14
LA TORMENTA

A la mañana siguiente estaba de un humor maravilloso. Ni siquiera rehuyó a su padre, ni a su mayordomo, como solía hacer últimamente.

Sen-en Mut la saludó con un tono seco. Se limitó a hablarle de las cuentas de su casa, como habían convenido, de un modo profesional, demasiado serio, como un escriba al que se paga por horas.

Ella sonrió.

Estaba dolido. Era evidente.

Eso le gustaba, aunque, por otro lado, algo en ella se sentía mal al castigarle de ese modo sin un motivo concreto. Su seriedad le gustaba. Le privaba de esa ambición que odiaba…

Pero no era feliz.

Ni ella haciéndole eso.

«¿Qué me ocurre? —pensó Hatshepsut—. Debería estar exultante. Le tengo a mi merced. Es mío. Hace cuanto deseo sin oponerse. Aguanta mis pullas. No pretende imponerme absolutamente nada. Ha perdido la ambición en sus palabras, sus actos y sus ojos. Le he vencido sin remisión… ¿Por qué me siento tan mal?».

Estaba enfadada consigo misma por no saber qué quería. Cuando la desafiaba odiaba su ambición pero amaba su seguridad, su porte, el atractivo de su arrogancia.

Ahora que había domado la ambición, de paso había acabado con todo lo que le resultaba sexualmente atractivo.

Ni así podía quitárselo de la cabeza. Tal vez el error estuviera en ella. Tal vez la clave es que no era ambición infundada, sino la seguridad absoluta y el control total. Tal vez le habían ofrecido a un semidiós que haría posibles todos sus sueños, como uno de esos espíritus bondadosos de las leyendas, que se aparecen a los hombres y mujeres de buen corazón para colmar sus deseos.

Ella había deseado que su poder se extinguiera.

Pero no. Se estaba volviendo loca. Nadie cambia de esa manera así como así. Debía existir una razón que lo justificara. Ella le había dado motivos, pero el cambio no se justificaba por sí solo. No. Algo externo había ocurrido, independientemente de que ella hubiera hecho mella en sus defensas con algún comentario especialmente mordaz. Pero… ¿Cuál de ellos? Se habían atacado tanto dialécticamente como de manera física, e incluso sexual.

Lo llamó a su lecho una noche, pues empezaba a tener bastante claro ya que sentía algo importante por él y quería saber su reacción.

Sin duda, se había enterado de su escarceo con Mittarna, pero nunca lo dijo. Se comportó como un criado obligado por su dueña, correcto pero no apasionado.

—¿Qué te ocurre? —le gritó—. ¿Intentas insultarme con tu indiferencia? ¡Habla!

—No tengo mucho que decir.

—¿Dónde está la pasión de antes? El ardor, la lucha…

Sen-en Mut la miró con ojos tristes.

—Dime, princesa: ¿confías en mí?

Hatshepsut se extrañó por el tratamiento y por la pregunta. Su cara le decía que la respuesta era importante para él. El primer impulso fue darle una negativa de modo violento, para ver si reaccionaba, pero la pregunta no esperaba una respuesta así, y tampoco ella deseaba mentir.

—No. Me gustaría confiar, pero eres hermético, tanto antes como ahora. Me pides confianza pero no me la das, y eso debería ser reciproco. Recuerda nuestro pacto. Aprender el uno del otro.

—Hay cosas que no puedo contarte.

—¿Por qué?

Sen-en Mut tardó mucho en contestar. Se le veía abatido.

—Porque tal vez no querrías verme más si las supieras.

La princesa abrió los ojos, impresionada por su sinceridad gestual, aunque no era sino un recurso, pues no le había dicho nada.

Pero era un comienzo.

Y manifestaba de algún modo que ella era lo suficientemente importante para él como para causarle esa tristeza.

Se esforzó en encontrar las palabras precisas.

