Desde luego, la vuelta a casa fue cualquier cosa menos rutinaria. Hapuseneb aseguraba que la purga había concluido, y, sin embargo, se hizo rodear de un pequeño ejército, pues diariamente entraban y salían de palacio una multitud de sirvientes no residentes. Aunque se estableció un férreo sistema de control, resultaba demasiado fácil esconderse en cualquier dependencia del laberíntico palacio hasta la noche. Además, Mut-Nefer y su hijo Tutmosis vivían también en palacio.
La reina Madre les ofreció su suntuosa residencia, pero su hija respondió con saña que no era momento de escapar. Si la concubina y su prometido querían vivir en Palacio, no sería ella la que huyese, y menos estrenando su reinado. ¡Que se atreviesen a atentar contra ellos!
La peor parte se la llevó Sen-en Mut, que era el más vulnerable y debía permanecer recluido la mayor parte del tiempo, o acompañado por multitud de guardias. Tras participar junto a la reina y Hapuseneb en la ceremonia matutina a Atón, o bien a Amón-Ra en su forma de primer rayo de la mañana, a las que raramente se unía el faraón, se encerraba en su estudio entre papiros y planos de proyectos arquitectónicos. Comía solo la mayor parte de los días, ya que Hatshepsut pasaba ese tiempo junto a su padre. Revisaba las cuentas de la casa de su dueña como mayordomo que era y, cerca del ocaso, se entrenaba con los soldados hasta que se le unía su amada, en el momento más feliz del día. Entonces huían a su cámara a recuperar el tiempo perdido.
Hatshepsut se vio devorada por el trabajo, y apenas podía escurrirse del salón del trono, muerta de cansancio, para reunirse con su amor. Se sentía fatal por dedicarle tan poco tiempo y tenerle preso en su propia casa, pero no solo no se quejaba, sino que su presencia al caer la tarde le resultaba tan balsámica que se olvidaba de que gobernaba un país. Sen-en Mut la recibía sonriente y emocionado, y ella sentía cada tarde que su corazón se derretía de amor al verle tan ansioso, como aquella vez que casi cayó al rio por saltar al barco demasiado pronto.
Y jamás vio una sola arruga, un amago, un gesto leve de reproche. Simplemente era feliz. Se conformaba con el ocaso y la noche hasta el alba. No tenía más ambición que amarla, aunque juntos analizaran, una vez exhaustos de amor, cada palabra, cada gesto relevante de lo acontecido aquel día en el salón de actos, sin dejar ningún detalle al azar.
Aquella mañana, un enano se presentó en su cámara, apenas despiertos, para soltarles sin más su escueto mensaje con tanto descaro como desgana.
—El faraón no se encuentra bien. Os pide que presidáis sola los consejos.
Se dio la vuelta y se fue.
Los amantes se quedaron mirando, entre irritados y divertidos por la insolencia. Tal vez fuera eso lo que valoraban en ellos. Pero Hatshepsut enseguida torció el gesto. Sen-en Mut leyó en su mente.
—No creo que se encuentre tan mal como para no decírtelo él mismo. Y si realmente fuera así, ya te habrías enterado. Los chismorreos corren casi más rápido que los hechos. Te está poniendo a prueba. Quiere ver cómo te desenvuelves sola.
—¿Y qué hago?
—Dale de su medicina. Si espera debilidad, va a tener una sorpresa. Ya verás como mañana está recuperado.
Hatshepsut rio a carcajadas. Sen-en Mut vio el brillo en sus ojos y rio con ella.
—¿Qué maldad se te ha ocurrido?
—Si te lo cuento, te estropearé la diversión. Te reirás más cuando te enteres por el cotilleo. —Sen-en Mut se frotó las manos, ansioso como un niño, sin dejar de reír—. Hoy va a ser un día entretenido. Tal vez te haga una visita.
—¡Ay!, no. Ni se te ocurra. La tentación de sentarte a mi lado en el trono sería demasiado fuerte. Prefiero verte a la tarde. Tal vez incluso antes, si consigo agilizarlo todo.
—Pues les daremos suspense. ¡Que esperen! —Y se abalanzó sobre su mujer, besándola entre risas.
