—Ayer tuvimos poco tiempo para conversar de este asunto. Espero que haya podido averiguar algo. Estoy preocupada —le dijo Mercedes al doctor Lema.
—Y tiene razones para ello, doctora. Es un asunto importante que viene complicado y el término vence hoy. Tenemos las dos primeras horas de mañana para presentarnos y pagar la multa o defendernos.
—Cuénteme.
—En el expediente donde mandaron la cédula sólo hay un acta de secuestro en un depósito de la calle Belgrano 618, Quilmes, provincia de Buenos Aires, de cuatrocientos treinta mil CD vírgenes y de dos mil quinientos treinta DVD grabados con películas —dijo el abogado, hojeando unos papeles—. El procedimiento lo hace la Policía Aduanera apoyada por la Policía de la Provincia. Aparece un tal Carlos Rafat, quien firma el acta de secuestro, se presenta como empleado. Clausuran el depósito, pero Rafat afirma que tiene elementos que acreditan la introducción legal al país de la mercadería. Nunca los presentó, pese a que le dieron dos días de plazo.
—¿Entonces?
—Entonces mandan la cédula al domicilio que declara Rafat, intimándolo. En ese domicilio no hay nadie pero averiguan otro y allí lo notifican.
—¿Así nomás? ¿Encuentran miles de dólares en mercadería extranjera y todo se limita a un expediente por una infracción aduanera? —inquirió la abogada, extrañada.
—A mí también me pareció raro, así que llamé a un amigo que tengo en la Policía Aduanera.
—¿Y?
—Estoy esperando que me devuelva la llamada. Pero había quedado con usted de encontrarnos a esta hora y le quería anticipar que esto vence mañana a las once.
—¿Y hay alguna defensa?
—Por los elementos del expediente, no. Quizá su cliente le entregó documentación que pueda ayudarnos a esbozar una defensa.
—No tengo nada, doctor. En la conversación que tuvo conmigo, lo único que le preocupaba era saber qué consecuencias podía traerle este sumario y si la Aduana seguiría investigando a su amigo. Dígale a Eleonora que le facilite los números de teléfono que dejó y llámelo. Haga todo lo que necesite, doctor. Queda en sus manos.
El abogado trataba de pensar con rapidez mientras esperaba que la secretaria anotara los teléfonos de Javier Costa en un papelito.
¿Javier Costa? ¿Pero no se llamaba Carlos Rafat?
Otra vez la pose desafiante de Ramiro Sáenz la fastidiaba. Pero le convenía que se sintiera en confianza.
—Ayer estuve con Lorena.
—¡Ah! ¿Y qué le dijo?
—Lo mismo que vos y algo más que vos no me dijiste.
—¿Qué cosa? —preguntó. Mercedes adivinó alarma en sus ojos.
—Que ustedes salen hace varios meses.
La cara del muchacho se transformó y se irguió en el sillón, juntando las manos.
—¡Eso no es cierto! —alegó, contradiciendo lo que le había dicho a su propio padre.
—Bueno, eso es lo que dice ella y, además, que está muy enamorada de vos.
La cara del muchacho era una mezcla de desconcierto y sorpresa. La mentira por un lado y el halago por el otro. Mercedes dejó pasar unos segundos para ver si decía algo, pero estaba demasiado impresionado.
—¿No me dijiste que vos también la querías?
—Sí, pero…
—Ella piensa que ustedes deberían hablar. Cree que está embarazada.
—¡No, no puede ser!
—¿Por qué no puede ser? Si vos mismo me dijiste que no te cuidás.
Un silencio pesado se impuso en la oficina, pero Mercedes no estaba dispuesta a dejar escapar la ocasión.
—Es normal que suceda cuando dos jóvenes lo hacen sin protección. ¿Por qué no puede ser?
—Porque no es verdad que salimos. La primera vez fue en Tandil.
—Ella dice otra cosa. Voy a tener que hablar con tus padres para que se enteren de esta situación.
—No, no, no.
—Vas a tener que aceptar el hijo que tiene en la panza —apretó a fondo.
—No puede ser —dijo Ramiro un momento después, tomándose la cara con ambas manos.
—¿Por qué no admitís que deberías haberte cuidado? Lo lamento mucho.
—¡Pero no es mío, doctora!
—¡¿Cómo que no es tuyo?! —dijo Mercedes, agresiva.
—Es que nunca tuvimos nada —confesó, finalmente.
—¿Nunca? ¿Ni siquiera en Tandil?
—No, ni en Tandil —dijo y se largó a llorar desconsolado. Mientras el cuerpo del muchacho se agitaba, Mercedes sonreía: había logrado su objetivo. Cuando notó que empezaba a calmarse, atacó de nuevo.
—Ahora decime toda la verdad.
—Bueno… —dijo el joven, tratando de demorar la confesión.
—Quiero toda la verdad ya mismo o llamo a tu madre y a la directora para que se enteren. ¡Y no quiero una sola mentira más!
—En Tandil hice una apuesta con los muchachos y fui hasta la pieza de la señorita a pedirle una aspirina. Salí por la puerta del dormitorio de los chiquitos y me quedé en el baño hasta las tres. Cuando volví a la carpa, inventé todo lo que le conté a usted y esos idiotas que se lo dijeron a todos. ¡De mí no puede estar embarazada! Debe ser de otro.
