19
LA REINA

Los enanos parecían controlarlo todo con sus grandes ojos y sus cejas pobladas. Hatshepsut odiaba su descaro y sus exageradas muecas maliciosas. Si fuera por ella, no gozarían del prestigio social que tenían. No eran buenos sirvientes: ni discretos, ni humildes, ni pacientes. Y maldita la gracia que le hacían, a pesar de que todo el mundo los encontraba divertidos.

Evitó enfrentar sus miradas insolentemente directas para no enfadarse más, pero la irritación crecía. Si no podía mirar a la zorra de la madre del niño, ni a los enanos, ni a los anónimos escribas, ni a su padre… ¿dónde demonios miraba?

Todos esperaban nerviosos la entrada del pequeño Tutmosis y su corte, aunque su madre ya se había adelantado, sentándose en un puesto de honor que no le correspondía, demasiado cerca del rey para su gusto.

Hapuseneb era el único que parecía mantener cierta compostura. Ellos dos eran los más discretos, pues el nuevo sumo sacerdote vestía tan solo el faldellín tradicional de lino y ella una capa totalmente exenta de lujo.

El rey portaba sus atributos, hecho que a todas luces le incomodaba sobremanera. Hatshepsut sonrió. Seguía siendo un soldado. Si para ella no era agradable, no era justo que sí lo fuese para los demás.

Pero evitó mirar hacia la concubina, aquella zorra.

«Esa arpía se cree que va a cumplir el sueño de su vida. Y cree que me voy a someter, —pensó. La miró con malicia—. Sonríe ahora, que ya tendrás tiempo de llorar».

No pudo evitar pensar en su sueño. Estaba predestinada a vivir como una diosa, y tal vez morir como un perro. Pues bien, sería implacable con aquel que hiciera peligrar su felicidad. Sin titubeos.

Al fin hizo su entrada Tutmosis, vestido como si fuera él el que iba a ser coronado. Incluso su padre torció el gesto. Pero peor sorpresa fue ver quién le acompañaba justo detrás.

El inefable Ineni.

Hatshepsut se volvió hacia su padre con fuego en los ojos. Él se encogió de hombros lentamente para expresar que no había tenido nada que ver.

El niño, que no lo era tanto, sino un adolescente flaco y fibroso, escrutó las miradas. Pareció reaccionar al gesto de su prometida, aunque sin duda estaba interpretando el papel que le había escrito el sonriente Ineni, que se había despojado de la capa de humildad que siempre había portado en presencia del faraón.

El niño vio que todas las miradas se centraban en el sacerdote y no demoró más la presentación.

—El que fuera fiel servidor del dios y de mi padre me sirve ahora a mí como consejero. Tal vez las funciones del gobierno de la casa del dios y la de mi padre sean demasiado complejas para su edad, pero se ha prestado amablemente a servirme. Al lado de su anterior función, esto es… un juego de niños.

Concluyó con cierto embarazo. Hatshepsut sonrió. Hubo algunas risas de fondo. Había metido la pata. Era evidente que aquella última parte no era de su agrado.

Carraspeó con impaciencia.

—¿A qué hemos venido?

Hapuseneb se sobresaltó. Sin duda no estaba acostumbrado a participar de manera tan activa en la corte.

Sonrió a la reina, que se sintió más tranquila.

El sumo sacerdote humanizaba al dios, en contraste con el oscuro y agrio Ineni.

—Estamos aquí para expresar en voz alta, y ante el pueblo, la voluntad del faraón. Desea que se anuncie la próxima unión entre sus hijos, Tutmosis y la princesa Hatshepsut, y el dios Amón aprueba su voluntad.

Los enanos murmuraron de forma maleducada. Un ronroneo de aprobación se adueñó de la sala. Mut-Nefer sonreía con tal intensidad que a Hatshepsut le pareció un cocodrilo.

—La unión oficial se celebrara la próxima temporada de cosecha.

Ineni asintió, satisfecho.

—Y el faraón desea también haceros partícipes de su felicidad por haber nombrado a su hija Hatshepsut reina regente, junto a él, hasta que el príncipe Tutmosis, como heredero oficial, y dada su juventud, llegue a ser faraón y comparta el gobierno con la reina. Tal es también la voluntad de Amón, y así lo ha expresado a través de su oráculo. Yo doy fe de ello.

