Aquella mañana, fue ella quien despertó a Sen-en Mut. Apenas había dormido y los nervios se reflejaban en sus ojeras, más oscuras de lo normal. Él la besó.
—¿Por qué estás nerviosa? Hoy vas a ser eterna.
—No puedo evitarlo. Hemos pasado mucho para llegar aquí y tengo la sensación de que todo puede venirse abajo en un suspiro.
El viejo soldado sonrió.
—Eso no va a ocurrir. Ni en época de guerra hubo un control más férreo. Todos tienen guardias… Por su propia seguridad, desde luego —rio—. Va a ser una coronación tan tranquila que resultará hasta aburrida.
—Será para ti. Yo no he dormido. He pasado la noche rezando.
—¿Aún piensas que no eres digna?
—Maté a un faraón —dijo con voz susurrante.
—Si te hubieran condenado ya hubieras pagado por eso. Hoy pasarás a ser uno de ellos, y nadie podrá juzgarte. ¿De qué tienes miedo?
Ella sonrió, animada por sus palabras.
—Sólo de perderte. Mi estrella. Mi guía.
—Los dioses no se pierden —rio. Pero a la broma siguió una larga pausa teñida de tristeza. Sen-en Mut miró su cuerpo—. Ya no soy el de antes. Estamos envejeciendo, y tal vez nos separemos cuando uno de los dos muera.
—No hables de eso.
—¿Por qué no? Si muero yo antes, que será lo más posible pues soy mayor que tú, te ocuparas de mi pequeño templo de eternidad, que un día te enseñaré, situado junto al tuyo, y de mi cuerpo. Debes seguir con vida para cumplir con tus obligaciones con el país. En ese caso, el lapso sería breve, un suspiro comparado con la eternidad que pasaremos juntos. Y si murieras tú, tan pronto como terminara las construcciones me quitaría la vida.
—Recuerda que tienes dos hijas.
Sen-en Mut suspiró.
—Sí. Una es independiente y rebelde, inteligente pero demasiado orgullosa. Parece que me devuelva la misma cantidad de indiferencia que el amor que le he dado. —Sus ojos brillaban—. Jamás un padre ha querido más a una hija. Y la otra… ¿Tenemos otra hija? No voy al zoológico porque no puedo evitar pensar que no da mucho más amor que una de las criaturas enjauladas. Esas son mis hijas. No puedo evitar amarlas, como te seguiría amando a ti aunque te convirtieras en una leona. Y, sin embargo, te extraña que quisiera acompañarte en tu viaje.
Ella le abrazó.
—Debes tener la conciencia tranquila. Es la voluntad de los dioses.
—Pues resulta irónico. Nunca un faraón les ha dado tanto, y ninguno ha sido tan mal tratado a cambio. A ver si al final los dioses no son tan tolerantes con tu sexo como creíamos.
—No digas eso. Mañana seremos uno. Seremos dioses. Y pronto les hablaremos de tú a tú. Deberías alegrarte. Jamás te había visto tan triste.
Él sonrió.
—Tienes razón. Es un gran día. Tal vez es, como dices, que no se puede evitar mirar atrás. Miremos pues hacia delante.
La besó, aunque fueron interrumpidos.
Había una verdadera comitiva de sirvientes, sacerdotes, cortesanos y escribas.
Todo estaba escrito. El protocolo era tan estricto que apenas eran dueños de su voluntad desde ese momento hasta el final de la coronación. Incluso en el proceso de ser vestidos.
Sin comer, realizaron las ofrendas diarias a los dioses, Amón-Ra o Atón, y salieron al exterior, donde les esperaba ya la ciudad entera.
Al salir, Hatshepsut se emocionó. Apenas podía ver sus rostros tras la espesa cortina de guardias y militares, pero oía el murmullo atronador de una ciudad que se convirtió en un griterío ensordecedor cuando saludó a su pueblo.
No era una reacción inducida, como solía ocurrir, sino espontánea, de amor y respeto.
Sus súbditos le enviaban su reconocimiento como faraón y su agradecimiento por muchos años de reinado próspero, en los que habían recibido mucho más de lo que jamás hubieran podido imaginar.
Sentía su energía fluir por su cuerpo tan intensamente que pensó que ya era una diosa.
Se pusieron en marcha hacia el santuario de Amón, donde comenzaría la ceremonia.
Se detuvieron junto con los portadores de la barca procesional con la estatua de Amón y su representante, como era habitual, en un lugar cercano a la salida del templo de Karnak llamado «la parada ceremonial del señor del Rey», para plantear al dios las cuestiones que se querían resolver.
