—¡Han llegado! ¡Están de vuelta!
Oyeron las voces como un eco. Hapuseneb no escuchó los gemidos del faraón cuando entró en la alcoba como un león sobre una manada de gacelas, y repitió su frase mecánicamente, mientras identificaba una espalda sudorosa sobre un cuerpo arqueado de mujer.
—Han llega…
Los amantes sonrieron sin abandonar su unión. Se decía que un coito interrumpido podía generar energías negativas, y en el caso del faraón era una responsabilidad religiosa, además de un placer.
Hatshepsut, sonriente por la estupenda noticia, alcanzó a mirar a los ojos a Hapuseneb, visiblemente azorado, y le dijo con voz cortada por los embates de su amor:
—Tráenos a Nehesy.
Y dedicó de nuevo su atención a Sen-en Mut, no sin antes reconocer un brillo de excitación en los ojos del sacerdote, lo que no solo no le importó en absoluto, sino que la halagó como mujer.
No obstante, dudó si no había en ellos una sombra oscura de celos.
Hapuseneb tardó en retirarse unos segundos más de lo estrictamente necesario, aunque su presencia ya era indiferente. Salió sacudiendo la cabeza.
El faraón no dijo nada a su marido, segura de haber malinterpretado aquella expresión.
En cualquier caso, su amistad con el sumo sacerdote de Amón merecía cuando menos el beneficio de la duda.
Al fin y al cabo, esas miradas ya llevaban sucediéndose mucho tiempo y jamás habían pasado de eso. Una leve fantasía inocente.
Se vistieron entre risas.
Acudieron a una estancia privada donde les esperaban Hapuseneb, ya con la cara alegre que merecía el evento, el visir y Nehesy, al que abrazaron efusivamente.
Estaba extenuado. Se le había dado orden de viajar inmediatamente después de que los barcos tomaran tierra y no había tenido descanso alguno.
—Estás a punto de desmayarte. Traednos un desayuno digno de un héroe. —Pidió—. Nos contarás lo ocurrido mientras comemos —explicó a Nehesy con una sonrisa.
Nehesy no esperó a la comida para relatar su periplo; estaba tan ansioso de gloria como de comida.
—Como sabéis, partimos con cinco barcos y doscientos diez hombres del astillero naval. Viajamos como estaba previsto, bordeando la costa y, también como estaba previsto —sonrió—, nos atacaron. Conocían muy bien los datos y fechas del viaje. No pudo ser un ataque improvisado. Requería un conocimiento detallado y entrenamiento marcial.
Los presentes se miraron con desconfianza. Ya habría tiempo de buscar espías. Al fin y al cabo, la expedición había concluido bien a pesar de ellos.
—¿Cómo lo hicieron?
—Con barcas de pequeño tamaño, amparados por el silencio y la oscuridad de la noche. Incendiaron uno de los barcos, aunque pudimos controlar el fuego. Si el material de su construcción no hubiera sido la durísima madera de cedro del Líbano la nave se hubiera consumido en un suspiro. Pero los guardias dieron la voz de alarma inmediatamente y los soldados de los otros cuatro navíos repelieron el ataque mientras los marineros del barco incendiado se esforzaban en apagar el fuego.
—¿Cómo les hicieron frente si no podíais verlos?
Nehesy sonrió con orgullo, hinchado como un pavo real.
—Sí que podíamos. Lo tenía previsto y se echaron al mar luminarias flotantes. Tomé la idea de la fiesta de resurrección de Osiris, donde se elaboran linternas que flotan en el río sagrado para ayudar a Isis a buscar los restos de su marido muerto entre la oscuridad. El mar estaba en calma y pensé que serían útiles. Entre el fuego del barco incendiado y las linternas, los arqueros solo tuvieron que afinar el blanco con sus arcos largos. Os aseguro, alteza, que volvieron muy pocas de sus barcas.
Sen-en Mut rio como un niño.
—No esperábamos menos de ti. —Le abrazó con fuerza—. Continúa.
