Sofía de Sáenz era una mujer de unos cuarenta y tantos años. Vestía con sobriedad y elegancia, sin demasiados adornos. Su aspecto era distinguido y su actitud, algo soberbia. Parecía bastante mayor y carecía de atractivo porque no se esmeraba ni con la ropa ni con el maquillaje. Después de los saludos y de un corto comentario sobre el tráfico, repitió todo lo que le había dicho a la mañana por teléfono.
Hablaba sin parar y no permitía que la interrumpieran, ni siquiera para una pregunta aclaratoria. Su discurso era agresivo y volvía reiteradamente sobre el hecho de que un chico de catorce años no podía tener sexo con una maestra diez años mayor en un campamento promovido y asistido por el colegio; era un agravio irreparable que debía ser sancionado de alguna forma. Dejó bien claro que ella no admitía las relaciones sexuales ni antes ni fuera del matrimonio y mucho menos si eran prematuras. Su educación religiosa no permitía ningún tipo de desviación en estas cuestiones, especialmente cuando se referían o afectaban a su familia.
Mercedes optó por dejarla descargarse. Ella no podía admitir una relación sexual fuera del matrimonio, aunque estaba segura de que, a juzgar por sus permanentes avances, el ingeniero Sáenz no pensaba igual.
—Son unos irresponsables —repitió por décima vez la mujer—. Una se imagina que un colegio con semejante nombre y prestigio cuida de todos los detalles que van de la educación a la forma de vida y los previene de los peligros a que están sometidos los chicos de hoy, como la droga y el sexo. En las reuniones de padres hablábamos de estas cosas y de la seguridad, pero jamás imaginamos que un alumno podía tener amoríos con una maestra dentro de la misma escuela. ¡Es impensable!
—La entiendo, Sofía, pero necesito un poco más de información para poder actuar. Hábleme de su hijo, por favor.
—¡Ah! Es divino. Ramiro es un chico sano, deportista, cariñoso. Nunca nos dio un disgusto serio… hasta ahora. Estoy convencida de que él no tuvo la culpa sino que fue esa atorranta que lo tentó. Es un niño, Mercedes, apenas comienza a desarrollarse. El mes que viene recién cumple los quince.
—Es cierto. Tiene todo por delante —sentenció Mercedes para seguir su razonamiento y no alterarla todavía más.
—El padre estuvo hablando con él un par de veces sobre el tema sexual y el matrimonio. Parece que no sirvió de nada. En cuanto se le cruzó una, salió detrás de ella como si fuera un animal. Ahora lo vamos a tener que sacar del colegio donde tiene sus amigos y es difícil conseguir vacantes a esta altura del año.
—Es lamentable pero ocurrió y necesitamos hablar sobre el tema judicial que ustedes quieren iniciar.
—Queremos la máxima dureza, doctora. Federico piensa lo mismo —afirmó, rotunda.
—De acuerdo. Voy a pedir al sector penal que estudie en qué figura se tipifica este hecho y cómo vamos a probarlo.
La mujer la miraba y no parecía dispuesta a intervenir. La abogada se sintió obligada a continuar:
—En principio, estaríamos en presencia de un estupro.
—Una violación —corrigió la mujer.
—Pero tiene más de trece años —alegó la abogada, tratando de contradecirla con suavidad para no provocar otro torrente de palabras.
—Sí, pero…
—Es una diferencia técnica aunque, por ahora, esto no tiene mayor importancia. Lo que más me preocupa es cómo vamos a probar la relación si la maestra la niega. ¿Qué pruebas podemos usar? ¿Alguien los ha visto en situaciones comprometedoras o saliendo de un hotel o de un departamento?
—Bueno —dijo al rato—. No creo que nadie los haya visto haciéndolo, pero en el colegio todos lo saben y la directora tampoco lo ha negado.
—En realidad, para los tribunales, el hecho que todos crean algo no alcanza. Tiene que haber una prueba contundente del acceso carnal. Si la mujer lo niega, no habría forma de probar que el varón fue sometido.
—¡Pero es un chico de catorce años, doctora! Una mujer lo corrompe y usted me dice que…
—Le reitero que judicialmente cualquier cosa que se alegue hay que probarla. No digo que haya que probar la voluntad o la negativa de su hijo, pero si ella niega haber tenido sexo con él es una versión contra la otra. Entonces necesitaremos pruebas concretas de que existió la relación sexual. En la mujer, la constatación inmediata después del acto es importante para obtener las muestras de semen del que se saca el ADN; en el hombre, aun cuando el examen fuere inmediato al acto, no sirve para nada. Es indispensable otra prueba de que el acto carnal existió.
Sofía de Sáenz no salía de su estupor y estaba algo incómoda por los detalles que daba la abogada. Comenzaba a pensar que lo que había creído sencillo requería de pruebas que ella daba por sentadas y evidentes en palabras de su hijo ultrajado y en las versiones de sus amigos.
—¿Está usted segura? —preguntó, alentando la esperanza de un equívoco.
—Sofía, yo no soy penalista pero esto es elemental para nosotros. Sería bueno que usted hablara con su hijo y tratara de averiguar si alguien los vio haciéndolo, aunque sea acariciándose o en arrumacos, juntos por la calle, en el colegio o en cualquier otro lugar. Si hay fotos o una grabación de conversaciones entre ellos. Hoy los chicos fotografían todo con sus teléfonos…
—Yo no puedo preguntarle eso, porque no me va a contestar. Quizás el padre podría hablar con él.
—Si usted quiere yo puedo entrevistarme con Ramiro. Soy alguien extraño, como un médico, con el que puede hablar tranquilo.
—Podría ser.
—Bueno, hable con él o con el ingeniero y que me llame para vernos —dijo, levantándose. La mujer no se movió de su asiento.