Era Hapuseneb quien obraba así, con gran gravedad. Su porte resultaba especialmente majestuoso, rapado y vestido solo con el faldellín ceremonial en señal de austeridad.
Pero el dios permaneció en silencio. Los cronistas tomaban nota de las palabras de Hapuseneb que serían reproducidas en la piedra sagrada.
La tierra entera guardaba silencio. «No se comprende —decían los nobles reales, y los grandes de palacio bajaban la cabeza. Los que seguían al dios decían—. ¿Por qué?». Los que estaban contentos se pusieron tristes, su corazón temblaba a la vista de estos prodigios.
El pueblo mismo apagó su rugido y se sumió en la tristeza. Abatidos, la comitiva reanudó su camino siguiendo las instrucciones del dios, llegando a la residencia real en el paraje conocido como «la cabeza del canal», a la orilla del Nilo. Allí, el Dios quiso expresarse frente a la puerta occidental del palacio que edificó Tutmosis I y que llamó «No me alejaré de él».
La reina participó de la ceremonia, tumbándose de bruces ante la estatua del dios y hablando con voz cortada por la emoción.
¡De qué modo sobrepasa esto los designios habituales de tu Majestad! ¡Eres tú, padre mío, quien ha pensado todo lo que existe! ¿Qué es lo que deseas ver realizado? Yo actuaré con firmeza, conforme lo que tú órdenes.
Entonces, el dios Amón hizo que la reina se colocara a la cabeza de la procesión y se dirigiera al templo morada de Maat.
Hatshepsut se colocó las insignias de sacerdotisa del dios de la justicia y, en su cabeza, el tocado de «esposa del dios».
Se introdujeron en el templo hasta el espacio sagrado de las salas de ofrendas a Maat.
Excepcionalmente, todos entraron, cuando normalmente nadie, sino el faraón y los sacerdotes, podía hacerlo. Sen-en Mut quería que el efecto fuera impactante.
Así, la corte entera entró con profundo temor en el espacio tradicionalmente reservado a los ritos de imposición de la corona blanca y roja.
Hatshepsut se coronó ante los oráculos de Amón, la diosa Hat-Hor, soberana de Tebas, señora del cielo y las dos orillas, y en presencia del Ka de su padre muerto, escenificado sentado en su trono con el sudario osiríaco.
El sacerdote que representaba a Tutmosis I impuso sus manos sobre ella, vestida con el faldellín de los reyes, mostrando su bello torso en toda su majestad.
El muro sagrado contaría las palabras de Hapuseneb:
La majestad de su padre, Horus, la contempla:
Su apariencia es verdaderamente divina. Hila está radiante.
Su doble corona es grandiosa. Ella juzga con justicia.
La dignidad de su corona se ha aleado para reformar su ka.
Los vivientes se han reunido en la sala de entronización, cerca de ella.
Su majestad Tutmosis II le ha dicho:
¡Ven tú! ¡Oh, gloriosa, que te acoja en mis bracos!
¡Hazte cargo de lo que te concierne en palacio!
¡Que tus augustos kau se desarrollen!
¡Recibe la dignidad de tu corona!
¡Sé glorificada a causa de tus encantamientos mágicos!
¡Sé poderosa por tu valor!
¡Reina sobre las Dos Tierras!
¡Sacúdete a los rebeldes!
¡Aparece en tu palacio con tu frente adornada con el poder de las dos coronas!
¡Regocíjate de ser la heredera de Horus que te ha puesto en el mundo!
¡Hija de Nejebet, amada de Uadjet, te son entregadas las coronas por aquel que está delante de los tronos de los dioses!
Más tarde, el efecto propagandístico del acto se amplió con el reconocimiento explícito de su nuevo status por parte de la corte.
Se decretó por su majestad que vinieran los nobles del rey, los dignatarios, los cortesanos de palacio y los primeros de los Rey para participarles el decreto, a fin de que se pusiera de manifiesto la majestad de su hija, este Horus que estaba entre sus bracos, en la sala de entronización.
Entonces, ella se convirtió en rey a sí misma, en la sala de audiencias de la congregación sacerdotal del Oeste, y todas esas gentes se postraron en la sala de protección mágica.
De este modo, aunque su papel de reina era evidente hacía ya mucho tiempo, ahora quedaba eternizado en la piedra, legitimado ante los dioses.
El sacerdote que interpretaba el papel sobrenatural de Tutmosis habló con voz clara.
Esta es mi hija Hatshepsut.
¡Que ella viva! Yo la coloco en mi lugar.
Es ella quien verdaderamente ocupará mi trono.