—El viaje se hizo muy largo por la ausencia de vientos, así que los remeros trabajaron de sol a sol durante muchas jornadas, ya que no queríamos permanecer más de dos noches en la misma región, por si acaso las tribus locales se envalentonaban y querían vengar a sus caídos.
»Pero al fin llegamos. Nos esperaban los hombres de piel más oscura que jamás haya visto, y yo soy nubio —rio—. Al principio tomamos demasiadas precauciones y eso me preocupó, pues un soldado nervioso podía disparar su arco y terminar con el éxito de la misión antes de que empezara, pero al fin todos se controlaron, y entre la buena disposición de los puntianos y el respeto que les imponían nuestros soldados, el ambiente se relajó.
»Descargamos la estatua y comenzamos el viaje hacia su capital, bordeando la desembocadura de un gran río en el que convivían especies de agua dulce y salada, como en el delta, aunque de naturaleza distinta. Durante los días de viaje observamos jirafas, rinocerontes, monos de muchas clases, panteras y leopardos. El calor era sofocante por la humedad. No parábamos de sudar. La vegetación era tan frondosa que apenas se podía penetrar en la selva. Muchos hombres murieron de extrañas fiebres y dos de ellos de picaduras de serpientes que ni conocíamos. Y eso es mucho decir para un nubio.
—¿Y su capital?
Los ojos de Nehesy brillaron, soñadores, sobre las oscuras bolsas, y su sonrisa se ensanchó.
—Es lo más exótico. Viven en el río, que es sagrado para ellos, como el Nilo para nosotros.
—No en vano es la tierra de nuestros dioses.
—No me comprendéis. —Rio de nuevo—. Viven sobre el mismo río, literalmente.
—¿Cómo? ¿En barcos?
—No, en casas sostenidas por troncos verticales, clavados en el lecho. Como terrazas sobre el agua de las que emergen cabañas bulbosas de adobe y ramas. Sus viviendas son frescas y protegidas, y las terrazas fuertes. Su río no crece como el nuestro, de manera periódica, y solo a veces la ira de sus dioses les castiga con violentísimas inundaciones que se llevan los palafitos más viejos.
»Se mueven por el agua con sus pequeñas barcas, que atan a los postes de sus viviendas, subiendo a ellas por escalas de madera o de cuerda. Se diría que viven en una eterna inundación benigna. Evitan a los mosquitos e insectos quemando plantas en sus braseros. ¡Es un modo de vida fascinante!
—¿Y el antyu?
Nehesy sonrió casi exageradamente, de pura satisfacción.
—¡Crece de manera salvaje por doquier!
—¿Habéis podido comprar?
—¡Sí! Hemos traído árboles para ser replantados en vuestro templo, y los mejores jardineros los han cuidado con mimo durante el viaje de vuelta. ¡Si han bebido más que yo…!
—¡Bien! Háblame de los reyes.
—La reina. Es una sociedad matriarcal.
El faraón y Sen-en Mut se miraron. Él, divertido, parecía decirle a ella que no era algo tan extraño como todos se empeñaban en mostrar.
—Sin duda están más adelantados que nosotros —bromeó—. ¿Cómo es? ¿Tan hermosa como la nuestra?
Nehesy se tomó la osadía de atronar la sala con una franca carcajada. En cualquier otro momento hubiera sido mandado azotar por tal libertad, pero en aquel ambiente festivo todos sonrieron, mirándose unos a otros con aire interrogante, esperando a que el gigantón terminara de reír.
—La palabra justa es «obesa». Gorda como un hipopótamo. Y por Amón que no exagero. Los pliegues de sus carnes se pierden no solo en su vientre, sino también en brazos y piernas. Apenas puede moverse, pero la respetan y la quieren. Hay algo curioso, y es que no son de piel tan negra como la mayoría de sus súbditos. De hecho, son los más claros de todos.
»Nos trató con cordialidad y recibió nuestras joyas como si fueran un preciado tesoro. En verdad os digo que hemos salido ganando con el cambio, en una proporción abrumadora.
