Capítulo 1

La Sinfonía número 25 de Mozart se interrumpió y la despertó. Todo era silencio en la cabina de clase ejecutiva, casi a oscuras.

La mujer se levantó la máscara de ojos y se despojó de los auriculares mientras trataba de arreglarse el cabello con los dedos abiertos. Miró hacia sus costados; el resto de los pasajeros no pareció darse por enterado hasta que los altoparlantes crujieron anticipando un mensaje. Una voz gruesa se impuso:

Señores pasajeros:

Les habla el comandante. En media hora, aproximadamente, aterrizaremos en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza, donde la temperatura es de dos grados centígrados y la hora local, las 2:20 de la mañana. Lamento nuestro aterrizaje técnico en Brasil y la demora que esto significó. Afortunadamente, pudimos resolver el problema y continuar nuestro viaje. Sabemos los inconvenientes que la demora les ha provocado, pero la seguridad es una prioridad absoluta para nuestra compañía y para quien les habla.

Les deseo una feliz estadía en Buenos Aires y, nuevamente, nuestras disculpas.

Mientras repetía el mensaje en inglés, se encendieron las luces de la cabina, lo que puso en movimiento a los asistentes, que se dispusieron a atender a los pasajeros privilegiados de un vuelo complicado. La mujer se desprendió el cinturón de seguridad, tomó un bolso de cuero negro y se levantó de su asiento.

Una vez que cerró la puerta plegadiza del baño, miró en vano la hora que marcaba su reloj y se dedicó a mejorar su aspecto desmarañado. No se preocupó demasiado, porque sólo la esperaba el chofer. De todas formas, le gustaba estar arreglada. Se miró nuevamente en el espejo, abrochándose un botón que fruncía la blusa, y se acomodó el cabello.

Volvió a su asiento, dejó el nécessaire dentro del bolso de mano y recostó la cabeza en el respaldar. Una voz la forzó a abrir los ojos.

—¿Quisiera tomar algo, señora?

—Un café me vendría bien. Gracias.

—Cómo no —dijo la muchacha, y fue en busca del pedido.

Mercedes vio en la pantalla el dibujo animado del avión llegando al punto que marcaba Buenos Aires y calculó que hacía como veinte horas se había embarcado en Milán. Habían perdido dos horas al abortar el primer despegue, y después la demora por el aterrizaje no programado en Río de Janeiro: demasiado para un solo vuelo. Aunque todo se había resuelto sin mayores problemas, en el futuro trataría de evitar volar con esta empresa.

El paso por los controles de Migraciones y Aduana fue ágil y, no más trasponer la valla, Mercedes se encontró con la figura sonriente de Raúl, su chofer. Fue a su encuentro, sin poder esquivar la nube de taxistas que pretendían cazar pasajeros en la madrugada.

—Doctora —dijo, tomando el carrito con las valijas—, ¿cómo fue su vuelo?

—Pésimo. ¿Desde qué hora está esperando, Raúl?

—Desde las nueve. En el contestador del aeropuerto anunciaron la llegada para esa hora.

—Pobre… ¿Ése es mi tapado? —le preguntó, viendo que lo llevaba colgado de su brazo sin ofrecérselo, y el frío se percibía aun dentro del hall calefaccionado.

—Sí, perdone —se disculpó, deteniendo el carro y ayudándola a colocárselo—. Si usted me espera aquí, voy a buscar el auto.

—De acuerdo.

Mercedes Lascano se quedó en el medio del hall mirando a la gente que pasaba a su lado. La mayoría iban acompañados de sus parientes o amigos, a los que abrazaban o con quienes caminaban tomados de la mano.

Nadie la esperaba a ella en los aeropuertos, salvo por protocolo. Sintió un ramalazo de tristeza por su soledad, pero de inmediato se repuso imaginando lo insoportable que hubiera sido encontrarse con alguien esa noche: se habría visto obligada a prestarle atención y conversar. Y lo cierto es que ella no tenía ganas de hablar con nadie, y menos contar las peripecias del vuelo, como hacían los otros pasajeros. Estaba agotada, con la boca pastosa y el estómago revuelto por las comidas de a bordo. Suspiró aliviada pensando que en un rato estaría en su casa.

Un hombre pasó a su lado y le dijo algo galante. Dejó vagar la mirada y, a través de los cristales, pudo ver que Raúl bajaba del auto. Se puso en movimiento empujando el carro valijero a través de las puertas, que se abrieron automáticamente. El frío la obligó a cerrarse el cuello del abrigo. Dejó que el chofer se encargara de cargar el equipaje para cobijarse en la calefacción del automóvil.

En cuanto cerró la puerta, le molestó la voz de un excitado locutor deportivo. Hablaba del pase de un jugador a otro equipo pese a una lesión en una rodilla, como si estuviera relatando un suceso vital para la humanidad. Un minuto después, Raúl se sentaba frente al volante y volvía su cabeza con una sonrisa.

—Por favor, Raúl, ¿puede poner música?

—Claro, doctora.

Mientras trataba de sintonizar alguna estación, le preguntó innecesariamente:

—¿Vamos a su casa?

—Sí —le contestó, mientras buscaba su teléfono celular. Estaba apagado por indicación del comisario desde el despegue de Río y se había olvidado de encenderlo. Tres mensajes de voz pendientes. Dos no tenían importancia, pero uno la preocupó.

Mercedes, soy Laura Mateu. Sé que estás viajando y que tu vuelo tuvo problemas, pero necesito hablar con vos urgente. Cualquiera sea la hora que llegues, por favor, llamame a casa o al celular. Te repito: no importa la hora y, por si no lo tenés a mano, el teléfono de casa es 4791-7391. Por favor, no dejes de llamarme. Voy a estar esperándote porque esta vez te necesito en serio.

Mercedes se quedó mirando por la ventanilla. Sabía que si Laura se comunicaba a esa hora y en ese tono era porque tenía un problema importante. Hablar con alguien era, precisamente, lo que no quería hacer en ese momento. Sólo pretendía darse un baño caliente y dormir lo poco que quedaba de la noche. Aunque se resistía, debía llamar: se trataba de una querida amiga.

Se decidió y se inclinó hacia delante:

—Raúl, por favor, baje un poco la radio.

Buscó la llamada y se ubicó en «responder». Pulsó el botón y se reacomodó en el asiento.

—¿María Laura? Soy Mercedes.

—¿Mercedes? ¡Gracias a Dios!

—Perdoname la hora, pero…

—No. Hiciste muy bien. No podía dormir y estaba esperando que me llamaras. Tengo un problemón.

