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NEFERU-RA

Fue la época más feliz que vivió en su joven vida.

Su jornada era dichosa del alba al ocaso y, por las noches, el fuego de su pasión alejaba los malos espíritus.

Se levantaba antes de la salida del sol para llevar a cabo las ceremonias en honor a Amón-Ra, cuyo culto se extendía con rapidez por todo el país, junto a su padre, Sen-en Mut y Hapuseneb.

Comía con su amante y se separaban a continuación, pues él tenía su propio trabajo. Por mucho que el jefe de obras del Rey fuera aún Ineni, las que ordenaba Hatshepsut las llevaba él de facto, y era muy celoso del cumplimiento de sus órdenes. A veces, incluso presidía los consejos junto a ella y al rey.

Tutmosis quedó impresionado por la energía y el carácter de su hija en la toma de decisiones, y decidió aprender de ella, en vez de afrontar todo el trabajo él solo.

No en vano, para él fue un verdadero alivio verse relajado de las tensiones del salón de actos. Odiaba ver discutir a los cortesanos como si fueran concubinas, y la firmeza de su hija le hizo ver que malgastaba su tiempo en decisiones banales.

De este modo se limitaban a controlar las decisiones de los otros o revocarlas si no eran justas, ahorrando mucho tiempo y energía.

Así, a mediodía estaban libres de obligaciones.

Era visitada por el médico real sin falta, y la tarde la dedicaban a pasear por palacio, relajarse en una falúa mecidos por el Nilo, o discutir sobre alguno de los proyectos arquitectónicos de Sen-en Mut.

Le encantaba pasear por el Nilo en una de aquellas pequeñas embarcaciones de aspecto frágil. La estampa del río sagrado, surcado de aquellas bellísimas barcas de velas altas y puntiagudas que parecían querer escapar del agua y surcar el cielo, con el marco del atardecer y los brillos rojizos del sol en el agua, era el espectáculo más relajante que conocía, amén de sentir el frescor de la brisa contra su piel húmeda los días de calor intenso. El mismo Sen-en Mut gustaba de gobernar la barca, ajenos a las miradas de los que les guardaban en ambas orillas.

El tiempo parecía detenerse, haciéndoles disfrutar de la sensación de ser eternos.

Recordaba el himno al Nilo, que aprendieron cuando eran niños bien pequeños:

Nilo que sale de la tierra y viene a nutrir a Egipto.

Riega los prados porque Ra lo creó para alimentar a toda clase de ganado; humedece los lugares desiertos, apartados del agua; es un rocío que cae del cielo.

Amado por Geb, el que cuida las mieses, hace florecer cada producto de Ptah; señor de los peces, hace volar a los pajarillos acuáticos contra la corriente.

Produce la cebada y el trigo para que los templos puedan celebrar festejos. Si la inundación es escasa, se cierran las narices y todos se empobrecen; las vituallas de los dioses menguan y millones de hombres son condenados a morir…

Él es quien hace crecer los árboles según el deseo de cada cual, de tal modo que los hombres sufran su falta; gracias a él se fabrican las naves, porque las piedras no sirven al carpintero.

Por ti, Nilo, jóvenes y muchachas gritan de alegría, los hombres te saludan como rey. Sin mudar tu ley, avanzas en presencia del Alto y del Bajo Egipto. Bebiendo tu agua el dolorido se vuelve contento, todo corazón se llena de gozo. El dios cocodrilo ríe y la divina Enéada se glorifica por ti…

Ella tenía cuanto podía desear: el amor y el respeto de su padre, quien, por fin, parecía haber asumido su posición. Su compañía, que hasta el momento del atentado no se había prodigado mucho, se multiplicó. Hatshepsut suponía que se sentía culpable. Además, el declive físico del faraón era más evidente día a día, y parecía querer aprovechar cada momento que pudiera compartir. Esto le parecía a su hija una bendición de los dioses, pues no deseaba otra cosa de él después de tanto tiempo alejado por las guerras.

Quizás había al fin aceptado su declive con dignidad, encontrando placer en la compañía de los suyos y repulsión ante una guerra que no podía comandar, por mucho que su hija tenía la espina clavada del rencor en el corazón de su madre. Hubiera dado cualquier cosa por reconciliarles en el amor para que también comenzara a disfrutar de él, como ella lo hacía con su marido.

Disfrutaba la compañía de su amor, el hombre de su vida sin ninguna duda, con el que estaba en una total sintonía: política, de futuro, amorosa y sexual. No había nada que les enfrentase. Ni la decisión más trivial. Sus mentes se adaptaban tan bien de día como sus cuerpos durante la noche. La colmaba de atenciones tan obsesivamente que ella lo mandaba a trabajar entre risas para poder librarse un rato de sus cuidados.

