26
MERYT-RA

Hatshepsut pasó un mes entero visitando el templo de la diosa en Tebas. Estaba aterrorizada.

Volvía a estar embarazada. Y lo que debía ser motivo de alegría resultaba pavoroso. No sabía quién era el padre. Tanto podía ser su hermano como el hombre al que amaba. No había manera de saberlo. Tal vez lo distinguiera en el momento en que diera a luz, si los dioses no la castigaban con su vida por el pecado de infidelidad cometido.

Sabía que, en los tiempos que corrían, resultaba incluso ridículo, puesto que se ofreció al acto como ofrenda al hombre que amaba, por una larga vida juntos, por un final distinto al dictado en el sueño, pero aun así no podía evitar sentirse mal.

Había sido una estupidez no aplicarse cremas anticonceptivas, pero en aquel momento entendió que hubiera sido una ofensa a los dioses.

No se atrevió a abortar, y su espíritu se fue serenando.

Hablaba a la diosa en su altar y su semblante parecía sonreírle. Sus ojos eran dulces y no volvió a soñar con ella, así que, en cierto modo, se sintió perdonada. Tal vez incluso le fuese concedida la gracia que pidió.

Y si la diosa le daba un niño, ni el absurdo pacto contraído con su hermano, ni nada en el mundo, le haría cambiar de idea: sería faraón.

Rezó a Amón, Hat-Hor, Bes y una infinidad de dioses menores para que fuese un varón fuerte en el que viera los rasgos de Sen-en Mut. Rezó y rezó.

Al fin, y relativamente consolada, le dio la noticia a su amado, que se volvió loco de contento, pero enseguida mandó llamar al médico de Palacio y la comadrona.

—Su Majestad es estrecha de caderas. No es una mujer idónea para engendrar muchos hijos. Casi diría que tiene las caderas de un hombre, lo que dificulta el parto y los pone en peligro a ambos, sobre todo tras el nacimiento de Su Alteza, la princesa Neferu.

Todos asintieron sin hablar. Sen-en Mut, sin ser un especialista, reunía los conocimientos para ser un excelente médico, y tras la emoción de la noticia enseguida se preocupó.

Despidió al médico y abrazó a su mujer.

—Mi amor; te quiero a ti antes que a un hijo. Si me faltaras no podría continuar viviendo.

—Tienes a Neferu.

—Sí, pero sin ti sería un triste recordatorio de mi desdicha. Dime…

—No quiero abortar.

—¿Por qué no? Si mueres… ¿Crees que algo tendría sentido?

—Nada lo tendría, como si a ti te ocurriese algo, pero no puedo. Es algo que he prometido a la diosa.

Sen-en Mut se encogió de hombros, derrotado.

—Pues prométeme una cosa: no volverás a tener otro hijo. No dejes que tu amor por mí, o un descuido, vuelva a ponerte en peligro, porque no quiero ningún hijo al precio de tu salud.

—No te preocupes. Confío en el médico. Me atendió bien la última vez.

—Fue la voluntad de Amón lo que te salvó.

—Y en sus manos volveré a ponerme.

—Pero no dejes de prometérmelo. Tras el parto tomarás regularmente medidas anticonceptivas.

La reina puso los ojos en blanco.

—De acuerdo. Lo prometo.

Sen-en Mut la abrazó.

Se dedicó a cuidarla día tras día, aplicándole medicinas y ungüentos que dilataran sus músculos y favorecieran el parto.

Ella pensó que su devoción sería su ofrenda. Si moría, sería justo castigo a su pecado, y si le regalaban la vida significaría que estaba perdonada y bendecida de nuevo.

Y el día del parto llegó.

No temía al dolor, sino al enfado de los dioses, a los que rezó aquel día con más fervor que nunca.

Revivió la escena de su primer parto, auxiliada por las mismas personas.

Pero esta vez sí sufrió dolores, tan atroces como para pensar que, en efecto, los dioses estaban ofendidos. Se retorcía sobre la silla, agarrada por los brazos masculinos para no caer, mientras la comadrona empujaba y ella ejercía la fuerza que podía, tan mermada por las crueles contracciones que había pensado que moriría antes de expulsar a su hijo.

Siguió obedeciendo las órdenes y empujando cuanto pudo, hasta que sintió su alma desgarrarse y un súbito calor en su cabeza que oscureció el mundo.

