27
ACCIÓN Y REACCIÓN

Llamaron a los sirvientes, pues habían perdido mucho tiempo. Les vistieron de modo ceremonial.

Cuando salieron al patio ya les esperaba el séquito de portaestandartes y símbolos, sirvientes, cortesanos, nobles y soldados.

Se dirigieron al templo por la avenida de esfinges, bordeadas por las capillas que su padre concedió a sus concubinas y que, una vez al año, en la fiesta de cada dios, solía visitar para honrar sexualmente.

Caminaba junto al mayordomo de Amón, su marido Sen-en Mut.

Se sentía un poco mal por reprender a su hija pero, por otro lado, debía hacer comprender a Sen-en Mut que no podía fomentar ese carácter rebelde y caprichoso. En los Kaps se enseñaba bajo el precepto de «la letra entra por la espalda», pero una princesa real era una excepción. Nadie se atrevía a ponerle la mano encima, contrariamente a lo que vivieron Hatshepsut y Sen-en Mut, a quienes sí trataron con firmeza, a uno por su origen y a la otra por recibir la educación de un varón…

Se encontró caminando sola. Sonrió. Había estado pensando demasiado abstraída y tal vez Sen-en Mut también se distrajo, deteniéndose unos instantes.

Se dio la vuelta para buscarle… ¡Y vio su cuerpo sangrante muy cerca, junto a un bastón arrojadizo!

Su distracción le salvó la vida, pues al momento surgieron hombres armados de entre la multitud, atacando el grupo de guardias que quedó alrededor del cuerpo inerte de su amado.

Con el revuelo, los atacantes pensaron que la reina se encontraba también en ese grupo y concentraron sus fuerzas en él.

Cuando quiso darse cuenta, fue la propia multitud la que la engulló, protegiéndola con su abrazo anónimo. Algunos nobles la reconocieron y la cubrieron con su cuerpo, alejándola a la fuerza mientras clamaba, desesperada, por su esposo caído.

Quería correr su misma suerte, aunque los nobles no hicieron caso de sus gritos ni de su llanto y la llevaron en alzas hasta la mansión más cercana, donde la retuvieron durante cerca de una hora, hasta que pudieron llamar a la guardia y supieron con certeza que la calma se había restablecido.

Estaban exultantes al haber salvado a la reina, aunque su mayordomo hubiera caído. Era una pieza prescindible, un sirviente.

Hatshepsut, impotente y resignada, no se esforzó en decirles que era el hombre más válido en las Dos Tierras, además del amor de su vida.

Aunque al principio intentó mantener la compostura, terminó gritando como una posesa, amenazándoles con que si él moría mandaría ejecutar a los autores y a ellos mismos por privarle de acompañarle en su viaje.

Sólo podía llorar, desesperada, entre retazos de furia en los que les ordenaba que la llevaran a palacio.

Bendijo la benevolencia de su amado para con su hija, pues probablemente les había salvado la vida a ambas.

Al fin, accedieron a llevarla a palacio cuando llegó un aluvión de guardias y soldados.

No dejó que la llevaran en una silla, pues creyó que si permanecía quieta un solo instante su corazón estallaría. Necesitaba moverse.

Corrió tanto que los guardias apenas pudieron contener a la multitud que se apelotonaba a su alrededor en el camino.

Entró en palacio como una exhalación, recuperando el mando.

—Llevadme donde esté Sen-en Mut.

—Pero, majestad… —El jefe de la guardia la increpaba con el tono del que pretende decirle cómo hay que hacer las cosas.

El trato que se daba a una mujer.

Pues bien, ya se ocuparía de que dejase de pensar que era una mujer débil. Conocería del carácter de la hija de Ra. Pero eso debía esperar.

—No hay nada más importante. Llévame ante él. ¡Ya!

Los sirvientes apenas podían seguir su paso. Sentía que su corazón iba a pararse en cualquier momento. No quería ni considerar la idea de que hubiera muerto, y corría, más que caminaba, con la cabeza en alto, mirando al cielo.