Hatshepsut rio.
—Ellos pensarán lo mismo si el antyu crece salvaje y al alcance de la mano. Creerán que somos estúpidos.
Nehesy se sonrojó ante la lección y todos rieron.
—¿Cómo fue el encuentro?
—Apenas hubo un breve intercambio de palabras. Su satisfacción con el negocio fue el mejor acicate.
—¿Y la estatua?
Aquí Nehesy pareció dudar. Pensó mucho sus palabras antes de decirlas.
—Fue el único momento en que pareció confusa. Apenas si sabía qué hacer con ella. La tuvieron que asentar en terreno seco bajo unas enormes piedras, ya que hubiera destrozado una de las viviendas. Pero sí que veneró nuestros pequeños amuletos en su altar. Están orgullosos de ser el lugar de origen de nuestros dioses, aunque se creen superiores a nosotros.
—Bien. Ya cambiaremos eso en las crónicas.
—Ya están escritas de modo preliminar. Las transcribieron durante el tedioso viaje. Han sido traídas para que las aprobéis, pero me jugaría mi fortuna a que os van a gustar.
Todos rieron de nuevo.
—No apuestes —decía Sen-en Mut entre risas—. ¿Cuándo llegará el grueso de la expedición?
—Dentro de unos siete días. Traen a algunos notables de aquel país. Se van a quedar boquiabiertos. Esto les parecerá un paraíso. Se empeñaron en regalarnos algunos esclavos.
—Bien. Si son tan fieles como dicen, serán bienvenidos.
Hatshepsut se adelantó y besó a Nehesy en la boca delante de todo el mundo, mostrando así su amistad como premio público. Él, emocionado, apenas se atrevió a mirarla a la cara.
—Descansa, Nehesy. Estaremos preparados cuando lleguen, o cuando lleguéis, ya que tú vas con ellos. Os agasajaremos como merecéis.
Se fueron.
Hatshepsut se volvió emocionada hacia su marido.
—¡Lo han logrado!
—Sabías que lo harían.
Ella luchó por componer su voz, quebrada por la emoción.
—No del todo. Creía que al fin no sería sino una leyenda. Por mucho que todo estuviese preparado, parecía algo tan irreal… tan legendario…
—¿Cómo el cuento del náufrago?
—No lo conozco, pero imagino que sí.
Sen-en Mut sabía que ella lo había aprendido de niña, pero sonrió, abrazándola, y le susurró la historia al oído:
Quiero contarte ahora una aventura análoga que me ocurrió cuando fui enviado a una mina del soberano y descendí al mar con un barco de ciento veinte varas de largo y cuarenta de ancho, en el cual navegaban ciento veinte marineros de los mejores de Egipto.
Miraban al cielo y a la tierra y los presagios llenaban de valor su corazón.
Anunciaban una gran tormenta por los augurios del cielo.
Al sobrevenir la debacle, nos hallábamos en el mar sin que hubiésemos tocado aún tierra. Sopló el viento y levantó una ola de ocho varas de alto.
Yo pude asirme de una tabla.
Se hundió el barco y no quedo con vida ninguno de los tripulantes.
Gracias a una ola del mar, fui arrojado a una isla donde pasé tres días solo, sin otro compañero que mi corazón.
Me acostaba en el hueco de un árbol y abracaba las sombras.
Por el día, estiraba las piernas en busca de algo que pudiera meter en la boca.
Hallé uvas, higos y todo tipo de frutas magníficas. Había también peces y pájaros. Nada hay que allí no sea un manjar.
Cavé una fosa, encendí fuego y levanté una pira de sacrificio a los dioses.
He aquí que oí una voz tronante y pensé: Es una ola del mar.
Los árboles estallaron y tembló la tierra. Hi que lo que se acercaba era una serpiente de treinta varas de largo con una cola de más de dos varas. Su cuerpo tenía incrustaciones de oro y sus orejas eran de lapislázuli, y se adelantaba, encorvada.
Mi corazón se encogió de terror. Me despedí del mundo, pensando que iba a morir.
