—¿Estás loca? Te dije que le mantuvieras como tu mayordomo. ¡Un sirviente! Y tú te lo llevas de la mano a la fiesta de la diosa, presentándolo a sus ojos y a los del país como tu marido.
El rey caminaba por la estancia como uno de los animales del zoológico en su jaula, inquieto y peligroso, a punto de tomar impulso y atacar. Su hija le aguantaba la mirada con expresión impasible, pero con el corazón en un puño.
—No he hecho tal cosa.
Se dio la vuelta. Sabía que necesitaba tomar aire. Se preguntó cómo hubiera reaccionado si en vez de su hija fuera un vulgar escriba. Tal vez le hubiese golpeado. Quizás por eso no dejaba de caminar.
Ella, sin moverse, le siguió con la mirada a lo largo de su cámara, que más parecía un salón de trofeos que un dormitorio. Las imágenes de toros, leones, enemigos vencidos y batallas adornaban los muros, aunque sabía que eso era cosa de su mayordomo Amenhotep. Su padre odiaba las decoraciones excesivas. Era un soldado y prefería dormir en una tienda, o directamente a cielo abierto, sin temor a los espíritus malignos.
Su padre casi tropezó con un león disecado e hizo un gesto de contención. A punto estuvo de tirar todos los objetos de aseo que había sobre una mesa. Pero, aunque Hatshepsut en otra situación se hubiera muerto de risa, en aquel momento no osó permitirse ni un breve gesto.
El faraón estaba fuera de sí. Hatshepsut le conocía bien, y sabía que esta vez no sería tratada como su hija y sí como un asunto de estado.
Un asunto feo.
Tutmosis gesticuló con las manos y la cabeza. Dio muchas vueltas alrededor de su hija, que seguía sin moverse.
—Esto es un insulto. Sabías lo que hacías y las consecuencias que traería. Nos pones en evidencia; a mí, a tu futuro marido y al país. ¡Por Amón! Somos reyes, no nobles ociosos sin otra cosa que hacer que crear escándalos sonados. —Continuó dando vueltas hasta que al fin se detuvo—. Pero esto colma el vaso. ¿Dónde está tu mayordomo?
—Sabes que no está aquí. Lo dejé en Dendera, planeando una ampliación del templo.
—Ya le encontraré. Vas a casarte con Tutmosis. Me da igual que sea un niño. Cumplirás tu parte del trato de manera decente, no como una puta ventajista.
—¡Padre!
—¡Faraón! Al padre le has desobedecido y decepcionado. No te atrevas a hacer lo mismo con el rey.
Hatshepsut contuvo las lágrimas. No era justo que usara los lazos afectivos. Aquello no tenía nada que ver.
—Yo nunca me negué a casarme con tu hijo, y respetaré el pacto.
—Lo has roto en el momento en que te has casado de acuerdo a la costumbre con tu criado, ¿o es que no sabes que en el momento en que se manifiesta la convivencia con un hombre, a todos los efectos y amparada por la ley y los dioses, estás casada?
La furia espoleó las palabras de la hija.
—¡No me hagas reír! ¡Por todos los dioses! ¡Era una ceremonia! ¿Qué se hace en la fiesta de la diosa? ¡Bailar, beber y follar! —Escupió la palabra con rabia—. Tú puedes hacerlo con quien quieras y cuando quieras. Si la puta te gusta, le regalas una capilla y le dejas regentarla, arreglándole la vida. Pero yo no puedo hacer eso porque soy una mujer y tengo una extraña honra que salvaguardar. ¡Qué curioso! Para unas cosas de rey debo ser un hombre, y para lo más básico y humillante, una mujer.
El rey se tapó la cara con las manos. Parecía querer dejar de escuchar, pero Hatshepsut ya no podía parar.
—¿Te escandalizas? No son palabras de una hija a su padre. ¿Verdad?
—¡No! No lo son.
—Pues la culpa es tuya por usar ese vínculo. ¿No querías tratarme como a un súbdito? ¡Me prometiste que reinaríamos de igual a igual, y en el primer acto en que participo me repudias como a una de tus fulanas! Eres tú el que incumple el trato. —Le señaló, amenazadoramente—. Y tú sabrás, pues, si deseas romperlo, quedaré libre para actuar como un súbdito más y casarme con quien quiera.
