Aquella noche, lo que menos le apetecía era acudir a una fiesta, pero su padre, simple y llanamente, la había obligado. Decía que si era mujer para disfrutar de sus amantes sin dar explicaciones ni pedir permiso, así como para imponer su criterio, también lo era para cumplir con las obligaciones que su posición llevaba consigo. Hasta ahora había vivido como una niña; a partir de entonces lo haría como una princesa adulta.
No pudo enfadarse demasiado con su padre. Le quería demasiado y, en el fondo, le comprendía. No se trataba de favorecer a un hijo u otro, sino de vivir con la conciencia tranquila de haber puesto el reino en buenas manos. Las de ella, se entendía. Pero era cierto que los enemigos se le echarían encima.
Y, sin embargo, le evitaba para no explotar y romper el frágil equilibrio que había entre ellos.
Lo había comentado con Sen-en Mut, pero él dio la razón vergonzosamente al rey, lo que la molestó tanto que se enfadó. Su mayordomo ni siquiera intentaba ponerse en su lugar. De modo que ni hablaba con su padre, ni hablaba con su amante.
Por eso estaba especialmente irritable y, por mucho que sus sirvientas se esforzaran en maquillarla y arreglar su vestido, su expresión de hastío sería visible para todos. Era una delegación de Mittani, país con el que Egipto se encontraba en una paz frágil y tensa.
Había comido ya, pues le asqueaba compartir comida donde hubieran metido sus manos los bárbaros extranjeros; o los bárbaros egipcios, ya que algunos nobles se comportaban peor que ellos. Y no es que desconocieran las más elementales reglas de protocolo, cortesía y saber estar, tema sobre el que estaba de moda escribir tratados, a cada cual más pomposo y exagerado… Era, simplemente, que su arrogancia les llevaba a saltarse esas normas como si estuvieran por encima de ellas… ¡En el mismísimo palacio real! ¡Como si desearan mostrar que el rey les necesitaba! Se limitó a cumplir lo mínimo de lo que se esperaba de ella, y en unos pocos minutos volvería a su alcoba a quitarse todo el maquillaje.
Observó los vestidos de las sirvientas, a las que se habían confeccionado vestimentas especiales, se había peinado con esmero e incluso les habían sido entregados conos de cera rellenos de esencias de flores, como los que llevaban las damas nobles. Llevaban guirnaldas de flores en la cabeza que cubrían los peinados de las menos agraciadas. Eran profesionales muy respetadas, aunque el atractivo sexual que les daba su largo pelo y su rico perfume le granjeaba la… amistad de algún noble a más de una. Podían negarse a corresponder a las atenciones, e incluso podían denunciarle si las violentaban. En caso de tener testigos, probablemente pondrían en un buen aprieto al hombre, pero ninguna era tan estúpida como para rechazar un regalo o una vida de facilidades y lujo para ella y su familia por muchas generaciones.
A veces, los banquetes eran servidos por niños del kap, pero era en los actos más solemnes y menos festivos. El rey no se arriesgaría a exponerlos al aberrante apetito sexual de algunos de sus nobles.
Las criadas acudían presurosas donde una dama las reclamaba, ya fuera con un espejo, para retocar su maquillaje o peinado con las más variadas herramientas a tal fin: pinzas, tijeras y raspadores de manicura, agua purificada con sal y anís para lavarse la boca, sustancias desengrasantes para lavarse tras tocar los platos grasos, cosméticos y perfumes de variadas composiciones, o los desodorantes a base de trementina, incienso en polvo o antyu para evitar el mal olor, ya que a veces había que enmascarar el olor corporal extremo de alguna noble poco dada a la higiene; algunas tenían mucho que aprender incluso de los más míseros de los beduinos del desierto, que se lavaban con friegas de arena y arcilla para arrastrar la suciedad varias veces al día.