—Ella dice que es tuyo y es una palabra contra la otra. Lo mismo que tu cuento de que estuviste con ella esa noche en Tandil.
—Pero eso fue una tontería, doctora. Una apuesta con los chicos que después no pude parar. Ahora no puedo volverme atrás.
—¿No podés qué?
—No puedo decir la verdad. Me van a echar del colegio, mis padres me van a matar y mis amigos se van a reír de mí el resto de sus vidas.
—¿Vos te das cuenta de lo que hiciste?
—No fue nada, sólo una apuesta.
—¡Pendejo de mierda! —estalló Mercedes—. No fue nada para vos, que te hacés el canchero ante tus amigos pero metés a tus padres en un lío fenomenal y a un colegio importante… ¡a tu colegio! —Se silenció un instante para tratar de recuperar la calma, mientras lo miraba furiosa. El muchacho mantenía la cabeza gacha—. Además —continuó—, le arruinás la vida a una buena chica que trabaja y estudia.
El muchacho levantó la vista. Su mirada demostraba su indefensión. Hubiera dado cualquier cosa para huir de ahí.
—¿Te das cuenta del lío que armaste por hacerte el machito? ¡Ridículo!
—Yo no quise… No me imaginé que…
Mercedes dejó pasar unos segundos.
—En realidad, me parece que si dijéramos la verdad, todo esto se complicaría aún más. Tus padres nunca creerían que no pasó nada y, después del escándalo que hicieron, no van a querer desmentirse. Van a querer seguir adelante con la denuncia: policías, peritos, jueces y meses de pleitos hasta llegar a una sentencia que, si comprueba tu mentira, termina con vos en la cárcel. Del colegio, por supuesto, te van a expulsar y tus amigos te van a querer matar por mentirles. Lorena no podrá volver al colegio y va a perder su empleo.
—Yo lo siento, doctora. No sé qué hacer… —Su mirada era de angustia sincera.
Ella salió del despacho y trabó la puerta desde afuera para que no se escapara. Fue al baño del piso y se arregló el maquillaje. Necesitaba dejarlo solo un rato. Cuando volvió a su oficina, el muchacho se levantó enseguida.
—¡Dígame qué podemos hacer doctora, por favor! Quiero llamar a mi papá —le imploró, como el niño que era. Ella se acercó tanto que podía ver hasta la punta de los granos purulentos.
—Sos un hijo de puta, Ramiro. Hiciste mucho daño y espero que esto te sirva de lección: no podés usar a los demás a tu antojo. —Se demoró unos instantes para dar suspenso a la propuesta que iba a hacerle—. ¿Estás dispuesto a hacer todo lo que te diga? Pero tiene que ser todo, absolutamente todo, porque si no la vas a pasar mal. Si no, yo misma me voy a encargar de que se enteren tus padres, el colegio y todo el mundo, que te echen y hasta podés terminar en cana. ¿Estamos de acuerdo?
—Sí, doctora —admitió, sin opciones.
—Nunca más vas a hablar de Lorena con nadie y el cuento de Tandil lo vas a suprimir de tus charlas. Al que te pregunte sólo vas a decirle que no podés hablar de eso porque te lo indicó tu abogada. Con nadie, absolutamente con nadie, ¿entendiste?
—Sí.
—Segundo: le vas a decir a tus padres que no vas a seguir adelante con todo esto porque te asusta. Que no querés ir a declarar ante la policía ni el juez y que querés volver al colegio. Que estás arrepentido de lo que hiciste con Lorena y que no lo vas a hacer nunca más hasta que te cases y que esperás que Dios te perdone el pecado. Si es necesario, te vas a confesar. —Ramiro asintió con la cabeza.
»Tercero: te vas a presentar ante la directora del Colegio y le vas a pedir disculpas. Le vas a rogar que te deje continuar en el curso. Cuarto: le vas a escribir una carta a Lorena y le vas a confesar toda, completamente toda tu mentira y le vas a pedir perdón por los daños que le ocasionaste al hablar mal de ella. A nadie, salvo a Lorena, le vas a decir la verdad. ¿Entendés? Vos, yo y Lorena somos los únicos que vamos a saber la verdad. Nadie más por ninguna razón. Ni un cura, ni un médico, ni un terapeuta. ¿Entendiste todo?
—Sí, doctora.
—¿Lo vas a cumplir?
—¡Claro!
—Acordate lo que te dije que va a pasar si no lo hacés —hizo una pausa y le ordenó—. Ahora sentate ahí y escribile la carta a Lorena. En la carta le contás toda la verdad, por qué lo hiciste y todo. Si vos cumplís con todo, destruyo la carta. Si no…
—Adelante, doctor Lema —Mercedes lo invitó a pasar.
Lema entró y se quedó esperando que terminara lo que estaba haciendo. Se la veía más vital que el día anterior.
—¿Y? ¿Cómo le fue? —lo encaró, soltando el bolígrafo y apoyándose en el respaldar del sillón.
—Más o menos, doctora —contestó el muchacho.
—¿Por qué?
—Porque el señor Costa no apareció y se nos venció el plazo esta mañana a las once.
—¿Cómo que no apareció?
—Desde ayer debo haber hecho no menos de siete llamadas al número particular y al celular que nos dejó para explicarle el problema y la necesidad de vernos de inmediato. No apareció ni llamó.