—¡Hat-Hor, no me lo quit…! Amón, no me lo quites. Devuélvemelo y te haré el más grande de los dioses… ¡Padre Ra…!

Rompió en sollozos.

Llegó al hospital de Palacio. En la puerta tropezó con el médico del rey.

—¡Dime que está vivo!

La cara del hombre se contrajo y la reina escuchó el rechinar de sus dientes.

Hatshepsut sintió un acceso de calor en la cabeza. Supo que se iba a desmayar. El buen amigo la abrazó a tiempo, llevándola al interior de la estancia, aunque ella apenas se enteró. Cerraba los ojos con tanta fuerza que casi llegó a creer que podría alcanzarle en su viaje, pero notó agua fría en su cara y las manos del médico que sacudían levemente sus mejillas hasta que abrió los ojos, solo para descubrir su faz compungida y romper a sollozar de nuevo.

—Majestad. —Escuchó, sin reaccionar.

—¡Majestad!

El grito llamó su atención. Fue tan desmesurado como un segundo después su sonrojo.

—El noble Sen-en Mut no ha muerto.

El aire escapó de sus pulmones y sintió su cuerpo envararse.

—¿Cómo? ¡Por Seth! ¿Cómo no me lo habéis dicho antes? ¿Queréis quitarme la vida?

—No ha muerto, aunque está rondando la muerte. Ha sufrido un bastonazo que ha abierto literalmente su cabeza. El hueso que cubre los sesos se ha astillado y no hay manera de recuperar alguno de los trozos clavados, así que voy a practicarle una trepanación del cráneo. Le levantaré la cubierta de hueso y podré retirar los pequeños trozos y astillas. Luego limpiaré la herida y volveré a cubrirla y coser la piel.

—¿Vivirá? ¡Vamos, hablad!

—No lo sé. Es algo muy inusual y peligroso. Se ha hecho en algunos casos con éxito, pero en la mayoría quedan secuelas en forma de inmovilidad, debilidad… Algunos incluso pierden la capacidad de razonar. Muchos mueren por infección. Afortunadamente, el bastón no ha penetrado en su cabeza. Solo ha astillado la cubierta. Pero, si no los retiro, los pequeños trozos clavados se infectarán y acabarían matándole. Si consigo extirpárselos y no han dañado partes vitales, y siempre si soporta luego los días de cicatrización, vivirá.

Hatshepsut apenas podía hablar.

—No parece que haya muchas posibilidades.

—Y no las hay. Está en manos de Amón. Es muy fuerte, pero debéis perdonarme. Quiero operarle antes de que despierte.

—Quiero verlo.

—No es fácil. Muchos no lo aguantan y caen desmayados.

—Lo soportaré. Quiero estar con él.

El médico asintió. La situó a los pies del enfermo y él se emplazó junto a dos ayudantes. Se lavó las manos con natrón y lavó la herida con natrón rebajado con agua purificada en cobre. También lavo las herramientas. Entonces tomó de manos de su ayudante una sierra que hizo saltar a la reina.

—¡Hat-Hor divina! —susurró.

Apenas pudo mirar, aunque era peor el sonido de la sierra cortando el hueso de la cabeza, así que abrió sus ojos y se enfrentó a su temor.

El médico sudaba, concentrado hasta la extenuación en no cortar más allá de la fina capa de hueso. Detenía el límite del corte de la sierra con sus propios dedos. Cortaba durante unos segundos y avanzaba un poco, descansando apenas el tiempo justo de relajar los dedos de la mano de la sierra mientras limpiaban la sangre. Hatshepsut sintió que se mareaba y se agarró a la mesa.

El serrado pareció eterno y, tras la última limpieza, el médico tomó con sus manos un pequeño instrumento e hizo palanca en una incisión hasta que escuchó un leve crujido que heló el corazón de la reina.