Los hombres preferían los peinados recogidos sobre la cabeza, que dejaran al aire los hombros y, sobre todo, el cuello, lo que les aportaba una fuerte carga erótica. En cambio, las mujeres, si no necesitaban usar sus armas de seducción, preferían el pelo suelto y largo, al estilo de las diosas. Las pelucas eran confeccionadas de variadas formas, con mechones de colores, rizos sueltos combinados con recogidos, trenzas…
Curiosamente, las clases acomodadas tendían a cubrirse el cuerpo, cuando las tendencias austeras y clásicas decían que el hombre debía llevar faldellín y la mujer el torso descubierto y una falda. Las malas lenguas decían que la vida regalada era la que echaba a perder las formas y provocaba que las túnicas de las nobles se hicieran cada vez más opacas y anchas, ya que no todas podían conservar un cuerpo de adolescente y llevar las túnicas transparentes ungidas de perfumes que ceñían la tela al cuerpo como una segunda piel. También se generalizó el uso de pieles entre las clases altas por la misma razón, lo que llevaba invariablemente a arrugar la nariz cuando se paseaba cerca.
Los músicos eran los mejores del país. Había arpas, laúdes y liras, suaves y pequeños tambores llamados sistros que eran golpeados en honor a Hat-Hor, clarinetes u oboes, junto a la voz de los cantantes. En esta ocasión no había bailarinas, ya que éstas pertenecían a un tipo de fiestas más lúdico y generalmente reservado a hombres por su contenido erótico. Incluso los instrumentistas eran protegidos por soldados de incógnito.
Apenas encontraba interesantes las conversaciones sobre tratados, fronteras, impuestos… Y no les restaba importancia, pero, como su padre, odiaba el tono florido de los embajadores cuando todo podía hablarse en una conversación corta, directa y normal.
Así que prestaba la atención justa en cada grupo. Unas mujeres discutían sobre la moda de combinar colores en los pañuelos con los vestidos. Dos hombres hablaban del mejor lupanar de Tebas. No era correcta su participación en la conversación, aunque fue lo que más le divirtió. Dos embajadores discutían, con su manera de hablar entre rodeos y agasajos, sobre el precio de la madera de cedro. Un enano trataba de seducir a una dama, que fingía enfadarse a pesar de que sus manos temblaban de excitación. Dos nobles preguntaban al mayordomo real Amen-Hotep por una música especialmente sensual.
¡Ya estaba harta!
No aguantaba más. Parecían una jauría de animales salvajes sobre un festín. Apenas picoteó de unos diminutos entrantes en forma de joyas. Ella prefería los purés de habas, lentejas y garbanzos del Delta, el loto llamado «haba de Egipto» y las frutas: higos, granadas, uvas, melocotones y manzanas, acaso, y como mucho, edulcorados con miel y dátiles. Su médico le decía que la conservarían fuerte y joven, y cuando se veía obligada a probar uno de aquellos platos tan grasientos acababa enferma.
No tenía hambre. Entonces sacaron el plato principal: una codorniz sobre un pavo real, colocada sobre una gacela subida encima de un hipopótamo. Todos los presentes se abalanzaron sobre él, tanto para admirar su presencia y aromas como para servirse platos tremendos. Hatshepsut pensó que era hora de irse, pues pronto empezarían las inevitables escenas de los nobles vomitando y los criados recogiendo sus inmundicias. Y no era extraño que ocurriera, en especial portando las pieles de animales salvajes y exóticos que llevaban como estandartes del lujo que no dejaban transpirar el sudor, daban mucho calor y pesaban.
Sintió nauseas.
Buscó el sirviente que llevaba en una bandeja la mezcla de granos de anís y plantas aromáticas digestivas y para combatir el mal aliento. Masticó un buen puñado hasta que se calmó.
Pensó que deberían incluir algunos de aquellos colosales platos en las celebraciones del pueblo llano. Seguro que ellos, tras probarlos, hubieran preferido su dieta normal a base de cereales, verdura y pescado, aunque, gracias a Amón, se acabaron los tiempos en que en los pueblos mezclaban las harinas de mala calidad con tierra y pequeñas piedras para darle consistencia al pan. Aquello había marcado la salud dental de toda una generación hasta que su padre decretó que nadie podría hacer negocio con un pan así.
Dio una vuelta con la esperanza de que su padre la viera antes de escurrirse hacia su cámara. En ese momento, encontró a un joven que la miraba fijamente.
Era alto y guapo. Se veía que era extranjero por su peinado, aunque no llevaba barba como ellos y su vestido era una mezcla de la capa egipcia con una túnica extraña, que llevaba sobre un hombro de manera talmente descuidada… Sin embargo, le hacía muy atractivo.
