Al quedarse sola, la ansiedad volvió a golpear su pecho. Hablando con Hapuseneb parecía que se daba por hecha su reconciliación, pero le conocía bien y, tras dar un paso tan drástico como escapar de ella, no se dejaría convencer fácilmente.
Y sin las ataduras de Ineni o de su padre podía ser más tozudo que una mula.
Intentó dormir, pero no pudo. Habían pasado muchas cosas en poco tiempo y sentía que si se dormía tal vez no encontraría los argumentos con los que convencerle. Pero tampoco ensayó en su mente las palabras, pues sabía que en su presencia cualquier recuerdo quedaría anulado. Sabía que hablarían más con los gestos y las caras que con palabras.
Así, luchando por no sucumbir al sueño, pasó el tiempo, amargo y cruel, de la espera. Recibió el aviso de Hapuseneb, al que respondió con un sobresalto, sacudiéndose la modorra. Le escocían los ojos y estaba tan cansada que los latidos de su corazón le parecían perezosos y amenazantes. La envolvió una vez más en una capa y en el mismo puerto tomaron la silla. No tardaron mucho. Casi le pareció ridículo que le hicieran subir a la llamativa silla para recorrer una distancia tan breve. Hubiera llamado menos la atención caminando. Pero al instante se dio cuenta del aspecto tan lamentable que debía tener para que nadie se atreviera a proponérselo. No tuvo que hablar con nadie. Hapuseneb se adelantó y, tras algunos gritos que su aletargamiento no pudo distinguir, la metieron en una breve estancia, apenas un cuartucho de guardia, donde Senen Mut se hallaba sentado sobre su estera, mirando la luz del sol colarse por una estrecha ventana.
—Sen.
No se movió. Tal vez no quería que viese su cara.
—Sen. Lo sé todo. He venido a buscarte. Continuó mudo, como una estatua sentada. La princesa sintió los nervios fluir como el agua desbocada de la riada.
—Te pido perdón. Confío en ti y te quiero —dijo con voz temblorosa.
Eso pareció poner a prueba la solidez de sus defensas. Sus hombros se relajaron y su cabeza cayó. Pero no se giró.
Hatshepsut estalló. El cansancio y el sueño pudieron más que todo el autocontrol que se propuso guardar durante todo el viaje.
—¡Maldito seas! Voy a seguirte hasta más allá de donde Isis encontró los pedazos de su marido, así que no finjas que no estoy aquí.
Durante unos segundos nada ocurrió, hasta que, de repente, se levantó de un salto y se lanzo hacia ella con tanto ímpetu que pensó que la atacaba, pero solo encontró sus labios pegados salvajemente a los suyos y el sabor de sus lágrimas.
Ambos cayeron al suelo, aunque no sintió dolor. Él dejó de besarla y se abrazó contra su pecho.
—¿Cómo sé que no vas a seguir dudando de mí?
—Ya tengo todas las pruebas y todas las respuestas.
—Tú tal vez. Pero yo no.
—¿Y eso?
—Yo sé hace tiempo que no deseo sino envejecer contigo, y me da igual que seas princesa o una simple lavandera. Pero Amón nos ha dado armas que podrían hacer de ti un faraón y un dios. He intentado que lo hagas, pero no crees en mí. Y además te has dejado prometer a tu hermanastro.
—¿Cómo lo sabes?
—Si no fuera así, en lugar de venir tú, sería un verdugo el que hubiera llegado. Por eso esperé de espaldas. Si se trataba de lo segundo, no le daría el placer a Ineni de reconocer mi fracaso.
Hatshepsut sonrió su inteligencia.
—He llegado a un pacto con mi padre. Yo me caso con mi hermanastro y ambos permiten que me ames hasta que envejezcamos juntos.
Él separó la cabeza de su pecho en una breve separación casi dolorosa.
—¿De veras? ¿Y cómo vas a procrear con él?
