húmedo, completaría el tratamiento. Para eso recomendó el centro, porque contaba con los baños y las cremas adecuados para el cuerpo. También le aconsejó una crema para la celulitis y una máscara facial. Todo eso le llevaría unas tres horas, dos veces por semana, y el costo era elevado aunque insinuó que su amiga Marina podría conseguirle un descuento. No pensaba pedírselo.
Estuvo un buen rato hablando de la dieta, sobre las fibras necesarias para un buen estado. Tratar de balancear los nutrientes con las proteínas y las calorías. La conversación le resultaba por demás agradable y, sobre todo, instructiva.
Mercedes aceptó la gimnasia diaria y los tratamientos externos sin oponer resistencia. Pensó que, si tomaba turnos para los martes a última hora y para el sábado al mediodía, podría compatibilizarlo con su trabajo sin problema.
—Cynthia la está esperando —le indicó la recepcionista, levantando la voz y haciendo una seña indefinida—. Puede pasar.
—Gracias.
Se levantó y llamó el ascensor para ir hasta el gabinete de masajes, en el segundo piso. Cynthia era una mujer de unos cincuenta años, teñida de rubia y vestía un ambo blanco cuyos botones amenazaban con saltarse. Con un gesto vago, le indicó que se desvistiera detrás de un biombo.
—La señora Marina me pidió que le avisara que no puede cenar esta noche con usted porque tiene un acto en el colegio de los chicos —le anunció.
—Gracias.
Mercedes se desnudó y se acostó en la camilla sobre una sábana blanca impoluta que dejaba ver las rectas marcas del planchado. La quinesióloga la observó durante un momento. Su ojo clínico evaluó el cuerpo. Estaba en muy buen estado para los cuarenta y tres años que acusaba. La espalda era lisa y musculosa. No tenía manchas ni acné. Apenas algunos pequeños lunares que rompían la monotonía de una piel sin fallas.
Le pasó la mano por la espalda, como probando el campo de trabajo. La piel era sedosa; la cintura, fina; las caderas, estrechas y la columna se quebraba a la altura de los glúteos pequeños y firmes. Las piernas eran largas, muy largas, sin rastros de arañitas.
Cynthia dejó que Mercedes se acomodara en la camilla y encontrara su ubicación. Buscó una toalla y, doblada, la depositó sobre su cola, cubriéndola. Una innecesaria concesión al pudor. Se untó las manos con un aceite aromático y comenzó a trabajar a la altura de las vértebras cervicales, los músculos trapecios y la espalda superior.
Tenía muy presente lo que la paciente le había dicho: no quería charla, necesitaba esa hora para relajarse, para limpiar su cabeza y encontrar el equilibrio alterado por sus problemas laborales y su ritmo de vida.
La música instrumental llenaba el ambiente y el sonido de la cascada del jardín llegaba por la ventana, apenas abierta para compensar la calefacción.
Mercedes sintió la mano de Cynthia acariciándole la espalda. Reacomodó su cara en el hoyo de la camilla y dejó que los brazos colgaran a los costados.
Inexplicablemente, se le vino a la mente Rodolfo Marrugat. Habían pasado ya más de cuatro años de aquella fantástica relación. ¿Por qué se acordaba de él ahora? ¿Porque estaba en San Isidro, cerca de su casa? ¿Porque se sentía tan relajada como después de hacer el amor con él?
No se explicaba cómo se había permitido esa relación con un abogado que dependía de ella, dos años menor y casado. Simplemente se había dado. Pero así como había surgido, había culminado de manera adulta y civilizada. Pero había sido una relación importante en su vida, tal vez la más importante de los últimos años.
—Por favor, Mercedes, dese vuelta —oyó que le pedía la masajista.
Con alguna dificultad, se puso de costado hasta quedar boca arriba con los ojos cerrados. Cynthia notó que sus pechos se mantenían firmes y que la piel del tórax era tersa y sin grasa, al punto que dejaba adivinar sus últimas costillas.
También percibió que sus pezones estaban erectos. Era muy cuidadosa cuando trabajaba, más cuando se trataba de una amiga de la jefa, pero solía preguntarse si su homosexualidad trascendería su esmero, acaso provocando reacciones indeseadas. No se privó, sin embargo, de mirar el abdomen aún plano y la depilación prolija de su entrepierna, que dibujaba un rectángulo alargado de pelos cortos pero frondosos.
