25
LA LOCURA

Aquella mañana se encontraba en el salón de actos, en plena rutina. Acordaba con Amén-Mose los asuntos que se le iban a presentar, salvo que hubiera algo extraordinario.

Últimamente no dormía muy bien, pues parecían hallarse en la calma que precede a la tempestad y todos analizaban al detalle cualquier nimiedad, desde las medidas del nilómetro, o los depósitos de grano y el tesoro, hasta la conducta de sirvientes y los informes de los espías infiltrados en los círculos nobles más intransigentes con el reinado de una mujer, presumiblemente encabezados por el más poderoso, Ineni, que pensaban que iba tomando adeptos entre una nobleza ambiciosa.

Escuchaba con tedio los consejos de los cortesanos, aunque ya sabía la decisión final. Habían acordado darles un poco de cuerda para que sintieran que se contaba con ellos. Los nobles representaban una gran parte de la riqueza del país y eran una fuerza a tener en cuenta, pues una acción conjunta por su parte podía, cuando menos, desestabilizar el rumbo económico y social del país.

Casi a punto del bostezo, la puerta se abrió con violencia, dejando entrar al faraón como una furia.

—¿Qué pretendes haciendo que se graben en la piedra divina tu imagen y la de tu hija sin mi? ¡Yo soy el faraón!

Hatshepsut escondió una sonrisa.

—¡Faraón! ¡Qué grata sorpresa! Es muy oportuna tu presencia, ya que pareces querer tomar tu papel en esta sala. Han llegado informes de importantes rebeliones en Nubia y el país de Kush. Varias tribus han respondido a la muerte de tu padre uniéndose y yendo al norte, saqueando territorios fieles. Debes acudir de inmediato.

El muchacho se paró de inmediato.

—¿Có… cómo?

Hatshepsut saboreó su pequeña venganza.

—Tu padre no hubiera dejado estas afrentas sin castigo. Debes comandar tu ejército y arrasar al caudillo nubio, y sus tropas deben ser traídas como esclavos para que no vuelva a brotar ni una semilla de rebelión.

—Pero… ¡Yo no soy un soldado!

—Ni falta que te hace. Tu sola presencia como familiar de Amón hará que los brazos de tus hombres sean fuertes como columnas y el temor paralice a tus enemigos.

El faraón miró a un lado y otro, nervioso. Pareció darse cuenta de dónde se hallaba.

—¡Fuera todo el mundo! Quiero hablar con mi esposa.

Muchos escribas sonrieron en secreto la inocente presunción del joven faraón. Todos sabían ya quién ocupaba el corazón y el lecho de la reina, aunque abandonaran la sala con presteza y respeto. La ira del faraón no se manifestaba de manera noble y justa, como la de la reina, sino de forma artera y cruel. Muchos de los cortesanos partidarios de la reina habían sufrido atentados e intentos de encarcelamiento, y su custodia era asunto de estado. Muchos guardias hubieron de venir de guarniciones fronterizas, a donde acudían jóvenes para recibir su instrucción para sustituirlos.

Apenas se cerró la puerta, Tutmosis se encaró con la reina.

—¿Qué pretendes? ¿Deshacerte de mí? Sería muy fácil pagar a un soldado. Un bastón arrojadizo, un veneno o un puñal y te librarías de una molesta competencia.

—¡Que susceptible está Ineni últimamente! —ironizó ella, burlona.

—¡Contéstame!

La reina se envaró.

—¡Olvidas quién soy! No recuerdas que soy hija de rey y de reinas, mi sangre es pura y desciende de dioses. No voy a manchar mi destino incumpliendo una promesa, ni ofenderé a los dioses que un día me acogerán a su lado matando a un miembro de mi familia. ¡No lo olvides! El hecho de que tú no ejerzas tu responsabilidad no significa que otros tampoco lo hagan.

Tutmosis pareció desinflarse, impresionado por la furia de la reina.

—Ineni me aconsejó mal.

—Si Ineni se preocupase por el país, te aconsejaría que hicieras lo mismo con él. Si algo me ocurriera, no serían unas pocas tribus desinformadas que piensan que gobierna una débil mujer las que se alzarían. Todos tus enemigos se unirían para recuperar un territorio que ya han degustado y que les encanta.

—Pero yo no puedo viajar a Nubia. A veces no tengo fuerzas para levantarme.