Se movió de su sitio llegando hasta la nueva reina, ante la que se postró en una larga y cuidada reverencia.

El murmullo estalló en un coro de sorpresa indisimulada. Hatshepsut maldijo la hipocresía. O no lo sabían, o no lo querían creer hasta que no saliera de los labios del rey, cuando todos debían saberlo de sobra.

—¿Qué significa esto? —el príncipe abandonó su máscara templada.

—Es mi voluntad y debes acatarla —dijo el faraón en un tono que no admitía ninguna duda.

Ahora fue Hatshepsut quien miro a Mut-Nefer.

«Ya no sonríes», pensó.

En efecto, apenas podía ver la línea de sus labios apretados y sus ojos entrecerrados por el odio.

El único que mantuvo su rostro impertérrito fue Ineni. Frío como una de las estatuas que mandaba construir. El rey abrió los brazos para disolver la reunión.

—Ahora, dejadnos. Debo hablar con mis hijos. Hapuseneb, quédate también.

Todos salieron, excepto Hapuseneb e Ineni. Hatshepsut aprovechó su oportunidad para estrenar su nueva condición.

—Sin duda, el viejo sacerdote ha perdido su oído.

—Es mi consejero. Tengo derecho. Si se queda él —señaló a Hapuseneb—, se queda el mío.

—¡Que se quede! —estalló Hatshepsut—. Me da igual. Si tu hijo le da el derecho a escuchar, que escuche. Así se ahorrará que luego le informen.

Se acercó a su prometido, encarándose con él.

—Te desposaré, pero no tendrás mi cuerpo. Y aceptarás mi criterio en el gobierno, seas o no faraón.

—¡Jamás! —gritó en un falsete infantil—. Reina como quieras, que pronto cambiaran las cosas.

—Haz lo que quieras. Patalea, llora y rabia. —Pensó en su madre. Tal vez debería haber hecho que se quedara para disfrutar de aquel momento—. Sin mí serías tan faraón como pueda serlo Hapuseneb, o el que mueve tus hilos. —Señaló a Ineni—. El faraón ha consentido, así que, si no aceptas las condiciones, escogeré el faraón que yo quiera. Ya puedes retirarte. Pero recuerda que espero tu respuesta: afirmativa con tu sumisión, o negativa con tu rebeldía estéril.

El joven Tutmosis salió hecho una furia. Ineni se retiró con paso lento y estudiadamente irritante.

Cuando al fin cruzó el umbral, Hatshepsut suspiró de alivio y se despojó de su coraza de frío temple mirando a su padre, que enarcó las cejas.

—No era exactamente lo que habíamos acordado, pero no puedo dejar de felicitarte por tu soltura.

—¡Oh! No te preocupes. Ya sé que Mut-Nefer te exigirá que intercedas y me obligues a… entrar en razón para que copule con tu hijo. Esa mujer te tiene hechizado. Pero te advierto que será en vano. Y te recuerdo mi advertencia: si algo le ocurre a Sen-en Mut, yo me quitaré la vida y tu hijo no será faraón.

Tutmosis hizo una mueca burlona.

—¡Pero podría ser Ineni quien atentase contra él!

—Me da igual. El resultado es el mismo. Así sabré que te esforzarás en protegerle. Y no creas que me vas a convencer. Si durante años no has sido capaz de controlarle, es bueno que empieces ahora.

—Ya sé que no te voy a convencer, y te agradecería que te ahorraras las ironías. Desgraciadamente, ya no eres una niña. Las mujeres bellas suelen tener una cara oculta: ambición y poco seso, como las feas son inteligentes y frías. Yo no he tenido la suerte de Sen-en Mut, pues tú eres bella e inteligente.

—Pero no soy fría. Me siento tan exhausta como si me hubieran dado una paliza.

—Pero lo pareces, hija mía, y con eso basta. Te he enseñado bien. Nadie es totalmente frío, pues sería temerario. El miedo es necesario, ya que te mantiene alerta. Ven aquí.

Ella obedeció y abrazó a su padre. El rey disfrutó del abrazo.

—Comprendes que quiera lo mejor para ambos, ¿verdad?

