Pasaron algunos días. Hatshepsut tenía un cuidado muy especial en pasar desapercibida, como una sirvienta más, aunque apenas dejó la humilde casa del hombre más notable del país. Incluso se permitieron el lujo de dar un paseo juntos, maravillándose de la simplicidad de su nueva vida y de los placeres que se habían perdido todos aquellos años.
Comprendieron que, al fin, los lujos, las joyas, los sirvientes, los vestidos, los manjares y el poder no eran sino ornamentos frívolos, chucherías sin valor.
Descubrieron el placer de la comida de la calle, con los ingredientes más sencillos y baratos y, sin embargo, comparables a los mejores platos de Palacio. Nada se podía comparar a un pedazo de pan recién hecho en un horno comunal, una cerveza de cerezas regalada por un vecino, el aroma de una parrilla callejera y sus aderezos de hierbas de limón, romero, cardamomo, canela y un sinfín de nuevas sensaciones.
El placer de comprar sus alimentos, de administrar sus propios recursos, de preparar sus comidas, de recibir la sonrisa de un niño al que regalaban un dulce, la de una anciana a la que daban una limosna, o el gesto cordial y afable de la gente de la calle.
Comprendieron que la alegría de un pueblo era más importante que muchos de los asuntos de estado que les habían robado tanto tiempo. Que habían dedicado quizás demasiado tiempo a los dioses y poco a los hombres, que podían haber hecho mucho más por ellos, a pesar de que el nombre del faraón Maat Ka-Ra Hatshepsut era adorado sin excepción con tanto fervor como el mismo Amón.
Recuperaron la conciencia del carácter alegre del pueblo egipcio, de sus ganas de vivir, de su devoción por los dioses y la vida, de su amor por los niños y su tierra, de la pasión que ponían a todas sus actividades sin excepción.
Paseaban cogidos de la mano como dos adolescentes, disfrazados y con la cara teñida de suciedad, kohl casero y sin resguardo del sol implacable. Incluso Sen-en Mut encontró que el color de la cara de su amada resultaba más bello cuando su piel estaba tostada por el sol, tras tantos años de resguardar su blanca piel del furor de Atón salvo en las ceremonias matutinas.
No dejaron nada al azar para cuando Hatshepsut volviera. Acordaron hasta la ruta por la que regresaría: la llevaría por una calle especialmente estrecha y poco concurrida, donde apostaron a dos guardias pagados por Nehesy y con la información justa para no comprometerles. Tenían orden de detener a cualquiera que tuviera la mala fortuna de caminar por el pasaje tras la polvorienta criada anónima, ya fuera un guardia, un soldado o el mismo faraón, al menos hasta entretenerles el tiempo suficiente para que la mujer se escabullera por una de las estrechas calles.
Sen-en Mut dedicó su nuevo y desconocido tiempo libre a arreglar y decorar aquella humilde casa, situada en medio de un barrio tan espeso que, más que entrar desde una calle, se diría que se entraba a una casa desde otra. Así, el barrio era más una gran familia colectiva que un conjunto de edificaciones aisladas. Todos se conocían, se protegían y, en muchos casos, compartían enteramente su suerte.
La casa tenía una primera estancia ligeramente más baja que el nivel de la calle. Era destinada a sala común o de estar, aunque casi siempre se situaba allí la cama matrimonial, sobre un lecho de paja encima de una construcción de ladrillos, que tanto podía hacer de mesa, cama o lugar de trabajo. En una de las paredes se excavaba el nicho donde se instalaban los pequeños altares, y el suyo no era la excepción, y pequeñas estatuillas de Amón, Ra y Hat-Hor que le trajo su amada eran veneradas todos los días.
Excavada en el suelo solía haber una pequeña estancia, apenas una despensa o escondrijo de los bienes familiares.
Su casa, en concreto, tenía una habitación donde tenía su cama de madera que fue traída gracias a Nehesy en medio de una noche oscura, como si fuera una rica mercancía prohibida. En la misma habitación había una pequeña letrina con un asiento abierto de piedra, blanqueado con cal, que hubo de limpiar con esmero para evitar infecciones. Daba a un agujero que contenía arena del desierto que rociaban de plantas olorosas.
Una escala llevaba a una buhardilla que servía de improvisado almacén.
Su alojamiento era pobre y, sin embargo, pidió enseres de pintura y algunos colores básicos con los que se entretuvo pintando las paredes menos curvadas tras aclararlas con una capa de cal y natrón. Allí pintó escenas de ofrenda a los dioses, donde aparecía junto con su amada y su hija, que rieron a carcajadas cuando vieron sus imágenes.
Al principio se asustaron por la cantidad de insectos y lagartijas de la vecindad, pero pidieron consejo a los médicos y usaron natrón y estiércol de oropéndola para lavar suelos y paredes como remedio para evitar mosquitos. Hubieran usado terebinto, pero era demasiado caro y les hubiera delatado. Utilizaron pescado seco desmenuzado y semilla de cebolla para espantar a las serpientes, y, contra las pulgas, huevas de pez. Los sacos con los alimentos eran untados con grasa de gato para evitar a los roedores.
A pesar de todo, tampoco iba todas las noches a visitarle por mera precaución; por evitar establecer unos patrones de conducta que dieran origen a sospechas, incluso entre el mismo vecindario.
Y también, por si acaso, su doble ocupaba su dormitorio, e incluso dormía en su cama, los días que ella visitaba al amante oculto.
Tras los temores iniciales, Neferu se unió a ellos, aunque muerta de miedo. Se negó a salir, por mucho que le prometieron un espectáculo maravilloso. Para ella, el mayor de los placeres era gozar de la compañía de sus padres. Apenas osó salir de Palacio un par de veces, desafiando el rígido control impuesto por su marido, y ya no volvieron a verla, aunque lo achacaron al miedo intenso a descubrirles.
Sen-en Mut estaba muy preocupado y apenas vivía desde el momento en que el sol iniciaba su caída hasta el momento en que ella entraba por la puerta. La recibía con una sonrisa infantil y la llevaba a la cama sin apenas hablar. Eran como adolescentes que ocultaban su unión.
—¿Cómo te encuentras en el consejo?
—Es extraño. Todo ha cambiado. Tengo miedo de dar un golpe de autoridad y verme de pronto desposeída de mi poder. En este momento, el que gobierna es él, aunque mantenga la teatralidad.
—¿Por cuánto tiempo?
—Supongo que hasta que te encuentre, o hasta que pierda la paciencia y me tome a mí como rehén.
—¿Y por qué no nos quedamos aquí eternamente? No tendremos necesidad de ningún lujo si estamos juntos. Viviremos como dos ancianos felices.
—No creas que no lo he pensado. Es cierto. Los ratos robados que pasamos juntos son deliciosos, y saben mejor que aquellos tiempos pasados. Pero recuerda que tenemos dos hijas y una responsabilidad con el país.
—Ya hemos hecho por el país más de lo que jamás podrá devolvernos. Es hora de disfrutar.
