Fue una época de mucho trabajo. Cualquier noticia era pasada por el control de Palacio y se vigilaba estrechamente a cualquiera que pudiera tener la menor ambición.
Todos los trabajos que Sen-en Mut había ideado y proyectado se pusieron en marcha con el beneplácito que la buena marcha del país aseguraba.
Hatshepsut ordenó que cesasen las incursiones guerreras por los países vecinos, negociando con ellos treguas y una paz vigilada a cambio de unos impuestos que llenaban las arcas. Una vez que mostró su ejército en la frontera, y sus pocas dudas en caso de conflicto, los problemas diplomáticos se convirtieron en éxitos.
La paz trajo consigo la apertura del comercio, aunque hubo que reforzar el ejército y la guardia, puesto que la actividad comercial traía ingentes beneficios, pero también resultaba una puerta de entrada a espías, insurgentes, criminales e indeseables, y las fronteras fueron vigiladas como si el país estuviese en guerra.
Se iniciaron relaciones comerciales con países con los que nunca se había contactado y, a través de ellos, con otros de acceso antes inimaginable.
Así, comenzaron los contactos con el país del Punt para estudiar las vías más seguras para el viaje que Amón ordenara y que Hatshepsut no había olvidado.
Todo formaba parte del mismo plan concebido por Sen-en Mut.
Se abría el comercio. El poder económico permitía nuevas construcciones que dieran espacio a nueva y mejor piedra sagrada donde legitimar el futuro reinado de Hatshepsut como faraón, que sería pacífico, avalado por unos dioses fuertes y agradecidos, y mítico por la expedición al país del Punt, lugar de nacimiento de dioses y de cultivo del incienso y otras mercancías tan de su gusto.
Amenhotep, mayordomo de la Casa-Grande, veterano sirviente del viejo rey Tutmosis, fue el encargado de supervisar las canteras y su extracción para los trabajos que se iban a desarrollar.
Djehuty, inspector del tesoro y de los artesanos, canciller del Norte, intendente de la doble casa del oro y de la plata y piedras preciosas, responsable del templo de Karnak, aportaba y vigilaba los fondos para los trabajos en las canteras bajo la supervisión del visir Amen-Mose y del sumo sacerdote Hapuseneb.
Se dio poder a Jeruef, el heraldo real, para encargarse de las minas y su extracción.
Min-Mose, el intendente de los graneros, se hizo responsable del transporte de los bloques de piedra y de los obeliscos que se colocarían en muchos templos de varias ciudades.
Nebamón, el jefe de la flota, controló el comercio naval, tanto por el Nilo, el gran Verde o el mar que llevaba al país del Punt.
Puyen-Ra, segundo profeta de Amón, intendente de los campos y los bienes de Amón, intendente de los frutos de la recolección del vino, de los animales de pluma y de los de escamas, junto con Sen-en-Iah, escriba de confianza, controló la agricultura y ganadería, así como su administración y salvaguarda para evitar una mala crecida.
El cambio más importante, además del control total sobre todos los aspectos económicos y sociales, fue el control religioso y su administración, que pasó a ser un funcionariado al servicio del faraón, aunque promovido como nunca antes por él. Era una relación muy provechosa tanto para el rey como para los dioses, pues se avecinaba uno de los periodos constructivos más fecundos de la historia. Antes era la nobleza de sangre la que regía los destinos de los dioses y obraba para el beneficio de una casta sacerdotal cerrada, construyendo tan solo con los regalos que el faraón hacía a tal efecto. De ese modo, la diferencia entre los templos anteriores y los que ellos proyectaron, y la calidad de los mismos, fue tan notoria que el pueblo llano afirmaría que no había faraón más piadoso que Hatshepsut.
Una mañana de primavera del año séptimo de reinado de Hatshepsut, Sen-en Mut la despertó de manera especialmente cariñosa.
La reina despertó arrullada por los besos de su amante. Sonrió. Había llegado a una edad donde la mayoría de los hombres eran ancianos, y sin embargo ambos se mantenían en la flor de la vida, en la plenitud física y mental. El ardor juvenil había dado paso a una maestría en el control de sus cuerpos que tocaban tan bien como un ciego su arpa.
—Despierta, mi reina. Hoy es un día especial.
—¿Por qué?
—Más tarde. Primero honremos a los dioses.