—Hay otra cosa que me preocupa, doctora.
—Dígame, Sofía —dijo, volviendo a sentarse.
—Esta chica, eh…, esta mujer, ¿no podría estar embarazada?
La abogada había pensado en esa posibilidad desde el primer momento, pero la había callado para no alterarla.
—La posibilidad siempre existe, Sofía —contestó, bajando el tono de su voz.
—Sería terrible, doctora. En ese caso, mi hijo de catorce años podría ser padre a los quince, ¡con todo lo que eso implica! Nosotros seríamos abuelos y tendríamos que hacernos cargo de cuidar del chico, que pasaría a ser nuestro heredero.
La mujer se tomó la cara con las dos manos y se largó a llorar. Mercedes la miró durante unos instantes y luego le acercó un pañuelo de papel resignándose a esperar que se calmara pese a que ya estaba atrasada para su cóctel.
—Sofía, creo que voy a tener que hablar con esa maestra sobre varios temas, si usted no tiene inconveniente.
—Hágalo —dijo, algo dudosa—. Lo más importante ahora es saber si está embarazada, porque podría obligar a Ramiro a…
Mercedes no supo cómo interpretar esta frase, pero no era el momento de aclararlo. Primero necesitaba averiguar lo del embarazo para decidir el camino a seguir. Lo cierto era que, en un rato, la señora de Sáenz había dejado de lado sus ansias de venganza y le estaba dando libertad de acción. Ahora, por primera vez, era una madre preocupada por el disparate de su hijo.
Cuando pudo despedirla, recibió las novedades de Eleonora, le dio algunas instrucciones rápidas y salió disparada a buscar un taxi. Tenía que ir hasta su casa, cambiarse, maquillarse y llegar al cóctel a una hora razonable para encontrar a la gente que le interesaba. Afortunadamente, estas reuniones nunca empezaban a la hora indicada y se prolongaban hasta que los asistentes se cansaban de estar parados.
En el viaje marcó el número del ingeniero Sáenz y lo encontró descansando en su habitación del hotel de Salta. ¿Estaría solo? Parecía nervioso y apurado. Ella, con cierta maldad, se tomó su tiempo.
Le contó la conversación con su mujer y la necesidad de hablar con los involucrados en el lío: su hijo y la maestra. El hombre le dio su conformidad sin preguntar demasiado.
Llegó y, sin ducharse, se calzó otro vestido que también le apretaba aunque no tanto. Se maquilló, perfumó y volvió a salir para continuar cumpliendo con su trabajo, esta vez en el Alvear, entre copas de champagne y deliciosos entremeses.
El sábado amaneció luminoso y ella se despertó sobresaltada sin motivo. La noche anterior había tomado una pastilla para recuperar el sueño y superar el jet lag que aún la afectaba.
Se había acostado temprano sin poner el despertador: el turno de las once y media de la mañana en el centro de belleza parecía muy lejano. Cuando vio el sol filtrándose por las rendijas de la persiana, pensó que se había quedado dormida. En la penumbra de la habitación, trató de enfocar la vista en el reloj. Recién eran las diez. Se estiró para desentumecer sus músculos, agarrotados por tantas horas de sueño.
La urgencia de su vejiga la obligó a levantarse, aunque se habría quedado para siempre en esa nada que tanto le gustaba. Fue hasta el baño y se descargó con placer, se lavó los dientes y la cara y se arregló un poco el cabello despeinado. La cara libre de todo maquillaje la golpeó en el espejo. Las arrugas en la comisura de los labios y sus incipientes patas de gallo eran una agresión gratuita en esa mañana que parecía perfecta.
Le sacó la lengua a la imagen del espejo y salió del baño apagando las luces. Puso música fuerte, levantó las persianas del living y el sol invadió el ambiente hasta la mitad del salón. Se preparó un desayuno para compensar las largas horas pasadas desde su última comida: jugo de dos naranjas, café bien cargado y dos tostadas con queso magro untable.
Llevó todo en una bandeja hasta la mesa baja frente a los sillones y sintió la tibieza del sol. Gozó del jugo, del café y, golosa, se preparó la primera tostada. Se recostó en el sillón mientras masticaba; los recuerdos inconexos de cosas diversas, de mayor y menor importancia, la invadieron pese a resistirse. Una de las difíciles reuniones en Madrid, la queja de sus socios por la falta de facturación de su sector, el alumno violado en el colegio de Laura y su abogado traidor.
Todo se mezclaba con el impacto que le había causado ver su rostro recién despierto reflejado en el espejo. Esforzándose en liberar su mente, se propuso fijar sus pensamientos en los acordes de la Orquesta Sinfónica de Ljubljana hasta que logró ocuparse de disgregar los instrumentos y apreciar el conjunto. Sonrió y levantó la bandeja para llevarla a la cocina. Faltaba media hora para su turno.
Abrió la ventana y una oleada de aire frío la hizo retroceder. En el dormitorio se vistió con ropa de franela para gimnasia, medias gruesas y unas cómodas zapatillas. Se ató el cabello con un lazo y buscó un tapado no demasiado nuevo. Unos pocos pesos en efectivo y la billetera con las tarjetas de crédito eran suficiente respaldo para cualquier eventualidad.
El ingeniero Sáenz expandía con prolijidad la crema de afeitar por su cara; el aroma a mentol se esfumaba en la neblina del agua caliente de la ducha.
Todavía sentía el rencor de la pelea con su mujer esa mañana, a propósito del tema Ramiro y de su iniciación sexual con la maestra. Era una exagerada. Tampoco él podía consentir lo sucedido pero, en definitiva, tampoco era un absurdo. Una chica y un muchacho que se relacionan y que terminan haciéndolo en un campamento. ¡Ojalá él hubiera vivido lo mismo a sus catorce años! ¡Ojalá no hubiera tenido que iniciarse con una prostituta grosera, cuyos inmensos senos caídos aún recordaba!