Abrió la boca hacia mí y dijo:
—¿Quién te ha traído aquí? ¡Si no me dices enseguida quién te ha traído a esta isla, te haré ceniza y te reduciré al viento que la lleve!
Yo respondí:
—Nada puedo contra ti. Meaba conmigo si es mi destino.
Entonces me tomó en su boca, me llevó a su vivienda y me depositó en el suelo. Mis miembros nada habían sufrido y estaba sano.
De nuevo me preguntó:
—¿Quién te ha traído aquí? ¿Quién te ha traído a esta isla del mar cuyas dos riberas están rodeadas por el agua?
Le respondí con los brazos caídos en señal de reverenda:
—Yo navegaba hasta que una tormenta cayó sobre nosotros. El barco se hundió y, salvo yo, no quedó con vida nadie. Una ola del mar me ha traído a esta isla.
Y entonces ella dijo:
—No te asustes, Dios te ha conservado la vida y te ha traído a esta isla del ka, que está llena de todo lo bueno. Estarás aquí cuatro meses, y luego vendrá un barco de palacio e irás con ellos. Morirás en tu ciudad, pues nadie ha vuelto a honrarme.
Le dije:
—Yo lo haré. Describiré tus almas y traeré afeites, perfumes de aclamación, ungüentos, incienso y antyu. Contaré lo ocurrido y todo cuanto he visto. Serás adorada en la ciudad y frente a todos los dignatarios. Mataré para tu sacrificio toros y gansos. Te mandaré barcos con todas las riquezas de Egipto, tal como se hace a un dios amigo de los hombres que vive en un lugar lejano.
Y ella rio y dijo:
—Espero que cumplas tu promesa, aunque no podrás traer antyu, pues yo soy la dueña del país del Puní donde se cultiva, y el antyu me pertenece. Cuando abandones este lugar, no volverás a ver la isla, que se transformará en olas.
Luego vino el barco que me anunció y volví a despedirme de ella. Me dijo:
—Vuelve a casa con suerte. Vuelve a ver a tus hijos. Que adquieras un buen nombre en tu ciudad. Es todo cuanto te deseo.
Extendí las manos y me dio un cargamento de antyu, ungüentos, pimienta, polvo de antimonio, inciensos, colas de jirafas y de hipopótamos, dientes de elefantes y toda clase de preciosidades.
Navegamos hacia el palacio del rey y llegamos en dos meses. Me presenté ante el soberano. Le mostré los tesoros que había traído de la isla y me hizo su servidor.
La reina suspiró satisfecha.
—La diosa estará satisfecha.
—Y tú tendrás la gloria.
Ella hizo un mohín triste.
—La gloria que tú mereces.
—En absoluto. Preparar unos barcos y calcular una ruta no es nada sin la seguridad de que la empresa va a salir bien. Quizás fue el miedo a tan misteriosa y legendaria proeza lo que frenaba las expediciones, junto al afán de las tribus enemigas, por interceptar y robar nuestras caravanas. Sin una gran financiación, no había quien se atreviese, pues era muy arriesgado.
—¿Así que todo era una cuestión de valentía?
—¿No gana la valentía las batallas perdidas?
—Sí. Eso dicen las crónicas. —Hizo un aspaviento.
—Pues no todas son propaganda. Muchas batallas se han ganado por el corazón, que insufla fuerza al brazo y valor para enfrentarse a un enemigo que te dobla en número y armamento. Esa es la razón por la que es tan difícil dominar al pueblo egipcio. Y esa misma fuerza es la que te ha hecho faraón por encima de tantos inconvenientes.
—A partir de ahora prestaré más atención a la piedra.
Él rio mientras le hacía cosquillas a su esposa por burlarse.