Es ella quien, con seguridad, se sentará en éste, mi precioso trono.
Ella dará las órdenes a las gentes en todas partes de palacio.
Ciertamente, es ella quien os guiará. Escucharéis su palabra. Os uniréis bajo su autoridad. Quien la alabe, vivirá, y quien hable mal de ella, blasfemando de su majestad, morirá.
Cualquiera que se una al nombre de su majestad y la obedezca verdaderamente accederá al estrado real, como se hizo con el nombre de mi majestad.
Pues ella es vuestra diosa, hija del dios, y he aquí que los dioses combatirán por ella y proyectarán cada día su protección mágica, según la orden de su padre, el señor de los dioses.
Los heraldos proclamaron a la multitud del exterior los acontecimientos, tal como la piedra relataría:
Esta orden verbal del rey fue escuchada por los nobles del rey, los dignatarios, los cortesanos de palacio y los primeros de los Kejit, los cuales exaltaron la dignidad de su hija, el rey del alto y bajo Egipto, Maat-Ka-Ra. ¡Que viva!
Pesaron la tierra a sus pies cuando la palabra real descendió sobre ellos.
Dieron gracias a todos los dioses por el rey Aa-Jeper-Ka-Ra[18]. ¡Que viva eternamente!
Ellos salieron golosos, danzaron, redaron. Todas las gentes de las estancias de la corte escuchaban; vinieron hasta ellos con alegría y se regocijaron más y más.
En su nombre se abrieron las salas, una tras otra.
Soldado tras soldado, todos danzaban y saltaban por la alegría de sus corazones.
Todos proclamaban el nombre de su majestad como rey.
¡El gran dios dispone favorablemente sus corazones para su hija Maat-Ka-Ra, que viva por siempre!
Supieron que ella era, en verdad la hija del dios. Fueron colmados con todo su poder. La majestad de su padre escuchaba cómo se unía todo el pueblo al nombre de su hija, que había sido destinada a ser rey hacía ya mucho tiempo, cuando todavía era una niña.
Pero aún faltaba el acto más importante. Abandonaron el templo de Maat para dirigirse a la capilla roja de Karnak donde Amón dio el nombre del faraón a Hatshepsut; cinco nombres que constituían la protección mágica comunicada por el dios a los sacerdotes para que el nuevo faraón fuera indestructible.
Aquellos que están en el cielo han revelado el secreto.
Los que están en la Duat te han guiado.
Álzate con la forma de su disco solar.
Las apariciones de su enéada se asocian a ti. Los dioses están en tu comitiva cuando tú apareces como representante de Ra.
Toma para ti el derecho a sentarte sobre el gran trono que está en el dominio de tu padre.
Elévate, pues, a partir de aquel que te ha creado, exáltate en aquel que te ha hecho aparecer radiante.
Hapuseneb levantaba su voz ronca, impresionando a todos con su gravedad. Muchos se tendieron en el suelo, temerosos. Sen-en Mut sonrió.
—He aquí el nombre de la poderosa de Kau, la de las dos señoras florecientes de años de reinado, el Horus de Oro, la divina de apariciones radiantes, el rey del Alto y Bajo Egipto, Maat-Ka-Ra, la hija de Ra, la que se une a Amón: Hatshepsut.
Y proclamó los nombres al cielo para que el poder mágico del verbo hiciera efecto.
En verdad, el dios ha hecho que lo que ha sucedido fuese con arreglo a sus deseos, haciendo que sus nombres sean diseñados para ella en su presencia:
Su gran nombre de Horus: Useret-Kau, eternamente.
Su gran nombre favorecida de las dos señoras: Floreciente de años de reinado, la buena diosa, señora de las ofrendas.
Su gran nombre de Horus de Oro: Divina de apariciones radiantes.
Su gran nombre de rey del alto y del bajo Egipto: Maat-Ka-Ra, eternamente viviente.
He aquí sus títulos, que el dios Amón ha hecho de antemano para ella.
Se hizo un silencio espectral. Era el momento más importante, pues a través de las palabras le eran concedidos sus nombres de diosa. Hapuseneb dejó que la pausa encogiera el corazón de los presentes y continuó con fervor, sin limpiar el sudor que caía por su frente como la lluvia de primavera, hablando con la voz del dios:
Tú serás destinada por mí a crear funciones, llenar los graneros, aprovisionar los altares, introducir a los sacerdotes en sus cargos, hacer eficaces las leyes, hacer estable el gobierno, aumentar el número de las mesas de ofrendas y acrecentar el número de las que se hagan, añadirlo a lo que existía anteriormente y hacer más grandes los lugares destinados a mi tesoro, que contienen las riquezas de las dos orillas. Hacer construcciones sin economizar la piedra arenisca ni el granito negro y, en cuanto a mi templo, renovar para él las estatuas de bella piedra blanca de caliza nueva, embellecer el porvenir con este trabajo y superar a los reyes del bajo Egipto en lo que ellos hicieron para mí, conforme a los deseos de mi majestad, haciendo lo que yo había escrito antes.
