Tras una pausa en sus viajes para atender los asuntos más graves del país, Hatshepsut mandó llamar al joven Tutmosis, que ya era un espigado muchacho de trece años con mirada de fuego. En los últimos tiempos había perdido aquella gracia infantil, que dio paso a una seriedad grave y una inteligencia que crecía día a día.
El trato con él era cordial y amable, pues no en vano se había criado como uno más de sus hijos, junto a Neferu y Meryt.
Se sentó junto a él.
—Hijo mío, tengo que comunicarte algo muy importante. Te ruego que me escuches con atención.
El muchacho asintió sin hablar, mirándola con fijeza. Ella estaba orgullosa de su notorio talento. Sería un gran faraón.
—Quiero que sepas que he decidido escuchar las voces de los dioses Amón y Hat-Hor, que me habló en persona; las voces de mi madre, tu abuela, y la de mi padre, tu abuelo. Él siempre quiso que yo fuera faraón.
El niño se envaró. Ella se apresuró a continuar.
—¡Espera! Déjame terminar. Eres como mi hijo y serás el único heredero. Continuarás reinando, y cuando estés listo yo misma abdicaré y te coronaré como faraón. No pretendo apropiarme de nada tuyo, sino recibir lo que los dioses me prometieron. Piensa que es demasiado pronto para que seas faraón. Te faltan muchos años hasta que seas lo suficiente maduro como para afrontar esa terrible responsabilidad. Cuando estés listo, me retiraré y te daré paso. Mientras tanto, aprenderás de mí, como yo aprendí de mi padre.
—¿Y cuándo será eso?
—Te lo he dicho: cuando estés listo para gobernar el país como yo lo estuve. No hay un plazo. Podría ser muy pronto o muy tarde. Dependerá tan solo de ti.
—Podría envejecer. Podría morir.
—Eso no ocurrirá. Tienes mi palabra. El joven se levantó lentamente. A Hatshepsut ya no le pareció un niño. No volvería a pensar en él como tal.
—No me fío de tu palabra. Le diste tu palabra a tu padre de que respetarías la vida del mío; y le mataste.
La reina se quedó sin habla. Las lágrimas acudieron a sus ojos, aunque las reprimió. Y no eran por vergüenza ni culpabilidad.
Acababa de perder un hijo.
—¿Cuánto hace que lo sabes?
—Un año.
—Ya. Ineni quiso darte su legado antes de morir.
—Sí.
La reina se sentó junto a él.
—Ineni y él planearon mi muerte y la de mi marido. Yo fui honesta con él. Le ofrecí un pacto ecuánime y justo. Y él lo rompió.
—Lo sé.
Esto sí sorprendió a Hatshepsut, que le miró fijamente, intentando escudriñar en su mirada gélida. Pero era como mirar el río durante la noche.
—¿Y no me odias por ello?
—Confieso que Ineni me confundió. Intentó que te odiara, pero tú me acogiste cuando deberías haberme matado. Podías haberlo hecho.
—Tú no tenías culpa del pecado de tu padre. Había convenido con él que no nos atacaríamos. Le ayudé. Le hice faraón. Cumplí la promesa que había hecho antes a mi padre de no atentar contra él y, tras renovar el pacto, intentó asesinarme; a mí y a mi hombre… No pude obrar de otra manera. No había vuelta atrás. Él lo supo siempre. Ya le perdoné otro atentado porque fue obra de Ineni, pero, en esa ocasión, él lo sabía. Y no se opuso. Créeme: lo hice con el dolor más atroz de mi corazón, y aún hoy tengo miedo al juicio de Osiris.
—Lo sé.
—Lo más triste es que no pude hacer que el verdadero culpable, Ineni, pagara.
—Podrías haberme omitido de la piedra, y a mi padre, pero has seguido manteniendo su nombre intacto, y a él eterno, incluso a pesar de tu pecado.