—Tu debilidad, fruto del vino, es responsabilidad tuya. Si entrenaras tu cuerpo y tu mente, si tu estúpida madre y tú mismo hubierais permitido tu entrada en el Kap y haber recibido entrenamiento, hoy serías otra persona.

—Ineni dice que me parezco a él. Es débil y enclenque, pero viejo y fuerte.

—Te engaña. Ineni tiene esa constitución, pero recibió un entrenamiento durísimo y cuida su cuerpo de manera estricta en alimentación y ejercicio. Es delgado, sí, pero fibroso y flexible como un junco. Su apariencia es engañosa; y la utiliza.

—¿Qué debo hacer?

—No te preocupes. Enviaremos a Suny, gobernador de Nubia. Es fuerte y justo, y arrasará la rebelión. Enviaremos también a un doble que hará tu papel, y las crónicas te presentarán como un gran guerrero.

Los ojos de Tutmosis brillaron.

—¿Harás eso?

—Hay una condición.

—¿Cuál?

—Que abandones a Ineni, por supuesto. Lo único que hace es ponerte furioso. No te aporta nada ni te aconseja bien. ¿O acaso te habló de esa rebelión nubia?

—No.

—Entonces, la decisión es tuya. Tú y yo podemos coexistir en el poder, y no paro de ofrecerte muestras de ello que tú desprecias. Pero Ineni es incompatible. Solo quiere gobernar según sus designios. Tal vez ya tenga otro candidato, de otra sangre, incluso. A tu padre ya le procuró uno. Pero tú no le importas nada. Solo le aportas poder para seguir controlando a los nobles.

—Debo pensarlo.

—Pero no te demores mucho. Piensa que la rebelión nubia no admite debilidad que alimente a tus enemigos. Quédate conmigo y no te arrepentirás. Tienes mucho que ganar.

Tutmosis sonrió con timidez antes de asentir en una breve reverencia y salir.

Hatshepsut sonrió. El cebo estaba lanzado.

Esa misma noche, recibió un heraldo anunciando que el faraón acudiría a Nubia a derrotar a sus enemigos.

No creía ni por asomo que esa estrategia frenase a Ineni, pero si Tutmosis le retiraba su confianza tenía mucho ganado. Tal vez aún pudiesen ganarse al joven.

Los meses siguientes fueron un remanso de paz.

La reina nombró a Sen-en Mut mayordomo de la hija real para mantener las formas y dar a Tutmosis una credibilidad aparente.

Hatshepsut cumplió su palabra. En todos los templos, desde Asuán a Filae, se grabó lo siguiente:

Año 1, segundo mes de Ajet, octavo día, día de la aparición radiante sobre el trono de Horus de los vivientes de la Majestad del Horus «Todopoderoso de fuerza valerosa», el de las Dos Señoras, «Aquel cuya realera es divina». Horus de Oro, «Poderoso de evoluciones», Rey del Alto y del Rajo Egipto «Aa-Jeper-e-Ra», hijo de Ra, «Tutmosis de hermosas apariciones». Su padre Ra es su protección mágica, así como Amón, el Señor de los tronos de las Dos Tierras. Para él, ellos golpean a sus enemigos.

Su Majestad estaba en su palacio, poderosa era su gloria, y el temor de su poderse extendía por la tierra. Su prestigio existe sobre las orillas de los Hau-Nebut, los dos reinos de Horus y de Seth están bajo su autoridad, los Nueve Arcos están bajo sus sandalias. Tos asiáticos cargados de tributos vienen hacia él, mientras que los nubios están privados del aliento. Su frontera meridional va hasta el comienzo de la tierra, su frontera septentrional hasta los límites de los pantanos. Asia está en posesión de Su Majestad y su mensajero no es rechazado a través del país de los Feneju.

Se vino a anunciar al Rey esta noticia: el vil país de Kush ha caído en la rebelión, los que pertenecían al Señor de las Dos Tierras han proyectado revolverse para combatirle. Tas gentes de Egipto llevan sus ganados detrás de aquella fortaleza que tu padre ha construido durante sus campañas victoriosas, el rey del Alto y del Bajo Egipto, «A-Jeper-en-Ra», eternamente viviente. Ellos se preparan para rechazar a los países rebeldes y los nubios de Jent-en-Nefer. En efecto, un Jefe en el norte del vil país de Kush se ha unido a la insurrección junto con dos nubios y los hijos de un Jefe de este vil país de Kush, que había huido ya delante de Su Majestad Tutmosis I el día de la masacre ejecutada por el buen dios. Este país está, así pues, dividido en cinco territorios, cada uno vigilando su parte.

