En Dendera todo estaba preparado. El Rey había enviado emisarios con la noticia de la próxima coronación de su hija como regente, para lo cual se dirigían al templo de Hat-Hor con el fin de adquirir la legitimación bajo la bendición de la diosa.
Llegó por la mañana, vestida con costosas capas incrustadas de piedras preciosas y joyas con las imágenes de la diosa. Sen-en Mut la seguía a poca distancia. Era todo un espectáculo verla caminar con la majestad de su nueva condición. Una larga peluca con un tocado a imagen de la diosa, junto al vestido que sus formas llenaba sin necesidad de aceites, su belleza natural y ese magnetismo que irradiaba, dejaban a todos sin respiración a su paso. El mayordomo no pudo evitar excitarse, a pesar de haber apretado su faldellín y cubierto sus hombros con una capa amplia bordada con la imagen de la diosa en su faceta más dulce y humana.
La procesión marchaba a buen paso y, curiosamente, los murmullos de inquietud se acallaban a su paso en lugar de extenderse…
Causaba un efecto tan sobrecogedor que muchos dijeron que era la misma diosa la que había caminado entre ellos. Esa actitud serena, arrogante, consciente de su poder; esa amenaza latente de un cambio de su carácter que la transformaría en la leona cruel e indómita capaz de acabar con todos ellos mitigada por la sonrisa leve, promesa de amor y abundancia; esa belleza que encogía los corazones de hombres y mujeres; ese poder que hacía bajar la cabeza a los que tenían algo que ocultar por temor a que leyera en sus ojos.
El efecto que causó fue tan profundo como nunca antes habían conocido. La diosa les había honrado con su presencia. El evento se comunicaría a todas las ciudades del país, y a los países vecinos, para que conocieran el poder y la bondad de sus dioses, que se mezclaban con el pueblo llano en una ceremonia de celebración y embriaguez.
Enseguida llegaron al templo, pues nadie osó interrumpirles.
Hatshepsut se paró al pie de las primeras escalinatas que precedían al templo. Este era imponente, aunque perecedero, de adobe y madera. Solo el santuario era de piedra. Miró largamente las columnas y los muros y se volvió hacia el pueblo.
—Yo construiré aquí un templo que conocerá la eternidad, digno de la morada de mi madre. Este templo traerá la gloria y la prosperidad a esta ciudad, y vosotros seréis afortunados y premiados por vuestra devoción. Sois y seréis los favoritos de la diosa, pues aquí nació y aquí debe morar con vuestra ayuda. Traed mi copa.
Un sacerdote le trajo el vino especiado, dulce, que había sido bendecido por la diosa.
—Bebed conmigo. —Levantó la copa y bebió.
El pueblo rugió de alegría y las copas se vaciaron en las gargantas en el primero de los muchos brindis que se llevarían a cabo aquel día.
—Sen-en Mut —llamó.
El joven acudió, extrañado. Ella le tendió su copa con gesto amable. Él asintió, tras saludar a la diosa con una reverencia, y bebió. El pueblo volvió a dejarse oír, feliz de que la diosa compartiera su copa con un mortal.
—Embriagaos, cantad, bailad y amaos en mi nombre hasta que caiga la noche, como yo voy a hacer, para calmar la bestia que llevo dentro y seguir siendo la misma que os ama y se siente amada por vosotros hasta el año que viene.
Y vació su copa, tomando de la mano a Sen-en Mut, llevándole al interior del templo.
Se paró, abriendo los brazos y saludando a la diosa, pidiéndole su permiso para entrar en su recinto sagrado.
Te saludo, oh, Dorada.
¡Soberana del Sol, uraeus del Señor Supremo!
Tú, la misteriosa, la que da vida a las divinas entidades,
la que da forma a los animales, moldeándolos a su capricho,
la que moldea a los hombres…
¡Oh Madre…! Tú, la luminosa, la que obliga a retroceder
a la oscuridad, la que ilumina a los seres humanos
con sus rayos.
