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LA PROFECÍA

Aún se tomó unas semanas para coger peso. No quería aparecer ante su pueblo como una mujer derrotada, esquelética y débil, sino recuperada, bella y plena. Incluso se entrenó levemente en ejercicios físicos con su marido, aparte de entregarse a hacer el amor con Sen-en Mut con verdadera ansia, en la creencia de que los dioses les darían de nuevo la energía perdida a través del sagrado acto del amor supremo.

Ya no se amaban con el ardor juvenil, sobre todo tras su enfermedad. Era un acto más puro, más íntimo y sagrado, pues trascendía lo físico para convertirse en algo divino, místico y maravilloso. No necesitaban siquiera la penetración para amarse. A veces se limitaban a abrazarse y expresarse el amor que sentían con la mirada.

Pronto fue la mujer de antes, fuerte y bella, aunque parte de la fuerza maligna había quedado en ella y apenas podía dormir desde que hablara con Neferu.

Pero era consciente de que, con la ayuda de la diosa, había escapado de la muerte, y así lo verían sus súbditos.

Y para tal ocasión se presentó en Palacio, custodiada por su guardia personal, recuperada por Sen-en Mut y encabezada por el nubio Nehesy, quien se había prestado voluntario a un puesto que degradaba su nueva jerarquía, alegando que no había mayor honor que servir con dignidad a su legítimo faraón.

Entró de manera franca en el salón de actos y, como antaño, apreció de un plumazo que se había convertido en un circo, una corte mundana de nobles enjoyados, enanos arrogantes y cargos inmerecidos.

Se hizo el silencio de inmediato. El efecto de su aparición fue extremo, tanto en la sorpresa de aquellos que la consideraban muerta en vida, a los que regaló una mirada teñida de alegría indisimulada, como en las miradas de desprecio sin tapujos de los que se habían visto promocionados en ese periodo, pensando, arrogantemente, que no había vuelta atrás.

Todo quedó paralizado. El faraón, como su padre solía hacer, se deleitó estudiando la reacción de todos y cada uno de los que abarrotaban el salón hasta que el silencio se hizo incómodo.

—Dejadnos a solas. Debo hablar con el consejo real.

Muchos no se movieron.

—¡El de antes! —gritó con fuerza, sobresaltando al palacio entero.

Quedaron ella, Tutmosis, Hapuseneb, el visir y Nehesy.

Tutmosis se acercó a ella. Su reacción era la más previsible, pues bien sabía que sus facciones no se inmutarían. En su interior, las maldiciones debían estar sonando tan alto que los mismos dioses se sentirían ofendidos.

—Majestad, hemos rezado por vuestra recuperación, que celebraremos como se merece.

—Y mientras tanto has obrado a tu antojo.

Tutmosis se encogió de hombros.

—Había que gobernar y lo he hecho según mi criterio, que es el vuestro.

—Eso ya lo veremos. Por lo pronto, quiero que vuelvas a restablecer al antiguo personal de palacio.

—Eso no es posible.

—¿Por qué?

—Porque ahora soy yo el que tiene el poder.

—Quizás lo creas porque has comprado a unos pocos guardias, pero te equivocas. No hay peor soldado que el que lucha por dinero. En mitad de la batalla podrían cambiar de bando. En cualquier caso, controlas a la guardia de Tebas, pero, a una voz mía, los ejércitos se unirán a mi alrededor.

—Tú jamás enviarías al ejército a la ciudad de Amón, como nunca llevarías a tu pueblo a combatir entre ellos. —Se encogió de hombros—. Es tu naturaleza femenina.

Hatshepsut sonrió, aunque estaba aterrada.

—Permitiré que sigas creyendo eso. Ahora… dime: ¿qué pretendes?

—¡Oh! Nada. No vayas a pensar que yo he tenido algo que ver con tu enfermedad. Soy un hombre de palabra y creo en la tuya. Tenemos un pacto… ¿Recuerdas?

—Sí, lo recuerdo. Quedamos en que cuando tú estuvieras listo, y yo débil, pasarías a ser faraón.

—Así es.

—Pues mírame. —Abrió sus brazos, mostrando su cuerpo—. ¿Te parezco débil?

Todos la miraron. De nuevo reconoció la lujuria en los ojos de todos ellos. Se sintió renacida, aunque no miró a Hapuseneb para evitar encolerizarse; ni a Nehesy, de cuya fidelidad no dudaba.

—No. De hecho, y como te he dicho, nos alegramos de tu recuperación, aunque no puedes reprocharme haber obrado a mi antojo. Las noticias no eran buenas. Pero te has recuperado. Estás aquí, y eres el faraón… Y el pacto sigue en pie.

—Entonces… ¿Por qué cambiar?

—Porque hay una diferencia. Hasta ahora he sido yo el que se ha sentido oprimido.