Hatshepsut le besó tiernamente, revolviéndole el ya canoso pelo como a un niño.
—¿Y nos arriesgamos a que derribe nuestros templos de eternidad piedra sobre piedra? ¿A qué borre nuestros nombres, nos declare prófugos y criminales y sean nuestros propios vecinos los que nos entreguen?
Sen-en Mut no respondió, cabizbajo. Ella rio de puro placer al ver su mohín.
—¡Ven aquí, niño malo!
—¿Y por qué no nos escapamos? Podría reconstruir nuestros templos en el país del Punt. Nos tratarían bien y nadie sabría dónde estamos.
—Te lo he dicho: porque Tutmosis no respetaría nuestro reinado. Pondría su nombre y su cara en la piedra sagrada, sustituyendo los nuestros.
—Quedaría maldito para siempre. Las fórmulas hekau son inapelables. Ni el faraón mismo está exento de su rigor.
—Tal vez, pero él no lo sabe, o encontrará la forma de que sean otros quienes carguen con su castigo. Sabes que la historia está llena de infamias semejantes.
Sen-en Mut abandonó las bromas. Su cara recobró la concentración.
—Mi amor: ¿te das cuenta de que tienes que aceptar que ya ha terminado nuestro reinado? Nuestro momento glorioso como humanos.
—Lo sé. Pero, mientras viva, no renunciaré a este viejo cuerpo. —Acarició su pecho.
—Ni yo. Pero hay que aceptarlo y tener más cuidado. No tardará mucho en hartarse de esperar si tanto me odia.
—Su padre te odiaba, e Ineni debió transmitirle su inquina. Pensará que tú eres el culpable de la suerte del segundo y del tercero.
—¿Y qué hacemos?
—Vivir. Disfrutar de nosotros mismos mientras podamos y confiar en que no se atreva a tirar nuestro tiempo. Seguiré participando de la farsa. Eso nos dará más tiempo mientras alguien me respete como enemigo. Recuerda que aún me temen. No saben qué sería capaz de hacer si me rebelo.
—Mi valiente leona —rio divertido—. Espero que no se atreva a demoler nuestro templo ni a atentar contra ti.
—No lo hará. Tiene miedo de matar a un faraón, y temerá su poder mágico como dios una vez muera el humano. No dormiría tranquilo. Además, es tanto su templo como el mío.
—Pero eso fue para mantener las apariencias. Las fórmulas ocultas no le harán inmortal.
—Pero eso él no lo sabe. Lo que puede ver calmará su vanidad. No. No tocará nuestra casa de eternidad, ni mi tumba… Y la tuya no la encontrará nunca. Tranquilo. Estaremos seguros en las estrellas.
Sen-en Mut esbozó un gesto terco.
—Deberíamos matarle. Aún estamos a tiempo. Tu bondad nos va a traer una corta y triste vejez.
—Si estoy contigo no será triste, y del mismo modo que él teme matar a un dios, yo temía mentir a un dios. Tal vez hubiera afectado a nuestra eternidad. Incluso tal vez aún lo haga.
—No. Las serpientes no se muerden entre ellas y los dioses se dejan en paz unos a otros. Tranquilicémonos y durmamos. Relájate y aprovecha las horas de descanso junto a mí.
—Ya descansaré. Quiero que me ames.
Al fin, Tutmosis la mandó llamar. Ya contaba con ello. Le había regalado un tiempo precioso de felicidad junto a su marido. Y tal vez pudieran seguir como hasta entonces si sabía jugar sus cartas.
Tomó como un regalo los meses de dicha, y con la energía de ese amor tan vivo se presentó en palacio como la reina que era.
—Majestad —se burló Tutmosis—. Nos alegramos de verla de nuevo. Los asuntos del país os echaban de menos.
Hatshepsut se alarmó ante el trato exageradamente educado.
—Sois muy capaz de llevarlos solo, pero no me habéis llamado por protocolo. Hablad, pues.
Tutmosis pareció defraudado por no haber podido jugar un poco al gato y al ratón con ella.
—Dejadnos.
Todos se fueron, quedando el visir Amen-Mose y Hapuseneb. Hatshepsut tomó a Tutmosis de la mano con fingido cariño.
—He visto muchos progresos en ti. Estoy orgullosa. Creo que es el momento de reconocer que eres capaz de llevar el país. Te proclamaremos faraón.
—¿Y tú?
—No puedo desaparecer sin más. Me mantendré como regente teórico para evitar disturbios hasta que Amen-en Hat sea mayor, pero me mantendré en la sombra, como mi madre, la gran Ah-Més Ta-Sherit.
—No.
La frialdad del joven impresionó a Hatshepsut, que se obligó a mantener la compostura, rogando a Hat-Hor que fuera clemente.
—¿Cómo dices?
—Seré yo quien decida cuándo te retiras. Por lo pronto, quiero que me entregues a Sen-en Mut.
—No me importa abdicar. Creo que ya te he dejado un país sin cargas.
—Ya me has oído.
—Sen-en Mut está en Dendera, supervisando la construcción de un nuevo templo a la diosa, que aumente el…
—¡Mientes!
El faraón respiró hondo, como su padre le había enseñado. Mejor respirar y mantener la dignidad, incluso cuando todo parece perdido.
Durante un instante le recordó con cariño, comprendiéndole mejor que nunca. También le vino a la mente el sueño de Dendera que preveía aquel momento. No había remisión. Estaba escrito.
Pues bien, estaba preparada.
La conciencia de su situación, curiosamente, la tranquilizó, dándole una confianza serena que dio paso a un cambio en su actitud.
Relajó su cara y sonrió a Tutmosis.
—Todo cuanto vivimos está escrito. Por eso sé que no vas a tener a Sen-en Mut. Sabes que nunca voy a dártelo. Tu padre intentó quitármelo y no pudo. Tú eres más listo y tendrás la doble corona… Con mi ayuda. Pero debes tener claro que no por tus artimañas, así que no te creas infalible. Lo serás porque yo siempre lo he querido así. Di mi palabra a tu padre, y un dios siempre cumple. Así que debes respetarme, como yo te he respetado desde tu nacimiento, cuando no eras sino un frágil muñeco. Jamás me planteé matarte. Pero ni por asomo me pidas cosas que sabes que no vas a obtener. Es un insulto a tu inteligencia y a mi dignidad.
Tutmosis sonrió a su vez, pero había desdén en su expresión. La sonrisa forzada que obliga a las comisuras de los labios a erguirse mostrando los dientes, como una hiena.
—Te respeto, faraón. Jamás he respetado tanto a nadie. Ya me advirtió Ineni que tus capacidades parecen superar tus condiciones naturales de mujer, y esta escena lo prueba, pues no está tu sombra detrás. Incluso concedo que no hay una mujer como tú en todo el reino, ni hay hombre como Sen-en Mut… salvo yo mismo. —Suspiró con teatralidad—. No voy a matarte, aunque estás totalmente a mi merced. Pero él no. Y eso no lo voy a permitir. —Se giró hacia el visir—. ¡Llamad a mi esposa!