Repitió la operación en tres puntos más hasta que apenas pudo mover lo que parecía un casco fino, que manipuló con cuidado levantándolo sobre la cabeza del enfermo, al que sujetaban los ayudantes para evitar que se moviera en caso de que despertara.

Hatshepsut casi perdió el sentido cuando vio la cabeza abierta de su marido. Para evitar volverse loca de dolor, rezaba con todas sus fuerzas, sin apartar la vista de aquella masa de sesos ensangrentados. No volvería a comer sesos de animal en su vida, aunque era uno de los platos que más le habían gustado.

El médico se acercó tanto a su cabeza que parecía que iba a besarla. Sujetaba unas finas pinzas que movió tan despacio que Hatshepsut se preguntó cuánto tiempo sobreviviría su amor sin la tapa de la cabeza, como un pez fuera del agua.

Detrás de ellos, un hekau pronunciaba sus fórmulas rituales para garantizar que ningún espíritu o demonio atacara al enfermo en su indefensión.

Así pasó más de una hora.

Cuando pareció satisfecho, pidió una pequeña esponja mojada en agua y natrón y limpió, apenas rozando, la zona del golpe con un cariño que maravilló a la reina, que nunca había pensado que un acto de curación implicara tanta ternura.

Al fin, retomó el casco y lo situó de nuevo con sumo cuidado sobre su cabeza, con tanta delicadeza que apenas pareció que lo posaba sin llegar a tomar contacto.

La reina pensó que, gracias a Amón, Sen solía rapar su cabeza como un sacerdote, cosa que siempre le reprochaba, pues resultaba mucho más excitante con pelo, pero él le recordaba cuando buscó los encantos de un extranjero y le decía que debía quererle tal y como era, aunque reconocía con risas que a él le resultaba fácil amarla, pues era la mujer más bella que Egipto jamás ha conocido, y él el hombre más afortunado.

Se emocionó al recordarlo y sintió las lagrimas correr de nuevo por sus mejillas, pero se ordenó ser fuerte, tragando el nudo que le causaba dolor en la garganta y el pecho.

Vio como cosían la piel alrededor del contorno de la cabeza, con un hilo tan fino que apenas se veía.

De repente, algo picó su curiosidad y se dirigió al médico con un respeto casi reverencial, susurrando apenas para no sobresaltarle.

—¿Y el agujero quedara intacto? ¿Sin protección?

—Es pequeño y prefiero no poner nada. Cuando es grande se fabrican parches a medida, de cerámica o madera, pero suelen causar infecciones. A veces, cuando es pequeño, las aberturas se sueldan por sí solas. Si sobrevive, será el menor de sus problemas. Que lleve un casco —dijo con rudeza.

A la reina le dio igual. Hubiera dado cualquier cosa por tenerlo vivo a su lado. Recordó su ofrenda a la diosa y pensó sin el menor atisbo de broma que daría su cuerpo a todos los mendigos de la ciudad si con eso salvaba la vida de su amor.

El médico terminó de coser con satisfacción manifiesta en su cara. Se disponía a informar a su reina cuando oyeron ruidos de pasos apresurados.

Era Josuef, el heraldo real. El grueso de la patrulla había quedado atrás. Solo él se atrevió a entrar en aquel momento.

—Majestad.

Hatshepsut enrojeció de rabia.

—¿Por qué me interrumpes en un momento tan delicado? ¿Es que no ves lo que ha ocurrido?

El buen hombre no parecía encontrar las palabras.

—Es importante.

—En efecto. Espero que lo sea.

—Vuestra madre.

—La recibiré otro día. Hoy no es momento.

—¡Majestad!

—¡He dicho que en otro momento!

—No habrá más momentos. Ha muerto.

En su mente se hizo un terrible vacío del que solo el recuerdo y la premura de cuidar a su marido pudo sacarla.

—¿Cuándo?

—Anoche.

—¿Cómo?

—De muerte natural. Se ahogó. Tal vez se tragó la lengua, o se atragantó con un alimento, o le sobreviniera un ataque de tos de los que acostumbraba padecer, o quizás un espíritu malig…

—Calla. ¿Estáis seguros de que es muerte natural?