—No he hablado de eso —mintió—. Ya lo solucionaremos en su momento.
La tristeza volvió a velar sus ojos. Hatshepsut, que parecía tenerle de nuevo para siempre, sintió que su ánimo se quebraba.
—¿Qué ocurre?
—Sigo sin saber si es una reacción infantil a una separación forzada por mi marcha o si en verdad eres sincera.
Ella jadeó de angustia.
—Ponme a prueba.
Él se acercó a su cara, de nuevo animado. Sus ojos volvían a tener el fuego que encendía su pasión.
—¿Harías cualquier cosa que yo te pidiera?
—Cualquier cosa que no sea separarme de ti.
—¿Sin cuestionar mi intención?
—Lo haría, aunque preferiría que contases conmigo.
—Sin duda. Pero necesito que me respondas.
—Sí.
—¿Lo juras por tu amor a Hat-Hor?
—Lo juro por mi devoción a Hat-Hor, a Amón, y por el peso de mi corazón en la balanza cuando viaje a la luz.
Sen-en Mut dejó que las lágrimas reprimidas surcaran su rostro seco.
—Con eso me basta. Te pediré una prueba de tu amor.
—Pídeme mi corazón y yo misma me lo arrancaré.
La abrazó tiernamente. Notó sus miembros flácidos y pensó que era una muestra de sumisión que le excitó.
Recorrió con sus besos el espacio entre su cuello y sus labios, para descubrir… que se había quedado dormida en sus brazos, sonriente como un gato en el regazo de su ama…
Sen-en Mut sonrió. La besó dulcemente y la alzó, saliendo de la estancia y saludando con afecto a Hapuseneb, que esperaba fuera.
Hatshepsut no recordaría un despertar más dulce en su vida, el suave ronroneo de las maderas del barco, el aliento del hombre que amaba en su piel y la conciencia del contacto de su cuerpo desnudo junto al suyo.
No se atrevió a moverse, disfrutando del momento entre sonrisas de triunfo infantil y el adormecimiento placentero.
Le encantaba volver a despertar y reconocer el calor, la fragancia de su piel, la fuerza de sus brazos rodeándola. Sentía al cazador domado rodeando su cuerpo, protegida y a la vez protectora, completa junto a él. Deseó que no llegase el mediodía para poder continuar disfrutando de aquella íntima y maravillosa sensación.
Pero la quietud forzó la postura de su cuerpo y empezó a espabilarse. Sonrió maliciosamente y se movió lentamente, acomodando su cuerpo a las formas del otro, acariciando sus piernas lentamente hasta que despertó, ya erecto. De espaldas a él, no vio sus ojos al despertar, pero sintió su sonrisa, tan clara como si se reflejase en las ásperas maderas del barco. Sintió su felicidad, y el mismo deseo de eternidad hasta que sus besos se hicieron más y más apasionados.
Su sexo audaz buscó al de su hombre, y se amaron sin hablar… y sin dejar de sonreír.
Hicieron el amor durante toda la mañana, y mucho fue el tiempo que se mantuvieron abrazados sin romper el silencio, disfrutando de aquella sensación, hasta que la necesidad de hablar y la curiosidad pudieron con Sen-en Mut.
—¿No hemos llegado a Tebas?
—Hapuseneb afirmó que no estaríamos seguros en Palacio hasta que no purgara a todo el personal de espías de Ineni. Ha desembarcado.
—¿Y nosotros?
—Ayer pensé que esperaríamos aquí, pero hoy creo que es mejor que partamos. Escribiré a mi padre y hablaremos con Hapuseneb.
—¿Y dónde iremos?
Hatshepsut sonrió y besó a su hombre.
—A la fiesta de Hat-Hor, en su casa de Dendera, río arriba.
Sen-en Mut rio de placer.
Recibieron una carta de Hapuseneb en la que relataba la conmoción del clero y la nobleza al saber que era el nuevo sumo sacerdote, junto con una carta real dando poderes a su hija como nueva reina corregente, a la espera de hacerlo oficial.