Ajena al debate interno de Cynthia, Mercedes se preguntaba qué estaría haciendo Rodolfo en ese momento. Estaría llegando a su casa, jugando con sus hijos, besando a su mujer y preparándose para comer… Y así todos los días.
¿Se acordaría de ella? Temía que la hubiera borrado de su memoria, como un modo de negar el pasado. La sola idea la lastimaba. Prefería creer que el recuerdo también lo asaltaba a él de vez en cuando. Se repitió lo que una vez le había dicho una analista: esos recuerdos son el patrimonio que el alma guarda reservados para enfrentar la vida.
Juntos habían vivido momentos muy felices y, cuando finalmente decidieron terminar —después de varios intentos frustrados—, ella se programó una larga gira de negocios para escapar de la angustia. A su regreso, le informaron que el doctor Marrugat había renunciado a su puesto para ocupar uno de mayor jerarquía en otro Estudio. Ni siquiera se habían despedido como profesionales.
Él había tomado esa decisión y ella no había querido interferir. Y no porque se avergonzara de buscarlo o para desistir de su amor, sino porque coincidían en que esa relación no tenía futuro. Rodolfo era casado y tenía dos hijos. Quería mucho a su mujer y, aunque no los unía la pasión, ella significaba el equilibrio en su vida. Y, por sobre todas las cosas, adoraba a sus chicos.
Mercedes tampoco quería perder su independencia ni su individualidad. No se imaginaba formando una pareja sobre los escombros de otra. Ambos sabían desde siempre que no funcionaría.
De vez en cuando escuchaba algo de él. Había logrado, después de años de docencia y un ecuánime concurso, la designación de profesor en la Facultad. En el nuevo Estudio había progresado y estaba cerca de obtener el nivel de socio. Había escrito un libro de derecho societario y adquirido cierta notoriedad en el ambiente. Viajaba mucho dentro del país y por el extranjero. Por suerte nunca habían coincidido.
Siempre se preguntaba qué habría pasado si hubieran seguido. Tarde o temprano se habría separado de su mujer y padecido el dolor de estar alejado de sus hijos.
Si la relación se hubiera hecho pública, habrían tenido que dar explicaciones, a los abogados y socios del Estudio y a la gente que los conocía. Superados los escollos, tal vez ahora tendrían una vida compartida en la profesión y en la rutina. Quizás aquella magia que los había llevado a amarse hasta la locura habría desaparecido por la erosión del tiempo. La novedad se habría evaporado, dejando paso a la pátina de nostalgia que trata de ocultar la costumbre.
Recordó los primeros momentos después de la separación: el desgarro interior, el desinterés, el desánimo. Pero el tiempo había hecho su trabajo y el dolor había cedido pero siempre aparecía el recuerdo. ¿Y si lo llamaba?
—Mercedes, ya terminé.
Suspiró sin poder evitarlo. Su cuerpo estaba completamente relajado.
Mientras se levantaba de la camilla para envolverse en la bata pensó que, además de evitar lastimar a unos niños inocentes, la ruptura de aquella relación la había preservado de que él la viera envejecer. Siempre la recordaría en su mejor momento.
—Gracias, Cynthia. Nos vemos la próxima.
Después del masaje, se encerró en el gabinete del sauna para eliminar toxinas acumuladas y el resto de las cremas que había usado Cynthia en el masaje. Antes de entrar, le indicaron que no se excediera de los veinte minutos y que, recién cuando asimilara el golpe de calor seco, podía subir al siguiente escalón, donde la temperatura era más intensa. Se acostó y apoyó la cabeza en una almohada de madera.
De vez en cuando entraba alguien al gabinete, siempre mujeres, y se instalaba en las gradas. Ahora era una matrona que se había cruzado con ella en los pasillos. Mercedes se limitó a saludarla, evitando todo amago de conversación.
Cuando cumplió su tiempo, salió, empapada de sudor, y arrojó la toalla húmeda en un cesto. Se envolvió en otras dos y se recostó en un camastro acolchado. Cayó en un sopor donde se mezclaban los pensamientos aislados y la música y así estuvo hasta que la misma mujer que le había querido hablar en el sauna irrumpió en la sala de descanso y la importunó con el ruido que hizo al mover un camastro.