—Los médicos de palacio la han examinado y no han encontrado señales de muerte violenta. Nada parece indicarlo, y sus sirvientes juran por el terror de Seth que nadie la visitó en los últimos días.

Se tranquilizó. Había temido un ataque a toda su familia. Había pensado que sus hijas podían correr el mismo peligro, y el aire había huido de sus pulmones con tal fuerza que a punto estuvo de caer, trastabillando. Por suerte, fue sujetada por las manos firmes del médico.

Se concedió un instante para recordar su cara angulosa y firme, delgada y blanca, de mirada estrecha y orgullosa, barbilla casi tan afilada como si llevase la barba ceremonial del faraón, labios finos, aunque bien perfilados, muy hermosa en su conjunto. Cautivó al viejo toro con su aura de inaccesibilidad, su orgullo y su porte altivo y misterioso. Era especial y, aunque causaba un respeto profundo en los hombres, también había generado en ellos una extraña atracción; no la de una belleza exuberante, sino la de un atractivo peligroso, como una serpiente de brillantes y hermosos colores que avisa de su peligro latente. No en vano había terminado odiando a los hombres…

Salvo al que se debatía entre la vida y la muerte en aquel mismo momento.

Para ella había sido una madre atenta y dedicada, dándole cariño tal y como ella lo entendía, con el mismo protocolo que aplicaba a todos los aspectos de su vida. Había que entenderla, y pocos llegaban a comprenderla de veras.

Susurró una oración de gracias y repinó su nombre durante unos instantes, hasta que la mirada del heraldo la devolvió al amargo mundo real.

Apenas dejó que un par de lágrimas cayeran por su rostro. No quiso dejarse caer más por miedo a no poder volver a levantarse. Se debía a su marido.

—¿Os ocuparéis de ella? Comprenderéis que no puedo, por más que me duela, darle mi último adiós, aunque participaré de las oraciones y repetiré su nombre mientras cuido de Sen-en Mut, pero no puedo ni debo abandonarle ahora.

El noble asintió tras permitirse la licencia de tomar las manos de la reina.

—Podéis estar segura de que será tratada como merece. Ahora perdonadme que sea pájaro de mal agüero. Deseo una pronta recuperación de vuestro… del noble Sen-en Mut.

—Gracias —dijo, ignorando el lapsus que en cualquier otro momento hubiera castigado como una afrenta—. Ahora, dejadme —ordenó en tono cortante.

Apenas se fueron, se volvió de nuevo hacia el médico. Su cara estaba velada de una tristeza sincera. No en vano la había conocido y servido durante muchos años. No le dijo nada. Solo le apretó la mano, y ella agradeció un gesto tan simple como sincero.

Pero debía sacudirse la pena. Miró a su marido.

El médico suspiró y volvió a adoptar su pose más digna y profesional.

—La operación ha sido un éxito. La herida está limpia y la costura sellará bien.

—¿Y qué hacemos ahora?

—Le tumbaremos para que descanse, en una cama con una leve inclinación con las piernas hacia abajo. Dormirá apoyado en la nuca, como descansan los muertos, aunque no será un cabecero de madera, sino mullido —bromeó, aunque se arrepintió al instante de su error.

La reina sonrió con condescendencia. No era momento para una broma así, aunque el buen médico la soltó sin malicia. Le animó a continuar.

—Luego dependerá de él mismo. Si Amón lo quiere, vivirá. Solo él sabe si se recuperará bien, aunque cuando despierte, por supuesto, le examinaré. Le haremos preguntas para saber que su inteligencia está intacta o hasta qué punto ha sido dañada. Y lo mismo con la movilidad de sus miembros, recuerdos y capacidades.

—¿Cuándo despertará?

—Aún tardará unas horas.

