Los meses pasaron sin novedad mientras preparaban la festividad del Heb-Sed, la fiesta ritual de regeneración del faraón.
A menudo reían juntos, imaginando que a los nobles les hubiera gustado volver a las antiguas costumbres en las que se ajusticiaba al rey cuando llegaba la decrepitud. Afortunadamente, ya en tiempos muy lejanos, se cambió la vieja práctica por la actuación mágica, que consistía en recuperar física y espiritualmente al rey al llegar a los treinta años de su mandato.
Evidentemente, la vieja oposición noble había renacido al aflojarse de repente el severo control, y tomó la iniciativa.
El chico había dejado de ser un niño y superaba en inteligencia a todos sus pares. Sen-en Mut adivinaba que les mostraba la zanahoria para, una vez que llegase al poder, cambiarla por el látigo, pero no dejaba de ser arriesgado.
El argumento que más sonaba en los rumores de palacio, cuya actividad informativa habían retomado los enanos, era que no se podía celebrar una fiesta Heb-Sed con tan poco tiempo de reinado, pero Hatshepsut tenía prevista la ceremonia hacía ya años por dos razones:
La primera era dar un golpe de efecto, regenerándose ante dioses y hombres, tras su enfermedad. Un ejercicio de audacia y arrogancia ante el auge de los nobles en torno a Tutmosis. Una declaración de intenciones: «Pienso durar otros treinta años en el cargo».
Porque Hatshepsut ya llevaba treinta años ejerciendo el poder de facto, desde que su padre comenzó a compartir las funciones de gobierno con ella, una vez que fue nombrada esposa del dios y reina de Egipto, corregente con el viejo rey toro.
Pero la otra razón era desconocida, aunque más importante, al menos para la pareja real.
Era la culminación de las construcciones que les harían dioses. La fecha que coronaba y accionaba los mecanismos que durante tanto tiempo habían sido escritos en miles de piedras sagradas, visibles y ocultas, para que el mismo Sen-en Mut acompañara a su reina en la eternidad.
La fecha a partir de la cual podrían morir tranquilos, sabiendo que pronto se reunirían.
El ejercicio constructivo culminó con los últimos trabajos, ocultos incluso a Hapuseneb, de quien Hatshepsut no había contado nada del deterioro de su relación, aunque ambos sabían que comenzaba a apoyar a Tutmosis. Para Sen-en Mut resultaba muy significativo. Su hermano había decidido cobijarse bajo el árbol que mejor sombra da. Una postura oportunista e inteligente. La verdad era que no podía reprocharle nada, aunque se le veía dolido por la traición de alguien a quién había dado tanta confianza. Lo atribuía al carácter pragmático de un servidor del dios. Comprendía que el cargo cambiaba a las personas, como hizo con Ineni, y aunque al principio siguió ocupando un lugar destacado en su corazón, y esperaba que Hapuseneb guardase las formas con él, lo evitaba; y el distanciamiento resultó definitivo.
La reina sabía que el sensible corazón de su marido se estaba endureciendo ante la decepción, pero no podía contarle nada que empeorase aún más la situación.
Hatshepsut nunca había ocultado nada a su marido, excepto el asunto de acostarse aquella vez con su marido oficial, y sentía un peso en el pecho, pero se obligó a aguantar la presión.
Así, los trabajos se aceleraron, principalmente en el templo de Amón, uno de los tres vértices del triángulo mágico que depararía su eternidad. Tres edificios que durarían por siempre.
Como broche final, el faraón Hatshepsut ordenó colocar en el templo dos obeliscos, tan altos como el mundo no había conocido hasta entonces, a la altura del pórtico construido por su padre, el rey toro, Tutmosis I, que presentó al pueblo la misma reina, cuyas palabras quedaron perpetuadas.
He aquí quejo estaba sentada en palacio, pensando en aquel que me había creado. Mi deseo fue hacer para él dos obeliscos de oro fino cujas puntas alcanzarían el cielo en la augusta sala de columnas, entre los dos grandes pilonos del rey Todopoderoso, rey del alto y del bajo Egipto Aa-Jeper-Ka-Ra Tutmosis, el Horus justificado.
Así pues, mi corazón asumió este proyecto e imaginó las palabras de las gentes cuando en el futuro contemplaran este monumento mío y hablasen de lo que yo había hecho. ¡Que nadie pudiera decir: En verdad desconozco por qué se ha hecho esto! Dar nacimiento a una montaña de oro en toda su altura, como algo que viene a la existencia.
Su Majestad ha hecho que el nombre de su padre sea estable sobre este duradero monumento, así como el homenaje rendido por el rey del alto y del bajo Egipto, el señor de las Dos Tierras Aa-Jeper-Ka-Ra a la majestad de este dios excelso.