Mercedes la insultó para sus adentros, y trató de recuperar su anterior estado. Cuando no pudo, se levantó para ir a las duchas, luego de asegurarse que estaba haciendo el suficiente ruido para devolver la molestia.
Pasó un buen rato bajo la ducha, sintiendo cómo su piel había adquirido otra tersura gracias a las cremas de Cynthia y al propio sudor. La máscara facial y la aplicación de cremas reafirmantes la bañaron de más perfumes impensados. Eran productos importados, caros, a los que ella había accedido sin reparar en gastos. Se lo merecía, ésta era una buena ocasión para disfrutar de lo que había ganado con esfuerzo.
Era de noche cuando tomó el auto para emprender su regreso al centro de la ciudad. Siguiendo un impulso, se desvió de la Avenida del Libertador y se adentró en las calles del barrio para llegar a la casa donde vivía Rodolfo. Estacionó en la vereda de enfrente, unos metros antes de la entrada. Ése era el lugar donde le hubiera gustado vivir: sin alardes, el frente pintado de ocre con tejas rojas, una puerta de madera importante y un jardín cuidado al frente. Una de las ventanas estaba iluminada, ¿sería el living?
Imaginaba escenas tiernas, ambientes cálidos y olor a comida. Voces de niños y diálogos que ella nunca tendría.
Cuando empezó a sentirse triste, encendió el motor y arrancó impetuosamente. ¿Qué hacía ahí? ¿Por qué había tenido esa ridícula compulsión? ¿Qué iba a lograr espiando como una ladrona?
Respiró profundo. En un rato estaría nuevamente en su casa, en su bunker protector. El mismo lugar donde Rodolfo y ella habían disfrutado de su amor prohibido.
La sección de Convenios estaba a punto de colapsar. Era forzoso contratar más abogados para cumplir con la demanda de trabajo, pero siempre se trataba de un tema complejo porque los socios tenían una resistencia natural a aumentar el plantel por temor a quedarse después con capacidad ociosa. Además, una vez que se decidía tomar personal, tocaba un protocolo de selección bastante complejo al que seguía el periodo de adaptación a la estructura. Era un proceso largo, y hasta cumplirlo todo, debía arreglárselas con lo que tenía. Convocó a su equipo a una reunión para esa misma tarde. Las dos era un buen horario, porque en general no había reuniones con clientes después del almuerzo. El momento de mayor actividad empezaba a las cuatro de la tarde.
—¿Cómo andan? —preguntó con tono informal, más tarde en la reunión.
—Locos de trabajo —dijo una voz masculina.
—Lo sé y por eso nos reunimos.
Se oyó un murmullo.
—Estimados, ustedes saben que hemos incorporado al Estudio al grupo Estelar y que yo traje algunas conexiones interesantes de mi reciente viaje por Europa. Esta gente nos necesita y tenemos que atenderlos. No podemos darnos el lujo de perder un cliente sólo porque nuestra capacidad está colmada.
—Pero Mercedes —interrumpió una abogada joven de anteojos—, estamos trabajando hasta cualquier hora, incluso algunos sábados y domingos. Es demasiado.
—Lo sé y les agradezco el esfuerzo. En la próxima reunión de socios voy a proponer la incorporación de tres nuevos abogados y dos secretarias para nuestro sector. Si alguno de ustedes sabe de gente con el perfil que necesitamos, tráiganme el currículum y lo consideraremos. Pero nada de esto es automático. Tenemos que seleccionar los candidatos y, una vez que los elijamos, entrenarlos para el trabajo.
—De acuerdo, doctora, pero hasta que eso suceda, no vamos a poder cumplir con todos. Es materialmente imposible.
—Lo entiendo y por eso los he citado hoy. Quiero que nos pongamos de acuerdo en cómo vamos a trabajar mientras dure la emergencia. No es necesario que les diga que se deben fijar un orden de prioridades según el caso y el cliente. También debemos derivar lo superfluo. Sé que ustedes tenían mi instrucción contraria para mantener los niveles de facturación, pero ahora debemos sacarnos de encima todo lo que podamos y quedarnos con lo sustancial, lo que nos interesa realmente. Cuando todo se normalice, tendremos oportunidad de retomar esas derivaciones. Además voy a tratar de que me asignen alguno de los abogados de otro sector para que nos ayude, al menos hasta que Sofía tenga su hijo y pueda volver.
