28
LA ETERNIDAD

A pesar del esfuerzo de Hatshepsut porque Sen-en Mut descansara, su marido no dejaba de reunirse con Hapuseneb y distintos miembros de la nobleza, en la que se había ido haciendo un hueco gracias a su olfato comercial y a su capacidad política. Atraía a los nobles abanderando el árbol que mejor sombra da: una garantía de futuro y promesas de prosperidad. Pero sobre todo el temor.

Se corrió la voz entre la corte del asesinato del faraón, más que probablemente, obra de Ineni. Y como no podía combatirlo, lo empleó en su favor usando una de las tácticas tradicionales del clero en su enfrentamiento con el poder del faraón. Así, a los nobles que no se podía ganar por las buenas, les daba a escoger en qué bando querían estar. Se hizo muy popular en un tiempo muy corto.

Lo primero que hicieron fue negociar que no hubiera división entre los nobles para evitar que Ineni creara una red entre ellos. Como concesión al tradicionalismo, declararon a Tutmosis III Rey del bajo Egipto. La reina lo sería del Alto Egipto, y Neferu-Ra, sería esposa del dios.

Todos contentos.

En la práctica, el reinado y control férreo del país era del matrimonio, que a esas alturas no resultaba sorprendente a nadie, entre otras razones porque ya no se esforzaba en absoluto en ocultar su condición, entre la reina regente y el sin par Sen-en Mut.

Los funerales del segundo Tutmosis fueron de todo menos tranquilos. El Palacio parecía un destacamento fronterizo del ejército.

Nombraron a Hapuseneb visir del Norte y del Sur, y confirmaron al hijo del buen visir Ah-Mosis, Amen-Mose, como gran visir.

Y, sin embargo, Sen-en Mut, a ojos de la reina, aparecía taciturno y triste, aunque apenas tenía un segundo sin trabajo.

Ella le cuidaba tiernamente y él agradecía cada mimo, cada beso y cada cura. Pero no era feliz. Seguía regalando tiempo y risas a sus hijas, insensible al carácter agrio de Neferu-Ra, que parecía obviar constantemente. Pero, por las noches, aunque seguía siendo el mismo amante generoso y fuerte, no tenía la misma alegría.

—¿Qué te ocurre, mi amor? —le preguntó ella.

—Es solo que hay mucho que planificar, y algunos problemas escapan de momento a mi control, pero con la ayuda de Hapuseneb encontraremos un remedio.

—¿De qué se trata?

Él giró su cuerpo.

—No quiero distraerte. Tú tienes tus propios quehaceres.

Se echo encima de él, haciéndole cosquillas al principio, pero con firmeza.

—Mi felicidad es que me distraigas. No te cierres de nuevo, juramos que no habría secretos entre nosotros.

Los ojos de Sen-en Mut se empañaron. Se mostraba reticente. Ella se preguntó si no sería consecuencia de la operación.

—Quizás te parezca egoísta —dijo al fin.

—Me extraña. Cuéntamelo o te flagelaré hasta desangrarte.

Él sonrío levemente, aunque su tristeza era tan profunda que ella sentía el corazón martillear en su pecho. Temía que le dijera que había alguna complicación en su recuperación. Tenía tanto miedo que ni se esforzó en hacer algún comentario trivial. Respetó su silencio hasta que su marido reunió el valor para continuar.

—Vas a ser faraón. Llevamos años preparándolo, y ahora que al fin tenemos la certeza, resulta… abrumador.

—¿Te parezco abrumada? —bromeó ella.

—Me refiero… Tú vas a ser una diosa. Con un lugar reservado en las estrellas junto a Amón… Y yo seré un mortal.

Ella comprendió de pronto.

Se quedó sin habla. Nunca lo había visto de esa forma, pero la obsesión por hacerla una diosa era un reto personal, algo más que el indudable amor que sentía por ella. Y ahora que lo veía venir al fin, tenía miedo de separarse de ella.