Te saludo, Oh, grandiosa, la de los múltiples nombres…
¡Tú, de quien provienen las divinas entidades
en tu nombre de Mut-Isis!
¡Tú, que haces respirar a la garganta,
hija de Ra, a quien esputó de su boca
con el nombre de Tefnu!
¡Oh, Neit, que apareciste en tu barca
con el nombre de Mut!
¡Oh, madre venerable, tú que doblegas a tus
adversarios con el nombre de Nekhebet!
¡Oh, tú que sabes cómo emplear con justicia
el corazón, tú que vences a tus enemigos con el nombre de Sekmet…!
El pueblo la vio hablar con la diosa y entrar a su santuario.
La fiesta quedaba así abierta por la propia Hat-Hor.
En todo el país se bebería ceremonialmente por la diosa, pero en Dendera todos caerían dormidos, ahítos de bebida y pasión, antes de que la noche cubriera los cielos.
Sen-en Mut, una vez entraron, se puso a su altura y la besó en los labios con ardor. No podía contenerse más. Ella le retuvo.
—Sen… La diosa…
—Hemos venido aquí para recibir su bendición, pues… ¿qué mejor manera que ofrecerle nuestro amor?
—Pero… Esto no está bien.
—¿Por qué no? Tú eres su elegida. Te ama como tú la amas a ella. Y eres reina, por lo tanto tienes el derecho legítimo a honrar a cualquiera con la visita a su capilla más intima.
—Sí, pero…
—Eres su igual. Pronto sabrás si te acepta. Ven.
Pasaron por salas sucesivas hasta llegar al lugar de residencia de la diosa. Una pequeña sala con la imagen humana a tamaño natural, sobre un pedestal de granito. En el suelo, a sus pies, habían dispuesto mantas, colchones, cojines y bandejas de comida y, sobre todo, bebida de distintas clases.
Ella le miró con dudas. Sen-en Mut sonrió.
—Hemos venido a honrar a la diosa. Y yo he venido a decirte cual es la prueba de amor que espero de ti.
—¿Y cuál es?
Le miró con curiosidad. Sus ojos llameaban, pero no de ambición ni de orgullo, sino tan solo de amor.
—Un hijo. Un hijo tuyo y mío que será faraón. No vamos a darle al pequeño Tutmosis la oportunidad de dar al país una sangre impura e inútil. Nuestro hijo será bello e inteligente, criado con amor y disciplina. No habrá mejor gobernante.
Ella le miraba sin hablar, sorprendida, midiendo las reacciones.
—¿Crees que mi padre lo aceptará?
—Si lo presentamos como hijo suyo, sí. Hemos prometido que le desposarías, no que te acostarías con él, ni mucho menos que le darías un hijo, aunque nadie tiene por qué saber que es mío. Pero él lo sabrá. Y reinará.
—Tutmosis no lo aceptará.
Sen-en Mut rio con fuerza.
—¿A quién le importa el pequeño polluelo? Le vas a hacer faraón. Si no es bastante para él, ya encontraremos un destino acorde a su ambición.
—Me das miedo.
—En absoluto. Yo te amo y no quiero compartirte con nadie. Tu padre te va a exigir tarde o temprano que des un heredero a su hijo. Él es un guerrero, y un hombre inteligente. No despreciará a alguien de su sangre con nuestra inteligencia. Cree en el legado de las virtudes y los defectos a los hijos. Por eso desprecia a Tutmosis, porque la sangre de su madre le hace inútil, mientras que la tuya te hace valiosa. En cuanto a mí… Me respeta por lo que valgo. Siempre dice que a veces las virtudes se dan espontáneamente en hijos de padres aparentemente inútiles, aunque mi padre fue un buen militar y mi madre una sirvienta de alto rango. Llegarás a un pacto. En cualquier caso, la diosa nos concederá a nuestro hijo, o no. Y yo necesito pensar que tú crees en mí y me amas como yo te amo. No hay más, ni mejor, constancia de un amor puro que un hijo deseado.
Hatshepsut vaciló, meditando su respuesta.