—¿Está seguro de que los mensajes le llegaron? —preguntó Mercedes.
—Creo que sí. Los hice personalmente a distintas horas y ratifiqué los números con Eleonora. En los dos teléfonos hay contestadores estandarizados donde una grabación repite el número y pide dejar el mensaje.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Nada. No podemos hacer nada. Se perdió la oportunidad de pagar la multa y dejar todo cerrado. El sumario va a seguir, aunque podemos presentarnos en cualquier momento pero sin volver las cosas atrás.
—Usted me dijo que no hay muchas posibilidades de defensa.
—Mientras no nos den pruebas… —dijo el abogado, encogiéndose de hombros.
—Pero alguna cosa, alguna nulidad que los penalistas siempre encuentran en los procesos.
—No, doctora. Es un secuestro de mercadería extranjera en cantidades locas y no hay un solo papel que nos permita acreditar que entró al país en forma legal.
—Pero la tenencia no… —trató de alegar Mercedes.
—En la ley aduanera hay que probar que los productos extranjeros fueron importados legítimamente. Aunque se trate de un tema penal, la prueba está invertida.
Mercedes se rascó la nuca. Era un tic que la acompañaba desde chica cuando no sabía qué hacer. Trató de pensar en algo pero no sabía absolutamente nada de Costa, salvo que lo había recomendado el doctor Haas. Tampoco conocía mucho de leyes aduaneras.
—Bueno —dijo finalmente—, tendremos que esperar a que aparezca, si es que alguna vez lo hace.
—No queda otro remedio.
—Cualquier cosa le aviso, doctor —dijo Mercedes a modo de despedida, tomando nuevamente los anteojos para seguir con su trabajo.
El joven abogado no se movió de su asiento y ella lo miró interrogante.
—Hay algo más…
—¿Sí?
—¿Se acuerda que le dije que había llamado a un amigo que tengo en la policía aduanera? Hoy fuimos a almorzar.
—¿Y?
—Mi amigo intervino en el operativo. Hubo una denuncia anónima de algo más pesado y por eso intervino la policía con el grupo de asalto. Rompieron la puerta del depósito y sólo encontraron los discos compactos y los DVD.
—¿Y qué pensaban encontrar?
—Armas o alguna otra cosa peligrosa.
—¿Armas? —preguntó, incrédula.
—Ésa era la información que tenían pero no encontraron más que discos. En el depósito no había nadie y el tal Carlos Rafat apareció en la mitad del operativo alegando que tenía la documentación aduanera en Mar del Plata. Hicieron un acta, secuestraron la mercadería y se fueron frustrados. Ni siquiera lo detuvieron.
—Bueno, no tan frustrados. Encontraron un cargamento.
—Para esta gente, lo que encontraron no tiene demasiada importancia. Con armas habrían salido en los diarios.
—Bueno, doctor. No creo que eso nos incumba.
—Es cierto pero quería advertirle, doctora, sobre las circunstancias. Además mi amigo piensa que detrás de este asunto hay alguna cosa grande que se le escapa.
—¿Cómo que se le escapa?
—Sí. La cantidad de mercadería incautada podía abrir una causa por contrabando, pero recibieron la orden de dejarlo en una simple infracción, que algún día se resolverá en una multa que pagará el tal Carlos Rafat si le pescan algún bien a su nombre.
Cuando el abogado Lema dejó su despacho, Mercedes abrió un correo nuevo.
Asunto: Javier Costa.
Mi estimado doctor Haas:
Cumpliendo con su pedido, cité al señor Costa para interiorizarme de su problema. Se trataba de un asunto con la Aduana y había pocas horas para presentar una defensa. Pese a todos nuestros esfuerzos, no pudimos ubicar al señor Costa para que nos diera las pruebas necesarias aunque, en realidad, el imputado es un tal Carlos Rafat, que él dice ser su amigo.
No quería dejar de ponerlo en autos de este asunto porque nada podemos hacer con su recomendado si no tenemos contacto ni nos proporciona elementos. Nadie contesta en los números que nos dejó.
Quizás usted pueda contactarse con él de otra forma e indicarle que tiene que venir a vemos para dejar sin efecto el estado de rebeldía que tiene hoy y poder ejercer alguna defensa.
No quiero terminar estas breves líneas sin agradecerle todas las atenciones que tuvo en mi reciente visita a Alemania. Le aseguro que estamos a su entera disposición, pero con este cliente me siento frustrada aunque me consta el aprecio que usted le tiene.
Quedo a la espera de sus comentarios y aprovecho la oportunidad para saludarlo con todo mi afecto.
Mercedes Lascano
Releyó la carta y le hizo un par de correcciones. Inmediatamente se puso a traducirla al alemán. La mandaría en los dos idiomas para evitar las malas interpretaciones del castellano.
Las cosas con Marzani seguían el curso de lo previsto. Mientras él festejaba en un pub la conclusión del caso Villalba, Mercedes se hacía el tiempo para escuchar las grabaciones y mantener a raya su desempeño. Pedía una vez tras otra las carpetas con los asuntos que él llevaba con el único objetivo de forzar poco a poco su salida del Estudio, lo que era inminente según las grabaciones.