Le costaba representarse a la maestra en cuestión, a quien seguramente había visto en uno de los innumerables y calcados actos de fechas patrias, patrono, navidad o reuniones de padres. Sofía se la había descrito varias veces, pero su relato no era del todo fiable. Una más de las tantas docentes a las que saludaba, aunque probablemente ninguna de las que le despertaban pensamientos lujuriosos mientras caminaba del brazo de su mujer.
La máquina de afeitar terminaba de arrastrar el jabón junto con la barba crecida. Se miró en el espejo torciendo la cabeza y sonrió. Le gustaba lo que veía; se consideraba atractivo en la madurez. La incipiente calvicie y las canas aisladas le daban un aire interesante. Imaginó el escándalo que se hubiese armado si, en vez de Ramiro, hubiera sido él mismo el de la aventura con la maestra «insípida y con cara de mosquita muerta», como la calificaba Sofía.
Entre todo lo que decía su mujer, admitía un peligro: que hubiera quedado embarazada. Creía que a esa edad y a ese nivel, podía descartarse que estuviera infectada de sida, como también temía Sofía, siempre tan escandalosa. Pero el embarazo sí podía ser la consecuencia natural de una relación entre dos jóvenes. Y, si llegaran a tener un hijo, ¿quién se haría cargo? ¿Se casarían? ¡Qué absurdo!
Decidió no ir a jugar al golf, como hacía todos los sábados, y acompañar a Ramiro al club para verlo jugar con su equipo. Tenía que hablar con él, enterarse un poco más de todo el embrollo. Además era bueno estar a solas, hablar de cosas de hombres, de sexo, de mujeres. Como padre, debía haberlo encarado mucho antes. Esperaba no estar llegando demasiado tarde.
Mercedes sentía cómo las manos expertas del masajista se detenían en cada músculo y lo trabajaban hasta dejarlo laxo. Gozaba de esa rara sensación de unas manos masculinas recorriendo su cuerpo para cumplir con un trabajo. Ya conocía a Rene y sabía de su profesionalismo, aunque también de su fama con las mujeres. Corrían muchos rumores entre las manicuras y ayudantes.
Cuando pidió por primera vez un turno, varias de las muchachas habían cruzado miradas cómplices. Efectivamente, era apuesto, y vestía de blanco con pantalones largos y una musculosa que dejaba en evidencia su físico trabajado. Aquella vez, los masajes habían comenzado hábiles y fuertes, arrancándoles gemidos, mezcla de placer y dolor.
En su primera vez se había sorprendido cuando las manos del hombre se deslizaron por las piernas y rozaron la tela de su bikini. Consideró que se trataba de la rutina habitual, pero al reiterarla con más audacia, recordó su mala fama.
—No necesito más que un masaje —se oyó aclararle por sobre la suave música grabada.
El hombre no había dicho nada, y sus manos se dedicaron al masaje efectivo y relajante. Las cosas habían quedado claras. Ahora Mercedes sentía, sin inquietarse, cómo trabajaba sobre su cuerpo liberando tensiones acumuladas. Se dejó hacer. Cuando hubo terminado, se envolvió en la bata y se recostó en una reposera en la sala de descanso en la que se oía una melodía suave y el rumor del agua que caía de una cascada en un rincón. El resplandor que entraba por un tragaluz le daba vida a las plantas, el único adorno del lugar.
Sin proponérselo, Eleonora había elegido la mejor hora para su turno. Al mediodía, la mayoría de las mujeres se ocupaban de maridos e hijos, y ella quedaba libre de conversaciones frívolas. Allí estaba, sola con el agua que corría y la música ayudándola a encauzar su espíritu.
Puso la mente en blanco y acabó por quedarse dormida. Alguien la despertó para decirle que la esperaban para atenderla.
Ramiro iba feliz sentado al lado de su padre en el amplio y suntuoso automóvil importado que parecía flotar por la autopista. La música de un disco compacto con canciones de los años 80 disuadía la conversación.
Sin embargo, estaba nervioso. Que su padre dejara de jugar al golf un sábado a la mañana para llevarlo hasta Villa de Mayo para verlo jugar al rugby era demasiado raro: sólo podía deberse al tema del colegio.
—Ramiro —dijo el hombre a los pocos minutos de andar—. Tu madre me ha contado el lío con esa maestra. Me gustaría que hablemos sobre eso. Somos hombres, padre e hijo, y éstas son las cosas en las que debemos estar juntos, sin vergüenzas ni peleas.
—Sí, papá —contestó sin mirarlo.
—Bueno, me gustaría que empezaras contándome cómo sucedió todo —lo invitó, bajando el volumen de la radio. El silencio ganó la cabina y el ingeniero miró a su hijo, que mantenía la cabeza gacha—. ¡Vamos, Ramiro! —insistió, dándole una palmada cariñosa en la pierna—. Todos hemos empezado con una mujer alguna vez. No es nada malo, al contrario, es lo natural y te debe gustar. Los hombres de verdad siempre se sienten atraídos por las mujeres y Dios nos ha creado de esa forma para disfrutar y continuar la especie humana.
—No sé cómo empezar —dijo el muchacho, con voz desfalleciente.
—Desde el principio. Por ejemplo, cómo la conociste.
—Bueno, es una maestra del colegio, de primer grado. Se llama Lorena.
—¿Y es linda? —lo alentó.
—Sí… A mí me gusta mucho.
—Bueno. Eso es importante. —Nuevo y largo silencio—. ¿Y cómo empezó todo?
