Fueron unos meses de calma aparente.
Para oficializar el pacto, Hatshepsut recibió los títulos de «Esposa del dios», «Mano del dios», «Divina adoratriz de Amón» y «Aquella que contempla al Horus-Seth». Quedaba claro que era ella quien controlaba el país, y así era a todos los efectos.
Sen-en Mut estaba tan ciego de amor por su hija que apenas dejaba que nadie la tocase. Incluso ella misma recibía miradas extrañas cuando la tomaba de sus brazos.
Resultaba curioso, como si durante su niñez y gran parte de su vida adulta hubiera carecido del cariño más básico y ahora se sendera colmado, aunque con un miedo profundo a que le arrancasen aquella felicidad, que parecía haberse materializado en Neferu-Ra.
Era capaz de mirarla durante horas. Parecía no creer que realmente fuera algo suyo. Despreciaba la riqueza material y los cargos públicos. A Hatshepsut todo eso le resultaba indiferente, porque había disfrutaba de esas cosas desde su mismo nacimiento, pero el caso de Sen-en Mut era único.
Había nacido en una familia sin riquezas, aunque acomodada; en un ambiente de obsesión con el poder y el lujo.
Y sin embargo no perseguía tesoros ni poder. La única posesión que realmente consideraba preciosa eran su hija y su esposa.
Se dio cuenta de que la alta posición como hombre grande entre los grandes, favorito de Amón sin título, y sus capacidades como soldado, arquitecto, hombre de ciencias y político eran producto de un ansia de superación personal. Pero no quería hacerles ver a otros que era superior a los demás, sino tan solo a sí mismo.
Y a su esposa.
Se compadeció de él y agradeció con egoísmo que hubiera crecido de ese modo por el amor que era capaz de ofrecer. Fue consciente de lo mal que tuvo que pasarlo de niño, con un padre que le hizo sentir tan inferior que necesitaba demostrarse que era digno de las expectativas, que podía superar los reproches de su progenitor consiguiendo ser mejor que él en todos los ámbitos, logrando, irónicamente, el efecto contrario.
Aquellos días en concreto, como era costumbre, hubo de recluirse por su menstruación, que fue más dolorosa y notoria de lo habitual. No obstante, no lo hizo en riguroso privado, como regía el uso, sino en compañía de su hombre y su hija, y tuvo ocasión de constatar todos esos pensamientos y dedicarse por entero a amar a su marido. Fue consciente de ellos de manera espontánea, como si fueran una revelación de la diosa y, por tanto, conmovedoras por su fuerza.
Para Sen-en Mut fue doblemente placentero, por disfrutar más de lo acostumbrado de la compañía de su amada, a la que las responsabilidades robaban mucho tiempo, y por las espontáneas y extraordinarias muestras de cariño que seguían a cada periodo menstrual, aunque él desconocía la causa: un abrazo profundo entre lágrimas de emoción, hacer el amor con infinita ternura o las horas en las que compartían el lecho con su hija, leyendo cada gesto, riendo juntos sus gracias.
Lamentó volver a encontrarse bien y tener que volver a la rutina diaria, aunque la responsabilidad le picaba la curiosidad. ¿Qué tal se habría desempeñado el visir por sí solo? Le constaba que era un hombre honesto y bueno, que se desvivía por su país, pero su postura no era fácil, colocado entre dos gallos de pelea.
Aquel día, cuando volvió del salón de actos a su cámara antes de tiempo para alimentar a Neferu, sorprendió a su marido hablando con su hija tendida sobre la cama, escuchando su voz grave y apasionada contarle viejas historias de amor:
Shu y Tefenet fueron los primeros de los hijos de Ra. Hilos se quisieron con un amor tan grande y profundo que, al cabo de poco tiempo, Tefenet dio a luz unos gemelos. El primero en nacer fue Geb, el dios de la tierra, y el segundo, Nut, diosa del rielo.
Geb amaba a su hermana apasionadamente, la bella Nut, y durante muchísimo tiempo permanecieron fuertemente abracados. Como consecuencia, el rielo se mantenía pegado contra la tierra y entre ellos no quedaba espacio para que alguien pudiera vivir o crecer.