Hatshepsut miró a Hapuseneb, interrogante.
Quería preguntarle de qué lado estaba, apelar a su traición, pero no iba a darle la satisfacción a Tutmosis de denigrarse ante él, reprochándole su conducta, cuando ella misma debería haberlo previsto. Además, tenía algo más urgente en lo que pensar.
¿Qué tenía que ver Neferu en todo esto? En cualquier caso, no tenía ninguna duda sobre ella, así que esperó con calma, soportando con estoicismo los ojos sonrientes de Tutmosis.
Pero cuando escuchó los pasos romper el silencio incómodo de la estancia, y volvió la cabeza para recibir con una sonrisa a su hija, el corazón le dio un vuelco.
No se trataba de Neferu.
Era Meryt.
La gran esposa real entró con pasos firmes, aunque apenas sonaban en el lecho de piedra amortiguados por los pesados alfombrajes. Anónima y transparente, como siempre.
Hatshepsut se preguntó si no le había prestado realmente poca atención, aunque concluyó que era tarde para los reproches y tiempo de estar doblemente alerta.
Su hermana Neferu, la que recibió el amor y la responsabilidad, la seguía con la cabeza agachada y pasos tímidos. Parecía que habían cambiado sus papeles. Antes eran diametralmente opuestas.
Casi se asustó al verla. Neferu, la inquebrantable princesa. Indomable. Tan parecida a ella… Daba pena verla ahora y, sin embargo, la admiró, pues era capaz de sacrificarse por su hijo.
«Neferu… ¿Qué te han hecho?», pensó con tristeza.
Ni siquiera se atrevió a abrazarla para no violentar a Meryt. Y tanto parecía darle. Habían doblegado su voluntad de hierro.
Las hermanas miraron con gravedad a los reyes. Fue Tutmosis el que rompió el silencio.
—Esposas mías. Os he hecho llamar para comunicaros que pronto voy a ser faraón. Al fin ocuparéis vuestro legítimo lugar.
Se acercó a Meryt.
—Tú, como mi gran esposa real, a mi lado y gobernando junto a mí. Serás la madre de mi hijo, el futuro faraón de Egipto.
Neferu no pudo contenerse.
—¡Yo soy la madre de tu hijo! Fui enseñada a reinar desde niña. Eres muy arrogante si piensas que puedes prescindir de mi ayuda.
—Tal vez, pero no eres hija de mi padre, sino de vuestro Sen-en Mut, al que, por cierto, le queda muy poco de vida.
El aliento desapareció de las caras de la madre y la hija. Incluso Meryt pareció afectada.
—¿Cómo es eso? —alcanzó a preguntar la reina.
Tutmosis recuperó su tono insultantemente pomposo.
—Mis soldados van a por él en este mismo momento. Le han tendido una trampa haciendo circular el rumor de que hemos apresado a su amante y vamos a acabar con la vida de ella y sus hijas… cosa que no haré, por cierto. En cuanto salga de su escondrijo, será mío.
Neferu se tensó como la cuerda de un arco.
—¡No puedes saber nada! Ni siquiera conoces el entorno en el que se esconde. A no ser… —miró a Meryt—. ¡Tú se lo has dicho! ¡Miserable! ¡Has traicionado a tu propio padre!
Meryt la miró con desprecio.
—No tengo ningún cariño por vosotras, y aunque siempre se ha portado bien conmigo, Sen-en Mut no es mi padre. Tal vez ni siquiera el tuyo. Ella —señaló a Hatshepsut— nos ha mentido.
Neferu estalló, escupiendo las palabras con furia.
—¡Eso es la ponzoña que él te ha hecho creer!
—¡No! Mi padre no es vuestro Sen-en Mut, sino Tutmosis II. Ella lo ocultó… Y yo no le he traicionado. —Miró con orgullo a Tutmosis, sonriente—. No ha hecho falta.
Neferu miró con ojos implorantes a Hatshepsut.
—Madre. Dime que no es cierto.
Los ojos de la reina se llenaron de lágrimas. No estaba preparada para enfrentarse a su propia hija. Bajó la cabeza. No pudo mantener su mirada.
Neferu lloró lágrimas de rabia mientras se encaró con su madre.
—¿Eso es padre para ti? ¿Un vehículo para ser faraón, como lo es la estúpida de Meryt para él?
Meryt la agarró del brazo con saña.
—¡Yo soy lo que quiero ser! A mí nunca me enseñaron a gobernar, ni me dieron el cariño que estaba reservado a ti. Y fue así porque todos sabían quién era mi padre. Incluso Sen-en Mut lo sospechaba, pues, aunque me trató bien, tampoco me dio el cariño que te dio a ti. Todos sabían que era hija de Tutmosis, al que ella asesinó con sus propias manos. Estoy donde quiero estar.
Fue hacia su marido y le tomó de la mano mientras se dirigía a Neferu.
—Mírame, hermana. ¿A quién me parezco más? ¡Mira el tono de nuestra piel, mi cara, incluso mi carácter! No me digas que no lo has sospechado nunca. Tú que eras tan inteligente…
Neferu gritó desesperada.
—¡¿Es que no te importa el hombre que te ha cuidado como si fueras su hija?!
Meryt se encogió de hombros.
—Ya te avisé una vez. Saldé mi deuda con él.
Recibió una mirada de sorpresa de Tutmosis, que, tras un instante de meditación, asintió con la cabeza, dando su aprobación sonriente, reconociendo su valentía. Ella, crecida, continuó:
—He aprendido que cada cual es dueño de su destino. Si lo deseas, ve a protegerle. —Sonrió—. Al fin y al cabo, eres tú la que has recibido instrucción militar. Podrías matar a un hombre como ella mató a mi padre, o morir con dignidad en combate… ¿No?
Neferu escupió su maldición.
—¡Que los dioses te maldigan!
Y echó a correr.
—¡Neferu! ¡No! —gritó Hatshepsut. Pero una mano atenazó su boca antes de que pudiera gritar las palabras que la frenaran. Intentó zafarse, decirle que todo era una trampa, pero no pudo. Hapuseneb la sostenía con fuerza en un abrazo demasiado fuerte mientras recibía la orden de Tutmosis.
Sólo pudo exhalar lágrimas de rabia e impotencia que corrieron por las manos del que había considerado su hermano durante tantos años.
Tutmosis sonrió.
—Mantenía en una cámara hasta que todo haya terminado.
El rey salió de la estancia de manos de su esposa.
Hatshepsut intentó soltarse. Golpeó con su pie el empeine del hombre con toda su fuerza, como le habían enseñado, pero, a pesar del dolor, Hapuseneb no perdió la guardia. Era un hombre fuerte. Cuando ella se giró para encararle, él ya montaba su golpe.
La reina perdió el conocimiento. Casi ni sintió el puñetazo.
Despertó en una de las cámaras de palacio.
Hapuseneb la miraba febrilmente. Parecía decidir si se atrevía a tocarla o no.