El faraón tomó aliento. Estaba empezando a perder la paciencia. Pensó que Sen-en Mut se alegraría mucho si le mataba, como a su padre, pero iba a conseguir que aquella cara, rígida como una estatua, mostrase sorpresa.

—Me alegro. Así me ayudarás el año que viene en mi fiesta Heb-Sed de regeneración.

Estudió el rostro del joven. Un temblor leve en su ojo izquierdo fue bastante para saber que el golpe había mellado sus defensas.

—Pero… —balbuceó—. ¿Cuántos años…?

—Ya se cumplen quince años de reinado. Por otra parte, la voluntad de los dioses es atemporal, y debo recuperarme plenamente en la confianza de Amón-Ra… Pero no pareces muy alegre. ¿O acaso te niegas a asistirme?

El silencio fue tenso. Casi podía oír su cabeza funcionar.

—En absoluto. Lo haré encantado.

—Lo anunciaremos, pues. En cuanto a este sucedáneo de consejo real…

—¡Debes ratificar mis cambios, como yo acepto los tuyos!

—Los mantendré a prueba confiando en tu buen criterio, y espero que se comporten con rigor. No quiero cargos decorativos, sino trabajo.

—No los habrá.

—Bien. Dejadnos un momento.

Todos salieron.

—Espero que seas sincero. No tienes que aparentar nada delante de tu corte.

—No me hace falta. Soy sincero.

—¿Por qué has rechazado a Neferu?

—¿Tú me lo preguntas? Porque es insoportable. Deberías hacer lo mismo. Me consta que me la diste para librarte de ella.

Hatshepsut sonrió.

—Llevas razón. Ya sabrás lo que es ser padre —ironizó ella, sondeando cuánto sabía él.

—Sí. Me temo que lo sabré en breve.

Las alarmas sonaron en la mente del faraón. Tenía espías en su propia servidumbre.

—¿Qué quieres? Si la rechazas a ella, rechazas al hijo que lleva dentro.

—Los quiero a ambos. Les trataré con dignidad.

—Bien. En cuanto a Meryt… Ya puedes dejarla ir.

Esta vez Tutmosis no contuvo la sorpresa.

—¿Dejarla ir? Si es ella la que quiere estar conmigo.

—No lo creo.

—Habla con ella.

—Lo haré, pero no entiendo qué quieres de ella.

—La quiero como gran esposa real. La amo. Tú, que conoces el amor, y siendo tan afortunada, no deberías oponerte.

—Y no lo haré si ella no miente.

—¿Por qué habría de mentir? Es bella, obediente, dócil y buena compañera. No pretende gobernarme y no me causa dolores de cabeza. Es perfecta.

—Espero que sea así. Envíamela. Ahora quiero hablar con Hapuseneb a solas.

El sumo sacerdote entró en la sala. Hatshepsut apenas había tenido tiempo de respirar profundamente para calmar sus nervios. La primera parte de su plan parecía haber salido bien, aunque no confiaba en la palabra de nadie. El faraón se había despojado de su capa y un vestido de fino lino casi transparente cubría su cuerpo desnudo. Quería provocarle.

Él se obligó a mirarla a los ojos, sabiendo que no tendría mucha paciencia.

—Mi señora.

—¿A quién sirves ahora, Hapuseneb?

—A vos, como siempre.

—No lo creo. No he recibido ni una visita tuya. Has permitido cuantos cambios se le han antojado. Me da la impresión de que le has ayudado a alzarse contra mí. Y esta es la más inocente de mis suposiciones. Podría llegar a pensar que he sido envenenada y buscar alguien sobre quién dirigir mi venganza.

—Le he ayudado a cumplir con sus obligaciones religiosas y a venerar al dios, mi señora.

—Ya veo. Queda muy clara tu respuesta. Creía que tendrías la valentía de hacerlo con franqueza en lugar de mentir.

Vio cómo se crispaban sus manos. Le observó suspirar, aspirando con fuerza su perfume cuando se le acercó. No movió su cabeza para seguir su mirada por su cuerpo. Dejó que se recreara y se metiera más en la trampa que le había tendido, hasta que sucumbió.

—Yo podría ser vuestro enteramente…

Hatshepsut se apartó de él.

—¿Si te diera mi cuerpo? La respuesta es no. Ahora, déjame.

Dio media vuelta y se alejó, caminando con paso felino, dejando al sacerdote temblando de deseo.

Se reunió inmediatamente con Sen-en Mut. Le contó todo, salvo la conversación con Hapuseneb, pues temía su reacción, y el daño que le causaría la traición de aquel al que tenía como un hermano.

—Me preocupa —dijo él— porque es prudente. Podría haberte desafiado. Estaba en una buena posición. Quizás haberse negado a consentir tu Heb-Sed… Pero no lo ha hecho. Es muy inteligente, y eso no es bueno.

—Al menos me respeta.

