Su padre interrumpió una visita a una provincia del delta cuando los heraldos trajeron las malas noticias. Ordenó partir a su comitiva a máxima velocidad.
Tardó solo unos días en llegar, pero a su hija le parecieron meses, pues se encontraba en un estado de apatía del que no quería salir. Solo le extrañó que su cámara estuviera custodiada por guardias armados, como si fuera una prisionera y no la princesa. Las raras ocasiones en que abandonó su aposento, y para desentumecer las piernas en los jardines, los guardias la seguían a tan poca distancia que solo el aletargamiento y la tristeza le impedían echarlos con cajas destempladas.
Pero, como todo llega, al fin los enanos le avisaron de que el barco real se encontraba ya muy cerca.
Salió a recibirlo al muelle de palacio, con los ojos bañados en lágrimas.
Apenas fueron lanzados los primeros cabos, su padre ya saltaba a tierra ante los rostros escandalizados de sus sirvientes. Corrió hacia ella y la abrazó.
—Ya estoy aquí.
Ella solo sollozó en sus brazos. Olía a sudor y a polvo.
—Temía que algo te hubiera ocurrido. Pero… —Sonrió a su hija, obligándole a levantar la vista—. ¿Dónde está ese espíritu inquebrantable, aquella fiera indómita? ¡Si hasta las fieras del zoológico están menos domesticadas que tú!
Ella sonrió a su pesar, aunque el gesto duró lo que tardó en articular las palabras.
—Sat-Ra ha muerto.
La sonrisa se esfumó de la cara del rey.
—¿Qué ha ocurrido?
—Estaba hablando con Sen-en Mut, al que no veía desde hacía semanas… Y ella le atacó con un cuchillo, hiriéndole.
—¿Y él la mató?
—No. No se atrevió a tocarla. Sabía lo que significaba para mí. Ella… ella…
Sollozó de nuevo.
—Cálmate.
Se esforzó en respirar.
—Ella se cortó el cuello.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—Lo averiguaremos… —La atrajo hacia sí.
—Quiero darle un buen enterramiento…
—Lo tendrá.
—Y yo lo pagaré. Soy la responsable.
—No lo eres. Sat-Ra no hizo eso espontáneamente. Fue inducida a ello.
—Naturalmente. Por Ineni.
El faraón abrió sus ojos. Pocas cosas podían sorprenderle.
—¿Y eso?
—Vino a verme. Insinuó que Sen-en Mut había asesinado a tus hijos. —¡Maldito zorro! Pero… ¿qué tiene que ver con tu nodriza?
—Cuando Sat-Ra atacó a Sen-en Mut, le llamó asesino de niños. El faraón suspiró. Hatshepsut continuó casi en un jadeo, temerosa de que su padre no la creyese.
—Padre, esto es muy importante. Nunca te he pedido nada. Ahora te pido… te exijo que me expliques el papel que ha jugado Sen-en Mut en mi vida.
El rey sacudió la cabeza, buscando un argumento.
—Mi amor, olvídale. Estás mejor sin él.
—Quiero que seas del todo sincero.
—Hatshepsut, por favor. Confía en mí.
—¿Cómo tú confías en Ineni? No. Dime la verdad.
—La verdad es que el mayordomo se apropió de un papel que no le correspondía.
—¡Padre! —gritó la princesa fuera de sí.
—¡Te lo advertí! Te dije que no le tomaras cariño. No era sino un sirviente.
—Uno especialmente bueno.
—Sí. Alguien que te hubiera servido como a mí me sirve Ineni. Pero le diste más de lo que jamás hubiera soñado.
—¡Padre! Ineni te ha traicionado. ¿Es que no lo ves?
—Traición no es la palabra correcta. El actúa por amor a su país.
—No. Sat-Ra actuó por amor a mí, y mira el resultado. Y hay algo que Sen-en Mut hizo que tu Ineni jamás haría. Se interpuso entre Sat y yo y recibió la puñalada en mi lugar. No se esforzó en repelerla, pensando que era a mí a quien quería matar, incluso a pesar del insulto.
El Rey asintió, dándole brevemente la razón, pero ella continuaba.
—¡Por favor!
