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EL DEBER

El mes de festejo pasó a toda prisa, tan emocionante como agotador.

El país era más rico que nunca. Se habían regulado la extracción de minerales y se había eliminado la corrupción que tradicionalmente había engullido las ganancias del sector. Y Sen-en Mut no escatimó en gastos para el templo de eternidad de su diosa y los templos que diseñó. Se usó el granito rojo y negro de Asuán, la caliza fina de Tura, la arenisca de Gebel Silsileh, la cuarcita marrón y roja, el alabastro de Hatnub, la diorita, tan importante como difícil de trabajar, del Uadi Barud, la basanita del uadi Hammamat, la turquesa y la malaquita para joyería y orfebrería, el granate, el feldespato verde, el ágata, con sus vetas concéntricas marrones y blancas, el de estrías azules, el ónice, la amatista, el cuarzo, el berilo verde y la calcedonia del Sinaí, la calcita del desierto oriental y el coral del mar Rojo, la cornalina, el precioso lapislázuli que se compraba cerca de la India con los nuevos beneficios, el cuarzo aurífero de las montañas arábigas y, por supuesto, el oro de Nubia.

Todo ello permitió un nuevo auge de la construcción de barcos con las maderas que se compraron, principalmente cedros y abetos al Líbano y coníferas al Sudán. Egipto era rico en artesanos y herramientas, pero carecía de la materia prima, pues sus árboles eran de maderas blandas: el sicómoro para la estatuaria y los sarcófagos sencillos, la acacia para las balsas y barcazas, y la palma, que no servía para construir. La carencia de madera era tal, que la leña era tradicionalmente racionada y formaba parte de la asignación en especies de los funcionarios y templos.

También se promovió la metalurgia, con lo que cobró auge el cobre del Sinaí y aumentó la riqueza en oro, que servía para comerciar con los países extranjeros, y en plata, que venía de Siria y Egea.

Incluso se comerciaba con los artistas que vinieron de la isla de Minos, en el Gran Verde, con cuya cultura compartían la adoración a los toros. Sus famosos saltadores, tanto hombres como mujeres, les visitaron para brindarles su espectáculo, saltando en carrera sobre los bravos animales.

Todo se tradujo en un aumento de la calidad de vida de los súbditos más humildes, que tradicionalmente no veían repercutir los periodos de bonanza en sus hogares, ya que todas las importaciones de materiales y riqueza iban casi exclusivamente destinadas al culto a los muertos, el uso de templos y los lujos de la nobleza. Pero, en este caso, las casas de vida, los kaps y las asociaciones agrarias, amén de las construcciones civiles, se beneficiaron de la bondad del faraón.

La reina volvió a la rutina del gobierno del país, con Tutmosis a su lado, pero las primeras palabras en privado no fueron para celebrar su condición, sino exigentes y orgullosas.

—¡Quiero que cumpláis con vuestro compromiso!

—Lo haré. Ya lo sabes.

—Ya. Neferu debe saberlo.

—¿Por qué tanta prisa de repente?

—Porque desconfío, y no puedo evitarlo. El modo en que habéis llevado el ceremonial invita a pensar que esperáis muchos Heb-Sed[19].

—Son fórmulas rituales.

—¿Como abrir el santuario del dios a la corte? Es cualquier cosa menos ritual.

—¡Es mi voluntad!

—Por supuesto. Como presentaros como faraón desde hace años, como si vuestra condición no empezara ahora.

—¡El reinado de un dios es intemporal!

—Pero no es común ni tradicional.

El faraón estalló.

—¡Por Apofis! ¡Ya basta! ¡Al cuerno con los tradicionalismos! No tengo por qué darte explicaciones. Es mi voluntad como faraón y dios. Te di mi palabra y la cumpliré, pero no te atrevas a darme órdenes o agotarás mi paciencia. No estás hablando con una mujer débil.

La reina miró sus manos. Estaban crispadas alrededor de los brazos del trono. El joven perdió el calor de su cara, impresionado por la vehemencia del faraón.

—Lo sé. Perdonad mi impaciencia. —Hizo una profunda reverencia. Eso pareció calmar a Hatshepsut, que suspiró para expulsar los demonios de su furia.

—Te prometí un país de ensueño. ¿Aún no he empezado a construirlo y ya vas a reclamar tu corona? Te recomiendo que no me importunes con tu impaciencia juvenil. Si quieres ser rey, necesitarás algo más de temple. ¿Qué clase de rey serías si tomases todas tus decisiones con la misma falta de meditación?

Tutmosis era consciente de que había ido demasiado lejos.

—Tenéis razón. Perdonad a este niño. No volverá a repetirse.

Hatshepsut reflexionó, concentrada.

—Hay algo en lo que sí tienes razón: hablaré con Neferu y proclamaré tu compromiso con ella. Si quiero tu respeto, he de reconocer cuándo llevas razón. Ahora, retírate.

Se miró las manos. Temblaban.

Se obligó a tranquilizarse. Era demasiado pronto para que el sueño de Hat-Hor se cumpliera.

Era faraón. No había nada que pudiera doblegar su voluntad. Era ya una diosa…

¿Y por qué se crispaba de tal manera ante las palabras de un muchacho? No podía siquiera salir de palacio, ni mucho menos reunirse con cualquier atisbo de la nobleza rebelde que un día encabezara Ineni.

Hizo llamar a Neferu. Cuanto antes pasara el trago, mejor.

Su hija la abrazó, aunque no supo si a ella o al dios.

La sentó a su lado.

—Hija mía, es hora de hacerte partícipe de nuestros planes para contigo.

—Algún día seré faraón, como tú.

—Eso lo dictará el destino que Amón te marque. Pero sabes que el heredero es Tutmosis.