El rey levantó su cara surcada de arrugas. Sus ojos muy abiertos por la sorpresa y la indignación.
—¡No te atreverás!
—De ti depende. Te dije que desposaría a tu descendencia más indigna. Y lo cumpliré. Me enseñaste a mantener mi palabra, pero predica con el ejemplo.
Tutmosis gesticuló como un extranjero que no encuentra las palabras adecuadas.
—¿Por qué me lo pones tan difícil?
—No. La pregunta es: ¿por qué me lo pones tú tan difícil a mí? Ya es bastante duro ser mujer para tener que cumplir además con obligaciones absurdas. ¿Me quieres decir qué te aporta un faraón inútil, por muy hijo tuyo que sea? ¿Pretendes que crea que es mi sangre, mi opinión y mi reinado lo que valoras? ¡Jamás! Tú solo quieres ver reinar a tu hijo, por encima de cualquier cosa. Le vas a premiar con una esposa de sangre pura y talento de gobernante… ¡Y aún quieres que parezca que me haces un favor a mí!
Hatshepsut vio estallar la cólera de su padre como un volcán. Apenas pudo reaccionar cuando él, en dos zancadas, se plantó frente a ella y atenazó su cuello con la fuerza de sus manazas, levantándola literalmente de su silla. Su rostro y su voz eran de nuevo aquellos que usaba con sus enemigos, y sintió pánico.
—¡Pues ahora que me conoces, no te atrevas a desafiarme, o haré que las hienas se coman vuestros cuerpos!
La soltó de repente. Ella cayó sobre el butacón, tosiendo y masajeándose el cuello dolorido, blanca de la sorpresa.
El Rey se miró las manos. Temblaban. Su expresión horrorizada asustó a su hija. Pero no duró mucho. Salió corriendo, dejándola entre sollozos de amargura.
Dejó pasar el tiempo. Estaba paralizada y no se atrevía a hacer nada. Permaneció en posición fetal, aovillada sobre el asiento, llorando, las piernas envueltas con los brazos.
No supo cuánto tiempo pasó. Ni oyó los pasos que anunciaron una presencia. Solo escuchó de nuevo la voz de su padre.
—Lo siento.
Levantó la vista. Tutmosis tenía un aspecto desolador. No lo había pasado mejor que ella.
Se sentó en un brazo del sillón, junto a su hija.
—Soy un soldado: bruto e irascible. Reacciono con la violencia que me ha salvado la vida tantas veces, y daño lo que quiero. Te pido perdón.
Ella le miró. Su duelo era real, y sus manos continuaban temblando.
—Te perdono. Pero eso no cambia nada.
Él asintió, cabizbajo.
—¿Mantendrás el pacto?
—Me casaré con tu hijo, pero jamás le amaré.
La tormenta pareció arreciar de nuevo. Intentó controlar su voz, pero salió de nuevo un rugido.
—¿Y cómo…?
—Te daré un nieto. Pero no será suyo. Lo presentaremos al país como hijo de mi marido, pero jamás le tocaré. Ya he escogido mi hombre y no quiero, ni querré, otro.
El rey volvió a transformarse en el toro que horrorizaba a sus enemigos.
—¿Cómo? ¿Estás…? —aulló.
—Aún no. Pero lo estaré, como lo estuvo la diosa.
—¡Por los dioses oscuros! ¿Pero qué te he hecho yo?
Tutmosis crispó sus manos frente a su cara. Ella se apartó, asustada.
—¿Vas a volver a pegarme?
El faraón se tranquilizó de pronto, al ver el gesto de su hija.
—No voy a pegarte. Y te pido disculpas. Pero es un insulto.
—No. No lo es. Si lo que te preocupa son las formas, es una solución que las salva.
—Tutmosis no lo aceptará.