Entonces, ella elevó dos grandes obeliscos durante su primer festival Sed.
Se dijo esto, por el señor de los dioses:
—He aquí que quien te ha transmitido la manera de elevar los obeliscos es tu padre, el rey del alto y del bajo Egipto Aa-Jeper-Ka-Ra. Así pues, tu majestad renueva este monumento.
Su padre Amón incluye el gran nombre de Maat-Ka-Ra sobre el sagrado árbol Ished. Sus anales se contarán por millones de años en vida, estabilidad y fuerza.
En cuanto a este par de obeliscos, mi majestad los ha esculpido en oro fino para mi padre Amón, a fin de que mi nombre sea establemente perdurable en este templo, para siempre con la eternidad.
Los amantes estaban más felices que nunca, pues, con aquellos obeliscos, el engranaje cósmico quedaba accionado.
Ya eran inmortales.
Sólo se desprenderían de su recipiente humano para recuperarlo algún día.
Y con la felicidad que da la conciencia de ser un dios viviente, renovaron su amor en los templos, de manera privada, en su propia ceremonia de regeneración conjunta. La siguiente, comparada con la fuerza del amor que sentían el uno por el otro, sería una farsa para la galería, llevada a cabo por razones políticas.
Faltaban apenas unos días cuando recibieron la visita de Neferu, que apareció vestida como una criada. La faraón corrió a recibirla y la abrazó con fuerza.
—Espero que Tutmosis no te haya tratado mal, o conocerá de qué estamos hechas las mujeres de la sangre de Ah-Més Ta-Sherit.
Pero Neferu negó, nerviosa.
—No es eso. No me trata. Estoy casi presa, aunque me permite criar a mi hijo Amen-en Hat. No. No tengo queja. Es… Es Meryt.
Sen-en Mut se levantó de golpe.
—¿Qué le ha hecho?
—¿Hacerle? —gruñó Neferu—. La adora. Se trata de, más bien, qué le ha dicho. —Miró a su padre y las lágrimas escaparon violentamente—. Quiere matarte, padre.
Todos se sobresaltaron, conteniendo el aliento. Sen-en Mut se obligó a respirar y a tomar aire y reír, aunque fuera una risa fingida.
—¿Por qué habría de matarme? Otros ya lo intentaron. Aquí estoy protegido. No se atreverá a asaltar esta casa de manera abierta.
—Sí que lo hará. Durante el Heb-Sed de madre. Se corre la voz de que tus apariciones en la piedra sagrada responden a una intención de dar un golpe de estado y ser faraón junto a madre. Dicen… —¿Sí?
Neferu miró a su madre.
—Dicen que una mujer no puede tener el genio de un hombre, y que tus virtudes en realidad son las de padre. Creen que solo eres una marioneta en sus manos, y que estás legitimando tu propio reinado, como ya hiciste con el de madre.
Esta vez, la risa fue sincera.
—¡Pues mira, no es mala idea lo del golpe de estado! Tal vez deberíamos hacerles caso.
Pero Hatshepsut le hizo callar. No era tema para bromear.
—Tiene sentido. Es una excusa políticamente muy racional.
—Para eliminarme y dañarte. Para menoscabar tu poder, controlarte y que cedas. Lo siguiente sería matarte o recluirte, como a Neferu.
Su hija asintió.
—No creo que se atreva a matarte, pero padre lleva razón.
Hatshepsut pensó durante unos segundos.
—Bien. Esta misma noche abandonarás esta casa —decidió volviéndose hacia Sen-en Mut—. Buscaremos un sitio…
—¡No! Si debo huir, lo haré solo. Tutmosis tiene espías en esta casa. Si llevase conmigo un sirviente sería como pregonar al viento mi identidad. Me instalaré en una casa humilde y tomaré un sirviente local, alguien del vecindario, cuando esté instalado.
—Pero…
—Dinero no me faltará. E incluso será divertido. Me encantará ir al mercado, pasear, comprar por mí mismo… Ya no tengo nada que hacer. Hemos concluido nuestra labor para con el país, y para con nosotros mismos. Nada me queda… salvo esperar que, por las noches, vengas disfrazada y me ames. —Rio—. Seremos como los reyes de las antiguas leyendas, que se vestían como mendigos para saber de la situación real de sus súbditos.
Se abrazaron con pasión.
—Sólo lo sabremos nosotros, y… —De repente cayó en la cuenta—. ¿Por qué no ha venido Meryt? ¿Acaso no es libre de visitar a su madre?
Neferu bajó la cabeza.