Ella lamió sus labios secos sin dejar de sonreír, recibiéndole entre sus piernas con el mismo ardor de aquella chiquilla que descubrió el placer sexual.
Pero aquella mañana fue efectivamente especial. Sen-en Mut la amó con el viejo ardor y la pasión del contrincante, y ella se enfrentó a él con todas sus fuerzas, entre sonrisas cómplices y maliciosas que retaban al enemigo a vencer al otro en su particular combate.
Al fin, cayeron ambos al límite de sus fuerzas.
Se prometieron amor eterno con las miradas y las caricias, y tuvo que ser una sirvienta la que les sacase del trance silencioso para recordarles que él había ordenado que les avisasen antes del alba.
Ella se sorprendió, pues parecía que había transcurrido un día entero. Se levantó a regañadientes, pues hubiera prolongado aquel momento mágico. Recordaría aquellas horas durante mucho tiempo después.
Se bañaron juntos en su lago particular y permitieron que los sirvientes les untaran aceites y vistieran sus cuerpos.
Luego, Sen-en Mut la llevó fuera de Palacio. Una silla les esperaba, rodeada de soldados, inmóviles como esfinges, que en cualquier momento darían su vida por ella.
Sintió escalofríos al recordar cuando fueron asaltados, impresionada por la oscuridad de la hora que precede al alba, donde los demonios acechan. No temía a nada, salvo perder su felicidad.
Sen-en Mut la rodeó con sus brazos dentro de la silla.
—No te preocupes. Hoy nada va a turbar nuestro paseo.
—¿Qué quieres enseñarme?
—Tu ciudad. Tu templo. Tu eternidad. Nuestro amor. Todo eso. Ni más ni menos.
Ella asintió, emocionada.
Llegaron a un puerto privado donde les aguardaba una pequeña falúa, íntima y preciosa, donde el Vat, ojo de Horus, brillaba tanto que la reina pensó que la barca volaría surcando el aire como aquella que un día les llevaría a su morada en las estrellas.
Cruzaron el río entre cariños y risas; al otro lado les esperaba otro pequeño ejército de estatuas firmes y respetuosas y otra silla idéntica que les llevó sin demora.
Sen-en Mut mantenía oculto el paisaje a los ojos de la reina por unas cortinas, aunque la oscuridad aún reinaba.
—Sé dónde vamos —dijo ella—. Pretendes recrear aquella mañana, cuando Amón y Ra se reconciliaron.
—Mucho más que eso. Baja.
Descendieron con la ayuda de sirvientes. Esta vez habían dispuesto una tienda al estilo de los beduinos del desierto, ricamente decorada, con pequeñas mesas rebosantes de bandejas colmadas de pastelillos. Se acomodaron entre los cojines.
El primer brillo de Ra en las alturas devolvió a la reina el recuerdo de aquella noche mágica y su cuerpo se excitó de nuevo, apretándose sobre su hombro.
—Mira. Te va a encantar.
Muchas veces habían vuelto a celebrar sus ceremonias matinales en aquel lugar rebosante de belleza, pero aquella mañana era distinta. Ella lo veía en los ojos de su amante, que brillaban como los de un niño excitado, y su curiosidad fue tan intensa que olvidó su picardía sexual.
El magnífico destello del sol y los tonos rosados fueron chocando contra las paredes del acantilado, igual que aquella mañana en que había empezado a confiar en él.
No se cansaban de asistir al magnífico espectáculo, por muchas veces que lo hubieran repetido, pues, cada día, la tonalidad de los rayos que Ra les regalaba daba al conjunto del acantilado y el valle un nuevo color desconocido.
Un día era una nube de un color especial, otro, los restos de una tormenta de arena que tamizaban el sol en un aura misteriosa y fantasmal. Otra, el sol franco en el cielo limpio.
Siempre era especial, y aquel día más, por la excitación infantil de su amor, que la emocionaba como a una niña.
No tenía ocasión de verle tan contento muy a menudo, pues se concentraba hasta el extremo en cada trabajo, en los asuntos de estado o en estudiar las mentes de sus adversarios con tal intensidad que costaba mucho devolverle a la realidad.
Habían acordado que vivirían para amarse, pues algún día se cumpliría el negro destino del sueño de la diosa, pero él continuaba entregándose a su trabajo y a la gloria de ella, que se sentía culpable, como si su dedicación le restase vida.
Por eso apenas siguió el recorrido de la luz, descubriendo los contornos del acantilado y el valle. Solo tenía ojos para su amor.