—Un día nos encontramos en la calle y comenzamos a hablar. —Hizo un silencio largo y continuó—: Papá, no me pidas que te cuente todas las cosas que pasaron.
—Está bien, está bien… Pero decime cuánto hace de eso.
—Como unos tres meses —dijo, después de unos instantes.
—¿Tanto? Entonces ese viaje a Tandil no fue la primera vez.
—Bueno… Nosotros ya andábamos.
El padre sonrió. ¡Ése era su muchacho! Estiró la mano y le volvió a palmear la pierna. Se miraron y sonrieron. Todo estaba bien. Ramiro comprendió que tenía a su lado a un cómplice y le gustaba: era su padre.
El resto del viaje conversaron de mujeres y de sexo. El ingeniero se inventó algunas aventuras juveniles para que su hijo se aflojara.
Aprovechó para decirle algunas cosas que nunca le había informado. Otra vez pensó que debería haber charlado mucho antes pero siempre se sintió inhibido.
—Ramiro —le dijo cuando estaban en el camino de entrada a las canchas—, quiero que sepas que voy a estar a tu lado en esto y en todo lo que me necesites en cualquier momento de tu vida. De este problema de alguna manera vamos a zafar, pero tratá de no alarmar a tu madre.
—Está bien, papá. Gracias. Ahora me siento más tranquilo. El lunes tengo que ir a hablar con esa abogada tuya. ¿Qué tal es? Me da un poco de miedo.
—No te preocupes. Conozco a la doctora Lascano hace muchos años y es de plena confianza. Cualquier cosa, me decís.
Desde la primitiva y pequeña tribuna de tablones flojos vio a su hijo correr por el campo, eludiendo contrarios y soportando caídas y golpes. Se sintió orgulloso de él, capaz de conquistar a una mujer diez años mayor. No había nada de malo en ello: era sólo un pecadito de muchachos. Aunque no lo había dejado muy tranquilo que su hijo le confesara que no usaba preservativos porque le daba vergüenza ir a comprarlos, ni que la relación con la maestra llevaba ya unos meses.
Le lavaron la cabeza, le cortaron, y le hicieron los reflejos mientras la manicura trabajaba en sus manos y sus pies. Antes había tomado un sauna y se había sumergido en el jacuzzi mientras bebía un jugo de frutas con un sándwich tostado. La máscara facial la relajó del todo, pero aún le tiraba un poco la piel. Todo perfecto, suave, perfumado, con toallas limpias y cambiables, amabilidad, música y tranquilidad.
Sin embargo, sus pensamientos tomaban caminos incómodos y erráticos. No podía evitar que la asaltaran los temas del Estudio, perturbando la placidez modelo que se lograba en un centro dedicado a agasajar el cuerpo. Masajes, tratamientos varios y disfrute era lo que pretendían las clientas. Para ella, y muchas otras como ella que no tenían que preocuparse por los costos, la tarjeta de crédito resolvía todo. Lo que los tratamientos no podían resolver —apenas morigerar— era el paso del tiempo.
Estaba por cumplir cuarenta y tres años, y era evidente. Su piel había perdido parte de su tersura natural, leves arrugas enmarcaban los ojos y las comisuras de los labios, los músculos y los senos comenzaban a aflojarse, los glúteos a perder su redondez y la cintura ¡a ensancharse!
—Aquí tiene, doctora —le dijo la recepcionista, acercándole los talones del gasto para que los firmara.
—Muchas gracias —dijo, y firmó sin mirar la cantidad.
Fue hasta su casa sin apuro, se enfundó en ropa de gimnasia y ganó la calle. Corrió por el parque durante más de media hora concentrando sus pensamientos en el esfuerzo físico.
Intentaba frenar la catarata de ideas que se agolpaban en su mente y analizar concretamente lo que estaba sucediendo en ese momento de su vida. Estaba ansiosa: no sabía qué era lo que quería ni necesitaba.
Su primer impulso fue diagnosticarse un estado de agotamiento por el ritmo de trabajo, que no le daba tregua ni le permitía disfrutarlo. Los problemas de los juicios y los contratos, asuntos que se sucedían uno tras otro, que se acumulaban e interferían unos con otros. Nada podía descartarse, todo debía atenderse y el tiempo, facturarse impiadosamente.
Es que la estructura de la organización empresaria-jurídica debía sostenerse a toda costa: el pago del alquiler a razón de sesenta dólares el metro cuadrado, los salarios de casi ciento cincuenta abogados y más de doscientos empleados por los que el Estudio debía responder. Era indispensable mantener los clientes, conseguir nuevos y cobrarles. De otra forma, todo se desmoronaría como un castillo de arena.
Ésta era su vida y no había forma de cambiarla, salvo renunciando a todo y empezando en otra cosa. En realidad no sabía hacer nada más y había invertido muchos años de esfuerzo en llegar a ese lugar. Era absurdo plantearse un cambio en la cima.
Pero ahora iba a disfrutar del día. El domingo volvería al Estudio a organizar los asuntos que la complicaban sin que el estrés la consumiera.
La intensa corrida la cansó. Le faltaba entrenamiento, pero sentía que necesitaba esforzarse más allá de sus fuerzas para recuperar su estado. Debió parar porque los pulmones no alcanzaban a bombear más aire y las piernas parecían de cemento. Estaba a cinco cuadras de su casa pero fantaseó con tomarse un taxi. Enseguida lo descartó: salir a correr y volver en taxi le parecía absurdo, tanto como ponerse a dieta y entrar en un restaurante de tenedor libre.