En ese momento, uno de los ayudantes, que recogían los costosos útiles, reparó en la falta de uno de ellos, un afilado estilete cortante. Buscaron bajo la mesa, aunque el médico miró a la reina, que asintió, susurrando.

—Lo tengo yo.

El médico se acercó a ella.

—¿Por qué?

Hatshepsut tardó unos embarazosos momentos en responder.

—Porque si hubiera muerto, lo hubiera clavado en mi corazón.

El médico asintió, impresionado pero solemne. Seguro que había asistido a escenas similares muchas veces.

—Comprendo. Pero no ha muerto, así que tenéis que devolvérmelo.

Ella miró su mano, que apretaba el instrumento con tal fuerza que sus nudillos brillaban, blancos.

—Regaládmelo. Os prometo que no lo usaré contra mí. Os pagaré bien.

El médico asintió con la cabeza.

—Sea lo que sea que pensáis hacer, creo que puede esperar. Debéis descansar un poco. Después veréis las cosas de otro modo.

Ella sonrió. Su mirada estaba empañada de una profunda tristeza.

—No. No puede esperar, pero gracias por el consejo.

Salió fuera de la estancia.

—¡Guardias! Acompañadme. Todos.

Nadie osó respirar. Obedecieron con el respeto que infunde un animal herido. No tardaron apenas en llegar al salón de actos, donde se encontraba el faraón junto al visir, Ineni, Hapuseneb, algunos cortesanos y un par de escribas mayores. Afortunadamente, no eran muchos.

Antes de traspasar el umbral, se dirigió de nuevo a los guardias.

—¡Que no salga nadie! ¡Nadie!

Ni siquiera se dignó en mirar a Ineni, cuya presencia allí estaba prohibida.

La reina se dirigió al faraón a toda velocidad, situándose frente a su cara, tan cerca que hubiera podido besarle, mirándole fijamente a los ojos. Le susurró en un silbido rabioso:

—¡Dime que no lo sabías!

Una sombra. Apenas un destello de duda. Un movimiento nervioso de sus ojos. Su pupila engrandecida por el miedo.

¡Sabía!

No hizo falta una sola palabra.

Sin mirarle, levantó su mano y clavó el afilado estilete en su pecho, junto al corazón, moviéndolo en su interior.

Apenas encontró resistencia.

Escuchó un leve jadeo y el cuerpo cayó desmadejado, abriéndose en su pecho una flor roja.

Todos se levantaron asustados.

La reina elevó su voz potente y fría.

—El faraón ha muerto de una enfermedad repentina. Su hijo, Tutmosis III, le sucederá y yo garantizaré la regencia. Si hay alguien que ha visto algo distinto, que lo diga ahora… ¡O nunca!

Miró a los guardias y les hizo una señal para que la rodearan. La miraron horrorizados, hasta que el capitán Nehesy se movió de repente para situarse al lado de la reina y arrodillarse ante ella.

En un instante, todos le siguieron.

Hubo un gran revuelo. Los más se quedaron en su sitio, paralizados de estupor o miedo, pero los escribas y cortesanos corrieron. Los guardias les retuvieron. Ella gritó:

—¡Volved a vuestro sitio! Quiero que me juréis fidelidad, uno a uno. El primero, Ineni. Traédmelo.

El capitán se dirigió a la zona de los notables. Volvió y dio instrucciones a tres de sus hombres. Tardaron unos minutos y, al fin, volvió solo.

—Ha escapado, majestad.

El acceso de ira que sintió estuvo a punto de desbordar su alma, pero de nuevo se contuvo.

—Ya habrá tiempo. —Señaló el cuerpo sangrante—. Lleváoslo. Que los oscuros preparen su cuerpo y que se inicien los mismos protocolos que cuando murió mi padre. Coronaremos al niño y yo seré su regente.

Volvió a dirigirse a los presentes.