Y cuando al fin los dirigió al fondo no vio nada especial, pero, tras la insistencia de Sen-en Mut, divisó, justo al final del valle, enfrentándose a la roca misma, un contorno delimitado por cuatro estacas y un hilo de color a su alrededor.
Miró interrogante a su marido.
—¿Qué es eso?
—Esto es tu templo de eternidad. Hoy eres una diosa.
Ella le abrazó con lágrimas en los ojos. Le llevó un buen rato poder hablar.
—Creía que no estaba terminado el proyecto.
—Y no lo está. Al menos completamente. Sí en su estructura arquitectónica, pero no en lo más importante, el contenido de sus muros, pero falta muy poco. Muy pronto, Hapuseneb y yo completaremos las fórmulas que te harán inmortal. Y te lo enseño precisamente hoy, porque, como te he dicho, es un día especial.
—¿Por qué?
—¿Recuerdas que esperábamos una señal de los dioses para proclamarte faraón? Pues ha llegado: Ineni ha muerto.
Hatshepsut jadeó de asombro. No habían podido acusarle del ataque, ni controlarle hasta la muerte de Tutmosis II. Habían temido su influencia.
Pero ahora estaba muerto. El último y único escollo.
Muy pronto comenzaron los trabajos de cimentación del templo Dyeser-Dyeseru, el templo de millones de años, el que daría eternidad al faraón… y a su amante.
Se escribió en la primera piedra que el diseño del templo fue obra del mismísimo Imhotep, que hizo las primeras ceremonias del cordel por la misma reina. En los pozos de ofrenda, forrados con ladrillos de adobe, se depositaron dádivas que garantizaron la ausencia de fuerzas maléficas durante la construcción: alimentos, jarras de ungüentos y medicinas, herramientas, escarabajos y amuletos diversos de los dioses principales. Así, con las ceremonias de «apertura de boca», el edificio se convertía en un ser vivo que no tendría hambre ni necesidades, y Sen-en Mut rechazaba la gloria de su diseño para garantizar su eternidad, ya que se remontó a los tiempos del venerado Imhotep y sus viejos escritos, que decían que en su tiempo cayó un meteorito en el lugar. Así se estableció el rito que, más de 1000 años más tarde, Hatshepsut y Sen-en Mut llevaron a cabo, inaugurando la obra.
Primero, el propio Amon, a través de las manos de su sumo sacerdote, acompañado de su consejero Sen-en Mut y de la reina, estableció la ubicación exacta del lugar, sitiando los cuatro puntos cardinales por medio de precisas observaciones de las constelaciones llamadas «El hombre que corre mirando por encima de su espalda» y «La Pata del Buey[12]».
Para eso se utilizó el Merjet[13], y el Bay, un bastón hecho con una rama de palmera.
La reina misma clavó en el suelo las cuatro estacas para delimitar el perímetro del recinto sagrado, y se rodearon con un cordel bajo la supervisión de la diosa Seshat.
Llegaron obreros de todos los puntos del país bajo las órdenes del jefe de todas las obras del Rey: Sen-en Mut, los arquitectos Dje-huty y Puy-em-Ra, los directores de obras Hapuseneb, Nehesy, Min Mose Uadye-Ramput, Pat-Hink Meni, Nebu-Aui y Amen-en Hat, que grabaron sus nombres en los templos, en un trabajo que duraría trece años.
Bajo la bonanza económica, social, política y religiosa, la reina se dedicó a viajar por todo el país promoviendo templos y remediando la situación de abandono y decadencia de los santuarios; sobre todo en el Egipto medio, puesto que las acciones de guerra se situaron en el Norte y el Sur, límites tradicionalmente violentos, donde las glorias del Amón guerrero levantaron tímidamente templos y santuarios, relegando a la parte central al olvido.
Así, la reina, comenzó su reconstrucción en el uadi de Batn el Bakkera, donde se ordenó excavar un templo rupestre dedicado a la diosa Leona Pajet[14], en cuya puerta escribió:
Escuchad vosotros, todos los nobles y pueblos, tan numerosos como seáis: He hecho esto con la humildad de mi corazón. No he dormido como si fuera negligente, he hecho restaurar lo que estaba ajado, he reconstruido lo que se hallaba en ruinas desde el tiempo en que los asiáticos estaban en medio del Delta, en Mvaris, con los nómadas, destruyendo todo lo que había sido levantado. Ellos gobernaban sin la consideración de Ra. Se me predijo multitud de años fructíferos de acciones. He venido como Horus, única diosa, la llama contra mis enemigos. He expulsado lo que aborrece al dios grande. Sus sandalias han venido sobre esta tierra.
