La calma volvió a palacio y, con ella, las construcciones, sobre todo del Dyeser-Dyeseru, los tratados de paz y comercio y los preparativos del fantástico viaje al país del Punt, Ta Netcher, la tierra de Dios.
Desde que anunciaron el proyecto, el país entero rezaba por su finalización.
Era un lugar místico, de cuya localización los antiguos decían que se encontraba hacia el Oriente, en la dirección del sol al amanecer. Por eso era la tierra del dios Ra. El punto desde el que el astro solar salía cada mañana para iluminar las dos tierras. Residencia y nacimiento de los dioses Min y la divina Hat-Hor, llamada la señora del Punt.
La piedra sagrada decía que el Rey Sahu-Ra[20] envió una expedición que trajo ochenta mil medidas de antyu.
Había otras referencias de intercambios comerciales, pero esa era la más legendaria.
El antyu, o incienso de resina de olíbano, también llamada mirra, era el elemento ritual imprescindible para el culto a dioses y reyes, y su abastecimiento resultaba tan costoso para las arcas reales como infrecuente y poco seguro. Se decía que solo una de cada muchas caravanas volvía, y casi ningún comerciante se arriesgaba a un negocio tan poco lucrativo. De modo que se veían obligados a obtener el indispensable antyu por medio de su más odiado enemigo, el pueblo de Kerma, situado justo en medio de ambos países.
Aquella mañana se culminaban los preparativos y las rutas.
En el consejo secreto se hallaban el faraón, Sen-en Mut, Hapuseneb, Nehesy y Nebamón. Sen-en Mut abrió la reunión.
—Señores, debemos concretar los términos del viaje. Nehesy, confiamos en ti para comandar la expedición y tratar con los reyes del Punt. Como soldado, y como nubio conocedor del país de Kerma, llevarás la máxima autoridad.
Se volvió hacia el otro extremo del grupo.
—Nebamón, intendente de la flota real y representante del dios Jonshu, infórmanos del estado de construcción de los barcos.
—Se están aparejando cinco barcos especiales para aguas profundas, de veinticuatro varas de eslora, seis de ancho y dos de calado, hechos de madera de cedro del Líbano. Los mástiles miden más de nueve varas. No se han conocido barcos como estos. Acumulan el saber y la experiencia de nuestros marinos comerciantes en aguas del Gran Verde durante siglos. Y tengo el placer de anunciar que no son ninguna promesa. Están ya a flote y siendo probados en recorridos cortos a lo largo de la costa. Contamos con una tripulación militar de doscientos diez hombres en total.
—Bien.
Sen-en Mut parecía el faraón mismo y nadie cuestionaba su autoridad. Hatshepsut le miraba con orgullo, pensando que el poder le sentaba extraordinariamente bien, dándole un aire de sensualidad que más tarde explotaría. Pero su marido continuaba, ajeno a pensamientos tan poco protocolarios.
—Djehuty, tú eres el responsable de los costes del proyecto y de la evaluación de los beneficios, así como la intendencia. Cuéntanos: ¿se han provisto ya los alimentos y mercaderías a los barcos?
—Así es. Y de manera totalmente secreta, como acordamos.
—Min-Mose, ¿los escultores han concluido la escultura que daremos como regalo al Punt?
—Está ya instalada en uno de los barcos. Su peso no es excesivo para la tremenda fortaleza de las cubiertas; no correrá peligro si las propias naves no lo corren.
—Bien. Hablemos de las rutas.
Puyem-Ra, segundo profeta de Amón y representante de los dioses Amón y Hat-Hor, tomó la palabra.
—Hemos hecho correr la voz de que la expedición partirá por tierra, al tiempo que alertamos a las fortificaciones fronterizas para que estén alerta de posibles ataques, sobre todo de tribus nubias aisladas, que aprovecharemos para cortar de raíz. La idea es que las posibles emboscadas de Kerma nos esperen en balde. Los barcos han sido construidos en secreto en nuestros astilleros y nadie conoce la ruta que emplearemos.