Hatshepsut masajeó sus sienes, que le dolían de forma horrible. El estallido de dolor agudizó su memoria.
Jadeó al recordar. Levantó la cabeza hacia el sumo sacerdote. No contuvo su rabia. Su marido podría ya haber muerto por su causa.
—¡Los dioses no olvidarán esto! ¡Yo no lo olvidaré! Tengo un lugar garantizado junto a ellos… Pero tú no. Cuando mueras, te juro que estaré esperando junto a Osiris y Anubis. Seré la acusación de tu felonía ante mis iguales. Diré que has traicionado a tu hermano por envidia, que has traicionado a tu faraón por lujuria y que te vendiste a un tercero por avaricia. No hay peor crimen, y pagarás durante la eternidad.
—No me das miedo —dijo él sin mucho convencimiento.
—¿Por qué? ¿Por qué lo has permitido? Dame solo una razón que pueda comprender —dijo entre sollozos.
—¿Una razón? —preguntó con sorna, cambiando su tono de voz—. ¡Hay una razón, sin duda! —El tono de su voz se fue elevando hasta el grito—. ¡Te tenía por una persona íntegra! —aulló él, vaciando sus pulmones—. ¡Te respetaba! ¡Incluso como si fueras un hombre! Creía en tus convicciones y admiraba el modo en que amabas a mi hermano… ¡Y de repente descubro que sí regalaste tu cuerpo! ¡A un niño! ¡Un capricho!
—¡No era un capricho!
—¡Sí lo era! —gritó fuera de sí—. Lo que no podías darle al sumo sacerdote en un acto legítimo, se lo dabas a cualquier otro. ¡Y luego vienes a restregarme tu virtud!
—¡Maldito seas! ¡Estás ciego! Aquello fue una trampa en la que caí, y tú has caído en otra hoy. ¡Sen-en Mut va a morir por tu culpa!
El tono de Hapuseneb pareció rebajarse un poco.
Su curiosidad había sido picada. Se negaba a despojarse de la máscara de amante ofendido, aunque los ojos de Hatshepsut le intrigaron.
—Explícate.
—Es cierto que me acosté una vez con Tutmosis. Pero fue por salvarle la vida a Sen-en Mut. Yo entonces era joven e insegura. Así sellé un pacto… que Tutmosis no cumplió al intentar asesinar al que siempre he considerado mi esposo. Por eso le maté. Y ahora has visto cómo han tendido una trampa a Neferu para que les lleve hasta su padre; y tú, estúpido, has tapado mi boca.
Hapuseneb se tambaleó.
—¡No puede ser!
Hatshepsut vio un resquicio de esperanza. Agarró las ropas de él con desesperación.
—Mi amor por tu hermano está intacto, como siempre. Hice lo que fuera por salvarle y me maldije cada día del resto de mi vida por ello, pero lo haría de nuevo con tal de volverle a ver. —Tomó la mano de Hapuseneb—. Te juro por Hat-Hor y Amón que si me ayudas a salvarle me entregaré a ti, del modo que quieras. Si no eres capaz de reconocer esto, es que eres tan estúpido como Meryt.
—¡Amón divino!
El sacerdote cayó hacia atrás, abrumado por la sorpresa. Cuando Hatshepsut se asomó por delante del lecho, descubrió sus ojos llenos de lágrimas.
Casi se arrojó sobre él.
—¡Aún puede haber tiempo de salvarle! ¡Enmienda tu error! Reconcíliate con los dioses y recupera tu eternidad.
Él la miró, interrogante, incapaz de decidirse.
—¡Por favor!
Tras un instante, asintió con la cabeza, casi ausente. Pero un segundo después se levantó con energía.
—¡Vamos!
Ambos corrieron a través de pequeños pasillos hasta un puesto de guardia que daba al exterior de Palacio. El sumo sacerdote gritó a un oficial.
Enseguida les trajeron caballos y guardias de su propio cuerpo. Montaron a toda prisa tras recibir la dirección de labios de la reina.
Cabalgaron a tal velocidad que muchos hombres y puestos callejeros fueron derribados. El trayecto de unos pocos minutos fue la espera más larga y tensa en la vida del faraón.
Al llegar a la estrecha calle, los soldados se precipitaban ya por la puerta de la casa.
No se atrevió a entrar. Temía encontrarse a su marido y a su hija muertos. Estaba totalmente paralizada. Solo podía rezar.
—¡Divina Hat-Hor!
Escuchó señales inequívocas de lucha. Golpes y gritos.
—¡Divina Hat-Hor!
Tuvo un sobresalto al oír el primer chasquido del cruce de dos espadas. Quizás aún había esperanza.
—¡Divina Hat-Hor!
Antes de decidirse a entrar, aún escuchó gritos y más golpes.
—¡Divina Hat-Hor!
Pensó en su padre y trató de recordar qué hubiera hecho él. ¡Seguro que hubiera entrado como el toro que era! Pero él era un…
Fue la propia conciencia de su género lo que hirvió su sangre una vez más y le hizo rebelarse, como tantas veces.
Entró como una exhalación, tomando la espada del primer guerrero caído. Enseguida vio a su hija tumbada, probablemente sin conciencia por un golpe en la cabeza. Se detuvo el tiempo justo para saber que estaba bien. Esquivó hombres y armas mientras cruzaba umbrales, hasta la puerta que debía cruzar para encontrar a su esposo. Tomó aire y entró a toda prisa.
El propio Hapuseneb combatía a dos soldados. Sin pensar, atravesó a uno de ellos con su espada. Pagó el error de despreciar a una mujer. Hirió al otro lo suficiente para desviar su atención y que Hapuseneb encontrara una guardia baja donde clavar su arma.
Así fue.
Tiró el hierro y se abalanzó sobre su marido, que con una mano aún sostenía una daga, y con la otra… La sangre que escapaba entre los dedos de una fea herida en su costado.
Entre lágrimas, besó a Sen-en Mut y destapó la herida para examinarla, sin una sola palabra que malgastar. Rasgó sus propias vestiduras para componer un apósito, con él comprimió la herida.
Hapuseneb se acercó, jadeante. Sen-en Mut murmuró:
—Neferu…
—Está sin sentido, pero viva.
Hatshepsut miró al sacerdote.
—Ayúdame a sacarle de aquí. Llévate a Neferu a un lugar seguro. Busca un escondite para nosotros. —Pareció mirar a su alrededor—. ¡Ah! Quiero que pegues fuego a la casa, y después recupera los cuerpos quemados.
—¡Pero morirán…!
—¡Me da igual! Haz lo que te digo. Hay una buena razón.
—Pero les condenarás…
—¡Obedece!
Se movieron con presteza. Compusieron una camilla para Sen-en Mut y le llevaron a una casa, no muy lejos de aquella, que empezó a arder elevando una columna de humo. Nadie osó asomarse. Su trayecto fue tan rápido como solitario.
—¡Llama al médico! No al de Tutmosis, sino al viejo Rahotep, el médico de mi padre.
Hapuseneb asintió.