Esta fue la tarea del padre de mis padres, venidos en sus tiempos, como Ra.
Nunca se quebrantará lo ordenado por mí.
Mi autoridad es fuerte como la roca.
El disco Mtón brilla extendiendo sus rayos sobre los nombres reales de mi majestad. Mi halcón está en lo alto de la fachada de palacio, eternamente, por siempre.
No era casual la predilección de la reina por la figura de la leona, incluso más allá de la forma temeraria de Hat-Hor o de las personalidades locales, como Sejemet, Tefnut, Uadyit, Repit y Bastet, que adoptaban la misma forma, todas ellas vinculadas a lugares desérticos, vigilando y rondando los uadis solitarios, caminos y pasos de caravanas, entradas y salidas al país. Con esta forma se representaba como la hija del dios sol, el ojo de Ra, vengadora de su padre, encarnando la agresividad, la violencia, y las fuerzas hostiles que derivan en protección para el egipcio. Al mismo tiempo, mostraba la fiereza de la reina y su falta de debilidad como mujer.
Esta representación también estaba ligada a las fuerzas destructivas del agua en caso de crecidas insuficientes o excesivas del Nilo, o a las violentas tormentas del desierto.
El templo, en la entrada del uadi, al pie de la Montaña del Cuchillo, vigilaba, pues, que nadie se internase impunemente. Se le llamó «La divina morada del valle», y en su interior se confirmó como reina del alto y bajo Egipto.
Le encantaba viajar por el río sagrado, pues era la fuente de vida, el mejor paisaje y el más representativo del país, desde las grandes ciudades hasta los espacios vírgenes, donde se podía apreciar a los bueyes de largos cuernos y los animales salvajes que acudían a beber, casi indiferentes a la presencia de los barcos. El gamo, la cabra montesa, el muflón en las colinas cerca de las cataratas, el ibis, la gacela, el búfalo, el avestruz, junto con los espectaculares cocodrilos, cobras, víboras, escorpiones, ranas, y los eternos mosquitos, moscas, pulgas y demás insectos.
El mayor espectáculo era ver a los temibles hipopótamos ajenos a las preocupaciones humanas, tranquilos y bonachones en apariencia, aunque podían transformarse en un instante en salvajes y traicioneros. No en vano habían hecho naufragar muchas embarcaciones menores, y las leyendas sobre ellos abundaban.
Y las aves, tanto en vuelos solitarios como en impresionantes bandadas. El buitre, el aguilucho, el milano, el búho, la lechuza, que cazaban pájaros menores: gorriones, cuervos, codornices, perdices y golondrinas.
Sobre las aguas del río, y en las charcas que creaba en las inundaciones, vivían el martín pescador, la espátula, el ibis, la avefría, el pelícano, la cerceta y el cormorán, y las aves domésticas: las ocas, ánades y palomas, que eran parte de la familia del campesinado egipcio.
Su padre, el viejo Tutmosis, se trajo de las tierras lejanas del Norte cuatro aves de una especie hasta entonces desconocida, de los que ponen huevos todos los días, y la gallina se difundía rápidamente en todo el país. La oropéndola y el arrendajo eran muy útiles por ser grandes cazadores de insectos, una bendición para los campesinos de la rivera, aunque a veces podían causar grandes daños en las cosechas.
Las altas hojas de papiro, las perfumadas flores de loto, los espesos cañaverales que albergaban las tortugas acuáticas, temidas por la superstición que las señalaba como las bestias de las tinieblas y del mal, junto con nutrias, gatos silvestres, jinetas, camaleones…
Y, a medida que se acercaban a Nubia, aumentaba la presencia de los grandes depredadores: leones, linces, panteras…
El Nilo era fuente de vida, por las tierras y cultivos que alimentaba y por los pescados que proveía; pero, por encima de todo, era fuente de alegría: la de las gentes sencillas que les saludaban haciendo una pausa en sus interminables jornadas de trabajo, la de los aguadores que elevaban el agua a las acequias en las estaciones secas, los campesinos de brazos y torsos quemados por el sol, los niños que aunaban el trabajo con los juegos y aprovechaban los remansos para bañarse mientras uno vigilaba que no acudiesen alimañas…
No había nada que la alegrase tanto como viajar por el río sagrado y contemplar ese fresco, mucho más vivo y rico que cuantos se pudiesen pintar en las paredes de palacio. Por eso disfrutaba de cada instante junto a su marido, alegrando a hombres y a dioses con la entrega de los nuevos templos, que eran recibidos con enorme algarabía y grandes festejos.