—¡Estas mejor sin él! Tutmosis…
Hatshepsut explotó como las piñas en el fuego del hogar.
—¡Eso es lo único que te interesa! Tu hijo. Él, que fue dotado con un glorioso pene. —Se levantó furiosa—. Pues no voy a desposarle. Jamás. No para darte una satisfacción cuando tú a mi no me quieres dar ni un mínimo de sinceridad.
El faraón gritó.
—¿Quieres sinceridad? Tú no puedes reinar por ti sola. ¡Nunca podrás!
La princesa gritó a su vez, escupiendo saliva.
—¿Entonces por qué me engañas?
—No te he engañado nunca. Quiero que reines. Desde ya. Quería ofrecerte un trato. —Su tono de voz bajó—. Sé que va a ser duro para ti, pero lo que te propongo te ayudará a que Tutmosis te tome en serio y escuche tus consejos.
Su padre le hizo un gesto.
—¿Y qué trato es ese?
—Te daré la corregencia. Reinarás a mi lado hasta que Tutmosis sea capaz. En ese momento te casarás con él y será faraón, pero tú llevaras el control del país.
—Sí, claro. Y seguro que él, y sobre todo su madre, estará de acuerdo.
—Lo estarán, porque pienso vivir aún mucho tiempo, y si quiere reinar tendrá que aceptar que tú eres más válida que él.
Hatshepsut pensó con calma. Una regencia. Había deseado reinar junto a su padre toda su vida.
Reflexionó mucho.
El Rey la miraba, curioso, respetando su silencio.
Al fin, levantó la cabeza.
—Pero pongo una condición.
—¿Cuál?
—Que me cuentes la verdad sobre Sen-en Mut.
Volvió a sentir la tormenta sobre los hombros de su padre, pero se mantuvo inflexible.
—¿Por qué?
—Porque no quiero aceptar la regencia precisamente ahora que me había negado a casarme con tu hijo. No lo quiero como una compensación. No soy uno de los diplomáticos extranjeros con los que negocias. Quiero la verdad.
Esperaba una tempestad, pero su padre, extrañamente, se serenó y la abrazó.
—Debería enfadarme, pero lo cierto es que admiro tu inteligencia. No puedo reprocharte nada, puesto que yo hubiera obrado igual.
—Entonces… ¿Me contarás la verdad? —Sonrió con malicia por primera vez—. Sin alterar nada… ¿Verdad?
Tutmosis sonrió tristemente. Se le notaba incómodo y su hija pensó que nada de lo que le contase le iba a gustar.
El Rey suspiró de nuevo y comenzó su relato.
—Tenías razón. Ineni tomó decisiones por su cuenta.
—Y tú pareces disculparle.
—Como tú haces con Sat-Ra. Si se hubiera vuelto contra ti, la hubieras apartado sin dañarla, pues toda una vida no se empaña fácilmente.
—¿Fácilmente? ¿Qué hizo?
—Intentó promover un… candidato alternativo a mi hijo.
—Pero… ¡Eso es alta traición!
Tutmosis sonrió.
—La clase de traición que se repite varias veces en cada reinado.
—¿Y no merece la muerte?
—Tal vez sí. Pero su estrategia no fue invasiva.
—¿Qué quiere decir eso?
—Que jamás hubiera atentado contra mí o mi familia. Pero si, por ejemplo, mi hijo muriera de enfermedad… Al buscar y valorar las opciones, estaría haciendo un servicio al país. Esta es su manera de verlo.
—Sí, Por supuesto. Y otra más evidente es que haría cualquier cosa para que yo no reinase.
—Pero reinarás conmigo. Ha perdido.
—Sigo encontrando increíble que no le castigues.
—¡Oh! Sí que le castigo. Está muy mayor para desempeñar su labor. Tal vez le ofrezca una retirada honrosa.
—Ya. ¿Y el… candidato?
El faraón abrió los brazos, como cuando los sacerdotes consuelan a los fieles esgrimiendo que se trata de la voluntad de los dioses, con expresión burlona.
—Sufrió un desgraciado accidente de caza que todos lamentamos profundamente.
—¡Padre! ¿Perdonas al instigador y matas al inocente?
—Cariño, algún día aprenderás a jugar a este juego. Te enseñaré durante estos años.