La voz de la mujer se perdía por instantes y agregaba un elemento irritante a la conversación.

—Laura, por favor. No camines cuando hablás. No te oigo bien.

—De acuerdo.

Mercedes la imaginó sentándose en alguna silla de su suntuoso comedor, tratando de dominar su impaciencia. Habían sido compañeras de escuela durante años y crecieron compartiendo todas aquellas cosas que vuelven las relaciones invalorables para el resto de la vida. Ella estudió abogacía y Laura, educación. Ella se mantuvo soltera; su amiga se casó y tuvo varios hijos. Aunque sus vidas habían tomado caminos distintos, el afecto de los años jóvenes permanecía incólume, y se hablaban y veían todas las veces que podían.

Su amiga fundó un jardín de infantes que luego incorporó escuela primaria y secundaria, y llegó a ser uno de los más prestigiosos de la ciudad. Ahora la necesitaba, y allí estaba Mercedes, a las tres y pico de la mañana, molida después de viajar un día completo, dispuesta a escuchar los problemas de su compañera de la niñez.

—Te cuento. Antes de ayer me llega un rumor de que una de las maestras había tenido un romance con un alumno.

Mercedes sonrió imaginando lo devastador de un hecho de esas características en un colegio sacralizado como el de ella.

—Bueno… —dijo, como admitiendo una situación no tan terrible.

—Traté de averiguar si era un chisme o algo cierto antes de tomar ninguna medida.

—Y, por supuesto, era cierto —agregó Mercedes, lógica, pues de otra manera no estarían hablando por teléfono.

—Claro que era cierto. Tan cierto que, antes de que llegara a enterarme bien de qué se trataba, se me apareció furiosa la madre del chico, acusándome de todo. Me amenazó con hacer una denuncia penal por violación de su hijo y me anunció que iba a demandar al colegio y a mí por daños morales y psicológicos.

—Pero, concretamente…

—Concretamente el rumor se difundió y llegó a todos.

—¿Y qué vas a hacer? —le preguntó la abogada.

—Por lo pronto, voy a echar a la maestra para retomar la iniciativa y cortar por lo sano.

—Esperá un poco. Si es cierto, me parece razonable porque no es una buena propaganda para el colegio que tus docentes se acuesten con los alumnos —agregó, irónica.

—No, claro, pero la maestra negó todo y esa mujer está enajenada. Me culpa y amenaza con tantas cosas que no me deja pensar y no sé cómo actuar. Sólo amenazas, llantos y locura —agregó con tono histérico.

—Calmate, Laura. Vamos a analizar los hechos. ¿Estás segura de que la relación entre la maestra y el chico existió?

—En realidad, no lo sé exactamente, pero parece que sí, aunque ella lo niega.

—Bueno, hay que asegurarse. Es una acusación muy grave y ofensiva. ¿Cuántos años tiene el alumno?

—Catorce. Está por cumplir quince.

—¿Y la maestra?

—Veinticuatro.

Mercedes sonrió en la oscuridad del automóvil. ¡Qué cosa loca! ¿Cómo podían darse esas relaciones? ¿Cómo alguien se permitía semejante vínculo? ¿Sería una aprovechadora o una maníaca? ¡Catorce años!

—Laura, decime: ¿qué quiere la madre?

—Creo que ni ella misma lo sabe. Está rabiosa porque han iniciado a su bebé en el sexo y quiere golpear, vengarse de alguna forma. Amenazó con una denuncia por violación y quiere llevar al muchacho al médico para ver si se contagió alguna enfermedad. Esta noche me llamó para decirme que va a cerrarme el colegio y a demandarme por daño moral y psicológico.

—Bueno, parece un poco mucho.

—Pero me temo que esta gente no conoce límites.

—Todo es posible, Laura, pero en estos casos hay que tomar las cosas con calma. ¿Hablaste con los amantes?

—No, el chico no vino ayer ni hoy y ella, después de negarme la relación, se tomó una licencia porque falleció el abuelo en Córdoba y viajó. Mañana tiene que presentarse.

—Será el momento en que puedas comenzar a averiguar qué pasó en realidad.

—Mercedes, me parece que todo es verdad.

—¿Qué pruebas tenés? —preguntó, precisa, la abogada—. ¿Dónde fue?

—En un campamento que tercer año hizo en Tandil. Te imaginás cómo corren esas versiones. Parece que la única que no lo sabía era yo.

—Está bien, Laura. Tratá de averiguar todo lo que puedas sin hacer demasiado escándalo. Mañana presioná a la maestra para que te cuente cómo pasó y hasta dónde llega la relación. Si fue una vez o varias, si siguen o han terminado. Todo, todo lo que puedas saber sin hacer demasiada ola.

—De acuerdo.

—¿Te llamó algún abogado de parte del chico?

—No.

—Una lástima, porque entre profesionales podemos tratar el problema con independencia y manejarlo con distancia, alejados del chisme.

—En realidad, te están esperando a vos.

—No te entiendo. ¿Quién me está esperando? —preguntó, sorprendida, Mercedes.

—Los padres del alumno.

—¿Por qué?

—Porque son clientes tuyos.

—¿Quiénes son?

—Los Sáenz.

—¡Ah! —dijo Mercedes, y se le vino a la mente la imagen del ingeniero Sáenz: un hombre todavía joven, de unos cuarenta y cinco años, deportista, con mucho dinero y negocios en diversos rubros, aunque el principal era el textil. Era inteligente, emprendedor, una buena persona, confiable.

Era un cliente importante del Estudio y, ella, la socia que manejaba su cuenta. Se llevaban tan bien que alguna vez hasta tuvo que parar sus avances.

—¿Lo conocés?

—Claro. Es mi cliente.

—Bueno, la mujer me dijo que estaban esperando que llegaras para hacer la denuncia. Parece que los abogados de tu Estudio ya están preparando la documentación y te esperan para que des la última palabra.

—No lo creo porque me habrían avisado. ¿Vos le dijiste que somos amigas?

—No. Estuve a punto de contarle pero la vi tan loca que no me animé.

—Perfecto. Tratá de averiguar cuánto hay de verdad en todo esto y dejame a mí el resto. Es importante que no sepan de nuestra relación hasta el momento oportuno.

—Está bien, Mercedes, pero ¿te parece que…?

—Ahora estoy muy cansada y no puedo pensar con claridad, pero en estas cosas de amores clandestinos, la solución a veces está más cerca de lo que parece y otras, inmensamente lejos.

—No me tranquilizás para nada… No sé qué decirte.