—¿Por qué? —Su voz fue un falsete lastimero.

—Porque así lo prometí en su día a tu abuelo y a tu padre oficial. Cariño, los reyes no estamos exentos de compromisos.

—Pero los dioses sí.

—Te equivocas. La palabra de un dios debe cumplirse. ¿Te imaginas que los oráculos no acertaran en los designios divinos? Los mortales perderían la fe en ellos.

—Ya. Y ningún oráculo me nombró a mí como faraón, ¿no?

La reina ocultó sus manos crispadas. Comenzaba a exasperarse, aunque se obligó a mantener la calma y continuar.

—Así es, pero vas a ser reina. Reina de facto, como tu abuela y yo misma. Eres descendiente de grandes reinas que llevaron el peso del país, y continuarás haciéndolo junto a tu marido, el faraón. Lo que ocurra tras eso será la voluntad de Amón.

—¿Tutmosis?

—Sí. Es muy inteligente. Será un gran rey. Y te respetará por la pureza de tu sangre.

—Ya veo. ¿Quieres que legitime a un rey de sangre impura?

Hatshepsut suspiró antes de contestar. No podía tratarla con demasiada dureza, pues recordaba esas palabras de su misma boca.

—Cariño, nunca te prometí que serías faraón.

—Eso es injusto.

—No lo es. A mí me fue impuesto como una carga que nunca deseé para ti. Y piensa que tuve a mi lado a uno de los hombres más notables de la historia.

—¿Quién?

—¿Quién? ¡Por Ra! Tu padre —contestó con irritación—. ¿Quién sino? Tú jamás lo valoraste porque el amor que siente por sus hijas le hace parecer vulnerable ante ti, pero es un genio al nivel del mismísimo Imhotep. Él fue el que me puso donde estoy.

«Como Ineni puso a tu abuelo», pensó. Pero jamás se atrevería a pronunciar esas palabras en voz alta. Suspiró de nuevo y continuó:

—He buscado en todo el país una figura de intelecto similar. Si existiera, la hubiera puesto a tu lado. Pero el joven más inteligente que conozco es, precisamente, Tutmosis. No tiene nada que ver con mis promesas. Tú eres inteligente y sabrás ganártelo.

—¿Y si no le quiero como marido? Tú no quisiste a su padre.

—Ya me había entregado al tuyo. Pero aun así acaté la orden de mi padre, como tú acatarás la mía. Cómo te lleves con él, será cosa tuya. No me meteré en los dictados del corazón.

—No tengo elección, ¿verdad?

—No, no la tienes. Salvo renunciar al reinado. Recuerda que tienes una hermana.

Las risas resultaron doblemente ofensivas, pues ofendieron al faraón y a la madre.

—¿Meryt? No me hagas reír.

—La decisión está en tu mano. Aquí y ahora. Cumple mi mandato o renuncia.

—Cumpliré. Seré reina y esposa de tu Tutmosis.

Se dio la vuelta sin despedirse ni darle la más mínima muestra de cariño. Hatshepsut no pudo contenerse más y estalló.

—¿Es ese el respeto y el cariño que tienes a tu madre y a tu hermana?

Neferu contestó sin volverse.

—Cuando tanto hay en juego, los sentimientos quedan atrás.

Se fue. La reina ocultó la cara entre sus manos. Se sentía doblemente avergonzada. Porque esa era la niña que habían criado. El fruto de su amor… Y porque tal vez tenía razón.

Pero con los meses, y según las informaciones de los sirvientes, parecía que Neferu y Tutmosis se entendían mejor de lo que las expectativas sugerían. Los informantes incluso decían que se gustaban.

Y no era de extrañar. Neferu era tan hermosa como su madre, aunque sus rasgos no eran tan finos, probablemente herencia de las facciones más angulosas de su padre, pero poseía una belleza orgullosa y salvaje, con el atractivo de lo inaccesible.

Tutmosis, por su parte, era misterioso y enigmático; de cuerpo delgado y fibroso y cara insulsa, sin rasgos que indujeran a pensar en términos de belleza o fealdad… Tenía unos ojos fríos que parecían atravesar la piedra. Era en apariencia tímido y hacía gala de una exquisita educación.

La formación de ambos era bastante similar a la que había recibido su madre, aunque menos exhaustiva, porque respondía a los patrones normales y no precisaba de ningún acicate, cosa que Hatshepsut sí había necesitado pues tuvo que aprender a ser un hombre.

Pero sus caracteres distaban mucho y, como en su día ella misma y Sen-en Mut, esa disparidad fue su mejor garantía de unión.

Llegaron informes de que mantenían relaciones sexuales. Era pronto para que tuvieran hijos, y la reina aconsejó a Neferu que tomara medidas anticonceptivas. Quizás aquella atracción solo era algo pasajero y no convenía adelantar ni forzar cambios. Acaso se hubiera unido a él por simple curiosidad, como ella quiso probar el sabor de otro hombre con un extranjero.

Hatshepsut se preocupaba por su hija, como madre y como política que debe prever el futuro del país.

Por su parte, Sen-en Mut acogió de muy mala gana la unión, pues quería que su hija reinara sin la ayuda ni la necesidad de ningún hombre, exactamente lo que había querido para su madre. Eso le costó una agria discusión. Probablemente la peor de su relación, que, afortunadamente, el tiempo y la disposición de los adolescentes arregló.

Hatshepsut no quiso forzar al hombre que amaba a comprender que poner a otra mujer en el trono, amén de hacerla desgraciada, no era sino un sueño lejano, pues el cúmulo de circunstancias que la habían llevado a ella a reinar como faraón probablemente no volverían a repetirse nunca, ni por gracia de los dioses, ni por permiso de los hombres.