—Muy bien. Recordad no alejaros demasiado de la costa para evitar que la mala mar os afecte, pero no permanecer demasiado cerca para que los enemigos se sientan tentados a abordaros. Mantened las guardias, por inverosímil que resulte un ataque por mar, ya que no hay barcos más grandes que los nuestros… pero no olvidéis que la madera arde.
Les fue recorriendo con la mirada, como un general a sus soldados.
—Cuando sea demasiado notorio el comienzo de nuestro viaje y se haga evidente que no será por tierra, diremos que ha partido por el Gran Verde, aprovechando que esperamos naves de comercio del Líbano. Todos conocéis vuestra responsabilidad y la gloria que traeréis con vosotros, así que no hay más que decir. Debéis salir sin demora. El camino por los uadis al puerto de Marsa Gauasis es de ocho días. Cuando volváis recibiréis los homenajes que ahora evitamos.
Todos saludaron al faraón y salieron. Hatshepsut no podía evitar el nerviosismo. Miró a su marido con temor.
—¿Crees que saldrá bien?
—Los astrónomos han dado su visto bueno. Los espías en Kerma dicen que es la mejor época para el mar y las condiciones políticas son de gran agitación por la sucesión del anciano rey del país enemigo, así que no nos molestarán demasiado. No importa si sale mal: volveríamos a intentarlo. Nos sobra riqueza, y un fracaso que nadie llega a conocer no es un fracaso.
—¿Y los hombres?
Sen-en Mut sonrió.
—Los hombres van a la guerra. Algunos son utilizados como fuerza de choque, inevitablemente destinados a perecer, pero de ellos puede depender el curso de la batalla. Es ley de vida. No debes preocuparte. Todo va a salir bien.
—¿Seguro? Lamentaría haberles enviado a la muerte en pos de nuestra gloria.
—Seguro. Cuando hayamos establecido el primer contacto, los viajes serán periódicos y las ganancias más altas de lo que jamás imaginamos. Ya no tendremos que comerciar con los ricos propietarios de las caravanas. Podremos acabar con sus imposiciones y encarcelarlos o aislarlos en el desierto. Se creen los reyes del país y nosotros su protectorado. Los dioses agradecerán el antyu, las construcciones y el respeto a su tierra natal.
—Lo sé, mi amor.
Hatshepsut no podía contarle que tal vez el viaje trajera una nueva de los dioses. El perdón por su crimen y, tal vez, el cambio de la profecía de Hat-Hor. Lo deseaba con todas sus fuerzas.
El tiempo pasaba lento cuando las noticias del viaje no llegaban.
En efecto, se enviaron fuerzas a controlar algunas insurgencias breves en la frontera con Kerma, pero no trajeron noticias sustanciales.
Para mitigar el nerviosismo de la reina, Sen-en Mut hizo trabajar a pleno rendimiento a los pintores, escultores y artesanos para que culminaran el Harén Meridional de Amón en la orilla de la vida[21] para celebrar la fiesta de Opet.
Como habían predicho los astros, la inundación sería excelente aquel año, lo que constituía un estupendo augurio para el resultado del viaje al Punt, así que se declararon once días de fiesta en medio del segundo mes de la estación de Ajet.
El día del festejo principal, Sen-en Mut acompañó al faraón como gran mayordomo de Amón por vez primera, y aunque vestía de manera tradicional y austera, su porte no era el de un anciano que ha superado los cuarenta y cinco años de edad, sino el de un toro en su madurez. Se le veía emocionado; no por ostentar un cargo público de importancia, pues todo el mundo sabía ya que era él el gobernante real del país, arquitecto del faraón y mano derecha en los asuntos de estado, sino por el hecho de caminar en una ceremonia de la mano de su amor, sin miedo a revelar el amor que sentía por su mujer.
Era su marido de pleno derecho.