—No necesitás decirme nada. Tratemos de averiguar cada una por su lado lo que podamos y mañana nos hablamos de nuevo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo y muchas gracias, Mercedes. Sabía que podía contar con vos.

—Andá a dormir y que nadie, absolutamente nadie, se entere por ahora, que somos amigas.

—Está bien, y gracias de nuevo.

La abogada apagó el teléfono y recostó su cabeza en el asiento. Vio cómo Raúl la observaba por el espejo retrovisor y cerró los ojos. Seguramente había escuchado la conversación, pero era un hombre discreto. Volvió a sonreír ante un caso que se le presentaba a las tres de la mañana, cuando en realidad debería estar durmiendo en una cama tibia. Esto era lo bueno y lo malo de su profesión.

El tema era complicado por donde se lo mirara, pero lo realmente peligroso era que la noticia llegara a la prensa. Si no lo paraban a tiempo, su difusión pública sería inevitable. Los noticieros y los programas de la tarde llenarían bloques con el chisme y se pasarían días hablando de lo mismo, ensuciando a todos.

Una historia de amor prohibido con facetas de perversidad y escándalo. Un colegio aristocrático, un chico iniciado por una mujer más grande, su maestra, en un ambiente de riqueza y poder. ¿Qué más? Y la doctora Mercedes Lascano en el medio. Abogada de las dos partes, un caso típico de contradicción de intereses.

Y, ella, en su primera aproximación al asunto, le había indicado a una de las partes que silenciara la relación. ¿Por qué había procedido así? ¿Acaso no era más sencillo abrirse y olvidarse del tema quedando neutral ante los involucrados en el conflicto y cumpliendo exactamente con las normas de ética del Colegio de Abogados?

No. Sin conocer muchos detalles, el asunto la cautivaba. Un caso de amor entre dos jóvenes con edades cambiadas y posiciones encontradas. Un escándalo en ciernes que ella podría evitar si se movía con inteligencia; un caso para llevar al ruedo su habilidad para satisfacer a todos. Aunque no podría evitar que alguien saliera herido.

Cuando abrió los ojos, el automóvil estaba a menos de diez minutos de su departamento. Ahora debía tratar de descansar las pocas horas que le quedaban antes de entrar nuevamente en actividad. A la mañana siguiente, entre los asuntos que la esperaban, seguramente estaría la denuncia de la familia Sáenz contra el colegio de su amiga, la maestra y el principio de un escándalo que no beneficiaría a nadie y que ella debía desactivar.

—Doctora, llegamos —anunció el chofer, frenando el vehículo.

—Gracias, Raúl.

No esperó a que le abriera la puerta y se bajó del automóvil. El hombre se dedicó a sacar el equipaje del baúl y llevarlo hasta la entrada del edificio. Estaba estacionado en doble mano con las balizas encendidas porque no quedaba ningún espacio vacío en el cordón.

Mercedes tuvo que golpear con las llaves el vidrio de entrada para que el sereno se despertara. Sobresaltado, abrió la puerta y se hizo cargo de las valijas, que llevó hasta el ascensor en el que subieron al noveno piso. Las dejó donde le indicó la abogada, aprovechando el momento para mirarla. Era hermosa, una mujer que alimentaba sus fantasías en las largas horas de la guardia nocturna.

Muy ajena a las aventuras imaginarias del portero, Mercedes cerró la puerta del departamento con la traba. Se sentó en el borde de la cama para tomarse un respiro y se descalzó con un doble movimiento los zapatos. Luego se recostó y se estiró todo lo que pudo. Se quedó un instante en esa posición, aun sabiendo que, si se demoraba, se dormiría sin remedio.

De un salto, se incorporó y sintió frío. Cerró la ventana que siempre dejaba un poco abierta para airear cuando viajaba. Las bajas temperaturas se sentían, pero en algunos minutos la calefacción se encargaría de regular su bienestar. Cada vez que volvía, sentía un indefinido placer de encontrarse en su lugar, en su nido, con las cosas que eran parte de su existencia. La ausencia había despojado al lugar de su olor habitual, de su calidez, pero, con un poco de tiempo, todo volvería a ser como antes.

Se desprendió el corpiño, se lo sacó por debajo de la blusa y lo arrojó a la esquina de la habitación, donde dejaba la ropa sucia. Se bajó el pantalón y lo dobló sobre una silla. Dudaba si bañarse o desarmar el equipaje, para acomodar la ropa que había llevado en su viaje de diez días.

Asumía que era obsesiva y ése no era el momento de cuestionarse conductas. Así que ajustó la clave de las cerraduras de las valijas y las abrió, comenzando la tediosa tarea de separar los montones de ropa: la que iba a la lavandería, a la tintorería, la que volvía a sus cajones habituales, los zapatos en bolsas al zapatero, los papeles sueltos al portafolios y los elementos de higiene, al baño.

Finalmente, colocó una valija dentro de la otra y la cerró. Las corrió hasta el pasillo para que la mucama, al día siguiente, las ubicara en el vestidor. El movimiento la hizo entrar en calor: circulaba descalza, apenas vestida con una minúscula tanga y la blusa que marcaba sus pezones.

Fue hasta el baño y abrió la canilla, sabiendo que llevaría un par de minutos que el agua caliente llegara hasta el noveno piso. Pulsó unas teclas en el contestador y, mientras ubicaba sus cosas en el botiquín, escuchó los mensajes.

Se sucedieron los de publicidad, amigas que pedían noticias, un empresario que había conocido poco antes del viaje —y que la llamó tres veces en esos diez días— y uno de su tía Rosaura. El último era de su secretaria:

¿Doctora? Me enteré de que tiene problemas con su vuelo y por eso la llamo para recordarle que mañana a las diez es la reunión de socios del Estudio. Dos cosas más: el almuerzo en el edificio del Grupo Platinum y, a las siete, el cóctel en el hotel Alvear. Las otras reuniones las pasé para el jueves y el viernes, pero podemos acomodarlas. Espero que llegue bien. Hasta mañana, doctora.

Repasó mentalmente qué se pondría. Para la mañana y el almuerzo podía llevar la ropa sobria que acostumbraba usar para trabajar, pero para el cóctel debía ponerse algo más elegante y atrevido. Los hombres tenían suerte: todo se resumía a usar un traje gris, azul o negro y con eso estaban bien para cualquier evento de la mañana a la noche.

