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LA FIESTA

Aquel año se celebró por primera vez en aquel nuevo templo la «Bella Fiesta del Valle». La oficialización del templo de eternidad del faraón, el día que sus puertas serían abiertas y los dioses ocuparían su lugar en él.

Todo debía hacerse conforme al estricto protocolo divino, aunque ya antes habían sido oficiadas ceremonias privadas de acogida a cada dios en su santuario concreto. Sen-en Mut no quiso dejar nada a la improvisación, ni a una ceremonia pública que alguna voluntad torcida pudiera estropear.

Incluso se reservaron espacios en los muros Norte-Noroeste de palacio para aquella ceremonia y sus crónicas posteriores.

La fiesta duraría dos días completos.

El faraón salió de su palacio junto a su marido. Detrás de ellos, el joven rey y su esposa oficial, la princesa Neferu, la familia real, encabezada por Meryt, y los grandes del reino.

Se trasladaron por barco a la otra orilla. Acompañaron a la barca de Amón en solemne procesión hasta el templo de eternidad de Hatshepsut, donde fue recibida por el faraón y las estatuas de los reyes muertos y divinizados, y dieron comienzo las ofrendas, entre las que se hallaban los árboles de incienso y olíbano que habían sido plantados en las terrazas.

También se llevaron a cabo los ritos de glorificación del faraón en los patios.

Más tarde, y para culminar la ceremonia, entraron en el santuario por la grandiosa puerta de Maat-Ka-Ra, cuyo nombre era «Amón está satisfecho a causa de sus obras», labrada en enormes bloques tallados de granito rosa.

Pasaron a la primera estancia, con tres nichos en cada una de sus paredes Norte y Sur. Los del Norte albergaban estatuas de Tutmosis III, con las que cumplía su trato con el rey, y los del Sur estatuas de ella misma, como igual y faraón.

En el muro Este se representó al faraón Hatshepsut seguida de Tutmosis III, ofrendando a la barca de Amón junto a Neferu.

Y en la pared Oeste, su padre, Tutmosis I, la reina Ah-Més-Ta Sherit, su madre, su hermana Neferu-Bity y Tutmosis II recibiendo culto como dioses que eran.

Esta fue la pared que recibió más ofrendas y rezos. En ella, los portadores dejaron la barca procesional del dios Amón sobre un reposadero en forma de altar; a su lado se situó Hatshepsut, iluminada por las antorchas que portaban sus acompañantes.

En el momento del crepúsculo, la reina consagró la Gran Ofrenda. Los sacerdotes portadores de la luz encendieron las cuatro antorchas alrededor de la barca, sobre su altar, junto al que se habían dispuesto también cuatro pequeños estanques artificiales que contenían leche y constituían el llamado «lago de Oro».

Hapuseneb, que sostenía una de las antorchas, miraba fijamente a la reina con ojos encendidos y apenas disimulo. Hatshepsut pensó que cada día era más notoria su pasión y que tendría que tomar cartas antes de que Sen-en Mut se diera cuenta y se sintiese traicionado por su amigo; quizás incluso por ella misma al no habérselo contado antes.

Su amor portaba otra de las antorchas, y no podía advertir la mirada de su amigo, ya que, por un lado, el brillo de la luz le cegaba y, por otro, no tenía ojos sino para ella. Pu-yem-Ra y Nehesy llevaban las otras dos antorchas.

Cada uno de ellos en uno de los cuatro puntos cardinales, todos mirándola fijamente.

Se había vestido y maquillado para la ocasión con una larga peluca negra, regalo de la reina del Punt. Vestía un faldellín al estilo masculino, aunque de una seda que apenas velaba el contorno de su figura y dejaba entrever el vello negro de su sexo, y una chaqueta larga de la misma seda que dejaba ver sus senos entre largos collares de piedras preciosas.

Se sentía joven y deseada, y eso le hacía sentir excitada de un modo que apenas recordaba. No la excitación que sentía cuando su marido le prometía una larga noche, sino algo callado, pícaro, prohibido y malicioso… Algo indecente.

