21
LA CORONACIÓN

Se dirigieron a la cámara real tras pedir audiencia. A Hatshepsut siempre le causaba una sensación rara la visita a la cámara de su padre; un compendio de su pasado, una estancia atípica para un faraón.

Recordaba que de niña gustaba mucho de explorar su zona privada, como si fuera un territorio exótico y prohibido, donde podía jugar a salir del palacio a través de aquellos extraños objetos, armas y pinturas.

Con el paso del tiempo, aunque no dejaba de sentirse atraída por aquellas cosas, se sentía extraña, pues veía a su padre envejecer, como si ya nada lo uniera a aquellos objetos, que en lugar de ser un atributo de su fuerza pasaran a ser una fuente de recuerdos, de tiempos que para él fueron mejores y a los que ella no pertenecía.

Tal vez nunca quiso ser faraón. Quizás su papel era el de un gran guerrero a las órdenes de su superior, cuyo papel ejerció su esposa, la verdadera gobernante del país, Ah-Més Ta Sherit. Por eso, cuando pasó a controlar las Dos Tierras, el rey guerrero dejó de ser dichoso. ¡Cómo no, si renunció a lo que le hacía feliz y retiró a su esposa de aquello para lo que había nacido! Y todo por los convencionalismos, porque no podía gobernar una mujer.

Se preguntó cuál fue la causa de que no llegaran a un acuerdo. Para ambos hubiera resultado muy cómodo dejar que mandara ella y él limitarse a portar una corona sobre su cabeza. Era algo que nunca le preguntaría, era demasiado íntimo.

Además, intuía la causa. Su gusto por las concubinas y mujeres de todo tipo.

Su madre era mucho más rígida que el faraón en sus concepciones morales. Acaso fuera probable que le diera a escoger entre las mujeres y ella.

El apetito sexual del gran toro debió decidir la contienda. Eso y el orgullo masculino. No resultaba agradable para ningún hombre que su mujer le trazara el camino a seguir, sobre todo, siendo él faraón.

Por eso su madre abandonó el palacio. Si no podía gobernar, tampoco aguantaría la vergüenza de la promiscuidad exagerada de su marido. Mantuvo la dignidad y la nobleza.

Tutmosis les recibió sentado en un butacón de pieles en el que se acomodaba en una postura casi tumbada, como si necesitara descanso.

La primera impresión fue de cansancio.

El viejo faraón ya no era el de antes. Sus movimientos ya no destilaban aquella energía amedrentadora. Ahora, por mucho que su majestuosidad permaneciera intacta, era un hombre mayor. Un anciano. Sus músculos eran un reflejo de su antigua fortaleza, cuya vanidad le hacía cubrirse con capas donde antes exhibía su poderío como el toro que decía ser. Ahora parecía uno de esos viejos sementales que ostentan su liderazgo temerosos y conscientes de que, en cualquier momento, un nuevo macho joven y más vigoroso reúna los arrestos suficientes para hacerle frente.

Les recibió con cariño. En unos pocos meses aprendió a respetar a Sen-en Mut como el gran hombre que él mismo había escogido de niño para que luchase en el Kap con sus propias fuerzas por una posición de mérito.

Tal vez comprendió que era el mejor marido que su hija podía haber escogido. Renunció a pensar que era el responsable de su unión y debía haber evitado su nombramiento como mayordomo de Hatshepsut. Él debía haberlo sabido.

Eso ya estaba lejos. Ahora lo que importaba era la felicidad de su hija y la continuación de su estirpe, por mucho que una savia nueva se incorporase al árbol.

Hatshepsut lo sabía, y vio el trato amable que dio a su marido, lo que le agradeció con un sincero abrazo.

Le dieron la buena nueva. Abrazó de nuevo a ambos con sincera alegría.

—Debemos pensar cómo lo planteamos con Tutmosis.

—Por lo que sabemos, no ha manifestado postura en contra, ni a favor.

—Le mandaré llamar.

—Pero no dejes que venga Ineni. Y llama a Hapuseneb. Él lo hará oficial.