Mientras oía el agua derramarse en la bañera, fue hasta el vestidor a elegir la ropa. No le costó encontrar el conjunto para el día pero sí lo que se pondría para el cóctel. Después de vacilar, sacó un traje sastre color champagne que podía combinar con una blusa negra y un collar de perlas. Unas pulseras de oro repujado sin exagerar y zapatos de terciopelo con incrustaciones completarían una vestimenta elegante y formal. La abogada Lascano le daría el tono con un escote que nadie podría criticar, pero ningún hombre dejaría de mirar.

Como no estaba del todo convencida, se paró frente al espejo para probarse el traje. Al desprender la blusa, quedó apenas con la bombacha azul. Con un movimiento de los pies, alzó la pollera, pero no pudo abrochársela.

Aspiró para hundir el abdomen y apenas pudo lograr que los broches coincidieran. ¡No podía ni respirar! ¡Había engordado! Esas malditas comidas formales de los viajes le habían aumentado la circunferencia.

Se alarmó, entró en pánico y lo intentó de nuevo, pero con igual resultado. Angustiada, se desvistió y se miró en el espejo. Giró su cuerpo para observarse de costado. Con las manos se recorrió el abdomen y las caderas, levantó sus senos y estiró su piel.

¿Dónde mierda estaban los kilos de más? Se bajó el bikini y, totalmente desnuda, volvió a mirarse. Se repitió que estaba magnífica, que su figura no había cambiado y que la piel de los glúteos y del abdomen conservaban su firmeza, aunque las marcas leves de celulitis no habían cedido pese a las cremas que prolijamente usaba todas las noches al acostarse y en las mañanas después del baño.

El vello púbico estaba algo crecido: necesitaba una depilación para volverlo a su prolijo encuadramiento. Dio varias vueltas para observar su cuerpo desde distintos ángulos y se dijo que estaba bien, apetecible para cualquier hombre. Los senos aún conservaban su turgencia, con el pezón redondo y prominente que le costaba disimular cuando se vestía.

Durante la ducha, bajo el fuerte chorro de agua, se prometió mentalmente volver al gimnasio, a su rutina de aerobismo y a las dietas estrictas.

¡La semana siguiente cumpliría cuarenta y tres años! Ya no tenía frío, pero sentía que todo su espíritu tiritaba por la dura realidad que marcaba el tiempo.

El despertador sonó su chicharra, impiadosa, a las 8:30. Había conseguido dormir unas cuatro horas pero se sentía renovada. De un salto se puso de pie.

Iba a postergar por ese día su promesa de volver a la rutina de ejercicios. Quería estar en la oficina por lo menos una hora antes de la reunión de socios para poder interiorizarse de las novedades más importantes y terminar de inventariar sus gestiones en Europa.

En cuanto estuvo lista, bajó, caminó hasta la esquina de la avenida Pueyrredón, tomó un taxi y le indicó el trayecto a la oficina que, creía, era el más rápido. El tráfico cargado a esa hora era el habitual de los días hábiles; trató de aprovechar el tiempo hasta Puerto Madero para releer las notas del viaje y las negociaciones concluidas sobre las que debía informar y tomar medidas.

Al fin llegó y subió impetuosa las escaleras de entrada. El enorme edificio vidriado tenía, inevitablemente, el hall iluminado a pleno. Saludó al guardia y utilizó su tarjeta de identificación para sortear el molinete hasta los ascensores que la llevaron, en un instante, hasta el piso veintidós.

Saludó a las recepcionistas y encaró por el pasillo hasta su despacho. Todo el lugar era un conjunto de rica sobriedad: la alfombra, las paredes revestidas, los cuadros, los sillones y las luces tenues lograban la sensación de ostentosa seguridad que había buscado el decorador.

El Estudio jurídico Beltramino, Evans, Coter & Asociados contaba con ciento cuarenta y ocho abogados y alrededor de doscientos empleados, además de una red de los mejores especialistas en medicina, ingeniería, minería, petróleo, cibernética o cualquier otra disciplina, a quienes recurrían cuando lo necesitaban para casos especiales.

Ocupaban dos pisos en una torre de Puerto Madero, con los más adelantados elementos de computación y comunicaciones y hasta un sector para almorzar sin tener que salir del edificio.

Se contaba entre los cinco mejores y más grandes Estudios de la Argentina —con oficinas o abogados asociados en casi todo el mundo—, dedicado a las variadas ramas del derecho. Era conducido por un directorio de siete abogados socios, entre quienes estaba Mercedes Lascano, que ostentaba la rara condición de ser mujer en un mundo predominantemente machista.

Mercedes había sido admitida como socia después de quince años de trabajo, empezando en el primer escalón y obteniendo en el camino varios éxitos. El hecho de que fuera soltera y sin hijos le daba una enorme libertad para trabajar hasta cualquier hora —inclusive en días feriados— y viajar. Tampoco podía negarse que su belleza la había ayudado mucho en su ascenso, una vez superados los prejuicios de que sus atributos eran incompatibles con la inteligencia, los conocimientos y la habilidad para actuar en el difícil mundo de las negociaciones y los pleitos.

Durante esos años se había ganado el respeto de sus compañeros abogados y de sus contrarios. Nunca hizo valer su actual superioridad, aunque imponía una distancia sutil que pocos se animaban a traspasar.

Su eficiente asistente había seguido sus instrucciones y, como siempre cuando faltaba unos días, había armado tres grupos de temas para que los atendiera por orden cuando llegara. Esa práctica era importante porque le evitaba tener que clasificar lo que encontraba. Una pila para los asuntos muy urgentes, otra para las cuestiones que había que analizar sin premura y, en una tercera, las publicaciones que leería cuando tuviera tiempo libre, pero que se podían postergar sin problema.

Se dedicó a analizar el primer grupo y fue tomando notas en un block. Cuando terminaba de revisar cada tema, los numeraba en orden de prioridad tratando de sacarse de encima los más rápidos y sencillos para dejar lugar a los que exigían más dedicación.

«Sáenz, Federico s/denuncia», decía una carpeta flamante en su carátula. Y, en el ángulo inferior derecho, como siempre, estaban anotados los números de teléfono del cliente: los de la oficina, el particular y su celular.

Repasó los otros asuntos rápidamente y dejó la tercera pila sin tocar. Pidió café y se puso a estudiar los antecedentes en la carpeta Sáenz. Uno de los abogados del Estudio había atendido al ingeniero y a su mujer y había anotado lo conversado en un memorando.

Todo coincidía con el relato de Laura. Había referencias de la maestra: era oriunda de una pequeña ciudad del norte de Córdoba, vivía sola en Buenos Aires, era soltera, sin pareja conocida y cursaba la carrera de psicopedagogía, además de trabajar en el colegio. No parecía tener fortuna ni historial bancario y sus referencias de trabajos anteriores eran excelentes. Era un informe de rutina que hacía una agencia de investigaciones y que resultaba indispensable en casos como éste.