Al final, Ra cogió enormes celos del gran amor de Nut por Geb y con gran ira tomó la decisión de que nunca más pudieran estar juntos. Tara ello ordenó al padre de ambos, Shu, que hiciera algo para separarlos definitivamente. Así se lo hizo saber, y el poderoso dios pisó a Geb para que no pudiera elevarse. Luego levantó a Nut con las manos y la mantuvo, de esta forma, muy por encima de su hermano, de manera que les mantenía separados. A pesar de que Nut esperaba un hijo, Ka-Amun la maldijo como castigo por su actitud anterior, para que fuera incapaz dar a luz ninguno de los días del año.
Al verse separados de una forma tan violenta, Geb luchaba sin descanso y con gran valentía bajo los pies de su padre, mientras que Nut intentaba abalanzarse hacia abajo para acercarse a su hermano, pero no había forma de que se pudieran alcanzar, y con ello su tristeza y desesperación fue en aumento.
Mientras tanto, el Creador había ido dando vida a muchos otros seres, entre ellos a Thot, el más sabio de los dioses. Un día, Lhot levantó los ojos y vio el bonito cuerpo de Nut encima del mundo mientras se debatía por regresar hasta su amado, y la amó de una forma tan pura y profunda que se compadeció de ella.
Decidió prestar su ayuda a la infeliz diosa para que al menos pudiera dar a luz a sus hijos, e inmediatamente inventó el juego de mesa. Entonces, decidió desafiar a los demás dioses a que jugarán contra él, siempre y cuando utilizaran el tiempo a modo de apuesta. Poco a poco, el sabio dios consiguió ir ganando a sus contrincantes hasta obtener de ellos cinco días.
El Creador había fijado la duración del año en trescientos sesenta y cinco días, pero Thot le añadió el tiempo que había ganado y lo alargó en cinco días más. Este periodo no estaba sometido al curso de Ka-Atum, y de esta forma Nut pudo finalmente dar a luz a sus hijos.
El primer día dio a luz a un niño ya coronado que fue llamado Osiris. El segundo día llegó Haroeris y el tercero, después de grandes dolores, Seth. Los días cuarto y quinto llegaron al mundo las dos hijas, Isis y Neftis.
Osiris e Isis se habían enamorado en el interior del vientre de su madre y no tardaron demasiado en convertirse en marido y mujer.
Seth y Neftis también se casaron con el tiempo, pero nunca existió un verdadero amor entre ambos.
Las dos hijas de Nut eran totalmente diferentes de carácter. Isis era valiente, bella y astuta, la Señora de la Magia, más sabia que millones de hombres, mientras que Neftis era leal y dócil.
Los hermanos Osiris y Seth tenían, si cabe, todavía más diferencias. Osiris era hermoso, gallardo, noble y generoso, mientras que Seth tenía la cabeza de bestia salvaje, lo que delataba su naturaleza, porque era ambicioso, maligno y cruel. Nunca pudo perdonar a Osiris que fuese su hermano mayor y, por tanto, el destinado a ocupar el trono.
Ra, con sus hijos Shu y Tefenet, sus nietos Geb y Nuty sus bisnietos Osiris e Isis, Sethy Neftis, fueron adorados como los nueve grandes dioses bajo el nombre de la Enéada.
Til Creador fue dando existencia a muchos otros dioses y diosas y llenó el ríelo de encima y debajo de la Tierra de espíritus, demonios y divinidades menores. Vivieron todos ellos bajo el poder del primero de todos.
Una vez creados todos los seres que debían hacer compañía a los dioses, se dio la vida al hombre.
Hubo quien dijo que la humanidad había brotado directamente de las lágrimas de alegría que había volcado Rja-Atum cuando recuperó a Shuy Tefenet de las aguas del caos.
Otros contaban que el primer hombre había sido modelado por Khnum, el dios con cabeza de cordero, en su torno de ceramista. Después de haber dado la vida a sus nuevas criaturas, el Creador les hizo una tierra para que vivieran en ella: se trataba del reino de Egipto.
Ra protegió Egipto de posibles peligros con enormes barreras de desierto, pero decidió crear también el río Nilo para que sus aguas lo inundasen periódicamente y así sus habitantes tuvieran ricas y abundantes cosechas. Después fue haciendo el resto de países y, precisamente para ellos, puso un Nilo en el ríelo, al que denominamos lluvia.
