37
LA MALDICIÓN

Se despertó sudorosa. Apenas había dormido y sus sueños eran nerviosos y pesimistas. Sentía un intenso ardor en manos y pies.

Reconoció los síntomas de la fiebre alta. Estaba mareada y tenía dolor en su vientre.

Despertó a Sen-en Mut.

—Llama al médico y al hekau. Me encuentro muy mal.

Sen saltó de la cama y, al momento, un pequeño batallón de médicos la rodeaba.

Ordenó que solo su médico personal la atendiera, aunque sintió la preocupación de su marido.

Tras responder las preguntas del buen médico Rahotep, este requirió su orina y heces. Ella se sentó sin pudor en un orinal de cobre y se esforzó en expulsar sus fluidos.

Un buen rato después, cuando levantó el recipiente, sus manos temblaban.

Había sangre.

Sen-en Mut se acercó al ver su cara desencajada.

—¿Es posible que haya sido envenenada?

El médico pensó su respuesta.

—En principio no lo creo, aunque le administraremos algunos remedios que desechen esta hipótesis. Más bien parece ser obra del algún tipo de parásito. Últimamente viajáis mucho y recibís a agentes extranjeros que podrían haber tenido algo que ver.

Sen-en Mut explotó.

—¡Si es así, la furia guerrera de Amón quedará pequeña comparada con mi venganza!

—No me refería a un veneno. Tranquilizaos, por favor. Quiero decir que un alimento o bebida podría contener el parásito. Es muy común. Una ofrenda. Una copa compartida…

—¿Y podrás combatirlo?

—Lo haré, aunque se ha alimentado de su alteza y no sabemos cuánto daño ha hecho. Intentaremos envenenar al parásito sin dañar a su alteza, y trataremos de enmendar el daño causado.

Hatshepsut apretó la mano del médico.

—¿Viviré?

—Es pronto para asegurarlo. Dependerá de los días siguientes a la administración del remedio. Por cierto… No deberíais tener un contacto…

—¿Íntimo?

—Así es. Podríais contagiaros del mismo mal.

—No me hagáis reír.

El médico comprendió que no podría evitar el contagio.

—Haré más remedio y vos también lo tomaréis.

—Pues elaboradlo… sin errores —dijo Sen-en Mut con demasiada firmeza.

El médico asintió. Estaba acostumbrado a las amenazas.

—No suelo ser partidario de otros métodos, pero…

—¿Pero…?

—Llamad a un buen hekau. A veces los magos triunfan donde los médicos fallan, y en vuestro caso yo no negaría la ayuda, por peregrina que parezca.

Se fue. Hatshepsut miró a Sen-en Mut.

—¿Quién gobernará el país?

—Me da igual. Como si se hace la noche eterna. No hables de eso.

—Pero tendrás que…

—¡No! Es cosa de Tutmosis.

—Pero…

—Lo sé. Se aprovechará. Pero no hay forma de evitarlo. Que rece bien para que mueras, porque, al volver, cuando te recuperes y veas lo que ha cambiado, la leona Sekhmet será benévola a tu lado.

Hatshepsut sonrió.

—Tal vez sea demasiado tarde.

—Tal vez. Pero ese daño se causó hace tiempo. No voy a luchar contra el ahora. —La miró con cariño—. Dime que tú hubieras dejado mi lecho para ir a gobernar el país.

Hatshepsut sonrió de nuevo y le besó.

—Que así sea.

Los días siguientes, el faraón apenas transitó entre el sueño incómodo de los enfermos y la realidad.

Tan pronto soñaba con infinidad de imágenes que se agolpaban en su mente, superponiéndose y mezclándose en una dolorosa locura, como todo se ralentizaba y sus peores temores se materializaban ante ella.

Tan pronto se le aparecía Tutmosis II, diciéndole entre risas que su hijo se encargaría de que el cuerpo del que había sido su esposa se pudriera y el alma perdiese la tan anhelada divinidad, como soñaba que los gatos se apartaban de su camino y los peores espectros nocturnos la atacaban. Otras veces su marido la dejaba, o Hapuseneb la violaba salvajemente…

Los pocos momentos en que despertaba de aquellos horribles sueños sufría un terrible dolor de cabeza.

De vez en cuando, reconocía su estancia y a su querido Sen-en Mut a su lado. Entonces sus ojos se llenaban de lágrimas, pues la peor de las pesadillas era aquella en la que él se iba para no volver. Agradecía a Hat-Hor que siguiese allí, y le pedía que volviera a encontrárselo cuando despertara de nuevo, si es que lo hacía.

—Mi amor. Mi diosa.