El abogado que atendió al cliente aconsejaba intentar una etapa conciliatoria, aunque prevenía sobre la decisión irrevocable de la familia de accionar contra el colegio, la maestra y la propietaria, en forma personal. Se consideraban ultrajados por la iniciación sexual prematura de su hijo con una mujer que debía educarlo y no gozarlo. Los principios religiosos del matrimonio eran el sustento de su vida y necesitaban vengar la inocencia perdida restableciendo el orden que el incidente había vulnerado. Por eso el abogado requería la intervención personal de la doctora Lascano, para que hiciera valer su influencia sobre el cliente, ratificando las dificultades que enfrentarían en los juicios que pedían iniciar.

Se quedó unos instantes ponderando la estrategia conveniente. Volvió a advertir que estaba en un lugar peligroso: si los Sáenz descubrían su relación con Laura Mateu, perdería su confianza y, probablemente, el Estudio se quedaría sin un cliente importante.

Pero no imaginaba otra forma de actuar frente a un problema que necesariamente perjudicaría al colegio, a la familia de los denunciantes y a la maestra. Su tarea consistiría en que esos daños fueran acotados, conocidos y aceptados por todos antes de largar la guerra judicial.

La incompatibilidad moral de asesorar a ambas partes era insoslayable. Si las cosas se complicaban e intervenían otros abogados, ella debería retirarse del caso. El ingeniero Sáenz era un cliente corporativo y Laura, una antigua y querida amiga. Toda una cuestión. Concluyó que el asunto, aunque simpático y todo un desafío, no podía dejarle ningún rédito profesional.

Pensó que la única forma de resolverlo era tratar de convencer a los Sáenz de que aceptaran las disculpas que les daría el colegio y su directora personalmente. Con el tiempo, el incidente se convertiría en una anécdota.

Intentaría manejarlo así aunque, si fracasaba, se vería obligada a derivar a los Sáenz a otra área del Estudio y aconsejar a Laura que se buscara otro abogado y que ocultara la relación entre ellas. Sí, quedaría mal con ambos, pero al menos no incineraba su prestigio.

Tomó el celular y repitió el número de la madrugada en el automóvil que la traía de Ezeiza.

—¿Laura?

—Sí, Mercedes. ¿Tenés alguna novedad?

—Tengo delante de mí una carpeta donde el abogado que atendió al matrimonio Sáenz informa que quieren una ofensiva total contra el colegio, contra vos personalmente y contra la maestra. Me piden que intervenga en forma directa.

—¡Ay, Dios mío! ¿Qué vamos a hacer, Mercedes?

—Mirá. Estuve pensando que la única forma de pararlos es convencerlos de que se van a meter en un lío fantástico que, en definitiva, los va a perjudicar a ellos y al chico.

—La cuestión es que acepten —dijo la directora.

—Eso espero, pero es posible que tengas que despedir a la maestra y pedir disculpas a esta gente.

—¡Por supuesto! En cuanto vuelva, voy a sacar a patadas a esa cretina. Mirá en el lío que me metió.

—Esperá… Esperá. Ella tiene que ser el trofeo de la paz en caso de que consiga desarmar la furia de los Sáenz. No hagas nada. En todo caso, una licencia, pero no la eches.

—Está bien —admitió la directora.

—Otra cosa más. Te repito que, por ninguna razón, nadie debe saber de nuestra amistad.

—No te preocupes.

—Y si fallo, tengo que salir del medio. Derivaré el asunto a otro sector del Estudio y vos vas a tener que buscarte otro abogado. Yo no debo quedar pegada porque puedo hacer que el Estudio pierda el cliente y esas cosas no se admiten en esta firma. Tampoco quiero, por nuestra amistad, perjudicarte.

—De acuerdo. Espero que no sea necesario.

Las juntas de socios se realizaban, inexorablemente, dos veces por mes a las diez de la mañana. La asistencia y la puntualidad eran un requisito esencial. Mientras caminaba sobre la mullida alfombra hacia el hall, Mercedes repasaba mentalmente los temas que tratarían en la reunión, donde se definían cuestiones importantes y se establecían los lineamientos respecto de clientes, casos y finanzas.

Su informe, el primero del día, era importante porque estructuraba la acción de apertura hacia la Unión Europea que, en medio de su crisis, necesitaba ampliar sus negocios a los países emergentes.

En el ascensor, no pudo dejar de mirarse en el espejo; se arregló la solapa del saco y una onda en su cabellera. Le pareció que su pelo estaba sin brillo, opaco. Debía encontrar el tiempo para atenderse; el ritmo de trabajo en Buenos Aires y en los viajes era intenso, y le costaba encontrar el momento para la peluquería, la manicura, el gimnasio y esas otras tantas necesidades femeninas.

En torno a la mesa redonda del piso veintitrés estaban los siete silloncitos donde se ubicaban los socios. Faltaba el socio norteamericano, Lawrence Evans, que había viajado a Texas. Un mozo uniformado sirvió café; dos lo rechazaron. Frente a cada uno había una copa y una botella de agua mineral, además de un block para notas.

Intercambiaron comentarios de rutina: el tiempo en Europa, la crisis petrolera y las discusiones de un proyecto en el Congreso. Cuando estuvieron los seis solos y a puertas cerradas, le tocó empezar a Mercedes. Comenzó con el relato de sus entrevistas y el resultado de sus visitas a los clientes. El problema principal, la financiación de una represa en el sur del país, había podido ser solucionado mediante un consorcio de bancos, lo que motivó los elogios de los hombres.

Habló de los contactos con oficinas de abogados en París, Munich, Roma, Estocolmo y Madrid. De cómo se resolvieron algunas cuestiones de honorarios pendientes con clientes españoles y franceses, y las inquietudes que éstos le presentaron sobre las inversiones previstas para la Argentina, preocupados por la situación política y financiera del país. Con algo de culpa, evitó referirse al ingeniero Viguier, de la empresa Gaz de France —un cliente de importancia—, con quien mantenía una amistad amorosa sazonada con un sexo exquisito, que la había retenido un día y medio en un castillo del Loire. Porque no todo era trabajo.

La inevitable referencia a los tiempos facturados por los distintos sectores del Estudio, la eficiencia de cada equipo y la restricción de gastos prevista e incumplida se llevó los últimos cuarenta minutos de la reunión. Los temas jurídicos no tenían prioridad en ese nivel y, aunque a veces se comentaban, nunca desplazaban a los económicos y los financieros.