Ra hizo a su vez que existieran las estaciones y los meses y cubrió la tierra de árboles, hierbas, flores y vegetales de todo tipo. Finalmente, creó todas las especies de insectos y peces, de pájaros y animales terrestres, y les infundió el aliento de la vida.
Ra, contento y satisfecho con cuanto veía a su alrededor, es decir, su propia creación, se paseaba cada día sin descanso por su reino o bien navegaba por el ríelo con la Tarca de Millones de Años.
Cada vez que veían el Sol, las criaturas vivientes de las tierras de Egipto se alegraban y alababan a su poderoso Creador.
Finalmente, para poder frenar todas las fuerzas del caos y el mal, así como para poder defender el orden, la justicia y el bien, Rxi-Atum inventó lo que se denominó realera. Él fue el primero y más grande rey de Egipto y gobernó durante siglos y siglos con alegría y paz.
La reina abrazó a su marido por detrás, sin interrumpirle, hasta que culminó el relato. Se sintió profundamente emocionada. Sabía que la niña no podía entenderle, que tal vez solo reconocería su voz, pero le bastaba. El cariño que ponía en la narración del cuento era tan intenso que no se hubiera atrevido a actuar hasta que no terminara. Les besó a ambos. Casi pensó que profanaba la intimidad profunda de padre e hija.
Se dirigió a la sala de consejos sonriente. Aquellos días habían suavizado su carácter público, habitualmente agrio y malhumorado. Pensó que tal vez debía hacer lo mismo todos los meses. No escondería su faceta femenina y, por otro lado, le serviría de asueto. Había sido un inesperado placer recibir aquella luz en forma de reflexiones sobre su amante.
Pero, al levantar la cabeza, tras sacudirse los pensamientos agradables y liberar su mente para abrirla a las obligaciones, la sorpresa fue mayúscula.
El que presidía el consejo era Ineni.
—¿Qué clase de burla es esta?
El visir Ah-Mosis, cariacontecido y con voz entrecortada, ni se atrevió a mirarla.
—El faraón ha nombrado al noble Ineni su Imaju, su favorito, y como tal ha reclamado su derecho a representarle.
—Derecho que yo le niego. Si es el favorito del faraón, que vaya con el faraón, esté donde esté. De los asuntos del país me encargo yo. Guardias, acompañadle donde esté el faraón. De ahora en adelante se le prohíbe la estancia en palacio si no acompaña al rey.
—Estáis desafiando al faraón —dijo un cortesano.
Ella rechinó los dientes de rabia.
—Estoy sirviendo al país. El faraón le sirve representando a los dioses. Yo lo hago resolviendo los asuntos más mundanos. Ineni, mejor que nadie, puede asesorarle, pues conoce los secretos divinos, pero de los asuntos humanos me encargo yo. No va a haber duplicidades que alteren el orden. Por cierto, tú le acompañarás. No quiero volver a ver tu cara en un consejo; bajo pena de muerte.
Ineni se limitó a hacer una leve reverencia a la reina y salió lentamente, con porte altivo, seguido del cortesano deslenguado.
Hatshepsut se encaró con el consejo.
—Me voy apenas tres días y me encuentro una nueva revolución. No quiero que esto se repita. Desde hoy, todos los asuntos importantes me serán comunicados, en mi propia cámara, a cualquier hora del día o de la noche por el visir, o en su defecto por el sumo sacerdote de Amón. No quiero más frivolidades. El timón ha de ser llevado por una sola mano. El barco se acostumbra al tacto de esa mano. Si un extraño guía el barco, este se resiente —dijo citando un viejo proverbio—. Espero haber hablado claro, porque no volveré a tolerar más cambios. —Miró al visir—. Por más voluntad del faraón que sean. Él es apenas un joven halcón que aún no tiene fuerza en las alas para abandonar el nido, así que cualquier intento de darle una responsabilidad que no pueda asumir será considerada como manipulación y, por tanto, como traición. Y la castigaré con dureza. Ahora, veamos que más deseos repentinos ha tenido casualmente el faraón durante mi indisposición.
Se acercó al visir.