Los ojos de Hatshepsut se llenaron de lágrimas. Abrazó a su marido.

—Tienes razón. Una vida humana es poco. No quiero ser una diosa si no voy a compartir la eternidad contigo. Por ti me conformo con ser reina. ¿Qué digo? ¡Sería la más humilde de mis sirvientes con gusto si al final del día te tuviese en mi cama!

Sen-en Mut se envaró casi instantáneamente, levantando su torso del regazo de ella.

—¿Estás loca? ¡Tú vas a ser faraón! No me voy a rendir tan fácilmente. Lo que quiero decir…

—¿Qué?

—Si me quieres a tu lado…

—¡Por la diosa! ¡Dilo ya!

—Estoy buscando la manera de acompañarte por la eternidad.

—¿Cómo? —dijo ella, con la boca abierta de la sorpresa.

—Conozco los secretos y las fórmulas que pueden dar a un hombre la vida eterna, aunque Hapuseneb debe ayudarme. Por eso le he elevado de rango y le confirmaré oficialmente ante el pueblo, cuando nos deshagamos de Ineni, como sumo sacerdote de manera oficial, pues, aunque ya ejerce entre nosotros, para el pueblo, el sumo sacerdote siempre será el bastardo del viejo.

»De algún modo seré tu gran esposo real, aunque no sea rigurosamente cierto, pero así haré que conste en la piedra eterna y nuestros cuerpos, incluso aunque yazcan separados, vivirán juntos en la eternidad si no son profanados en el futuro.

—¿Qué quieres decir?

—Mira a tu alrededor. Estas rodeada de hipócritas. Eres joven y bella, pero envejeceremos y moriremos, y los que ahora dicen adorarte borrarán tu nombre de la piedra, desfigurarán tu rostro de las estatuas que construyamos y pondrán en su lugar el del próximo faraón, si les da poder. Estarán deseando redimirse con los dioses más tradicionales.

Nunca lo había considerado, aunque era cruelmente real.

—¿Y qué hacemos?

—Crearemos un mito en vida. Haremos que tu sangre y origen divino sean legítimos en todas las piedras. Construiremos templos, altares, capillas, obeliscos, palacios y casas de vida, pero, sobre todo, construiremos un templo de eternidad para ti y para mí, Neferu y Meryt. Construiré más moradas de eternidad ocultas si hace falta, que sean inviolables; garantizaremos como sea que nadie borre los nombres de nuestro templo, porque será tan grandioso y amenazador a la vez que cualquier mortal sienta el temor de la ira divina ante el mero pensamiento de violar una palabra en la piedra. Pero…

Hatshepsut miro a Sen-en Mut. Sus ojos brillaban con una fuerza desconocida; su cara despedía un calor febril.

—Pero… ¿qué?

—Necesitaba tu permiso. Voy a declararme tu esposo real en la piedra.

Le abrazó, conmovida hasta lo más profundo.

—¡Pero cómo puedes dudarlo! No deseo otra cosa que pasar una eternidad a tu lado.

Volvió a abrazarle, al borde del llanto, recordando tiempos pasados, cuando él era tan ambicioso que le daba miedo… ¡Y ahora le pedía permiso para darle amor eterno! Le miró con cariño, comprendiendo muchas cosas.

—Por eso estas tan cansado y triste. Es un proyecto demasiado ambicioso para el trabajo de una sola vida.

—No estoy triste, pero sí quizás demasiado concentrado. Hay tanto en juego…

Ella volvió a atraerlo a su regazo. Él se dejó hacer y depositó su cabeza sobre el pecho de la reina, que acarició sus costuras, ya cicatrizadas y cubiertas de pelo, que ella no le dejó volver a cortarse. Él solo accedió para que no se viera la tremenda cicatriz.

—Haremos todo lo que has dicho. Tú eres mi luz, mi guía, mi vida y mi felicidad, el timón de mi barca y la razón de mi existencia. Pero debemos ser felices en el camino, porque tal vez al final haya tiempos crueles.

