—Está adentro —dijo Eleonora, señalando la puerta de su despacho.
Mercedes mantuvo su marcha y vio sobre el escritorio de Eleonora la lista de tareas que le había preparado el día anterior, con tachaduras y agregados.
En cuanto entró, su primera sensación fue de rechazo. El muchacho estaba sentado en uno de los sillones de la sala, recostado con las piernas abiertas, como exhibiéndose. La miró cuando oyó la puerta pero ni siquiera amagó levantarse de su asiento.
—Hola, Ramiro —lo saludó, ubicándose detrás de su escritorio.
—Hola —contestó él, sin cambiar el gesto de fastidio ni su postura.
—Por favor, sentate aquí —le ordenó, señalando la silla con apoyabrazos que estaba frente a la de ella.
El muchacho se levantó con displicencia y se sentó donde le indicaban. Estaba obligado a quedar erguido, pero cruzó las piernas en una actitud soberbia.
Mercedes lo observó: era alto y fornido, con una mata de pelo abundante, corto y rojizo. Su rostro, excesivamente pálido, y el acné revelaban a las claras su edad. Estaba nervioso y su actitud despreocupada no era otra cosa que una forma de tratar de ocultar su temor.
La abogada, con toda intención, se demoró un instante revolviendo unos papeles para dejar que el silencio hiciera mella en él. Era la supuesta víctima de un estupro, el hijo de su cliente. Y ella, sin embargo, sentía algo de desagrado.
—Bueno, Ramiro —dijo al fin, levantando la vista y clavándola en sus ojos—. Le pedí a tus padres que me autorizaran para vernos y hablar de este lío en el que estás metido.
—Ok —fue todo lo que él dijo, reacomodándose y preparándose para algo difícil.
—Quiero aclararte que nada de lo que me digas saldrá de aquí. Te lo aseguro, porque es mi obligación como abogada. —El muchacho asintió con la cabeza—. Me gustaría que me contaras cómo sucedió todo.
Un pesado silencio llenó el ambiente pero Mercedes no se incomodó y utilizó ese tiempo para estudiar hasta el más mínimo detalle del jovenzuelo.
—Bueno… —dijo al fin—. Fue en el campamento de Tandil.
—¿Y qué pasó con Lorena? ¿Cómo empezó todo?
Volvió a tomarse unos instantes para responder.
—Cuando salíamos del comedor, la señorita se puso al lado mío y me dijo que quería hablar de algo y que me esperaba en su pieza cuando los demás se durmieran.
—¿Y vos qué hiciste?
—Me acosté con los chicos y esperé un rato. Cuando en la carpa todos dormían, me puse la campera y fui hasta la casa. Dejé ropa adentro de la bolsa por si alguno se despertaba o pasaban los celadores.
Cuando hablaba no la miraba a los ojos.
—¿Y? —volvió a presionar Mercedes.
—Llamé a la puerta, ella me abrió y me hizo pasar. Me senté en la cama y se sentó a mi lado. Estuvimos hablando de cosas del campamento y del colegio y me preguntó si estaba de novio.
—¿Cómo estaba vestida? —le preguntó, para molestarlo.
—¿Ella?
—Sí.
—Con la misma ropa del comedor pero se había sacado el pulóver. Tenía una camisa y un jean. ¡Ah! Estaba descalza —agregó, sin dudarlo.
—¿Y vos?
—Con un pijama que me compró mi mamá para el campamento y la campera.
—Seguí contando.
—Me da vergüenza.
—Tenés que contarme, Ramiro. Soy tu abogada y necesito saber toda la verdad. Te repito que lo que me digas queda entre nosotros. Tengo la obligación del secreto y nadie, ni tus padres, se van a enterar de lo que hablemos.
—Está bien. Le dije que no tenía novia y le pregunté si podía sacarme la campera porque hacía mucho calor allí adentro. Estaba nervioso y se me trabó una manga y ella me ayudó. La parte de arriba del pijama se levantó y sentí su mano en la espalda…
—Seguí —le ordenó al ver que se detenía. Temía que se cortara.
—Ella se acercó y me acarició el pelo, apoyándose en mí. Nos besamos y no pude reaccionar. La dejé hacer y siguió hasta que tomó mi mano y la llevó hasta su pecho y después metió la suya en mi pantalón.
Mercedes percibió que se estaba excitando con el relato, pero no lo interrumpió.
—Me desnudó y ella también lo hizo. Estuvimos sobre la cama tocándonos y entonces ella… No, no puedo contarle eso.
—No te preocupes. En esta profesión se escuchan muchas cosas y nada me asombra. Soy una mujer grande. Seguí —le ordenó.
Ramiro se detuvo unos instantes y después levantó la vista, continuando:
—La verdad que estaba paralizado pero cada cosa que ella hacía me gustaba y la dejaba hacer esperando lo que seguía. Me besaba en la boca, en el cuello y después comenzó bajando por el cuerpo. Estuvo un rato jugando en mi ombligo y después se la metió en su boca… Y me descargué.
La abogada se reacomodó en el asiento. El relato, verdadero o no, la había llevado a imaginar la escena de esos cuerpos adolescentes, lampiños, haciéndolo en una cama como si fuera un juego. Un juego en el que comprometían sus cuerpos y la inexperiencia del muchacho. Pensó en ese chico desnudo y en la mujer disfrutando de las reacciones de un adolescente que lo hacía por primera vez. A Mercedes nunca le había sucedido, siempre había estado con hombres experimentados.
No podía evitar sentirse excitada, pero lo disimuló poniendo cara de seria y levantando una ceja.
—¿Qué pasó después?
—Me sentí muy flojo pero bien. Nos acostamos y nos tapamos. Al rato, mi… volvió a levantarse y lo hicimos por donde corresponde. Y más tarde, lo hicimos otra vez —concluyó, con inocultable orgullo.
—¿Usaste preservativo?
La pregunta lo sorprendió.
—No… No se me ocurrió porque no pensaba que se iba a dar. No tenía en ese momento y ella tampoco… creo.
—Es decir que las dos veces que lo hicieron «normalmente» acabaste dentro de ella.
—Sí.
—¿Después de esa vez, se vieron de nuevo?
—No, porque todo el mundo se enteró. Cuando volví a la carpa, como a las tres de la mañana, los muchachos me estaban esperando y me obligaron a que les contara. Me prometieron que no se lo dirían a nadie pero cuando volvimos, todo el colegio lo supo y la madre de uno de mis amigos la llamó a mamá.
—¡Qué barbaridad! —exclamó Mercedes por decir algo.
—Yo le había prometido a la señorita que…
—¿Y fue tu primera vez?
—Sí… Con alguien sí. A veces lo hacía solo —aclaró, tartamudeando.