Los CD reproducían horas y horas de conversaciones de la pareja. Llamadas cruzadas, situaciones diversas —hasta íntimas— que Mercedes no tenía paciencia para escuchar en detalle. Se sentía una espía. Sin quererlo, tenía que enterarse de amoríos, infidelidades, miserias y grandezas de gente a la que casi no conocía, y hasta de sus propios socios también.
Hasta que llegó el telegrama de renuncia de Marzani, mezclado entre otra cantidad de documentos que seguían el tránsito interno de la sección. En él se ceñía a los términos formales de una renuncia sin ninguna reserva o salvedad, y venía acompañado del habitual formulario que entregaba la oficina de Recursos Humanos a quienes dejaban el Estudio.
Buscó en el directorio interno y llamó directo al jefe de RR.HH.
—¿Cómo está, González?
—Bien, doctora. ¿En qué puedo serle útil?
—Me llegó el telegrama de renuncia del doctor Marzani, que trabaja en esta Sección. Si bien me anticiparon que se iría, no conozco los términos de la desvinculación.
—El doctor negoció su salida pidiendo una cifra alta que, luego de varias idas y venidas, fue convenida en veinte mil dólares.
—¿Y quién lo autorizó?
—El doctor Beltramino —le contestó.
—Gracias —dijo mientras colgaba, despacio, pensando por qué nadie la había consultado.
Esa misma tarde, cerca de las siete, cuando ya Eleonora se había retirado, el propio Marzani golpeó a la puerta de su despacho.
—Perdón, doctora, que la moleste, pero quiero despedirme y entregarle la invitación para mi casamiento.
Mercedes trató de fingir simpatía y abrió el sobre.
—Ay, lo lamento, pero tengo programado un viaje para esa fecha.
—¡Qué lástima! Nos hubiera gustado tanto que nos acompañara.
—No va a ser posible, Marzani —le contestó, tratando de terminar con la conversación, porque temía no poder fingir mucho tiempo más.
—Bueno, igual espero que sigamos viéndonos. Y profesionalmente, porque con Mónica, mi mujer, vamos a fundar un Estudio cuando volvamos de la luna de miel.
—¡Ah! Qué bien. Entonces seguro que nos cruzaremos en algún momento.
El hombre salió del despacho satisfecho por haber cumplido con la formalidad del caso. Mercedes, en cambio, sintió el esfuerzo de haberse contenido para no imputarle en la cara que se estuviera llevando a tres clientes del Estudio con él, entre ellos, a Villagra S.A.
Al día siguiente de la entrevista con Ramiro, citó al ingeniero Sáenz. Sus oficinas quedaban cerca y, a propósito, no dejó tiempo para que la esposa llegara desde Pilar. Quería hablar con él a solas pero no podía excluir a la mujer en un tema que involucraba a la familia. Impedida por la distancia, la entrevista personal resultaba natural.
Diez minutos antes de la hora acordada, Mercedes se encerró a solas en su oficina. Necesitaba conectar todos los hilos de su plan.
Tenía la confesión de Ramiro en la carta y, en caso de que todo fallara, podía echar por tierra todo el cuento. Le serviría para neutralizar a la familia Sáenz, si acaso insistían en seguir con la ofensiva, y hasta poner a raya a Laura. Un par de fotocopias alcanzarían para avergonzar a todos los que se prestaron para el chisme y la injuria.
—Ingeniero Sáenz, le agradezco que haya venido.
—No tiene nada que agradecer, doctora. Es mi hijo. Mire en el lío en que nos ha metido este muchacho.
—No hay que ser demasiado severos con los pecados de juventud, ingeniero.
—Es cierto. Yo, como padre y como hombre, no me siento tan mal porque se haya entreverado con una maestra que, me dicen, es muy linda. El tema es que involucra al colegio y tiene a la madre al borde de un infarto. ¡Pero qué le vamos a hacer! Doctora…
—Dígame.
—Hemos hablado con mi esposa sobre este tema cien veces y yo, al menos, pienso que lo que pasó, pasó. Si bien no es moralmente deseable, ni siquiera oportuno, sucedió y las cosas no pueden volverse atrás. En definitiva se trata, como usted dice, de pecados de jóvenes que están más allá de nuestras enseñanzas.
—Entonces, ¿ustedes desistirían de sus denuncias y acciones contra el colegio y su propietaria? —trató de cerrar Mercedes, entusiasmada.
—En principio, sí. La madre se resiste porque siente que debe reparar el honor de su hijo, pero la verdad es que algún día, tarde o temprano, el muchacho se iba a iniciar y es preferible que lo haya hecho con esa chica que con una prostituta. —Se detuvo un momento como si quisiera dar por sentada la posición familiar—. La convencí de dejar las cosas como están. Sólo queremos que esa muchacha no trabaje más en el colegio porque preferimos que no se cruce otra vez con Ramiro.
—El problema no es ése, ingeniero. La maestra está embarazada de su hijo —le espetó.
—¿¡Cómo!?
—Sí, lo lamento. Ellos tienen una relación desde hace meses.
—¡Qué hija de puta! ¿Y cómo sabe que es de Ramiro? —dijo pensando que todo cerraba con la confesión que su hijo le había hecho en el auto.
—Sólo puede comprobarse con un ADN cuando el bebé nazca. Ella me dice que de esa relación con su hijo tiene un embarazo incipiente y que no tiene duda de que es de él.
Un silencio expectante ganó el despacho.