Comenzó a sentir frío. El débil sol del invierno estaba declinando y las sombras de los altos edificios aumentaban los efectos de la brisa helada proveniente del sur. El sudor que mojaba su ropa comenzó a enfriarse y a provocarle escalofríos. Apresuró el paso, los problemas pasaron a un segundo plano. Todo se convirtió en algo mucho más sencillo, elemental y urgente: llegar a su casa para recuperar el calor.
La calefacción de la losa radiante la reconfortó. Encendió la cafetera y comenzó a desvestirse con cierta desesperación para liberarse de la ropa mojada. Desnuda, abrió la canilla de agua caliente de la bañera, se sirvió una taza grande de café con leche y se metió bajo la ducha para gozar del agua.
Quince minutos después, se sentó en el sillón que enfrentaba los ventanales a ver cómo la tarde iba cediendo, irremisiblemente, a la oscuridad temprana de esa época del año. Suspiró profundo, rendida por el cansancio y cálida en la suavidad de su albornoz.
No se sentía completa. La soledad volvía a presionarla. Como cuando había abandonado su pueblo natal en La Pampa para estudiar en Buenos Aires. Ya no le quedaba allá ningún pariente y acá sólo tenía a su tía Rosaura, que vivía en las afueras de la ciudad con su regimiento de gatos que impregnaban de olor la casa y el jardín. Decidir visitarla era un verdadero acto de piedad y sacrificio.
Sus relaciones se ceñían a la gente del Estudio y a los clientes. Con excepción de su amiga Marina, que era casi su único vínculo libre y sincero. Solía tener en torno de ella algunos hombres, pero ninguno lograba conmoverla. Pensó que el único que realmente había dejado en ella huella había sido Rodolfo Marrugat, su compañero de trabajo, un amor imposible. Ahora no tenía a nadie que valiera demasiado la pena. Salvo Horacio, que estaba siempre a disposición para sacarle las ganas. Esa noche no las tenía.
Debía terminar el día como lo había empezado: sola, luchando con sus fantasmas laborales, personales y físicos. Necesitaba enfrentarlos para encuadrarlos y poder pelear contra ellos.
La mañana del domingo también amaneció espléndida. Se sentía bien. Había dormido de un tirón cerca de diez horas y los temores y las angustias que a la noche parecían acosarla ahora eran temas aislados, manejables.
Una vez más comprobó que, para ella, en los momentos de crisis, la mejor terapia era retraerse y dejar que todo fluyera sin condicionamientos ni límites. No oponer resistencia ni a lo bueno ni a lo malo, lo conflictivo o lo placentero, para que todo corriera como el agua en un declive hasta llegar al llano, donde se expandiría mansa luego de haber arrastrado las impurezas.
Tomó unas pesas livianas y probó una rutina de ejercicios que le había indicado su profesor de gimnasia. Se paró frente al espejo para observar su coordinación. En un movimiento, dejó caer su camisolín al piso y lo apartó con el pie.
Su cuerpo desnudo se reflejó alumbrado por el sol que entraba por el ventanal, lo que la volvió a la obsesiva tarea de explorar sus defectos. Además de las leves arrugas en la cara, tenía algunas en el cuello. Eran insignificantes, pero se irían profundizando. Sus senos, de los que siempre se había sentido orgullosa, se veían más pesados, agrandados y más juntos. Lo que más le preocupaba era la cintura, que iba perdiendo su curvatura. En cuanto a los glúteos, todavía conservaban su firmeza porque ella se esmeraba especialmente en las máquinas para fortalecerlos. Unos leves grumos anunciaban la temida celulitis, pero aún no se notaban demasiado.
Se duchó sin apuro y se vistió informal. Armó un bolso con las zapatillas para correr y la ropa de gimnasia, toalla de baño y anteojos oscuros, y bajó. El portero de su edificio se sorprendió de verla tan temprano buscando su automóvil en el garaje un domingo.
Las calles de Buenos Aires lucían desoladas a esa hora. Dejó la ventanilla un poco abierta y el frío de la mañana la terminó de despejar. En la enorme playa subterránea del edificio de Puerto Madero apenas había dos automóviles estacionados, seguramente del personal de vigilancia. Estacionó en la cochera número siete que tenía asignada como socia del Estudio.
Subió por el ascensor directamente al piso veintidós, abrió la puerta del tablero para dar luz y habilitar la calefacción al piso. Le gustaba el silencio que había, la falta de abogados y empleados en las oficinas y los pasillos.
Entró en su despacho, en el sector de Convenios, y automáticamente encendió la computadora. En un pequeño y oculto recodo de servicio, preparó la máquina de café calculando exactamente tres cucharadas en el filtro de papel. La lucecita roja del costado le confirmó que el agua se estaba calentando. Sin esperar que filtrara, volvió a su oficina y encendió la lámpara apantallada que estaba en una esquina de su mesa.
Se paró detrás del escritorio tratando de decidir por dónde empezaría. Alzó el block con las listas de tareas, miró la numeración de prioridad que le había otorgado a cada cosa la tarde del viernes y decidió seguirla a rajatabla: primero lo más sencillo y lo que demandaba mayor estudio, último.
Sin embargo, las carpetas del caso Villagra S.A. dominaban la escena. Éste era el momento para decidir, en silencio y soledad. Rápidamente inventarió lo que sabía: el abogado a cargo había cumplido cabalmente con su tarea y el caso estaba a punto de resolverse con un convenio aprobado por el cliente. Pero ese mismo abogado había pasado información al Estudio contrario, que la había usado para obtener ventajas en la negociación. Si lo hizo de maldito, por dinero o por amor, poco importaba. Había roto la regla fundamental del abogado: lealtad con el cliente y, además, con el Estudio para el que trabajaba.
No veía otra forma de proceder más que quirúrgicamente: despedir a Marzani, avisar a su cliente de la situación y hacer la denuncia al Tribunal de Ética del Colegio de Abogados.