Sus ojos, pequeños y negros, le miraban sin dudar, lo que era casi una afrenta.
Pero ella no se dejaba arredrar por nada. Si era un fanfarrón, se divertiría a su costa. Se acercó a él.
—¿Estás poniéndome a prueba con tu insolencia?
Aquella pregunta tan directa desconcertó al muchacho, que no supo qué decir. Negaba con la cabeza inocentemente mientras intentaba encontrar la respuesta, lo que gustó a la princesa. Un poco de ingenuidad entre tanta ambición era como un soplo de aire fresco en el enrarecido ambiente, donde todos sudaban ya por el calor de las lámparas, los alimentos y la excitación.
—¿No te acuerdas de mí?
Ahora fue Hatshepsut la que quedó desarmada. ¿Debería conocerle? No. Comenzó a negar con la cabeza, furiosa por no recordar a un hombre tan guapo, cuando la luz se izo en su alma.
—¡Hat-Hor divina! ¡No es posible! Mittarna.
El chico rio mientras abrazó a su vieja amiga del kap, que le miró como si hubiesen pasado cien años.
—¡Pero si eras un niño la última vez que te vi! ¿Qué te ha ocurrido? Pensé que tal vez habías perdido el favor del rey y…
—Es una historia un poco larga.
Ella se mordió el labio, mirando si su padre les había descubierto.
—Tenemos tiempo. Ven.
Se deslizaron entre pasillos y habitaciones hasta que llegaron a la cámara de Hatshepsut, que despidió a todas sus criadas.
—Cuéntame. ¿Cómo es que has vuelto?
El joven apenas se atrevía a hablar. Aquello no constaba ni en el protocolo más fantasioso. Pero cuando comenzó, su historia no era alegre.
—En realidad, nunca me fui, pero tu padre comprendió que no podría hacer de rehén. Entre los míos soy como un apestado. Jamás darían nada por mí, ni siquiera siendo hijo del rey Shuttarna. El tiene otros hijos. Yo os fui entregado como una garantía al nacer. Una garantía sin valor, porque en caso de conflicto hubieran renunciado a mí. Pero tu padre lo entendió. Es un gran hombre. Otros en su lugar me hubieran matado, pero él no solo me conservó en el kap, sino que me dio la libertad de ir donde quisiera y hablar con los míos.
—¿Qué eres? ¿Un espía?
—Un espía demasiado obvio. Si volviera a mi país, me matarían. Pero sí que sirvo a tu padre para pulsar el estado de los extranjeros en Tebas y en el país entero.
—¿Así que tienes un buen empleo?
—Muy superior a mis expectativas. ¿Y tú? Has crecido. Eres mucho más guapa que cuando peleábamos por los dulces. Ningún niño podía con nosotros.
Ella rio con espontaneidad. Le encantaba la naturalidad con que hablaba después de años sin verle. Y no podía dejar de mirar sus brazos, llenos de pelo, que empezaban a excitarle.
Escuchaba su relato sin prestar mucha atención, mirando la expresión jovial, siempre sonriente, acompañando cada palabra con un gesto gracioso de sus manos grandes.
Miraba su cara teñida de una suave barba. No la barba fea de los extranjeros, sino una sombra de un vello suave que le hacía más atractivo.
Por un instante se sintió mal por pensarlo, pero se sacudió cualquier cargo de conciencia y se encontró pensando si sexualmente sería mejor que el único hombre con el que había mantenido relaciones. ¿Era igual con todos? ¿Los extranjeros amarían de un modo distinto?
Pensó en Sen-en Mut. No sabía a ciencia cierta si le amaba o era una mera atracción física. No podía saberlo si no le comparaba con otros.
Al fin y al cabo, ya era un escándalo que una princesa llevase a su alcoba a un diplomático, y bárbaro, para terminar de complicarlo todo.
Tanto daba.
Calló la perorata del muchacho con un beso en la boca. El pobre chico casi se atragantó del susto, aunque no le costó mucho responder al beso con más pasión de la que ella, dudosa, había puesto.