Mercedes hizo una pausa para mirarlos. Era un buen equipo, un grupo que ella misma había seleccionado y mejorado con el tiempo. Salvo Marzani, todos habían demostrado dedicación y lealtad. Se los notaba cansados y algo desilusionados.
—Muchachos… Doctores —dijo, comenzando su arenga—. Quiero que sepan que conozco exactamente la presión que están sufriendo por el exceso de trabajo y que estoy con ustedes tratando de hacer todo lo posible para controlar la situación, pero necesito un poquito más de tiempo. Reconozco y les agradezco el esfuerzo y me comprometo a que el Estudio los retribuya adecuadamente. No trabajan extra en vano, se los aseguro. De esta crisis sólo podremos salir con la colaboración de ustedes, y ese trabajo se factura. Yo me voy a encargar de que parte de esos honorarios vayan a parar a sus bonos y en forma proporcional al esfuerzo.
Volvió a mirarlos y pudo percibir que sus palabras habían mejorado un poco el clima. Ojos más vivaces y alguna postura más erguida le indicaron que su gente la apoyaba.
—Vamos, muchachos. ¡Fuerza! ¡A trabajar! —dijo, despidiéndolos.
Volvió a su oficina más animada. En el pasillo se cruzó con uno de los socios y le sonrió al saludarlo. El hombre, después de asegurarse de que nadie lo veía, se volvió para mirarla de atrás. ¡Estaba buenísima! Le encantaban sus caderas estrechas pero bien formadas y ese culo perfecto. Siguió la marcha mientras se acomodaba el nudo de la corbata. Pensó que la doctora Lascano era de las pocas cosas que le daban color al Estudio.
—Doctora, el doctor Lema quiere venir a verla. ¿Qué le digo?
Mercedes miró el reloj y calculó cuánto necesitaría para terminar la corrección que había dejado pendiente por la reunión con sus abogados.
—Dígale que pase en media hora, ¿no tengo nada?
—No. Hasta las cuatro y media, que está prevista la videoconferencia con México, no hay nada.
—Ok, media hora.
En cuanto se sentó, volvió a concentrarse en el escrito que revisaba. Era un recurso administrativo contra una resolución del Ministerio de Salud que imponía requisitos excesivos a la autorización de un medicamento que se utilizaba en terapias psiquiátricas. Tuvo que volver a la hoja anterior para recordar cómo se estructuraba el tema.
No se trataba de algo experimental. Ya había sido autorizado en los Estados Unidos por la FDA y en Europa por la Comisión de Medicamentos. El tema estaba trabado en la ANMAT, una institución burocrática que autorizaba todos los productos relacionados con el cuerpo humano.
Esta vez, un funcionario había rechazado la autorización, argumentando que una de las drogas no estaba suficientemente probada, aunque se usaba en todo el mundo.
El recurso estaba bien planteado y mejor escrito. El abogado que lo había trabajado era bueno, definitivamente bueno. Ella misma lo había captado de otro Estudio, gracias a un sueldo mejor y más proyección. Terminó de leerlo y, en una hoja engomada, agregó una nota de felicitación. También le indicó que derivara el caso al sector de derecho administrativo mientras durara la crisis de exceso de trabajo, aunque sabía que le costaría soltarlo después de haber armado la defensa.
Unos instantes después, entraba el doctor Lema.
—Quería hablar con usted porque me volvió a llamar ese tal Martínez buscando información sobre el imputado en el sumario de la Aduana.
—¿Javier Costa?
—No, Carlos Rafat.
—¿Y qué es lo que quiere? —preguntó Mercedes.
—Quiere saber dónde ubicarlo. Le volvía decir que habíamos perdido todo contacto, pero insiste.
—Bueno. Con negarlo ya está.
—No tanto. Me amenazó.
—¿Cómo?
—Me amenazó con violencia si no le decía dónde estaba. Cree que le estoy mintiendo.
—¿Y usted qué hizo, doctor? —preguntó intrigada.
—Me puse duro y le aseguré que no tenemos ningún tipo de contacto con él. Me parece que no quedó del todo convencido.
—¿Usted cree que estamos ante un problema?
—No lo sé. Este tipo de cosas nunca se sabe cómo terminan.