—Viejo amigo, hace mucho tiempo que llevas la carga de la justicia del país, y sé que te gustaría poder dedicarte a tu afición secreta: tus huertas y tus viñedos. —Miró a la sala—. En ningún modo debe ser calificado este cese como un castigo, sino solo como voluntario, y si tú mismo lo apruebas, pues no es un agravio, sino un premio. Seguirás recibiendo los estipendios de tu cargo, pero quedarás libre de sus obligaciones.
El visir, azorado, apenas supo qué decir.
—Pero… el país…
—No debes temer. Quedará en las mejores manos. No suelo apoyar los cargos hereditarios, sino que buscamos la persona adecuada para cada cargo por sus aptitudes, y, en este caso, tengo la satisfacción de constatar que ambas quedan aunadas en la figura de tu hijo, Amen-Mose. Ha sido entrenado para sucederte, y ya es hora de premiarte.
El anciano, convencido de que no se trataba de ninguna trampa, asintió emocionado.
—Me hacéis un gran honor.
—Al contrario, amigo mío. El honor es recibir el servicio de personas competentes como tú.
Se acercó a él, le abrazó y le besó en los labios.
—Te declaro amigo de la familia real. Estoy en deuda contigo.
Ahmosis lloró como un niño.
—¿No hay nada que pueda hacer para compensar la alegría que me habéis dado?
La reina asintió con cara grave.
—¡Por supuesto que sí! Claro que hay algo. Y muy importante.
—Os escucho, Majestad.
—Espero unas medidas del primer vino de vuestra mejor cosecha. No me conformaré con menos.
Todos rieron. Hatshepsut agradeció en verdad el buen hacer del anciano, pero también se aseguraba un cargo para su facción con un hijo al que habían entrenado desde el kap, como Sen-en Mut o Hapuseneb.
—¡Maldita sea! ¿Cómo ha podido atreverse?
Hatshepsut estaba fuera de sí. No podía evitar encenderse al volver a rememorar la escena para contársela a su marido.
Sen-en Mut le hizo un gesto, mirando a la niña dormir en sus brazos.
—No te preocupes. Ya me han informado. Has reaccionado muy bien. Y debemos ir un paso más allá: es hora de comenzar a reflejar tu reinado en los muros sagrados. He ordenado, con Hapuseneb, que se decoren muros del templo con escenas de gobierno en las que sales con Neferu. Solas.
—Quería esperar a que padre…
—Tu padre no se opondrá, como no se opuso a la traición de su hijo. Vive aislado, pensando que el futuro del país esta encauzado, y con la conciencia muy tranquila, esperando acudir a la luz junto a Osiris. Su salud empeora día a día.
Hatshepsut asintió, aunque una punzada de culpabilidad la entristeció.
—Iré a verle.
—¿Después de lo que te ha hecho?
Le miró con cariño. Seguía odiando a su padre.
—Él cree que ha obrado por mi bien; no quiero que muera triste por mi desdén, si tan poco le queda. No lo hago por él; lo hago por mí.
Le acarició la cara y besó a su hija. Él se encogió de hombros.
—No lo comprendo, pero es tu decisión y no me interpondré.
Sin previo aviso, se personó en la cámara real, la más noble del palacio, que aún ocupaba. El medico real la recibió.
—¿Cómo se encuentra?
—Su corazón es débil. Le practicamos sangrías periódicas y le tratamos con escila, pues sus fluidos están alterados. Sigue comiendo carne exclusivamente. Dice que es el alimento que un guerrero debe tomar y que siempre le ha repuesto de su debilidad, aunque su corazón y su pulso hablan por él, pero no les escucha. Ni a él, ni a mí.
—No va a cambiar. ¿Y sus heces?
—Cada vez menos abundantes. Pronto comenzará a estreñirse, lo que será un problema importante. Además, hay gusanos en ellas, de una clase que no conocemos.
—¿No será objeto de alguna maldición?
—No. Nuestros hekau apenas duermen.
—¿Y ratones o insectos?
—Limpiamos la cámara con natrón y hay trampas en todo palacio. No, vuestro padre está enfermo. Ha vivido con demasiada intensidad y el esfuerzo ha menguado su llama. Incluso los canales que llevan los fluidos a su cabeza se están cegando poco a poco, por más que hagamos para evitarlo.