Hatshepsut lo sabía, y para ella fue como observar a un niño que ha recibido un regalo. En su cuerpo apenas quedaron secuelas del atentado, salvo un descenso de aquella musculatura juvenil y tersa y una breve ralentización de sus movimientos que nadie, excepto ella, apreció. Pero, como él decía, se mantenía como el toro, animal a través del cual se hacía representar siguiendo el ejemplo del faraón anterior, al que veneraba casi tanto como su esposa.
El hombre que Hatshepsut consideraba faraón caminaba sonriente, con los ojos aparentemente inexpresivos, pero…
¡Ay! Aquellos ojos le decían tantas cosas sin hablar… Le hacían promesas de amor más allá de la muerte y le daban las gracias por una vida entera de unión, como si todo lo pasado estuviese predestinado a llevarles a aquel momento.
A Hatshepsut le pareció tan tierno que no pudo evitar romper el protocolo y abrazarle tiernamente delante de todo el gentío, fundidos en un largo beso que la multitud ovacionó, gustoso de las muestras de espontaneidad.
Al fin, la reina volvió a su puesto, alentada por los sacerdotes, aunque sin soltar la mano de su amado, mientras una sirviente arreglaba el kohl que sus lágrimas habían corrido, tiñendo sus mejillas de líneas oscuras.
No pudo dejar de sonreírle… ¡Se conformaba con tan poco y con tanto a la vez!
Y en lo que atañía a la ceremonia, no era poco en verdad. Sen-en Mut representaba al propio Amón en la fiesta, y ella a su esposa Mut.
Así, caminaban por la avenida de esfinges de más de dos mil varas de longitud, desde el Palacio hasta el harén meridional del dios.
Se detuvieron en la primera parada ceremonial en la entrada del recinto del templo de la diosa Mut. Allí, la barca del dios era depositada en la primera de las capillas en que debían detenerse, llamada «El estrado de Amón de Jenty Per-Hen».
Continuaron realizando ofrendas en otras capillas reposadero, llamadas sucesivamente «Maat Ka-Ra es fuente de estabilidad», donde dejaron granos y alimentos varios; «Maat Ka-Ra está unida a la belleza de Amón», en la que Sen-en Mut depositó una estatua suya con Neferu; «Maat Ka-Ra es la que calma la majestad de Amón», donde ofrendaron antyu.
En la quinta capilla, de nombre «Maat Ka-Ra es la que recibe la belleza de Amón», Hatshepsut tomó de la mano a Sen-en Mut y entraron en la relativa intimidad que ofrecía el edificio, separados de la multitud tan solo por una fina puerta de madera policromada.
Allí, ella le desató el faldellín a su marido e hizo lo propio con su vestido ceremonial, diseñado para que cayera tirando de un lazo. Estaban excitados por la presencia de todo un pueblo que esperaba la conclusión del acto sexual ritual como ofrenda de energía al dios.
Se amaron rápida y fogosamente, estimulados por los brebajes energéticos que les habían dado por el camino los sacerdotes, tradicionalmente destinados para facilitar la unión de dos cónyuges reales que, por lo general, no tenían muchas ganas de aparearse, ni en público ni en privado.
A ninguno de los dos les importó gemir o gritar. Cuanto más intenso y notorio fuera su placer, mayor sería la ofrenda.
Al fin, y con el último rugido del toro, los sirvientes entraron con toallas humedecidas en aceites a limpiar sus cuerpos, aún temblorosos y sonrientes y sin dejar de mirarse.
Les pusieron nuevas ropas y compusieron sus maquillajes.
Cuando salieron de nuevo al exterior, la ovación fue tan atronadora que a punto estuvieron de volver a entrar a redoblar la ofrenda, pero al fin se pusieron en marcha de nuevo.
En la sexta capilla, de nombre «Maat Ka-Ra es el sagrado estrado de Amón», dejaron una imagen del propio Sen-en Mut, que rezó emocionado, pues era consciente de que, con aquella sencilla ceremonia, se iniciaba su transformación en un dios.