—¿Y Sen-en Mut?
—Perdió el favor de Ineni… Y el mío. Ineni pretendía utilizarle para quitarte la idea de que reinaras.
—¿Y tú lo permitiste? —rugió la leona.
—Te dije que lucharas contra él. Que aprendieras de él.
—¿Así que permitiste que una marioneta de Ineni me enseñara?
—Lo tomé como un examen final a tu enseñanza. Y estoy orgulloso de constatar cómo te rebelaste. Pero no conté con una posibilidad.
—Que me enamorara de él.
—Así es. Como te dije, es uno de los hombres más válidos del reino. Vi que comenzaba a atraerte y fui… racionando tus visitas. Le obligué a guardar silencio bajo la amenaza de retirarle de tu compañía.
—¡Pero jamás intentó alejarme del gobierno del país! ¡Al contrario!
—Lo sé. Tomó sus propias decisiones. Se enamoró de ti y perdió el favor de Ineni.
—¡Y tú le prohibiste hablar!
—Pero le mantuve a tu lado.
—¿Por qué?
—Porque no quería que dependieras de un hombre. Pensaba que si te iba dejando gradualmente te rompería el corazón, pero te haría fuerte.
—Ya. Y el hecho de que quisieras que me case con tu hijo no tuvo nada que ver, ¿verdad?
—¡Hatshepsut! Olvidas que podría haber hecho con él lo que quisiera en cualquier momento.
—¿Y por qué lo mantuviste entonces en su puesto?
—¡Maldita seas! Porque te hacía feliz. Algún día tendrás hijos y comprenderás lo condenadamente difícil que es criarlos.
La princesa rompió a llorar y se abrazó a su padre. Se sorbió el llanto y trató de cambiar de tema. Se sentía incomoda, como una niña.
—¿Y cómo descubriste lo que Ineni planeaba?
—Ineni cree que controla a los jóvenes a su cargo, pero a la mayoría de ellos les puse yo en el Kap. Recuerda esto: un rey lo es por la fidelidad de sus hombres.
—¿Quién…?
—Hapuseneb. Un gran hombre. Estudió con Sen-en Mut en el templo, pero este era un guerrero y el otro un sacerdote. Me contó lo que Ineni pretendía.
—¿No podría haberle desenmascarado para convertirse en el nuevo sumo sacerdote?
—Podría. Pero también pudo apoyar al candidato. Sin embargo, no hubo elección. Es un hombre fiel. Además, es amigo de Sen-en Mut.
Un silencio incómodo se hizo dueño de ambos. Ninguno se atrevía a romper la tregua, hasta que el Rey hizo la pregunta como el que escupe agua ponzoñosa.
—¿Qué vas a hacer?
Ella no contestó inmediatamente. Parecía estar en otro lugar.
—Ir tras él. ¿Qué, si no?
—Pero has prometido…
—Que me casaré con tu hijo. No significa que vaya a quererlo. ¿O es que me meto yo a elegir tus concubinas o reprocharte que no trates a mi madre?
—No, pero…
—¡Pero nada! Él tampoco tendrá ningún derecho sobre mí.
—¿Y cómo vais a tener hijos?
Hatshepsut se revolvió como una gata furiosa.
—¡Por los dioses oscuros! ¿Ahora hace falta amor para eso? ¿Cuánto amabas tú a madre?
El Rey miró al cielo.
—Eso no es justo. No es lo mismo.
—¿Por qué yo soy una mujer? —Se acercó a su padre—. Si vamos a reinar de igual a igual, como dices, y eso tengo que verlo pues aún no me lo creo, respetarás mis ideas. Y te advierto algo: si le sucede cualquier cosa a Sen-en Mut, o muere de enfermedad, o de accidente, o se rompe un brazo, ya te puedes ir buscando candidatos con Ineni. ¿De acuerdo?
—¡No me hables así!
—Tú me has hecho como soy, así que acepta que soy una mujer de una vez. ¿Aceptas el trato?
—Lo acepto.
Ella, sorprendida, afirmó con la cabeza. Resultaba graciosa de repente, pretendiendo dar solemnidad a un acto entre padre e hija. Tendió la mano a su padre, que sonrió y la abrazó.