Ineni continuaría siendo mayordomo de Amón, lo que convertía la noticia en un arma de doble filo, pues Hapuseneb oficiaría las ceremonias, pero Ineni continuaba administrando los bienes del dios, con lo que su poder era, sobre el papel, meramente honorífico.
—¿Qué significa esto? —preguntó Hatshepsut.
—Que mientras viva tu padre, será Hapuseneb el que mande e Ineni el que ostente el poder honorífico, pero si a tu padre le ocurriera algo, que Amón no lo quiera, Ineni recuperaría su poder.
—Una especie de retiro dorado.
—Y tanto. Es uno de los hombres más ricos del país, y esto garantiza que lo siga siendo.
—¿Y por qué no le despide sin más?
—Porque tiene demasiado poder. No se puede pedir a un poderoso que deje de serlo. Es como pedirle a una cobra que no te muerda. Hay que domarla poco a poco. Pero no debemos hablar de eso hoy. Ya habrá tiempo.
—Estoy de acuerdo.
Le miró con deseo renacido.
—Pues olvida a Ineni y ven a mí.
Apenas salieron a la cubierta del barco, en el trayecto a Dendera. Permanecieron en la bodega hablando y haciendo el amor.
Sen-en Mut felicitó con un ardor especial el nuevo status de su amada.
Más tarde, los cuerpos se dejaron caer sobre las mantas y almohadones. Él la miró con cariño.
—Felicitaciones. Ya eres reina. Ahora haremos de ti un faraón.
—Recuerda que he prometido no atentar contra el niño.
Él sonrió.
—Tal vez no haga falta. —La abrazó. Ella buscó su contacto.
—Dime, ¿en qué momento cambiaste y dejaste de obedecer a Ineni?
—En realidad hacía ya mucho tiempo. Tú fuiste el punto de inflexión que lo hizo visible y público.
—¿Y eso?
—Cuando entré en el templo era un muchacho ilusionado y fervoroso. Había combatido en la guerra por y para Amón. No había ningún otro destino que desease más que servir al dios.
—¿Y qué pasó?
—Al principio nada. Me dediqué en cuerpo y alma a aprender. Eso, y mi inocencia, llamaron la atención de Ineni; fuimos quedando cada vez menos estudiantes…
—¿Hombres perfectos?
—Así es. Al final, solo quedamos Hapuseneb y yo. Y ya éramos grandes amigos. Nos compenetrábamos muy bien. Él era más listo en cuestiones teóricas, en historia, teología… y yo en temas lógicos; astronomía, arquitectura…
—¿Economía?
—No, en eso él era mejor, pero porque a mí me aburría soberanamente. El caso es que llegó un punto en el que Ineni nos reveló muchos secretos del dios que hubiera sido mejor no desvelar.
—¿Por qué?
—Porque en el momento en que descubrimos que era Ineni el que se servía de su posición, y del dios en definitiva, en vez de servirle, ambos perdimos la ilusión.
Hatshepsut se levantó, asustada.
—¡Pero el dios es real!
Sen-en Mut rio.
—Por supuesto que lo es, pero era Ineni el que ponía las palabras en los labios del dios, en lugar de hablar por su boca.
—Parece lo mismo.
—Pues no lo es. No es una cuestión simple. Hay muchos tratados de teología sobre el tema. Te lo resumiré diciendo que una cosa es inventarse las palabras del dios, y otra revelar sus propósitos. Todo tiene que ver, al final, con la intención del que posee la capacidad del verbo del dios. Cuando sigues al dios, es el dios el que habla. Pero si buscas tu interés, eres tú el que pones palabras en la boca del dios.
—¿Y cómo se diferencia?
Sen-en Mut se encogió de hombros.
—Ahí está la dificultad.
Hatshepsut renunció a entenderlo, pero había algo que la inquietaba.