Entonces, Su Majestad, después que hubo escuchado esto, se puso furioso como una pantera y dijo: «Tan cierto como que amo a Ra, y que alabo a mi padre, el Señor de los dioses, Amón, Señor de los tronos de las Dos Tierras, que no dejaré a nadie vivo entre sus varones y que doblaré su espalda».

Su Majestad envió un ejército numeroso hacia Nubia en esta campaña victoriosa a fin de derrotar a todos los que se habían revuelto contra él mostrándose rebeldes al Señor de las Dos Tierras. Til ejército de Su Majestad alcanzó Kush, el vil. Ta gloria del rey lo conducía, mientras que su furor guerrero aterrorizaba a los que se adelantaban. Entonces, el ejército abatió a estos extranjeros y no dejó nadie vivo entre sus varones, conforme a lo que había ordenado Su Majestad, a excepción de uno de los hijos del Jefe de Kush, el vil, llevado prisionero con sus gentes hacia el lugar donde estaba Su Majestad.

Fueron colocados a los pies del dios perfecto, habiendo aparecido Su Majestad radiante sobre su trono, mientras que se le presentaban los cautivos que su ejército había capturado. Este país volvió a ser una posesión del soberano, según su situación de antaño.

El pueblo lanzaba gritos de alegría, el ejército estaba jubiloso. Aclamaban al Señor de las Dos Tierras y proclamaban la grandeza de este dios bienhechor en sus acciones divinas.

Esto sucedió a causa del prestigio de Su Majestad, tanto más grande por cuanto su padre Amón no cesaba de amarle más que a todo rey que hubiera existido desde la creación de la tierra.

Lo que, por supuesto, llenó de satisfacción al faraón, que hizo llamar a la reina para felicitarla.

—Os agradezco que hayáis cumplido vuestra palabra.

Ella desconfió del trato, que sin duda era cosa de Ineni. Si el joven hablase por su boca, nunca la hubiera tratado con tal respeto. No eran sus palabras, sino las del protocolario noble.

—Espero que seas consciente de que nunca te he mentido y siempre he mantenido nuestro pacto. Te dije que conmigo tenías mucho que ganar. Ahórrate el trato respetuoso. Al fin y al cabo, aunque solo de palabra, eres mi marido.

—Gracias. Como te dije, he dejado a Ineni.

—Bien. Entonces tengo algo más que proponerte. —Sonrió—. Supongo que no se lo habrá tomado muy bien.

La cara de Tutmosis se ensombreció.

—Así es. Me reprochó el vínculo con mi padre.

—Que él traicionó. Pues bien, supongo que convendrás conmigo que eso te pone en peligro. Si Ineni no te tiene como aliado, no será un enemigo fácil. Y el palacio es demasiado grande para garantizar tu seguridad y la mía. Hay más guardias que sirvientes y funcionarios juntos. Esto no puede continuar así. Es caro y absurdo.

—¿Qué propones?

—Siendo que vivimos en paz, y nuestros intereses son los mismos, deberíamos construir un nuevo palacio, una residencia grande y lujosa, donde nadie, sino nosotros, nuestros sirvientes y nuestra guardia, pueda entrar. Será un palacio cerrado y una fortaleza inexpugnable, en la que no dormiremos con un ojo abierto, pues allí no se celebrarán consejos. Será un mero dormitorio, pero fuera de palacio.

—Con una condición.

Hatshepsut se extrañó. Ni estaba en condiciones de negociar, ni tenía la inteligencia para ello.

—¿Cuál?

—Si yo he dejado a Ineni, tú debes dejar a Sen-en Mut.

Un instante de estupefacción.

La reina no pudo evitarlo. Las carcajadas estallaron de manera espontánea. Irreprimibles y francas. Casi agradeció el detalle, de no ser porque el muy estúpido hablaba en serio.

Se tomó su tiempo para recomponer su cara ante el tono bermellón de Tutmosis.