Cuando Hapuseneb se dispuso a continuar, apenas recuperado el resuello, Hatshepsut miró a Tutmosis para reafirmar la importancia de lo que vendría a continuación con una sutil advertencia.
¿Acaso yo arruinaría tus leyes, que vienen de mí? ¿Acaso haría inútiles las proferías? ¿Derribaría el orden que tú has instaurado? ¿Acaso yo permitiría que tú te alejases de mi sede?
Entonces, organiza las fundaciones de los templos. Aposenta a cada dios conforme a su autoridad, para que todos estén contentos en lo que respecta a lo referente a sus bienes.
Haz efectiva su situación, como lo era en su tiempo original, pues es satisfacción divina que se mejoren sus leyes.
En cuanto a aquel que las cercena, mi corazón actúa hostilmente contra él.
Él asintió con un leve gesto.
Hapuseneb se detuvo para respirar, casi jadeante en su discurso extático, y concluyó con la más potente voz.
Así pues, yo decreto:
Abro para ti esta tierra.
Te ordeno que gobiernes en mi nombre, pues un rey es como un dique de piedra. Debe retener la crecida y recoger el agua, de modo que sea enteramente conducida a la embocadura.
Una vez nombrada faraón, salieron a saludar a la multitud.
Aún quedaban las ceremonias del Sema-Tauy, la unión de las Dos Tierras, y la carrera ritual alrededor del muro, como en su día hizo el mítico rey Nar-Mer, unificador de Egipto, así como las purificaciones en las capillas del Sur y del Norte, donde recibió las aguas lustrales, que la purificarían y le darían vida, vigor, estabilidad y salud, de manos del dios Ra.
Finalmente, Amón en persona impuso la doble corona a su muy amada hija.
Todo había terminado. A partir de ahí, una sucesión de ceremonias menores y banquetes de celebración.
Se ordenó un mes entero de fiesta y se repartieron alimentos y riquezas al pueblo para que festejaran y ofrendaran a favor del faraón Maat-Ka-Ra Hatshepsut.
La hija de Ra.
Pero, aquella primera noche, la piadosa reina se retiró alegando obligaciones religiosas con la diosa Hat-Hor.
Sen-en Mut la esperaba. La recibió vestido con el faldellín ritual, de manera escueta pero respetuosa, como un súbdito más.
—Majestad. Mi diosa.
Ella se arrojó en sus brazos.
—Tú eres tan faraón como yo. Así debería ser. Durante la ceremonia, cuando te miraba, me sentía hipócrita.
—Yo no quiero ser faraón.
—Pero el país entero es tuyo. Eres el que gobierna, el verdadero rey sin corona.
—Con tu corazón me basta.
—Para siempre.
—Para la eternidad.
Ella se separó de su abrazo.
—Lo que me recuerda que es hora de construir tu morada y templo de eternidad.
Sen-en Mut bajó la cabeza.
—Quiero que seas tú la que se ocupe de eso. Solo tienes que dar mis rollos a Hapuseneb. Me siento mezquino creando mi propia eternidad.
—Así lo haré.
—Cuando yo muera.
—¡Pero…!
—Recuerda que soy un simple mortal. Un guerrero… Un escriba. Mi sangre es impura. Debes ser tú como diosa la que lo ordene. De otro modo, los dioses se reirían de mi presunción, por más fórmulas sagradas que escriban en los muros de mi templo.
Hatshepsut comprendió, emocionada.
—Te juro que así se hará. No habrá otra tarea en la que ponga más empeño.
Volvieron a abrazarse. Ella sonrió.
—De todos modos, tienes razón. La reina no debe amar a un plebeyo. Mañana te daré nuevos atributos y cargos, confirmándote como mayordomo de Amón. Serás rico, noble y sacerdote, más cercano a la divinidad y legitimado para permanecer a mi lado sin que tengas que esconderte. Serás dueño de los recursos y libre para obrar en la jerarquía eclesiástica.
Sen-en Mut bromeó.
—¿Más trabajo?
—En realidad no. Hapuseneb es muy competente.
—Lo sé. Ven aquí. Voy a amar a una diosa.