—Mi padre dice que el oráculo del dios dictaminó mi futuro como reina ya antes de que murieran mis hermanos.
—Ese es solo un ejemplo. Por dinero se puede hacer cualquier revelación, cualquier documento, cualquier cosa.
—Pero eso no será exclusivo de Ineni.
—¡Claro que no! Pero los buenos sumos sacerdotes siempre han tratado que esos fondos y decisiones fueran a favor del país, del faraón y del dios. Y el faraón controlaba que esto fuera así. Pero Ineni ha obrado mucho en su propio favor.
—¿Y por qué mi padre no lo ha visto?
—Porque es muy hábil. Es un político nato. Un gran adulador, forjador de relaciones y pactos. Listo como un zorro.
—¿Y por qué no os engañó a vosotros dos?
—Te lo he dicho, porque los hechos del dios hablaban por sí solos.
—¿Y no previo vuestra reacción?
—No. Hapuseneb y yo hablamos mucho sobre eso. Recuerda que vimos caer a muchos aprendices antes de que solo quedáramos dos. Supongo que esperaba que compitiésemos entre nosotros, pero nos hicimos amigos, y cuando vimos esas… cosas, decidimos no hablar. Llegaríamos al final y nos apoyaríamos el uno al otro en caso de que uno de los dos cayera en desgracia. Dejamos que Ineni creyera que seguía controlando nuestros cuerpos y almas, pero mantuvimos nuestra independencia. Sin la ayuda del otro, ninguno hubiera conseguido mantener el engaño. Las pruebas eran demasiado duras.
—¿Sabías que Hapuseneb informaba al rey?
—¡Claro! Los dos lo acordamos, pero él tenía las riendas un poco más sueltas, así que fue quien lo hizo.
Hatshepsut meditó durante un buen rato.
—Hay algo que no termino de comprender.
—Dime.
—Si reprocháis a Ineni que gobernase las palabras del dios… —¿Si?
—Hapuseneb quiere asimilarlo a Ra.
—Ya comprendo. —Sonrió—. Temes que hagamos lo mismo. No. Nosotros servimos al dios; vemos sus necesidades y las del país. —Tomó la cara de ella entre sus manos, mirándola fijamente—. Piensa: un país con varias cosmogonías, donde en cada ciudad se adora a un dios distinto. Incluso el mismo dios tiene formas distintas según el lugar. ¿Crees que ese puede ser un país fuerte?
Sen-en Mut giró cariñosamente la cabeza de la reina hacia un lado y otro, negando. Ella sonrió.
—Es cierto. Pero no minusvalores a Ra. También puede ser violento como el oscuro.
Él rio.
—¿Te refieres a la vieja leyenda?
—Sí. Es la misma que nos lleva a Dendera a celebrar la fiesta de la diosa.
—¡Cuéntamela! Me gustaría oírla de tus labios.
Ra era viejo. Sus ojos eran como plata, su piel como oro bruñido y sus cabellos como el lapislázuli. Cuando los egipcios vieron cómo había envejecido, y al percatarse de lo delicado de la salud de su rey, empezaron a murmurar contra él, y los murmullos pronto se tornaron en conspiraciones para apoderarse del trono de Ra.
Los conspiradores se reunieron en el límite del desierto, donde se creían seguros, pero el dios Sol cuidaba de Egipto y escuchó sus intrigas.
Ra estaba tan triste que deseaba hundirse de nuevo en el abismo acuoso, pero también estaba más ofendido y colérico que nunca. Habló a los seguidores congregados alrededor de su trono:
—Id a buscar a mi hija, el Ojo del Sol; haced venir al poderoso Shuy Tefenet; traed a sus hijos Geby Nut; haced venir también a los oscuros Ogdoad, a los ocho que estaban conmigo en el abismo acuoso; encontrad también a Nun. Pero que vengan en secreto. Si los traidores saben que he convocado un consejo de los dioses, adivinarán que han sido descubiertos y procurarán, por todos los medios, escapar del castigo.