—Este hombre, mal aconsejado, ha ordenado atentar contra mí y mi hombre, y casi lo consigue. He administrado la justicia más elemental de Maat. Sé que creéis que he asesinado a un dios, pero por mis venas corre sangre de reyes y dioses más pura que la suya, y al igual que los dioses arreglan sus asuntos entre ellos, esto es una batalla que en nada os concierne, así que, por el bien del país y por el vuestro propio, aceptadme como vuestro faraón y guardad el secreto de lo que habéis visto. Quiero que juréis ante Amón que no revelaréis nada de lo acontecido. Como os he dicho, ha muerto de enfermedad repentina.

Todos juraron, uno a uno.

Se volvió al capitán.

—Acompañadme.

Salieron de nuevo en dirección al hospital. Mientras caminaban, señaló a Nehesy con su dedo índice.

—Quiero que tomes nota de todos los presentes. Quiero que sean vigilados muy de cerca. A la menor constancia de reunión, rebelión o difusión de lo que han visto, detenedlos sin remilgos, aisladlos y avisadme.

—Sí, mi reina.

—Ineni ha sobornado a alguno de los hombres de la puerta, o a todos. Quiero un culpable, o tú mismo pagarás por ellos. Eres su responsable y no acepto fisuras. Han intentado matarme y el culpable ha escapado. Purga a tus hombres, pero cumple con tu misión.

—Sí, mi reina.

Las horas se hicieron tan largas que a veces temía que el tiempo se parase, sobre todo cuando sentía el cuerpo de su amado tan quieto que tenía que acercar con verdadero terror su mano a la nariz para saber que respiraba.

A veces se removía inquieto, y lo abrazaba con cuidado hasta que se calmaba de nuevo. En ocasiones, su temperatura subía hasta que se sentía acalorada por la fiebre de su cuerpo. Entonces le preparaba infusiones de corteza de sauce, que tragaba con no poca dificultad.

Podía hablarle en tono alegre, contándole un gesto de Meryr-Ra, o preocupada por los celos de Neferu. Incluso rompía a llorar, desconsolada, y la esperanza se desvanecía como la neblina invernal.

Pedía a Amón Ra y a Hat-Hor, a Isis, como esposa que conoce el dolor de perder un marido, aunque ella no sabía qué hacer para devolverle la vida al suyo, y a todos los dioses que conocía.

Pasó momentos de profunda flaqueza cuando la culpabilidad la abatía.

—He roto una promesa a mi padre. He matado a un faraón, un dios viviente, a mi propio hermano. Lo que le ocurre a Sen es el castigo más cruel que los dioses podían hacerme, porque mil veces hubiera preferido sufrirlo yo en su lugar —sollozaba—. La diosa no me ha perdonado. Me castiga por mi vanidad, haciendo que su vaticinio se cumpla antes de hora, cuando ni siquiera he sido faraón.

De inmediato, la vieja ira calentaba sus huesos, fríos de soledad.

—¡El bastardo atentó contra lo que más quiero! Volvería a hacerlo una y mil veces y desafiaría a cualquier dios a demostrar que no hay justicia en lo que he hecho. La misma Maat me contempla. Su testimonio será claro el día de mi muerte.

Pero no era ella la que pagaba, sino que le hacían daño a través del hombre al que amaba, y no había justicia en ello.

Se preguntaba qué había hecho mal para violentar a Amón y que este prefiriera a su infame servidor, Ineni, antes que a ella. Le resultaba tan indignante que pequeños brotes de ira en el fondo de su Ka le instaban a renegar de un dios injusto, pero la parte racional de su espíritu enseguida se disculpaba con el que todo lo ve.

Intentó sacudirse los pensamientos, pues se iba a volver loca.

A lo mejor era que Amón, en verdad, no quería que una mujer reinase. Pero eso entraba en conflicto con el sueño de Dendera y con las palabras de Hat-Hor, aunque eran dioses perfectamente compatibles, en eterna armonía.

Se iba a volver loca. Se limitó a mirar el bello rostro de su hombre, recorriendo con las yemas de sus dedos los contornos de las profundas líneas de expresión alrededor de su boca, sin duda debidas al esfuerzo del entrenamiento militar y al ejercicio de una concentración permanente.