Ella asentía, casi sin fuerzas para hablar. Miró sus manos esqueléticas, apenas sin carne. Sentía que casi nadaba en un mar de su propio sudor y, al poco, su cuerpo era presa de violentos temblores de frío intenso. Las sirvientas no daban abasto a cambiar sus sábanas y limpiar su piel, que en algunas zonas le escocía, horriblemente agrietada como la corteza del cedro, por la continua sucesión de frío y sudor.

La fiebre no remitía.

Cuando estaba consciente, el placer de la compañía de su amor le era robado por la insistencia del médico, que hacía valer su papel de responsable de la vida de la paciente y la asediaba con preguntas constantes.

—Majestad. ¿Me comprendéis?

Ella asintió con la cabeza.

—Hemos logrado expulsar el parásito, pero el daño causado es importante. Os estamos aplicando remedios que lo neutralicen y os repongan, pero depende de vos y vuestra fuerza. Luchad y sobreviviréis.

Ella seguía asintiendo. Comprendía, pero parecía hallarse muy lejos de allí.

Y pronto volvía a caer en los mismos sueños agotadores.

Parecía como si su alma se fuera alejando de su cuerpo. En las ocasiones en que volvía a la lucidez no sentía dolor ni sensación alguna. Solo veía los extraños ritos de los hekau a su alrededor.

En los breves momentos en que se sentía ella misma, era obligada a comer por encima de las náuseas y los vómitos, pues los nervios la consumían por dentro y devoraban sus fuerzas.

Lo que sí agradecía era el agua fresca con limón, que calmaba su fiebre y reponía los líquidos que perdía por la piel.

Perdió por completo la noción del tiempo. Cuando despertaba, rogaba a los hekau un sueño sin pesadillas, relajante y reponedor, en vez del martirio incesante de imágenes terribles y confusas que la agotaban física y mentalmente.

Rezaba con todas sus fuerzas a Hat-Hor. Le pedía que alejara al demonio que ocupaba su alma para poder descansar.

En el punto más álgido de su enfermedad, apretaba la mano de Sen-en Mut y le rogaba entre sollozos que la liberase. Quería descansar. No aguantaba más. No podía ver las lágrimas de impotencia de su marido, ni escuchar sus respuestas tranquilizadoras. Le decía:

—Piensa en mí. En tus hijas. En tu país. En tus enemigos…

Despertó.

Abrió los ojos con calma, temerosa de encontrar una nueva pesadilla, como tantas veces.

Frente a ella estaba su hija Neferu.

—¡Madre!

Hatshepsut no supo qué pensar. Durante el último año, su hija prácticamente había hecho vida de esposa de Tutmosis, aunque no de manera oficial. Parecía haber tomado partido hacia él, en una elección orgullosa para demostrar por puro despecho que era ella la que decidía casarse, no la que obedecía a su madre y reina.

Así que se preparó para una pesadilla de reproches y acusaciones. Quizás se transformara en un animal en mitad de la conversación, o la golpeara…

No había podido odiarla, pues hubiera sido como odiarse a sí misma. No podía evitar comprenderla, y así se lo intentó manifestar varias veces, pero Neferu había escogido y se negó a ver a su madre, salvo que fuera llamada por ella.

Lo que sí le había reprochado era no haber acudido a su cama ante su enfermedad grave…

Y ahora lo hacía como una pesadilla.

… Aunque sus ojos aparecían secos de llanto, rodeados de profundas ojeras.

—Hija mía.

—¿Te vas a morir?

Hatshepsut sonrió.

No lo había pensado. Tanto le daba. Pero sonrió porque, decididamente, aquello no debía ser una pesadilla.

Se esforzó por hablar, pero su garganta estaba tan seca que no pudo articular una palabra. Neferu le trajo agua fresca que tomó con avidez, como si no hubiera bebido en días.

—No lo creo. Si la diosa lo hubiese querido, ya estaría con ella. Dame más agua.

—¿Estás mejor?

—Ahora que tú estás aquí, sí. Descansaré más tranquila.

—¿Puedo quedarme contigo y con padre?

Hatshepsut sonrió. Se habían reconciliado. Ella había despreciado el amor de su padre, encontrándole poco resolutivo ante las decisiones del faraón. Resultaba irónico que su propia hija no comprendiese que su padre creía en la reina como una persona de valía, independientemente de su sexo. Su propia hija pensaba como casi todos: que las mujeres debían ocupar un papel secundario, y odiaba que su padre se apartase de su responsabilidad como parte dominante del matrimonio.