—Yo deseo ese hijo tanto como tú, y la idea me atrae, pero tal vez deberíamos esperar.
—¿A qué? ¿A qué Tutmosis se haga adulto y piense por sí mismo? Entonces sí que nos crearía problemas si dejamos que adquiera poder. —La abrazó—. Cumpliré tus deseos. No atentaremos contra él, pero tampoco se lo pondremos fácil. Haremos que sea por siempre el niño incapaz de reinar. No tomará ninguna decisión y se limitará a gozar de la comodidad de palacio, como la concubina de tu padre. ¡Es la solución perfecta! Lo he pensado durante todo el viaje. —Hizo que la reina mirase el rostro bondadoso de la diosa—. Ella es la diosa del amor. Honrémosla, pues, ya que el quitar las trabas que nos den un hijo será el mejor tributo que podamos brindarle en su día.
Ella le miro a los ojos. Vio la fuerza de la pasión en ellos. Vio serenidad y convicción. Y no vio un ápice de aquella vieja ambición solitaria que no era suya, sino de otros.
No dudó.
—Sí. Te daré un hijo. Ven aquí y honremos a la diosa.
Y le atrajo hacia su cuerpo. Sen-en Mut jadeó de placer al contemplarla desnuda, con el poderoso atractivo erótico de la peluca, las pinturas rituales, el maquillaje y lo que la única prenda que portaba dejaba ver. La túnica quedó abierta, mostrando sus senos, sus piernas blancas y su vulva invitadora. Se deshizo del faldellín torpemente, casi arrancándolo con violencia, y se lanzó sobre ella, bebiendo de sus labios y buscando el contacto con la diosa.
Hatshepsut abrió los ojos, feliz y satisfecha, pero se extrañó al despertar en las escaleras del templo. No había nadie, y el viento arrancaba quejidos en las columnas entre un silencio inquietante. La atmósfera era densa, y la visión se nublaba para volver a aclararse. Supo inequívocamente que estaba soñando y el terror la invadió.
No sabía qué hacer, aunque la presencia del templo era una invitación evidente. Algo la esperaba dentro.
Supo que solo lo sabría entrando, y así lo hizo.
La sala era oscura como la noche, aun cuando acababa de cruzar el umbral entre las columnas.
No se preguntó cómo era posible. Era un sueño y se hallaba a merced de la voluntad de la diosa.
Oyó unas pisadas y se volvió, asustada.
Unos golpes sordos, que no eran pasos humanos, lentos y rítmicos. Poco a poco fue adivinando el brillo de una silueta.
¡Una vaca!
La diosa se dirigía a ella en su forma maternal, bondadosa y amable. Eso era una buena señal, y su miedo se disipó.
Se acercó a ella.
La vaca permitió que su mano se posara en su cuello y respondió a sus caricias con un suave mugido, lo que por un momento la puso en guardia.
Al fin, la vaca abrió unos ojos grandes, opacos, insondables e hipnotizantes al mismo tiempo.
Sintió pánico, pero no pudo evitar mirar en uno de ellos. Sintió un poder y una profundidad tan larga como la oscuridad y, al mismo tiempo, una bondad infinita.
Se fue tranquilizando progresivamente a medida que sus manos se volvían más audaces, acariciando el cuello y la testuz de la vaca.
Su boca se abrió, y unas palabras que tardó un instante en reconocer llenaron la estancia. La voz era ronca, profunda, cálida, fuerte y cautivadora, lenta y amable.
—Tus deseos se cumplirán. Tendrás un hijo y después otro. Y mucha felicidad junto al hombre que te ama. Una larga vida juntos. Pero también habrá duras pruebas. Y el fin de tu existencia será solitario y triste. Pero tu vida será plena y tu reinado próspero. Viajarás lejos para mí y me traerás los inciensos. Construirás una morada digna de mí.
La vaca calló. Hatshepsut, muerta de miedo, reunió valor para preguntarle.
—¿Valdrá la pena?
Pareció recibir una mirada hosca, por lo que comprendió que la pregunta no fue muy inteligente.