No podía creer que un Ka tan poderoso como el suyo resultase dañado.

Se preguntó qué sería mejor, que muriese o que despertase sin capacidad de regir, como un ave de corral. No podría soportar verle en un estado indigno de la categoría que le había conocido. El primer hombre de Egipto no podía de pronto ser el objeto de la lástima de sus sirvientes.

Miró el instrumento quirúrgico que había guardado. Había jurado que, si moría, ella acabaría con su propia vida, pero ahora renovó su juramento:

—Si despierta sin inteligencia, le daré muerte y luego me quitaré yo misma la vida para auxiliarle en el juicio de Osiris. Tal vez necesite a alguien que hable por él.

No sabía cómo pasaría a la luz, si dotado de su inteligencia intacta o con la cabeza cosida como un retal de una túnica barata.

Sacudió la cabeza con los ojos cerrados cuando notó un leve movimiento.

Abrió los ojos para ver los de Sen-en Mut parpadear.

—Mi diosa —articuló él con voz quebrada.

No pudo evitar lanzarse sobre él y cubrirle de besos… Aunque una de sus manos sujetaba aún el escalpelo.

Sen-en Mut hizo un gesto de dolor. No era extraño. Había pasado un día y una noche enteros en esa posición.

Le levantó la cabeza y le hizo un masaje, cambiando el reposa cuellos por una almohada, con cuidado de no tocar las costuras.

Al fin despertó por completo, aunque volvía a sumirse en la inconsciencia de inmediato.

El médico dijo que era normal que le costara salir del sueño.

Varias veces abrió los ojos para volver a cerrarlos. En ocasiones miraba a su alrededor durante unos instantes en los que ella creía morir, agarrando con crispación el instrumento quirúrgico.

Dos días más tarde hizo ademán de incorporarse, aunque ella no le dejó. La miró con cariño. Hatshepsut no se atrevía a hablarle por si él no respondía.

—¿Cómo estás? —dijo entre lágrimas—. Me… Me duele la cabeza.

Le sonrió. Ella se relajó un ápice. Él volvió a dormirse para despertar de nuevo unas horas más tarde, más fresco y despabilado.

—Mi diosa —dijo.

Parecía el mismo. Su pecho se abrió de esperanza, pero podía ser un espejismo. Su mano oculta temblaba, agarrando el escalpelo.

—Te dieron un golpe. Has estado mal, pero te recuperas. ¿Me… me comprendes?

—Si —giró la cabeza—. ¿Estas llorando?

—Ya estoy bien —dijo ella enjugando sus lágrimas de alegría—. ¿Qué recuerdas?

Vaciló unos segundos en los que el escalpelo tembló en manos de ella.

—Recuerdo que íbamos al templo… Me detuve un segundo… Y nada más. —Se encogió de hombros—. ¿Cómo están las niñas?

Esa pregunta hizo que por fin cayera el arma de las manos de Hatshepsut, que le abrazó con demasiada fuerza.

—Ayúdame a incorporarme. Tengo mucha sed.

Se tocó la cabeza y retiró la mano, asustado, mirando a su mujer atónito.

—¿Qué…?

Ella le miró sonriente.

—Los dioses están con nosotros. Pero ahora debes descansar.

—¿Descansar? No sé qué tengo en la cabeza que me duele hasta cuando pestañeo… ¿Y tú quieres que descanse? Por tu cara creo que he descansado demasiado. —Se frotó el cuello—. Además, noto tus nervios. Te conozco mejor que tú misma. ¿Qué has hecho?

Ella se encogió de hombros y soltó una risita nerviosa mientras se encogía de hombros, como una niña que confiesa una travesura.

—Ya soy faraón.

Sen-en Mut dejó traslucir su sorpresa durante unos segundos. Luego sonrió, comprendiendo.

—No. Aún no. Eres Reina. Pero yo haré que seas faraón.