Pero es que no había tal parte dominante. Eran uno para el otro, iguales en todo, y solo la sangre de ella hacía que ocupase una posición social más alta que la de su marido, que se negaba a recibir cargos. Sen-en Mut solía decir que su labor era ocuparse de ella.

Siempre había pensado que su distanciamiento era cosa de Tutmosis, con la firma indeleble del infame Ineni, que acaso la seguía acosando desde el infierno que ocupase, pues seguro lo manejaba ya a su entera voluntad.

Y ahora se habían reconciliado. Dio gracias a Hat-Hor en silencio. Tal vez las cosas no habían degenerado tanto como habían supuesto. De momento, su hija había entrado en razón. Eso justificaba cualquier otro cambio.

Se durmió. Fue un sueño tranquilo, sin pesadillas, tan placenteramente vacío que se despertó fresca y seca, sin sudor ni fiebre, aunque tan débil como un pajarillo caído de su nido.

Neferu la besó.

—El médico dice que has mejorado mucho.

—Gracias a ti. Incluso tengo hambre. Es una sensación estupenda.

Las dos rieron. Comió como un niño de las manos de Neferu y su padre, que casi se peleaban entre bromas por darle de comer y beber.

—Ahora ya sé que me pondré bien —dijo—. Espero que el visir y la corte no me echen en falta.

Padre e hija se miraron en silencio. Sen-en Mut la sonrió con condescendencia. Eso le preocupó. Algo iba mal.

—¿Cuántos días he pasado enferma?

—Lo importante es que ya estás mejorando.

—¿Cuántos? —gritó.

—Sesenta y cuatro.

—¡Amón divino!

Sen-en Mut rio.

—Casi has tenido que verle. Pero ahora estás aquí —bromeó—. Duerme y recupérate cuanto antes, que ya habrá tiempo para gobernar. —Volvió a mirar a Neferu. Le estaban ocultando algo.

Estaba agotada y los ojos se le cerraban, pero no pudo evitar preocuparse. Esas miradas decían mucho. Algo muy malo estaba pasando. Deseó que su sueño no se viese alterado por las malas nuevas cuando parecía haber encontrado de nuevo la paz.

Abrió los ojos.

Oscuridad.

Era de noche. Cuando su visión se acostumbró a los leves destellos, comprobó que se hallaba en otro lugar. Ligeramente familiar, pero extraño al fin.

La primera reacción fue de pánico. O estaba en medio de una pesadilla o no estaba en su casa.

Pero todo estaba tranquilo y se calmó poco a poco, sobre todo al reconocer la respiración de Sen-en Mut y Neferu a su lado, en sendas camas junto a la suya.

Las ropas que vestía eran ligeras y ya no sentía la piel áspera y reseca, sino suave y lisa. Le habían aplicado cremas hidratantes. Se sentía muy bien.

Tenía algo de sed, pero no quería molestarlos. Comprobó su fuerza deslizándose a los pies de la cama. Se puso de pie lentamente y caminó unos pasos, entre mareos, hacia el umbral de la cámara, recorriendo la primera parte del pasillo.

Pero el esfuerzo era demasiado. La visión se le nubló y el calor se concentró en su cabeza.

No llegó a golpearse contra el suelo. Unos brazos fuertes la recogieron delicadamente.

Enseguida recuperó la conciencia, mientras Sen-en Mut la llevaba de nuevo a la cama.

—¿Dónde estamos?

—En el palacio de tu madre, Ah-Més Ta-Sherit, que ahora es tuyo.

—¿Por qué?

Su marido se encogió levemente de hombros, aún cargando con ella. Seguía siendo un hombre fuerte.

—Es… mucho más sano que palacio. Más fresco y ventilado. Sus aires y sus aguas son mejores y no tiene la humedad del río.

—Ya. Vas a tener que explicarme tarde o temprano todo lo que me he perdido.

—No hay prisa, mi amor. Duerme.

Volvió a caer rendida entre el cobijo amoroso del hombre por el que no le importaría morir.

Pasó algunos días más durmiendo, comiendo y recuperándose.

Una mañana se despertó especialmente hambrienta y fuerte, sintiendo el calor del cuerpo amado junto a ella.

Se acurrucó contra él, buscando su vientre con las manos.

—¿Mmmm?

—Ven a mí.

—Pero… es pronto. ¡Te agotarás!

—No. Al contrario. Me dará fuerzas.

No tuvo que insistir mucho. Su marido se endureció al instante, situándose sobre ella con delicadeza.