Los seguidores de Ra se apresuraron a obedecerle. Llevaron el mensaje a los dioses y diosas, y éstos, uno a uno, entraron de forma discreta en el palacio.
Inclinados ante el trono de Ra, quisieron conocer el porqué de tan secreta reunión. El Rey de los Dioses les habló de este modo:
—Tanto los más viejos de los seres vivientes, así como todos los que me acompañáis, sabéis perfectamente que de mis lágrimas surgieron los seres humanos. Les di la vida, así como el país donde habitan… Y ahora se han cansado de mi autoridad y piensan conspirar contra mí. Decidme: ¿Qué tendría que hacerles? —Y tras una pausa continuó—: De hecho, no quisiera destruir a los hijos de mis propias lágrimas hasta que no haya escuchado vuestro sabio consejo.
El acuoso Nem habló primero:
—Hijo mío, eres más viejo que tu padre, más grande que el dios que te creó. ¡Que reines eternamente! Tanto los dioses como los hombres temen el poder del Ojo del Sol. Envíalo contra los rebeldes.
Ra echó una mirada a Egipto y dijo:
—Mis conspiradores ya han huido hacia el interior del desierto. ¿Cómo les puedo perseguir?
Y todos los dioses exclamaron de manera unánime:
—¡Envía al Ojo del Sol para matarlos! Toda la humanidad es culpable. Deja que el Ojo del Sol baje como Hathor y destruya a los hijos de tus lágrimas. Que no quede ni uno solo con vida.
Hathor, el Ojo del Sol, la más bella y terrible de las diosas, se inclinó ante el trono y Ra asintió con la cabeza.
Hathor fue hacia el desierto rugiendo como una leona. Los conspiradores se dispersaron, pero ni uno solo se le escapó. Los mató y luego se bebió su sangre.
Después, la despiadada Hathor, dando rienda suelta a su furia, buscó más seres que matar, hambrienta de sangre. Abandonó el desierto y extendió el terror por pueblos y ciudades, matando a todo el que encontraba: hombres, mujeres y niños.
Ra escuchó los ruegos y los gritos de los moribundos y empegó a sentir lástima de los hijos de sus propias lágrimas, pero no dijo nada.
Al anochecer, Hathor regresó triunfante a la presencia de su padre.
—Bienvenida seas en paz —dijo Ra.
Intentó aplacar la furia de su hija, pero Hathor había probado la sangre humana y la había encontrado dulce. Estaba deseosa de que llegara la mañana siguiente para poder regresar a Egipto y completar la matanga de la humanidad en venganza por su alta traición.
El dios Sol buscaba la manera de salvar al resto de la humanidad de la furia incontrolable de su hija sin tener que faltar a su palabra real. Pronto dio con un buen plan.
Ra ordenó a sus seguidores que corriesen, más deprisa que las sombras, a la ciudad de Abu y que trajeran todo el ocre que allí pudiesen encontrar. Cuando hubieron regresado con cestas llenas de tierra roja, les volvió a enviar, esta vez a buscar al sumo sacerdote de Ra en Heliópolis y a todas las esclavas que trabajaban en el templo.
Ra ordenó al sumo sacerdote que triturara el ocre para hacer un tinte rojo y puso a las esclavas a hacer cerveza. El sumo sacerdote estuvo golpeando hasta que los brazos le dolieron y las esclavas trabajaron toda la noche para hacer siete mil jarras de cerveza. Antes del alba ya había mezclado la cerveza con la pintura roja, que así parecía sangre fresca. El Rey de los Dioses sonrió:
—Con esta porción para dormir puedo salvar de mi hija a la humanidad —dijo.
Entonces Ra hizo llevar las jarras al lugar donde Hathor había de empegar la matanga y ordenó que volcasen la cerveza por los campos.