—¿Y te pareció bien lo que hicieron?
—No, creo que no estuvo bien pero cuando ella me besó no pude parar.
—¿Y después de la primera vez?
—Bueno…
—Te gustaba.
—Sí.
—¿Y qué pensás de ella?
—¿Cómo que pienso?
—¿Te gusta?
—Muchísimo —dijo, con una expresión que le reveló al niño que aún estaba presente en su interior aunque hubiera comenzado su vida sexual.
—¿Estás enamorado?
—¿La verdad? Sí.
Por fin había terminado el día. Un lunes complicado, lleno de problemas e imprevistos que se le cruzaron sin tregua. Era la consecuencia natural de preparar trabajo para los demás, como había hecho el domingo. Sus instrucciones se cumplían volviendo al que las ordenó y requerían de nuevo su atención.
Para colmo, la gente del Estudio se había enterado de que era su cumpleaños y todos se veían forzados a felicitarla, a decirle lo bien que estaba, a mandarle ramos de flores, bombones y algún regalo. A nadie le decía que, más que una alegría, los sentía como un agravio, que a los cuarenta y tres años de vida había logrado mucho, muchísimo, pero también había sacrificado muchas cosas.
Estaba parada en un momento crucial y no tenía muy en claro dónde iba. No necesitaba más dinero ni poder. No le interesaban los viajes ni los autos ni las ropas, ni siquiera la comida. Lo único que le atraía era una vida plácida, sin angustias ni apuros, sin estrés, aunque sabía que no duraría ni un mes viviendo de esa forma. ¿Un hombre a quien amar, tal vez?
Volvió directo a su casa cuando terminó el día. Eran las nueve menos cinco y, en media hora, llegaría Horacio para cenar con ella. Pensó si su mucama habría cumplido con las instrucciones que le había dejado anotadas en un papel en la heladera, entre las propagandas imantadas: la lista de compras y el encargo de preparar esa cazuela de pollo con vino blanco que tan bien le salía.
Quería bañarse y arreglarse un poco antes de que llegara. Un día de trabajo intenso deja huellas en el cuerpo, que no se arreglan con un toque de perfume. Necesitaba piel fresca y humectada, más aún si se tenían cuarenta y tres años.
En donde había dejado sus instrucciones otro papel decía «Feliz Cumpleaños, señora». Esa buena mujer también se lo recordaba entusiasmada.
Todo estaba perfecto en el comedor. La mesa puesta para dos con cada plato, copa y cubierto en su lugar. Velas para encender y una fuente lista para calentar en el horno. Preparó la entrada: una mousse de salmón con fetas arrolladas de jamón crudo y espárragos de lata. Encendió el horno para que fuera tomando temperatura, pero no puso todavía la fuente. Calculó que necesitaría unos veinte minutos de cocción, y era eso lo que le llevaría la charla y el plato frío. Dejó el vino sin abrir pese a que necesitaba airearse: pensaba que sacar corchos era un privilegio y un placer masculino del que no quería privar a Horacio.
Mientras se desvestía, volvió a su físico. Quería disimular el contorno crecido de su cintura y, sobre todo, la celulitis de su cola. En realidad todo estaba bastante igual que unos meses o un año atrás y, con un poco de gimnasio y dieta, perdería los tres kilos de más que la balanza declaraba.
Era delgada y alta: eso ayudaba mucho. Sus pechos eran redondos y de tamaño razonable, no tenían rastros de lactancias y se mantenían bastante firmes gracias a las renovadas series en las máquinas de pectorales. De todas formas, debía trabajar sobre los glúteos. La incipiente celulitis la desmoralizaba.
¡Cuarenta y tres años! ¡La puta madre!
Se metió en la bañera para regular la temperatura. Se quedó ahí un rato, disfrutando del agua. Cuando se estaba secando, sonó el timbre de la portería. Mojando la alfombra, fue hasta el dormitorio a atender.
—¿Mercedes? Soy Horacio.
—Pasá. Te dejo la puerta abierta —lo instruyó, y recogió la ropa que se pondría. Nada especial: la interior, sugestiva y de colores combinados. Una pollera negra amplia y una blusa fucsia eran un buen conjunto. Los zapatos, también negros de taco alto.
Abrió la puerta de entrada justo en el momento que se oía que el ascensor se detenía en el piso y se encerró en el baño. Antes, por un resquicio de la puerta, le dijo:
—Servite algo y poné música. Yo estoy en dos minutos.
Mientras se arqueaba las pestañas con rímel, oyó la música celta que Horacio había elegido y sonrió. No podía ocultar su ascendencia. Mercedes cumplió con los rituales de un maquillaje suave que resistiera a la frotación de la cara y los besos que sabía que vendrían. Nada peor que una mujer a la que se le corre la pintura en esos momentos.
Finalmente hizo su entrada triunfal en el living donde Horacio tomaba una copa. Él se levantó y lanzó un silbido de admiración.
—¡Qué bien estás, mi amor! —Ella sonrió, aceptando el cumplido—. Parece que los viajes te renuevan. ¡Feliz cumpleaños!
—Gracias, a vos tampoco se te ve mal —le dijo, antes de besarlo en la boca. No pudo evitar oler el perfume Polo Sport que tanto odiaba. Ahí recordó que, de puro aburrida en el aeropuerto de Río, había elegido un perfume de marca desconocida que iría mejor con él.
Cuando se separaron, él le alcanzó un ramo de rosas que había dejado sobre el asiento y un paquete pequeño con un moño exagerado. Era un anillo con una importante piedra, parecida a una esmeralda. No pudo dejar de ver el nombre de la joyería, y estimó que valdría una fortuna.
—¡Muchas gracias, mi amor! Es hermoso —dijo, colocándoselo en el anular y estirando el brazo para verlo de lejos. Rompió el sello de papel de la florería para poner las flores en agua y dijo—: Voy a buscar un regalito que te traje.
Completó los cinco metros acentuando el movimiento de sus caderas, segura de que el hombre no dejaría de mirarla desde atrás. Se sonrió. Era una experta en las pequeñas artes de la provocación.
Al volver, le entregó el paquete con el perfume. Él lo abrió y evaporó una muestra en la palma de ella.
—¿Te gusta? —preguntó, estirando la mano.
—Fantástico —aprobó él, y le aplicó un poco en el cuello y la ropa. Se besaron largamente. Pero no lo dejó seguir: la comida estaba lista y los tiempos había que respetarlos. La fuente con el pollo estaba en el horno y no era cuestión de comerlo pasado.
El abogado abrió la botella de vino haciendo que el corcho sonara, encendieron las velas y comenzaron con la entrada. Pese a que se lo había hecho notar varias veces, Horacio tenía la mala costumbre de hablar de trabajo y de política cuando comía. Esa noche no fue la excepción. Estaba harta de escucharlo, así que trató de aislarse sin que se notara. De vez en cuando, asentía con la cabeza o sonreía cuando él hacía una pausa.