Cuando la reunión llegó a su fin, los socios se apresuraron a salir.

—Doctora Lascano, ¿podemos hablar un minuto? —le dijo el socio principal.

—¡Cómo no! —aceptó ella, volviendo sobre sus pasos.

Ambos se sentaron en dos silloncitos contiguos y esperaron a que la secretaria cerrara la puerta.

—Tengo un tema delicado que tratar con usted. —Mercedes abrió un poco más sus ojos, inquieta por la introducción—. En su ausencia descubrimos que usted tiene un topo en su equipo.

—¿Un qué?

—Perdón. De tanto hablar con el policía se me pegan sus expresiones —aclaró Beltramino, sonriente—. Una especie de espía.

—¿Un espía en mi equipo? No puede ser —retrucó, firme.

—Lo lamento, pero así es. Lo hemos comprobado.

—¿Y quién es?

—El doctor Marzani.

—¿Y para quién espía? —volvió a preguntar ella, desafiante.

—¿Nosotros asesoramos a una firma Villagra S.A. en la resolución de un contrato de construcción de un canal aliviador del río Colorado?

—Sí. Es un tema complicado, porque la otra parte no negocia con buena fe. Propone algo y luego se arrepiente. Hasta han rechazado ofrecimientos muy convenientes para ellos.

—¿Se preguntó por qué?

—Por supuesto, doctor. Antes de viajar, le aconsejé a nuestro cliente dar por terminadas las negociaciones y demandar, pero se niegan alegando razones comerciales. Me voy a interiorizar de lo que sucedió en mi ausencia.

—De acuerdo, pero antes tiene que escuchar esto.

Beltramino puso un pequeño grabador sobre la mesa y apretó un botón. Una voz, que le pareció familiar, decía:

—Mi amor, yo no puedo hacer eso. La jefa está de viaje y no puedo proponer a los clientes un convenio como ése.

—Vida, vos me dijiste que era la hipótesis de mínima que Villagra aceptaría y con esto cerrábamos el tema. El treinta por ciento del pacto de cuota litis es para mí y nos alcanza perfecto para la fiesta y el viaje a Playa del Carmen —concluyó, seductora, una voz de mujer.

—Voy a ver, no me animo.

—Dale, a vos te dijeron que llegarían a ese límite. ¿Cuál es el problema?

—Que estamos negociando en un nivel mucho más alto y aceptar la propuesta de ustedes es como renunciar a todo, o a casi todo —dijo la voz de Marzani.

—No, amor. Tanto tu cliente como el nuestro son unos tramposos que apañaron la licitación con sobreprecios y retomos. Los dos se llevan un montón de plata y se están peleando por lo que deja el negocio, aunque la obra no esté terminada. Total, la provincia paga y ahora necesitan definir quién se queda con más o con menos.

—Es que no voy a poder justificar por qué deben aceptar. Mercedes no está y yo estoy a cargo del asunto.

—Cuando vuelva, presentaselo como un éxito tuyo, porque es la posición de tu cliente que torció el brazo de la contraparte.

—Mónica, tenés que entender que ella no es ninguna boluda. Lo que se firmaría es la posición de mínima de nuestro cliente, pero las pretensiones que se discuten son mucho más altas.

—Bueno, amor, pensalo. Es nuestra oportunidad. Con esto podemos resolver nuestros problemas. Cuando volvamos vemos qué hacemos y quizás hasta podemos abrir nuestro propio Estudio.

—Está bien. Hagamos una cosa: en la reunión de mañana ustedes propongan esos puntos para negociar. Yo voy a dejar constancia que no estoy de acuerdo, pero al final cederé.

—¡Bien, amor! Te espero a la noche y me contás.

Un ruido a estática marcó el fin de la conversación y el doctor Beltramino apagó el reproductor interrogando con la mirada.

—¿Qué piensa, Mercedes?

—No lo puedo creer.

—Bueno, hay varias conversaciones más.

—¡Qué porquería! Le tenía tanta confianza a este abogado como al resto de mi equipo. No puedo concebir que pase entre mi gente.

—Es difícil de admitir, pero es lo que es.

—Lo voy a echar ahora mismo —afirmó la abogada, levantándose.

—Tranquilícese, Mercedes. Por supuesto que se lo merece, pero no es conveniente echarlo ahora. Hasta nos puede demandar por despido. Déjelo para mañana y piense qué es lo más conveniente para el Estudio. Confío en usted.

Un silencio largo dominó el ambiente. Beltramino observaba los cambios en el rostro hermoso de la doctora que expresaban, sin disimulo, las contradicciones que la agobiaban.

—Está bien. Gracias, doctor. Voy a enterarme qué pasó con el caso de Villagra y después decidiré qué hacer.

—Perfecto. Y no se preocupe, nadie más sabe esto. Sólo el jefe de seguridad y nosotros dos.

En el trayecto hasta su oficina dos sensaciones la dominaban: la furia por la traición de su hombre y el agradecimiento a Beltramino, quien una vez más la estaba protegiendo de caer en el desprestigio interno si el tema llegaba a hacerse público.

La serenidad con la que pensaba y encaraba los problemas justificaba el liderazgo de Beltramino en el grupo. Ella lo sentía su protector.

Cuando volvió a su despacho, trató de tomar distancia del tema Villagra y le pidió a Eleonora una comunicación al celular del ingeniero Sáenz.

—¿Cómo está? —lo saludó con un tono alegre y casual en cuanto le pasaron la llamada.

—Muy bien, doctora. Me dijeron que estaba en Europa. ¿De vacaciones?

—¡Ojalá! Trabajo y más trabajo.

—Debería dedicarse un poco más a disfrutar de la vida, doctora.

—Trataré —dijo ella, dando por terminada la introducción—. Tengo un informe del abogado que los atendió a usted y a su señora en el problema que tuvo su hijo Ramiro en el colegio.

—Sí. Es un tema delicado y queremos que el Estudio se encargue de todo porque a nosotros nos hace mucho daño. Es cierto, como dice el doctor al que vimos, que no podemos volver atrás, pero creemos que se debe hacer algo para que estas cosas no sucedan nunca más. Es una irresponsabilidad absoluta. Parece mentira que uno se preocupe por mandar a su hijo al mejor colegio y que termine haciendo el amor con una maestra —concluyó, alterando el tono de su voz, el reflejo reprimido de su indignación.

—Está bien, ingeniero, me gustaría que nos encontremos a conversar sobre las alternativas del caso. Como usted dice, es un asunto muy delicado.