Lo pensó unos segundos y decidió que ésta era la conducta apropiada para una abogada jefa con un colega dependiente y tramposo. Se lo merecía aunque hubiera actuado inducido por su novia. Aprendería a no ser un pollerudo.
El lunes pondría en marcha su decisión, pero antes lo consultaría con el doctor Beltramino. Él fue quien le había proporcionado la información y no se le escapaba que la cuestión afectaba al Estudio.
Liberada de ese tema, decidió seguir con el resto. Pero lo primero era lo primero. Se sirvió una taza de café recién filtrado y se puso a revisar los mails. Aunque Eleonora había limpiado el spam, tenía doscientos cuarenta y ocho mensajes sin leer. Tomó un sorbo caliente para darse fuerzas.
Al rato, promediando la revisión, se levantó y volvió a llenar su taza. Usaba su jarra habitual, adentro azul y afuera blanca, con el logotipo del colegio de Laura. Debía tener cuidado de guardarla en las entrevistas con los Sáenz.
Se acordó de la presunta violación del chico y sonrió. El amor y el sexo entre dos jovencitos traía un aire de frescura que le agradaba. Podía ser clandestino, repudiado y hasta torpe, pero era algo nuevo, renovador en un mundo de contratos, de enfrentamientos y de dinero. La contracara del caso Marzani.
Con sus cuarenta y tres años, hacía tiempo que ella no sentía el placer del amor, aunque gozaba del sexo, del que no se privaba. En su ordenada vida, apenas necesitaba levantar el tubo del teléfono para conseguir un compañero, pero no se le ocurrió hacerlo. Aún duraban los recuerdos de Jean Claude y sus encuentros franceses.
Su mente volvió al caso Sáenz. Ramiro vendría a verla al día siguiente y allí decidiría cómo seguir con el caso. Sólo tenía que seguir su intuición.
Volvió a su escritorio, sostuvo la jarra de café en una mano y, con la otra, empuñó el mouse decidida a eliminar rápidamente los mails que le quedaban revisar: avisos del Colegio de Abogados, chistes de amigas, cuentos políticos, propagandas.
Eleonora no sabía su clave, pero Mercedes la dejaba limpiar el spam en su computadora encendida cuando ella estaba cerca. Confiaba en la prudencia de esta mujer que hacía tantos años trabajaba para ella. Además, si abría alguno privado, el icono la denunciaría.
La tarea de eliminación era tediosa. Se levantó y puso música italiana y se quedó apoyada en la biblioteca recorriendo con la vista el lugar. El despacho de la doctora Lascano era fantástico. No era demasiado grande, pero podía alojar una reunión de cuatro o cinco personas. Para reuniones más numerosas, a pocos pasos había una sala común que podían usar los abogados y cuyos turnos se otorgaban de antemano.
Su oficina poseía una antesala pequeña, encuadrada por un mostrador sobre el pasillo común, donde estaba Eleonora. Si era necesario, había sillones para amortiguar la espera.
Se entraba a su despacho por una doble puerta, que daba de frente a una pared vidriada de piso a techo con vista ilimitada de la ciudad y el río. Las demás paredes, pintadas de color claro, combinaban con la alfombra mullida. Colgaban cuadros originales no muy valiosos y, en una esquina, un juego de sillones y la mesa para las reuniones íntimas. Una biblioteca y algunos objetos de decoración que había ido agregando sobre el escritorio le daban el tono personal y acogedor a un lugar dominado por litigios.
Ya estaba terminando cuando sonó el celular. Miró la hora en el display: eran las 11:20. El que llamaba era Horacio, el abogado que conocía desde hacía tiempo, recientemente divorciado, con el que se había acostado con alguna regularidad antes de viajar. El viernes la había llamado y ella lo postergó con la idea de encontrarse hoy para almorzar en el club.
Estaba indecisa. Las dos horas que le llevó revisar los mails atrasados y canalizar sus requerimientos la habían irritado. No terminaba de entender por qué era el medio de comunicación preferido por la gente.
La perspectiva de un almuerzo al sol y una tarde de sexo y descanso en el departamento era tentadora, pero dejó sonar el teléfono hasta que los timbres cesaron. Avanzaría un poco más y después decidiría. Horacio debería esperar.
Continuó trabajando hasta que tuvo un panorama real de lo que tenía para hacer todavía ese día: las urgencias, los temas menores y los trabajos de fondo que quería controlar. Era mucho. Llamó a Horacio al celular.
—¿Horacio? —preguntó innecesariamente cuando oyó su voz.
—¿Qué tal, mi amor? Te llamé hace un rato pero no me atendiste.
—Es que lo tenía apagado —mintió.
—¿Y dónde estás?
—En el Estudio.
—¿En el Estudio con este día maravilloso?
—Sí, no me queda otro remedio. Estuve diez días afuera.
—Ya lo sé, yo era el que esperaba. Bueno, ¿te paso a buscar?
—No, mi amor. No puedo.
—¿Cómo que no podés?
—Tengo demasiadas cosas para hacer y debo preparar una conferencia en inglés para unos americanos que vienen mañana.
—Pero yo reservé una mesa en el embarcadero del Club Universitario, en el jardín, al sol.
—No seas malo —dijo con un tono dulzón de mujer—. No me tientes… En realidad no puedo.
—Pero mi amor, no podés vivir así. Tomate un rato, comemos y te volvés al Estudio.
Mercedes pensó un instante. Parecía lógico pero sabía que, si accedía, el viaje y el almuerzo le llevarían más de dos horas, tomarían vino y no podrían evitar subir al departamento. Aunque lo hicieran rápido para sacarse las ganas, sería una tarde perdida.