Despertó alterada, como si saliese de una pesadilla para encontrar otra. Voces alarmadas. Sirvientes y médicos que se movían a su alrededor con tanta rapidez que parecían demonios, lo que la enervó como si fuera una cruel pesadilla.

Gritos de ayuda y una enorme mancha roja sobre las sábanas. Una visión de muerte que hizo que se volviera loca, hasta que se calmó de puro cansancio. De nuevo la negrura.

Volvió a despertar entre la bruma. No sentía ya dolor. Tan solo un vaivén en su cabeza y un sopor creciente que la fue dominando hasta que no volvió a recibir más imágenes horribles, por lo que se abandonó a esa nueva sensación con placer.

Se durmió pensando que lo próximo que vería al despertar de nuevo sería a Anubis con cara de reproche.

Pero fue el rostro ajado y agotado de Sen-en Mut lo que vio.

Aún no había muerto. Sonrió. Intentó hablar, pero estaba tan débil que apenas podía susurrar.

—Mi hijo.

—Hija, mi amor. Hat-Hor nos ha dado otra hija. Los médicos se confundieron esta vez.

Ella jadeó. Había rezado tanto porque fuese un niño…

—Tráemela —susurró sin fuerzas.

—No puedes. Estás muy débil. Debes descansar. Has perdido mucha sangre. El médico dice que no podrás tener más hijos, pues te mataría sin remisión.

Ignoró cualquier otra información.

—¿Cómo es?

Sen-en Mut sonrió. Aquella sonrisa le dio más vida a la reina que todos los templos y rezos.

—Es preciosa. Se parece a ti. Está perfectamente.

Hatshepsut lloró de alegría. De modo que estaba perdonada. Pero debía asumir la responsabilidad de sus errores.

—¿Y yo? ¿Cómo estoy?

—El médico dice que exhausta, pero ya no pierdes sangre. Has sobrevivido, pero no habrá más hijos. Esto casi me cuesta la vida.

—¿A ti? —rio ella.

Pero la mirada que recibió no fue divertida. Comprendió lo que tuvo que pasar pensando que la iba a perder, y volvió a mirarle, implorando el perdón en sus ojos.

Hatshepsut sonrió, aceptando con naturalidad la decisión de los dioses.

Le parecía justo. Le habían dado la vida de nuevo, pero le quitaban su anhelo de tener un hijo. Una decisión que parecía resolver los anhelos de todos.

—¿Cómo la llamaremos?

—Meryt-Ra.

—Como tú digas.

La cubrió de besos y ella volvió a dormirse tras tomar leche de amapola.

Cuando recibió en sus brazos a la pequeña Meryt, se sentía tan nerviosa que temió que Sen-en Mut pudiera darse cuenta de su sonrojo. Retiró las telas que la cubrían para observarla con la tenacidad de un halcón alimentando a sus polluelos.

La examinó por completo una vez que su marido se retiró momentáneamente, con verdadera ansiedad. Buscó en su pelo rojizo y liso, sus piernas y bracitos regordetes, su tripita abultada y su cabeza grande, de rasgos aún hinchados por la violencia del parto.

Pero, por más que buscó, no encontró un solo rasgo que le recordara a Tutmosis.

Resultaba curioso, pero a medida que recorría cada dedo de su piel su ánimo iba cambiando, pues encontraba los miembros de una niña adorable. Su hija. Y un sentimiento fue creciendo en su interior.

Era una hija que los dioses le habían concedido junto con su perdón, y sabía que iba a amarla, aunque no fuera hija de Sen-en Mut.

Respiró aliviada, aunque sabía que tampoco era definitivo, pues los recién nacidos no están aún mínimamente formados para ver a quién se parecen. Les llevaría semanas esperar a que se manifestara parecido notorio a alguno de ellos.

Y aún así, estaba tranquila. Se sentía en paz consigo y con los dioses.

Nunca lo supo, pero Sen-en Mut jamás querría a Meryt como a Neferu.

El perdón de los dioses le dio ánimos para alimentarse y pronto se recuperó, lista para empezar una nueva vida, libre de su pasado y del sueño de Dendera.

La primera salida, por supuesto, fue al templo, a dar gracias a los dioses y nuevas ofrendas para pedir una larga vida para su nueva hija. Porque era del hombre al que amaba, ya no le cabía la menor duda. Le daba igual que su piel fuera ligeramente más oscura, o que, en el futuro, su cara cambiara hasta parecerse a la del faraón.

Era hija de Sen-en Mut porque así lo quería. Lo había decidido y no había vuelta atrás.