—Sí, me doy cuenta, pero creo que deberíamos actuar cuanto antes para que no se diluya la cuestión. Quizás hacer una denuncia policial para que no se perjudique nuestra posición, aunque el doctor Gallardo consideró que no era un buen objetivo y que caeríamos en un nivel impropio.

—No hay tanta urgencia. Si se tratara de una mujer se necesitarían pericias inmediatas pero, siendo un hombre, no hay pericias técnicas para él —alegó, tratando que no se le notara el sarcasmo. No había ánimo para chistes.

—Es cierto. Yo en este momento estoy en Salta y vuelvo mañana a primera hora. Si quiere podemos poner una cita para la tarde, aunque creo que es mejor que usted hable con mi mujer, que es la más afectada por este tema, ¿le parece bien?

—Sí, claro. ¿La puedo molestar en su casa?

—Sí, por supuesto, y cualquier cosa me llama al celular, doctora. Lo tendré encendido.

—Bien. Lo voy a mantener informado.

—Muchas gracias.

—Eleonora, por favor, llame a la señora del ingeniero Sáenz, dígale al doctor Gallardo que venga y que me suban la carpeta de Villagra S.A.

—Bien, doctora.

—¿Cómo se llama la señora?

—Sofía.

—Gracias.

Mientras esperaba la comunicación, se quedó pensando en la reunión que acababa de terminar. Había logrado convencer a los socios del éxito de su viaje; el cierre de la financiación de la represa significaba centenares o miles de horas legales durante los años que durara la obra.

También había tenido que escuchar al socio administrador informar que varios sectores no estaban facturando a los niveles fijados para ese año. Creía que uno era el suyo y, si lo confirmaba, iba a tener que ajustar el ritmo de trabajo de su gente.

La revelación de que Marzani era un traidor que le pasaba información a la contraparte la superaba y se negaba a pensar cómo resolverlo. Mientras sus pensamientos navegaban erráticos, miró las carpetas que se amontonaban sobre su escritorio: se prometió que el fin de semana pondría las cosas al día.

Sonó el teléfono y Eleonora le avisó que la señora Sofía de Sáenz estaba en línea.

—Mucho gusto, Sofía —saludó, tratando de que su voz sonara animada—. Soy Mercedes Lascano y su esposo me sugirió que hablara con usted para ir adelantando hasta que él vuelva de Salta.

—Sí, doctora, gracias por llamarme. —Fueron las primeras palabras de los veinte minutos que habló sin pausa, sin permitir que Mercedes interviniera salvo para confirmar que la estaba escuchando.

Unos golpecitos en la puerta anticiparon el rostro sonriente de Diego Gallardo, el abogado que los había atendido. Le hizo una seña para que se sentara en el silloncito frente a su escritorio. El abogado, su segundo en la sección Convenios del Estudio, se puso a hojear la carpeta del asunto Sáenz y se quedó concentrado en la lectura de un informe.

Mercedes que, estoica, soportaba el discurso de Sofía Sáenz, se dedicó a observarlo. Siempre con sus camisas impolutas y planchadas. Las corbatas, de las que debía tener una buena colección, eran elegantes y, a veces, exóticas. Como hombre era hermoso, tenía ese porte masculino que ella admiraba. Pero era casado, y de eso ya había tenido suficiente con su antecesor, el adorado Rodolfo Marrugat.

Más allá de su aspecto y su porte masculino, ella sabía que tenía las espaldas cubiertas por ese abogado leal e inteligente. Aunque lo mismo había creído de Marzani. Se obligó a detenerse en esa asociación de ideas. No podía empezar a desconfiar de todos.

—De acuerdo, Sofía. Ahora tengo más en claro lo que está pasando, pero ¿qué le parece si esta tarde nos encontramos para seguir hablando del tema? Ahora tengo una reunión y después un almuerzo —dijo la abogada, tratando de cortar la verborragia de su clienta.

Y era cierto: le quedaba apenas media hora para hablar con Gallardo de varios temas antes de salir para el edificio Platinum para almorzar con el presidente y dos miembros del directorio. Eran los compromisos a los que no podía faltar. Se comía bien, se hablaba de negocios y de cosas interesantes. Y, además, se facturaba.

Fijaron la reunión para las cinco y media de la tarde. Probablemente la señora Sáenz ignoraba que cada hora que Mercedes pasara con ella le costaba a su marido doscientos treinta dólares.

—¿Cómo estás, Diego? —lo saludó sonriente en cuanto cortó la comunicación.

—Muy bien. ¿Y vos? ¿Cómo te fue?

—Excelente. Conseguí la financiación para las obras del sur.

—¡Bravo! —la alentó—. ¿Cuándo llegaste?

—Esta madrugada. El viaje fue un horror. Se demoró cerca de dos horas para salir y después una falla técnica nos dejó clavados en Río. Pero bueno, esto pasa.

—Un garrón —confirmó Diego, sin evitar pensar que, cuando le tocaba viajar, a él lo mandaban en clase turística. Era una diferencia importante para la comodidad de su metro noventa, sobre todo cuando había demoras.

—¿Cómo anduvieron las cosas por aquí?

—Sin mayores problemas, como ya sabés por los informes que te mandamos. La sentencia de la Cámara en el asunto Magnus nos dio una gran alegría. Beltramino me invitó a almorzar para que le contara y prometió otra comida para los tres cuando volvieras.

—Sí, ya me dijo. Ése es un cliente de él y se anotó un poroto. ¿Teníamos un pacto por el resultado?

—Sí, es como un millón y medio.

Mercedes largó un silbido, agrandando aún más sus ojos color miel.

—¡Qué cretinos que son! No comentaron nada en la reunión de recién, aunque sí nos hicieron saber que había sectores que no estaban cumpliendo las metas de facturación fijadas para el trimestre. Me parece que uno es el nuestro.

—Es que esos pactos de cuota litis no se computan. Lo consideran un extra. Si tenemos suerte, nos dan una rodajita en forma de bono.

—¿Hay algún problema con nuestra gente? Parece que no se pueden cumplir las metas —preguntó Mercedes, tratando de cortar la queja pero sabiendo que era cierta y justa. Ella era parte del grupo que daba «la rodajita».

—Tenemos dos embarazadas —alegó Gallardo—. Las ecografías, que se sienten mal, que tienen que ir al médico y que están sensibles y no se las puede apurar ni retar porque se ponen a llorar. Ellas nos rompen el promedio y los muchachos se están matando.

—Diego, vos sabés que esto no me gusta, pero es necesario que corrijas un poco los tiempos antes de pasarlos a facturación. Por favor, que no se note, pero lleguemos a la pauta.