—Pero si reinamos como iguales, no quiero volver a oír una queja sobre tu amante. Yo no te cuento nada sobre mis relaciones. Es muy incómodo.
Ella sonrió.
—Me parece justo.
Salió de la estancia radiante.
Iba a reinar.
Pero se frenó de golpe. La ansiedad tiró de ella en su interior y las lágrimas volvieron a pretender fluir. Maldijo su sentimentalismo. Abordó al primer enano que se acercó a su camino.
—Llamad a Hapuseneb. Le quiero inmediatamente. Sin tardanza.
Al poco, un espigado joven se presentó ante ella.
—Princesa, mis condolencias.
—Reina desde ahora. Gracias.
El joven se postró ante ella con franca expresión de sorpresa. Era espontáneo y amable. Le gustó.
—Háblame de Sen-en Mut. ¿Dónde ha ido?
Su incomodidad era patente. Se revolvió, inquieto como una anguila.
—Tranquilo. He pactado con mi padre. Le quiero a mi lado. El faraón no va a tocarle.
Hapuseneb suspiró de alivio.
—Está de camino a las fronteras con Mittani.
—¿Puedes enviarle un correo para que dé media vuelta?
El sacerdote pensó durante unos instantes.
—Es muy tozudo. Un correo no le haría volver pero puedo ordenar que le retengan hasta que podamos llegar a él por barco.
—Pues haz los preparativos. De incógnito y de manera discreta, pero con protección absoluta. Lo consideraré un favor personal.
—Mi señora, no hay favores entre nosotros. Tú mandas y yo obedezco.
Apenas le dio tiempo de vestirse para un corto viaje. Hapuseneb ya llamaba.
Se cubrió con una túnica común, sin peinarse, tapando su pelo y rostro con un ancho pañuelo. Aunque las calles de Tebas eran relativamente seguras, no podía confiar en que uno de los nobles comerciantes no la reconociera en el puerto. No quería dar que hablar, sobre todo ahora que era reina.
Caminaron a buen ritmo, en silencio. Hatshepsut miraba al suelo, lamentando no poder recrearse en los detalles de una excursión. Ya habría tiempo. Les acompañaban una docena de hombres que disimulaban su condición bajo amplias capas. Sintió algo de miedo al sentir las miradas pétreas en su cuerpo.
Miradas lascivas.
Se acercó a Hapuseneb.
—¿Son de confianza?
—Amigos personales.
La princesa asintió, cohibida.
No tuvo mucho tiempo para satisfacer su curiosidad. Enseguida llegaron al puerto entre policías de mirada escrutadora, comerciantes que discutían a voz en grito, pequeños pillos atentos a cualquier oportunidad, escribas que supervisaban las cantidades, precios y condición de las mercancías…
La actividad era frenética. Filas de esclavos portando bultos de aspecto imposible de cargar, tan prietas que solo la orden de un capataz interrumpía su tráfico para que pasase un noble y su comitiva, se sucedían por doquier.
Hapuseneb no se identificó y usaron las credenciales de uno de los soldados, el de mayor rango, para entrar al navío, que habían preparado para que su única carga fueran ellos.
Bajaron a una pequeña estancia habilitada en las tripas del pequeño barco, donde había situado varias mantas y cojines.
Hatshepsut retuvo a su lado a Hapuseneb mientras oían los gritos de los oficiales del puente dirigiendo su salida entre otros barcos.
—Dime ¿qué relación tienes con Sen-en Mut?
—Estudiamos juntos. Nos hicimos grandes amigos y prometimos estar en el mismo bando para poder servirnos de ayuda mutua. Nos llamamos «hermano».
—¿Recibisteis la misma formación?
—No, de ningún modo. Yo estaba destinado a sucederle como responsable de la administración de los templos. Para nada podía soñar con tener su cargo.
—¿Y eso?
—Porque, como Sen-en Mut, provengo de familia humilde. Los grandes puestos, por más que el faraón promueva la verdadera vaha de los candidatos, siguen siendo casi hereditarios.
La princesa tembló ante la mención de la palabra candidato. Se arrebujó entre una manta para disimular, como si fuera la humedad y no otra cosa lo que alteraba su frágil estado emocional. Se dio cuenta de que estaba muy nerviosa, aunque la voz cálida y tranquila de Hapuseneb actuaba ya como un bálsamo.