—No te rías de mí. Lo que quiero decirte es que no debes perder los ánimos. Esa fuerza tuya es tu mejor arma. Ese valor que has insuflado a Nehesy y al resto… ¿De verdad crees que, sin tu seguridad, y sin el aval de la diosa, se hubieran atrevido a echarse a la mar en tan peregrina expedición? ¡Jamás! Eres tú la que ha descubierto el Punt… Aunque no hayas puesto un pie en los barcos. Por eso debes conservar la misma seguridad en todas tus palabras y acciones, y no dudar: ni de la diosa… ni de mí.
—No dudo de ti.
—Pero sí has dudado de ti misma, y ese es el peor error. Cuando les recibamos, piensa que será a ti a quién homenajearemos. Al menos, ante los dioses. Y con toda razón.
Ella aceptó de buen grado la lección, agradeciéndola del mejor modo que podía pagarla.
Y así fue. Una gran recepción se preparó en la ciudad, desde la puerta que apuntaba al Este, de donde venían los héroes, hasta Palacio.
Las noticias y relatos de la expedición fueron engordados convenientemente para aumentar el efecto entre aquellos que los escucharan a los heraldos y los que más tarde leerían la piedra sagrada.
Encabezaban la marcha Nehesy y los responsables del viaje, custodiados por los soldados en fila, con los escudos, lanzas, arcos y hachas brillantes como el mismo Ra, junto con portaenseñas y portadores de símbolos.
La reina misma les esperaba a mitad de camino, en el Templo de Amón, donde recibió a Nehesy, repitiendo el beso ante la multitud.
Saludó a los soldados uno a uno. Les dedicaba palabras amables, divirtiéndose con su azoramiento. Sen-en Mut siempre decía que los homenajes no son para los buenos soldados, pues no saben qué hacer. Están siempre mirando para todos los sitios, como si no encajaran, como si buscaran una vía de escape. «Como si les fueran a atacar», pensó Hatshepsut.
Algunos la miraban con fuego abrasador en los ojos, y no podía evitar recordar a Hapuseneb. Se decía que debían ser los oficiales, o los buscavidas, que los había en el ejército, y muchos. Tomó nota de sus caras y se lo comentaría a Nehesy. Uno en concreto pensó que tenía una licencia especial, y recorrió su cuerpo entero con la mirada, como si fuera una vulgar sirvienta. «Este es el peor —pensó—. Mírame cuanto quieras, que esta noche la vas a pasar camino del desierto más perdido del país». Un soldado para el que las mujeres no son sino un objeto para aliviar su deseo, y que no distingue una de otra, no puede ser un buen defensor del país.
Recibió a los dignatarios del Punt, visiblemente impresionados, que intentaban parecer dignos representantes de un gran país.
Al fin terminó la recepción y un sacerdote comenzó a leer con voz de trueno las crónicas que se escribirían en la piedra sagrada:
Los enviados de Su Majestad, una vez alcanzada la tierra del incienso, lo han tomado como deseaban. Han cargado sus barcos según sus deseos con árboles de incienso verdes. Se navegó yendo en paz Los soldados del señor de las Dos Tierras desembarcaron en tierra con alegría para ir hacia Karnak. Detrás de ellos estaban los grandes del país extranjero. Traían lo que nunca había traído a Egipto ningún rey, las maravillas del país del Punt. Todo gracias al poder de Limón, este dios noble, el señor de los tronos de las Dos Tierras.
Así pues, mi majestad ordenó que se alcanzasen las terrazas del Incienso y que se practicasen los caminos que le son propios, que se conociese su recorrido, que se divulgasen sus rutas, conforme a la orden de tu padre Amón de ir a buscar las nobles esencias para extraer de ellas el aceite de las carnes divinas que yo he destinado al señor de los dioses, para asegurar los usos de su templo.
Se han arrancado los árboles de la tierra del dios para entregarlos a la tierra de Tebas, en el jardín del rey de los dioses. Se han llevado allí el antyu para extraer de ellos el aceite de las carnes divinas que yo he reservado para el rey de los dioses.
Mi majestad habla y permite que conozcáis cómo me fue ordenado esto, pues yo he respetado el deseo de mi padre, obedeciendo lo que me ha ordenado para establecer para él el Punt en el interior de su templo, plantar los árboles de la tierra del dios en cada lado de su templo, en su jardín.