—¿Intentas decirme que ha ocurrido algo de fuera de palacio? ¿No tiene nada que ver con que haya deseado a otro hombre?

Sen-en Mut sonrió por primera vez. Acarició su mejilla. Era el gesto más tierno que le había conocido en meses, y retuvo la caricia con su mano.

—No. Desearía que no fueses sino mía, pero no puedo imponerte eso. He cambiado.

—¿Alguien intenta apartarte de mi lado?

Él bajó la mirada.

Ella escuchó sus dientes rechinar.

—Hasta mañana, princesa.

Hatshepsut intentó distraerse, pero fue inútil. Nada podía apartarle de sus ojos tristes y del gesto espontáneo de aquella caricia.

Su mayordomo seguía atendiéndola, pero de manera servil, casi anticipándose a sus deseos, lo que la ponía muy nerviosa.

Al menos, había concluido que ella no era la culpable de su abatimiento. Algo extraño debía ocurrir, pero no se atrevía a hablar aún con su padre, pues, si él había decidido apartarle, ella no podría hacer nada.

Además, la conducta de Sen-en Mut era extraña. No salía de Palacio, cuando antes apenas entraba el tiempo justo para verla, no obstante llevaba sus cuentas con una diligencia asombrosa, pues había aumentado su patrimonio de manera espectacular.

Pero, ahora, además de permanecer en Palacio se diría que estaba recluido a voluntad propia; la evitaba. Miraba a todas partes como una ardilla asustada. Parecía temer algo. O a alguien.

Evidentemente, su padre no había dado la orden de su marcha, pues hubiera sido acatada sin la menor demora.

No.

Y si hablara con él, sin duda precipitaría la orden.

Debía pensar fríamente y contener sus impulsos. Más de una vez había abordado a su amante, pero se comportó de un modo huidizo. Siempre encontraba algún quehacer.

Nunca pensó que extrañaría la fiereza de antes, pero aquel hombre apocado no le atraía.

Y, sin embargo, tampoco tenía ganas de otros hombres. Ni siquiera Mittarna.

¿Era eso el amor? Ingrato sentimiento, si así era.

A los pocos días recibió la visita de un enano que le pidió una cita de parte del mayordomo y sumo sacerdote de Amón.

Aquello le sorprendió mucho. ¿Qué querría Ineni de ella? Había cumplido con todos los preceptos. Su pacto con Sen-en Mut había aumentado de manera sincera su devoción por Amón, después de que le explicara que de su unión con Ra, y por extensión con Hat-Hor, podía surgir un dios todopoderoso, tan bello como aquel amanecer. Eso la convenció, aunque era evidente que no era sino un proyecto, ya que el estricto Ineni jamás hubiera escuchado una propuesta tan revolucionaria.

Y, sin embargo, el sumo sacerdote solicitaba ser recibido.

Recordó su mirada el día de la visita a su santuario en el Ipet Sut. No eran los ojos de un amigo, así que aquella mañana comió un poco y tomó una infusión estimulante. Quería estar alerta.

Recibió al alto cargo en uno de los salones protocolarios. De lo más discreto, dentro de lo oficialmente posible. Apenas un par de enanos y un escriba.

Ineni no era un hombre joven. Y, sin embargo, no parecía tampoco demasiado viejo. Su frágil cuerpo sí hablaba de muchos años, pero sus miembros eran fuertes, sus manos no temblaban… Incluso conservaba intacta la mayor parte de su dentadura. Sus ojos brillaban como los de un joven, sin esa película acuosa propia de los ancianos.

—Mi querida princesa. —Le tomó las manos. Unas manos de muchacho. No nervudas ni callosas, sino finas y cuidadas. Eso le hizo desconfiar. Recordó que Sen-en Mut le dijo que jamás había empuñado un arma. Ni tal vez ninguna otra herramienta. Ineni trabajaba con su corazón y su cabeza. Y esos órganos no habían envejecido. Pero se obligó a prestar atención, pues continuaba su monólogo:

—Cada día estáis más bella. La distancia no me permitió apreciar vuestra hermosura el día de vuestra visita, pues estos ojos han visto ya demasiado.