—Volveré rápido. Esta noche os trasladaremos.
Tan pronto como se fue, Hatshepsut se sentó junto a su amor, que dormía sin fuerzas por la sangre perdida.
—Mi amor —susurró. Hablaba más para ella misma que para él, pues no quería despertarle, pero necesitaba expresarse con palabras—. Tenías razón: mi ceguera con el chico nos ha perdido. Si tuviera poder le mataría, pero ya no tengo fuerzas para luchar… No, si me faltas tú —sollozó—. Por mucho que sepa que vas a ser un dios, te necesito junto a mí, como te he necesitado desde el primer día. Porque sin ti yo soy solo la mitad de nada. Estoy incompleta. Por eso debes luchar… Por ti y por mí.
Enseguida llegó el médico, jadeante, pero con la seriedad del profesional que tantos años había cuidado al viejo toro. Retiró a Hatshepsut con autoridad y se hizo cargo del paciente.
Hapuseneb la tomó de la mano hasta un pequeño cuarto contiguo.
—He preparado una casa limpia para trasladarnos.
Hatshepsut le miró a los ojos. Se veía que intentaba controlar sus emociones.
—¿Neferu está bien?
—Sí. La dejé en buenas manos.
—¿Cómo supo Tutmosis de su paradero, y por qué no actuó Nehesy?
Hapuseneb bajó la cabeza, avergonzado.
—¡Responde!
—Tutmosis solo sabía del barrio por los dos hombres de Nehesy, que no tardaron mucho en hablar. No pudieron sacarles mucho, aunque supieron que Sen-en Mut se escondía en aquella zona. Solo tuvieron que apostar guardias y pagar a espías, y esperar a que Neferu les llevase a él. En cuanto a Nehesy…
—¿Qué?
—Ha muerto. Defendió él mismo a Sen-en Mut. Fue el artífice de que llegáramos a tiempo.
—Así que fue Neferu la que les llevó hasta él.
—Por mi culpa.
Hatshepsut cabeceó, intentando creer sus propias palabras.
—No. Tutmosis ha jugado contigo, como con Neferu.
Hapuseneb sacudió su cabeza, desesperado.
—Sí, pero yo no soy una niña. Debería haberlo visto claro. Antes lo hubiera visto tan claro como tú. Pero estaba cegado. Él lo sabía y usó mi debilidad en su provecho.
La reina se encogió de hombros. Tanto daba ya…
—Tuvo un buen maestro.
En ese momento entró Rahotep. Los dos contuvieron el aliento.
—He limpiado la herida. No es muy grave, pero ha perdido mucha sangre.
Nadie se atrevió a hacer la pregunta hasta que Hapuseneb se envalentonó.
—¿Vivirá?
—Es pronto para asegurarlo. Dependerá de su evolución durante los próximos días. Si sobrevive a las fiebres, vivirá.
—Ya ha pasado antes por eso. Es fuerte —dijo Hatshepsut, más para ella misma que para los demás.
—Sí. En su fuerza y en la voluntad de Amón queda. Lo visitaré dos veces al día para cambiar los apósitos e ir tratando la herida a medida que evolucione. Habrá que limpiar la podredumbre y drenarla. Le aplicaré calmantes. Que coma algo y beba miel.
—Vamos a trasladarle.
El médico torció el gesto.
—Hacedlo con cuidado. Limpiad bien la habitación con natrón y llamad a un hekau. Cualquier ayuda será bienvenida.
Aquella noche, en el barrio nadie se atrevió a asomarse a una ventana. La conciencia colectiva era de vergüenza y temor. Habían sido incapaces de salvaguardar a uno de los suyos. Unas voces decían que al mismo faraón, otras que al espíritu de Hat-Hor en forma humana.
En cualquier caso, la humildad del barrio, y el tipo de clientela que soba albergar, hacían esperar una venganza de alguna facción poderosa. El barrio entero podía ser arrasado. No sería la primera vez que ocurriera.
De hecho, Hapuseneb mismo hizo correr la voz de que habían fallado al dios Amón, y de que cualquier irregularidad, presente o futura, conllevaría una venganza aterradora por parte del dios.
El anuncio causó el efecto esperado. El traslado de Sen-en Mut fue absolutamente tranquilo. El paso de la camilla fue muy lento para no dañar al enfermo, a pesar de que estaba sedado con leche de amapola.
Esa noche, ni Hapuseneb ni Hatshepsut durmieron. Al llegar a su nuevo destino y acomodar al enfermo, dejándole en manos de Rahotep, les llevaron comida, que devoraron con ansia.
La reina tuvo curiosidad. Se encaró con Hapuseneb.
—¿No deberías volver a Palacio?
—¿Para qué? Tutmosis ya sabe que soy el culpable de lo que ha ocurrido. Volveré cuando quiera hacerlo.
—¿Y no le temes?
—En absoluto. Lo que está en juego es algo más que mi vida mortal. Y eso me lleva…
—¿Sí?
Le tomó las manos, inclinándose hacia ella, en señal de total sumisión. Sus ojos, por primera vez en años, no hablaban de deseo.
—Necesito tu perdón.
Hatshepsut lo esperaba.
—Te lo daré con unas condiciones.
—Pídeme lo que sea.
—Es simple.
Hablaron durante una hora entera hasta que Sen-en Mut despertó, aunque no vio los ojos brillantes de su hermano.
—¿Dónde estoy?
Hablaba como si todo hubiera sido una pesadilla. Ni siquiera recordó nada hasta que intentó moverse y el costado le castigó con un dolor lacerante.
Entonces miró a Hatshepsut con miedo. Paseó su mirada por la herida, luego por los ojos de su amada de nuevo, y por último por el lugar en el que se encontraba.
Finalmente, ella apreció en la luz de sus ojos que era consciente de lo que había ocurrido, y de su situación.
—En un lugar seguro.
—¿Y Neferu?
—Está bien. Solo tiene un golpe.
—¿Y Nehesy?
Silencio. Sen-en Mut asintió con la cabeza, apesadumbrado. Ella se esforzó en no dejarle asimilar la muerte de su amigo.
—¿Cómo te encuentras?
—Me arde el costado. —Se miró con desconfianza—. ¿Qué ha dicho Rahotep?
Hatshepsut sonrió ante su inteligencia.
—Que es una herida fea. Se infectará y tendrás fiebres.
Notó los escalofríos de Sen-en Mut y apretó su mano.
—No sé si sobreviviré a ese tormento otra vez. Ya pasé por eso cuando me abrieron la cabeza.
—Lo harás. No te quepa duda. Yo estaré a tu lado dándote fuerza. Ahora, dame tus anillos y brazaletes.
Su marido se los quitó sin rechistar, aunque la miró con extrañeza mientras veía cómo ella se los entregaba a Hapuseneb. Su hermano se acercó. Le besó con fuerza en los labios, entre sollozos. Solo pudo decir:
—Perdóname.
Y salió. Sen-en Mut miró a su esposa sin comprender nada. Ella rio ante su cara de niño.