El faraón asintió. Dio una palmada y un criado acudió presto. Le dio órdenes escuetas. Un rey no necesitaba alegrarse ni preocuparse por los efectos de sus mandatos.

Su hija continuaba aprendiendo de él cada segundo.

Hapuseneb se presentó raudo, pero Tutmosis no lo hizo.

—¡Maldito crío! —escupió el faraón.

—Está ganando tiempo para dar forma a una estrategia. Habrá llamado a Ineni y esperará a tener su consejo.

—Pues no le daremos más tiempo. Vamos.

Se dirigieron al ala de palacio en la que vivía el príncipe con su madre y su propia escolta, hombres de Ineni, sin duda. Los guardias de Amón custodiaban una línea imaginaria que separaba las dependencias del heredero del resto de palacio.

El faraón ignoró a unos y a otros, seguido por su hija, Sen-en Mut y el sacerdote Hapuseneb.

Llegaron a la cámara del muchacho, al que sorprendieron caminando nervioso, como si se sintiera preso en su propia habitación, entre guardias y sirvientes. Su madre le seguía, hablando entre susurros. Todos se interrumpieron ante la voz de trueno del faraón.

—¿Por qué no acudes a mi llamada? ¿Tan poco respeto me tienes?

No respondió, cohibido por la inusual dureza de su padre. Fue Mut-Nefer quien se levantó, erguida y estirada como un obelisco, mostrándose ofendida.

—El príncipe heredero esperaba la llegada de su consejero.

—¡A él no le he llamado a mi presencia, mujer! Y a ti tampoco. A su edad yo ya aprendía de los soldados. Ya que no le ayudas, al menos no le entorpezcas. Vete.

—¡Madre se queda! —gritó el niño, a punto de un berrinche. Todos los sirvientes salieron.

El rey puso los ojos en blanco. Había batallas que no podía ganar.

—Como quieras —se adelantó Hatshepsut—. Ya ha llegado el momento. Nos casaremos inmediatamente. Te daré un hijo que será nuestro, tu sucesor y heredero, a todos los efectos. Nadie fuera de nosotros sabrá que el niño no es tuyo. —El chico miró con odio a Sen-en Mut, que le aguantó la mirada sin odio—. Esas son mis condiciones. ¿El faraón las aprueba?

Su padre asintió.

—Las apruebo. Es un pacto que nos beneficia a todos y a ti te hace faraón. No un faraón impuesto o escogido para la ocasión, sino la sangre más pura desde los reyes de antaño.

Tutmosis se debatió entre las dudas.

—¿Y qué hay de la sangre de mi… heredero?

Hatshepsut se adelantó.

—Es tan pura como la tuya, porque es mi sangre, e incluso mucho más valiosa que la tuya. Pero ahora debes tomar una decisión. Tú, y no otro de tus consejeros, ni tu madre. ¿Qué decides?

El muchacho miró al faraón, pero no obtuvo ayuda. Hatshepsut reclamó su atención y continuó:

—Si intentas forzarme, o atentar contra mi hijo, Hapuseneb declarará roto el pacto y las condiciones que lo han hecho posible y te declarará indigno ante Amón y el pueblo. Habrás roto la Maat y serás forzado a abdicar a favor de un nuevo faraón, sobre el que no tendrás voto ni decisión. Pasarías a tener rango de príncipe y no vivirías en palacio. ¿Comprendes las consecuencias que te traería?

La concubina gritó con todas sus fuerzas.

—¡Él es el heredero! ¡El escogido de Horus! ¿Quién eres tú? Una niña malcriada a la que su padre no puede domar.

Hatshepsut miró a su padre, que se encogió de hombros antes de gritar.

—¡Calla, mujer!

El heredero estaba lívido de rabia, pero asintió con la cabeza.

—Entonces celebraremos la ceremonia en tres semanas.

Sen-en Mut se quedó en la cámara de Hatshepsut. No quería ver cómo su mujer era entregada a otro. No hubiera podido soportarlo por más que supiera que era un matrimonio ficticio, pues aunque hubiese sido pactado nadie había contado con él.