—No, mi amor. Me encantaría pero no puedo. Si no ordeno esto, no sé qué voy a hacer la semana que viene.
—Insisto, mi querida. Sólo un par de horas y volvés al trabajo.
—Mirá, vamos a hacer lo siguiente. Dejame que me saque de encima esta montaña que me aplasta y nos encontramos mañana a la noche.
—No es lo mismo.
—Pero es lo único que puedo hacer. Si vamos ahora voy a estar nerviosa y apurada y a ninguno de los dos nos gusta así —dijo, refiriéndose a la ineludible acostada después de la comida.
—Es cierto, pero es que tengo muchas ganas… —volvió a insistir.
—Mañana va a estar mucho mejor, te lo aseguro.
—Está bien —admitió Horacio—. ¿Nos encontramos en tu casa a las nueve?
—Nueve y media.
—Y no te agotes, por favor. Te necesito.
—No te preocupes, siempre tengo resto para vos —le contestó, cautivante.
—Chau.
—Chau, y portate bien en el club que hay un montón de locas buscando.
—Vení a cuidarme vos, entonces.
—Me encantaría, pero no puedo.
Cuando cortó, continuó con el trabajo y al rato se estiró para atrás en su asiento, observando las listas que había preparado y agregando alguna anotación. Finalmente se levantó del sillón. La compulsión de terminar de revisar su casilla de mails la había tensado y puesto mal.
Tomó el bolso para cambiarse en el baño privado para socios y se dispuso a salir a correr un rato por la Costanera Sur. Se pediría uno de esos exquisitos sándwiches de carne que preparan en los quioscos, cumpliendo su deseo de comer al sol sin perder el tiempo en formalidades y sexo sin ganas.
Al volver, encontró a dos de sus abogados trabajando en sus cubículos. Uno era el recién incorporado —que hacía méritos— y la otra, la embarazada que pretendía compensar el tiempo no trabajado en una visita al médico o en una ecografía. Pensó en Marzani: menos mal que no estaba porque no sabía si podría contenerse en reprocharle su deslealtad.
Charló brevemente con ellos y se encerró en su despacho. Se tiró en la alfombra y trató de hacer unos ejercicios de relajación que había aprendido. En minutos se quedó dormida y, cuando despertó, le costó trabajo recordar dónde estaba. Había dormido apenas quince minutos, pero se sentía fantástico.
Se puso a trabajar esmeradamente en un recurso extraordinario que debía presentarse ante la Corte Suprema. Creyó que lo mejoraba, aunque el trabajo del abogado júnior era muy bueno. El muchacho había organizado bien la estructura del escrito, expuestos los hechos con claridad y descrito el derecho de forma impecable. Fundamentó la posición con doctrina nacional y extranjera y una abundante y sólida jurisprudencia que lo apoyaba. Con esto, debían razonablemente imponerse al débil y elemental fallo de la Cámara, pero nunca se sabía. Era posible que hubiera que reforzar los argumentos con alguna conversación con los ministros o sus relatores.
Era un escrito importante y la concentración de más de dos horas la había agotado. Guardó el escrito corregido en la carpeta del archivo y lo envió por mail al abogado que lo había preparado, con una felicitación por el trabajo. Él se encargaría de imprimirlo, llenar algún claro y hacérselo firmar antes de presentarlo en término en la mesa de entradas de la Corte.
Se levantó de su asiento, estirándose. Caminó los pocos pasos que la separaban del ventanal y se quedó mirando la placidez del río en esa tarde soleada, fría y sin viento. Las velas de las embarcaciones deportivas se inclinaban a lo lejos. Cuando miró hacia abajo, un asentamiento humano miserable sobre la costa la volvió a la realidad de un país que no podía despegar de la pobreza.
Desde el piso veintidós, Buenos Aires era una hermosa ciudad, con sus miserias, sus iglesias, sus autopistas y el ancho río que parecía de aguas azules desde esa altura. Se asombró al ver su edificio reflejado en los vidrios espejados de la mole gemela. Hasta se descubrió esbozada en la ventana, como si estuviera observando a una extraña en otra oficina.
Se dejó estar unos minutos en contemplación y volvió a su escritorio para seguir con el trabajo. Lo hizo concentrada y, para las siete, había terminado con gran parte de lo pendiente. Pensó en llamar a Horacio para reivindicarlo de su rechazo, pero inmediatamente se arrepintió. ¿Estaría disminuyendo su apetito sexual por la edad? ¿O acaso era que ese hombre no la atraía lo suficiente?
Pensó en volverse a su casa, pero la idea no la sedujo, aunque estuviera cansada. Había pasado tres noches sola y necesitaba estar con alguien, pero con quien pudiera distenderse y no actuar u ocultar cosas. El nombre de Marina surgió solo.
Era una amiga de años, vecinas de juventud. Marina se había casado, tuvo dos hijos y se había divorciado en malos términos. Desde entonces vivía en permanente conflicto con su marido y trabajaba por demás para suplir su baja cuota alimentaria. Con Marina podía charlar sin reservas y sabía que sus críticas siempre eran bien intencionadas y sabias, porque también era una buena psicóloga.
—¿Marina? ¿Qué estás haciendo?
Un par de minutos bastaron para arreglar encontrarse en el restaurante del hotel Hilton que estaba a metros de su oficina. Allí la comida era excelente, la cuenta la pagaba el Estudio y su amiga se daba un gusto que con sus recursos no podía permitirse.
Marina, vestida como para una fiesta y bien maquillada, la esperaba en una mesa. Se besaron y pidieron una copa de champagne para empezar y brindar. Contrastaban en sus roles invertidos: Mercedes con una vestimenta informal, deportiva, y la psicóloga, vestida con toda elegancia. De todas maneras, era domingo de noche y había poca gente en el comedor: unas parejas de mayores, un grupo de ejecutivos que hablaban alto en inglés y un solitario leyendo un libro sobre el ventanal con la mejor vista de la ciudad iluminada.
