Los meses siguientes los vivió entre la dicha de ver crecer día a día a su pequeña, descubrir el cariño que Sen-en Mut le dedicaba y el resquemor y la frustración de haber perdido a un padre.
Le dolía mucho que, una vez que parecían haber llegado a un acuerdo que satisfacía a todos, encontrara un medio de volver a dárselo todo a él y nada a ella, como si ese reparto fuera el justo a todas luces solo por el hecho de que era una mujer.
Pero ella no había escogido ser criada como un hombre, ni tener aquella sangre tan pura que casi derramó por completo en el parto de su hija.
Lo hubiera cambiado todo por tener un padre que la quisiera como Sen quería a su hija. Recordaba muchas veces aquella conversación con él, cuando aún era una princesa sin relevancia, en la que apuraron sus últimas posibilidades de huir y vivir anónimamente como campesinos felices, sin obligaciones ni derechos, teniendo lo más preciado: a ellos mismos.
Los egipcios eran un pueblo alegre, amante de la buena vida y los placeres, pero en el ámbito de aquella malhadada familia real no eran capaces de comprender que lo más valioso para una persona era encontrar un alma gemela, como habían hecho ella y Sen. No en aquel nido de víboras que suponía la corte.
Ella no hubiera valorado en absoluto el hecho de reinar si no fuese una expectativa que su padre hubiese creado en ella, ¡y qué estúpida había sido…! Por satisfacerle, ejerció de hombre cuando no lo era.
Y, ahora, aquel hipócrita sentido de la responsabilidad, junto con los condicionantes impuestos por las reglas de la diosa Maat de la justicia y el dictado de otra diosa que se había introducido en su sueño, no le permitía volver atrás, cuando lo hubiera hecho con sumo placer. Su madre, la vieja reina, se mudó durante unos meses al ala de palacio que ocupaba a condición de no ver ni al faraón ni a su estúpido hijo. Fue un consuelo para ella. Además, Ah-Mes Ta Sherit y Sen-en Mut parecían llevarse tan bien que conversaban sin darle explicaciones de sus maquinaciones. Pero no le importaba. Confiaba en ambos y tenía más tiempo para su hija.
Curiosamente, Ra le quitaba a un padre y le devolvía a una madre, atenta y cariñosa, que no le reprochó jamás el haber confiado en su padre, pues ella había cometido el mismo error.
Le costó mucho recuperarse del parto. Pasó mucho tiempo débil. El médico decía que era un mal de amor e incluso mandó llamar a un hekau que expulsara los malos espíritus.
Pero Hatshepsut le echó con cajas destempladas preguntándole si le parecía doliente de mal de amores.
Neferu era una niña sana y fuerte, y las carantoñas y sonrisas que les regalaba compensaban los dolores y riesgos sufridos, hasta el punto de que pronto se encontró haciendo planes para su próximo hijo, olvidando totalmente los problemas del parto, de los que no fue consciente.
Poco a poco, los reconstituyentes y el cariño de su esposo y su hija le devolvieron la fuerza; volvió a la sala de consejos sin previo aviso.
Aquella mañana, el salón estaba abarrotado. El rey se encontraba ausente, alegando cansancio. Faltaba muy poco para la fecha de coronación del príncipe.
Hatshepsut entró, quedándose parada en medio de la sala, muda de la sorpresa.
Aquello parecía más un banquete de sociedad que un consejo de estado. Había cortesanos por todas partes, e incluso Mut-Nefer ocupaba el sillón contiguo al que había tomado su hijo Tutmosis, aun sin corresponderle.
No había nada que respetase en lo más mínimo el rígido protocolo de la tradicional realeza egipcia y su relación con Horus, el propio Ra y Amón.
No había respeto por la institución, por el país, ni por los dioses que les guardaban.
Todo el salón se sumió en un incómodo silencio mientras ella miraba a los asistentes como su padre hacía con los escribas.
Buscaba a alguien.
Pero no.
Ineni no era tan idiota como para sumarse a aquella farsa. ¡Qué lástima! Todo aquello hubiera valido la pena si él hubiese estado presente.
Al fin, adelantó sus pasos quedando en medio de la sala, señalando los dos tronos.
—¿Debo interpretar esto como un golpe de estado? ¡Guardias!