—Eso, querido, es innegociable. No puedes comprenderlo, y no te lo reprocho, pues eres muy joven y no conoces el amor verdadero. Un amor tan grande y fuerte como para renunciar a todo por él. A tu vida misma. No, me temo que es algo que me supera. Es nuestro destino, dictado por la diosa Hat-Hor y manifestado por su voz, así que, no me lo tomes a mal pues no hay rencor en mí, pero es imposible. Es lo único que no puedo concederte, pero sí puedo darte algo distinto.

La explicación pareció satisfacer al rey. Hatshepsut supuso que era más de lo que él había esperado.

—Dime.

—Tu hijo. Tutmosis III. Si me lo das para educarlo, podemos hacer de él un faraón digno del primero.

La cara de extrañeza que puso casi divirtió a la reina.

—¿Que te dé a mi hijo?

—No literalmente. Tú no sabes criar a un niño, y su madre lo hará como tu madre te crio a ti; entre juegos y mimos, cuando yo a su edad estudiaba y me entrenaba. Te ofrezco esto no por negociar contigo, ni por ti, sino por el país. Hay que darle un faraón guerrero, inteligente y fuerte.

—¿Y por qué habría de dártelo sin más?

—Porque yo le daré a mi hija como reina. Piénsalo: se conocerán desde niños, aprenderán a apreciarse, como nosotros no tuvimos oportunidad, y formarán una pareja perfecta. Ella, orgullosa, inteligente y bella, aportará sangre perfecta y el coraje de las reinas que han gobernado el país. Él, inteligencia, aplomo, fuerza. Y, ambos, mucho cariño. No puede salir mal. Será el mejor vínculo entre nosotros, y garantía de paz.

Tutmosis meditó durante un buen rato.

—¿Por qué haces esto? Yo creía que querías el trono para ti.

—Pues esta es la prueba de que no es así. Lo quería cuando nuestro padre me lo prometió, pero jamás pensó dármelo. Él quería para mí el papel que tengo ahora, aunque ninguno de nosotros contaba con Sen-en Mut. Él me hizo cambiar y comprender que la búsqueda de felicidad, y el bien del país, son lo primero, antes que la gloria personal.

—¿Cómo puedo creerte?

—Mira, en Dendera, la diosa se me apareció en sueños y me dijo que iba a ser faraón. Pensé que sus designios no se podían romper y la dejé hacer, pero hoy valoro más la felicidad de mi hombre y mi hija que mi propia gloria. —Calló, realmente emocionada.

Se ahorró la segunda parte del sueño, que le dijo que la gloria implicaba el final de su vida entre tristeza y soledad.

Por primera vez era espontáneamente sincera con su marido oficial, y, lo que era más grave, a espaldas del propio Sen-en Mut.

No pudo evitarlo y lloró en silencio. Apenas había llorado la muerte de su padre, ocupada con todos los preparativos y la concentración que le había supuesto dedicarse no solo al control del país, sino a su marido y su hija.

Muchas noches se despertaba sudando, pensando que era ya mayor y no le tenía a su lado. Entonces buscaba a ciegas a su amado hasta que sus manos encontraban su pecho y daba gracias a Hat-Hor, Amón y Ra mientras le cubría de besos.

Levantó la vista y dejó que Tutmosis viera sus lágrimas.

Escrutó sus ojos en ese instante. Encontró la decepción juvenil de ser rechazado por otro hombre junto con una cierta comprensión y la duda sobre sus verdaderas intenciones.

Hatshepsut le tomó las manos.

Él asintió con la cabeza, rompiendo el tenso silencio.

—Quizás no sea tan buen faraón como padre, pero cuento con tu ayuda, aunque no pueda tener tu cuerpo. Piensa que yo tampoco he escogido esta situación. En este momento no puedo creerte, aunque nuestro pacto siga en pie.

Hatshepsut se enterneció. Al fin y al cabo, apenas era más que un niño.

—¿Y que podría hacer para que me creyeras?

—Dame tu cuerpo una sola vez. Será la garantía y el sello de nuestro pacto. No habrá más dudas, ni tendré…

—¿Qué?

—Ni tendré ya más la tentación de matar al hombre que me ha robado a mi mujer, una vez pruebe lo que debería ser mío.

Hatshepsut sintió que la rabia crecía en su interior.

—¿Me estás amenazando con matar a mi marido?

El muchacho estaba crecido, tal vez ante sus lágrimas. Debió ver debilidad donde había sinceridad. En cualquier caso, ya era tarde para la contención.