Tan pronto como hubo empegado el nuevo día, Hathor bajó a Egipto para oler el rastro de los pocos que aún quedaban vivos y así poderlos matar. La primera cosa que vio fue un gran charco de sangre. La diosa se agachó para chupar un poco y le gustó tanto que se lo bebió todo.
La cerveza era fuerte y la diosa pronto se puso muy alegre. La cabeza le daba vueltas y ya no recordaba cuál había sido el motivo de su visita a Egipto. Con un ensimismamiento agradable, Hathor regresó al palacio de Rey cayó a los pies de su padre, donde permaneció dormida muchos días.
—Bienvenida, bella Hathor —dijo Ra con tono suave—. La humanidad recordará el día que se escaparon de tu furia bebiendo cerveza fuerte durante todas tus fiestas. Los hombres y mujeres supervivientes ciertamente lo recordaron y, por siempre, Hathor fue conocida como la Señora de la Embriaguez. Durante las fiestas que a ella se dedicaban, los egipcios se podían emborrachar tanto como quisieran y nadie les reprochaba nada.
Pero Ra todavía estaba enojado y triste por la rebeldía de los hombres. Ya nada podía ser igual a la edad de oro de antes de la traición. Cuando por fin Hathor se despertó, se sintió como nunca antes, y Ra le preguntó:
—¿Te duele la cabeza? ¿Te queman las mejillas? ¿Te sientes bien?
Mientras hablaba, Ra condenó a Egipto a sufrir los males que ahora sentía su hija, originando la enfermedad a los hombres.
Ra convocó un segundo consejo y dijo:
—Mi corazón está demasiado triste y cansado para continuar como rey de Egipto. Soy viejo y débil, dejadme hundirme otra vez en el abismo acuoso hasta que me llegue el momento de renacer.
Nun se apresuró a decir:
—Shu, protege a tu padre. Nut, llévale a cuestas.
—¿Cómo puedo llevar al poderoso Rey de los Dioses? —preguntó la bella Nut, y Nun le dijo que se transformara en vaca de ijadas doradas y largos cuernos curvos. Ra montó la Naca Divina y se fue de Egipto en paz.
Sen-en Mut aplaudió como un niño. Ella se sonrojó. No solía contar historias antiguas. Retomó la conversación para disipar su incomodidad infantil.
—Pero tienes razón: Amón es demasiado oscuro para que cuaje en el corazón de las gentes sencillas.
Su ya marido, puesto que no se ocultaban, asintió.
—Amón ha guiado a los soldados durante el periodo bélico, pero ahora se apaga como una vela. Las gentes corrientes prefieren a dioses que les recuerden la alegría de vivir, porque somos vividores. Amamos la alegría, la vida, el amor, la luz… Amón es poderoso, pues ha unido el país. Debemos mantener la unidad bajo ese elemento común, poderoso y omnipresente, y darle un poder tal que nadie dude, ni nosotros, ni nuestros enemigos, presentes y futuros, que los habrá.
—Y para eso hay que sacarlo de la oscuridad.
—Exacto. Pero no te engañes, es su propia voz la que nos ha hablado. El oráculo no solo sirve para ganar dinero. El mismo Hapuseneb durmió en su templo más oculto. Tiene el don de escuchar la voz del dios a través de su sueño. Por eso era el favorito de Ineni.
—Solo que no le escuchaba.
—¡Oh! Sí le escuchaba, pero lo utilizaba a su antojo. La tergiversación de las palabras es tan peligrosa como un testimonio falso. Lo que me lleva a pensar…
—¿Sí?
—Dicen que los reyes, como descendientes de los dioses, tienen esa facultad. Tu padre no la tiene. Él cree que porque su sangre no es pura. —Hatshepsut se asustó. Sabía lo que venía a continuación—. Pero la tuya sí lo es.
—¿Va a hablarme el dios?
—Es difícil que lo haga cuando tu mayor veneración es a Hat-Hor. Creo que será ella la que te hable en sueños.
—Pues lo sabremos muy pronto.
Sintió escalofríos.