El séptimo reposadero era más grande, pues albergaba las barcas de los tres miembros de la santa familia tebana: Amón, Mut y Jonshu. En él se celebró la unión ritual del dios con la reina, aunque esta vez el acto sexual fue tan solo simbólico, pues estaban asistidos por la corte entera, de manera excepcional, para que el pueblo fuera testigo de la entronización virtual de Sen-en Mut.
Aquella noche revivieron el acto ritual en la intimidad de su cámara. Sen-en Mut estaba tan emocionado como por la mañana.
—Gracias.
—No tienes que dármelas. Recuerda que somos uno. En lo que a mí respecta, tú eres el faraón y yo tu gran esposa real, tal y como hemos escenificado, y no al revés.
—Pero para mí es muy especial.
—Lo sé, y es solo el principio. Mañana salimos de viaje.
—¿Y eso?
—Tomaremos un barco hasta la primera catarata.
—¿Y qué vamos a hacer? ¿Hay algo que construir? —Sen-en Mut rio de placer, echándose sobre ella, juguetón—. ¿Y cómo es posible que yo no me haya enterado?
Ella puso cara de travesura, la que le había visto desde que era niña.
—Yo también puedo planificar construcciones, querido. Será como aquel primer viaje en barco que hicimos juntos.
El viaje les pareció tan breve como el guiño de un ojo en comparación con la tensa espera de noticias del viaje al Punt o los preparativos de la pasada fiesta de Opet. Se dirigieron inmediatamente a la capilla del templo de la isla Elefantina.
Allí, Sen-en Mut quedó sin habla, literalmente, ante la estatua más bella que jamás había visto y que le representaba abrazando a Neferu.
Sus ojos húmedos se dirigieron al texto esculpido en la base:
Esta estatua está dada en recompensa por el soberano al noble hereditario, el príncipe, el mayordomo de Amón, Sen-en Mut, ofrenda que da el rey a Amón, señor de las Dos Tierras, para que él conceda todo lo que procede de su mesa de ofrendas, en el curso de cada día, al Ka de aquel que ha satisfecho al buen dios Maat Ka-Ra, el gobernador del doble granero de Amón, Sen-en MutTil dice: Soy un dignatario amado de su señor que ha reconocido la naturaleza sobrenatural de la señora de las Dos Tierras, dado que me ha hecho grande delante de las Dos Tierras, me ha designado Mayordomo de su casa y juego de todo el país. ¡Tan eficiente soy, conforme a su corazón! He educado a la princesa primogénita, la esposa del dios… ¡Que ella pueda vivir!
Yo he sido entregado a ella como padre divino, en recontamiento de mi lealtad al rey.
¡El depositario del sello del rey del Bajo Egipto, Sen-en Mut, el noble hereditario, jefe de la capilla de Gueb, superior de los servidores de Amón!
Es al mayordomo Sen-en Mut, salido de la inundación, a quien la inundación le ha sido concedida. De tal modo… ¡El controla la inundación!
Sus ojos se llenaron de lágrimas. No le pasó desapercibida la belleza del escrito y su procedencia, el capítulo sesenta y uno del libro de entrada a la luz, que hacía referencia a él mismo como capaz de provocar una inundación del Nilo. Esta capacidad estaba reservada al rey, al que se asimilaba como garante del orden cósmico.
—No digas nada —dijo ella sonriente—. Solo sígueme.
Le llevó más arriba del río, al nuevo templo. Allí era donde las orillas del Nilo sagrado se estrechaban hasta casi tocarse, el antiguo Jenu, el lugar donde se consideraba que las aguas entraban en Egipto por motivo de la crecida. Allí, la crecida era recibida por los reyes y se hacían las ofrendas al dios Hapy, el Nilo divino, imagen que se asimilaba a Hatshepsut en una estatua que le representaba a él arrodillado, de nuevo con Neferu en su regazo, el rollo de cuerda de medir los campos después de la inundación y un criptograma del nombre de la coronación de Hatshepsut. Así se identificaba al mayordomo de Amón con los dioses Jenum, Shu y Hapy.