—¡Hace tanto tiempo que no nos vemos! —abrió Mercedes.
—Lo que sucede es que andás siempre viajando y llena de trabajo, hasta los domingos —contestó, haciendo un gesto indefinido hacia el edificio del Estudio.
—Es cierto —admitió, con pesadumbre, la abogada—. Pero aquí estamos de nuevo —dijo, tratando de cortar toda referencia al trabajo. El mozo trajo las copas altas de champagne y las dejó sobre la mesa con un plato con canapés que lucían apetitosos.
—¡Salud! —propuso Mercedes.
—¡Salud! Y por tu cumpleaños.
—¡No me hagas acordar! —contestó la abogada, sonriente.
Marina era una linda mujer, de esas a las que la edad sólo mejora. Su rostro transmitía una serenidad permanente y apenas sus ojos, profundamente azules, revelaban la vivacidad de una vida llena de altibajos.
Volvieron a brindar y se sonrieron.
—¿Cómo andan tus cosas? —preguntó la amiga.
—Como siempre, a las corridas y cada vez más difícil. El país, el mundo, los clientes que quieren recortar gastos. Pero es mi vida. Estoy harta, es demasiado —contestó con dificultad porque ya iba por su segundo bocadito. Tenía hambre porque desde el sándwich al sol no había probado nada.
—¿Y de amores?
—También como siempre. Varios, alguno más importante y agradable, casi nunca disponibles, y los otros sólo para el service.
Ambas rieron de buena gana, tanto que atrajeron las miradas de un matrimonio que comía a varias mesas de allí.
—Pero me canso, Marina. Nos estamos poniendo grandes, nos aparecen las arrugas, se nos caen las tetas. Fijate que los otros días no me podía cerrar una pollera que usé durante años.
—Es cierto y tenemos que aceptarlo. Es inevitable —dijo con autoridad de psicóloga—, no podemos entrar en la locura de pretender la eterna juventud.
—Sí, todas lo sabemos pero que duele, duele.
—Claro que duele y ¿por qué creés que hay tantos institutos de belleza, gimnasios y cirujanos plásticos que parecen estrellas de cine y están llenos de guita?
—Es un garrón, Mará. Yo también creo que hay que aceptarlo, pero desde la cabeza. En cuanto me adentro en el tema me agarra un ataque de pánico. Estoy pensando en hacer algo para retardarlo.
—Y sí. Si se tiene paciencia, tiempo y plata, se puede.
—Tengo la plata pero no tengo ni tiempo ni paciencia, además tengo miedo de que me hagan un desastre.
—Hay que buscar gente seria.
—¿Los hay en ese ramo? —preguntó Mercedes.
—Algunos. Precisamente, era una novedad que quería contarte. El mes pasado dejé de ejercer la psicología y estoy trabajando en un centro integral de belleza.
—¿Cómo? —preguntó Mercedes, asombradísima. Nunca se le hubiera ocurrido; parecía una mujer incompatible con lo superficial.
—No podía más. Cada vez me costaba más conseguir pacientes y un día me di cuenta de que estaba demorando las terapias para pagar el alquiler o el colegio de los chicos. No es ético.
—No sabía que las cosas andaban tan mal.
—Es que hay demasiados psicólogos, Mercedes. El país se ha llenado de universidades convertidas en negocios pseudoacadémicos que largan profesionales sin capacitación que necesitan trabajar a cualquier precio y de cualquier forma. Hay tantos psicólogos y abogados que, si los juntamos, podríamos formar un partido político y ganar las elecciones.
—Es cierto —admitió Mercedes pensando en los candidatos que se presentaban en el Estudio para trabajar, recibidos de universidades ignotas.
—¿Entonces…?
—Una amiga, que me tiene mucha confianza y que decidió viajar por el mundo con su nuevo marido lleno de plata, me ofreció una especie de gerencia o supervisión de un instituto de belleza integral de alto nivel. Es un buen lugar donde se hace todo lo que la clienta requiera: desde peluquería hasta cirugía, pasando por psicología individual y grupal. Es un concepto bastante revolucionario.
—¿Pero funciona? —preguntó recordando al que había ido el sábado.
—Claro, y no sabés en qué forma. Son muchas las mujeres que quieren parar el reloj, y mi amiga dice que hay que satisfacerlas, aun con aquellos tratamientos que no sirven para nada o que pierden efecto con el tiempo.
—Ése es el problema —dijo Mercedes, pensando en ella.
—No si existe alguien que te diga —se señaló con el dedo— qué es lo que funciona y lo que no. Lo importante es no volverse loca con los tratamientos porque la idea de fondo es crear adicción y lograr una clientela cautiva.
Siguieron hablando y recayeron en aquellos tiempos del barrio donde todo parecía feliz y sin complicaciones. De allí saltaron a las vidas de sus conocidas: había de todo.
Aunque estuvo tentada, Mercedes no le contó nada sobre el problema que estaba pasando Laura con la maestra de su colegio. Ella también la conocía y, si bien era un cuento sabroso, la ética profesional y la vigencia del problema le impedían decir una palabra. Se mordía los labios para no decir nada.
Comieron los mejores platos, tomaron buen vino y charlaron hasta cansarse. Era reconfortante encontrarse de vez en cuando, tranquilas y libres sólo para conversar.
El auto de Mercedes estaba solitario en el garaje. Llevó a Marina hasta Villa Urquiza y, después de circular perdida por la ciudad, llegó a su casa donde entró al subsuelo a dejar el vehículo estacionado por el resto de la semana.