Resultó doblemente hiriente cuando, aquella misma mañana, ella le dijo:

—Estamos a tiempo de no hacerlo. Sería igual de feliz si fuéramos dos campesinos anónimos de una aldea del Delta. Tenemos lo suficiente para una nueva vida sin responsabilidades.

Pero Sen-en Mut la besó, contestándole:

—Se me enseñó en el Kap que cada uno de nosotros tenemos una función en la vida. La de los campesinos es dar de comer al país, pues no están obligados a dar nada más allá de la capacidad que Amón les ha otorgado, pero nosotros fuimos modelados con un barro especial. Tenemos capacidades que ellos no tienen y, por tanto, nuestra misión es más elevada. No. Debes ser faraón. No reina, ni esposa real, sino faraón. Y mi misión es hacer que eso se cumpla… Además, todo ha sido ya postulado por la voz de la diosa, así que, aunque nos rebeláramos, quedaría fuera de nuestro control. Los hechos nos perseguirían aunque escapásemos de ellos, y solo lograríamos el enfado de la diosa. No, mi amor. Serás reina y faraón. Y, entre tanto, seremos todo lo felices que podamos ser mientras estemos juntos.

Ella asintió nerviosa y le abrazó con más fuerza que de costumbre.

Más tarde, cuando los dos hermanos se presentaron al pueblo en el balcón real de palacio cogidos de la mano con los atributos ceremoniales, ella sintió que algo se rompía en su interior. Como si estuvieran engañando a algo superior, no al pueblo ni al chico cuya mano tomaba, sino a un dios poderoso, cuya presencia no identificaba pero sentía, opresiva, en el pecho.

Y fue la mirada directa e indisimulada de disgusto de su madre la que le alertó.

Supo que estaban haciendo lo incorrecto, y que aquel acto traería consecuencias funestas.

Sen-en Mut comprendió a su esposa. Supo qué había sentido al alba, cuando se agitaba en el lecho. Algo muy parecido a aquella sensación de desasosiego que de repente le dominaba a él. No se atrevió a confesárselo, pero en aquel instante entendió que, por encima del sentimiento de responsabilidad, de toda una vida de aprendizaje en el Kap, Hatshepsut no debía casarse.

¡Y se daba cuenta ahora, que era demasiado tarde!

Comprendió su sueño en el templo de la diosa. Una cosa es el destino, la gloria, el deber, la sangre… Y otra muy distinta la felicidad, el amor, el cariño, la paz interior.

Entendió que durante un tiempo podría compaginar ambas facetas, pero que tarde o temprano su elección le pasaría factura.

Lloró lágrimas de pena y de rabia.

Pena porque un día saborearía la hiel donde ahora solo había miel, pero también rabia, porque, a su manera, él también lo había sabido, y ninguno de los dos hizo nada para detenerlo. Así pues, jamás se reprocharían nada, pues la ambición era de los dos, y solo la ingenuidad de los jóvenes enamorados que se creen capaces de hacer frente a cualquier situación les había cegado.

No lo sabían, pero los dos lloraron al mismo tiempo.

Ella, frente al balcón de palacio en el que se anunciaban los heraldos y, en raras ocasiones, los reyes se mostraban a sus súbditos.

El faraón tomó las manos de sus hijos y las unió, mostrándolas al pueblo. Ella no podía sonreír.

No había más que decir. Todos conocían su significado.

El pueblo interpretó aquellas lágrimas como emoción de la alegría por la voluntad expresa de Amón.

Ella lo alimentó, pues al instante, sonrió. Había decidido que, puesto que ambos habían actuado de igual modo, correrían la suerte que los dioses les deparasen con entereza y alegría, saboreando cada instante de la compañía del hombre perfecto que le había sido concedido.