—Tendríamos que evitarlo, doctora —dijo al rato con voz ronca y bajando la cabeza, como avergonzado por la sugerencia.
—Sólo hay una forma.
—La que sea.
—Es un tema delicado, ingeniero. Difícil de ofrecer.
—Lo tengo claro, pero no puedo admitir que mi hijo de catorce años sea padre.
—Comprendo, pero, de nuevo, es difícil… Y es obvio que no tiene el dinero, es maestra.
—Con eso no hay problema.
Como a veces sucedía, se produjo una crisis de trabajo en su sector. La abogada embarazada había parido antes de término y tuvo que reprogramar su trabajo en curso asignándolo a otros abogados que no conocían los casos y que llevaban otros asuntos. Lo mismo con los casos que llevaba Marzani. No quedaba otro remedio que reorganizar las tareas a pesar de las quejas de su ya atareado equipo. Ella misma iba a tener que poner el hombro para absorber todo lo que pudiera.
Eran situaciones extremas e imprevisibles. Aunque con esfuerzo acabaría pasándola, le agregaba una dosis extra de estrés a su vida. Donde fuera que estuviere, siempre estaba pensando en lo pendiente y calculando el tiempo que empleaba para cada cosa. Y no le quedaba tiempo para descansar, hacer ejercicios o cumplir con su rutina de tratamientos.
En esos días, dejar la oficina antes de las diez u once de la noche era casi un milagro. Y, si bien a ella no la complicaba tanto, no podía dejar de pensar en las familias de los abogados de su equipo.
—¿Ingeniero Sáenz? Soy Mercedes Lascano.
—¿Cómo está, doctora? ¿Tiene alguna noticia?— preguntó ansioso.
—Sí, estuve hablando con Lorena y al fin comprendió los problemas que acarrearía seguir adelante con el embarazo.
—Perfecto —aprobó Sáenz, feliz de poder hablarlo por teléfono.
—El tema, como le decía, es que no tiene dinero y estas cosas no se hacen en un hospital público.
—La entiendo, ¿y cuánto necesita? —preguntó, haciendo gala de su practicidad.
—Unos sesenta mil pesos.
—¡Epa! No sabía que salía tan caro.
—Yo tampoco —confirmó Mercedes—. Supongo que le agregó algo en concepto de indemnización.
—Está bien, no es cuestión de discutir eso ahora. ¿Usted se podría encargar y asegurarse de que lo haga?
—Mmm, no es algo que suelo hacer, ingeniero.
—La comprendo, doctora. Tampoco a mí me gusta, soy católico militante y me parece un horror que esa muchacha… Pero Ramiro no puede tener un hijo a los catorce años. Eso, seguro.
—Está bien —dijo Mercedes, al cabo de unos momentos—. Yo me encargaré. No veo otra forma de resolver este entuerto.
—Muchas gracias, doctora. No sabe cuánto le agradezco. Le voy a quedar eternamente agradecido —se sinceró y después continuó—: Mañana le envío un sobre con el dinero. Otra cosa importante, doctora: nadie se tiene que enterar de esto. Ni mi mujer, ni Ramiro, ni la gente del colegio.
—No se preocupe, quedará entre usted y yo. Esta chica se hará el tratamiento. Yo me aseguraré de ello.
—Bien, doctora. Muchas gracias de nuevo, yo sabía que la única que podía resolver este problema era usted. Voy a decirle a mi mujer que la maestra usaba un dispositivo anticonceptivo y no hablaré de los meses que lleva la relación.
—Me parece bien.
—¿Usted cree que el colegio no va a tener problema en despedirla? Creo que con eso se tranquilizará y Ramiro seguirá con su vida. La Iglesia ayudará a la paz interior de mi esposa.
—Tengo que hablar con la directora, pero supongo que le sacamos un problema de encima. Esperemos que todo termine bien.
¡Hipócrita!, pensó Mercedes mientras cortaba la comunicación. Está pagando un aborto y le va a contar a su esposa que el problema se resolvió con el despido de la maestra. ¿Confesaría su pecado el católico militante?
Mercedes no sintió ningún remordimiento por haberlo engañado.
Al contrario, se sentía cómoda con su actitud. No habría aborto porque no había embarazo. Y se haría justicia.
La Avenida del Libertador estaba atascada de vehículos. Por suerte no tenía un turno fijo, pero Marina le había dicho que sólo se quedaba hasta las nueve, cuando se fuera la última clienta.
No le gustaba dejar la oficina para ir hasta el centro de belleza cuando tenía tanto trabajo pero era de esas cosas que hay que hacer, como ir al dentista o al ginecólogo. Decidió relajarse. Cambió el disco, puso música clásica y aflojó la presión de sus manos sobre el volante.
Pero los problemas del Estudio la sobrepasaban. El tiempo no alcanzaba y su gente estaba extenuada de atender una urgencia tras otra. Y ni siquiera eran las cuestiones jurídicas y sociales solamente. Además tenía que dirigir un equipo forzado a cumplir con metas de ingreso. ¡El bendito nivel de facturación! Sin titubear, reconocía que el tema económico era lo que la hartaba.