Mientras se levantaba para traer las cazuelas, Mercedes estuvo a punto de contarle el caso de Ramiro y la maestra, pero se contuvo. El asunto la entusiasmaba, era una aventura que —por qué no reconocerlo— le habría gustado vivir a ella misma.
Al fin terminaron de cenar y se levantaron para volver al living. Él llevó su copa con la botella aún por terminar y ella fantaseó con la vieja excusa del dolor de cabeza, pero se dijo que no podía esquivarlo tantas veces.
En cuanto se sentaron en el sillón, él la abrazó. El aroma había mejorado en la rara mezcla de perfumes y Mercedes decidió disfrutar de lo que venía pese al sabor a vino de su boca. La música era lo único que se oía en el ambiente. En el transcurso del segundo beso, la mano cálida de Horacio comenzó a acariciarle el cuello y a bajar por el escote de la blusa. Pronto sintió cómo aprisionaba su seno y jugaba con su pezón, que inmediatamente reaccionó, endureciéndose.
Pocos minutos después estaban en el dormitorio, desvistiéndose para cumplir con la tarea de la noche. Mercedes se dejó puesta la ropa interior y se levantó para buscar agua, como una forma de pausar ese juego de caricias rutinarias que cada vez la fastidiaba más. Se levantó de un salto y dejó que la bombacha quedara arrugada entre los glúteos, dejando uno totalmente expuesto.
Cuando volvió, encontró a Horacio acostado en el espacio más lejos de la puerta. Su mesa de luz estaba libre de los frascos y de la bijouterie que colmaba la de Mercedes. Apoyó allí la botella y los vasos.
Sus calzoncillos coronaban el montículo de ropa sobre la silla, lo que delataba disposición inmediata. Ella se demoró repartiendo los vasos y acomodó algo sobre la cómoda, de espaldas a él, para hacer alarde de su histeria.
Finalmente se acostó y, de inmediato, él la abrazó. Sintió su erección apretando su pierna.
—Despacio, por favor —le pidió, con voz seductora.
El hombre se apartó levemente y comenzó a jugar con la punta de los dedos en el borde de la bombacha con encaje negros. Mercedes apagó la luz. Sentía las caricias por su cuerpo. Cuando lo abrazó, se le vino la imagen de Ramiro a la mente y se dejó llevar, encarnando a Lorena, la maestra abusadora.
Le costaba trabajo imaginar el cuerpo lampiño de Ramiro con el pecho velludo de Horacio contra el suyo, pero su espalda era tan lisa como la de un niño. Su excitación fue en aumento y abrió su cabeza a toda perversión posible con un púber inexperto. Horacio estaba desconcertado; Mercedes nunca había estado tan audaz: lo hacía gozar hasta lo indescriptible con las manos, los labios, las piernas, en cualquier posición y cruzando cualquier límite. Sus gemidos eran primitivos, casi animales.
Él terminó primero, y la dejó seguir hasta que un grito entrecortado le avisó que podía relajarse. Tardaron un par de minutos en recuperar el ritmo normal de la respiración, mientras las manos se deslizaban por los cuerpos, ya sin apremios.
—Estuvo maravilloso —dijo el hombre sin mirarla. Ella contestó con un sonido gutural, que él interpretó como un sí.
Sentía que sus músculos se iban aflojando. Sólo necesitaba que Horacio no hablara para ir quedándose dormida, dejando atrás las tensiones, que se dispersaban lejos.
Él, extático, notó por el ritmo acompasado de su respiración que Mercedes dormía.
Con todo cuidado, se levantó. Estuvo un rato duchándose y lavándose los dientes. Era un tanto obsesivo con la higiene y, aunque disfrutaba del contacto de los cuerpos, no podía evitar enjabonarse varias veces y limpiarse con esmero todas las partes de su cuerpo, en especial los genitales.
Finalmente, salió con una toalla arrollada en la cintura, apagó el aparato de música y la luz del living y volvió a la cama cuidando de no llevarse nada por delante. Encendió el velador para buscar el somnífero que tomaba todas las noches, tratando de que su cuerpo tapara la luz para no despertarla.
Mercedes no parecía haberse movido. Él tomó su pastilla y se volvió para acostarse. No pudo dejar de admirarla. Estaba boca abajo con el cabello tapándole parte de la cara. La boca, apenas abierta, posaba los labios flojos y algo torcidos sobre la almohada. Un pequeño círculo húmedo de saliva la volvía más frágil.
Cuando despertó a las ocho y media de la mañana, Mercedes ya no estaba a su lado. Una nota en la almohada había tomado su lugar.
Estuviste maravilloso. Me olvidé decirte que tengo una reunión a las nueve por un asunto urgente. Estabas tan dormido que me dio pena despertarte. En la cocina hay café y pan para tostadas, también jugo de naranja. Nos hablamos.
Besos.
Se levantó y, cuando vio su ramo de rosas en el florero, pensó que la década de los cuarenta era la ideal en la mujer.
Los días seguían fríos por la mañana y aún no había salido el sol. Se enfundó en su coqueto equipo de gimnasia, buscó un grueso y viejo abrigo que usaba sólo para esas ocasiones y salió del departamento calzándose un gorro de lana frente al espejo del ascensor.
El gimnasio estaba a dos cuadras y abría a las seis para la gente que empezaba a trabajar a las ocho o a las nueve. El abono le permitía acceder a cualquier hora, los siete días de la semana. Ella lo usaba a primera hora o a la última de la tarde, conforme a sus compromisos y necesidades.
Prefería la mañana porque había menos gente y los aparatos estaban libres, lo mismo que el instructor que personalizaba sus rutinas. Se había propuesto retomar el gimnasio y no interrumpir por más compromisos que surgieran.
El lugar tenía la ventaja de ser cómodo, higiénico y estaba a la vuelta de su casa. La propuesta de Marina, la psicóloga devenida gerente de un instituto de belleza integral, le rondaba en la cabeza, pero no se decidía. Temía meterse en algo que le consumiera mucho tiempo y quedar atrapada en el ritual adictivo de adoración del cuerpo. Sin embargo, la animaba tener ahí a su amiga. Probaría. Total, si no se sentía cómoda no tenía obligación de seguir.
Esa mañana comenzó estirando los músculos y corrió tres vueltas al salón principal. Sentía cómo el cuerpo respondía a los primeros estímulos. Cuarenta minutos de bicicleta fija con crecientes niveles de exigencia y, para el final, las máquinas para tonificar la musculatura.