Al momento se hallaban sobre la cama, entre las ropas de ambos. Él sabía distinto, a hierbas exóticas y a tierra, a mundos inexplorados.
Y sabía amar. La recorrió con sus besos hasta llegar a su sexo en un beso húmedo que el pueblo egipcio no prodigaba mucho: ni ellos, que pensaban que el fluido sexual era no solo una enorme fuente de poder, sino también un veneno; ni ellas, que creían que tragando el semen quedarían embarazadas.
Ese acto le supo mejor que nada que hubiera experimentado antes. Ahora comprendía a las mujeres que se daban placer entre ellas sin necesidad de un hombre. Y si aquel bárbaro la volvía loca, qué no haría una mujer, conocedora mejor que nadie de sus propias fuentes de placer.
Llegó a un intenso orgasmo sobre el rostro del mittano, que no cejó en su labor hasta que ella le llamó, ávida de nuevas sensaciones.
Le tumbó boca arriba y se situó sobre él, moviéndose como había aprendido con su amante, regulando su propio ritmo y dejándose llevar al fondo del placer, cayendo, al fin, exhausta sobre su pecho hasta que recuperó la respiración, entre risas.
—¿De qué te ríes? —preguntó él, extrañado.
—De la cara que pondrían si supieran lo que hemos hecho. Los extranjeros no sois muy bien vistos.
—Eso sólo ocurre con los hicsos. Es nuestro enemigo común.
—Lo sé. Los egipcios somos muy celosos de nuestra tierra. Por eso todos sois iguales a nuestros ojos. Tan dañinos como ambiciosos.
—Los hicsos también trajeron cosas buenas. No debes dejar de valorar eso.
—¿Cómo qué?
El muchacho puso cara de burla en una vieja imitación de uno de los profesores que habían tenido, lo que hizo reír de nuevo a la princesa.
—A ver. Por un lado tenemos, por ejemplo, los instrumentos musicales que habéis adoptado. —Le dio un corto beso—. Sobre todo, los de cuerda… Luego hemos mejorado las joyas. —Volvió a besarla—. La calidad del bronce para armas… ¡Ah! No olvides el telar. —La besó de nuevo—. El shaduf[10]…
—¡Alto ahí! —Ella contuvo el beso—. Eso es egipcio. Existe desde las primeras culturas olvidadas. Es la base de la elevación de los bloques de piedra en nuestras moradas de eternidad en forma de pirámide.
—Bueno… Diré pues que lo hemos mejorado, pero… en las armas, aportaron muchas innovaciones: hachas —un beso—, espadas curvas, mucho más útiles —otro beso— y el arco que llamáis asiático, capaz de atravesar un peto de metal —otro beso más—, el caballo —beso— y los carros de combate con los que luego nos derrotasteis —otro beso.
—Humm —ronroneó ella.
—¿Sí?
—Estaba pensando que las relaciones diplomáticas mejorarían mucho si se discutiesen de esa manera.
—Pues dudo que el visir quiera acostarse contigo.
Los dos rieron. Hatshepsut pareció recobrar la compostura y acarició al viejo amigo a modo de despedida.
—Creo que debes irte. Te estarán buscando.
—Tal vez deba disfrazarme, o que me guíe una sirvienta tuya dando un rodeo. No creo que deban saber de dónde vengo.
Ella lo consideró, aunque una sonrisa maliciosa se abrió en su cara.
—No importa. Vete directamente. No digas de dónde vienes, pero tampoco te escondas.
—¿Volveré a verte?
—No lo creo. Pero eso está dictado por Amón en tu destino.
Se encogió de hombros.
—Yo no creo en Amón. —Ella le dio un beso de despedida—. En cualquier caso, lo recordaré con afecto.
Ella rio mientras le pasaba su túnica roja. Él la besó de nuevo y salió de la alcoba con paso orgulloso. No era para menos. Sería la comidilla de la nobleza. Un héroe de los cotilleos.
Hatshepsut pensó en la cara que pondría Sen-en Mut y se preguntó cuál sería su reacción.
Se preguntó si no lo había hecho solo por conocer la respuesta. Tal vez deseaba que se enfadase, que se pusiese loco de celos, que le gritase y discutieran, que le contase la verdad sobre lo que sentía por ella.
Eran demasiadas cosas.