—Sin duda, pero no seas demasiado condescendiente con un hijo que no lo merece, solo por que sea varón. Tal vez debiste recurrir a la hekau y darme aspecto de hombre.

Hapuseneb no pudo contener la risa.

El rey le miró con acritud y se hizo el ofendido… pero sonreía.

Cuando el faraón se retiró, la nueva reina se sentó junto al sumo sacerdote de Amón.

—¿Qué conclusiones has sacado? —preguntó sin concesiones.

—Te has creado un enemigo poderoso. En realidad, dos.

—Debía marcar mi territorio. Deben saber hasta dónde soy capaz de llegar.

—Y lo has hecho muy bien. —Rio a carcajadas—. No pude evitar mirar a Mut-Nefer. ¡Ay, la cara que puso! Tendremos que estar muy alerta.

—¿Qué propones? —Hatshepsut no pudo evitar sonreír.

—Aún no he terminado con la purga. Es más complejo de lo que parece. En cuanto a los guardias, es más fácil, puesto que Sen-en Mut fue soldado y hay muchos hombres de su confianza. Hay uno en especial, Nehesy, un héroe de la guerra, que será vuestro jefe de guardia personal y os seguirá donde vayáis. En palacio relevaré a todos los soldados y los sustituiré por aquellos que conocemos. Les pondremos a prueba constantemente, pues Ineni es uno de los hombres más ricos del país y podría intentar sobornarles, o sacarles información; incluso con torturas.

—No puedo comprender por qué mi padre no le ha hecho arrestar.

—Porque le debe mucho, mi reina. No lo olvides, igual que si tu hermano llega a faraón tendrá muchas deudas que pagar.

—Y si la purga no está completa…

—Vuelve con Sen. Nehesy se encargará de que nadie os siga y de vuestra seguridad en Dendera.

—Después de cómo ha salido todo, si le pasara algo…

—Eso no va a ocurrir. Respondo de él con mi propia vida. Ambos hemos jurado protegernos.

—Y tú… ¿estás a salvo?

—He escogido a mi propio guardia de confianza. Recuerda que hay lazos donde la hipocresía y la mezquindad del dinero no pueden llegar.

—Me alegro de oír eso.

Pero Hapuseneb parecía inquieto.

—Yo… Estoy de acuerdo con el faraón.

El titubeo y el sonrojo del joven alarmó a la reina.

—¿Qué quieres decir?

—Nada. Que en efecto eres bella, inteligente y fría. Sólo… Que… pase lo que pase… Yo siempre estaré…

Un silenciosa alarma sonó dentro de ella. De ahí en adelante debería ser cauta con ese nuevo factor.

Resultaba cómico, pues parecía un niño enamorado, pero Hatshepsut se abstuvo de reírse. No osaría herir los sentimientos de un aliado tan valioso y un amigo tan fiel.

—Lo sé, amigo mío. Nos protegeremos del mismo modo que tú y Sen habéis jurado.

Se despidieron con un leve abrazo. Hatshepsut se preguntó si no habían pactado ya que si uno de los dos muriese el otro se quedase con ella. Todo el mundo parecía tener un curioso sentido de la propiedad en lo que concernía a su persona.

El viaje de vuelta fue balsámico para ella, pues pudo relajar sus nervios, alterados por los tensos encuentros.

Se dedicó a reflexionar. Ardía en deseos de volver a los brazos de su amor. Comprendió que el sentimiento se nutre día a día y su falta causa una desazón y una dependencia peor que la peor de las drogas. Pero, desde cualquier ángulo, Sen-en Mut era simplemente perfecto. Como estadista, un político con criterio propio, con la paciencia de un depredador nocturno, el uso de la palabra justa, la bravura y el coraje de un soldado… pero también con el temple de un hombre de ciencias, un experto arquitecto, un sirviente devoto de dios; con una rara capacidad de arrastrar a hombres tras sus ideas, de crear fidelidad hacia él.

Un sirviente humilde. Un hombre sin ambición personal que ha crecido con la curiosa idea de que el personaje más poderoso es el que más atrae el peligro. Alguien que se cree capacitado para dar el poder y proteger, pero no para ostentarlo.

Y lo más importante: un amante atento, dulce e incansable, en el que el equilibrio entre la pasión y la ternura era natural, siempre atento a las necesidades de ella, y que no parecía estar atraído por el poder intrínseco ni los lujos, sino tan solo por su cuerpo y su amor.