Era evidente que estaba fuera de estado. Se cansaba rápido y quedaba bañada en sudor. Cuando terminaba, aprovechaba para desayunar en el bar un licuado de frutas: una tostada de pan integral y una taza de té mientras hojeaba el diario de la mañana. Cuando recuperaba una temperatura normal, se enfundaba en el viejo abrigo y regresaba con paso rápido al departamento para ducharse y vestirse.
Ya en el baño, el relato del muchacho Sáenz le ocupaba la cabeza. Lo analizaba desde todos los ángulos posibles para descubrir qué grado de veracidad tenía su confesión. La visión de la relación entre él y la maestra tenía una alta cuota de erotismo que la perturbaba. Y la noche con Horacio lo comprobaba. Se sentía perversa pensando de esa forma, pero no podía evitarlo.
Mientras se secaba el pelo, buscó su celular y marcó un número.
—Buen día, Mercedes —le dijo Laura, que la reconoció por el número grabado en la memoria.
—¿Cómo estás? Se nota en tu voz que te has sacado un peso de encima.
—Por supuesto, ahora vos te ocupás del problema. Que los Sáenz se hayan tranquilizado es un gran avance y quizá pronto hasta se olviden de mí. Es fantástico.
—No es tan así, Laura. En cualquier momento pueden darse vuelta y volcar su furia en el colegio. Hasta ahora no hay más que unas conversaciones. ¿Apareció tu maestra?
—No, sigue sin venir. El contador me dice que puedo intimarla a reintegrarse bajo apercibimiento de despido, ¿qué hago?
—Tranquila. Lo peor sería provocar otro conflicto en este momento. Sin duda, los Sáenz no se quedarán tranquilos hasta que la despidas pero ahora no es el momento. Debo hablar con ella, ¿cómo la encontramos?
—Ayer estuve con una amiga que trabaja en el colegio. No puede contactarla porque no contesta el celular y no tiene el número de los padres. Parece que viven en el campo y no figuran en la guía.
—Pero necesito hablar urgente con ella —repitió—. Me temo que todo se desmorone, Laura. Hace una semana que estalló el escándalo, ella sigue desaparecida y el chico sin volver a clase. ¡Hay que hacer algo!
—Realmente, no sé. Voy a proponerle a la amiga que se vaya en un remise hasta Córdoba y trate de ubicarla. Me parece que ese cuento de que falleció el abuelo no es cierto. Es una excusa para no aguantar el escarnio en la escuela.
—Hagamos una cosa —propuso la abogada—. Cuando hables con la amiga proponele el viaje y dale mi teléfono para que me llame antes de salir. Quizá yo pueda ayudar a convencerla de que hay que enfrentar el problema.
—Está bien, Mercedes. La veo en el próximo recreo.
La abogada se quedó mirando el agua de lluvia que se deslizaba por los vidrios del ventanal del living y desdibujaba el río semioculto por la niebla. Mientras terminaba de secarse, pensaba cómo podría encontrar a esa mujer. Era indispensable tener una conversación con ella, saber su versión y si usaba algún método anticonceptivo. Cualquiera fuera la respuesta, sabía que debía negociar su salida del colegio y ver de qué forma podía desactivar el conflicto. ¡Pero debía encontrarla!
En el taxi repasó en su cabeza los otros temas del día. Lo más urgente era un asunto aduanero recomendado por el doctor Haas.
El doctor Haas era el corresponsal del Estudio en Alemania aunque, en realidad, eran ellos la derivación de Europa en los negocios para el cono sur de América. Era una relación importante y por eso se le daba prioridad.
Haas era una persona encantadora y el abogado titular de un Estudio de más de trescientos abogados con sede central en Munich y agencias en todos los países de la Unión Europea. Se manejaban en veintitrés idiomas diferentes, con leyes locales que pretendían encastrarse en códigos comunitarios y con reglas para todos. Más allá de los negocios, Mercedes tenía una relación estrecha con ese hombre sabio y adorable.
Para derivarle el caso, no había procedido de la forma habitual y ella sentía que había cometido un error al no pasarlo directamente al sector especialista. Desde que hablara con Haas del asunto en Munich habían pasado varios días y Mercedes temía que algún plazo estuviera por vencer. Un desliz que ningún abogado se podía permitir sin incurrir en mala praxis.
Era inútil especular. Debía entrevistarse con el tal Javier Costa y conocer su problema y, si todavía había tiempo, derivarlo al sector del Estudio que se encargaba de los casos tributarios y aduaneros.
En cuanto llegó al Estudio, le indicó a Eleonora que volviera a llamarlo con urgencia porque desde que regresó no había podido verlo. La secretaria le informó que el señor Costa estaba fuera de la ciudad y que habían acordado una cita para el día siguiente. Mercedes le informó al doctor Haas de la demora y los peligros que podía acarrear en lo procesal. Haas concordó que nada podía hacerse salvo esperar que volviera.
Por la otra línea, la secretaria de Beltramino la convocaba a una reunión. Cuando llegó a su despacho, el abogado estaba sentado en uno de los sillones junto al ventanal, tomando té mientras el sol pegaba en su traje oscuro.
—Perdóneme que no me levante, Mercedes. El ciático me tiene mal.
—No se preocupe, doctor.
—En cambio usted siempre perfecta, a cualquier hora del día. ¡Cómo extraño la juventud! Siéntese, por favor.
La doctora Lascano se ubicó en otro de los sillones y lo miró con una sonrisa afectuosa. Aunque el ciático lo tuviera rígido, su físico denotaba fortaleza. Sus setenta años se hacían patentes en las arrugas y en el blanco de su cabello, pero su buen criterio no tenía parangón entre todos los sagaces abogados que ella conocía.
—Todos los socios están encantados con la financiación de la represa que consiguió en el viaje, doctora. ¡Un éxito!
—Los europeos están un poco angustiados con su crisis. Les parece prudente sacar algo del país por las dudas.
—Sea como sea, nadie tenía muchas esperanzas, y ahora más de uno le reconoce su habilidad. No debe ser fácil ser mujer en este mundo de la abogacía.
—Es un poco más desafiante. Lo que me cayó muy mal fue su informe sobre Marzani. Lo creía un buen abogado y una buena persona. ¿Será la primera vez que lo hace? —preguntó Mercedes.
—Me parece que sí. Se supo que hace como dos años está de novio con la doctora Mónica Rosso, la abogada del Estudio Morelli & Segal. Tengo entendido que es nuestro primer caso con ellos.
—Jamás se nos había presentado un tema así. Muchos de nosotros tenemos amigos o conocidos en otros Estudios, pero no tan íntimos.
—¿Sigue considerando echarlo? —preguntó Beltramino, pretendiendo alisar con un gesto su pelo crespo.