—¿Qué significa…?
—Te lo contaré todo. Nos traicionó. Pero no solo tienes que perdonarle a él. —Le cogió una mano con fuerza. Él apreció que temblaba—. Debo confesarte algo que te he ocultado todos estos años.
Sen-en Mut se encogió de hombros con naturalidad.
—¿Qué Meryt es hija del segundo Tutmosis?
El vaso que tenía Hatshepsut en la mano cayó, haciéndose añicos.
—¿Lo sabías?
—Es evidente. Solo hay que mirar su cara.
—Y nunca me preguntaste por qué.
—Jamás he dudado de tu amor por mí. Tendrías tus motivos.
Hatshepsut se lo contó todo entre un mar de lágrimas. Se desahogó de un peso que la había lastrado durante años. Su marido la escuchó sin inmutarse, con esa cara de niño inocente que ella adoraba.
—Suponía que sería algo así. Por eso le mataste.
—Sí.
—Fue un error. No que le mataras, sino que lo hicieras con tus propias manos y delante de testigos. Un veneno hubiera sido más sutil, como intentó su hijo contigo. Pero lo peor fue dejar con vida al hijo y creer que no se enteraría. Y más estando de por medio Ineni. Que los dioses le confundan.
—Pensé que los dioses no condenarían la justicia con el padre, pero sí el asesinato del niño. No quería poner en peligro nuestra eternidad. Sabía que un día sería nuestra perdición, pues todo estaba escrito. Yo lo sabía desde aquella noche en Dendera, cuando soñé con la diosa. Pero de todos modos… ¡Estúpida de mí! Llegué a pensar que tal vez saldría bien. Al verle crecer tan inteligente y frío pensé que sería un excelente rey junto a Neferu; como tú fuiste para mí. Fui tan ingenua…
—Eres una mujer. No pudiste matar a un niño. Tienes lo mejor de ambos sexos y, sobre todo, la humanidad que le falta a los hombres. Tal vez debería estar escrito que hay que amar a los niños por encima de todo. No te lo reprocho.
—¿Por qué no? Te he causado la perdición.
—Porque no podría quererte tanto si fueras de otra manera. Recuerda que Hat-Hor también es madre, y también tiene una parte dulce y sensible.
—¿Y no te importa…?
—¿Morir? No. Aunque debes asegurarte de que repose en el lugar que preparamos para ello.
—¡Pero no vas a morir! —dijo ella entre sollozos.
—Es probable. Recuerda que fui soldado. He visto muchas heridas, y reconocí la mía cuando me la hicieron.
—Pero lo de la cabeza era cien veces más peligroso e improbable, y sin embargo saliste con vida.
—Sí, porque Amón nos dio tiempo de terminar nuestros proyectos. Como tú has dicho, está todo escrito y los dioses han querido que seas inmortal. Pero no creo que nos vuelva a otorgar más tiempo. Sencillamente, no hay mucho ya que pudiéramos hacer aunque sanara.
—¡Pero yo te necesito!
—No te preocupes. No dejaré de luchar con todas mis fuerzas. Pero si no salgo de esta, prefiero haberte dicho todo cuanto debo.
—Te quiero tanto… —dijo entre lágrimas más serenas.
—Y yo a ti. Recuerda que el intervalo que estemos separados no será sino un suspiro en relación a toda una eternidad.
—Pues aún así necesito tu cuerpo. No solo tu Ka.
Sen-en Mut sonrió. Su esposa le llenó la cara de besos húmedos de lágrimas, pero retiró la cara de repente, alarmada. Él asintió, con tono grave.
—Lo sé. Comienzo a tener fiebre.
Pasó varios días luchando contra la fiebre. Hatshepsut le veía consumirse. Sus fuerzas se agotaban y, sin embargo, como le había prometido, no dejaba de luchar. Su rostro expresaba la determinación del guerrero, la desesperación del que se ve atrapado y sin salida, o el sufrimiento del dolor extremo.
Hatshepsut rezó mucho. Y no solo a los grandes dioses, sino a los nuevos también. Rezó a su padre.
—Padre, te ruego que le mantengas con vida para mí. Te agradezco que un día lo pusieras en mi camino. Creo que siempre supiste lo que hacías, y sabías que junto a él terminaría siendo faraón, por mucho que debiera desposar al niño. Siempre te debatiste entre tu hijo y yo, por mucho que en tu corazón me prefirieses a mí. Dejaste que nos atacáramos como crías de cocodrilo por el dominio porque no eras capaz de decidirte por ninguno de nosotros, a pesar de que me diste armas para luchar en igualdad de condiciones. De hecho, me diste algo más que un arma, me diste la felicidad. Por eso no puedo reprocharte nada, y te comprendo mucho más de lo que tú jamás me comprendiste a mí. Me quisiste como a una hija y me trataste como a un hijo. Ahora te comprendo… y te perdono. Perdóname tú a mí y concédeme esta última gracia, como padre, como rey, faraón y dios.
A veces, Sen-en Mut despertaba lúcido. Entonces, ella se esforzaba por sonreír. Le besaba y le rogaba que siguiera luchando. Él asentía y prometía hacerlo, aunque su cuerpo sufría y sus ojos hablaban de miedo. Sólo pronunciaba dos palabras:
—Mi diosa.
Ella le abrazaba. Le besaba una y mil veces y le ordenaba que luchara.
En una de esas ocasiones, él la acarició.
—Sabes que no voy a vencer en esta lucha.
Ella no tuvo fuerzas para seguir intentando engañarle. Era una ofensa a la inteligencia del hombre excepcional que era. Se limitó a mirarle con los ojos vidriosos. Él sonrió:
—No temas. Recuerda lo que somos y que pronto seremos uno.
—Lo sé. Y sigo sin querer separarme de ti, ni siquiera un segundo.
Sen-en Mut arrugó su cara en un gesto de dolor, pero lo contuvo con dignidad antes de volver a sonreír con menos fuerza.
—Quiero que sepas que nada hay igual al hecho de haberte conocido y amado. Ni siquiera el hecho de ser un dios valdría la pena si no es contigo al lado. Si volviera a nacer mil veces, como hombre o como ratón, volvería a buscarte.
—Y yo no sería nada hasta que tú me encontraras.
—Te quiero, mi diosa.
—Y yo a ti, mi faraón.
Se miraron con cariño hasta que el dolor empañó de nuevo el momento. Él cerró los ojos.
—Dame la leche de amapola.
Dos días más tarde, el médico le dijo que ya no aguantaría mucho más. Estaba llegando al umbral de la resistencia. La infección era fuerte y él ya no lo era. Ella hizo llamar a Hapuseneb y le dio órdenes.
Ya no hubo más treguas. Sen-en Mut aún continuó luchando durante un día más. Rahotep se admiró de su fuerza y temple, pero al fin, tras un episodio de fiebre especialmente violento, tuvo un último momento de lucidez.
Sin palabras. Sólo una mirada.
Ella supo que le estaba diciendo que no podía luchar más. Asintió con los ojos inundados de lágrimas, sin dejar de sonreírle.