—Dime… ¿qué misión le dio Ineni a Sen-en Mut? —De nuevo el malestar—. Puedes hablar. Mi padre me lo ha dicho todo.
—Tenía que controlarte para que no interfirieras en sus planes. Y si fallaba…
—¿Sí? —Debía matarte.
Hatshepsut sintió que algo se revolvió dentro de ella. Los escalofríos arreciaron y su cara perdió el color. Hapuseneb la rodeo con otra manta, a pesar que no hacía frío en absoluto.
—¿Eso lo sabe mi padre?
—Por supuesto.
«¡Pues claro! Por eso no le mató, porque respetó mi vida», pensó.
Se dirigió de nuevo a Hapuseneb con las facciones encendidas.
—¿Corrí peligro en algún momento?
El semblante serio de Hapuseneb se contrajo por la sorpresa cuando se dio cuenta de que le preguntaba por su amigo.
—¡Oh! De ningún modo. No por su mano. Se enamoró de su majestad…
—¡Por favor, Hapuseneb! Olvídate del trato pomposo.
Él enrojeció.
—Se enamoró de ti casi inmediatamente. Al principio sí tenía ambición personal, pero cuando se dio cuenta de que sentía algo por ti, y que, de alguna manera, tú le correspondías, decidió que su ambición sería la tuya. No. No corriste peligro… por su mano.
—¿No por su mano?
—Pero sí por la de Ineni. Tiene espías en todas partes. Intentó acceder a tu nodriza, pero como no consiguió llegar a ti trató de matarle a él.
—Sat nunca me hubiera hecho daño.
—Pero sí otros. Sen-en Mut te vigilaba, aún cuando tú creías que no estaba en Palacio. Se escondía entre los sirvientes. Vivía con ellos. Te puso una guardia especial cuando él mismo no podía protegerte.
—Pobre Sen. Tuvo que pasarlo tan mal…
—Corrió verdadero peligro.
—¿Y cuando volvamos? ¿Qué impedirá que uno de sus espías nos encuentre?
—Haremos una purga. Cambiaremos todo el servicio si hace falta. Les pondremos a todos a prueba.
—¿Cómo?
—Es fácil. Recuerda que desde ahora paso al servicio de tu padre. Puedo acceder a todos en nombre del rey, de Ineni… O del mismo Amón. Recuerda que no hay mejor manera de acceder al corazón de un hombre. Si hace falta les pondré delante de la mismísima estatua del dios. En breve tendremos total seguridad.
—¿Y mientras tanto?
—Deberías partir de viaje.
Hatshepsut asintió.
—Todo dependerá del resultado del encuentro.
Hapuseneb se encogió de hombros.
—No me mires así. No puedo responder por él.
—Y en el futuro… ¿Puedes responder por ti?
—¿Qué quieres decir?
—¿Me servirás, aun cuando yo esté equivocada?
—Si Sen está a tu lado, dudo que se equivoque, pero sí.
——¿Cómo puedo estar segura de que no tendrás… ideas propias como Ineni? El piensa que no es el faraón quien le juzga, sino el propio Amón.
El joven sonrió, sacudiéndose la comparación con un gesto.
—Yo sé quién me favoreció desde el Kap. Fue vuestro padre, no Ineni. Y lo hizo porque creía que hay algo especial en mí, sin importar mis orígenes o clase social. Es hora de devolverle la confianza.
—Sí, pero… Yo no soy mi padre. Y soy yo quien te pide fidelidad. —La princesa buscaba las palabras con cautela—. Mi padre tiene un heredero. Y tal vez un día…
—Te conozco por las palabras de Sen y de tu padre. Sé que quiere casarte con el niño.
—¿Y qué… sabes de él?
—Está muy influenciado por su madre, tan ambiciosa como estúpida. Se niega a dar al niño la educación que le conviene. La misma que recibimos nosotros, aunque su padre le fuerza a ello. Pero aprende más de los consejos estúpidos de una concubina. Encuentro comprensible que una esposa de segundo rango pretenda sentar las bases del poder de su hijo, pero cuando es el único heredero posible —recibió la mirada furibunda de la princesa— de acuerdo a la costumbre —se apresuró a recalcar—, es estúpido que mantenga su actitud. Y su padre…
—Su padre tal vez no tiene la fuerza para empezar de nuevo tras haber perdido a dos varones y enseñar a una mujer como si fuera hombre. Tal vez conoce el carácter del niño y piense que no vale la pena.