—Es lo que corresponde, doctor. Tengo que hacerlo, y visiblemente, para que sirva de escarmiento público. Por otro lado, voy a retomar personalmente el caso de Villagra S.A. y hablaré con su gerente para explicarle.
—¿Usted revisó las carpetas?
—Con todo detenimiento, doctor.
—¿Y encontró ahí las pruebas de que Marzani se pasó de bando?
—Nada, absolutamente nada, y mire que revisé cada uno de los movimientos. Fue una negociación dura pero normal, donde cada uno fue cediendo algo. Cuando yo no estaba, llegaron al acuerdo. Marzani lo redactó y lo mandó a la gente de Villagra, nuestro cliente, que lo aprobó en todos sus términos. Ahora está en el Estudio Morelli y Segal que, se supone, también lo aprobará. Sólo resta firmarlo.
—¿Es decir que cualquiera que estudie los antecedentes del caso no encontraría nada para objetar?
—Formalmente, no. Pero tenemos la prueba de que, durante la negociación, hubo información que se filtraba de nuestro Estudio y que la contraparte trabajaba conociendo de antemano la posición de nuestro cliente.
—Si usted lo echa, Marzani se lo va a negar —aseguró Beltramino.
—Con hacerle escuchar la grabación alcanza —retrucó Mercedes.
—Lo que pasa es que no podemos usar la grabación. Es extraoficial.
—No lo entiendo, doctor —dijo la abogada, sin poder disimular su incomodidad.
—Muy confidencialmente me llegó el dato de que Marzani estaba informando a la contraparte. Usted no estaba y éste es un tema que no le puedo consultar por mail. Entonces le pedí a nuestra gente de seguridad que hiciera un informe. Marzani vive con la doctora Mónica Rosso, abogada del estudio Morelli & Segal, lo que no constituye un pecado de hecho, aunque lo normal hubiera sido que se excusara de intervenir en el caso.
—Es lo que debería haber hecho. Si lo hubiera planteado, yo lo habría reemplazado.
—Pero no lo hizo. Nos quedaba por confirmar si era cierto que pasaba información; las grabaciones no dejan duda. ¿Entiende por qué no podemos usarlas como prueba? Él negará la acusación y no tenemos cómo justificar su despido.
Mercedes acordó con Beltramino que no había forma de echarlo sin evitar un juicio por despido sin causa. Y perderlo.
—¿Entonces qué hacemos? —le preguntó.
—Dígame una cosa, Mercedes, ¿el cliente está conforme con el arreglo? —repreguntó Beltramino con una sonrisa, tratando de alegrar el rostro adusto de Mercedes.
—Aparentemente sí, por los memorandos y los mails. No quise hablar con ellos antes de saber qué hacíamos con Marzani.
—Mire, doctora, yo también estuve pensando mucho sobre este asunto. Es el primer caso que tengo en más de cuarenta años de profesión… Aunque he visto de todo, nunca vi a un abogado informando al equipo contrario.
—¿Pero está seguro de que esa voz es la de nuestro abogado y que la novia trabaja en el Estudio Morelli?
—Absolutamente, doctora, y si pudiera pararme le enseñaría la caja con discos con el resto de las conversaciones entre ambos y algunas fotos.
—Entonces, no sé, tenemos que cerrar el asunto y buscar otra forma de que Marzani se vaya. No sabe cuánto me cuesta.
—Según su carpeta, el muchacho ha procedido sin errores y el cliente ha aprobado su gestión, ¿no es cierto?
—Sí, doctor —admitió Mercedes.
—Entonces no habría perjuicio para Villagra S.A., porque ellos mismos aprobaron el convenio. Lo único que resta por hacer es observar de cerca a Marzani. Cuando él se sienta controlado, no tardará en apresurar su propia salida. Mónica, su novia, está trabajando en armar un nuevo Estudio para cuando vuelvan de su viaje de bodas. Piensan llevarse clientes nuestros y de Morelli & Segal.
Mercedes dio un respingo en su asiento, pero Beltramino levantó la mano para calmarla.
—Ahora mismo le voy a dar las tres horas de grabaciones por teléfono para que escuche. A lo mejor puede hacer algo para complicarles alguno de sus planes.
Mercedes aprobó con la cabeza.
—Me queda una intriga, doctor. ¿Por qué sospechó usted de Marzani?
—No puedo decírselo.
Mercedes pensó inmediatamente en un compañero envidioso o desplazado, pero nunca se lo diría.
—¿Y las grabaciones ilegales?
—Bueno, usted no estaba y yo no podía quedarme con la duda. Sé que no es la forma habitual de proceder, pero a veces no queda otro remedio que hacer un gambito a nuestra forma de actuar en aras de un bien mayor.
Cuando Mercedes volvió a su escritorio abrió la caja y se encontró con varios discos compactos fechados y varias fotos de Marzani y su novia. Ya tendría tiempo de revisar todo el material; ahora debía ocuparse del caso Sáenz, que también demandaba saltarse algunas reglas éticas de la profesión.
La mañana siguiente a las diez, Costa se presentó puntualmente en la oficina. Tendría algo más de cincuenta años, un metro ochenta o más de altura, era delgado y de buena estampa. Estaba vestido con ropa de confección y una corbata discreta que desentonaba con el resto. No había nada en su aspecto que llamara la atención.
—El doctor Haas me recomendó especialmente que lo vea. Lo tiene en muy alta estima —le dijo, a manera de introducción.
—Muchas gracias, doctora. Günther es un buen amigo —contestó él, con voz gruesa y firme.
—Estamos tratando de ubicarlo hace días, pero sin suerte.
—Estuve fuera de la ciudad, doctora —se justificó.
—Bien, dígame en qué puedo servirle.
—Hace unos días le llegó esto a un colaborador mío —dijo, sacando un papel doblado del bolsillo interior de su saco y entregándoselo a la abogada.
Ella leyó con prisa: era una intimación por una infracción al Código Aduanero que le daba diez días para defenderse o pagar el mínimo de la multa para dejar sin efecto el sumario. La suma era abultada: trescientos ochenta mil dólares. No tenía idea de qué se trataba, pero su instinto le advirtió que era un tema complicado y que había un plazo perentorio.
—¿Qué día le llegó esto?
—No sé muy bien, pero hace unos cuantos.
—Pero ¿más de diez? —repreguntó la abogada.
—Es posible —contestó el hombre sin inmutarse.
—¿Usted se da cuenta de que, si el plazo se venció, el problema se agrava?
El hombre no contestó; su mirada, sin ser agresiva, se mantuvo impasible. La doctora Lascano lo miró otra vez. Parecía estar incómodo con su cuerpo en el sillón estrecho, pero no daba señales de inquietud. Había algo raro en él. En la cara tenía varias cicatrices leves y en su frente exhibía una hendidura importante que su incipiente calvicie no alcanzaba a ocultar. Como si lo hubieran operado del cerebro.