—Está bien —aceptó el abogado, sabiendo que iba a engañar a los clientes adicionando un poco de tiempo en cada factura—. Pero tenés que atajar el tema para cuando se tomen la licencia por maternidad.

—Sí, claro… Y después van a venir los problemas con los chiquitos, pobres, ¡qué difícil es ser mujer!

—Y bueno, es la liberación y la igualdad —dijo, con sorna, el abogado—. ¡A aguantarse!

—¡No seas cretino! —reaccionó Mercedes con severidad, lo que hizo arrepentir al hombre de su comentario—. Está bien. Encargate de llegar a la pauta del trimestre, que yo voy a ver cómo negocio el bono por el asunto Magnus y el reemplazo que necesitamos para cuando se acerquen los partos. Dudo que quieran volver a tomar abogadas.

—Escuché que hablabas con la mujer de Sáenz —dijo Gallardo, señalando la carpeta abierta—. No te quise avisar porque te iba a preocupar y no podías hacer nada desde allá. Nos encargamos nosotros.

—Sí. Es un tema delicado.

—Y esa mujer parece talibán. Le sale espuma por la boca y quiere destruir a la maestra, a la directora y al colegio. ¡Es un buen colegio!

—Es cierto, pero el chico es un alumno.

—No vimos al chico, pero estoy seguro que debe de estar encantado. Cuando yo tenía quince años, se me caía la baba por las mujeres más grandes y ellas no me daban bola.

—¡Ya salió el machista de nuevo!

—No es ser machista. Es una realidad. A todos nos gustaban las viejitas de treinta cuando éramos adolescentes. No puedo creer que lo haya violado, como dice la madre; el chico debe tener lo suyo y seguro estará sacando pechito con sus amigos.

—La verdad, no lo sé. Ella viene esta tarde porque el marido está en Salta. Voy a ver qué pasa.

—Te deseo suerte si podés decir algo. Hablando, es una ametralladora.

Mercedes sonrió y miró el reloj.

—¡Me tengo que ir! Tengo un almuerzo en Platinum y después vuelvo. ¡Ah! Una cosa más… ¿Qué pasó con el asunto Villagra?

—No sé. Marzani me dijo que seguían negociando y que estaban cerca de un arreglo. No supe nada más salvo que se reunieron un par de veces.

—Bien, después seguimos hablando.

—De acuerdo. También hay varios chismes que circulan —cerró el abogado.

—Me los contás en otro momento.

Aunque todo se presentaba exquisito, cumplió estrictamente con su propósito de almorzar liviano y no tomar alcohol. Fue una comida agradable y distendida donde surgieron ideas y consultas sobre nuevos negocios que dejarían ganancias a la empresa y al Estudio.

Al volver, se encerró con Eleonora para repasar sus encargos de la mañana y para darle nuevas instrucciones. Dejaron que el teléfono sonara y que el contestador automático se encargara de tomar las llamadas.

—¿Qué tengo previsto para mañana? —preguntó, una vez terminado el repaso.

Había dos reuniones a la mañana y una a la tarde. Las de la mañana las derivó a los abogados que llevaban el caso, aunque debería llegar sobre el final de una para hacer acto de presencia.

—Necesito un favor, Eleonora.

—Diga, doctora.

—Llame al Beauty Center y resérveme un turno con Vernon para lavado, tintura y corte. También quiero manicura y depiladora. No me importa mucho el horario pero que sea el sábado, sin falta. ¡Ah! También necesito un masaje descontracturante de una hora.

—Bien, doctora —aceptó, mientras anotaba con envidia pensando en su propio sábado de deberes domésticos y limpieza a fondo de la casa.

Ominosas, las gruesas carpetas caratuladas Villagra S.A. se exhibían frente a ella. Trató de concentrarse en qué buscar entre los papeles engrampados: trataría de desvirtuar la acusación o de justificar la actitud de ese muchacho en el que había confiado. Estaba en juego su liderazgo y su amor propio.

Apelando a la necesidad de ser objetiva, suspiró profundo y encaró la búsqueda de la verdad con pruebas que la sustentaran. Fue pasando rápido las hojas del contrato, las intimaciones y las cartas documento que ya conocía para detenerse en los memorandos internos y en correos impresos entre el Estudio y la empresa.

No encontraba nada extraño. Tanto en las negociaciones como en las comunicaciones habían intervenido varios abogados, entre ellos, Marzani. Siempre se agregaba a la carpeta un resumen de las reuniones con gente de la empresa, con o sin la presencia de la contraparte.

De los informes y los memorandos surgía que, en las negociaciones, las posiciones de las partes parecían acercarse aunque persistían algunos puntos conflictivos. En el memo de la última reunión con los directivos de Villagra se había definido una posición conciliadora que derivó en un proyecto de acuerdo redactado por Marzani. Tres días atrás lo había remitido al cliente —que lo aprobó— y después al Estudio de la contraparte para su análisis. Aún no había respuesta.

Objetivamente, no parecía haber nada que cuestionar a sus abogados. Las reuniones mantenidas durante casi cuatro meses habían desembocado en la renuncia mutua de pretensiones y en un proyecto de solución entre ellos, independiente de las obligaciones adquiridas en la licitación con la provincia. Eran dos empresas en pugna, no la obra.

Después de leer el proyecto de acuerdo perfectamente redactado, Mercedes dejó los anteojos sobre la carátula y se restregó los ojos para ayudar a su vista cansada. Tenía que tratar de resolver qué haría con una situación en la que controvertían el desempeño sin objeción de sus abogados con la conversación que escuchó de uno de ellos con su novia.

¿Eso era mal desempeño? ¿Estaba violando la lealtad debida a su cliente? ¿Justificaba que lo despidiera? Evidentemente no, pero ese acuerdo era el objetivo de la contraparte y por ello ese abogado, junto con su novia, cobrarían un dinero.

Después de intentar encontrar una solución adecuada y no conseguirlo, comprendió que no estaba en condiciones de pensar con claridad. Aunque se había cuidado, se sentía pesada pese al almuerzo liviano, y presionada por los muchos asuntos que se acumulaban y por la próxima entrevista con la esposa de Sáenz que, asumía, no sería fácil.

Ahora necesitaba despejarse. Total no había apuro: el tema Villagra se había desarrollado de forma correcta y la decisión estaba en el terreno contrario, que debía aprobar o rechazar el convenio redactado por Marzani y aceptado ya por el cliente.

El problema era esa conversación ¿Cómo la habría conseguido Beltramino? ¿Y por qué?