—No creas que no lo he pensado muchas veces. Ineni mismo me apremia siempre a tomar la decisión… pero siempre he querido mantener mi palabra, como tú has mantenido la tuya. No obstante, es una inquietud que siempre estará dentro de mí, aunque tú puedes callarla con un gesto. Apenas unos minutos de tu vida y asegurarás tu futuro y el de tu… marido, juntos. No volveré a inmiscuirme y quedaréis libres de la sospecha de que intente nada contra vosotros. Me parece un trato justo.

La primera reacción de la reina fue de ira, y sus ojos se ensombrecieron por un instante, pero pensó en su padre y en su posición. Recordó su enseñanza de pensar antes de estallar y se obligó a reflexionar con calma.

«Él ha sido nombrado mi marido a los ojos de los dioses, y tal vez solo reclama un derecho legítimo. Quizás sea el punto de inflexión. Tal vez Hat-Hor pudiera perdonarme y concederme una larga vida y el privilegio de entrar en la eternidad junto al hombre que amo. Los dioses no lo verán como un agravio a mi marido real, sino como una ofrenda a nuestro futuro.

El chico lo ve como una fantasía juvenil que cumplir, un anhelo que, tal vez, una vez realizado, pierda fuerza, pero para mí es una oportunidad de redimir cualquiera que haya sido mi pecado o mala conducta ante Hat-Hor, por el que me castigaría con el final que vi en el sueño.

Sen no tiene por qué saberlo. Y el chico nunca se lo dirá, pues le amenazaré, y tampoco Sen lo creería si yo lo niego. Que los dioses me perdonen si me veo obligada a mentirle, pero si eso sirve para detener el odio y crear una nueva dimensión, un escenario nuevo donde cohabitemos en paz sin temer por venenos, atentados o accidentes, todos viviremos mejor, e incluso quizás consiga el perdón de la diosa y me otorgue el final de mis días en paz junto a mi hombre. La juventud y la ambición nos cegaron, pero hoy lo cambiaría todo porque la diosa no me hubiera hablado. Abandonaría mi propósito de ser faraón y me dedicaría a vivir no para el país, sino solo para mi marido y mi hija.

Lo haré como una ofrenda a la diosa, por calmar su fuego ante la afrenta que supuso mi ambición. Si consigo que me escuche, tal vez me conceda la gracia que pido. Si no, será tan solo un secreto más que deberé guardar a mi marido. Los dioses saben que no hay infidelidad, sino dádiva a la diosa y mi padre Ra».

Pensó en silencio durante mucho tiempo.

Al fin, levantó la vista hasta los ojos del joven, que brillaban como fuegos.

—Tengo varias condiciones.

—Que apruebo de antemano.

—Esto no debe saberlo nadie. Si se entera Sen-en Mut, te juro por la balanza de Osiris que te mataré. Esto lo hago no por satisfacerte, ni por ceder a un chantaje, sino como ofrenda a los dioses para que legitimen el reinado conjunto de nuestros hijos, de igual a igual. Debes lanzar un juramento solemne ante Amón de que cumplirás y respetarás el pacto, y lo sellaremos de ese modo. Así, si lo rompes, será a los dioses a quien engañarás y su juicio el que afrontarás cuando mueras. Jura, pues, que no revelarás esto que vamos a hacer a nadie, jura que mantendrás nuestro pacto. Casaremos a nuestros hijos y no nos atacaremos. Me concederás el poder y dejarás a Ineni. Jura.

—Lo juro por Amón.

Ella asintió, grave. Sus ojos brillaban.

—Echa a los sirvientes.

Cuando Tutmosis volvió, apenas un minuto más tarde, Hatshepsut estaba ya desnuda, mirándole. Mentalmente, rezaba a Hat-Hor que le concediera el perdón de su pecado y le diera la gracia de ver en el acto el rostro de su verdadero marido, del hombre que amaba, Sen-en Mut, en lugar del de aquel muchacho.

Pero Tutmosis no estaba dotado del temple, de la sapiencia amatoria de su esposo, y prácticamente se abalanzó, mientras se arrancaba la ropa, sobre su esposa, con el falo ya enhiesto.

Si Hatshepsut hubiera visto el cuerpo enclenque y el miembro delgado, tieso como el foque de una falúa, tal vez se hubiera reído, pero se hallaba casi en trance, los ojos cerrados, imaginando a su marido real y a la diosa contemplándoles.