Aunque parecía un recurso fácil, se sintió de maravilla con su nueva seguridad.

Aquella mañana recibieron la visita de su hija Neferu cuando aún se resistían a abandonar el cuerpo del otro tras amarse con intensidad por primera vez tras el parto, sin olvidar los anticonceptivos que se había aplicado previamente en forma de ungüentos.

De repente sintieron el peso de una niña sobre sus piernas, entre risitas agudas.

Neferu jugueteó entre los cuerpos desnudos de sus padres y, en un momento dado, Sen-en Mut, como un niño más, sorprendió a su esposa, saltando sobre ella y la niña, inmovilizándolas y haciéndoles cosquillas sin cesar hasta que terminaron agotadas por las risas.

Hatshepsut, una vez de pie, se dirigió a su hija:

—Ayúdame a vestirme, cariño. Hoy vamos al templo.

—¡Pero yo quiero quedarme jugando con mi aya y los niños!

—No es posible, mi amor. Tienes que presentarte ante el dios. Si no lo haces, se enfadará.

—¡No quiero!

Los padres se miraron. No era la primera vez que daba muestras de rebeldía.

—Bueno, pues quédate —terció su padre entre sonrisas. Pero la reina miró a su marido con el ceño fruncido.

—No. La estás malcriando. Debe obedecer.

La niña, que vio perder una batalla ganada, se rebeló con todas sus fuerzas.

—¡No quiero! Tú no me quieres. Papa sí.

Hatshepsut miró a Sen-en Mut con tristeza. El padre se encaró con su hija, retirándole el pelo de los ojos.

—Mamá te quiere como yo, pero tienes que venir a ver al dios. Te prometo que te gustará.

—¡Que no! —Neferu rompió a llorar ruidosamente.

Hatshepsut la agarró del brazo con violencia.

—¡Ya hemos terminado con las tonterías! Vas a venir.

La niña se sacudió con rabia, gritando histéricamente. Su rostro blanco se tornó rojo vivo, mientras su enfado la encabritaba como un caballo desbocado, jadeando como si le faltara el aire.

La reina se sintió provocada. Ella jamás había obrado de ese modo ante sus padres, y apenas lo pensó. Una sonora bofetada sacó del trance a la niña, que la miró sorprendida antes de echarse a llorar, esta vez de manera sincera. Sen-en Mut la tomó en brazos mientras miraba a la madre con enfado.

—Eso no es necesario.

—Sabes que sí. Piensa en lo que hubiera hecho tu padre si te hubieras comportado así.

La niña se abandonó, mohína, en los brazos de su padre, inconsolable. Al fin, su madre la tomó a su vez en sus brazos, acunándola.

El peso de la mirada de su marido le hizo sentir culpable.

—Está bien. Te quedarás, pero no puedes tratarnos así. Somos tus padres y tienes que obedecernos porque queremos lo mejor para ti. ¿Comprendes?

Levantó con un dedo la barbilla de la niña, que la miró y asintió con la cabeza.

—Está bien. Danos un beso y ve a jugar.

El llanto se tornó alegría. Beso con rapidez a ambos y salió corriendo.

Hatshepsut rechinó los dientes.

—Tengo la sensación de que ha jugado con nosotros. Y no es extraño. La aya y tú le dais todo lo que quiere y sabe perfectamente que es ella la que manda. Y eso tiene que cambiar.

Sen-en Mut se acercó a abrazarla, conciliador.

—Tienes razón.

—No debería haberle dejado quedarse.

—Habría sido un estorbo. Tú estás débil y se hubiera sentido intimidada por la presencia del dios. No olvides que es una niña.

—Con responsabilidades.

—Hablas como tu padre. Piénsalo: siempre te has quejado de haber recibido una enseñanza tan estricta.

—Aun así, hoy la agradezco. Y no sentí que por eso mi padre me quisiera menos.

—Pero te creó unas expectativas que te han hecho infeliz durante mucho tiempo. Recuerda que prometiste que no la educarías como a un hombre.

Hatshepsut calló. No creía en absoluto que su enseñanza le hiciera infeliz, sino la traición de su padre; pero se dio cuenta de que lo creía firmemente, y decidió que era mejor que pensase de ese modo, pues, de otra manera, tal vez llegase a otras conclusiones más cercanas a la posible verdad.

—Tal vez tengas razón —concluyó.

Él la besó, sellando la paz.