—¿Pecado? No. —Ella sacudió la cabeza—. No confundas la justicia con el pecado. Lamento lo que hice, pero no fue injusto. No olvides que ante Osiris responderé yo, no tú. No hubo tal pecado. ¿O acaso Seth dejó de ser un dios tras cometer su crimen?
—Lo que tú digas.
Hatshepsut suspiró. Necesitaba de toda su paciencia y control.
—Escucha: aunque me odies, eres consciente de mi devoción a Amón, Hat-Hor y Maat. Y sabes que cumplo mi palabra. Por eso te propongo un nuevo pacto. En realidad, es una renovación, pues el propósito lo tengo desde que hablé contigo cuando tu padre murió. Decidí que serías faraón, y que desposarías a mi Neferu, que te daría su sangre pura.
—¿Por qué lo decidiste?
—Porque eres inteligente. Si te hubiera encontrado en un oscuro pueblo te habría traído al kap y enseñado para que tuvieras un importante cargo. Vi en ti algo que tu padre no tenía: capacidad de amar, capacidad para gobernar. Por eso tu padre no debía reinar. No era capaz. Tu abuelo me crio por esa razón como un hombre, para que fuera faraón incluso sobre mis propios hermanos. El oráculo de Amón me designó como tal cuando apenas sabía hablar. La diosa Hat-Hor me lo reveló en su templo. Escúchame bien: no es ambición personal. Hace tiempo que abandoné la sed de gloria. Es la voluntad de los dioses. Llevo mucho tiempo gobernando, regalando esa gloria a hombres intolerantes. He proyectado un país rico en templos, en súbditos felices, en respeto de los enemigos y en magnificas construcciones. Déjame regalarte ese país. Si crees que puedes mejorar ese proyecto, dímelo y te dejare hacerlo ya. Pero yo sé gobernar y tú aún no. Tengo la experiencia de los mejores reyes y a los hombres más notables. Aprende conmigo. Te dejaré ese país fabuloso y a los mejores consejeros. Y te regalaré tu propia capacidad para ser mejor faraón que yo. Pero ahora mismo solo serías un niño ambicioso, tal como lo era tu padre. ¿Lo comprendes? Servidores ávidos de poder como Ineni harían lo que quisieran contigo.
—Sí. Pero quiero un compromiso con Neferu. Ya. Y tu promesa firme de que cuando yo me sienta capaz, y te lo diga, me harás faraón.
—Siempre que haya llegado el momento en que hayas concluido tu formación y yo te vea capaz de reinar. Me parece bien. Pero no cometas el error que cometió tu padre. Tendrás que confiar en mi criterio sobre ese momento. Si rompes el pacto, serás tú el que ofenda a los dioses, no yo.
—Es justo.
Hatshepsut le miró con tristeza.
—Es evidente que no vas a considerarme tu madre, aunque yo sí te he considerado mi hijo. Espero que al menos no me odies.
—No te odio. Me has enseñado a controlar mis sentimientos para no revelar mis propósitos a mis súbditos.
—Y lo he hecho bien. Serás un gran faraón. Respétame, como yo he respetado el nombre de tu padre y tu futuro, y seré para ti lo que quieras que sea: tu madre, tu amiga, maestra, consejera…
El muchacho asintió con la cabeza.
—Estaré en tu coronación.
—Junto a mí, como Rey de Egipto.
Aquella noche, cuando la reina contó a Sen-en Mut lo ocurrido, este torció el gesto.
—No es una buena noticia. Una falsa tregua no es segura. Los antecedentes hablan por sí solos. El rencor se alimentará en su mente. Es introvertido y callado. Muy pensativo y poco comunicativo. Incluso a pesar de su inteligencia innata. Eso le hará déspota y manipulador. Atentará contra nosotros, tan seguro como que hoy se pondrá el sol.
Sen-en Mut se crecía con cada palabra. Su rostro, normalmente sereno e impasible, estaba enrojecido por la ira y lleno de arrugas, mostrando una mueca de odio.
—Una tregua pactada con argumentos sólidos es mejor que un odio profundo y abierto. Al menos las piezas están reveladas sobre el tablero. No hay nada oculto. Yo sé lo que él piensa, y él sabe lo que haremos. Le vigilaremos.