Era consciente de que ningún Estudio se mantenía sin los honorarios que pagaban los clientes y para eso se recurría a distintas formas de convenios, que complicaban aún más el seguimiento. La relación más simple era un abono mensual fijo que le permitía al cliente hacer todo tipo de consultas y ser atendido en asesoramientos legales y litigiosos ante cualquier tribunal y en cualquier lugar del país o del mundo. Eran los contratos más importantes, porque la cifra llevaba varios ceros y cubría un sinfín de situaciones. Tal era el caso de las empresas del ingeniero Sáenz. Otra, la más frecuente, era la facturación por el tiempo empleado por abogados y administrativos. Algunos clientes optaban por un modelo mixto: determinada cantidad de horas mensuales por una cifra establecida y el excedente aparte, a un valor menor que la hora libre.
Cada socio llevaba el control de los clientes que aportaba al Estudio, y supervisaba la factura mensual de los honorarios que se les enviaba. Cuando no estaba de acuerdo, indicaba los cambios al gerente administrativo o a los jefes de los equipos.
Todo lo referido a los honorarios era tratado a nivel de los socios que, según se requería, se reunían para analizar los casos de relaciones comerciales más complicadas. En general los socios, todos abogados, se ocupaban poco de temas jurídicos, aunque intervenían en los casos que les interesaban.
Cada socio tenía un doble o triple vínculo económico con el Estudio. Por un lado, la relación directa con sus propios clientes. Por otro, cada uno estaba a cargo de un equipo de abogados y empleados y controlaba la calidad del trabajo cobrando un porcentaje de su producción. Y finalmente, una vez pagados esos porcentajes y los gastos, el saldo iba a un pozo común que se distribuía según el porcentaje de cada uno en la sociedad.
A Mercedes la conducción le resultaba estimulante, pero lo que hacía a disgusto era controlar la producción, la facturación y el límite de gastos. Porque era una tarea indelegable y la computadora, una celadora implacable que denunciaba cualquier desviación.
En la reunión de esa mañana, la computadora nuevamente había anunciado que su equipo no estaba cumpliendo con el nivel exigido. La situación del equipo era compleja: Marzani se había ido, tenía una abogada de licencia por maternidad y otra con un embarazo complicado, que le requería exámenes complejos, consultas y reposos. Además, casi todos tenían familia con chicos, mujeres o padres que atender o compromisos habituales como cumpleaños o graduaciones que les consumían tiempo que no podían facturar y los forzaba a trabajar hasta altas horas de la noche o los fines de semana. Sabía que a veces mentían agregando minutos a cada asignación de tiempo, en especial a los clientes grandes.
La evidencia de la computadora se compensaba, sin embargo, con la estadística sobre los honorarios que producían personalmente los socios: ella estaba primera sobre los seis varones. Sí, su equipo alcanzaba justo el nivel pretendido, pero a costa suya. A costa de la vida personal que ella se resistía a sacrificar.
Al fin llegó a San Isidro, con sus calles arboladas y su gente que camina plácida. Sabía que era una postura: estaban tan inmersos en el estrés de la ciudad como ella, aunque hacían gala de su calidad de vida.
Le costó encontrar el centro de estética. Cuando llegó, se sorprendió por su categoría: un gran edificio blanco, cuadrado, con ventanas amplias, rodeado de plantas y árboles añosos. Un logotipo enorme en metal plateado simulaba un perfil anodino de una mujer que jugaba con las letras. El instituto estaba en un amplio terreno delimitado por rejas, con estacionamiento y un jardín con césped perfecto y ramilletes de flores.
Entró en la recepción y pidió por la licenciada Marina Aguado. Una agradable muchacha le indicó unos sillones para esperar. Se sentó y se dedicó, prejuiciosa, a observar a las mujeres que entraban y salían y a las empleadas que circulaban de algún lado para otro. Todo era impecable y muy prolijo.
Entre las clientas, predominaban las mujeres con sobrepeso. Las que tenían cirugía facial eran fácilmente identificables. Las narices eran todas parecidas y los labios inflados eran marca registrada. Y los pechos, siempre demasiado firmes y altos. Todas tenían un común denominador: ropa y joyas que valían pequeñas fortunas y que eran coherentes con los costos de los tratamientos.
El lugar era impresionante. La amplitud del hall insinuaba consultorios y oficinas que se extendían por todo el resto del edificio y que ocupaban la planta baja y dos pisos a los que se accedía por ascensor o escalera. El blanco era el color dominante en las paredes y los muebles; los jarrones con flores con carácter amenizaban la pulcritud. Un perfume a lavanda invadía todos los ambientes, tan dulce como la música clásica que se transmitía por parlantes disimulados.
Ella sólo quería verse un poco mejor. Nada extravagante ni exagerado. La gente que la frecuentaba no debía darse cuenta de que estaba haciéndose un tratamiento.
—Mercedes, querida —dijo Marina cuando avanzó hacia ella con pasos apurados. No vestía el guardapolvo del personal del centro, sino un elegante traje sastre rosa y tacos altos que destacaban su figura, en general algo descuidada.
—Mará… ¡Acá estoy! —le dijo, mientras se paraba para abrazarla.
—Me encanta que te hayas decidido, y lamento haberte hecho esperar pero no podía dejar de atender a una clienta.
—No te preocupes, yo también llegué tarde.
—Vení, vamos a mi oficina —la invitó, tomándola del brazo.
La oficina de Marina era la primera de un largo pasillo donde había otras personas trabajando. Era tan espectacular como el resto del edificio. Un ventanal enorme daba a un jardín perfecto con flores, canteros y una pequeña cascada, cuyo sonido tranquilizaba.