Apenas escuchó los vítores del pueblo hasta que no salió de su trance. Sabía que festejaban más por los días de fiesta decretados por el faraón, y la dicha de la tranquilidad que da un heredero que desposa una princesa real de sangre pura, que por su propia felicidad, pues nadie la conocía. Los muros de Palacio eran herméticos para cualquier que no fuera invitado a una celebración o ceremonia. Nadie llegaría nunca a sospechar que el futuro faraón sería hijo de un soldado.

Se excusó del fastuoso banquete en su honor alegando que estaba fatigada, lo que se interpretaría positivamente de acuerdo al protocolo, por mucho que todos sabían la causa, y se dirigió a su cámara. Sen-en Mut le esperaba, tan triste como ella misma.

—¿Qué hemos hecho? —dijo ella, sentándose, abatida, sobre una silla. Ni siquiera se quitó las incómodas joyas.

—Lo que debemos —dijo él.

Pero su cara no reflejaba esa convicción. Ella vio reflejado su propio desasosiego y leyó en él como en un libro abierto.

Se abrazaron para contener sus propios miedos.

La separó lo justo para mirarla.

—La felicidad está donde estés tú. Serás faraón, y seremos felices. Por encima de todo y de todos. Lucharemos por ello, no por nuestra gloria.

Ella asintió sin hablar.

—Entonces celebremos nuestra noche de boda.

La besó con ternura.

Fue entonces cuando escucharon el primer golpe fuera de la cámara.

Ella no le dio importancia.

—Un criado habrá dejado caer algo.

Pero él respondió instintivamente. Se tensó como la cuerda de un arco. La apartó de la puerta.

—¿Qué ocurre?

Ella fue consciente de su temor, reflejado en la tensión de su rostro.

Él le hizo un gesto imperativo de silencio.

Más golpes, esta vez agudos. Armas que chocan. Sen-en Mut saltó como un gato. Se dedicó a empujar cuantos muebles voluminosos había contra las puertas. Hizo un tremendo esfuerzo para mover la enorme cama de madera. Su mujer le ayudó en lo que pudo. Los ruidos continuaron. Sen-en Mut buscaba por toda la habitación objetos que le sirviesen de arma improvisada.

Resultaba imposible saber hacia qué lado se inclinaba la lucha, pues ni sabían quién peleaba ni por qué. Gritos ahogados de hombres que combatían a muerte por ellos. Jadeos de esfuerzos al límite. Chasquidos de armas que les hacían estremecer.

La puerta fue golpeada con estrépito. Hatshepsut recordó cuánto se había opuesto a que instalaran aquella puerta de madera de cedro del Líbano, tan pesada como claustrofóbica. Alegó que jamás había necesitado intimidad en su propia cámara, pues sus sirvientes custodiaban su puerta, pero acabó cediendo por dejar de escuchar reproches. Bendijo aquel día.

Los golpes aumentaron, pero la cerradura y los muebles que la sustentaban resistieron los embates. El mismo Sen-en Mut empujaba, con gesto fiero y las venas del cuello y frente hinchadas como anguilas.

Cuando pensaba que no aguantaría mucho más, dejaron de sentirse los atronadores golpes en la puerta y se escuchó de nuevo el fragor de una batalla distinta.

—Esto dura demasiado —dijo él.

Esperaron unos instantes, tan asustados que ella pensó que un solo golpe más haría que se volviese loca. Y se hizo el silencio. Respiraciones ahogadas. Algún jadeo. Gritos de fondo.

La puerta tembló. Alguien llamaba. Los dos saltaron del susto. Estaban intentando abrir las puertas de nuevo.

Sen-en Mut esgrimía ya varias vasijas, lo único que había encontrado para defenderse, delante de ella, a quien protegía con su cuerpo, sin hablar. Se apartó de la puerta, listo para hacer frente al enemigo, comprendiendo que no podría retenerles más.

—Abrid. Todo ha pasado ya. —Escucharon una conocida voz jadeante.

Era Nehesy.

Suspiraron de alivio.

Hatshepsut sollozó.

Sen-en Mut movió de nuevo los muebles. Curiosamente, parecía que pesasen menos.