Hatshepsut reprimió una lágrima. Asintió con la cabeza y entró a ver al viejo faraón, aunque se detuvo de repente y volvió a encararse con el médico.
—Una pregunta más… ¿Su hijo, o Ineni, han venido a verle?
—No. Nunca.
—Gracias.
Entró. Rememoró con cariño la vieja estancia, ahora casi impracticable por la cantidad de recuerdos que había almacenados en ella: desde armas de todas clases hasta animales disecados, pieles, objetos extraños que no sabía identificar: altares a Amón, sus armaduras de piel, los viejos escudos y algunos estandartes, rollos de papiro amontonados sobre los muebles… era como si resumiera su vida agarrándose a sus recuerdos. Parecía como si quisiese conservarlos con él en su tránsito a la luz, y en verdad todo aquello iría con él a su morada de eternidad.
Pero parecía todo tan oscuro, tan falto de luz, que sintió que algo no iba bien en su ka. Se negaba a sí mismo la luz de Ra que tanto había amado.
No tenía la conciencia tranquila. Algo le hacía castigarse de aquel modo. Y a ella se le ocurrían muchas causas.
No le guardó rencor, pero sí se rebeló contra aquella debilidad, cuando tan fuerte había sido siempre.
Con rabia, corrió los pesados cortinajes haciendo que la luz entrase a raudales, como siempre recordaba, revelando los recuerdos y la faz de un hombre viejo y cansado de vivir.
—Padre.
Tutmosis se encontraba sentado, examinando unos viejos papiros que apenas podía leer. Se sorprendió mucho al ver entrar la luz, como si de nuevo se hiciese para él, mirando con un nuevo interés los papiros, hasta que volvió su cara hacia la persona que había osado molestarle.
—¿Hatshepsut? ¿Eres tú, hija mía?
Le abrazó con fuerza.
—Sí, padre.
El viejo rey disimuló la emoción que sentía, tragándose las lágrimas.
—¿Cómo va el país?
—Sabes que muy bien. Me enseñaste a llevarlo y lo hago de maravilla.
—Lo sé. Siempre lo he sabido. ¿Qué tal con tu marido? Ya ha crecido y cualquier día me daréis un heredero legítimo. Un dios viviente de sangre pura. —Sus mejillas se encendieron.
Hatshepsut se asustó, pues era evidente que se hallaba muy lejos de la realidad. Se acercó y acarició sus arrugadas facciones.
—Sí, padre. Así será, si Amón lo quiere.
—Siempre lo he sabido —repitió.
—Te quiero, papá. ¿Lo recordaras?
—Y yo a ti, hija mía. Sabes que siempre fuiste mi favorita.
Hatshepsut se emocionó. Recordó un proverbio «Los borrachos y los niños siempre dicen la verdad» y su padre parecía más de la edad de su propia nieta que el anciano que era en realidad.
Le abrazó.
Se preguntó si era la edad la que obstruía los fluidos, como decía el médico, o simplemente se había construido una realidad aparte en la que se encontraba más cómodo viendo cercana su hora, quizás temeroso de lo que pondría en la balanza que opondría al peso de la pluma de Maat.
Salió emocionada y taciturna. Nada dijo a Sen-en Mut, que la dejó estar, comprendiendo que en aquella ocasión necesitaba estar sola.
La noticia le sorprendió apenas unos pocos meses más tarde, en pleno consejo.
Hapuseneb se acercó a su trono y le susurró al oído.
—Majestad.
El tono oficial del tratamiento la puso en guardia, pues siempre la trataba con total confianza. Comprendió que algo importante ocurría. Se acercó a él, con una máscara imperturbable en la cara.
—Vuestro padre.
—¡Por Amón, dilo de una vez! —susurró con furia.
—Ha muerto.
Quedó paralizada.
Se permitió un breve lapso sin reaccionar, sin realizar gesto alguno, hasta que se acercó a Hapuseneb.
—Quiero un ejército en Palacio. Protección total. Quiero saber lo que hacen Tutmosis y su madre, e Ineni. Voy a disolver la sesión con discreción y todos deben salir. No quiero a nadie pululando por los pasillos ni las salas: ni espías, ni enanos. Y la servidumbre en sus habitaciones. Control absoluto, pero sin gestos bruscos.