Así presidieron la reconstrucción del templo de Hat-Hor en Cusae[15], que sentenció como sigue en la piedra:
Yo he hecho su templo a la diosa, excavando para ella y su enéada.
Se han aleado los altares de fu ego, se han agrandado los santuarios, lugares de delicia de todos los dioses, cada uno en el santuario que ama, reposando su ka sobre sus sedes.
He hecho construir la sala oculta en el interior del santuario, alejada del lugar hasta el que se transporta la imagen divina a pie.
Cada dios ha sido modelado en su forma corpórea, en oro fino de Amu; sus fiestas han sido aseguradas en su momento adecuado, ciñéndose estrictamente a la regulación del rito que yo he establecido.
He hecho prosperar la tradición en su forma, tal y como se hizo en los tiempos primordiales.
Mi corazón de rey se ha anticipado a la eternidad, conforme a lo ordenado por el que inaugura el árbol Ished, Amón, el señor de los millones de años.
Ra ha entregado, conforme a sus planes, las tierras unidas bajo mi trono. Le tierra negra y la tierra roja me muestran su obediencia. Mis poderes espirituales doblegan a los países extranjeros. El ureus que está en mi frente protege a todas las tierras.
El Punt está en mis campos y los árboles tienen el antyu fresco.
Los caminos que estaban cerrados por ambas partes están ahora abiertos.
En Jemunu[16], la cuna de los dioses primordiales que crearon el mundo, restauró y amplió el templo dedicado al dios de la magia: Thot.
Y del mismo modo comenzó una actividad constructiva sin parangón en la historia. Se levantaron templos no solo a los dioses primordiales amados por la reina, Amón, Hat-Hor, y las diosas leonas, sino que también contentó a las minorías de cada ciudad, restaurando y consolidando templos a los dioses locales, lo que le granjeó la simpatía del pueblo llano a lo largo de toda la extensión de las Dos Tierras.
La reina misma acompañaba en los viajes a Sen-en Mut; ordenaba excavar zanjas y acequias, levantar casas de vida, graneros y tomaba niños para los Kaps.
Los días eran plácidos, y las aclamaciones, vítores y cariño de los habitantes les daban ánimos y fuerzas para dedicar las noches a inflamar su pasión y expandir la energía que ambos liberaban al pueblo a través de los templos que inauguraban a su paso y los actos de amor.
A veces llevaban a sus viajes a Neferu y Meryt, mostrándoles las inscripciones sagradas y sus imágenes junto a los dioses.
El carácter rebelde de Neferu parecía haber remitido con la disciplina de Ah-Mes y la impresión que causó en ella las visitas a los grandes templos.
Repitieron la ceremonia de embriaguez en ofrenda a Hat-Hor, en Dendera, una vez restaurado el templo. Resultaba impactante el tamaño y grandiosidad de las anchas columnas que soportaban la pesada techumbre de piedra, un hito en la arquitectura, que se erguía por obra de su amor.
Inauguraron el nuevo templo. Hatshepsut bailó de nuevo ante la multitud, aunque ya superaba los treinta y cinco años, edad en las que las mujeres solían haber perdido su belleza. Pero sus caderas estrechas, su piel blanca y tersa y sus músculos ejercitados en intensas sesiones amorosas mantenían sus pechos alzados y su rostro hermoso, sin apenas necesidad de maquillajes o artificios, comúnmente usados por las nobles de la corte. Ella sabía cómo hechizar a cualquiera usando tan solo su natural magnetismo, la energía que irradiaba y su porte altivo y sereno, junto con su manera felina de caminar que el tiempo no había mermado.
Así, las gentes de Dendera jurarían que la misma gata que bailó para ellos hacía casi veinte años había vuelto intacta como la diosa que era.
De nuevo sellaron el vínculo entre ellos haciendo el amor en el templo, aunque esta vez la reina durmió sin sueños y se levantó feliz y animada. Había temido mucho aquella noche.