Hatshepsut tomó la palabra, relatando en un discurso preparado por Sen-en Mut la aventura vivida.
El heraldo continuó, contestando a su alocución:
Los grandes del Punt dicen mientras imploran el favor de su majestad: ¡Salud a ti!, rey de Ta-Men, sol femenino que brilla como el dios Atón, nuestra soberana, señora del Punt, hija de Amón, el rey de los dioses. Tu nombre alcanza el círculo del cielo y tu poder, Maat-Ka Ra, el océano.
Ahora los grandes del Punt trabajan totalmente para ella. Vienen doblegados por su terror, solicitando los favores de Su Majestad.
Y entonces hizo aparición una enorme estatua de Amón, que habló por voz de Hatshepsut:
Yo te he dado el Punt en su totalidad. Ta más lejana de las tierras divinas, el país del dios que jamás había sido hollado, las regiones del incienso que los egipcios no conocían. Su fama había pasado de boca en boca en los relatos de los antepasados. Tas maravillas que son traídas aquí fueron también entregadas a tus padres, los reyes del Norte, pero solo una a una, y también a los reyes del Sur, que existieron en tiempos remotos, pero siempre a cambio de importantes sacrificios.
Ningún emisario había alcanzado entonces este país, con excepción de las gentes de tus caravanas, hasta que fue permitido que tu ejército lo pisara. Yo lo he dirigido sobre el mar y sobre la tierra para abrir todas las rutas hasta entonces desconocidas.
Ahora los egipcios han tomado el Olíbano según sus deseos. Han cargado sus barcos hasta su satisfacción con los árboles verdes del incienso y con todos los excelentes tributos del país del Punt.
Su majestad plantará por sí misma los árboles de incienso en el jardín de cada lado de mi templo para que yo me regocije.
Los dignatarios hicieron una pantomima de sumisión al faraón en forma de ofrendas y postraciones.
Se hizo el recuento ceremonial en presencia de los escribas, que tomaron nota en presencia del pueblo, por más que los bienes ya habían sido registrados cuidadosamente, y, para concluir la ceremonia, Hatshepsut se frotó la piel con aceite de olíbano, como narrarían las crónicas.
Se sintió una diosa. Recordaba el intenso olor del antyu de la visita con su padre al templo del dios para ver la profecía que la nombraba faraón, y su entrada prohibida en el santuario. Recordó aquel aroma penetrante que parecía aplacar la ira del dios oscuro y el terror que sintió en cada poro de su piel.
Ahora sostenía un frasco de olíbano infinitamente más caro y fragante que aquel que aspiraba el mismo Amón. Lo alzó en sus manos temblorosas y lo vertió sobre su hombro izquierdo para que cayera sobre su corazón.
Al instante notó que parecía faltarle el aire por la intensidad del perfume y se sintió agobiada. Creía que no podía respirar y el pánico la paralizó.
Pero, al cabo de unos instantes, el aceite hizo su efecto, relajó sus nervios y relajó sus músculos contraídos. Comenzó a sentirse como nunca. El perfume entró en su cuerpo, formando parte de ella y absorbiendo cualquier otro olor.
Lo distribuyó por su torso con las manos, humedeciendo sus finas ropas y haciendo que quedasen pegadas a su pecho y brazos.
Abrió los ojos, descubriendo rostros asombrados que envidiaban su belleza. Jadeó de placer y deseó que todo aquello acabara para rodar con Sen-en Mut sobre la cama y amarse aspirando aquel aire que vivificaba sus sentidos. Imaginó sus cuerpos húmedos resbalando por el aceite y comprendió por qué le gustaba tanto a Amón.
Se sintió como la diosa que era untándose con el óleo sagrado.
Más tarde, en el gran banquete ofrecido a los héroes y dignatarios del Punt en palacio, se procedió a premiar a los responsables. Sus tumbas serían testigos de sus hazañas para que Osiris mismo se impresionase con su valor.