Hapuseneb asintió y se fue con discreción. Hatshepsut mantuvo el consejo durante una hora más y luego dio por concluida la sesión. Al terminar, observó que cada escriba, cortesano, sirviente o juez tenía guardias asignados que les acompañaban con cortesía.
La sala quedó vacía. Solo en ese momento se permitió dejar correr las lágrimas.
Así la encontraron Hapuseneb, Sen-en Mut, que corrió a sus brazos, y el visir Amén-Mose, aunque tampoco en esta ocasión se permitió un gran desahogo.
—Llamad a la reina madre y a Tutmosis. No quiero ver a Ineni.
El visir asintió con la cabeza y se retiró.
Al poco, llegó Tutmosis, visiblemente molesto.
—¡Quiero que me expliques por qué se me trae casi a la fuerza en mi propia casa y no se me permite traer a mi consejero!
—Tu padre ha muerto.
Las palabras se ahogaron en la boca del joven y su furia se disipó, aunque no había pena en su semblante.
—¿Qué hacemos?
Todos le miraron con acritud. Hatshepsut sintió furia ante su indiferencia.
—Nada. Yo me ocupo de todo. Te haré llamar cuando lo haga oficial y requiera tu presencia en las ceremonias de entrada a la luz. Pero contente en los próximos meses. Ni banquetes, ni visitas a Ineni, ni líos con concubinas… —De repente le agarró de su túnica, como hubiera hecho un hombre que amenaza a otro—. ¡Ni traiciones!
Le miró a los ojos con tal frialdad que el muchacho no pudo sino asentir con su cabeza.
Ella lamentó su debilidad. Le soltó con un gesto de hastío.
En ese momento entró la reina madre, Ah-Mesta Sherit, con gesto grave.
—¿Cuándo ha ocurrido?
Hatshepsut reconoció su inteligencia con una leve reverencia. Nadie le había dicho nada. Su madre se limitó a mirar con desprecio al hijo de la concubina, que salió con paso inseguro.
—Hace apenas un par de horas.
Ella la abrazó.
—Enciérrale. Que no salga de su cámara. Sin visitas. Y menos del buitre.
Hapuseneb y Amén-Mose sonrieron la ironía. Sen-en Mut les devolvió la cordura.
—Amén-Mose, habla con los oscuros para que comiencen cuanto antes a tratar el cuerpo del faraón. Lo haremos oficial en tres días. Mientras, enviaremos fuerzas a todos los puntos fronterizos y fortificaciones para evitar tentaciones. Doblaremos la presencia de soldados en las ciudades del Delta, Tebas y las marcas del Sur. Enviaremos heraldos a nuestros aliados para darles tiempo a preparar el anuncio oficial. En estos tres días no debe haber filtraciones ni resquicios que un espía pueda usar para lanzar el menor rumor. Hapuseneb, prepara las ceremonias en todo el país, coordina los cultos y a los dioses, junto con Amén-Mose. No queremos que ninguna ciudad aproveche para reivindicar el culto a ningún dios menor. Yo prepararé las crónicas que darán eternidad al faraón, así como los correos.
El visir intervino.
—¿Qué hacemos con Ineni? Como jefe de obras de Tutmosis, debe estar en la ceremonia de entrada a la luz. Él ha construido su morada de eternidad.
Todos parecieron encogerse. Fue Hatshepsut quien intervino.
—Le controlaremos bien. Será su último acto oficial. Al día siguiente nombraremos a otro jefe de obras. —Miró a su marido—. Amén-Mose, controla las reuniones. No quiero fiestas, ni la menor reunión social. No quiero que los nobles puedan urdir un plan. Cuando demos oficialidad a su muerte y comiencen las ceremonias, la ciudad se cerrará y solo los dignatarios invitados con el salvoconducto que les envíe Sen-en Mut podrán entrar. Honraremos a mi padre como se merece, el menor altercado debe ser castigado de forma ejemplar. Que se sepa que soy yo quien gobierna y la justicia que aplico.
Y así se hizo. El anuncio de la muerte del viejo guerrero causó conmoción en todo el mundo bajo la bóveda celeste de Nut.