Cuando llegó la esperaba en el puerto, inquieto como un niño, lo que la emocionó. Apenas se acercó el barco, Sen-en Mut saltó hacia ella, chocando en un abrazo casi violento.

—Tenía miedo. Temía que no volvieses, que te encerraran en Palacio, que…

—El que corre peligro eres tú, no yo. No deberías estar aquí, en un lugar tan concurrido y sin apenas vigilancia.

Sen-en Mut sonrió.

—Permíteme que discrepe. Recuerda que soy un soldado. Una defensa en forma de escudo alrededor del blanco termina por ceder. Mis hombres están en las entradas del puerto y repartidos entre los pescadores, vestidos como ellos y sin llamar la atención, alertas a cualquier gesto anómalo. ¿Aceptas la lección?

Ella arqueó las cejas, aunque sonreía, maliciosa.

—¿Sin luchar? Ni pensarlo.

—Entonces, debemos continuar el debate en tu casa.

—¿Mi casa?

—Eres propietaria de mi pequeño palacio. Por el momento no es gran cosa, pero es seguro y cómodo, y una buena inversión. Tu presencia pronto atraerá nobles a tu lado como las flores atraen abejas, y la propiedad duplicará su valor.

—Y seguro que alguien se ha encargado de difundir que voy a vivir aquí.

—Te sorprenderías de lo fácil que es difundir un rumor.

Era una propiedad bonita, con un amplio jardín rodeada de un muro alto, situada en una colina fácilmente defendible. Entraron. La casa era pequeña en comparación al palacio real, aunque Hatshepsut se preguntó qué no sería pequeño en comparación con aquella monstruosidad. Estaba decorada con gusto, sin ostentación, pensada para la comodidad del propietario.

«Tal vez la comprara a un extranjero», pensó.

Le gustaba.

Una docena de sirvientes corrían de aquí para allá, atentos a las órdenes de una voluminosa mujer. Hatshepsut la examinó con detenimiento.

—¿Es de fiar?

—Y tanto. Es mi madre.

La reina jadeó de angustia y dio un pescozón a Sen-en Mut.

—¡Pero es mayor para ese trabajo agotador! Tu madre no merece trabajar más. Si acaso, ser nuestra invitada de honor.

—No temas. Para ella no es trabajo, sino un honor. Solo va a organizar al personal y escoger a un jefe de la casa. Nadie mejor que ella para saber cómo servir a una gran reina. Créeme. Se sentía sola y estéril. Esto le da la vida que le faltaba.

Hatshepsut la besó en las mejillas. Ella bajó la cabeza con un gesto humilde. Tal vez la vieja reina no le dio tal confianza en toda su vida y, aún así, estaba orgullosa de su servicio. Así era la madre del hombre que amaba. Eso explicaba mucho de él.

Sen-en Mut le enseñó la casa. Pero, al llegar al dormitorio, Hatshepsut se detuvo y ordenó que se fueran todos. Sen hizo el gesto de darse la vuelta.

—¡Tú no, idiota! Tenemos que discutir algo de una lección que ibas a darme.

El mayordomo sonrió.

Hicieron el amor con la pasión del reencuentro y con la ternura del que conoce las virtudes del otro. Se amaron durante casi todo el día, y solo al ocaso pidieron un refrigerio.

Hatshepsut le contó todo. Sen-en Mut escuchaba atento, dejando que terminara su relato.

—Me preocupa que Ineni mantenga mucho de su poder. Como poco, aún es el jefe de obras del faraón.

—Sí. Es el encargado de su morada de eternidad y, sobre el papel, de la mía. Solo de pensar que la construye él, me dan ganas de ordenar construir otra. Parece como si ya estuviera profanada.

—No. No te confundas: Ineni ama a su país y a su faraón. Recuerda que solo le cuestionará asuntos en los que cree firmemente que actúa bendecido por Amón, por y para Egipto.

—¿Asuntos? ¿Así me vais a llamar de ahora en adelante? —Ambos rieron.