Así recibió a Tutmosis sin daño, con el abrazo extraño de unos brazos estrechos y una lengua torpe buscando la suya.

Era Sen-en Mut el que embestía con tanta rapidez como torpeza, y ella, imaginando a la diosa observándolos, se esforzó con devoción en recibirle con agrado, rodeando su cuerpo con sus piernas y buscando un placer legítimo…

… Que no llegó. Ni siquiera notó que el conocido calor comenzara a gestarse en su sexo cuando sintió el pequeño miembro escupir en su interior la semilla, junto a un grito ahogado en falsete.

Abrió los ojos y todo el escenario que había creado en su imaginación se esfumó. Solo tenía encima suyo a un crío jadeante; se sentía fría y sucia.

Aún permitió que Tutmosis se moviera dentro de ella por pura cortesía mientras los últimos estertores de placer sacudían su cuerpo. Luego se echó a un lado, expulsándole.

Las lágrimas acudieron a sus ojos.

—¡Hat-Hor divina! ¿Qué he hecho? —casi gritó en voz alta.

Contuvo su disgusto y miró con gravedad al muchacho, que aún recuperaba su respiración.

—Espero que cumplas lo prometido, porque una mujer engañada puede ser mucho más cruel que un hombre. Recuérdalo toda tu vida.

—Lo haré.

Ella asintió. Se vistió con vergüenza bajo su mirada y se cubrió con su capa, saliendo de la estancia, que aún olía a sexo.

Casi corrió hasta su cámara privada. Rezó con todas sus fuerzas para no encontrarse con Sen-en Mut. Incluso a distancia hubiera percibido un olor extraño en ella.

Ordenó a sus sirvientas que le prepararan rápidamente el baño más exhaustivo que nunca se diera. Se hizo frotar una y otra vez hasta que sintió su piel escocer bajo la ropa.

Lavó su sexo tantas veces que las sirvientas pensaron que estaba poseída. Sin embargo, no pidió las cremas y los remedios anticonceptivos.

Era algo que debía a los dioses, ante los que se había encomendado. Le pareció un acto coherente. Si negaba la posibilidad de que la semilla del chico germinase, por mucho que le asqueara, sentiría que lo hecho no valdría para nada de cara a los dioses ante los que, al menos ella, había jurado.

Si la diosa había visto su esfuerzo, tal vez había valido la pena, por muy mezquina que se sintiera.

Una vez serena, buscó a su marido por todo Palacio. Le encontró junto a un equipo de escribas, estudiantes y arquitectos.

—Mi reina. Pero… ¡No puedes entrar aquí!

—¡Fuera todos! ¡Ya!

El tono no admitía réplica. Se fueron corriendo.

Apenas esperó a que salieran. Se arrojó a sus brazos. Él protestó de manera tímida al principio, pero ella buscó sus brazos fuertes y su sexo con tanto afán que no pudo negarse por mucho tiempo.

Al momento rodaban por el suelo entre rollos de papiro y polvo de ladrillo. Cuando él la penetró, ella sintió que ahora sí era plena, cuando antes había sido incompleta. Jadeó de placer mientras sus mejillas eran surcadas por lágrimas de alegría, como si hiciera años que no se vieran. Cuando obtuvo el placer que deseaba, exhausta y satisfecha, y él se descargó en su interior, Sen-en Mut preocupado, la miró fijamente.

—¿Por qué?

—Porque te quiero y no puedo soportar una jornada entera sin amarte. Júrame que harás lo imposible porque entremos juntos al camino de la luz, porque, si me faltas tú, no tendré fuerzas para vivir con dignidad.

—Lo juro. En el mismo momento en que mueras, si lo haces antes que yo, en ese instante me quitaré la vida.

Ella lloró de alegría. Tal vez la diosa le concedería la gracia.

Cuando levantó la vista, vio una maqueta inacabada de un templo en la base de una montaña, con terrazas y una multitud de columnas.

—Es lo más bonito que he visto jamás.

—Es tu templo de eternidad. Y no debes ver más hasta que esté preparado.

—Pues sácame de aquí. Aún no me he saciado de ti.

Los sirvientes que se cruzaron con el mayordomo real, desnudo y erecto, llevando en brazos a la reina también desnuda, giraron la cara. Jamás reconocerían haber visto nada parecido.