La puerta se abrió, revelando un espectáculo sangriento: cuerpos abiertos en tajos que parecían irreales, espadas y flechas que atravesaban miembros, hombres que temblaban en sus últimos estertores, vómitos de sangre, salpicaduras, huellas encarnadas, sangre por doquier.

Sen-en Mut se volvió hacia Hatshepsut y le dio la vuelta. Arrancó una sábana de la cama y la cubrió con ella, impidiéndole la visión, para tomarla después en brazos.

Hapuseneb, recién llegado, asintió y corrió delante de Sen-en Mut, espada en mano, guiándole hacia una estancia vacía donde depositaron dulcemente a la reina, que dejó ver su cara sollozante.

—Lo he visto.

Hapuseneb se adelantó.

—Los que han quedado vivos hablarán. No tengas duda. Mientras tanto, ordenaré suspender el banquete.

—¡No! —dijo ella—. No sé si pretendían matarnos o asustarnos. En todo caso, es una provocación. Y vamos a responder. —Miró a Sen-en Mut—. ¿Tienes hambre?

Él la miró como si se hubiese vuelto loca, aunque, tras un momento, sonrió esperando una genialidad.

—No —dijo, encogiéndose de hombros.

Ella sonrió levemente.

—Pues vas a comer. Junto a mí.

Hapuseneb se echó las manos a la cabeza.

—¡No podéis hacer eso! Tu padre…

—Tú traerás a mi padre aquí. Luego veremos si se atreve a reprocharme nada. Llama a mis sirvientas. Deben ponerme presentable. Tengo la cara llena de Kohl corrido. Que traigan mi traje de fiesta más lujoso, una peluca y joyas, perfumes y antyu.

Cuando entraron en el salón donde se celebraba el banquete, el murmullo cesó. La música se apagó y las miradas lujuriosas que recorrían los cuerpos de las bailarinas se movieron, enfadadas al principio y sorprendidas después.

Todos los ojos se centraron en ellos y, tras algunos momentos, en el príncipe.

Era una afrenta abierta. Una guerra en toda regla.

Hatshepsut caminó orgullosa, llevando en su mano la de Sen-en Mut.

El silencio era opresivo.

Ella sonrió. Él se mantuvo altivo y orgulloso. Se sentía como un pavo real sin plumas, totalmente fuera de sitio, aunque mantuvo la dignidad y la fiereza en sus ojos. En esa sala estaba el que había ordenado su muerte.

Caminaron hasta la mesa real. Ella ocupó su sitio junto al joven Tutmosis. El asiento contiguo, reservado a Hapuseneb, fue cedido a Sen-en Mut, y el de más allá fue obligado a levantarse para que se sentara el sumo sacerdote. La gravedad de los rostros hizo que el noble ni se atreviera a replicar.

Hatshepsut se inclinó hacia su prometido, el jovencísimo Tutmosis, y le miró fijamente. La cara reflejaba la rabia del insulto que representaba su entrada, pero no parecía saber nada. El niño le susurró:

—Has roto el pacto.

—No. Lo ha roto el que mueve tus hilos, Ineni.

—¿Qué quieres decir?

—Haz que tus espías te informen.

Y volvió la cara hacia los manjares de la mesa, tomando un pastel de miel y frutos secos, y metiéndoselo en la boca, sonriente.

Al poco, llegó el faraón. Su rostro estaba tan pálido que su hija sintió miedo. La miró fijamente y asintió con la cabeza.

Vieron salir al niño y hacer una seña. Uno de sus enanos le habló al oído y la sorpresa se reveló en su rostro.

Hatshepsut sintió presión en su mano. Sen-en Mut se acercó a ella. Miró al pequeño Tutmosis y, sin dejar de observarle, dijo en voz lo suficientemente alta para que este le escuchase sin duda:

—Tu prometido acaba de salvar la vida. No sabe lo que Ineni planeó. Si hubiera hecho el menor gesto de reconocer la noticia, te juro por el Amón más oscuro que no hubiese pasado de esta noche.

Los dos pudieron ver el escalofrío que recorrió el cuerpo del heredero.