—No quiere que reine una mujer. Piensa que es parte del Amón oscuro y guerrero, cruel y vengativo. No conoce otra naturaleza, como los que representan a Hat-Hor y su apariencia de vaca o la luz de Ra. Fue concebido para adorar a ese dios, para hacerlo poderoso y levantarlo sobre los demás. Y a fe mía que lo ha hecho bien.

—Si no fuera por la guerra, no sería el que es.

—Cierto, pero pasó así. No irás a acusarle también de provocar la guerra, ¿verdad?

—No comprendo por qué pareces defenderle ahora.

—No le defiendo. Le odio, y mucho más ahora que él te odia a ti. Recuerda que tuve que aguantar sus lecciones, incluso sexuales. Pero es un gran hombre. Muy listo. Debemos reconocerle eso para no minusvalorarle, pues correríamos peligro.

—¿Crees que intentará algo?

—Sólo si le damos una oportunidad. Pero no bajaremos la guardia. Debes casarte cuanto antes.

—Sí, pero para eso tengo que esperar un niño.

—Pues, entonces, tenemos trabajo que hacer.

—Sí, mi rey.

—Mi diosa.

Pasaron unas semanas de la felicidad robada de los que se esconden de las obligaciones. Vivían el momento, conocedores de que era una tregua y pronto deberían reunir de nuevo sus energías en una lucha cruenta por el poder. Pero, hasta entonces, era como un dulce, un sueño corto; como el día de fiesta del campesino.

Y el tiempo pasó rápido.

Apenas habían comenzado a hacer planes, resistiéndose a abandonar aquella paz.

Se dieron cuenta cuando los heraldos anunciaron la visita de la reina madre Ah-Més ta Sherit.

Su hija la abrazó. Ambas lloraron de alegría. Hacía tiempo que no se veían Era demasiado orgullosa para ser segundo plato de nadie, y se había retirado con dignidad. Su padre siempre le contó que no tomó a Mut-Nefer hasta que su esposa se fue de palacio, pero nunca le creyó. Su madre podía ser artera en muchas cosas, pero en eso no mentía.

No le había guardado rencor por el desencuentro que tuvieron cuando fue a pedirle ayuda. Después de eso, solo se habían vuelto a ver en fiestas o eventos públicos o religiosos, en los que apenas intercambiaron unas palabras.

Hatshepsut se dispuso a presentarle a la madre de Sen-en Mut pensando que sería emocionante para ambas, pero se llevó una pequeña decepción. La vieja reina se dirigió a ella y tan solo le regaló un gesto leve de reverencia, apenas un movimiento de cabeza.

Aunque percibió el gesto de rechazo de su hija.

Hizo una pausa y finalmente tomó uno de los valiosísimos collares que llevaba puestos, entregándoselo a su antigua sirvienta.

La buena mujer se emocionó más que al conocerla a ella.

Hatshepsut sintió una pequeña punzada de celos infantiles, pero los sacudió de su alma con rapidez. Habían pasado mucho tiempo juntas, y las dos eran parte de una sociedad mucho más cerrada y protocolaria que la que ahora compartían. Sin embargo, era evidente que había un vínculo de cariño entre ellas, por mucho que el presente fuera forzado por su propia reacción. Aún se preguntaba cómo había sido capaz de leer de tal manera en su alma. ¡Si no podía haber visto su cara!

Eso le hizo comprender un poco a su padre cuando se refería a las fuerzas externas que han de ser respetadas.

Pero no debía distraerse. Su madre la miraba.

La edad no mentía, aunque el porte altivo y la mirada serena revelaban su nobleza, y los rasgos finos, la piel cuidada y protegida del sol implacable de Tebas, y su fino pelo, decían mucho de la belleza que fue un día y que aún se negaba a abandonar. Su sonrisa era menuda y frágil, pero transmitía una alegría intensa, fácilmente contagiosa.

Una vez solas, sin sirvientes, ambas se miraron como si se hubieran reencontrado en la morada de Osiris entre las estrellas, acariciándose con cariño y abrazándose.

Al fin, la hija tomó a la madre de la mano y la llevó por la casa, mostrándosela, aunque la vieja reina parecía un poco escandalizada.

—Pero hija… ¡Esto es indigno de ti!

—Te equivocas. Aunque ya habrá tiempo de ostentación. No lo dudes.