—No sé la respuesta, salvo que parece compartir muchas de las ideas de su… marido.
Hatshepsut ocultó su cara entre sus manos. La voz de Sen-en Mut sonó rota.
—No puedo creer que nuestra hija nos odie.
—Evidentemente no desea tu muerte, pero no quiere volver a veros… sobre todo a ti, madre. A ti sí te odia. Y mucho. Deberías ver cómo…
Pensó que era mejor ahorrar los detalles, con razón. El corazón de la reina se encogió. Sollozó inconsolable. Sen-en Mut la abrazó tiernamente.
—Amón nos devuelve una hija y nos quita a otra. En todo caso, hay que agradecerle que nos haya informado.
—Sí. —Hatshepsut sorbió su llanto—. Tal vez cambie, como cambió nuestra Neferu. —Miró a su hija—. No sabes cuánto sufrimos contigo. Pero hoy estás junto a nosotros. Gracias a la diosa.
Neferu les abrazó.
—A veces desearía ser una simple campesina, como vas a ser tú ahora. —Acarició la suave barba de su padre. Él sonrió.
—Pero entonces no tendrías algo que nosotros tenemos, pequeña. Tú incluida.
—¿Qué?
—La eternidad, mi amor, como Amón, Mut y Jonshu.
La fiesta fue la más fastuosa que Tebas conoció nunca. Duró cinco días, colmados de procesiones, actos de adoración y pleitesía al faraón por parte de todo el pueblo, desde los barrios más míseros hasta la más alta nobleza. Desde Tebas al Delta o a la más lejana catarata.
Todos los países enviaron a sus embajadores y representantes, incluso del país del Punt, cuyo comercio marítimo había quedado instaurado.
Todos los dioses, incluso los extranjeros, bendijeron a su igual, al faraón Maat-Ka-Ra Hatshepsut, desde sus capillas y templos.
La ceremonia principal fue un desfile, tras la procesión sagrada, en la que el faraón seguía a Amón en su barca a hombros de los sacerdotes.
Hatshepsut hizo ofrendas y quemó incienso en la barca del dios supremo, seguido de las más altas instancias eclesiásticas comandadas por un incómodo Hapuseneb. Detrás venían Tutmosis, la nobleza, representantes de comerciantes, campesinos, soldados, escribas, funcionarios, y así todos los gremios hasta lo más bajo del pueblo llano. Eran deleitados por actuaciones de músicos, bailarinas fuertemente custodiadas por soldados, pues los impulsos sexuales que despertaban habían provocado problemas otras veces. Probablemente, aquella sería la única ocasión en que el pueblo disfrutara de un espectáculo de semejante calidad, pues también hubo acróbatas, cantantes y heraldos.
Ante el dios, Hatshepsut recibió ambas coronas, la mitra blanca del alto Egipto asociada a Seth, y la corona roja del bajo Egipto, asociada a Horus y recibió la imposición de manos del dios.
Se mostró al pueblo con la capa del dios Ptah-Tachenen, como rey del Sur con la corona blanca y como rey del Norte con la corona roja.
Corrió a lo largo del espacio que simbolizaba el territorio de Egipto y llevó a cabo el rito que unía las Dos Tierras, el Sema-Tauy, portando símbolos adecuados a cada momento, como la rama, el aguamanil, el pájaro y el imytper, el documento que los dioses entregaban al faraón como propietario legal de su herencia: Egipto.
Fue llevada en un lujoso palanquín a hombros de los grandes nobles del Norte y del Sur hasta el santuario del templo, donde se repitió de nuevo la coronación.
Liberó las cuatro aves y disparó las cuatro flechas a los puntos cardinales, para conjurar a los enemigos más allá de las fronteras de Egipto, como el faraón-dios que todo lo ve y todo lo puede.
Resultó irónico para la reina tensar el arco y soltarlo, imaginando a sus enemigos sin identificarlos. Casi rio, dedicando una oración a Hat-Hor.
—Divina: ¿quién es mi enemigo? ¿En quién puedo confiar?
Mientras tanto, los soldados entraron como un vendaval en la mansión de la difunta reina madre, matando a cuantos criados se interpusieron en su camino, buscando a Sen-en Mut.
La que fue a su casa aquella noche para descubrir la afrenta fue una actriz maquillada, peinada y vestida como la reina, cumpliendo su papel a la perfección.
Una mujer temerosa y nerviosa, con paso corto, apresurado y frágil como el de un pajarillo, llegó a una vieja casa. El hombre que la recibió portaba ropas tan andrajosas como las de ella.
Sen-en Mut la introdujo en el interior casi en volandas y la tomó en brazos inmediatamente.
—Hola, mi diosa.
—Hola, mi dios.