La penetró lentamente, moviéndose con mucho cuidado, hasta que ella se cansó de sutilezas y le empujó hacia su cuerpo, suspirando. Él abandonó la cautela, liberando más de dos meses de nervios y contención. Apenas unos cuantos movimientos apresurados y ambos llegaron a un intenso frenesí, que fue para los dos como el primer sorbo de agua tras cruzar un desierto.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó.

—Hambrienta. Sedienta. Fuerte. Feliz. Ansiosa.

—¿Ansiosa?

—Por saber. Ya basta de secretos. Estoy curada. Puedes dejar de tratarme como a una niña.

—Puedo dar fe que has recuperado las fuerzas. Y eso me alivia. Temía tener que estar mimándote el resto de mi vida.

Llamaron a los sirvientes. El faraón degustó por primera vez en meses una comida sólida, totalmente normal, que le supo a gloria, aunque enseguida se sintió ahíta.

—Ahora, las noticias.

Sen-en Mut suspiró.

—No son buenas.

—Me da igual. No por eso debemos ignorarlas.

—Tienes razón —respiró hondo—. Tutmosis.

—Ha rechazado a Neferu.

La expresión de sorpresa de Sen-en Mut se tornó pronto en una sonrisa de admiración.

—En efecto, estás curada. ¿Cómo…?

—Si no hubiera sido así… ¿crees que hubiera venido?

Su marido frunció el ceño.

—¿No crees que haya venido espontáneamente?

—Sé que tú quieres creer eso. Que Hat-Hor me perdone, pero no, no lo creo.

—Que nos perdone a ambos, pues así es. Vino por egoísmo. Despechada y despreciada por su marido. No tenía dónde ir. Debería haber sido más duro con ella, tal y como ella hubiera deseado de mí antes… Pero la acogí con cariño.

Hatshepsut pensó en el conflicto interior que debió sufrir su marido. Acarició su cara.

—Hiciste lo que debías.

—Creía que me odiarías también por ser débil.

—¿Odiarte por ser bueno? No podría.

Se besaron con ternura.

—Lo que no comprendo es por qué. Tutmosis tiene mucho que perder rechazándola. Es la llave que le hará faraón. Sin Neferu podemos encontrar cualquier otro hombre legítimo para reinar. Incluso tú mismo. Le tema por más inteligente.

—Pues me temo que lo es. Será faraón.

—¿Cómo?

—Ha encontrado una nueva esposa. Aún no lo hace en público, pero me consta que ya están unidos.

—¿Quién…?

El aire desapareció de sus pulmones al comprender. Se llevó las manos a la boca.

—¡Meryt!

Sen-en Mut asintió con la cabeza, triste. Hatshepsut no daba crédito a la noticia. Le costó mucho asimilarla.

—¡Pobre Neferu! Debo hablar con ella.

—Está fuera. La haré pasar.

—¡Espera! Aún no. Hay más preguntas. ¿Qué hacemos aquí?

Una larga pausa mientras él tomaba aire le dijo que no era una noticia fácil de dar.

—Tutmosis ha tomado el gobierno del país.

El faraón se encogió de hombros. Ya se estaba cansando de tanto rodeo.

—Eso es lógico. Aunque no creo que haya hecho muchos desmanes. No ha tenido mucho tiempo.

—Sí lo ha tenido. Y le ha bastado. Ha hecho una nueva purga en Palacio. Y ha buscado apoyos en la vieja nobleza, que idolatraba a Ineni. Se han puesto a sus órdenes con verdadera felicidad. Incluso hay una rama del ejército a la que está comprando con tu dinero.

—¡Corrupción!

—Así es. Ya no confiaba en los sirvientes, por lo que decidí venir aquí con los incondicionales, aunque estamos muy bien… custodiados.

Hatshepsut sonrió.

—No me lo digas. Ha llenado el palacio de enanos.

—Fue lo primero que hizo.

Los dos rieron hasta llorar. Todo parecía relativo, ahora que había escapado de la muerte. Todo parecía tener arreglo, menos lo de Meryt. Debió tener una razón poderosa para sustituir a su propia hermana en el lecho del joven rey.

Sen-en Mut se retiró y al poco entró Neferu, que se arrojó en sus brazos llorando. Hatshepsut no sabía por quién.

—Padre dice que ya estás bien del todo.

—Gracias a la diosa y a tu ayuda.

Neferu vaciló y su voz sonó rasgada.

—¿Te lo ha contado?

La reina asintió con gravedad. Su hija rompió a sollozar agitadamente.

—¿Podrás perdonarme?

—No hay nada que perdonar.