—Señor Costa, lamento que mi viaje, y el suyo, hayan postergado este encuentro, porque me temo que estamos ante un problema que se puede haber complicado. Ni siquiera sabemos cuándo fue entregada esta cédula ni si el plazo está vencido o no.
—Entiendo.
—Voy a mandar un abogado a la Aduana para que averigüe cuándo fue notificado y estudiaremos qué defensa podemos articular. ¿Por qué no me cuenta de qué se trata?
El hombre esperó unos instantes y Mercedes cruzó sus manos sobre el escritorio esperando el relato. Se sentía algo extraña. Estaba incómoda, como desubicada frente al cliente. Una sensación que no la dejaba pensar ni actuar con naturalidad y que no le ocurría casi nunca. Una especie de alerta natural.
—Mi amigo, Carlos Rafat, es un importador y a veces hacemos algunos negocios juntos. Operamos hace años. La Aduana hizo un allanamiento en su depósito de Quilmes y encontró una partida de discos compactos vírgenes y algunos DVD grabados con películas. La documentación de la importación estaba en casa de sus padres en Mar del Plata y el empleado que fue a buscarla tuvo un accidente cuando volvía y se extraviaron los papeles.
—Bueno, habrá duplicados —aventuró Mercedes.
—No, no los hay y por eso este sumario. Mi amigo está preocupado porque le secuestraron todo el material y teme que la Aduana lo tenga en la mira.
—Es posible.
—Es su principal problema y necesita saber qué consecuencias le va a traer en sus futuras operaciones.
—La verdad es que no lo sé —contestó la abogada—. Es necesario ver el expediente y recién ahí estaremos en condiciones de hablar sobre las posibles implicancias.
—De acuerdo. Muchas gracias, doctora —dijo, parándose para irse.
—Espere, lo importante ahora es que este expediente está en trámite y la multa es importante. Hay plazos que cumplir —observó Mercedes.
—La entiendo, pero lo más importante es saber si la Aduana se limitó a este expediente o si sigue investigando a mi amigo en otras operaciones, algunas de las cuales hizo conmigo. Es importante que mi nombre no se vincule con Carlos Rafat. No quiero caer en las redes aduaneras. Él ya está marcado; yo prefiero quedar fuera.
La entrevista no había durado ni quince minutos. No había habido ningún comentario fuera del problema, ni una sonrisa ni nada.
Mercedes se paró y le extendió la mano. Comprobó que el hombre la superaba en altura pese a que ella llevaba tacos. Tampoco esto era común: por su estatura estaba acostumbrada a mirar a la gente desde arriba.
—Señor Costa…
—Sí, doctora.
—Por favor, déjele a mi secretaria los teléfonos donde podemos ubicarlo. Los plazos son importantes.
—Claro, por supuesto —contestó él, saliendo del despacho.
La abogada volvió a sentarse en su sillón y se quedó pensando. Era una situación rara. La entrevista demorada, que viniera otra persona en vez del imputado, que no se le moviera un pelo cuando la Aduana exigía trescientos ochenta mil dólares y que se limitara a querer saber si iba a tener problemas en el futuro… No, nada era razonable.
Además, ella misma se había sentido algo extraña durante la entrevista, y sin razón aparente. Ni la forma de actuar y hablar de Javier Costa diferían demasiado de las de cualquier otro hombre, pero existía algo muy sutil que no podía definir, una característica misteriosa que, en definitiva, le agregaba algo al caso.
Con una sonrisa, descartó sus pensamientos y apretó un botón.
—Eleonora, llame a Asuntos Administrativos y que suba el doctor Lema —le pidió.
—Ahora llamo, doctora. Estoy comunicada con la maestra con quien usted necesitaba hablar. ¿Qué le digo? —le contestó la secretaria.
—Pásela —esperó unos momentos hasta que oyó la conexión—. Hola, soy Mercedes Lascano.
—Soy la amiga de Lorena. La señora Laura Mateu me dijo que la llamara. Recién salgo del colegio.
—Está bien…
—Natalia.
—Está bien, Natalia. Necesito hablar con Lorena urgente pero me dicen que está en Córdoba.
—La señora me lo anticipó y me dijo que usted está a cargo del lío en el que se metió esta tonta.
—Sí, y estoy tratando de hacer lo imposible para que no se convierta en un desastre. Por eso necesito hablar con ella cuanto antes. ¿No hay alguna forma de ubicarla para que venga?
Hubo un silencio en la línea, pero la comunicación no se había cortado. Finalmente, la amiga habló:
—Nunca viajó a Córdoba, doctora. Cuando salió todo a la luz, se asustó y tuvo miedo de que la detuvieran. Inventó la muerte de un abuelo y hasta se mudó del lugar que alquila. Está en el departamento de una amiga pero no puede quedarse ahí mucho tiempo más. Está desesperada.
—Más razón para que hablemos. Ella puede confiar en mí, Natalia. No va a hacer nada que no quiera y te aseguro que nadie se va a enterar de la entrevista, tenés mi palabra.
—Hablé con ella antes de llamarla, doctora, y está dispuesta a ir a verla. Se da cuenta de que de nada sirve seguir escondida. ¿Podría acompañarla para que se sienta más tranquila?
—Por supuesto. Si te parece bien, nos encontramos aquí a las tres de la tarde.
—Sí, necesito la dirección y por favor, no le diga nada a la señora Laura de esto.
El doctor Lema era un muchacho agradable. Medio bajo, vestido de estricto oscuro y con un rostro amable que provocaba simpatía. Se sentó en el sillón frente a Mercedes y esperó a que ella terminara de hablar por teléfono.
Estaba algo nervioso. La legendaria doctora Lascano, a la que todos los abogados le tenían ganas, lo había convocado por un tema aduanero. En verdad era preciosa, su cara era la síntesis de lo bello: ojos relampagueantes de color miel que cambiaban levemente según la luz, cabello abundante abierto al medio, un rostro anguloso de pómulos altos y boca grande. La nariz recta y una barbilla redondeada completaban su encanto.
El abogado no alcanzaba a espiar el cuerpo entero, pero los comentarios eran rotundos. El escritorio sólo le permitía ver su cuello largo con algunas arrugas transversales, un saco con escote en V que se cortaba en una remera de cuello redondo y una cruz de oro colgando de una cadena. En el Estudio se tejían todo tipo de anécdotas de ella con los socios y hasta con los clientes, pero lo cierto es que nada estaba comprobado.
La abogada seguía hablando por teléfono con toda tranquilidad y él disfrutaba de escucharla. Tenía todo el tiempo del mundo, porque la orden de su abogado jefe le permitía hacer ese trabajo y facturarlo. La doctora Lascano había conseguido que lo asignaran para un cliente que ella atendía.