—¿A qué te refieres?

—Tú lo has dicho: envejeceremos y nuestros enemigos se fortalecerán. Por eso debemos darnos uno al otro siempre. Me lo dijo la diosa: nuestro amor es nuestra energía, y si ese amor se ve mermado no seremos tan fuertes. Así que debes racionar tus esfuerzos, porque lo primero soy yo para ti, y tú para mí.

Sen-en Mut levantó la vista para mirarla. Había lágrimas en sus ojos. Ella se impresionó.

Nunca le había visto llorar.

Comprendió que para él era muy importante sentirse eterno junto a ella.

Por eso jamás había pretendido bienes materiales, ni dinero, ni poder, ni riquezas.

La miró y asintió con la cabeza, sonriente. Ella, con la voz quebrada, intentó bromear.

—Además, te quiero fuerte y sano para que me ames como un toro.

Los actos comenzaron pronto. El primero fue el nombramiento público de Hapuseneb como sumo sacerdote, que recibió con gran emoción.

Hatshepsut ordenó levantar una estatua en la que el nuevo sacerdote ordenó realizar una inscripción:

Había sido escogido por la reina para colocarle a la cabeza de millones, y lo había magnificado entre el pueblo, a pesar de su origen humilde. ¡Tan excelente era para el corazón de su majestad! Hila le había hecho jefe de todos los cargos de la casa de Amón y jefe en Kurnak, en el dominio de Amón, en la tierra de Amón.

Había sin duda detractores al reparto del poder ideado por Sen-en Mut, pues la presencia del niño-rey y de la reina no obedecía a la tradicional unión verdadera entre el rey y su gran esposa real, como había sido hasta ese momento.

Ineni escribiría en su biografía, con ironía:

El rey Tutmosis II salió hacia el cielo y se unió con los dioses. Su hijo se alzó en su lugar como señor de las Dos Tierras. Gobernó sobre el trono de aquel que le había engendrado. Su hermana, la esposa del dios, Hatshepsut, dirigía los asuntos del país según su propia voluntad. Se trabajó para ella, mientras Egipto estaba con la cabeza inclinada.

Así, en el segundo año de su reinado, la princesa Neferu-Ra fue convertida en regente del Sur y del Norte, señora de las Dos Tierras, esposa del dios, Mano del dios y divina adoratriz.

De ese modo, manifestaban la herencia en la hija real como sucesora al trono, y por otro lado implicaba que la madre era, en sí misma, rey del alto y bajo Egipto, por mucho que el pequeño Tutmosis también lo fuera.

Pero había una sola cosa que no podían controlar.

A la propia Neferu.

Su comportamiento libertino exasperaba a cuantos maestros le ponían.

Una mañana, Hatshepsut abandonó sus obligaciones para acudir a verla.

Su maestro intentaba que mostrara atención en una lección sobre la vida del dios Osiris.

—Princesa, debes escuchar. Esto no es solo una mera historia. Todo gira en torno a ella, es parte de nuestro pueblo. ¡Por Amón! Es la sangre de tu sangre.

La niña contaba ocho años y, aunque bella como su madre, su actitud era burlona e indiferente, y una permanente mueca de desdén afeaba su rostro.

Imitó un bostezo para ofender al maestro.

—Tú lo has dicho. Si tengo sangre de dioses y soy o seré una diosa ¿Por qué debería aprender nada?

El rubor calentó la cara de Hatshepsut y se hizo visible.

—¡Ya basta! Niña malcriada. Aprenderás, porque algún día deberás gobernar con justicia, como hacemos tu padre y yo.

—¿Por qué? Si voy a reinar…

—Porque sin la enseñanza es como si sentaras a un mono en un trono.

La niña abrió los ojos de la sorpresa. Su tono enrojeció a su vez, y el grito sonó tan agudo como hiriente.

—Mi padre no es nada y tú no eres ni faraón, ni diosa.

Hatshepsut no pudo contenerse. La bofetada calló a su hija por un instante, pero su orgullo fue superior.