Resultaba un espectáculo verle sumido en su concentración, más propia de un dios que de un hombre, hasta que encontraba la solución a su necesidad. No había problema al que no encontrase arreglo. Podía pasar noches enteras dándole vueltas a un problema técnico que le apartaba de la conclusión de un templo, y en medio de una comida familiar, o incluso de un encuentro sexual, encontrar la clave y reír como el niño que no dejaba de ser.

Disfrutaba de la amistad de Hapuseneb, aunque a veces reconocía su mirada febril y veía el deseo en ella, y tal vez un deje de ansiedad. Pero no había envidia insana. La amistad y la veneración que sentía por su amigo eran superiores a ese sentimiento oculto. Sen-en Mut no sabía nada, y ella tampoco deseaba traicionar una amistad muy profunda y una competencia infalible.

Había sido él quien ordenó doblar la guardia aquella terrible noche, y esa decisión les salvó la vida, pues, aunque los asaltantes eran más numerosos, los defensores luchaban por alguien en quien realmente creían, no solo como reyes, sobrinos de Horus y capacitados como las mentes más claras del país, sino como personas queridas que les habían dado un trato de amigo, más que de sirviente. Eso les dio coraje para resistir mientras daban la voz de alarma.

Fue Hapuseneb quien, alertado por un lacayo, corrió junto con los guardias sin haber tenido entrenamiento militar. Si hubiera entrado en combate, presto como acudió, hubiera caído como un pájaro en las garras de un halcón.

El mismo jefe de guardia, Nehesy, que se batió como el león nubio que era, resultó herido y sus hombres alabaron sin cesar su bravura en combate.

Ineni se presentó el día siguiente con mil coartadas, tantas como invitados en su propio banquete, y muchas más excusas. Interpretó al fiel siervo indignado de que su nombre estuviera envuelto en sospechas, cuando aseguraba que hubiera dado su insignificante alma por la de aquellos que murieron.

Y todos murieron, porque no pudieron arrancarles una palabra, ni siquiera por medio de las torturas más crueles.

No les extrañó, pues Ineni, como la voz de Amón, tenía los atributos necesarios para amenazarles con algo peor que la muerte.

No pudieron acusarle, aunque todos sabía que mentía.

—Paciencia —decía Sen—. El tiempo pone a cada uno en su lugar. Tal vez el mismo curso del tiempo haga su labor y nos libre de él. Un viejo refrán dice que si esperas lo suficiente verás pasar el cadáver de tu enemigo flotando por el río.

Pero ese episodio pasó como una tormenta de arena.

La reina se dedicó a gozar de todo lo bueno que tenía en su padre y su marido…

Y luego tenía a su futuro hijo. Su hija, si hacía caso de las comadronas y adivinadoras.

La notaba crecer en su interior y sentía que, de algún modo, ella recibía no solo el sustento vital que necesitaba, sino el amor que su madre le enviaba. Le dedicaba largas conversaciones en las que le contaba quién era su padre, su abuelo, sus magnificas abuelas, lo que sería algún día… mientras acariciaba su abultado vientre con la seguridad de que ella podía entenderla, esperando el menor gesto, un leve movimiento, una ligera patada, con la que pensar que, en efecto, su hija le había enviado una señal.

Tanto le daba si era niño o niña. No deseaba prestarse a uno de los métodos de predicción de las parteras y curanderas para conocer el sexo de su hijo. El único que le merecía cierta confianza fue aquel que le recomendó su médico. Debía orinar varios días sobre un montón de trigo y de cebada contenidos cada uno en un saco. Si germinaba el trigo sería un niño, si germinaba la cebada sería niña. Los médicos pensaban que a través de la orina la mujer liberaba un poco de los elementos que en su interior estaban generando vida. Y dio como resultado una niña, aunque no era un método infalible. A las ancianas les encantaba poner a prueba sus métodos y apostar quién llevaba razón.

Comprendió que era la maternidad lo que la estaba haciendo madurar, y no su precoz carácter, ni su situación política, ni la lucha por el poder, ni siquiera el amor por Sen.

Era esa responsabilidad muda que oprime, que agobia, y que, a la vez, enternece. Esa sensación de que, por ese niño al que iba dar la vida, estaría dispuesta a cualquier cosa para evitar que algo le ocurriese.

No había nada más importante en el mundo que aquella semilla del corazón[11] de él que germinaba dentro de ella.

Para evitar el aborto, cada día rezaban a Hat-Hor y a Bes y se aplicaba en el vientre una mezcla de cebollas y vino, hojas y frutas de diferentes hierbas, junto con aceites y miel.