—Tal vez si os hubierais acercado a saludar, como dicta la más elemental cortesía, hubierais podido verme mejor. Muchas gracias. No sois tan viejo si seguís adulando a las mujeres.

—Os aseguro que no me cuesta ningún esfuerzo. Y no es adulación. En cuanto a la visita… —Suspiró fingidamente—. Princesa, el faraón y yo nos conocemos desde hace tanto tiempo que una mirada sirve para saber que no desea ser molestado, y yo nunca iría contra los deseos de vuestro padre.

—Qué pronto habéis recuperado la vista.

Se arrepintió al instante. Pero el daño estaba hecho.

Apenas un tino músculo que se tensa bajo un ojo le dijo que había insultado al segundo personaje más poderoso del país. No era inteligente hacerlo, pero no había vuelta atrás, así que continuó con tono mordaz:

—Disculpadme. Tal vez mi juicio me traicionó. Me pareció que no estabais muy feliz de verme aquel día.

—Princesa, os tuve en mis brazos apenas vinisteis al mundo. Siempre me alegro de veros. Comprended tan solo que resulta extraño para este viejo que una persona ajena al faraón entre en el mismísimo santuario del dios. Pensad que es toda una vida de férreas costumbres rotas en un instante.

—¿Porque ha entrado una mujer?

—Por eso y porque no se hizo conforme a las reglas. El dios podía haberlo tomado como una intromisión.

—Pero no lo hizo, ¿verdad?

—Aún no lo sabemos. Espero que no.

—Pero vos sabéis que esa mujer está destinada a gobernar, ¿no es así?

—Hay una ley divina que dice que no. Vos ayudareis a gobernar al joven Tutmosis con vuestra sabiduría.

Hatshepsut estuvo a punto de contestar que ya se encargaría ella de las leyes divinas, pero se contuvo.

Aunque no hizo falta. Ineni leyó en su rostro nítidamente.

—Pero, mi querida princesa… No he venido a hablar de eso.

—¿Y de qué habéis venido a hablar?

—De mi… sirviente. De Sen-en Mut.

Eso la puso de nuevo en guardia.

—¿Vuestro sirviente? Os referís a mi mayordomo. Mi padre le relevó de cualquier otra responsabilidad que distrajera mi bienestar.

—Vuestro padre tal vez, pero no yo. Es mío. Ha sido, es y será mi sirviente, mi criado… Mi esclavo, si queréis, para siempre.

—No os creo.

—¿No? ¿Y por qué no está aquí? Buscadlo. No lo encontrareis hoy.

—¿Y qué hay, pues, sobre él?

—Que ya no me obedece. No acude a mis llamamientos, ni recibe mis escritos, ni a mis sirvientes. Y eso me preocupa, pues, sin ser controlada, la espontaneidad en un guerrero puede ser muy peligrosa.

—¿A qué os referís?

—Temo que os haga daño. Voy a recomendar a vuestro padre que me lo entregue de nuevo.

—¿Y por qué debería yo consentir tal cosa? Me gustaría saber qué opina mi padre al respecto.

—Sin duda, por vuestra seguridad, confirmará mi orden. Pensad que vuestro padre me haría responsable si algo os ocurriera. Por eso os pido que no os inmiscuyáis.

—¿Me estás dando órdenes en mi propio palacio?

—No es un asunto sin importancia, princesa. Ha habido muchos precedentes. Pensad en vuestros hermanos.

Eso ya era el colmo. Hatshepsut se encendió como el aceite de las antorchas.

—Mis hermanos murieron por enfermedades. ¿O tenéis algo que decirme sobre ellos?

—Lo lamento, princesa. He hablado demasiado.

—¡Esperad!