—¡No puedes golpearme! Soy…

—No eres nada si tus padres no lo son. Y si te comportas de este modo, retiraré tu nombre de la piedra y pondré en tu lugar a tu hermana.

—¿Meryt? —La risa fue doblemente hiriente—. Si es como un vegetal. Ni siquiera se parece a nosotros. Parece nubia.

Hatshepsut se sintió profanada en lo más hondo.

Sintió un escalofrío de pavor antes de recuperar la fuerza suficiente para contestar.

—Al menos muestra respeto por sus padres y sus dioses. Haz lo que quieras. O cambias o te quito tus privilegios y títulos. Entonces verás la diferencia: cuando debas ganarte los lujos.

Se dio la vuelta furiosa, corriendo para que su hija no viera las lágrimas en sus ojos. ¡Había abofeteado de nuevo a su niña! Y lo que le dolía es que esta vez no había ningún paliativo.

Así la encontró Sen-en Mut, que al verla tan afectada la abrazó. Hatshepsut le contó la escena, obviando el comentario sobre el color de la piel de Meryt.

—¿Qué hacemos?

Sen-en Mut intentó relativizar el incidente y proteger a su hija.

—Quizás se sintió provocada delante de un extraño.

—¿Un extraño? ¡Por Hat-Hor! Un maestro a quien debe respeto y su madre, ¡la reina de Egipto!

Ella intentó separarse, pero él la retuvo, besándola.

—Lo sé. Pero es nuestra hija ¿Y no te recuerda a nadie?

Hatshepsut se sintió insultada.

—¡Yo era rebelde, pero jamás falté al respeto de mis padres, maestros o los mismos dioses! No deberías protegerla así. No intentes compararla conmigo.

—No puedo evitarlo.

—¡Pero si te desprecia por débil! ¡Si dice que ninguno de los dos somos nada!

Ese dardo sí hizo mella en el ánimo del padre, que frunció el ceño.

—Tienes razón. Y no creas que no lo he pensado.

—¿Y qué hacemos?

—Le pondremos un preceptor distinto. Un militar. —Le sonrió—. A ti te fue muy bien.

Hatshepsut rio de placer.

—Eso es cierto. Pero que no sea muy joven, no vaya a acostarse con él.

Ahora fue él quien rio.

—No te preocupes. Tengo el adecuado. Es Ah-Mes Pen-Nejebet, un viejo militar de carrera que luchó conmigo y con tu padre. Será su tutor.

—Estoy deseando verle.

—Y yo. Y por cierto —bromeó—, Neferu no me desprecia. Me adora.

—Eso lo dices tú y los cientos de estatuas que te haces esculpir con ella. Pero reconoce que se hace mayor.

—No exageres. Empieza a hacerse una mujer, y ha heredado tu rebeldía. Eso es todo. Ah-Mes la hará entrar en razón.

Hatshepsut visitó el Kap y se llevó a pasear al pequeño Tutmosis. Había permitido que mantuviera el contacto parcial con su madre, pero ambos estaban totalmente aislados de las noticias de estado y de la corte para evitar que filtraran la noticia de la verdadera causa de la muerte del joven Tutmosis II.

Afortunadamente, no había dedicado mucha atención a su hijo, ya que la responsabilidad de educar a un heredero al trono era abrumadora para él, y probablemente le recordaba que abandonaba una adolescencia que hubiera querido eternizar, así que el pequeño apenas echó de menos a su padre, por no hablar de la concubina Isis, que vio su posición social elevada como jamás soñó, aunque ella misma y Sen-en Mut la frecuentaban para que mantuviera una actitud humilde y no desarrollara los sueños de grandeza de Mut-Nefer.

El niño saltaba, feliz, aunque de vez en cuando recordaba que era la reina quien estaba a su lado y se estiraba, caminando muy lento, con la cabeza alzada, imitando las maneras de los cortesanos. Sin duda quería impresionarla. A Hatshepsut le hizo tanta gracia que le abrazó.