—¿Te gusta? Es mi regalo.
—Me encanta. Gracias, mi diosa.
—Aquí premiaremos también a Hapuseneb, al visir del Sur, User, y a su padre, Ametu; a Nehesy cuando vuelva victorioso del Punt y a mi intendente, Menej; a Semi-Nefer, jefe de la casa grande, Majt-Min, intendente del doble granero y a algunos otros que ya decidiremos.
Sen-en Mut apenas podía hablar.
—Te lo agradezco tanto…
—En realidad, es idea tuya. Así compartimos la responsabilidad de la crecida, asimilándonos a la tríada de la catarata: Jenum, Satis, cuyo templo en Elefantina me identifica, y Anukis.
—Mi diosa, esto no era necesario.
—Sí lo es. Y me recuerda una leyenda. Versa sobre la isla elefantina, que también visitaremos:
Sentado en su trono, silencioso y apenado, se encontraba el faraón Doser. Egipto había caído en desgracia, ya que hacía siete años que la crecida del Nilo era insuficiente. No había bastante agua para regar las tierras, y las reservas de los graneros, que hasta entonces habían permitido al pueblo alimentarse, se estaban quedando vacías.
Los meses pasaban y la preocupación del faraón aumentaba. Su pueblo no tenía apenas con qué alimentarse, los campesinos observaban con tristeza los campos secos, los niños lloraban y los ancianos se debilitaban. Incluso los templos se cerraban por falta de ofrendas a sus dioses.
El Nilo se negaba a fecundar la tierra de Egipto. Por eso decidió pedir ayuda a su amigo y primer ministro Imhotep, arquitecto, médico, mago y astrólogo.
—Nuestro país está sufriendo una grave situación —dijo el rey dirigiéndose a Imhotep—. Si no encontramos una solución, moriremos de hambre. Hay que darse prisa y descubrir dónde nace el Nilo para saber cuál es el poder divino responsable de que suban las aguas.
Imhotep se marchó a Heliópolis, donde se encontraba el gran templo de Thot, dios de la sabiduría y protector de los escribas. Buscó entre los libros sagrados y los documentos más antiguos que hablaran sobre la crecida del Nilo y volvió a palacio para informar a Dyoser.
—Eres el primer faraón que se interesa por los secretos de los caudales del Nilo —comentó Imhotep mientras desenrollaba un montón de papiros—. Los textos indican que en el sur de Egipto se encuentra la isla de Elefantina. Allí apareció la luz divina cuando decidió dar vida a todos los seres. El Nilo nace en ese lugar, en dos cavernas de donde manan todas las riquezas de la tierra. Cuando lo desea, el Nilo fertiliza sus orillas.
—¿Quién vigila esas cavernas? —preguntó ansioso el faraón.
—El dios Jnum, quien modela en su torno de alfarero a todos los seres. Se encuentra en Elefantina y retiene bajo sus sandalias el caudal del río. Mientras no las levante no habrá crecida, Jnum es quién dispone las tierras fértiles del Alto y del Bajo Egipto, quien hace crecer el trigo, quien hace posible la producción de piedras en las canteras para elevar los templos. Gracias a él prosperan los animales y las plantas.
Y para conseguir que Jnum liberara la crecida, Disertavo que ir a Elefantina en busca de una paleta de escriba y una cuerda de agrimensor para medir los campos. El faraón imploró los favores del dios pidiéndole la salvación de su pueblo, pero sus plegarias no fueron atendidas. Sin embargo, decidió quedarse en la isla de Elefantina luchando hasta el final, aunque le costara la vida.
Dyoser, vencido por el cansancio, se quedó dormido, y en sus sueños se le apareció el dios Jnum. El rey alzó sus manos en señal de respeto, y el dios le habló.
—Soy Jnum, el dios creador; dame un abraco para que mi magia te proteja… ¿Qué te sucede, Dyoser? ¿Por qué me llamas con tanta insistencia?
—Estoy preocupado por mi país y mi pueblo.