El niño se levantó de su asiento, saliendo de la sala. Al menos tuvo la suficiente entereza como para hacerlo en silencio. Mut-Nefer, en cambio, la miró como se mira a una cobra, abandonando el trono como si le costase un esfuerzo importante.
Al fin, la reina se sentó en el trono principal.
—Si esto no es una fiesta, como parece, debe haber asuntos que tratar. El que no esté al corriente de mis preguntas, pues, será azotado. No voy a mantener a vagos. Os doy el tiempo que lleva una oración a Amón.
El grueso de la sala salió en estampida. Hatshepsut deseó que Sen-en Mut hubiera podido ver aquella escena. Él, que tras el nacimiento de Neferu estaba más feliz y audaz que nunca.
Apenas quedaron unos pocos hombres. La reina llamó al visir, Ahmosis, que apenas tardó unos minutos en aparecer.
—¿Puedes explicarme lo que ocurría aquí?
—Mi reina, no he sido avisado. No puedo conocer todas las celebraciones insignificantes de Palacio.
—Pues a partir de ahora te hago responsable. Este es un lugar sagrado que no debería profanarse con actos lúdicos gratuitos. Aquí se imparte justicia, se gobierna y se está a bien con los dioses, no se festeja frívolamente. —Alzó la voz con vehemencia—. No veo al mayordomo de Amón, pero concluyo que si no es capaz de hacer respetar al dios que representa es que no siente el menor respeto por él. Por eso, decreto que deje su cargo, pasando a ser el noble Sen-en Mut el nuevo mayordomo de Amón. Lo que he visto aquí no deja lugar a dudas: son los dioses los que escriben nuestro destino y nos señalan como familiares suyos. Hay reglas sagradas que hay que respetar. No quiero que se vuelva a profanar un trono. Y menos por una concubina.
La coronación de Tutmosis resultó tan empalagosa como larga y exageradamente costosa.
Hatshepsut participó apenas en las ceremonias religiosas en que su presencia era indispensable; a continuación se retiraba de inmediato junto al que consideraba su verdadero marido.
Hubo de esforzarse mucho para no ver a Mut-Nefer, que vestía pieles de leopardo y joyas tan ostentosas que ella jamás habría llevado. A su lado, Ineni actuaba como si fuera el cicerone, el padre del nuevo faraón, deleitándose sin el menor gesto de temple y respeto a su ya pasada posición religiosa, como si hubiese heredado una fortuna y despreciara su origen.
Le dejó disfrutar de su momento. Tampoco hubiera servido de mucho intentar manipularle en aquel momento. Hubiera reclamado su papel y montado un escándalo.
En cambio, dejó que se apagaran las lucernas de las fiestas, las resacas, los bailes, las celebraciones, los dispendios, la propaganda de Ineni y, sobre todo, la sonrisa estúpida de Mut-Nefer, para reclamar a su marido oficial en su alcoba, junto a ella.
El faraón acudió tan rápido que apenas pudo controlar su sonrisa.
—Mi señora.
—Pasa, faraón.
El chico se sorprendió por el tratamiento, confundiendo la cortesía con la sumisión, y entró tan ufano como un pavo real. Ella observó su rostro de niño.
—Me alegro de que hayas aceptado tu papel —dijo él con un gesto gracioso.
—Ya. Creo que no tienes muy claro a qué has venido.
—A que me hagas el amor. ¿A qué si no?
Hatshepsut sonrió.
—¡Sen! —llamó en voz baja.
Sen-en Mut entró en la sala con la misma sonrisa irónica. Era evidente que había estado escuchando.
El joven Tutmosis dio un paso hacia atrás.
—No tengas miedo —dijo él con voz cálida—. Queremos hablar contigo. Tienes mucho que ganar si nos escuchas. Por favor, toma asiento.
Sen-en Mut acercó una silla al sillón que compartía con la reina. Tutmosis se sentó con recelo.
—¿Qué tenéis que decirme?
Hatshepsut suspiró antes de comenzar.
—¿No te cansas de que otros decidan tu suerte? Siempre ha sido así, y hemos pensado que tal vez ya no sea justo. Has crecido, y debes tener tu propio criterio, así que es procedente que hablemos contigo.