Ah-Més sonrió. Compartía el sueño de su hija y lo había alimentado con la misma fuerza que el faraón, aunque ella se había retirado de las luchas por el poder y, tras su separación, dejó de alentarla, arguyendo que ambas vivían en un mundo de hombres que acabaría destruyéndola.

—Madre, este es el hombre al que amo. El hijo de la que te sirvió.

Sen-en Mut se arrodilló a los pies de la gran reina, con sumisión sincera. Ella le tomó de las manos, levantándole, y le besó en los labios.

—He oído hablar de tu valía y de tu rebeldía a Ineni. Por eso mereces mi admiración y mi cariño, aunque debería oponerme a vuestra relación, pues tu sangre no es pura.

El mayordomo no contestó, besando las manos que sujetaban las suyas.

Se sentaron en unos cómodos divanes, entre cojines de pluma.

—¿Cómo nos has encontrado? Acabamos de mudarnos. —Miró a Sen-en Mut. En verdad sabía difundir un rumor.

Ah-Més ni contestó a esa pregunta, desechándola con un gesto de su mano.

—He venido a advertirte. La nobleza no apoyará tu reinado.

—Lo sabemos, y te agradecemos que hayas hecho el viaje.

—¡Bah! Hubiera venido de todos modos solo por conocer a tu hombre. Quería ver por mis propios ojos si es digno de ti. —Se dirigió a él—. Dime: ¿qué quieres de mi hija?

Hatshepsut abrió la boca, sorprendida por la poca educación de una pregunta tan directa, pero Sen-en Mut no se dejó impresionar.

—Sólo a ella. No quiero ser faraón; ni rey, ni rico, ni poderoso. Y si Hat-Hor dictó que sería faraón, por Amón que tengo los medios para lograrlo… —Bajó la cabeza en señal de sumisión—. Solo si ella lo desea.

La reina madre miró a su hija con aprobación.

—Un hombre íntegro que te trata como a una diosa. Tal vez me confundí odiando a los hombres, aunque sigo teniendo mis dudas, pues son cambiantes como una veleta al viento.

—Yo no. En cualquier caso, los dioses serán los que nos pongan a prueba, y espero que su majestad sea testigo de su error.

Ella asintió con elegancia.

—En ese caso, me alegraré mucho y te pediré perdón. Pero volvamos al tema que nos ocupa. —Sen-en Mut asintió. Ella continuó dirigiéndose a él—. Hijo mío, no dejes que el hijo de la zorra toque a tu mujer.

—Antes me dejaría matar.

—No digas tonterías. Odio los gestos inútiles de las viejas leyendas. —De nuevo miró a su hija—. Tu padre te quiere, pero da la razón a Ineni y los nobles. Quiere un varón como rey.

Sen-en Mut sonrió el descaro de su suegra. Evidentemente, en la intimidad era la mujer de estado que solo se presumía en los rumores y no tenía que ver con la pomposa y refinada mujer que se mostraba en público o ante sus amigos.

—Pero el niño será incapaz de reinar —se quejó Hatshepsut.

—No junto a ti. Y, tarde o temprano, adquirirá el poder suficiente para relegarte, encerrarte o asesinarte. Ineni le ayudará. Y tan pronto como pueda, querrá un heredero.

—Y yo se lo daré —dijo sonriente su hija, encogiéndose de hombros.

—¿Estás loca? Te creía más inteligente. Si te toca serás suya en todos los sentidos.

Los jóvenes rieron.

—Por supuesto que le daré un hijo. —Miró a Sen-en Mut—. Uno que será alto, bello, de rasgos fuertes y mirada serena. —Tocó su brazo—. Un soldado.

Ah-Més ta Sherit miró la escena y comprendió, echándose a reír sin disimulo. Una risa franca, que sonó rara al joven pero no a su hija, quien sabía que no estaba acostumbrada a reír con tal espontaneidad.

—¡Ya decía yo! Ahora sí te reconozco.

—El niño Tutmosis nunca la tocará. Te lo aseguro. Pero tendrá su hijo, su heredero.

Sen-en Mut miró a su suegra con sus ojos de fuego.

—No lo aceptará.

—Tendrá que hacerlo.

—No sin lucha. —La reina madre les miró con suspicacia—. Hay soluciones más sencillas.

Hatshepsut miró al suelo.