El país entero presentó sus respetos al faraón, entre procesiones y ofrendas multitudinarias a los templos, en el funeral más unánimemente sentido en la historia de las Dos Tierras.
Hapuseneb presidió las ceremonias, en las que aparecieron el faraón Tutmosis II y su gran esposa real, la reina Hatshepsut, que recibió a los embajadores y dignatarios y sus presentes.
La reina acompañó a su padre en su viaje póstumo, cruzando el río en un barco engalanado para la ocasión. Continuaron la procesión hasta el templo y más tarde hasta su morada de eternidad, en el valle de la orilla oscura, que había sido excavado en la piedra bajo las grandes moles en forma de pirámide natural.
Los contados altercados que se dieron en un par de ciudades rebeldes del Delta, y en algún pueblo cercano a la frontera Nubia, fueron reprimidos a sangre y fuego, bajo la eterna ley de Maat y la justicia implacable de la reina Hatshepsut.
El ejército rindió honores a su general y compañero, al hombre y dios que fue uno de ellos y les llevó a victorias que ningún otro faraón les había dado antes, ampliando los límites del país hasta donde jamás se había llegado. La fama de las acciones del viejo toro, como se había hecho llamar en vida, hizo que se embalsamaran cientos de toros en todo el país; otros muchos se sacrificaron para ser ofrecidos a los templos.
Su nombre fue tantas veces repetido que la vida le sería insuflada para toda la eternidad. La gloria de sus hazañas fue grabada en piedra sagrada en todos los templos del país. En cada pueblo, ciudad, fortaleza, palacio, oasis, y hasta en la más mísera casa, se levantaron altares en su memoria como el dios que había sido: bondadoso, justo con sus súbditos e inalcanzable en bravura y coraje para sus enemigos. La multitud de capillas que levantó en vida fueron honradas con millonadas ofrendas, y sus sacerdotisas, mujeres que una vez le amaron, vieron su vida resuelta; la suya y la de sus próximas generaciones.
El eco del respeto por el viejo faraón llego hasta los confines del mundo, y Hatshepsut constató, con mucha emoción, muestras de cariño que sobrepasaron sus expectativas.
Ella no despidió a un dios, sino a su padre. Su hijo participó de las ceremonias sin dolor ni pasión aparente, de una manera muy oficial, solemne y justa, como corresponde al hijo de un dios, probablemente aleccionado por el consejero Ineni, que hizo escribir en lo siguiente:
Yo he inspeccionado estando solo la excavación de la tumba de Su Majestad. Nadie podía verlo, nadie podía oírlo. Yo buscaba todo cuanto podía serle útil, mi cabeza estaba vigilante en todo momento.
La reina sintió escalofríos cuando vio la cámara en la tumba de su padre que le estaba reservada a ella. No pensaba ocuparla, pues quería abrazar la eternidad junto al hombre que amaba y el fruto de su unión, pero no pudo evitar recordar el sueño de Dendera.
Tuvo que reconocerle una cosa a Ineni con hondo pesar: como le dijo Sen-en Mut una vez, aquel viejo sacerdote en verdad amaba a su rey Tutmosis. Comprendió un poco de su retorcida alma, en cuanto que creía hacer lo mejor para el país y la memoria de su rey protegiendo a su hijo, huyendo de la situación antinatural de una mujer reinando.
Durante un tiempo había pensado que tal vez él mismo quería haber reinado, pero en aquel momento comprendió que se había equivocado. Deseaba asegurar el futuro del país de acuerdo a los usos de miles de años, aunque ignorando la voluntad de su rey y ahora su reina, tergiversando, manipulando e inventando la voz de un dios que un día le recibiría pidiendo justificación a las acciones en su nombre.
Buscó el contacto de sus ojos en un momento de debilidad, pero solo encontró frialdad y una promesa candente de venganza.
Hatshepsut se esforzó para que los hábitos cambiasen lo menos posible. Quería mantener la sensación de estabilidad, a la vez que un control férreo.
Aunque respetaba la rutina diaria, el trabajo más arduo vendría más tarde, en comité privado entre ella, Sen-en Mut, Hapuseneb y el visir Amén-Mose.