Cuando traspasó la puerta del salón, seguida por sus guardias, las caras reflejaban circunstancia y enfado. Bajó la mirada para aparentar un respeto que no sentía, pero sobre todo, para no reír.
Pasadas las breves ceremonias protocolarias a Maat, el visir Ahmosis abrió la boca, pero un gesto cortante de su mano abierta lo hizo callar. Se levantó del trono.
—Mi padre, el faraón, se encuentra indispuesto, así que yo presidiré la corte, como reina que soy. —Miró a su alrededor—. Mi primera decisión es que los enanos sean vendidos en subasta a la nobleza. Quiero sirvientes humildes, no fanfarrones arrogantes que campen a sus anchas. Con su venta, financiaremos parte de la morada de eternidad de mi padre.
El murmullo fue instantáneo. El visir se abstuvo de intervenir, pues la conocía demasiado bien, pero uno de los cortesanos se levantó.
—Mi señora, no podéis hacer esto. Vuestro capricho probablemente ofenderá a vuestro padre, y a los nobles y damas de palacio a los que los enanos sirven. Debéis reconsiderar vuestra decisión.
El tono era el de un padre que regaña cariñosamente a una niña consentida. Hatshepsut sonrió y le contestó con el mismo tono, casi burlón.
—No voy a permitir la menor insubordinación. El tratamiento que me has dado es insultante. Soy tu reina. Tu «señora» es lo que quisieras que fuera. Te permites una confianza que no te he dado y me contradices delante de mis súbditos, reprochándome en vez de aconsejarme. ¡Guardias! Lleváoslo y azotadle. No quiero volver a verle. En atención a mi padre no confiscare tus bienes, así que puedes estar agradecido por la confianza que yo sí te doy. —No dejó de sonreír en ningún momento.
Los guardias no tardaron ni un respiro en llevarse al desdichado, tan asombrado que no acertaba a decir palabra.
La reina esperó a que salieran. Abandonó su sonrisa.
—En cuanto al resto, pensadlo muy bien antes de tratarme sin respeto. Recordad que soy vuestra reina, no una niña. —Miró a los escribas, funcionarios o jueces—. A mi padre le habéis hecho enfermar con vuestra incompetencia. Los asuntos que lleguen al faraón deben ser tan importantes como para que los mejores jueces, escribas, juristas y expertos del país se hayan quedado sin argumentos, así que la calidad de los temas que me presentéis hablarán de vuestra competencia y me harán plantearme si vuestra posición y retribución es acorde con vuestros actos. Servid bien al país y seréis recompensados. Actuad con debilidad, corrupción, omisión o falta y haré que otros más capaces ocupen vuestro lugar. Ni me temblará la mano ni me importará vuestro origen o situación social. —Miró sonriente al visir—. Así pues, veamos qué asuntos ha escogido mi padre Ra para ponerme a prueba.
El visir examinó sus tablillas con nerviosismo.
Aquel día solo le presentaron dos temas a decidir: una rebelión menor de una tribu en Nubia y unos presupuestos sobre asignaciones a los templos. Escuchó las opiniones de los cortesanos y acordó esperar, dando un toque de atención al visir de Nubia. Pidió a Hapuseneb que organizara un viaje para poder estudiar por sí misma el estado de los templos y adjudicar los fondos en cada caso, al tiempo que presentaba sus respetos a los dioses.
En media mañana había terminado, pues el visir se apresuró a esconder las tablillas que contenían las trivialidades que había escogido el faraón para ponerla a prueba.
Cuando llegó a su cámara, Sen-en Mut la estaba esperando con la comida dispuesta.
Ella rio de placer al ver que sabía la hora a que terminaría.
—¿Cómo lo sabías?
—Aún has tardado mucho para mi cálculo. Estaba a punto de comer.
—¿Te has divertido?
Sen-en Mut rio como un niño.
—¡Deberías haberlo visto! Ha venido el jefe de los enanos en persona a pedirme que intercediera por ellos.
—¿Y qué le has respondido?
—Que si me atrevía a proponerte tal cosa, los dos hubiéramos corrido la suerte del cortesano insolente.
Los ojos de Hatshepsut brillaron.
—No es mala idea. Tal vez deba azotarte a ti también.