—Tanto como cada sorbo de aire que respiras. Pero todo tiene un precio que hay que pagar.
Despertó de pronto. Se asustó al encontrarse los ojos abiertos de su amante mirándola fijamente a una distancia prudente. Él sudaba más que ella, y sus ojos mostraban curiosidad y una honda preocupación.
—¿Era la diosa?
Hatshepsut asintió sin hablar.
—¿Has oído algo? —preguntó ella de pronto, asustada.
Él negó con la cabeza, aunque Hatshepsut se preguntó si no mentía para calmarla. Sus ojos la perseguían con tanta ansiedad que casi le hizo reír, aunque se encontraba cansada y triste. Se apoyó en el lecho, liberándose de sus brazos ansiosos que la atenazaban.
—¿Qué? —exhaló él con impaciencia.
Ella no pudo evitar sonreír. Parecía un niño.
—Hat-Hor bendice nuestra unión. Tendremos hijos y yo seré faraón.
Sen-en Mut saltó de contento, aunque enseguida se dejo caer junto a ella, cariacontecido. Hatshepsut sonrió levemente. Parecía un chiquillo ilusionado.
—Entonces, ¿por qué estas tan triste?
—Porque habrá pruebas. Muy duras.
Él rio con fuerza.
—¡Pues claro que habrá pruebas! En todo reinado las hay. Pero las afrontaremos juntos. Con Hapuseneb, y el apoyo de Amón-Ra y Hat-Hor, seremos invencibles.
Ella se dejó contagiar de su alegría desbordante. Le tomó en brazos y le atrajo hacia sí, casi con brusquedad. Él cerró los ojos para besarla. No vio sus lágrimas, que pronto quedaron secas por el ardor del fuego sexual.
Sin duda habría un precio que pagar por tanta felicidad, así que la saborearía doblemente para recordarla con fervor el día que estuviera sola, como el grano que se guarda para un año de mala crecida. Al fin y al cabo, era la voluntad de la diosa.
Se quedaron unos días. Ella participó en las ceremonias. No tuvo pudor en aparecer junto al hombre que amaba, ya que había sido bendecido por la diosa y por tanto debía ser aceptado por los fieles y amado como el que recibe la confianza de la diosa y la reina.
Él, como arquitecto más aventajado del kap, preparó los planos de un nuevo templo levantado en piedra. Mantuvo las columnas de piedra y la distribución de las salas, pero sería inmensamente más grande y alto, digno de la divinidad y su confianza en él.
Por la mañana hacían las ofrendas a Amón-Ra y a la propia diosa con las primeras luces del alba. Luego, ella acudía a recibir a los grandes hombres de la ciudad, visitaba los graneros, tesoros, líderes de barrios, altares, templos, Kap y casas de la vida.
Hablaba con todos, con palabras dulces algunas veces, amenazas a otros y gestos airados a los más orgullosos. Dejó muy claro que reinaba al nivel de su padre y despojó de toda su fortuna a dos nobles que no la aceptaron como reina, donándolas al tesoro de la ciudad y al de la diosa. Se ganó muchos adeptos, y pocos, aunque poderosos, enemigos. No podía ser de otro modo. Como decía Sen-en Mut, no se puede comer sandía sin mancharse las manos.
En todo caso, no podía dejar que nadie la tuviera por débil. Si comenzaban a asociar sus sentencias a la bondad, ingenuidad y debilidad con la que se asociaba a toda mujer, estaba perdida.
Al fin, al caer la tarde, volvía al templo y se entregaba a los brazos de su amor sin palabras ni saludos. Tras el primer abrazo, aún dominados por los temblores y cubiertos de sudor, se hablaban de lo vivido en el día, como si fuera una carga el tiempo sin el otro, y, reconfortados por las palabras de amor, volvían a estar completos de manera serena y templada, hasta que el sueño les sorprendía abrazados.
No volvió a soñar con la diosa, aunque siempre despertaba con el sabor agrio de un futuro incierto.