Pero Ineni ya se había levantado de su silla, seguido por su escriba, y la atenta mirada del enano convenció a Hatshepsut de que la conversación había terminado. No quería causar un escándalo.

Dejó que se fuera, encendida como estaba por las palabras ofensivas.

Le daba rabia el trato recibido. Si fuera un hombre, todo hubiera sido muy distinto.

Mandó llamar a Sen-en Mut, pero el enano le dijo que no se encontraba en Palacio.

No podía creer al extraño y misterioso personaje. Y, sin embargo, Sen-en Mut no apareció en los siguientes días.

No sabía qué pensar. No creía ni por asomo que fuese capaz de matar a miembros de la familia real, por mucho que eso le ayudase políticamente.

Y, por otro lado, la hostilidad del anciano era más que evidente. Al menos había algo en claro: ya sabía quién era su más firme opositor a la posibilidad remota de que un día reinase. Incluso más que su obtuso padre.

Pero algo de verdad se traslucía en sus palabras. Había sido él quien había forjado a Seten Mut en las inaccesibles escalas al poder del clero de Amón.

Y, de repente, su mejor hombre, su alumno más brillante, su sucesor tal vez… Le había abandonado.

Y había otra cuestión de fondo.

Durante todo ese tiempo juntos, ¿a quién había obedecido? ¿Tal vez a Ineni y no a ella? ¿De ahí esa ambición en sus ojos y su comportamiento desafiante?

Y cuando dejó de luchar con ella… ¿Acaso ya no obedecía a Ineni? ¿Ahora sí serviría a la princesa fielmente?

¿Y en qué concluía todo eso?

No. No era lógico. Sen-en Mut siempre avivó la llama de su deseo de reinar, lo que chocaba frontalmente con Ineni. ¿Acaso el cambio fue a la inversa y ahora volvía al redil del intérprete de Amón?

Tanto podrían ser ciertas todas las hipótesis como ninguna de ellas.

Solo había una manera de salir de dudas: convencer a Sen-en Mut para que hablara. Tal vez provocándole para que saliera de su letargo, o… ¿quizás con palabras dulces? En su última entrevista pareció reaccionar a un acercamiento.

No sabía cómo abordarle.

Y del resultado de la conversación, su relación acabaría en un extremo u otro.

No le quería perder, pero tampoco deseaba que hubiera más secretos. Si no era capaz de compatibilizar sus tensiones con ella, ni compartir sus dudas, quizás no era digno de ser amado.

Porque le amaba.

No podía evitarlo. Lo bueno que había en él era demasiado irresistible: la ternura de sus caricias cuando eran honestas, su mirada triste, su cuerpo y su pasión, que prometían mil placeres desconocidos y que su reciente actitud le negaba, y su incondicional apoyo.

No podía apartar esas imágenes de su mente, ni la congoja de no tenerle cerca en su corazón.

Notaba su falta como la dependencia a una droga y, sin embargo, su presencia le transmitía dudas.

Pero había llegado a la conclusión de que debían existir factores externos…

¡Y por la fiera Hat-Hor que conocería su influencia en él antes que perderle!

Aunque dio órdenes a todos los criados de que se le avisara cuando llegara a Palacio, no fue hasta una semana más tarde cuando un enano se presentó ante ella. Incluso antes de que abriera sus labios gordezuelos, su corazón golpeaba ya su pecho como un tambor.

—Mi señora, el mayordomo de la princesa ha llegado.

Hubo de esperar a calmar su ritmo para poder hablar.

—Decidle que requiero su presencia inmediatamente. Le espero en mi jardín privado. Y no quiero que nadie me moleste. Nadie. Tengo que tratar asuntos de gran importancia para mi casa y la de mi padre.

El enano se fue tras una reverencia orgullosa. No sabía cómo su padre les permitía que rondasen a sus anchas por Palacio. Se preguntó si al mostrar tal vehemencia le había puesto en alerta sobre la importancia del encuentro; tal vez podría haber atraído algún espía con sus palabras.