—Bueno. Creo que debe hablar con nuestro jefe de seguridad para que lo asesore y, eventualmente, le ponga alguna guardia.
—Está bien, doctora. Por otra parte, tuve noticias de que la Aduana allanó otro depósito y encontró toneladas de CD y DVD pirateados, listos para salir a la venta. Sospechan que se trata de una red y están pensando en una causa por contrabando basado en una asociación ilícita.
—¿Y se lo nombra a Costa?
—Me dijeron que el único que aparece en el sumario es Carlos Rafat. De nuevo: es el responsable del depósito, pero nadie sabe dónde está. Se esfumó.
Mercedes asintió.
—¿Y Costa, aparece mencionado en algún lado?
—Yo no pude revisar el expediente, pero no me dijeron nada.
—Al final, ¿consiguió hablar con él?
—Imposible, doctora. Los teléfonos que tenemos no contestan y ya dejé un montón de mensajes urgentes y hasta ahora no se ha comunicado. Quizás usted…
—No. Yo no tengo otra forma de conectarme con él. ¿Pudo averiguar quién es el titular de esas líneas?
—Sí, cualquiera menos Rafat o Costa.
Mercedes se quedó pensando en las ramificaciones de un caso que había juzgado sencillo y que había tomado por pedido del doctor Haas. Ahora se arrepentía de no habérselo derivado a alguien. Y lo peor de todo es que ya estaba inmerso en el campo penal: posibilidad de un delito de contrabando con asociación ilícita.
—Está bien. Déjemelo que intentaré conectarme de alguna forma. Si tiene alguna otra novedad, hágamela saber, por favor.
—De acuerdo —dijo el abogado, levantándose de su asiento, feliz por liberarse del asunto.
Al volver a su escritorio, siguiendo el consejo de la doctora Lascano, Lema convocó al encargado de seguridad del Estudio. En casos de amenaza, mejor prevenir que curar.
Intentó en alemán.
Geehrter Doktor Haas:
Pintó y borró.
Estimado doctor Haas:
Información confidencial me indica que el tema de su recomendado se está complicando en la Aduana y que bien podría llegar a la formación de un proceso penal, con las implicancias que usted bien conoce.
Hemos tratado de comunicamos con el señor Costa por los únicos medios que él nos proporcionó, pero no obtenemos respuesta, lo que me coloca en una situación muy incómoda. Además el abogado que me asiste en este tema está recibiendo llamadas de un tal Martínez, alguien que está atrás de Carlos Rafat, el amigo de Costa, y ha llegado incluso a la amenaza.
Por todo esto, mi querido doctor, necesitaría que me liberara de este asunto porque no puedo seguir con un cliente que ni siquiera responde a mis llamados.
Usted comprenderá lo incómodo que me resulta escribirle estas líneas, pero mi respeto y lealtad hacia usted no me permiten dilatar la cuestión ni dejar de ponerlo al tanto de las circunstancias.
Le ruego que me disculpe y que sepa entender mis razones.
Con todo afecto,
Mercedes Lascano.
Lo releyó, corrigió algunas palabras tratando que fuera severo pero a su vez amistoso y, todavía titubeante, cliqueó en enviar.
El sábado era el día que Mercedes dedicaba a las pequeñas tareas domésticas, como llevar ropa a la costurera, o a la tintorería, pagarle al diariero, darle una propina al portero o hacer las compras. De lo habitual se encargaba Mima, la mucama.
Esa mañana, después de cumplir con la lista, todavía le quedaba bastante tiempo libre. Así que desempolvó su bicicleta y se puso un abrigo, dispuesta a gozar del sol pleno. Se programó mentalmente para pasear, almorzar algo y dedicarle la tarde entera a adorar su cuerpo en el instituto. Los sábados añadía tratamientos extra, como un baño escocés, manicura o depilación. O todo junto.
Salió de su casa sin rumbo en dirección al norte. Llegó hasta Palermo, rodeó dos veces el Rosedal y fue hasta el lago grande, donde hizo un alto para tomarse un jugo de naranjas recién exprimidas mientras miraba los patos. Estuvo tentada de irse pedaleando hasta el instituto en San Isidro pero pensó en la vuelta, con su cuerpo sedado e incapacitado para grandes esfuerzos.