Cada cambio de su cuerpo le hacía sentir más madura, más madre y más bella. Y Sen-en Mut lo apreciaba así. El dicho que rezaba que las embarazadas son más hermosas porque es Bes, el dios enano feo como un demonio, el que pierde de su hermosura para dársela a ellas, era cierto, pero Sen-en Mut parecía apreciar el amor sereno y callado entre madre e hija y se sumó al mismo con total naturalidad.

Hatshepsut se maravillaba que una persona que ha crecido entre soldados y batallas pudiera ser tan sensible y conocer tan íntimamente la naturaleza femenina.

Pasó a amarla de manera distinta. Más tierno, más lento, más emocionado cada vez, como si tuviera miedo de lastimar la pequeña criatura que crecía en su interior.

Hasta que un día, el médico prohibió los encuentros sexuales por mucho que ella los anhelara, sensible y excitable a cualquier leve contacto de él, que no renunciaba a provocarle placer sin llegar a la penetración. Las caricias se hicieron más suaves, pero el amor más fuerte.

Y así llegó el día en que la criatura quiso salir a la luz, como algún día lejano volvería a ella.

Hapuseneb estudió las estrellas y concluyó que era un día propicio.

Recibió los tratamientos rituales y rezó a Hat-Hor, así como a un sinfín de estatuillas de dioses, predominando el enano barbudo Bes, que protegían a la estancia y a la madre de influencias exteriores.

Hapuseneb pintó en su cuerpo desnudo fórmulas rituales. Todo era poco, pues muchas mujeres morían en el parto. Sen-en Mut estaba aterrorizado y se esforzaba en aparentar una calma que no sentía.

Hatshepsut solo permitió la presencia de sus sirvientas de más confianza, además de la comadrona y el médico real, Hapuseneb y Sen-en Mut, aunque recelaba de la validez de éstos últimos.

El primero, porque le hacía sentir incómoda en la actitud más intima de una mujer y tenía miedo de descubrir lujuria en sus ojos, aunque la ayuda de Amón era demasiado importante como para desdeñarla, y hubo de reconocer que, las breves ocasiones en que sus miradas se cruzaron, lo que su rostro reflejaba no fue sino la concentración más extrema.

El segundo, por su propia seguridad, ya que parecía al borde del colapso nervioso.

Lavaron el vientre de Hatshepsut con una mezcla de natrón diluido en agua purificada para que no resultara demasiado agresivo. Le dieron de beber una mezcla asquerosamente viscosa de leche, miel, tela de araña, y otras cosas que no quiso saber, invadida por las nauseas.

A Sen-en Mut le dieron una infusión de beleño, cáñamo y opio para que se tranquilizase y Hapuseneb tomó la infusión que le ponía en contacto con Amón: una mezcla de mandrágora, nenúfar y otras drogas, como veneno de serpiente y opio.

La acomodaron, ya entre horribles dolores, en la silla en la que daría a luz, un artilugio en el que generaciones de reinas habían parido ya antes. Situó los pies en sendas pequeñas plataformas y se puso en cuclillas, sujeta la espalda por un breve respaldo. El sudor llenó su cuerpo e hizo que las pinturas se echasen a perder.

El calor era asfixiante.

La letanía de las frases de Hapuseneb la ponía muy nerviosa, pero la comadrona le iba diciendo cómo respirar mientras presionaba su abdomen en el punto justo para que su hija saliera en la postura correcta.

Se procedió a la quema de diferentes elementos, como excrementos y aceites de trementina, que según la creencia obligarían a la matriz a volver a su lugar en caso de prolapso. Hatshepsut debía estar parada o sentada sobre el humo que despedía la fórmula, que la ahogaba literalmente y aumentaba su sensación de calor extremo e incomodidad. También le fueron administradas otras recetas a base de hierbas y cerveza, aunque las nauseas le hacían rechazar o vomitar cualquier preparado.

El dolor era casi insoportable. Se esforzaba en empujar entre jadeos que apenas le daban el aire que necesitaba.

Cada esfuerzo parecía el último.

No oyó al médico dar instrucciones a la comadrona, ni le vio intentando cortar la hemorragia, solo sintió el terrible desgarro en el esfuerzo que la dejó apenas sin vida.

Las manos de la comadrona dejaron de empujar y un gran alivio relevó al dolor, aunque, cuando abrió los ojos, solo vio cuerpos inclinados bajo sus piernas y un vaivén de manos en un mareo tal que casi se cayó de la silla.