¡Bah! ¡Que se fueran al infierno, como los malos espíritus al llegar la mañana! Ya tenía bastante en qué pensar para buscar otros temas que la desconcentrasen. Ahora debía encontrar las palabras justas…

La espera se le hizo eterna. No se molestó en vestirse especialmente para la ocasión. Quería que su apariencia denotase honestidad. Hubiera podido encender su pasión con una peluca larga y ropas sensuales bañadas en aceites, pero no sería ella, y tampoco lo veía adecuado para abrirle su corazón.

Al fin apareció de entre una suave bruma de humedad, como la ilusión de un espejismo.

Con paso sereno y mirada firme. Se paró a una vara de ella.

Le sonrió.

Sus piernas flaquearon. Se sintió una niña. ¡Si parecía que hubiese muerto y estuviese en presencia de Osiris!

Se rio de su propio ridículo. Luchaba para evitar las lágrimas, pero estaba muy emocionada, pues sus ojos parecían darle todas las respuestas, y eso la relajaba y la hacía muy feliz.

Él tendió sus manos hacia ella, que saltó y le abrazó.

Sen-en Mut correspondió con toda la ternura que era capaz, y ella sintió que se derretía en sus brazos, de los que se negaba a separarse, prolongando el contacto todo cuanto pudiese.

«Todo va a salir bien», pensó.

Unos pasos y un gruñido casi animal les distrajeron apenas lo justo para sacarles del estado de relajación que da la felicidad plena.

Hatshepsut solo notó que el cuerpo de su amante se envaraba y, al instante, un empujón brusco.

Cayó hacia atrás, sin escuchar el grito de mujer seguido de un golpe sordo.

Cuando levantó la vista, vio a Sen-en Mut conteniendo la sangre de una herida de cuchillo en su brazo izquierdo, y a su nodriza Sat-Ra caída apenas a unos codos a su lado.

—¡Asesino de niños! —gritó ésta.

Él se puso en guardia, reconociéndola, aunque no se movió. No sabía qué hacer y miró a la princesa, que dirigió de nuevo la mirada a su criada más querida.

Ella, desde el suelo, pareció leer un inexistente reproche en sus ojos y un mar de lágrimas cayó sobre sus mejillas encendidas.

—Te he fallado, mi niña. Perdóname.

Luego sonrió.

—Te quiero tanto…

Y, súbitamente, con una expresión anónima, levantó el brazo del cuchillo, cuyo filo paseó por su cuello.

Al instante, una fina línea roja se abrió, apenas una herida, que en segundos comenzó a expulsar sangre a borbotones.

—¡No! —gritó Hatshepsut al comprender.

Sat-Ra intentó hablar, y todo cuanto consiguió fue toser sangre. Se echó las manos al cuello, tal vez arrepintiéndose de su acción. La princesa se dispuso a auxiliarla, pero Sen-en Mut se interpuso, conteniéndola.

—Es demasiado tarde —dijo, girando con su mano la cabeza de ella para dirigir su mirada al río sagrado, por donde cruzaría en breve el alma de su querida aya. Solo escuchó un sonido burbujeante que destrozó sus nervios, y luego el silencio absoluto.

Sollozó desesperada. Varios criados acudieron a la llamada de Sen-en Mut, quien hizo ademán de coger a la princesa en brazos.

Ella se negó.

—¡Suéltame! ¡Tú eres el causante de su muerte! ¡Tú tienes la culpa!

—Mi amor. Yo…

—¡Vete! No quiero volver a verte.

Él intentó abrazarla, y ella de nuevo se desasió con violencia.

—¡Vete!

Se levantó, apartándose de él. Los criados, sin saber dónde mirar, se llevaban ya a Sat-Ra, cubierta con una tela blanca que la sangre teñía.