Emprendió el regreso. En una cafetería tomó un café con leche bien caliente y un sándwich tostado para reemplazar el almuerzo. Dejó la bicicleta apoyada en la pared detrás de su automóvil y subió apurada para buscar ropa limpia, que guardó en un bolso.
Cuando llegó al instituto, fue directo al vestuario. Se sentó para desatarse las zapatillas. Suspiró cuando se desprendió de las medias, que notó húmedas. Después se desnudó y colgó la ropa en un gancho, cubriendo con ella la riñonera con los documentos, las tarjetas y el poco dinero que llevó para su paseo mañanero.
Sintió el olor a transpiración que se filtraba de sus sobacos y sonrió ante algo que nunca le sucedía. El olor no le pareció tan horrible; era un aroma extraño y pensó que, en general, nadie rechaza sus propios olores.
La ducha era potente y eso era lo que más le gustaba de los clubes y los hoteles. Se mojó el pelo pensando que tendría tiempo para ir a la peluquería a última hora.
En el vestuario, que estaba vacío, había muy buena luz. Mercedes pensó que era un buen momento para mirarse críticamente. Soltó la toalla y quedó completamente desnuda frente a un espejo.
Empezó por la cara. Las famosas patas de gallo en sus ojos se advertían a simple vista aunque eran más tenues que las arrugas alrededor de la boca. Las asociaba a su sonrisa desde siempre. Las arrugas horizontales sólo cedían cuando alzaba el mentón. Necesitaba hacer algo al respecto.
Sus tetas conservaban su lozanía. Estaba más delgada, lo que ayudaba a que los músculos fortalecidos las mantuvieran erguidas. Carecía de grasa bajo la piel que le cubría las costillas y la cintura se dibujaba sinuosa, borrados los excesos anteriores a su nueva rutina de belleza.
Su estómago era plano y ahora volvían a contornearse los músculos por encima del rectángulo oscuro de su vello púbico. Y sus piernas, sus largas piernas delgadas, de las que estaba tan orgullosa.
Cuando se puso de perfil, la curva de sus glúteos se dibujó nítida. Estaban erguidos y duros, casi sin celulitis. Se acercó más al espejo para ver las temidas marcas de la piel de naranja y apenas encontró unas leves líneas que interrumpían la tersura de la redondez.
Estaba satisfecha con lo que veía. Lo que le demandaba tanto tiempo y esfuerzo estaba dando sus frutos, debía perseverar en esta empresa. Si se entregaba, la edad le ganaría la partida.
—Doctora, Cynthia la espera.
—Gracias.
A Mercedes le hizo gracia que la llamaran «doctora» cuando estaba totalmente desnuda. Lo cierto es que no dejaba de serlo, aun despojada de sus vestiduras.
—¿Qué tal, Cynthia? —saludó al entrar.
Rutinaria, colocó la cara en el agujero de la camilla y suspiró, dispuesta a disfrutar del masaje. Unos minutos después, cuando las manos de Cynthia trabajaban sobre las cervicales, sus pensamientos tomaron otra vez el rumbo no deseado. Parecía que Rodolfo Marrugat era un reflejo condicionado a la camilla de masajes y a las manos de Cynthia.
Sabía que la reunión de socios sería complicada, como eran todas aquellas en las que se planteaba una inversión en recursos. Todos los socios, incluida a veces ella misma, pretendían mejorar los ingresos manteniendo la misma estructura.
Mientras anotaba en un block los argumentos que esgrimiría, entró a su casilla de mails y le echó un vistazo a los remitentes de los que estaban sin abrir. Sólo lo hizo con el del doctor Haas. Era corto y estaba redactado en castellano:
Por favor, Mercedes. No abandone a mi amigo: él la necesita. Está en problemas y, en unos días más, yo mismo le daré noticias de él.
Muchas gracias, Günther Haas
Releyó el mensaje. No podía hacer más que esperar la próxima comunicación de Haas. Ella aspiraba a que el caso Costa se pudiera encarrilar como en una acción pautada, honorarios y todo lo correspondiente a un caso. Si no prosperaba, todo terminaría en una escuálida carpeta de archivo. ¡Qué pena! Sentía curiosidad por saber más de aquel hombre que había estado apenas un rato en su despacho.
No quiso demorarse y tecleó:
De acuerdo doctor, quedo a la espera de sus instrucciones.
Cariños,
Mercedes Lascano