Aquella tarde, unas jóvenes sirvientas escogidas del Kap por Hapuseneb recogieron la comida fría.
La reina sabía de medicina lo suficiente para contar las jornadas tras la fecha en que debería haber pasado el periodo impuro. Cada día que pasaba sin el sangrado, se encontraba más y más nerviosa. Sabía que era un punto de inflexión en su vida. Un cambio radical. Solo el recuerdo del sueño con la diosa y su augurio le daban fuerzas para afrontarlo.
—El cambio es a mejor —se decía.
Podía haber evitado el amargo final, pero eso no dependía de su maternidad. Ya era parte de su vida desde el momento en que se reconoció perdidamente enamorada de Sen-en Mut.
Sonrió. Él no lo sabía. Le había ocultado sus periodos, pues se avergonzaba de quedar limitada durante unos días al mes por su condición de mujer, aunque, gracias a Hat-Hor, su sangrado era leve y apenas doloroso. Ni siquiera mermaba su hambre del cuerpo de su hombre. Antes bien, le deseaba con más ahínco.
Sen-en Mut barruntó su inquietud y despertó, rodeándola con su cuerpo como era su costumbre. Ella se dejó hacer con mimo, buscando las formas de él con su espalda hasta adaptarse al contorno de su pecho, su vientre y su sexo, que buscó con la mano, guiándolo hasta su entrepierna.
No necesitaban más. Sus cuerpos siempre dispuestos, sus almas conectadas, a un ritmo lento, descubriendo sensaciones en cada movimiento mientras el calor iba dominando sus cuerpos y el sudor rompía sus poros, hasta el frenesí del anhelo del placer del otro y el estallido final tras el que permanecían literalmente pegados hasta quedarse dormidos o juguetear con las palabras en el oído, a veces hasta la excitación de un nuevo encuentro sexual.
Aquella vez, Hatshepsut se volvió para ver su cara mientras sonreía. Le pareció un buen momento.
—¿Sabes? Voy a saldar mi deuda contigo.
—¿Qué deuda?
Pero al momento comprendió en un jadeo. Sus brazos se tensaron de la sorpresa. Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras la cubría de besos. Ella se emocionó también. Siempre se sorprendía de la intensidad del amor que le era regalado. Hatshepsut lo amaba de un modo sereno, como desconfiada de que un día pudiera agotarse si se daba a él con demasiada pasión, tal vez producto del sueño. Pero él se dejaba llevar por sus sentimientos, fluyendo como una crecida divina que la llenaba de amor, y que, como el río sagrado, la fertilizaba.
La levantó del talle, dando vueltas hasta que le obligó a bajarla entre risas.
Pero, de repente, vio en él una sombra de tristeza.
—¿Qué sucede?
—Que he sido un estúpido. Me parece triste que me des este hijo por un compromiso. Debí habértelo dicho: no necesitaba ninguna prueba.
—El compromiso es el de amarte eternamente. Te hubiera dado este hijo de todos modos. Hubiera hecho cualquier cosa para que me amases.
—Pues te amo sin condiciones. Fue un error exigirte nada. Perdóname.
—Te perdono. Será un niño precioso, inteligente y fuerte.
Sen-en Mut volvió a sonreír como un niño.
—Me da igual. De hecho, yo prefiero que sea una niña. Una versión de ti en pequeño, de la que pueda disfrutar mientras tú estás ocupada.
—Pero prométeme una cosa.
—Lo que desees.
—Que no la criaremos como a un hombre. Es un error.
—Te lo prometo. Será una reina preciosa, inteligente y con un carácter de león como el tuyo. No habrá niña más querida.
Hatshepsut miró al que consideraba su marido con tristeza.
—Quieres que sea niña porque no tendrás que ceder su paternidad. Te duele que tu hijo no sea tuyo.
—No, no es eso. Recuerda que he sido criado entre niños. Quiero una pequeña belleza luminosa que me dé cariño. Pero si es un niño, por mucho que me duela perder mi nombre, le querré igual y le entrenaré como al soldado más valeroso.
—Te aseguro que nadie sino tú le educará, en cualquier caso. Tutmosis jamás le pondrá una mano encima. Te lo prometo. No lo soportaría.
—Ven aquí.