Sen-en Mut miró con ojos inexpresivos al bulto informe. Luego a Hatshepsut…

Y lentamente, con el mismo paso elegante, se fue, dejando a la princesa auxiliada por sus criadas, dominada por violentos sollozos.

Pasó mucho tiempo junto a su amada Sat-Ra mientras los médicos de palacio la limpiaban, antes de entregarla a los oscuros, los que la prepararían para la eternidad.

Lloraba la pena de no haberle dicho que no le guardaba rencor. No era culpa suya amar con tanta pasión.

Y eso le hacía también exculpar a Sen-en Mut, pues era evidente que la empujó para protegerla, cubriéndola de un ataque que no había visto venir, y quedando de espaldas al ataque a merced de su enemigo… que por suerte resultó ser una mujer que apenas sabía cómo empuñar un cuchillo.

Pero el gesto hablaba por sí solo.

Decía que hubiera dado su vida por ella.

Y la pobre Sat-Ra, que nunca vio con buenos ojos a Sen-en Mut. ¡Cómo iba a apreciarle cuando solo los veía discutir! Pero la nodriza no sabía que las discusiones entre ellos no eran sino males de amor. ¡Benditos males!

Y no lo sabía porque ella no se lo había dicho, reservada y distante, orgullosa y recelosa de todo, cuando toda la vida se habían contado hasta el más prohibido de los sueños.

Vagó sin rumbo por los pasillos y cámaras vacías de palacio, en la oscuridad de la noche, hasta que llegó a la cámara de Sen-en Mut.

Había enrollado su estera.

—¿Qué haces?

La pregunta, ronca y seca, le sacó de su trance. Se puso en pie de un salto, sin saber qué hacer.

La miró.

Vio sus ojos enrojecidos, agotados de llanto.

—Me voy. No puedo hacer otra cosa.

—No quiero que te vayas.

—¡Sí lo quieres! —contestó con excesiva vehemencia. Se dio cuenta al instante, respiró hondo y relajó sus miembros enervados—. Sí que lo quieres —susurró esta vez—. No confías en mí. Y yo no puedo seguir haciéndote más daño.

—Tú eres el que no das confianza. Siempre tan hermético. Siempre tan seguro. Obedeces sin rechistar. Dime… ¿En qué te diferencias de Tutmosis?

Sus ojos se velaron. De nuevo había puesto el dedo en la llaga.

—Debo protegerte. Quisiera contártelo todo, pero no puedo. Te pondría en peligro. Si confiaras en mí…

—¿Confiar? Dime algo que no te haya dado.

—Tiempo. Necesito algo más de tiempo. Te prometo que lo sabrás todo.

—No tengo tiempo, porque ella ya no lo tiene.

—¿Me culpas de…?

—No. No te culpo, salvo de haberme apartado de ella. Debía haberla consolado en su última hora.

—No mientras tuviera un cuchillo en su mano. ¿Quién sabe lo que Ineni…?

—¿Qué?

Su cara se ensombreció.

—Nada.

—¿Lo ves? No sé nada de ti. En tu ambición ciega, no sé de qué eres capaz. Dime, ¿cómo quieres que no de crédito a las acusaciones? ¿Cómo puedo no pensar que tú mataste a mis hermanos?

Fue la primera vez que vio a su mayordomo perder la serenidad. Casi agradeció ver cómo se le hinchaban las venas en el cuello y sus mejillas coloradas.

—¡Hatshepsut! —gritó airado—. ¡Por todos los dioses! —Pero al instante se desinfló como un pellejo de vino que se pincha por accidente—. ¿Lo ves? Por eso debo irme.

—¿Dónde vas?

—Al ejército. Allí me ocultarán. Hay hombres de honor. —Se levantó con parsimonia y recogió su estera—. Nos enseñan que esto es todo cuanto necesitamos, aparte de nuestras armas. Nos abriga del frío y nos sirve de mortaja cuando nos llegue la hora. No tengo nada más.

—¡Sen-en Mut!

No escuchó la llamada. Salió corriendo.