—¿Qué tal, doctor? —lo saludó, halagadora, en cuanto colgó.
—Muy bien, gracias —atinó a decir el muchacho, atónito con el trato.
—Hace un rato estuvo un cliente nuevo que nos manda el doctor Haas, nuestro corresponsal en Alemania. Tiene un problema aduanero y lo han intimado con esta cédula —lo instruyó, alargándole un papel.
El abogado leyó rápidamente y levantó la vista.
—¿De qué se trata? —preguntó Mercedes.
—Con esto no se puede saber demasiado, pero es un sumario y el artículo que citan es el que corresponde a una infracción que se comete por la sola tenencia de mercadería extranjera con fines comerciales o industriales cuando no se pueda justificar la legal importación.
—Algo así me dijo. Se trata de CD y DVD vírgenes y grabados con películas.
—Un clásico —agregó— aunque parece que se trata de bastante mercadería por el monto de la multa.
—Doctor, necesito un informe lo más rápido posible porque temo que el plazo que le dan pueda vencerse o esté vencido.
—Esta misma tarde voy a la Aduana.
—Gracias, doctor. Ah, otra cosa. Este hombre me pidió reserva sobre él y que usted intervenga sólo por el imputado Rafat. Está muy interesado en saber si la Aduana lo tiene entre ojos y si seguirá investigándolo en otros casos, como si éste no tuviera demasiada importancia. Un poco raro. Le recomiendo que actúe con precaución.
Cuando Lorena entró en su despacho, guiada por la secretaria, Mercedes se sorprendió. No parecía de veinticuatro años. Era delgada, pequeña y tenía una cara atractiva con unos enormes ojos negros detrás de anteojos de marco redondo. Al entrar dio un par de pasos y se detuvo sin saber qué hacer mientras la puerta se cerraba a sus espaldas.
—Adelante —la invitó la abogada, mientras salía de detrás de su escritorio. Le llevaba casi una cabeza. Se sonrieron y Mercedes la condujo hasta el juego de sillones junto al ventanal.
Volvió a observarla. Era lo contrario a lo que había imaginado. Pensó que se trataría de una mujer fuerte, de pechos grandes y curvas, de esas que les gustan a los muchachos. En cambio, tenía una apariencia inofensiva y se la notaba vulnerable. La ropa parecía quedarle grande y toda su persona indicaba sencillez. Era delgada en exceso para el gusto de la abogada; las piernas carecían de forma, sus senos eran pequeños, muy pequeños, y el pulóver holgado impedía ver el resto de su cuerpo.
—¿No vino Natalia? —le preguntó, para distenderla.
—No. Se ofreció a acompañarme pero creo que tengo que encarar sola este problema de una buena vez.
—Bueno, le agradezco que haya venido. Necesitaba hablar con usted. —Estuvo por tutearla pero le pareció que de esa forma era mejor. Debía conservar la distancia: era su eventual oponente en una controversia delicada.
—Estoy a su disposición, doctora. No sé qué hacer y no puedo seguir escondiéndome en la casa de mis amigas —se entregó.
Sorprendida por la actitud de la muchacha, Mercedes se detuvo unos instantes para decidir cómo iniciar la conversación. Así como esperaba otro tipo de mujer, también esperaba otra actitud, más argumentativa. Sin embargo, estaba allí con las manos cruzadas sobre la pollera y una apariencia humilde, como de entrega. Observó que las manos, sin anillos ni adornos, le temblaban. La muchacha la miraba con ojos atónitos y ansiosos a través de los vidrios traslúcidos de los anteojos. Aunque se resistía, sintió simpatía por ella.
—Lorena, creo que es innecesario que le diga de lo que la acusan. —Ella asintió con la cabeza—. Es un asunto muy desgraciado donde hay muchas cosas en juego: una familia importante, un colegio prestigioso y hasta su propio trabajo.
—Lo entiendo. Natalia me contó lo que se dice de mí.
—No sé por dónde empezar pero se me ocurre una pregunta que le ruego me conteste con toda sinceridad. Es una pregunta importante. —Hizo una larga pausa y continuó—: ¿Utiliza algún método anticonceptivo?
—No.
—¿De veras?
—Sí, doctora.
—Pero usted es una mujer instruida y no parece razonable que se descuide en estos tiempos. ¿Podría estar embarazada? —preguntó, directa.
—¡Por supuesto que no! —contestó ella con firmeza, irguiéndose en su asiento.
—¿Cómo puede estar tan segura? Me acaba de decir que no usa ninguna protección.
—No uso porque no tengo sexo con nadie desde hace mucho.
—¿Cómo?
—Que no necesito usar ningún método anticonceptivo porque no tengo relaciones con nadie.
—Pero con Ramiro Sáenz, usted…
—Nunca tuve algo con Ramiro, doctora. ¡Lo que se dice es una absoluta mentira! ¡Se lo juro! —afirmó levantando algo la voz.
—Bueno —dijo la abogada suspirando y aflojando su cuerpo, tratando de asimilar el nuevo curso del asunto—. Esto cambia todo. Él estuvo acá y me contó con detalle aquella noche en Tandil donde lo habrían hecho tres veces.
Lorena sonrió sin alegría, aunque su rostro tampoco traducía enojo.
—Es una fantasía de ese chico —afirmó, rotunda.
—Sin embargo, sus compañeros lo vieron entrar en su dormitorio y él les contó que tuvieron relaciones.
—No es cierto. Nunca tuve nada con Ramiro ni siquiera una caricia. Casi no lo conozco.
—Pero aquella noche… —la abogada hizo una pausa y decidió que debían empezar por el principio—. Por favor, cuénteme todo lo que pasó en Tandil. No dé nada por supuesto, necesito los detalles, aunque le moleste.
Lorena dejó pasar un instante, como si buscara la forma de encarar el relato. Se reacomodó en el sillón y miró directa a la abogada.
—Como había terminado con los exámenes de la facultad, estuve de acuerdo en acompañar al contingente a Tandil. Eran como unas vacaciones y me pagaban un viático que me venía muy bien. Eran sólo tres días y viajaba con un contingente donde iban los muchachos de secundaria con dos profesores y yo, a cargo de cinco chiquitos de primer grado que hacían su primer viaje sin sus padres. Los grandes dormían en carpa; mis alumnos, en un dormitorio grande en bolsas de dormir y yo, en una pieza al lado. Cada grupo tenía actividades separadas, pero comíamos todos juntos. El clima en esos días fue excelente, aunque un poco frío.