Una fantasía extraña que jamás llevaría a cabo, pero que encendía el calor en su vientre. Le gustaría ofrendar al dios su pasión con los cuatro hombres, que la miraban con deseo inequívoco, por mucho que jamás pensara cumplir aquella fantasía, porque ella era de un solo hombre.

Pero resultaba tan agradable sentirse aún bella y deseada que… sintió vergüenza al reconocer sus pensamientos. Sentía la humedad en su entrepierna y se preguntaba si ellos podrían llegar a percibirla a través de la túnica. Estaba excitada y deseaba tocarse para calmar su deseo.

Pero el protocolo le impedía hacerlo, y no pudo evitar sonreír al pensar la reacción de los cuatro si la vieran retorcerse como una gata. Se obligó a pensar en la ceremonia para evitar pensamientos tan incómodos.

Fijó su mirada en el brillo de las antorchas, que estaban asimiladas a las regiones de la bóveda celeste para rechazar las influencias nefastas que pudieran atacar a la barca divina.

Al amanecer, los cuatro apagaron sus fuegos en los recipientes de leche como símbolo de resurrección de los difuntos.

Sin dormir, sacaron la imagen divina de la barca y la introdujeron en la segunda estancia del santuario, donde se les unió Tutmosis III, que ofrendó incienso y bolas de natrón a Amón para su purificación.

Y, finalmente, la estatua fue depositada en su naos, en la última sala del santuario, donde Amón-Ra residiría durante dos días y una noche, tras lo que sería llevada de nuevo a su templo.

Apenas fue concluido el rito, Hatshepsut retuvo a Sen-en Mut en la primera estancia, junto al reposadero de la barca, donde había pasado una noche de fantasía sintiendo la energía poderosa del deseo de cuatro hombres.

No dijo nada. Arrancó el faldellín de su amante y le tumbó en el lecho de piedra, sentándose sobre él con la premura de una adolescente, rememorando las miradas de fuego y su fantasía oculta.

Sen-en Mut se dejó llevar, intuyendo la causa de su fuego.

Al terminar, bromeó.

—Esto no estaba en el protocolo. El año que viene me ocuparé de que los portadores de luz sean enanos feos como Bes.

Los dos rieron casi hasta ahogarse.

Al poco de la ceremonia, hizo llamar a Hapuseneb a una entrevista privada. El sacerdote de Amón acudió puntual. Su mirada no había perdido ni un ápice de aquella insolencia hirviente.

—Amigo mío, empezaré diciendo que eres para mí un hermano, como siempre lo has sido para mi marido.

Hapuseneb inclinó la cabeza en señal de reconocimiento. Al menos conservaba la caballerosidad. Hatshepsut asintió con la cabeza y continuó:

—Hace tiempo, me hiciste una oferta que me honró como mujer, pero me ofendió como esposa de tu hermano. Hoy veo en tus ojos la misma oferta, pero sin ningún atisbo de disimulo, sino tan solo una franca insolencia.

—Mi señora, en mi juventud, la educación y el respeto hacían que el disimulo fuera impenetrable. Me temo que, hoy, las pasiones queman a este hombre. Debéis comprender que, como sumo sacerdote, me impongo el celibato; no solo por mi obligación escrita de mantenerme puro en el templo, sino porque honro a Amón todo el tiempo.

—Celibato que no tienes por qué guardar —rio con sinceridad—. ¿Cuándo has visto a un sumo sacerdote casto? Sería tan innatural como un noble sobrio.

Los dos sonrieron, aunque la risa del hombre era fingida y duró poco antes de responder.

—Tal vez lo comprenderíais si supieseis que la única fuente de mi pasión sois vos.

El faraón abrió sus ojos con asombro. No podía creer que fuera tan grave. Intentó que su voz no sonase demasiado ofendida. Aún confiaba en llevar el tema a buen fin.

—Hapuseneb, te he dado algo más que mi confianza. Te daría todo cuanto me pidieses… salvo eso. Y no por prejuicios ni respetos mundanos. Lo he jurado ante la diosa, a la que yo también honro. Deberías respetar eso.