—Te quiero.
Él sonrió levemente y susurró:
—Mi diosa.
Un breve suspiro… y murió.
Sin dolor, sin violencia. Como si hubiera negociado aquel final con la muerte misma.
Pasó aún unas horas junto a él, rezando y resistiéndose a aceptar que su ka ya no moraba aquel cuerpo.
Hapuseneb acudió enseguida.
—Debo llevármelo. No temas. Respondo de su eternidad con la mía. Sé lo que tengo que hacer y no te defraudaré.
Y la dejó sola, envuelta en un mar de lágrimas.
Así pasó dos días, entre el llanto y el sueño que la dominaba cuando su cuerpo estaba demasiado agotado por los sollozos secos. Deseó ir con él, pero recordó a Neferu. La necesitaría. Ambas se necesitarían.
Al tercer día, regresó Hapuseneb.
—Todo está bien. Los oscuros se encargan de él ahora. No responderán de sus acciones, ni ante el mismo Osiris, pues ellos mismos son Osiris. Donde está, nada puede hacer Tutmosis, ni sus espías. Y debéis saber que también encargué la salvaguarda del cuerpo de Nehesy.
—Gracias.
—No tenéis que darlas. Deberíais odiarme. Soy débil e ingenuo.
—Todos somos débiles. Todos pecamos y los dos somos igual de responsables de su muerte.
—Os garantizo que, cuando su cuerpo esté listo, yo mismo me encargaré de depositarlo en su morada de eternidad y completar los mensajes. Nadie mejor que su hermano… y sumo sacerdote del dios. Será lo único que podré ofrecer a mi favor en el juicio póstumo.
—Los dioses te tratarán con indulgencia. Y Sen-en Mut te hubiera perdonado.
Los ojos de Hapuseneb se nublaron y su cuerpo se dobló por causa de los violentos sollozos.
—¡No te creo!
—Es la verdad. Siempre decía que no podía reprochar a nadie sentirse atraído por mí. Nunca fue celoso.
Hapuseneb tardó unos momentos en recuperar el habla.
—Gracias. Me sentía como el que está a punto de morir.
Recitó un viejo poema de un moribundo que describe a la muerte, en cuya presencia se halla.
La muerte está hoy frente a mí.
Como la salud para el inválido.
Como superar la enfermedad.
La muerte está hoy frente a mí.
Como el perfume de la mirra.
Como sentarse bajo la tienda en un día ventoso.
La muerte está hoy frente a mí.
Como el final de la lluvia.
Como el retorno de un hombre a casa tras una campaña de ultramar.
La muerte está hoy frente a mí.
Como el aroma del loto.
Como sentarse en los lindes de la embriaguez.
La muerte está hoy frente a mí.
Como cuando el cielo se despeja.
Como un buscador llevado a lo que ignoraba.
La muerte está hoy frente a mí.
Como el afán de un hombre de ver su casa de nuevo.
Tras innumerables años de cautividad.
Ella asintió, comprensiva.
—Me alegro de que hayas recuperado tu dignidad. Ahora… supongo que tenemos que irnos.
—Pero eso puede esperar.
—No quiero esperar. Estoy lista.
Caminaron sin prisa hasta el palacio. Los guardias, al reconocerles, les escoltaron hasta el salón de actos, donde el rey les esperaba. Inmediatamente hizo salir a todos salvo al visir.
—Habéis tardado mucho.
Hatshepsut sonrió levemente.
—Necesitaba recuperar la dignidad. No voy a divertirte más con mi debilidad.
—¿Y Sen-en Mut?
—Ha muerto. Se quemó en el incendio.
Tutmosis la miró fijamente. Escudriñó en su alma a su antojo, hasta el último rincón. Ella aceptó su examen y mantuvo su mirada con orgullo.
—Te creo. Ahora quiero su cuerpo.
Hapuseneb se adelantó.
—¿Por qué? Ya no puede hacerte daño.
—Me da igual. Si tan bueno era, no debéis temer, pues los dioses serán igualmente benévolos con él y le harán inmortal. Pero mi juicio es inapelable. —Miró al sacerdote—. En cuanto a ti, ya pensaré en tu castigo.
—¿Castigo? Deberíais estar agradecido. Fue mi estupidez la que os llevó hasta él. Y por otra parte, no os temo. Amón no depende de vuestra voluntad. Os serviré, como hizo Ineni con vuestro padre, pero recordad que hasta vuestro Ineni fue infiel a su rey, el viejo toro, vuestro abuelo. Haré según crea justo con el dios, como han hecho mis predecesores. Si mi juicio coincide con el vuestro, estaré de doble enhorabuena.
Tutmosis aplaudió, divertido.
—¡Vaya! Esto sí que es una sorpresa. ¡Has recuperado tu dignidad! Me alegro mucho. No hubiera querido un sumo sacerdote débil.
—Ni Amón un dios injusto que se ceba con los cuerpos de los vencidos.
—Entonces, que me juzgue Amón, no tú. —Se dio la vuelta bruscamente—. ¡Hatshepsut! O me das su cuerpo o derribo vuestro templo hasta que no quede ni el polvo de las piedras sagradas.
—¡No te atreverás! Las maldiciones acabarían contigo…
—No me insultes. Yo no soy débil. Tú sí. Pero te daré algo que puedas negociar: dame su cuerpo y respetaré el tuyo.
Ella dejó pasar un largo tiempo antes de contestar. Sus ojos se humedecieron.
—¿Por qué debería confiar en tu palabra?
—Porque es fácil contentarme. Quiero su cuerpo. Créeme, no me importaría borrar tu nombre de las piedras para grabar el mío… Pero luchar contra un dios no es prudente. No quiero iniciar un combate que no esté seguro de ganar, pero si me obligas sabes muy bien que lo haré.
Hatshepsut dejó que sus lágrimas corrieran por sus mejillas. Eso reforzaría su actuación, aunque tampoco tuvo que esforzarse mucho. Tenía muchos motivos para llorar, desde la pena hasta la rabia.
Se dejó caer en un gesto de desesperación.
—¡Pero no te he mentido! ¡No lo tengo! Se quemó. No tengo nada que darte, así que haz como te plazca.
Hapuseneb se adelantó con aire triunfante.
—Pero yo sí. Lo rescaté de los restos del incendio.
Hatshepsut se mordió la lengua hasta hacerse sangre para mostrar una sorpresa creíble. Gritó como una leona y se echó sobre el sacerdote apuntando sus uñas hacia sus ojos, como había visto luchar a las mujerzuelas en la calle.
Hapuseneb la apartó de un bofetón y ella se dejó caer, sollozante. Se mostró aterrada ante su propia sangre.
—¡Que los dioses te maldigan como yo lo hago!
Tutmosis no se perdió detalle antes de ver a Hapuseneb encogerse de hombros y acercarse a él.
—Sabía que no aceptarías que viniese con las manos vacías. Esto compensa mi… distracción. —Le acercó las joyas de Sen-en Mut—. Aunque el mensaje anterior no varía.