Aunque se rebeló una y mil veces contra la negrura que luchaba por apoderarse de ella, acabó sucumbiendo.

Despertó en su cama, entre fuertes dolores. Aún estaba un poco mareada, pero se encontraba mejor. Se miró. La habían vendado.

Sen-en Mut estaba a su lado, con la cara tan blanca como debía estar la suya.

Un ataque de pánico la invadió.

—¿Mi hijo? —gritó sin control.

—Está bien. Es una niña sana y grande. La que me preocupaba eras tú. Han contenido la hemorragia con emplastos de hierbas coagulantes, pero he tenido mucho miedo. Si te llega a pasar algo… —Su voz se quebró. Otra la sustituyó:

—De hecho, tuvimos que reducirle con ayuda de soldados. Estaba fuera de sí. —Era Hapuseneb el que hablaba. Traía un cuenco—. Bebe. Es leche, miel, ajo, cebolla, higo y corteza de sauce. Te fortalecerá y ayudará a que recuperes la sangre que has perdido. —Vio la expresión de asco—. Te prometo que sabe bien. Lo he probado.

Tuvo que reconocer que así era. Se sintió mejor.

—Durante unos días lo tomarás para calmar los dolores y fortalecerte. Luego, cuando puedas caminar, aplicaremos aceite de castor y ricino para evitar el estreñimiento y renacuajos para drenar las sustancias nocivas y el volumen que te sobra, así volverás a ser tan bella como siempre. Y entonces evitaremos las estrías con un suave aceite obtenido del fruto del árbol de rábanos picantes.

—Me he perdido el ritual del corte del cordón umbilical.

—No te preocupes. Todo ha salido bien. Amón te ha bendecido.

—Pues traedme a mi hija. ¿Qué estáis esperando? —dijo con verdadera agresividad.

Una nodriza se acercó con un bulto de tela de algodón y lo puso en el regazo de la reina con mucho cuidado.

Hatshepsut sintió ansiedad y un poco de miedo, pero apenas duró el instante que le llevó descubrir el rostro de su hija.

Las lágrimas y una amplia sonrisa aparecieron espontáneamente, sin saber por qué. Supo que todo valía la pena. Cualquier desgracia futura era poca cosa comparada con la ilusión del futuro en aquella carita hinchada de ojos cerrados que parecía querer comerse los puños.

Se descubrió el pecho y acercó aquella belleza al aura oscura de su pezón hinchado.

Tras unos titubeos, la pequeña comenzó a mamar. La reina sintió un poco de daño con la succión, pero la ternura que despertaba aquella vida tan joven e indefensa le hizo consciente de que el amor que sentía por ella no tenía parangón.

Sen-en Mut pareció leerle el pensamiento, pues reclamó su parte de atención, besando a la madre y la hija visiblemente emocionado.

—La llamaremos Neferu-Ra, pues es tan hermosa como el amanecer que me enseñaste.

—Tal vez Ra dio su bendición entonces.

Cambió a la pequeña Neferu de lado por indicación de la nodriza experta.

Al poco, unos sirvientes anunciaron la entrada del faraón y el príncipe.

Sen-en Mut frunció el ceño, pero no podían negarle la visita si venía con su padre.

El faraón sonrió como un niño y corrió hacia su hija, mirando fijamente al bebé.

—Es una niña.

Hatshepsut casi pudo leer la alegría en el rostro de su padre. Eso la previno. Siempre había jurado que anhelaba un nieto, un heredero sólido… A no ser que continuase creyendo que ese hijo iba a ser el joven que le acompañaba y que apenas se atrevía a manifestarse.

—No importa. —Dijo con descaro—. Habrá más. —Besó a su hija—. Me alegro tanto… —Pero su hija le conocía bien—. Tenía miedo.

«Por tu proyecto —pensó Hatshepsut—. Maldito maquinador egoísta».

Notó que sus sentimientos estaban a punto de desbordarle. No podía creer que su padre antepusiese sus manejos a la visión extasiante de una nueva vida.

—¡Por todos los dioses! ¡Es tu nieta!

Pero el faraón sonrió.

No dijo nada. Pensó que aquel estallido se debía a la maternidad y los desajustes, tanto físicos como emocionales, desatados con el parto, pero no pudo evitar una profunda desazón.

Miró al joven Tutmosis. La observaba con un brillo de lujuria en los ojos. También Hapuseneb lo contemplaba. Comprendió la diferencia entre ambos y valoró la amistad del sumo sacerdote, mientras retiraba a la niña de su pecho y se la entregaba a la nodriza, cubriéndose para apartar su desnudez de ellos. No quería dar una imagen para las masturbaciones del príncipe.

Le miró con acritud.