—Una ofrenda al dios en sintonía con su representante no es ninguna infidelidad, ni ofensa a ningún dios. Y es algo que se ha hecho siempre…

Hatshepsut se enfadó. Eso era más de lo que podía conceder a un amigo.

—¡Es algo que los faraones han hecho siempre! Y los sumos sacerdotes… —dejó que una irónica pausa hiciera su efecto—. ¡Hombres! Todos ellos hombres, que escogían el objeto de su ofrenda como yo escojo el mío; así que, por favor, no intentes tergiversar tu papel como hacía Ineni, sacerdote, ni ofendas a tu hermano deseando lo prohibido, porque, del mismo modo que te alzamos, te haríamos caer. —Hatshepsut no pudo ya controlarse. Estaba fuera de sí—. Os creéis muy inteligentes y no sabéis cómo tratar a una mujer. Es más fácil alabar la belleza e intentar utilizar la galantería, con lo que te hubieras ganado mi respeto, pero utilizas tu papel dominante como hombre y tu derecho a tratar a las mujeres a tu antojo. Pues bien, insultas mi inteligencia y la tuya, e insultas a tu faraón pretendiendo tomar su cuerpo con argumentos tan peregrinos. Ten cuidado, sacerdote.

Hapuseneb se limitó a encogerse de hombros.

—Si no pudisteis despojar a Ineni de su cargo, mal podríais hacerlo conmigo, que conozco vuestros secretos.

La reina no podía creer lo que escuchaba.

—No me provoques. ¡Recuerda a Tutmosis!

Al fin, los miembros contraídos del hombre parecieron relajarse.

—Mis disculpas. Tenéis razón.

Hatshepsut suspiró. Dejó que la ira pasara y respiró hondo. Tendió la mano a su amigo, que la cubrió con la suya.

—Estamos yendo demasiado lejos. Eres mi amigo. Mi hermano. Solo quiero que comprendas que no puedo darte lo que quieres. Lo he jurado, y ni yo ni los dioses me perdonarían.

—Pero en su día sí diste tu cuerpo a otro.

La reina se tensó de nuevo como si hubiera recibido la picadura de una serpiente.

—¿Qué sabes tú de mis motivos y de mis actos? Juré ante la diosa para reparar un error que no voy a volver a cometer. No te reconozco, Hapuseneb: eres otro. Y no me gusta. Así que decide quién quieres ser: mi hermano o mi enemigo. Toleraré tus miradas por el amigo que has sido, pero no tocarás jamás mi cuerpo. Pronúnciate. Aquí y ahora.

Hapuseneb se envaró. Se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Su mano pidió de nuevo el contacto con la de ella que, tras una larga pausa, accedió. De nuevo reconoció el honor con una leve reverencia.

—Os ruego que me perdonéis. Tenéis razón. Debo yacer con una mujer para que expulse los demonios de mi alma. No debo permitir que mis bajezas afecten a mi relación con su majestad y mi hermano.

La reina suspiró de nuevo, con alivio visible. Hubiera sido algo muy difícil de explicar a su marido, sobre todo si debía confesarle su infidelidad pasada.

—Haremos como si esta conversación no se hubiera producido. Solo pretendía llamarte la atención para que tu hermano no reconozca esas miradas en tus ojos.

Él sonrió.

—Es imposible. Sus ojos son solo para vos.

—Pero comprendes que no pretendía reprocharte que tengas esos sentimientos, sino rogarte que te comportes.

—Lo comprendo y lo agradezco. Y te ruego…

—No le diré nada.

—Gracias.

Ella le tomó las dos manos.

—¿Recuerdas que una vez hicimos un pacto en un barco? Quiero renovarlo. Sin dudas ni temores.

—No tengo dudas. Solo una admiración que a veces… rebosa lo protocolariamente necesario.

—Pues proyecta tu admiración en una mujer. Podrías tener a cualquiera. Un harén completo.

—Seguiré vuestro consejo.

—Gracias, hermano mío.

Pero sus ojos seguían desafiando la decencia.