—Pero me gustaría que Ineni…
Sen-en Mut se apresuró a contestar.
—Pero solo negociaremos si eres capaz de decidir por ti mismo. De lo contrario, tal vez debamos llamar al verdadero faraón, aquel que no se esconde bajo las sayas de los mayores.
La puya hizo efecto. El chico se irguió como un pavo.
—Puedo decidir por mí.
—Bien. No sé qué te habrá contado Ineni, pero es justo que conozcas nuestra versión. —Hatshepsut hablaba con tono neutro—. Como sabes, nuestro padre nos prometió a ambos la doble corona y llegué a un pacto con él. Yo te daría la legitimidad y tú dejarías que yo gobierne, aunque el faraón serás tú. Ahí también entraba que aceptases a Neferu-Ra como hija tuya. Prometí a nuestro padre, ante los dioses, que no rompería el pacto y no atentaría contra ti si tú no atentabas contra mi verdadero marido. ¿Es correcto?
—Lo es, aunque yo no tuve parte en aquel supuesto pacto, ya que me fue impuesto.
Hatshepsut sonrió.
—Por eso hablamos contigo. Padre rompió el pacto y nos obligó a aceptar una media solución que no nos satisface a ninguno de los dos, pero yo no tengo nada contra ti y no deseo cambiarlo.
Sen-en Mut se acercó al faraón para intervenir.
—Por eso queremos prorrogar el pacto contigo. Sabemos que tienes un hijo y te felicitamos. No nos interpondremos en su camino. Y tampoco en el tuyo. No nos importa ser o no faraón, sino que el país funcione. Y eso ocurrirá solo si continuamos llevando bien el gobierno. Tú puedes dedicarte a tu vida cortesana si quieres, siempre que respetes un límite de gasto anual. Y lo más importante —se acercó más a él—: el pacto más relevante es el de no agresión.
—Yo no…
—¡Pero Ineni sí! Sabemos que no fuiste informado y eso te ha salvado la vida, pero no debe haber violencia entre hermanos de sangre divina. Es una ofensa a los dioses que nos han regalado su parentesco.
—No me consta…
—¡Por favor! —gritó Hatshepsut—. No insultes nuestra inteligencia. Este es el momento para separar al niño del hombre. Sé valiente. Tú lo sabes y nosotros también. Ineni es un viejo zorro. Su inteligencia te supera y te utilizará para su beneficio, como antes intentó con tu padre, con Sen-en Mut y con Hapuseneb. Ha sabido buscarse una coartada y dejarte a ti expuesto a nuestra cólera. No te quiere. Solo se quiere a sí mismo. Por eso debíamos hablar. No nos vamos a matar en su provecho.
La duda asomó en los ojos del joven. Sen-en Mut continuó rompiendo sus defensas.
—Si dudas, ponle a prueba. Encontraremos muchas ocasiones, y siempre te defraudará. Le conozco bien. Querrá dirigir tu vida entera para garantizar el éxito de su misión.
—¿Qué me proponéis?
—Pacta con nosotros. Ayudémonos mutuamente. Se beneficiará el país y la salud de nuestro padre. Pero deja a Ineni.
—No quiero ser un títere.
—Ya lo eres en sus manos. Y no vas a serlo con nosotros. Hatshepsut y yo llevamos toda una vida aprendiendo. Tú rechazaste esa educación.
—Mi madre…
—Tu madre rechazó tu educación. Ella jamás la tuvo y no sabe qué podía aportarte, aunque es necio negarte algo mejor de lo que ella tuvo, así como la capacidad de disfrutar del conocimiento de la historia de los otros faraones antes que tú. Pero puedes aprender de nosotros y de Hapuseneb. Participarás en las decisiones. Discutiremos con gusto cualquier tema… pero debes confiar en el modo en que hemos gobernado las dos tierras. Con el tiempo aprenderás. Mira cómo va el país con mi mandato. ¿Acaso tienes queja o piensas que podría llevarse mejor?