—No, Princesa. Decir eso es egoísta. Tu padre es un profundo conocedor de las personas y sus virtudes. No olvides que ha traído niños de todas las provincias al Kap. Niños en los que ha visto virtudes que explotar. Como Sen o yo. Si no educa a su propio hijo es porque no ve en él tierra fértil que regar.
Hatshepsut se sintió avergonzada. Resultaba insultante que alguien a quien acababa de conocer le diera una lección, pero era justo, y ella misma le había autorizado el trato de confianza. Además, hacía falta valor para decirle algo así. Era un buen consejero.
—Entonces, ¿me apoyas por esa única razón?
—No. Te apoyo por varias razones: la más importante, porque es la voluntad de tu padre, el faraón. Porque amas a Sen. Porque has sido juiciosa y eres inteligente. Por mi propio criterio y por la oposición a Ineni. Porque, aunque no creo que una mujer común pueda hacerlo igual que un hombre, tú eres una mujer muy especial. Por la incapacidad del pequeño Tutmosis y por amor a mi país. Pero si necesitas ponerme a prueba, hazlo.
Ella ignoró el comentario sobre su género, que le hizo rechinar los dientes. Intentó pensar que había pretendido ser un cumplido.
—No lo necesito. Ya es bastante prueba que me lleves hasta él. Y te lo agradezco.
—No hay nada que agradecer.
—Sí que lo hay. No deseo una relación de mero servilismo porque sí. Quiero que me valores por lo que soy. Sen dice que los hombres se respetan por su protección en combate. Ni tú ni yo vamos a luchar por nuestro brazo…, o al menos eso espero. —Ambos sonrieron—. Pero sí deseo que la protección, el respeto y la amistad sean mutuos. Recuerda que he nacido humano y, lo que es peor, mujer. No sé si Horus me aceptará como familiar directo.
Hapuseneb rio. Tomó sus manos en las suyas.
—Tenéis mi lealtad incondicional, mi reina. Y no temáis. Al fin y al cabo, sois hija de Ra.
Ella le abrazó, aunque él pasó a la iniciativa.
—Eso sí. Espero que vuestra devoción por Amón no sea menor que la de vuestro padre.
Ella sonrió, pero seguía alerta. El sacerdote pretendía aprovechar su posición, quizás pedir algo a cambio.
—¿Cuál es la postura respecto al dios? —preguntó la reina sin variar su expresión amistosa.
—La guerra ha pasado. No podemos mantener la percepción de un dios oscuro y guerrero. Amón es poderoso, pero quiero ponerle, con tu ayuda, en la cima del poder.
—¿Cómo?
—Si es oscuro, aportémosle la luz.
—¿Ra?
No le dijo que ya había hablado del tema con Sen-en Mut.
—Sí. Quiero asimilarle a Ra. Vestirlo de luz y bondad. Y, amparados por su poder, bendeciremos un día tu reinado… En solitario.
—He prometido a mi padre que me casaré con su hijo.
—Lo sé. De otro modo no estarías aquí.
La princesa miro a los ojos a Hapuseneb con sorpresa. No podía creer que aquel, en apariencia, inocente e ingenuo sacerdote fuera tan maquinador.
—¡No pienso atentar contra la vida de mi hermanastro!
—Yo no he propuesto eso. Solo quiero mostrarte que Amón-Ra apoyará el reinado de una mujer… si se da el caso.
Hatshepsut le miró con malicia.
—Ya habías hablado con Sen-en Mut de esto, ¿verdad? Y mi padre no sabe nada de esa conversación, ¿no?
Hapuseneb sonrió.
—No puedo hablar por Sen. Hemos hablado mucho. Tal vez debería dejarte sola. Tienes que pensar lo que vas a decirle.
Ella asintió.
—Gracias. Solo recuerda que no aceptaré no llevar las riendas.
—Me defraudaría que fuera de otro modo.