—No te confíes. Es como una serpiente. Atacará cuando le des la espalda. Estudiará tus puntos flacos. Comienzo a pensar que pudo ser el instigador de tu envenenamiento.

—Esperaremos unos años y abdicaré. Pero aún no está listo. Sigue acumulando deudas con la nobleza, y con el ejército, que deberá pagar, lo que le augura un reinado débil. Le ayudaré a recibir el país sin cargas.

—Eso no sucederá mientras no confíe en ti. Y es evidente que eso no va a pasar.

—Pero le ayudaremos; por el bien del país.

—Allá tú. Sería más fácil librarnos de él y terminar de una vez con los problemas. El hijo es igual de ladino que el padre; pero mucho más peligroso, porque es imprevisible.

—No romperé un juramento. Por otro lado, sin hijos varones no haríamos sino poner en peligro el país.

—Los médicos dicen que Neferu espera un varón. Ya tienes un heredero.

—Que podría no nacer vivo. O morir en su infancia. Recuerda a mis hermanos. No. Por lo menos hasta dentro de unos años no podemos pensar en esos términos… Y no quiero poner en peligro nuestra eterna felicidad juntos por un… por otro asesinato. Los dioses tal vez tolerarán el del padre en un juicio, pues hubo una causa justa, pero nunca que dieras muerte a su hijo por el simple hecho de ser ambicioso.

Sen-en Mut suspiró.

—Pues debemos ser muy cautos. Purgaremos el personal y localizaremos a los espías. Protegeremos el palacio. No quiero volver a pasar por lo mismo otra vez. Verte inerte a mi lado casi acaba con mis nervios.

Miró a su mujer con ojos ensombrecidos por el pesar, aunque se apresuró a cambiar de tema.

—¿Y qué hay de Neferu? ¿Es que vamos a entregársela a él?

—Exigirá la custodia de su hijo, y la madre le acompañará. Pero no temas: se ha comprometido a tratarla bien. Recuerda que escogió vivir con él, desoyendo nuestro consejo.

—Lo sé, pero me rompe el alma.

—Y a mí. Pero es madre, o lo será pronto.

—Ya. ¿Y si no cumple?

—Más le vale cumplir. No puede dejar de hacerlo ahora. Que lo hubiera pensado antes de dejar las medidas anticonceptivas.

Al día siguiente, el faraón recibió la visita de su hija Meryt, a la que abrazó con cariño, aunque sin sentirse correspondida.

Hubo un silencio tenso. La hija no mostraba señal de empezar a hablar, y la madre esperaba una explicación que no llegaba.

—¿No vas a preguntarme qué tal estoy? He estado a punto de morir y ni te has dignado visitarme.

—Ahora tengo mi propia familia.

—Entiendo. Debe ser la que le has robado a Neferu.

—¡No he robado nada a nadie! Ella se comportaba como la estúpida malcriada que es, y Tutmosis se hartó de ella.

—No comprendo qué te dijo para convencerte.

—No quieras saberlo.

Hatshepsut se rindió. No podía mantener aquella pose de reproche cuando era evidente que su hija no iba a hacer ningún esfuerzo por transigir. Abrió sus brazos hacia ella en actitud implorante.

—Hija mía… ¿Qué te ocurre? Antes eras cariñosa y ahora parece que nos odies. ¿Qué te hemos hecho?

—Di más bien «qué no te hemos hecho». No me disteis una parte del cariño que sí disteis a Neferu. Ahora ya sé por qué, y me parece mezquino y cruel.

—Eso no es cierto. Te hemos dado todo nuestro amor. Fue con Neferu con quien nos confundimos al abrumarla con responsabilidades por encima de su capacidad. Debiéramos haberla criado como a ti, sin agobios… ¡Y eres tú la que te rebelas!

—¡Vamos, madre! No seas hipócrita. Sabes tan bien como yo el porqué de mi actitud.

—No lo sé, y comienzas a preocuparme. Soy tu madre.

—Y yo reniego de una madre como tú. Gracias a Amón, ya tengo un marido que me ama por lo que soy.

—Te equivocas. Te quiere por mi sangre, y solo te tratará bien hasta que le des un heredero. Quizás incluso te deje de lado, ahora que Neferu va a tener un hijo.

—Eres tú la que se equivoca. Yo tengo algo que Neferu nunca le podría dar: voy a ser su esposa real y gobernaré a su lado. Te queda poco de gloria, madre, así que aprovéchalo. No pierdas tiempo intentando actuar sobre Tutmosis a través de mí. Hasta nunca.

Se fue. Su madre se quedó tan anonadada que apenas podía moverse. No podía explicarse a qué se debía aquel cambio.

Había una posible explicación, pero rezó a cuantos dioses conocía por estar equivocada, porque solo fueran los celos. Si la divina Hat-Hor le concedía la gracia, tal vez volvería como lo había hecho Neferu.