»Cada docente tenía sus problemas: los muchachos grandes se golpeaban o asumían riesgos excesivos que incomodaban a los responsables. Los chiquitos extrañaban a los padres o tenían dolor de oído. Aunque lo mío era más tranquilo porque, cuando se dormían, podía quedarme leyendo y escuchando música aunque siempre con la puerta abierta y una luz encendida por si alguno se despertaba durante la noche. Dos de ellos todavía se orinaban en la cama. Una de las noches, les conté un cuento y conseguí que se fueran durmiendo. Me metí en la cama porque estaba muy cansada y hacía frío. En ese momento, alguien golpeó la puerta.
»Era Ramiro, que venía a pedirme un analgésico porque le dolía la cabeza y nadie de su grupo tenía. Le indiqué que les pidiera a sus profesores, pero me dijo que dormían. Como había visto luz en mi ventana, vino a la casa. Yo, que siempre viajo con mi provisión de remedios, los busqué en el botiquín y cuando me volví para dárselos, él ya estaba dentro del cuarto y había cerrado la puerta. Me alarmé un poco pero no pasó nada, me agradeció y me pidió salir por la habitación de los chicos para evitar rodear toda la casa. Y se fue. Eso fue todo.
»Ésa fue una noche especialmente difícil porque uno de los chicos tuvo fiebre y lloraba. Estuve atendiéndolo y recién a la madrugada logré dormir un par de horas. Al día siguiente, noté que los muchachos me miraban con cierto desenfado y, cuando volvíamos en el ómnibus, Ramiro se acercaba a cada rato a preguntarme alguna cosa, la hora de llegada o alguna otra pavada. Me llamó la atención que no se dirigiera a sus profesores, que iban sentados un par de filas más adelante, pero me parecía descortés rechazarlo. Dos días después, la señora Laura me llama para pedirme explicaciones.
La doctora Lascano la miraba tratando de saber cuánto de cierto había en su relato, o en el de Ramiro, con su noche de sexo loco y provocado. Su intuición le indicaba que debía creerle a la muchacha, pero temió estar siendo subjetiva, así que decidió ir a fondo.
—¿Está segura de que no hubo nada más?
—Absolutamente, doctora. Yo no lo conocía a Ramiro hasta que viajamos en la combi. En el colegio las aulas y los patios están separados por el nivel de los alumnos. Hace seis años que ejerzo la docencia y nunca tuve un problema. No sé cómo decírselo o probarlo, pero ésa es la única verdad, doctora. ¡Nunca se me ha ocurrido pensar ni mirar a alguien que no tuviera más o menos mi edad!
—Pero él me contó que usted lo invitó a su habitación.
—¿Le parece que puedo hacer entrar a cualquiera a mi habitación cuando en la pieza de al lado duermen cinco niños y yo mantenía la puerta abierta para cuidarlos? —Hizo una larga pausa como si pensara en algo—. Además es una locura, doctora. ¿Cómo se me iba ocurrir tener algo con alguien que no conozco, alumno del colegio donde trabajo y diez años más chico que yo?
—Ramiro no dijo nada de esa puerta ni de esos niños —confrontó.
—No sé lo que le dijo pero ésta es la única verdad, doctora. ¡Se lo juro! —afirmó.
—¿Cuánto hace que trabaja en el colegio? —preguntó Mercedes con voz severa.
—Dos años y pico. Antes trabajé en otro pero aquí me pagaban más.
—¿Nunca pasó por una situación similar?
—Doctora, por favor. Soy maestra, amo mi trabajo y jamás se me ocurriría hacer algo con un muchachito de catorce años. No soy una perversa, soy una persona normal, como cualquiera. Trabajo porque me gusta y porque lo necesito.
—Pero hay varios que dicen que vieron a Ramiro entrar en su habitación y quedarse allí.
—Ya le conté que vino a buscar una aspirina, que me pidió salir por la otra puerta para ir al baño y evitar rodear la casa con el frío que hacía.
—Entonces, ¿usted puede jurar que esa noche no pasó nada?
—Por supuesto.
—Que no hubo sexo oral o tradicional —dijo, decidida a ser dura.
—Doctora, por favor… —aclaró, y se largó a llorar sin estridencias. Era obvio que había golpeado y que la tenía desarmada. Decidió seguir.
—¿Usted es lesbiana?
Los enormes ojos de la muchacha, inundados por las lágrimas, la miraron incrédula. No podía asimilar lo que estaba escuchando. Ni siquiera atinaba a contestar.
—Doctora, le repito que no me gustan los chicos menores ni soy homosexual. Me gustan los hombres como a cualquier mujer y me encantaría estar de novia si encontrara a alguien que me gustara y me quisiera. Mi vida se limita a trabajar y estudiar todo el día. Hago algunas tareas extras, como este viaje a Tandil o cuido bebés para conseguir dinero porque mis padres no pueden ayudarme. ¿Cómo puedo hacer para que me crea?
Mercedes se quedó mirándola y ella mantuvo la mirada con firmeza, como si necesitara demostrar su sinceridad. Y lo logró.
—No hay forma, pero le creo, Lorena —dijo, convencida—. Me da la impresión de que este chico, Ramiro, la perjudica mucho con su versión. Pero aquí estamos con dos versiones que se contradicen: él no tiene forma de volver atrás y usted, por su parte, no puede probar su verdad. Lo lamento, pero las cosas son así.
—Me doy cuenta. Lo que no puedo entender es cómo estando lo más tranquila trabajando se desata esta locura sin que yo haga nada.
—Así es, y creo que todavía va a tener que soportar algunas cosas más.
—¿Una denuncia?
—No, todavía no hemos llegado hasta esa instancia, pero dudo que usted pueda volver a ese colegio. La gente siempre se inclina por creer lo peor.
—Bueno… Ése sería un mal menor. No sé si querría volver para soportar las miradas de todos. Es lógico que le crean a Ramiro y no a mí. ¿Quién podría confiarme sus hijos con semejantes antecedentes? No, no creo que pueda volver y ni siquiera que pueda dar como referencia ese trabajo.
—Me temo que no.
—Pero ¿no tendré problemas con una denuncia? No podría soportarlo, doctora.
—Le aseguro que hasta ahora no hay nada de eso —le garantizó, al verla tan angustiada.
—Gracias a Dios —dijo bajando la cabeza. La abogada vio cómo gruesas lágrimas mojaban la remera gris oscuro que disimulaba sus pechos pequeños. Después de un rato, preguntó:
—¿Puedo volver a mi casa?
—Sí, claro. Si hubiera algún problema, me comprometo a avisarle con tiempo.
—Gracias. ¿Y qué debo hacer ahora, doctora?
—Por ahora nada. Déjeme actuar a mí.
—Ese chico me arruinó la vida, mi ordenada vida, con una estúpida mentira.
—Váyase a su casa y confíe en mí, Lorena, por favor.
—Gracias de nuevo, doctora.