—He prometido a padre no matarle.

—¡Ese maldito zorro! Sabe que le quieres y lo ha usado para arrancarte esa promesa. ¡Pues la incumpliremos!

—¡Madre! No puedo deshonrar a Maat de ese modo.

—Si tú no lo haces, tu marido lo hará. —De repente, volvió la cara hacia Sen-en Mut—. ¿A ti no te importa que un hijo de tu carne sea presentado como sangre de otro?

—No, con tal de que sea yo quien le críe. Mi hijo sabrá la verdad y con eso me basta. No quiero la gloria. Con mis orígenes jamás podría llegar al reino. Me sobra con estar a su lado mientras ella me quiera. Y debo respetar la voluntad de mi esposa y reina.

—Bien, es bueno que sepas cuál es tu sitio. Ya tenemos bastante con una concubina ambiciosa —dijo con tono cortante.

Sen-en Mut se impresionó, pero se encogió de hombros. Ya se había terminado el tiempo de los halagos y ahora decía lo que pensaba.

La vieja reina era mucho más ortodoxa en el papel de un rey que su marido mismo, y no daba a los sentimientos mayor importancia que a la comida que ingería o las ropas que portaba. Sin duda, tenía carácter para reinar.

No podía guardarle rencor. Acostumbrado como estaba a que jugasen con él de manera indigna, le pareció mucho más admirable la postura auténtica y espontánea de ella que la falsa del rey e Ineni, que jamás le hubieran expresado en tan pocas palabras lo que pensaban de él. Ella era más simple y, a la vez, mucho más directa. Le hubiese ordenado algo, y si no hubiese estado a la altura, le hubiese mandado ajusticiar.

Casi rio en voz alta, pero se contuvo. No debía ser un enemigo fácil, a pesar de la edad.

La anciana pareció empezar una frase, pero se cortó de repente.

—¿Y si es niña?

—Reinará igualmente. Tendrá tu sangre. Y la de tu hija. Estará legitimada con el apoyo de Amón y Hat-Hor.

Ah-Més ta Sherit sacudió la cabeza.

—Alguien tendrá que matar al niño, tarde o temprano. No será tan idiota como para no repartir su simiente en cuantas concubinas pueda, una vez que sepa que no va a entrar en tu cuerpo, y hacer docenas de hijos que le sucedan. Ya te odia, aunque te desea. Puedes usarlo sin dejar que te toque.

—¡Madre!

—Te han educado como a un hombre, pero no deseches tus armas de mujer. En Nubia hablan de venenos que se insertan en la vagina. Tú conocerías el antídoto, pero él no.

Sen-en Mut se tapó la cara con las manos para disimular su risa.

—¡Madre! Por la divina Hat-Hor, no te reconozco.

Ella rio con descaro.

—Se aprende mucho, pequeña. Y todo merece ser escuchado. No lo olvides. Debéis pensar en todo, pues vuestros enemigos lo harán. Es ingenuo pensar que los dioses proveerán la muerte del niño. Olvídate de tu promesa.

—¡No puedo hacerlo! No insistas.

—Tan tozuda como tu padre.

Hatshepsut tomó las manos de su madre.

—Aún queda mucho para afrontar esos problemas. Por ahora, solo tenemos que esperar que la diosa nos bendiga con un hijo… o con una hija.

—No creas que queda tanto. Dicen que tu padre ya no tiene el ímpetu sexual de antaño.

—¿Desde cuando haces casos a los rumores?

—Desde que Mut-Nefer fornica con su criado —dijo con mueca de repugnancia—. ¡Qué vergüenza!

Sen-en Mut rio de puro placer, sin disimulo. Decididamente, le gustaba aquella mujer. Hatshepsut se ruborizó. Estaban hablando de su padre.

—¿Padre lo sabe?

—Hay muy pocas cosas que tu padre no sepa. Y lo consiente, aunque, o no le conozco, o pronto ella desaparecerá sin dejar rastro. Además, y escucha con atención, si te ha dado la corregencia es porque, cuando menos, se siente viejo. Tal vez esté enfermo. No es una posibilidad baladí.

Hatshepsut miró alarmada a Sen-en Mut.

—Espero que Hapuseneb haya terminado su purga. Volvemos a Palacio.