—Sí lo hay. He comprendido lo egoísta que he sido solo cuando estaba a punto de perderte. Si llegas a morir…

—También fue culpa mía. Eres mi sangre, y tu felicidad debía ser lo primero. Pero eres tan parecida a mí… —Acarició sus mejillas húmedas—. Debes intentar comprenderme, como yo ahora comprendo a tu abuelo, al que llegué a odiar casi tanto como tú a tu padre por obligarme a desposar a tu tío. El bien del país a veces comporta la infelicidad. Será la razón por la que no me importará perder el trono.

—Pero… No lo vas a perder, ¿verdad?

La sonrisa felina de desafío le dijo a Neferu, mejor que las palabras de cualquier médico, que estaba curada.

—Dime —continuó la reina—. ¿Te has reconciliado de verdad con tu padre? Él lo ha pasado peor. No se merecía tu desprecio.

—Lo sé, pero llevamos ya un mes juntos y creo que me ha perdonado.

—¿Lo crees? ¡Por Hat-Hor! ¡Claro que te ha perdonado! Pero yo te pido que no vuelvas a decepcionarle. Una vez yo también pasé por eso. Puede parecer otra cosa, pero es el hombre más bueno e inteligente que jamás ha conocido el país, y no hay cosa que le haga más infeliz que la indiferencia de aquellos a quienes ama. Créeme: no he conocido una persona con mayor capacidad de amar sin recibir nada a cambio. No le importa perder la riqueza, la posición o la vida misma… Pero perder el cariño de los suyos es un castigo inhumano para él.

Acarició los cabellos de su hija.

—Tú siempre le has visto como el hombre sencillo que quería ser contigo porque pasó su juventud agobiado por un padre que no le quería y no quería imponerte responsabilidades, sino solo darte cariño. La política no iba contigo. Siempre presumía; decía que algún día serías faraón como yo, pero jamás se atrevió a darte ni una sola lección de gobierno o estrategia porque pensaba que tal vez perdería tu cariño, como él perdió el de su padre. Y es una pena que le hayas visto como un hombre corriente, porque no lo es en absoluto. —Suspiró—. ¡Cuando pienso a dónde hubiera llegado sirviendo a un faraón… más… ortodoxo!

—¿Te refieres a un hombre?

—Sin duda —sonrió—. Hubiera dejado pequeño incluso a Imhotep. Hubiera llegado a ser como él, un dios, no por nacimiento o casamiento, sino por su propio genio.

—Tal vez aún lo sea.

—Lo merece. Piensa que, por mucha sangre divina que lleve en mis venas, si he sido faraón es gracias a él. Rezo por su eternidad todos los días. Y no solo porque su inteligencia y sus obras lo merezcan, sino porque le quiero conmigo para siempre, más allá de nuestra muerte. Le quiero tanto que me siento culpable de acapararlo. Le quiero tanto que me siento culpable porque me hubiera gustado encontrar un hombre así para ti y para Meryt.

El gesto de Neferu se torció. Hatshepsut se maldijo. Lo había olvidado. No tenía que haber mencionado a su hermana. Ahora no podría evitar entrar a fondo en la herida abierta. Suspiró.

—Dime: ¿qué ha ocurrido para que Tutmosis haya preferido a tu hermana?

—No lo sé. Puedo explicar el hecho de que no me soporte, pues me comportaba con él de manera tan orgullosa como tú un día debiste recibir a tu mayordomo.

Ambas sonrieron, cómplices.

—Altanera, caprichosa… Quería mostrarle quién mandaba. —Rio—. Sabía que no me rechazaría, pues sin mí no era más que un príncipe de segunda sangre. Pero jamás pude imaginar que sería capaz de seducir a Meryt. No sé qué le habrá dicho, porque de pronto pasó de la indiferencia más absoluta al odio más extremo. Si no hubiera venido aquí me pregunto si no me hubiera envenenado. Incluso me pregunto si no te envenenó ella misma.

—¿Meryt? ¡No puede ser!

—¡Pues lo es, madre! Ha cambiado. No sé por qué nos odia ahora, pero, sea cual sea el veneno que los hekau de Tutmosis han vertido en ella, es muy poderoso.

Hatshepsut intentó sonreír.

—No te preocupes. Si el que usaron conmigo no ha funcionado, el otro tampoco lo hará.

Pero Neferu retuvo sus manos, agarrándolas con más fuerza. Su voz comenzó a sonar desesperadamente triste.

—No quería volver con él después de comprender que mi felicidad no existe sino aquí, junto a vosotros.

—Entonces… ¿cuál es el problema?

Una larga pausa.

—Que estoy embarazada.

Hatshepsut no supo qué decir. Las lágrimas acudieron a sus ojos, aunque no eran por Neferu.

Se abrazaron.