—Hermoso —dijo Mercedes, parada en medio de la amplia habitación también blanca con alfombra celeste claro y muebles cromados. No había cuadros en las paredes ni lámparas colgando del techo. Todo era despojado y recto.
—Es el escritorio de la dueña, mi amiga. Lo puedo usar hasta que vuelva, me encanta.
—Así da gusto trabajar.
—Sí, sí, pero no todo es color de rosa. También hay problemas que solucionar.
—Mará, nada es perfecto.
—Es cierto y lo prefiero a las horas y horas de consultorio, de pacientes angustiados por la familia, la plata o el sexo que pretendían que yo resolviera todo con la varita de Freud. La verdad es que aquí los problemas son mínimos. Todo está organizado y estandarizado. Las clientas pagan sin chistar y se someten a lo que sea con tal de luchar contra el tiempo. Son los problemas de la abundancia.
—Es para lo que vengo yo, Marina —dijo la abogada, con voz suave, y como avergonzada.
—¡Pero no es tu caso, Mercedes! —dijo, sincera, su amiga—. Vos estás espléndida y si estás acá es porque creés que el tiempo te está corriendo, no porque de verdad lo necesites.
—¡No me analices! —la cortó sonriente.
—En serio te lo digo. Creo que es más un tema psicológico que real aunque me parece genial que lo intentes. Desde que estoy acá he comprobado que las que encaran los problemas a tiempo son las que tienen más éxito con los tratamientos.
—Es el tema. Yo no quiero nada agresivo ni quirúrgico, sólo mantenerme así lo más que pueda… Aunque no se puede parar el reloj, lo que yo quiero es que el día dure treinta horas y el año, quinientos días.
Se rieron: las dos estaban en la misma sintonía. Mercedes podía entregarse a los consejos de su amiga, pues ella le indicaría lo que necesitaba sin intención de lucro.
—Si te parece, llamo a una médica que tiene mucha experiencia, un gran sentido común y que es de mi máxima confianza. Vos le contás lo que querés y necesitás y ella te aconseja. La decisión siempre es tuya; no vamos a intentar venderte nada.
—De acuerdo —aceptó.
Marina se estiró para tomar el teléfono de la mesita y, mientras marcaba unos números, invitó:
—¿Qué te parece si cuando terminás nos vamos a comer?
—Bárbaro.
—Frente a las vías en Martínez hay un restaurante donde se come exquisito y te atienden de primera. El dueño es un tipo fenómeno, un tal López, que nos manda clientas.
—De acuerdo.
—¿Moira? Aquí está conmigo la amiga de la que te hablé. En realidad, no sé para qué viene pero creo que tienen que conversar, ¿puede verte?
Con la doble indemnización, el salario del mes más el aguinaldo que Laura aceptó pagar gustosa y los sesenta mil pesos del ingeniero Sáenz había juntado una pequeña fortuna.
La muchacha entró tímida en el despacho. Calzaba zapatos sin taco, pollera gruesa, un pulóver de cuello cerrado y amarillo y una campera algo gastada. Tenía la cara enrojecida por el frío.
—Adelante, Lorena —la invitó a pasar, mientras dejaba el escritorio para ir a su encuentro. Instintivamente, la besó en la mejilla en vez de estrecharle la mano y comenzó a tutearla.
—¿Cómo está, doctora? —saludó la maestra, devolviendo el beso.
—Sentate, por favor —le dijo, indicándole uno de los sillones del costado—. Si querés sacate la campera. Hace calor aquí.
La muchacha obedeció y se retorció para dejar el abrigo. Mercedes volvió a notar sus pechos pequeños. Bajo el pulóver fino no había nada. Tenía un cuerpo delgado, poco atractivo y no demasiado armónico.
—Bueno, Lorena, creo que he podido arreglar algo razonable. Es un asunto complicado y doloroso y, como te podés imaginar, no hay una solución que deje contentos a todos.
—Comprendo —aceptó la muchacha.
Mercedes la volvió a observar mientras pensaba cómo iba a encarar la conversación. Los ojos profundamente negros detrás de los anteojos traslúcidos revelaban su evidente honestidad y angustia.
—Lorena, es imposible volver para atrás con este cuento. Ya hay mucha gente que lo sabe y no hay ninguna prueba física que pueda desmentirlo ni comprobarlo. Es tu palabra contra la de Ramiro, y ya sabemos que él es un chico con apellido importante.
—Comprendo —repitió abatida, aceptando la injusticia.
—Por eso, creo que es imposible tratar de dar una versión contraria a la que todos ya saben. Nunca acabarían por creerte del todo. Lo mejor es dejar que el tiempo vaya diluyendo la historia.
—Es cierto y yo tampoco podría aguantar que todo el mundo me mire creyendo que abusé de un alumno.
—Sería muy difícil para vos seguir en el mismo colegio porque los padres nunca dejarán de dudar, aun en el caso de que quisieran creerte.
—Estoy segura de que no puedo volver, pero me preocupa si voy a tener una denuncia o algún otro problema.
Mercedes sonrió condescendiente. Lorena estaba allanándole el camino a lo que tenía que plantearle.