Él bajó la cabeza.

«No tiene carácter para mantener un desafío. Ni siquiera puede sostener mi mirada —pensó—. Se siente coartado por mi seguridad. Me odia y a la vez me desea. Madre tenía razón».

Miró a su padre. No pudo contenerse más.

—¿Por qué le has traído?

La cara del faraón la puso en guardia. Parecía que iba a anunciar una mala noticia, como si le obligaran a leer algo.

—Yo también tengo una noticia que darte: voy a abdicar y le voy a hacer faraón. Me siento cansado, y tú ya llevas de facto el gobierno del país.

Hatshepsut perdió el poco color que le quedaba. Miró el lugar por el que la nodriza había desaparecido antes de permitirse estallar.

—¿Por qué me insultas de este modo? Precisamente hoy y ahora. ¿Es que no comprendes el insulto que me haces?

El faraón pareció sorprendido, pero su hija continuó hablando, con lágrimas de rabia.

—¡No seas hipócrita! No puedes creer que esa decisión me iba a gustar. Esto te descubre. Demuestra el poco cariño que me tienes, presentándote en mi cama, aún convaleciente de un parto del que casi no salgo con vida… ¡Y todo lo que te importa es manifestar tu predilección hacia tu hijo!

El faraón intentó defenderse, enrojecido por los gritos de su hija delante de sirvientes que, sin duda, parlotearían más tarde.

—¡Tengo que darle una oportunidad para que aprenda a reinar! —gritó fuera de sí mientras echaba a todos con un gesto de su mano.

—¿Y por qué no le has educado para ello? ¿Por qué a mí sí? Si querías que fuese un mayordomo para tu hijo, ¿por qué no me lo dijiste en vez de engañarme? ¿Qué tiene que hacer Ineni para que comprendas que no te sirve a ti, sino a sí mismo?

De repente se sintió mareada. La negrura amenazaba con volver.

—¡Fuera de aquí! No quiero ver a nadie. Si has abdicado, puedo darte órdenes. No quiero volver a verte.

El rey, visiblemente ofendido, salió de la estancia a largas zancadas. Hapuseneb hizo una seña a los criados y tomó al joven Tutmosis de los hombros, empujándole hacia fuera. Estaba tan cohibido que no se atrevía a celebrar su triunfo, ni siquiera con una mirada desafiante. Todos salieron.

Sen-en Mut se tumbó junto a ella en la cama, limpiando sus lágrimas. La miró con cariño, sin hablar, hasta que se calmó. Ella le acarició la cara.

—Perdona la alusión al mayordomo.

—No te preocupes. No me importa nada que no seáis tú y nuestra Neferu. No deberías enervarte tanto en tu estado.

—¡Cómo no me voy a poner nerviosa! Es mi padre —se quejó.

—No. Es el padre de su hijo. Para él, tú eres una mercancía muy valiosa, pero no una hija.

Hatshepsut, herida, le gritó:

—¿Cómo puedes saber tú eso?

Sen-en Mut la besó antes de responder.

—Porque miro a mi hija y sé que jamás le haría una cosa así.

Ella se tranquilizó y le devolvió el beso con cariño.

Él no esperó que se disculpara.

No hacía falta.

—Tranquila. Le controlaremos. Es débil. Tú eres el verdadero faraón.

Las puertas se abrieron de nuevo. Hapuseneb entró jadeante.

—Ya sé qué es lo que ha dado valor al faraón para tomar esa decisión. El príncipe Tutmosis va a tener un hijo. El rey le escogió una concubina, de nombre Isis, y no ha tardado mucho en preñarla.

—Será la única instrucción en la que haya puesto interés —bromeó Hatshepsut con tristeza.

Los hombres sonrieron, aunque era una noticia vergonzosa.

—Tanto hablar de tu sangre… —Sen-en Mut se mordió el labio inferior para no continuar.

Un silencio opresivo pareció dominar la sala hasta que Hapuseneb sonrió.

—Tal vez el niño sea de Ineni.

Todos rieron.

Una vez rota la tensión, el sacerdote continuó:

—No os dejéis vencer. No es una mala noticia. Tal vez lo único que quiere garantizar el faraón es que no matemos a su hijo.

—¡Pero se lo había prometido!

—El ladrón cree que todos son de su misma condición —dijo Sen-en Mut—. Él sabe que ha hecho mal y por eso necesita garantizar su vida. Pero no os preocupéis, que no son rivales. El viejo faraón ya no tiene fuerzas, y el nuevo te necesitará para gobernar el país. Le mantendremos encerrado en Palacio mientras Hapuseneb y yo te hacemos inmortal.