—Y tanto. No va a salir de palacio. Prefería a los enemigos predecibles. No me gusta pensar que a este le hemos entrenado nosotros. Tarde o temprano acabará con tu reinado si no hacemos algo.
—¡No le mataré! Ya he airado suficiente a los dioses.
—Tú sabrás cuánto quieres reinar.
—¿Por qué te enfadas conmigo?
Él se tranquilizó, dándose cuenta de que había levantado la voz. Pidió perdón con una caricia y respondió con voz susurrante.
—Porque yo construyo un futuro y tú lo destruyes con tu bondad ingenua. Pero no te preocupes; le tendré tan vigilado que no podrá ni decidir con quién yace si yo no lo apruebo. Actuaremos según su conducta. Pero me da miedo. Es listo.
Sabía que él tenía razón, aunque también sabía que respetaría su decisión. No podía intentar convencerle de lo contrario. Como decía su padre, «a veces hay que saber perder una batalla para ganar una guerra». No podía traicionar la memoria del viejo rey matando a otro sobrino de Horus. Y debía conceder la victoria en aquella pugna a Sen-en Mut, sencillamente, porque llevaba razón.
—Lo que tú digas —dijo recordando las palabras del chico.
Los meses siguientes fueron una sucesión de actos propagandísticos preparados por Sen-en Mut y Hapuseneb en la capital.
Así, inauguraron las construcciones y ampliaciones de lo que sería el gran triángulo de energía que unía las dos orillas desde el Dyeser-Dyeseru, hasta el Ipet-Sut y el Harén Meridional de Amón[17]. De ese modo, se formaba un gran triangulo isósceles, perfecto, que materializaba la forma del jeroglífico con el que se escribe el nombre de Sapedet-Sothis, la estrella Sirio, asimilado a la diosa Isis y a la regeneración del año egipcio, estrella donde las almas del faraón y su esposo e hijas morarían por la eternidad, del mismo modo que reinaba la triada constituida por Amón, Mut y Jonshu.
Así, se celebró la ceremonia de alzamiento de los dos obeliscos excavados de la piedra de las canteras de Asuán, traídos en barco por el Nilo sagrado, frente a un pequeño templo que un día se consagraría al jubileo de la reina, su fiesta de regeneración Heb-Sed. Se expresó en la piedra que Hatshepsut, mirando al amanecer, se integraba con Ra, adquiriendo su esencia divina.
Sen-en Mut la había llevado a presenciar la fase final del alzamiento, aquella en que era situado en su basamento con total precisión gracias al sistema de cajones de arena, incluso en un espacio tan reducido como el que disponían en el templo. Había resultado tan fascinante que apenas pudo creer que no era obra de dioses.
En el otro extremo del templo de Amón, en la parte cercana al río, se desmontó la construcción erigida por el rey Sesostris I para ampliarlo, sustituyendo la piedra caliza por arenisca, más sencilla de trabajar y rápida de extraer.
Para unir el templo con el Harén Meridional de Amón se levantó un gran pilar y una avenida de esfinges, que se firmó como obra conjunta de Hatshepsut y Tutmosis III.
Su causa era reforzar la legitimidad como poseedora del trono de Horus, usando aquella avenida como vía procesional.
En el camino procesional se levantó el templo de Mut, esposa de Amón y madre de Jonshu, con un lago en forma de luna creciente. Así, Hatshepsut se identificaba con Mut como esposa, madre e hija del dios Amón; todo al mismo tiempo.
El lago recreaba aquel en el que se contempló la diosa Sejmet cuando despertó de su estado de embriaguez tras casi exterminar a la humanidad, que se había rebelado contra Ra. Allí se apaciguaba la leona para transformarla en la divina Mut, la madre divina, Hat-Hor.
En la calzada, flanqueada por esfinges, se levantaron seis grandes capillas que se inaugurarían por la reina en la fiesta de Ipet, una vez que Hatshepsut fuera nombrada faraón.