—No te preocupes. Nadie te va a denunciar ni te va a molestar más por este asunto pero…
La muchacha, al escuchar estas palabras, se tapó la cara y rompió a llorar sin estridencias, esta vez de alivio. La abogada se enterneció al verla tan desamparada y estuvo tentada de levantarse para abrazarla pero se limitó a mirarla, y le alcanzó una caja de pañuelos de papel que siempre tenía a mano.
—Perdone —dijo y se quedó esperando.
—No hay problema. Te estaba diciendo que estoy segura que todo este cuento es una gran mentira de Ramiro pero que igual no podés volver a trabajar a ese colegio.
—Por supuesto, doctora. No lo soportaría, lo tengo asumido. Lo que más me duele es que no me pude despedir de los chicos y alguno tal vez oyó algo feo.
—Mmm, no tengo solución para eso tampoco. Pero ya nadie va a acusarte de nada y todos los involucrados prometieron no hablar más del episodio.
—Muchas gracias, doctora Lascano —dijo Lorena—. Sabía que podía confiar en que usted iba a resolver este asunto. Pero son cosas que pasan y hay peores. De alguna manera me las voy a arreglar.
Se levantó del sillón y tomó su campera como para salir. Una amplia sonrisa le iluminaba la cara. Mercedes también se levantó.
—De nuevo un millón de gracias. No sé cómo decírselo pero sé que usted me comprende.
—Claro que sí —aceptó la abogada—. Pero a vos te hizo una canallada un estúpido que quiso pasarse de vivo.
—Y bueno. Como usted dice, eso no tiene solución.
—Pero no es justo —afirmó Lascano—, y de alguna forma tienen que repararte el daño.
—No es necesario. Así está bien, ya encontraré otro trabajo.
—No, Lorena. Cuando puedo, y no me sucede muchas veces, trato de hacer justicia. Aunque no puedo convencer a los padres de quinientos alumnos de que no pasó nada con Ramiro, me encargué de reparar el daño.
Y le entregó un sobre grande y opaco que estaba sobre su escritorio. Lorena no supo qué hacer con él.
—Abrilo —la invitó, y la muchacha desprendió el broche como si temiera encontrar una bomba. Cuando vio el contenido se quedó estupefacta mirando los fajos de billetes y a la abogada, alternativamente, sin entender—. Es tu indemnización por el daño moral que te hicieron. La pagó el padre de Ramiro y el colegio por el despido sin causa.
La muchacha no podía reaccionar de la sorpresa. En un rapto, se abrazó a la abogada y volvió a llorar sin vergüenza. Mercedes estaba feliz: éstas eran las cosas que le hacían creer en la vida y agradecer a su profesión.
Cuando Lorena se fue con el texto del telegrama de renuncia que debía mandar al colegio y el sobre con su dinero, el equivalente a tres años de su sueldo, la doctora Mercedes Lascano necesitó un rato para disfrutar de lo que había logrado contrariando todas las normas éticas de su profesión. En su cajón estaba la confesión de Ramiro.
—El doctor Lema quiere hablar con usted, doctora —le anunció Eleonora.
—Dígale que venga.
Tres minutos después golpeaba y abría cautelosamente la puerta del despacho de la doctora Lascano.
—Pase, por favor —le pidió.
—¿Cómo está, doctora?
—Bien, gracias. Me dijeron que quería verme.
—Sí, ¿tuvo alguna noticia de Costa? —preguntó Mercedes.
—No, ninguna. ¿Y usted?
—Le escribí al doctor Haas y acusó recibo, pero nada más.
—¿Usted sabe cuál es la relación entre Carlos Rafat y el tal Costa? —preguntó el abogado.
—Creo que tienen algunos negocios juntos y a lo mejor son amigos. ¿Por qué?
—Porque en el expediente de la Aduana sólo aparece Carlos Rafat, que es el que se reconoce inquilino del depósito que allanaron y no hay ninguna mención a Javier Costa. ¿Es ésa la persona que vino al Estudio y que no pudimos ubicar?
—Creo que sí, por lo menos así se presentó. Creo que me dijo que Rafat había sufrido un accidente. Me imagino que. Costa está tratando de ayudarlo. ¿Hay algún problema?
—No, doctora, pero el otro día me llamó un tal Martínez de parte de mi amigo aduanero y me preguntó si seguíamos representando a Carlos Rafat. Le informé que habíamos perdido el contacto y me insistió en ubicarlo porque necesitaba verlo.
—¿Le dijo para qué?
—Le pregunté y me dijo que se trataba de un problema de familia, algo referido a una herencia. No me gustó la falta de precisión ni la forma en que preguntaba y le pedí que me dejara su teléfono por si teníamos alguna noticia.
—Bien —aprobó.
—Me dio un número con característica de Villa Luro, que corresponde a una panadería. Llamé a mi amigo pero no conoce a ningún Martínez al que le haya dado mi teléfono. Todo me sonó raro y creí que debía contárselo.
—Este asunto me tiene cansada. Está lleno de problemas, desencuentros y misterios. Pero me lo manda el doctor Haas y no puedo cerrarlo acá sin molestarlo. Con el mail que le mandé, quedamos liberados de cualquier compromiso o circunstancia que pueda perjudicar a Rafat o a Costa.
—A mí tampoco me gusta el asunto ni el cliente, que no aparece, ni ese Martínez que llamó para hacer averiguaciones.
—Bueno, ¿y qué podemos hacer?
—Nada. Estar atentos.