Tutmosis, tras examinarlas, sonrió.
—Sin duda. Esto facilita las cosas a todos. —Miró con desprecio a la mujer que yacía aovillada en el suelo—. Deberías estarle agradecido. Te ha salvado la vida. Tal vez ahora le des tu cuerpo. —Rio—. Las mujeres sois supervivientes por naturaleza. Siempre sabéis adaptaros a las nuevas circunstancias.
Hatshepsut escupió sangre en su dirección. Tutmosis retrocedió alarmado, pues se creía que los fluidos corporales eran la peor de las maldiciones.
—No te creo. Borrarás mi nombre de todos modos. ¡De mi propio templo de eternidad!
Tutmosis volvió a acercarse a ella, mirándola con asco.
—¡Basta de cháchara! Sé el valor que das a tu palabra. Jura ante los dioses que no atentarás contra mí, ni incitarás a otros a hacerlo, y yo empeñaré la mía de mantener tu templo y tu morada de eternidad.
Ella juró con voz quebrada.
—Juro ante Hat-Hor y ante Amón no atentar ni incitar a ello contra ti, y respetar tu reinado como siempre he hecho.
Tutmosis volvió a sonreír, con expresión de niño victorioso.
—No me gusta el último matiz, pero acepto. Yo juro ante Amón respetar tu templo y morada de eternidad.
Pareció volverse para irse, pero Hatshepsut le lanzó una pregunta.
—¿Qué vas a hacer conmigo y Neferu?
Se volvió, aún sonriente.
—Quedaréis recluidas en un nuevo edificio, el harén real. Viviréis como las reinas que sois, pero sin participar del gobierno. Solo saldréis cuando yo lo permita… tal vez en celebraciones que aún requieran tu presencia, si te muestras…
La rabia hizo enrojecer las mejillas de la reina.
—Dócil. Lo seré si me dejas volver a mi templo de eternidad… en privado.
—No te daré ese placer.
La respuesta ofendió la dignidad de la reina. No pudo contenerse.
—No eres muy digno en la negociación. Tienes muy mala memoria, aunque no esté en condiciones de imponer nada.
Tutmosis se abalanzó sobre ella. Hatshepsut pensó que la iba a golpear, pero su rostro quedó a apenas un dedo de sus labios mientras la agarraba por los brazos con tanta fuerza que le dejó marcas. Ella se dio cuenta de su error al provocarle y miró al suelo, sumisa, pero el daño ya estaba hecho.
—¿Memoria? ¡Maldita zorra engreída! ¡Si hay algo que tengo, es memoria! ¿Te crees muy virtuosa y presumes de mantener tu palabra y regalar y quitar la vida como un dios decide sobre un campesino? Pues te daré algo en qué pensar durante tu encierro: mataste a mi padre en vano. No fue él quien empezó la guerra, sino tu madre, la vieja entrometida cuyo nombre no merece que yo repita.
—¡Mientes! —gritó ella fuera de sí.
El nuevo faraón la sujetaba de los brazos, con sus manos de dedos finos y fuertes como garras, mientras escupía sus palabras.
—¡Yo nunca miento! Ella intentó matar a mi padre y falló en el atentado. Él, ciego de venganza, pensó que el causante era tu sucio amante y ordenó atacaros. Pero las defensas estaban bien guardadas por soldados expertos, y en ambos casos se encargó el trabajo sucio a asesinos a sueldo, pues ninguno de los dos quiso dejar rastro, aunque la tortura arrancó el nombre de tu madre. Los dos ataques fallaron… ¡Pero no tú!
—¡Mientes! ¡Mientes! ¡Yo vi la duda y la culpabilidad en los ojos de tu padre! Ya le había perdonado una vez en la que vi su ignorancia…
—¡Él creía haber sido atacado por vosotros! ¡Claro que viste la duda en sus ojos! ¡No podía pensar que tú te tomarías la justicia por tu mano! ¡Mataste a un dios y Osiris te juzgará como mereces!
Hatshepsut lloró lágrimas de rabia y vergüenza. Pero Tutmosis no iba a conformarse.
—¡Te crees por encima de las reglas de hombres y de dioses! Pues bien: yo podría castigar tu delito, pero he dado mi palabra y… ¿sabes una cosa? —sonrió.
Ella no contestó.
—Si hubiera visto en tus ojos el más leve signo de reconocimiento de que tu madre era una asesina, yo mismo hubiera acabado contigo en este mismo instante. —Dejó caer una fina daga, que rebotó, brillando suntuosa, antes de que la apartara de una patada. Rio con fuerza—. Ya ves que yo también puedo conceder la vida y la muerte.
—¡Estás loco! —gritó ella con desdén—. ¿Por qué no me matas? ¡Hazlo ya y termina con tu vergüenza y la mía!
—No. No cometeré el error que tú cometiste. No violaré la vida ni el nombre de un dios. Vivirás para sentir el peso de tu error y la amargura de un juicio unánime de culpabilidad, una vez muerta. Vivirás entre mujeres y competirás con ellas. Sentirás la pobreza y el odio de una hija, como yo sentí el desprecio de la que se hacía llamar mi madre.
Se fue, dejándola de repente sin apoyo. Cayó sobre el suelo alfombrado, desmadejada como una muñeca de lana.
No se sentía culpable ni responsable del ataque ordenado por su madre, aunque supo al momento que era cierto. Ah-Més Ta Sherit se tomó la justicia por su mano y desencadenó la reacción que el segundo Tutmosis nunca se hubiera atrevido a ordenar, encogido por su propia palabra y el temor del castigo de los dioses. Por eso fue asesinada, aunque entonces lo hicieron parecer muerte natural.
No era su culpa, ni pensó que los dioses le negaran la eternidad por responder a un ataque frontal, aunque manipulado… Pero no podía soportar sentir una vergüenza tan abrumadora. La vida sería pesada con esa carga. Porque, al fin, su madre, como su padre, no eran en nada diferentes al segundo ni al tercer Tutmosis. Tal vez, ni siquiera a Ineni. Y esto la ponía a ella en el mismo grupo.
Se había creído justa, ecuánime y firme. Había empeñado su felicidad por cumplir su palabra. Y ahora descubría que su palabra no valía ni las ropas que llevaba. Renunciaría a la eternidad si no fuera porque allí le esperaba su querido Sen-en Mut. Suspiró y sonrió.
Él sería la clave. Su recuerdo le ayudaría a vivir todo el tiempo que le quedara, a soportar la carga hasta que volviera a verle, momento en que todo quedaría atrás y una nueva vida se le ofrecería junto a él.
Se levantó, de nuevo serena y digna.
Hatshepsut miró a Hapuseneb. No se atrevieron a hablarse con palabras, ni siquiera a sonreírse, pues podían estar siendo escuchados y vistos por espías.
Ni siquiera un movimiento de cabeza. Sólo una mirada. Un brillo en los ojos. Un reconocimiento. Un agradecimiento. Un perdón…
Y una despedida.