—¡Tienes motivos para estarlo! Te he dado numerosos materiales para que edifiques templos y construyas estatuas a los dioses y tú no lo has hecho. Tienes que restaurar los monumentos antiguos y construir otros nuevos. El pueblo de Egipto debe adorar a sus dioses y el faraón debe dar ejemplo. Ahora ya sabes los motivos de mi enfado.
Jnum, señor del Nilo y de la fecundidad de las tierras de Egipto, vigilaba las dos grutas que se encontraban en el santuario secreto del templo de Jnum de esta isla. De allí procedían las fuentes del Nilo. Una puerta impedía a los humanos el acceso para evitar que descubrieran el secreto e hicieran mal uso de él.
—Por ti, que eres el servidor de los dioses y de tu pueblo, abriré esta puerta dejando circular el caudal del Nilo. Pegará sus orillas y sus campos se fertilizarán. Egipto prosperará —dijo Jnum, y cogiendo de la mano a Doser le llevó al fondo de las dos grutas, donde el Nilo dormía en forma de serpiente debajo de sus sandalias.
—Mi maestro de obras, Imhotep, edificará tu templo en la isla del origen del mundo y tu santuario guardará para siempre el secreto de la crecida del Nilo —añadió el faraón.
Jnum levantó sus sandalias.
La serpiente se convirtió en un joven fuerte con la cabeza cubierta de cañas que se sumergió en el agua estancada, transformándola en una caudalosa riada.
Cuando Dzoser despertó, observó que el caudal del Nilo fluía con fuerza. A. sus pies estaba la tabla de escriba con un texto grabado: una plegaria al dios Jnum que nunca debería olvidarse.
Ese mismo día ordenó que iniciaran las obras de construcción de un templo dedicado a Jnum. En sus muros se escribiría la plegaria para que cada año subieran las aguas del Nilo regando sus campos y procurando la prosperidad del pueblo egipcio.
Hatshepsut le cogió las manos. Temblaba y sus ojos brillaban.
—He tomado una decisión: quiero coronarte como faraón corregente. Quiero que todo el mundo sepa de nuestro amor.
—Pero… ¡Eso es imposible!
—No lo es. Es mi voluntad. No me importa nada más.
—¡Vas a crear una nueva crisis cuando todo va bien! ¡Si para la nobleza tradicionalista el hecho de que una mujer sea faraón ya es una herejía, que llegara a reinar alguien de sangre tan impura como yo podría desencadenar una guerra! ¿Es que te has vuelto loca?
Hatshepsut le dio la espalda y lloró lentamente, como la lluvia serena del delta.
—Loca de amor. Lo decidí la semana pasada, cuando te vi tan emocionado en la procesión de Opet. No podía imaginar que no te gustaría.
Sen-en Mut la volvió hacia él, situándola frente a su cara, y la hizo sentarse frente a la estatua.
—Mi amor, no necesitas hacerme faraón para demostrar tu amor por mí. No puedo quererte más de lo que te quiero.
—Lo sé, pero es que tú me has dado tanto y yo a ti tan poco…
Él puso cara de sorpresa fingida, exagerando la mueca. Ella sonrió.
—Me has dado el amor de una princesa, el de una reina, el de un faraón y el de una diosa. Me has dado dos hijas. Me has dado una eternidad junto a ti. No hay nada que pueda desear más, ni querría nada más de ti. Te agradezco que quieras verme a tu lado en igualdad de condiciones, pero no sería justo ni prudente. Recuerda que gobiernas un país y te debes a él.
Tomó su cara entre las manos y la cubrió de besos hasta que ella rio de placer.
—Además, eso no solo no nos aportaría nada, pues tenemos los medios para alcanzar la inmortalidad juntos, sino que nos perjudicaría, poniendo nuestro futuro mortal en peligro. Y, aunque sea un soplo, un breve instante, quiero aprovechar al máximo cada segundo junto a ti.
—Está bien. Perdóname. Soy una niña.
—A la que yo quiero como es. No se te ocurra cambiar.