—No, pero…
—Te protegeremos de Ineni. Le revelaremos como jefe de obras y sus otras funciones. Pero debes comprometerte. —Sen-en Mut se acercó tanto a su cara que sus narices casi podían tocarse, y susurró lentamente—: Porque si Ineni vuelve a intentar algo usando la violencia, no volveremos a darte el beneficio de la duda. Hasta ahora te hemos puesto el palo con la zanahoria, pero recuerda que tenemos el látigo también: controlamos el ejército, el funcionariado y el palacio. Tú solo tienes a favor la nobleza y el comercio, y solo por su propio interés. Dime… ¿crees que les importa a ellos que seas faraón o lo sea yo mismo? ¡No! Te apoyan porque esperan algo a cambio. Querrán que empieces a pagar; y sin nuestra ayuda estarás solo. Ineni parece bueno, pero no le conoces cuando está enfadado. Así que… —Se recostó de nuevo en el sofá, apartándose de él y subiendo el tono de su voz—. Escoge a quién quieres a tu lado. Pero hazlo ahora, porque si le cuentas esto a Ineni, dará forma a toda una nueva estrategia política y nos incluirá a todos en ella.
El chico pensó con calma, cohibido. Se tomó su tiempo e intentó componer una pose de seriedad casi ridícula, pues estaba aterrorizado.
—Estoy con vosotros.
Hatshepsut fingió un suspiro de alivio.
—Bien. Es bueno saber que puedes caminar por tu propia casa sin temor a ataques.
Tutmosis sonrió levemente, saludó con la cabeza y salió.
—Hapuseneb —llamó la reina una vez estuvieron solos.
El sacerdote abandonó su escondite. Su rostro estaba enrojecido de aguantar la risa.
—¡Y pensar que el pobre venía a poseerte! Vaya chasco se ha llevado.
Todos rieron, aunque Hatshepsut le miró ocultando la poca gracia que tenía el chiste viniendo de él, que traicionaría a su hermano en cualquier momento si ella le diese la menor facilidad. Le miró sin mostrar su rencor.
—¿Qué opinas?
—Se irá derechito a Ineni, pero ahora no lo tendrá tan claro. Ya no confiará ciegamente en él. Seguiremos el plan. Su propia guardia le mantendrá preso en Palacio y a nosotros informados. Mientras tanto, controlaremos en la medida de lo posible a Ineni y la nobleza, e hilaremos nuestra tela de araña para que Tutmosis siga sin tener ningún control ni pueda tomar ninguna decisión sin nuestra aprobación.
—¿Sigues con tu purga?
—A todos los niveles. Los que alzan su voz en contra tuya son discretamente apartados del tejido social, y favorecemos a nuestros partidarios. Vigilamos la corte y el funcionario de rango, y ya tenemos una amplia red de informadores en los países vecinos, protectorados e incluso entre algunos países enemigos.
—Entonces, es momento de encargarte una nueva misión.
—Te escucho.
Ella suspiró, preparándose para una nueva tormenta.
—Quiero que prepares un viaje. Un viaje impensable hasta ahora. Iremos al país del Punt.
Hapuseneb cerró los ojos de pura sorpresa. La trató como un padre que malcría a su hijo.
—Eso es imposible. Necesitaríamos mucho tiempo y recursos.
Ella puso los ojos en blanco. Sen-en Mut, que conocía su obsesión, sonrió al ver su reacción. Se preguntó qué hubiera hecho si Hapuseneb no fuese un amigo de tal calibre.
—¡No te he preguntado! —gritó sin disimulo—. Lo haremos. —Se dio cuenta, por el sobresalto del sumo sacerdote, que había levantado la voz a su amigo y cambió el tono a un susurro—. Lo he visto. La diosa Hat-Hor me lo ha mostrado. —Dejó que el asustado sacerdote digiriese la noticia—. Tendrás los recursos que necesites. Afianzaremos la riqueza, crearemos relaciones comerciales y aumentaremos los impuestos a nuestros protectorados. Además, el incienso y las riquezas que traigamos compensarán cualquier inversión.
—Pero… Eso requerirá mucho tiempo.
—Lo tienes. De momento, no es más que una evaluación de la viabilidad, pero no dejes de hacerlo pensando que estoy loca, pues de ningún modo renunciaré a esa meta. No viajaremos hasta que yo sea faraón de pleno derecho. No quiero regalarle la gloria a ningún niño calenturiento que no puede disimular su ardor.
De nuevo rieron todos, excepto ella.