—Tendrá que aceptarlo si quiere reinar. Él es lo que menos me preocupa en este asunto. Si es un incapaz, lo será con o sin descendencia. En realidad, te hago un favor, pues tú crees firmemente en la herencia de capacidades. ¿Quieres crear una saga de inútiles, o prefieres la semilla de un hombre por encima de cualquier otro?
—Estás llevando la negociación a tu terreno.
—En absoluto. Tú lo has dicho: es una negociación y, en cualquier trato, las dos partes han de verse beneficiadas. Pero con lo que me ofreces… ¿Qué gano yo? Ser reina sin corona, ni voz ni voto. Lo aporto todo y no me llevo nada. Lo siento, padre, pero si quieres que ceda, tendrás que ceder tú en algo.
El rey pensó largamente, aunque no retiró la mano de los hombros de su hija.
—Supongo que te darás cuenta de que no son unas credenciales muy pacificas para con tu marido.
—De eso me encargo yo. Hablaré con él y aceptará, si tú aceptas.
—¿Y si no acepto? ¿Y si él no acepta?
Hatshepsut miró a su padre con ojos como el azabache.
—Si él no acepta, no reinará. Y si tú no aceptas y atentas contra el hombre que quiero, me quitaré la vida.
—¡Hatshepsut! —Ella sintió el aliento del grito en su cara como un vendaval.
—¡Lo haré! Pero no por despecho, sino porque ya nada valdrá la pena sin él. Tú me conoces y sabes que soy capaz.
El rey se encogió.
—Lo sé.
—Pero los dos aceptaréis.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque la diosa me lo ha dicho, en sueños. —Se irguió cuanto pudo, mirando a su padre con orgullo—. Reinaré, padre. Como faraón. No esperaba que la diosa me hablara, pero tengo el don de escucharla. Y su mensaje no fue dubitativo en absoluto.
—¿Sin romper tu promesa de no matar a tu hermano?
—Sin romper la promesa de no matar a tu hijo. Lo juro por la diosa.
—¿Cuánto le has pagado al sacerdote de Dendera?
—¿Como tú pagaste a Ineni? —ironizó—. Nada. Es real. La diosa se me apareció. No miento ni bromeo.
El padre suspiró, resignado.
—Te creo. Tu sangre es pura. Nadie sino tú puede hacerlo. —Se encogió de hombros con tristeza—. Yo jamás pude, ni con la ayuda de los mejores hekau.
—Entonces, ¿respetarás mi decisión? Yo tengo la palabra de una diosa. Tú no tienes nada.
—Lo haré mientras tú lo hagas.
—¿Sin montar un número en la próxima ceremonia? La manera en que ofrende a los dioses será asunto mío. Esto es innegociable.
—Sólo te pido que seas un poco más discreta hasta que te cases. Luego puedes hacer lo que quieras. No es por mí. Sabes que soy más liberal que cuantos faraones han reinado antes que yo, pero hay fuerzas que debes tener en cuenta.
—De acuerdo, lo haré. Puedo entender esa explicación.
—Hay algo más. Mis espías dicen que hay un nuevo candidato.
—¿Quién?
—Hapuseneb.
Hatshepsut rio por primera vez aquel día. Una carcajada franca y alegre, cristalina como el agua de una catarata.
—Es absurdo. He hablado con él y no hay persona más humilde y fiel. No son tus espías, sino los de Ineni. Quiere hacerte creer eso para perjudicar al hombre que ha perdido.
—Eso pensé. —Tomó por los hombros a su hija—. ¿Seguro que me has perdonado? No hay nada que lamentara más que perder tu cariño.
Ella, como respuesta, le abrazó, pero algo se había roto entre ellos. Pensó en la concubina real.
—¿Tiene que estar ella presente durante el anuncio de mi nuevo puesto? No la aguanto. Aprovechará para burlarse.
El Rey hizo un gesto de hastío, poniendo los ojos en blanco.
—Déjame a Mut-Nefer a mí. Es lo que menos debe preocuparte.
Pidió con los ojos a su hija que tuviese paciencia.
Hatshepsut rechinó los dientes y murmuró por lo bajo.
—Más vale que Sen-en Mut construya un templo a la altura de mi sacrificio. Y ya puede estar satisfecha la diosa.