¡Por Amón-Ra! Si no era más que un niño inocente.

Se sintió liberada de la tensión, y se dedicó a jugar con él, gozando de su gracia ingenua. Era un niño tan simpático que sintió envidia.

¿Acaso el carácter de los niños está sujeto al capricho de los dioses? Neferu-Ra debiera reunir las virtudes de sus padres, y no sus defectos, y en cuanto a Meryt-Ra… Resultaba desesperante. No tenía inteligencia ni viveza, ni mucha alegría. Era como una de sus muñecas. Sin hacer mucho ruido, sin gracia alguna. Pasaba totalmente desapercibida en todas partes.

Pensó con ironía que hubiera sido la esposa ideal para una mente retrógrada como la de Ineni, aunque habría que esperar para ver cómo crecía, y si sus caderas se ensanchaban, como era aconsejable.

Y, sin embargo, aquel niño, hijo de inútiles incapaces, estaba lleno de gracia, cariño, inteligencia y encanto.

Tomó una decisión. Se criaría junto a sus hijos. Le adoptaría como uno más. Al fin y al cabo, el niño no era culpable de los pecados de sus padres.

Pero Sen-en Mut no pensaba igual.

—¿Estás loca? Es como tener una cobra domesticada en el dormitorio. Puede ser muy graciosa, pero un día recordará su condición y te morderá.

—No lo creo. No si lo criamos con el cariño que le faltó a su padre. Al fin y al cabo, es el faraón, no tiene oposición, ni la tendrá, por mucho que yo gobierne pronto con sus atributos. Cuando yo muera, el país será suyo.

—¿Y qué hay de Neferu?

—¡Ay! Debe cambiar mucho, y yo he perdido la fe en la bondad humana. Las personas no cambian. Pueden maquillar sus defectos, cubrirlos con capas de hipocresía y actuaciones magistrales, pero en el fondo siempre se destaparán esos defectos.

Se acercó a su marido.

—Si pudiera darte un hijo… ¡Intentémoslo una vez más! Solo una. Si Hat-Hor nos diera un hijo ya no habría más incertidumbre. Le criaríamos con todo el cariño y la formación. No podemos fallar otra vez, ¡los dioses nos lo deben!

Sen-en Mut se acercó a ella y la abrazó tiernamente.

—Sabes que no es posible. Morirías. El médico lo dejó bien claro. Y yo me quedaría sin hijo y sin ti. Y jamás arriesgaría tu vida por la de un hijo.

Ella asintió, temblorosa.

—¿Y no me guardas rencor por no haberte dado más que niñas?

—¿Rencor? Te quiero por lo que eres, no por los frutos que me das, que son como regalos. Los más valiosos que pudieras darme, siendo tú quien eres y yo quien soy. Yo no soy quién para juzgar si los regalos son buenos o no. Son tuyos y míos. Y con eso me basta.

—Entonces piensa que te hago otro regalo y acepta a Tutmosis como hijo.

—¿Hijo? Su nombre tan solo ya me da escalofríos. Le aceptaré en el Kap. Compartiré con él las lecciones que imparto a mis hijos, y al resto de los niños, pero jamás será mi hijo. No puedes pedirme eso.

Ella le abrazó.

—Con eso me basta. No esperaba menos. Tal vez así salde mi deuda con la diosa.

—Estás obsesionada con la diosa y su sueño. Creo que nos ha maltratado tanto que deberías dejar de pensar en ello. Al fin y al cabo, es nuestro destino. No luches contra él y dedícate a ser feliz.

—Tienes razón, pero no olvides que un día nuestro corazón será pesado. Y nuestras conciencias deben estar tranquilas.

Sen-en Mut apuntó su dedo hacia ella.

—No te negaré nada. Me faltan fuerzas. Pero no olvides esto: que los dioses nos ayuden. Nunca faltará un alma malévola que le cuente la verdad. Y recuerda que Ineni parece querer sobrevivimos a todos.